eñora Simmons? Soy Vicki Nelson; la detective privado de Toronto —hizo una pausa y pensó en la mejor manera de presentar la información. Oh, qué demonios… —. Hemos encontrado a su marido.

—¿Está… vivo?

—Sí, señora, muy vivo. Está trabajando como perito de seguros bajo el nombre de Tom O’Conner.

—Don siempre trabaja en seguros.

—Sí, señora, así es como dimos con él. Acabo de enviarle un paquete, por mensajero, con una copia de todo lo que hemos descubierto incluyendo varias fotografías recientes… debería recibirlo antes de mañana al mediodía. En cuanto me llame para confirmar su identificación, pasaré la información a la policía y podrán cogerlo.

—La policía creyó haberlo encontrado una vez antes… en Vancouver… pero cuando fueron a detenerlo se había ido.

—Bueno, estará allí esta vez. —Vicki se reclinó en su silla, introdujo la mano libre bajo el borde inferior de las gafas y se frotó los ojos. En ocho años con la Policía Metropolitana de Toronto y casi dos años por su cuenta, había visto algunos verdaderos hijos de puta; Simmons/O’Conner estaba a la altura de los mayores de ellos. Cualquiera que fingiese su propia muerte a fin de deshacerse de una esposa y cinco hijos merecía exactamente lo mismo que él—. Mi compañero va a hablar con él esta noche. Creo que su marido decidirá quedarse justo donde está.

sep

El bar era ruidoso y humeante, con mesas demasiado pequeñas para ser útiles y sillas demasiado estilizadas para resultar cómodas. La cerveza era demasiado cara, el licor sobrecargado de hielo, y el menú una mezcla maquillada de al menos tres tipos de cocina cuasi étnica, más la grasa y carbohidratos habituales. Todo el personal era joven, atractivo e intercambiable. La clientela era un poco más vieja, no exactamente atractiva (aunque trataba de forma desesperada de ocultarlo), e igual de anónima. Era, por el momento, el bar para maniquíes más importante de la ciudad, y todos los imitadores baratos de Toronto se embutían a través de sus puertas el viernes por la noche.

Henry Fitzroy se detuvo nada más cruzar el umbral y escudriñó la muchedumbre a través de ojos entornados. El olor de tantos cuerpos agolpados, el sonido de tantos latidos martilleando al ritmo de la música que brotaba a toda potencia de media docena de altavoces colgados, la sensación de tantas vidas en tan poco espacio, despertó el Hambre y amenazó con liberarla. La obligación lo contuvo más que la fuerza de voluntad. En alrededor de cuatro siglos y medio, Henry nunca había visto a tanta gente esforzándose tan dura e inútilmente por pasárselo bien.

Era la clase de lugar en el que no lo cogerían ni de casualidad en circunstancias normales, pero esa noche estaba de cacería y era allí donde su presa se había refugiado. La muchedumbre se separó mientras se movía alejándose de la puerta; remolinos de cuchicheos siguieron su estela.

—Quién se cree que es…

—… te digo que es algún…

Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, una vez duque de Richmond y Somerset, Lord Presidente del Consejo del Norte, advirtió, suspirando para sí, que algunas cosas nunca cambiaban. Se sentó en la barra (el joven que había estado en el taburete lo dejó libre cuando Henry se aproximó) e hizo una señal al camarero para que se apartara.

A su derecha, una mujer joven y atractiva alzó una ceja de ébano en evidente invitación. Aunque la mirada de él bajó hasta el pulso que latía en la marfileña columna de su garganta, recorriendo casi de forma involuntaria la vena hasta su desaparición bajo el suave pliegue de seda magenta, pegada a sus hombros y pechos, con pesar, y en silencio, rechazó la oferta. Ella se dio por enterada de su ojeada y de su negativa, y luego se volvió hacia presas más receptivas. Henry disimuló una sonrisa. No era el único cazador que había salido aquella noche.

A su izquierda, una ancha espalda de traje gris carbón constituía la mayor parte del paisaje. El pelo sobre el traje había sido hábilmente marcado para ocultar las calvicies, al igual que el traje mismo había sido cortado para cubrir las zonas que la cuarentena había engrosado. Henry alargó la mano y golpeó ligeramente sobre un hombro revestido de lana.

El hombre del traje se volvió, vio que no se trataba de ningún conocido y se dispuso a fruncir el ceño. Entonces cayó en los abismos de un par de ojos color avellana, mucho más oscuros de lo que unos ojos de dicho color deberían haber sido, mucho más profundos de lo que podían serlo ojos mortales.

—Tenemos que hablar, señor O’Conner. —Habría hecho falta un hombre mucho más fuerte para apartar la mirada—. De hecho, creo que sería mejor que viniese conmigo. —Una fina capa de sudor cubrió la frente del otro hombre—. Esto está un poco concurrido para lo que tengo pensado… —caninos ligeramente alargados se hicieron visibles por un instante al abrir los labios— discutir.

sep

—¿Y?

Henry siguió junto a la ventana, una mano plana contra el frío cristal. Aunque parecía estar mirando hacia abajo a las luces de la ciudad, en realidad estaba observando el reflejo de la mujer sentada en el sofá detrás de él.

—Y ¿qué?

—Henry, deja el rollo de los no muertos. ¿Persuadiste al señor O’Conner/Simmons para que se quede donde está hasta que llegue la policía?

Adoraba observarla; adoraba contemplar cómo las emociones corrían por su rostro, adoraba verla moverse, verla descansar. La adoraba. Mas como aquello era un tema que no había que tratar, todo lo que dijo fue:

—Sí.

—Bien. Espero que le hicieras cagarse de miedo mientras tanto.

—Vicki. —Se volvió, con los brazos cruzados sobre el pecho, y frunció el entrecejo en lo que sólo en parte era desaprobación fingida—. No soy tu hombre del saco personal, para que me hagas abandonar mi encierro cada vez que piensas que alguien necesita sentir el temor de Dios…

Vicki resopló.

—Tienes un alto concepto de ti mismo, ¿no?

—… dentro de ellos —continuó él, sin tener en cuenta la interrupción.

—¿Te he tratado alguna vez como a mi «hombre del saco personal»? —alzó una mano para impedir su inmediata réplica—. Di la verdad. Posees ciertas habilidades, igual que yo, y cuando lo creo necesario, las uso. Además —se subió las gafas de nuevo sobre el puente de la nariz—, dijiste que querías implicarte más en mi negocio. Ayudar con más casos ahora que has entregado Cumbre de pasión púrpura y no vas a comenzar otra obra maestra romántica hasta el mes que viene.

El amor no descansa. —Henry no veía ninguna razón para avergonzarse de escribir romances históricos; se pagaban bien y era bueno en ello. Dudaba, no obstante, que Vicki hubiera leído alguna vez uno. No era del tipo que disfruta, o incluso desea, escapar a través de la ficción—. Esta noche… no era lo que tenía en mente cuando dije que quería involucrarme más.

—Henry, ha pasado un año —parecía divertida—. Deberías saber a estas alturas que la mayor parte de la investigación privada consiste en días y días de búsqueda aburrida y tediosa. Las situaciones emocionantes en las que se arriesga la vida son escasas y aisladas.

Henry alzó una pelirroja ceja.

Vicki parecía algo avergonzada.

—Mira, no es culpa mía que la gente siga tratando de matarme. Y a ti. Y de todas formas, sabes que esas eran las excepciones que confirman la regla. —Se enderezó, metiendo un pie con zapatilla bajo su trasero—. Esta noche necesitaba convencer a un depravado, que merecía ser aterrorizado después de lo que hizo pasar a su esposa e hijos, para que se quedara en su sitio hasta que llegara la policía. Esta noche te necesitaba a ti. Henry Fitzroy, vampiro. Nadie más podría haberlo hecho.

Pensándolo bien, admitió gustoso que ningún otro podría haber hecho el trabajo tan bien, aunque un par de fornidos mortales y metro y medio de cuerda habrían producido más o menos el mismo efecto.

—No te gustaba nada, ¿no?

—No. No me gustaba —frunció el labio—. Una cosa es abandonar tus responsabilidades, pero hace falta ser un gilipollas de una clase especial para hacerlo de forma que todo el mundo crea que estás muerto. Llevaron luto por él, Henry. Lloraron por él. Y el hijo de puta estaba lejos construyendo una nueva vida, sin compromisos, mientras ellos llevaban flores, cada sábado, a una tumba vacía. Si no hubiese salido en segundo plano en aquel informe de noticias nacionales, todavía estarían llorando por él. Se lo debe. A mi modo de ver, les debe muchísimo.

—Bueno, entonces te alegrará saber que, como dijiste de forma tan poco elegante, hice que se cagara de miedo.

—Bien —aflojó su presa sobre el cojín—. ¿Te… eh… alimentaste?

—¿Importaría si lo hubiese hecho? —Ojalá ella lo reconociera si le importase—. La sangre es la sangre, Vicki. Y su miedo era suficiente para despertar el Hambre.

—Lo sé. Y sé que te alimentas de otros. Es sólo… —se pasó una mano por el pelo, alborotándolo en forma de puntas rubio oscuro—. Es sólo que…

—No. No me alimenté de él. —Su involuntaria sonrisa era todo lo que necesitaba, así que atravesó la habitación para verla mejor.

—Probablemente estarás hambriento, entonces.

—Sí. —Le tomó la mano y le acarició con delicadeza la piel de la parte anterior de la muñeca con su pulgar. El pulso de ella se aceleró bajo su contacto.

Trató de resistir, pero él la hizo retroceder, inclinó su cabeza, y recorrió con su lengua la apenas perceptible línea azul de una vena.

—Henry, si no nos vamos pronto, no seré capaz de… —Su voz dejó de oírse mientras su cerebro pasaba a preocuparse de otras cuestiones. Con un poderoso esfuerzo, obligó a su garganta a abrirse y a su boca a moverse—. Acabaremos sobre la… cama.

Él alzó sus fauces lo suficiente para murmurar:

—¿Y?

Y aquella fue la última palabra coherente que pronunciaron ambos durante un tiempo.

sep

—Cuatro de la mañana —masculló Vicki, buscando las llaves de su apartamento—. Otras dos horas y el reloj habrá dado toda la vuelta. Otra vez. ¿Por qué sigo haciéndome esto? —Su muñeca palpitaba como en respuesta, y suspiró—. No importa. Una pregunta estúpida.

Los músculos se tensaron a lo largo de su espalda cuando la puerta osciló de forma inesperada, abriéndose del todo. La cadena de seguridad colgaba suelta, abierta, describiendo un arco, arañando suavemente metal contra madera. Conteniendo el aliento, descartó los ruidos ambientes del apartamento (el sonido del motor del refrigerador, un grifo goteante, el distante murmullo de la subestación hidroeléctrica al otro lado de la calle) y percibió un débil zumbido mecánico. Sonaba como…

Casi lo había reconocido cuando un repentino ruido ahuyentó toda esperanza de identificación. El horrible crujir, rechinar, quebrar, prosiguió durante unos diez segundos, luego cesó.

Moleré sus huesos para hacerme el pan… —Era lo más aproximado a lo que podía estar sucediendo que se le ocurría. Y habida cuenta de todo, no descarto la posibilidad de una traducción literal. Después de tratar con demonios, hombres lobo, momias, por no mencionar al vampiro omnipresente en su vida, un gigante comeniños en su cuarto de estar no era imposible por mucho que resultara improbable.

Se quitó el enorme bolso de cuero negro del hombro y lo cogió justo antes de que golpeara el suelo. Con la correa envuelta dos veces alrededor de su muñeca era un arma ante la que incluso un gigante se arredraría. Menos mal que guardé aquel ladrillo

Lo sensato sería cerrar la puerta, correr sin hacer ruido hasta la cabina de teléfono de la esquina y llamar a la policía.

Estoy demasiado cansada para esta mierda. Vicki se adentró en silencio en el apartamento. Coraje a las cuatro de la mañana. Te va a encantar.

Deslizando cada pie un centímetro por encima del suelo y volviendo a bajarlo con extremo cuidado, se abrió camino a lo largo del corto tramo del vestíbulo y alrededor de la esquina hasta el cuarto de estar, con los sentidos alerta. Durante los últimos meses había comenzado a creer que, si bien la retinitis pigmentaria la había privado de toda forma de visión nocturna, el oído y el olfato estaban empezando a compensarlo. La prueba estaba en el pudín; aunque sabía que el alumbrado exterior del mirador proporcionaba cierta iluminación a pesar de las persianas y el apartamento nunca estaba en realidad del todo oscuro, en lo que a su vista se refería, podría estar llevando una venda acolchada.

Bueno, no exactamente una venda. Ni siquiera ella podía dejar de ver el borrón de luz que tenía que ser la televisión parpadeando en silencio contra la pared más alejada. Se detuvo, el arma lista, ladeó la cabeza, y percibió el olor de una loción de afeitado bien conocida mezclado con… ¿queso?

La súbita liberación de la tensión casi la hizo caer.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí a esta hora, Celluci?

—¿A ti qué te parece? —preguntó con ironía la familiar voz a su vez—. Estoy viendo una película increíblemente estúpida con el sonido quitado y comiendo unos tacos pasados. ¿Durante cuánto tiempo los has guardado, por cierto?

Vicki buscó a tientas la pared, luego la recorrió con los dedos hasta el interruptor de la luz del techo. Pestañeando entre lágrimas mientras sus sensibles ojos reaccionaban al resplandor, bajó despacio su bolso hasta el suelo. Al señor Chin, del apartamento del primer piso escaleras abajo, no le agradaría ser despertado por nueve kilos de baratijas surtidas golpeando con estrépito sobre su techo.

El sargento detective Michael Celluci la miró entornando los ojos desde el sofá y echó la bolsa medio vacía de tacos a un lado.

—¿Una noche dura? —refunfuñó.

Bostezando, ella se quitó la chaqueta, arrojándola sobre el respaldo del sofá.

—En realidad no. ¿Por qué?

—Esas bolsas bajo tus ojos parecen más bien un conjunto de maletas a juego. —Balanceó las piernas hasta el suelo y se estiró—. A los treinta y dos uno no se recupera como solía a los treinta y uno. Necesitas dormir más.

—Lo cual precisamente tenía intención de hacer —cruzó la habitación y clavó un dedo en el panel de control de la televisión—, hasta que llegué a casa y te encontré a ti en mi cuarto de estar. Y aún no has respondido a mi pregunta.

—¿Qué pregunta? —Sonrió de forma cautivadora, pero ocho años en el cuerpo con él, los últimos cuatro íntimamente unidos (esto es lo que se llama una situación complicada, se dijo) la habían hecho más o menos inmune a las clásicas miradas dulces usadas al efecto.

—Estoy demasiado cansada para esta mierda, Celluci. Deja la cacería.

—De acuerdo, entré para ver lo que recordabas acerca de Howard Balland.

Ella se encogió de hombros.

—Un rufián de poca monta, siempre buscando dinero fácil, pero que probablemente no lo vería aunque le mordiese en el trasero. Creía que había dejado la ciudad.

Celluci separó sus manos.

—Ha vuelto, por decirlo de alguna manera. Un par de chicos hallaron su cuerpo esta noche detrás de una librería en Queen Street West.

—¿Y has venido para ver si recuerdo algo que te ayude a atrapar a su asesino?

—Lo has cogido.

—Mike, estuve en estafas durante apenas tres meses antes de ser transferida a homicidios, y eso fue hace mucho tiempo.

—¿Así que no recuerdas nada?

—Yo no he dicho que…

—Ah. —Aquella única sílaba contenía una desproporcionada cantidad de sarcasmo—. Estás cansada y preferirías ligar con tu amiguito no muerto a ayudar a coger al bastardo que cortó la garganta de un viejo estafador inofensivo. Entiendo.

Vicki pestañeó.

—¿De qué coño estás hablando?

—Ya sabes de qué estoy hablando. ¡Has estado fuera jugando a Vlad el empalador con el puto Henry Fitzroy!

Sus cejas bajaron formando una marcada V, obligándola a subirse con rapidez las gafas.

—No me lo creo. ¡Estás celoso!

Se encontraban pecho con pecho, y habrían estado nariz con nariz de no ser por la diferencia de altura. Aunque Vicki superaba el metro setenta y cinco, Celluci medía más de metro noventa.

—¡CELOSO!

Con el paso de los años, Vicki había aprendido suficiente italiano para entender lo esencial de lo que siguió. La pelea apenas había comenzado a calentarse cuando una suave voz se deslizó a través de una pausa en el griterío.

—Con su permiso.

Con los rostros ridículamente congelados en mitad de un gruñido, se volvieron para hacer frente a la arrugada preocupación del señor Chin. Empuñaba un albornoz de brocado borgoña cerrado por una endeble mano y tenía la otra alzada como para atraer su atención. Cuando vio que lo había logrado, sonrió en medio del silencio.

—Gracias —les dijo—. Ahora, veamos si podemos proseguir con esta tesitura. —Ante sus perplejas miradas, suspiró—. Déjenme explicárselo de manera más sencilla. Son las 4:22 de la mañana. Cállense. —Esperó por un momento, saludó con la cabeza y dejó el apartamento, cerrando suavemente la puerta al marcharse.

Vicki sintió cómo se ruborizaba. Se estremeció cuando un cruce entre un estornudo y una pequeña explosión partió de donde se hallaba Celluci.

—¿De qué te estás riendo?

Él negó con la cabeza, agitando los brazos mientras buscaba las palabras.

—No importa. —Ella se estiró y le retiró el rizo de pelo castaño del rostro, retorciendo su propia boca en una sonrisa arrepentida—. Supongo que era bastante divertido sin más. Aunque voy a pasar el resto del día con esta vaga sensación de algo por terminar.

Celluci asintió, el poblado rizo volviendo a caer sobre sus ojos.

—Como cuando no recuerdas si te has comido el último bocado de donut.

—O bebido el último trago de café.

Compartieron una sonrisa y Vicki se dejó caer en la butaca reclinable de cuero negro que presidía el pequeño salón.

—De acuerdo, ¿qué necesitas saber sobre el difunto señor Balland?

sep

Vicki se apartó del cálido farallón de la espalda de Celluci y se preguntó por qué no podía dormir. Quizá debería haberle dicho que se fuese a casa, pero parecía un poco sin sentido hacerle conducir todo el camino hasta su domicilio en Downsview cuando tenía que regresar al cuartel general en el centro de la ciudad dentro de apenas seis horas. O menos. Quizá. No podía ver el reloj a no ser que se sentase derecha, encendiese la luz, y encontrase sus gafas, pero tenía que ser casi el amanecer.

Amanecer.

En el centro de la ciudad, a dieciocho bloques de distancia de su apartamento en Chinatown, Henry Fitzroy yacía en su habitación sellada y esperaba al día; esperaba a que el sol naciente desconectase su vida; confiaba en que el sol poniente la conectara de nuevo.

Vicki había pasado el día con Henry en una ocasión, cautivo de la amenaza de la luz del sol fuera del dormitorio. La ausencia de vida fue tan completa que había sido un poco como pasar el día con un cadáver. Sólo que peor. Porque no lo era. No era una experiencia que quisiera repetir.

Había corrido alejándose de él aquella noche, en cuanto la oscuridad hizo segura su salida. Hasta el presente día no estaba segura de si había huido de su naturaleza o de la confianza que le había permitido a él estar tan indefenso ante ella.

No se había alejado por mucho tiempo.

A pesar de las últimas noches, o en ocasiones de ninguna noche, Henry Fitzroy se había convertido en una parte necesaria de su vida. Aunque la atracción física todavía le hacía un nudo en el estómago y la dejaba sin aliento (incluso tras un año de exposición), lo que la molestaba, casi la asustaba, era lo mucho que había invadido el resto de su vida.

Henry Fitzroy, vampiro, hijo bastardo de Enrique VIII, era Misterio. Aunque perdiese toda una vida intentándolo, nunca podría saber todo lo que era. Y, que Dios la ayudase, no podía resistirse a un misterio.

En cuanto a Celluci (rodó sobre su costado y se pegó a la curva de su cuerpo), Celluci era el yin para su yang. Frunció el ceño. O tal vez al revés. Él era bromas compartidas, intereses compartidos, un pasado compartido. Encajaba en su vida como una pieza de puzzle, ajustándose y completando el cuadro. Y ahora que pensaba en ello, aquello la asustaba al mismo tiempo.

Estaba completa sin él.

¿No?

Señor, oh Señor, oh Señor. ¿Cuándo comenzó mi vida a parecerse a la música country?

Celluci se agitó ante la fuerza de su suspiro y medio se despertó.

—Casi lo olvidaba —murmuró—. Llamó tu madre.

sep

El tardío sol de la mañana casi había iluminado el mirador de Vicki cuando se sentó a la mesa de la cocina y alcanzó el teléfono. Contestar a la llamada de su madre mientras Celluci se estaba vistiendo haría más sencillo ocuparse de las preguntas que sabía iba a tener que responder. Preguntas que sin duda comenzarían por: ¿Por qué estaba Michael Celluci en tu apartamento cuando tú no estabas?, y se extenderían a partir de ahí hasta la eterna favorita: ¿Cuándo vendrás a visitarme?

Suspiró, reunió fuerzas con un trago de café y rodeó con los dedos el auricular. Antes de que pudiera alzarlo del soporte, el teléfono sonó. Consiguió, a duras penas, evitar que el café le saliera por la nariz pero le llevó media docena de tonos controlar el ahogo.

—Investigaciones Nelson.

—¿Señorita Nelson? Soy la señora Simmons. Empezaba a creer que no estaba.

—Lo siento. —Enganchó una servilleta de la puerta del frigorífico y limpió enérgicamente lo ensuciado—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Recibí las fotografías. De mi marido.

Vicki consultó su reloj. Casi mediodía en Toronto significaba cerca de las once en Winnipeg. Diablos. El anuncio decía la verdad; he encontrado un mensajero que marca el tiempo.

Es mi marido, señorita Nelson. Es él —parecía a punto de llorar.

—Entonces le daré la información a la policía esta tarde. Lo cogerán y luego se pondrán en contacto con usted.

—Pero es fin de semana. —Su protesta era más un gemido que una queja.

—La policía trabaja los fines de semana, señora Simmons. No se preocupe. —Vicki ofreció su tono más tranquilizador—. E incluso si no pueden arrestarlo hasta el lunes, bueno, le garantizo personalmente que no va a ir a ninguna parte.

—¿Está segura?

—Estoy segura.

—Necesito preguntarle por qué, señorita Nelson; ¿por qué nos hizo algo tan horrible?

El dolor en la voz de la mujer tensó los dedos de Vicki sobre el auricular hasta que sus nudillos palidecieron. Apenas consiguió disimular su ira con compasión durante los momentos finales de la llamada.

—¡Maldito, maldito hijo de PUTA!

Su libro de notas golpeó el muro más lejano del apartamento con suficiente fuerza para romper el dorso y enviar hojas sueltas revoloteando hasta el suelo como una bandada de pájaros heridos.

—¿Lo conozco? —preguntó Celluci. Como había aparecido en el salón a escasamente un metro del punto de impacto, suponía que habría de estar agradecido de que no hubiese tirado la jarra de café.

—No. —Ella brincó de su silla, echándola atrás tan violentamente que cayó rebotando por dos veces.

—¿Algo que ver con tu desaparecido encontrado? —No era difícil de imaginar; sabía lo básico del caso y la había oído utilizar el nombre de Simmons durante la conversación telefónica. Además, conocía a Vicki y, si bien era cualquier cosa menos simple, sus reacciones tendían a ser directas y sin rodeos.

—¡Asqueroso bastardo! —Sus gafas se deslizaron hasta la punta de su nariz y se las subió del todo con fuerza—. Le importa una mierda lo que hizo pasar a su familia. Deberías haberla oído, Mike. Ha destruido todo aquello en lo que ella creía. Al menos, cuando creía que estaba muerto tenía recuerdos, pero ahora los ha jodido también. La ha herido tan duramente que ni siquiera ha podido enfurecerse todavía.

—Así que te estás enfureciendo por ella.

—¿Por qué no?

Él se encogió de hombros.

—Claro, por qué no. —Íntimamente familiarizado con el temperamento de Vicki, creyó ver algo más que justa rabia ante una mujer agraviada. Dios sabía que ella había visto bastante de aquello durante sus años en el cuerpo y que nunca había (de acuerdo, casi nunca) reaccionado con tanta intensidad—. Tu madre, ¿llegó a enfurecerse cuando tu padre se fue?

Vicki se paró en seco y lo miró fijamente.

—¿Qué demonios tiene eso que ver?

—Tu padre abandonó a tu madre. Y a ti.

—Mi padre, al menos, tuvo la mínima decencia de no ocultar lo que estaba haciendo.

—Y tu madre tuvo que soportaros a las dos. Probablemente nunca tuvo tiempo de enfadarse.

Los ojos de ella se entrecerraron mientras lo fulminaba con la mirada.

—¿De qué coño estás hablando?

Captó las señales de peligro, pero no podía dejar pasar la oportunidad. Las cosas habían estado dirigiéndose hacia aquello durante mucho tiempo, y con su ira por lo de la señora Simmons dejándola tan emocionalmente abierta, sabía que era posible que nunca tuviese una oportunidad mejor. Qué diablos, si llega el caso, estoy armado.

—Estoy hablando, te guste o no, de ti y de mí.

—Estás diciendo sandeces.

—Estoy diciendo que estás tan asustada de comprometerte que difícilmente admitirás que somos algo más que amigos. Sé a qué se debe. Comprendo que, a causa de la forma en que tu padre se fue, y a causa de lo que sucedió después con tu madre, crees que necesitas tener bajo control hasta el menor aspecto de una relación…

Ella resopló.

—¿Te envió el cuerpo a otro cursillo de sensibilidad?

Él redobló el control sobre su propio temperamento y lo pasó por alto.

—… pero todo eso ocurrió hace más de veinte años y tiene que parar, Vicki.

Ella retorció el labio.

—¿O si no?

—O si no, nada. Maldita sea. No estoy amenazándote.

—Esto es por Henry, ¿no? Estás celoso.

Era inútil obligarla a afrontar la verdad si él no lo hacía.

—¡Tienes razón, maldita sea, estoy celoso de Henry! No quiero compartirte tanto con nadie más. Sobre todo con alguien que… que… —Mike Celluci no encontraba las palabras para explicar lo que sentía acerca de Henry Fitzroy, e incluso si las tuviera, no era asunto de Vicki. El canto de su mano cercenó el pensamiento—. No estamos hablando de Henry, sino de nosotros.

—No hay nada malo en nosotros. —Ella miró a todas partes salvo al hombre en pie al otro lado de la habitación—. ¿Por qué no podemos seguir simplemente como hasta ahora?

—¡Porque no estamos yendo a ninguna parte!

Ella se estremeció ante el staccato de cada palabra.

—Vicki, estoy cansado de no ser nada más que tu amigo. Tienes que comprender que yo…

—¡Calla! —Sus manos se habían cerrado formando puños.

—Oh, no. —Él negó con la cabeza—. Esta vez vas a oírlo.

—Este es mi apartamento. No tengo que oír nada.

—Oh, sí que tienes. —Se movió hasta quedar directamente frente a ella, balanceándose con destreza sobre sus pies, sus manos a una prudencial distancia. Por mucho que quisiera aferraría y sacudirla, no quería vérselas con el estallido de violencia que seguiría en respuesta. Una partida rápida a ¿Quién es más macho? no contribuiría a mejorar la situación—. Esta no va a ser la última vez que digo esto, Vicki, así que harías mejor en acostumbrarte a ello. Te amo. Quiero un futuro contigo. ¿Por qué te resulta tan difícil aceptarlo?

—Por qué no puedes sencillamente aceptarme a mí, a nosotros, tal como soy. Somos. —Las palabras fueron obligadas a salir entre dientes apretados.

Él se apartó el mechón de pelo de la frente y trató sin éxito de sosegar su aliento.

—He pasado cinco jodidos años aceptándote a ti y a nosotros. Es hora de que ambos cedamos.

—Vete.

—¿Qué?

—¡Sal de mi apartamento! ¡AHORA!

Temblando por el esfuerzo de contenerse, él se adelantó y agarró su abrigo del colgador junto a la puerta. Hundiendo los brazos en las mangas, se volvió. Su propia cólera hacía que le fuera imposible leer la expresión de ella.

—Sólo una cosa más, Vicki. No soy tu puto padre.

La puerta se cerró detrás de él con bastante fuerza para sacudir el edificio.

Un latido de corazón más tarde volvió a abrirse.

—¡Y no olvides llamar a tu madre!

La jarra de café estalló en mil pedazos contra la madera.

sep

—¿Y lo hiciste?

—¿Hice el qué? —soltó Vicki. Contarle a Henry lo esencial de la pelea la había puesto casi de tan mal humor como la pelea misma. No servia de nada que supiera que habría debido mantener la boca cerrada, pero cuando Henry había preguntado qué la molestaba, no parecía capaz de evitar que toda la exasperante conversación brotase de nuevo.

—¿Llamaste a tu madre?

—No. No lo hice. —Se volvió de cara a la ventana, se subió las gafas y miró airada a la oscuridad—. No estaba precisamente de humor para hablar con mi madre. Bajé a Personas Desaparecidas y clavé al señor Simmons/ O’Conner en la pared.

—¿Te hizo sentirte mejor?

—No. Aunque podría haberlo hecho si me hubiesen dejado usar clavos reales.

Un comentario gracioso dicho con absoluta sinceridad. Incluso desde el otro lado de la habitación Henry podía sentir el batir de olas de cólera irradiando de ella. En aquel momento deseó no haber preguntado, haber pasado por alto su humor y no haberla sometido al más que acertado análisis del sargento detective Michael Celluci sobre la incapacidad de Vicki para comprometerse. Pero ahora que lo había oído, no podía dejarlo pasar. Vicki seguiría pensando acerca de lo que Celluci había dicho (obviamente, apenas había pensado en otra cosa desde que Celluci había salido de su apartamento dando un portazo) y, ahora que se lo había refregado por las narices, en su momento vería la verdad. Llegado el cual tendría que elegir.

No la perdería. Si aquello suponía considerar el día igual que la noche, su amor le daba el mismo derecho que a Celluci a hacer valer su pretensión.

Tú subiste las apuestas, mortal, dijo al otro hombre en silencio. Recuérdalo.

Se levantó y atravesó la alfombra para colocarse al lado de ella, gloriándose por un momento de su latido, saboreando su calor, su aroma, su vida.

—Tenía razón —dijo él por fin.

—¿Sobre qué? —Las palabras fueron forzadas a salir a través de dientes apretados. No era necesario preguntar qué era lo que él quería decir.

—No podemos, ninguno de nosotros, seguir de esta forma.

—¿Por qué no? —La última letra soportaba el peso de una potencial explosión.

—Porque, como Mike Celluci, quiero ser la persona más importante en tu vida.

Ella bufó.

—¿Y qué hay de lo que yo quiero?

Pudo ver los músculos contrayéndose bajo la aterciopelada superficie de su piel, tensándose en torno a sus ojos y las comisuras de su boca, así que escogió sus próximas palabras con cuidado.

—Creo que es lo que estamos tratando de descubrir.

—¿Y si decido que le quiero?

Su tono contenía un amargo y zahiriente filo. Henry no pudo sino responder.

—¿Me abandonarías?

El poder en su voz la obligó a girarse para darle la cara. Él la oyó tragar con dificultad mientras sostenía su mirada, oyó acelerarse su corazón, vio dilatarse sus pupilas, paladeó el cambio de su aroma en el aire. Entonces la liberó.

Vicki se sacudió retrocediendo, furiosa con Henry, furiosa consigo misma.

—¡Nunca vuelvas a hacerlo! —jadeó, luchando por hacer entrar suficiente aire en sus pulmones—. No concedo a nadie poder sobre mi vida. Ni a ti. Ni a él. ¡A nadie! —Controlando apenas sus movimientos, comenzó a dar vueltas pisando fuerte a través del salón—. Me largo de aquí. —Agarró su abrigo y su bolso del extremo del sofá—. Y tú puedes irte a jugar a ser príncipe de la jodida oscuridad con algún otro.

Él no se había movido de la ventana. Sabía que podía hacerla volver, así que no tenía necesidad de intentarlo.

—¿Adónde vas?

—¡Voy a dar un largo paseo por el barrio más sórdido que pueda encontrar, para ver si algún imbécil intenta algo estúpido y puedo romperle los putos brazos! ¡No me sigas!

Incluso una puerta de seguridad puede cerrarse de golpe si se emplea suficiente fuerza.

sep

—¿Vicki? Soy tu madre. ¿No te dio Mike Celluci mi mensaje? Bueno, no importa, querida, estoy segura de que tiene muchas cosas en su cabeza. Aunque ahora que lo pienso, me preguntaba por qué estaba en tu apartamento mientras estabas fuera. ¿Estáis los dos tomándolo más en serio? Llámame cuando tengas oportunidad. Hay algo que tengo que contarte.

Vicki suspiró y se frotó las sienes mientras el contestador se rebobinaba. Eran las doce y diez y simplemente no se encontraba con fuerzas para una conversación íntima con su madre, no después del día que había tenido. ¿Estáis los dos tomándolo más en serio? Dios.

Primero Celluci.

Luego Henry.

Los poderes fácticos habían decidido arruinar de verdad su vida.

—¿Qué pasó con los hombres que sólo querían acostarse con regularidad? —murmuró, apagando la luz y dirigiéndose al dormitorio.

La jarra de cerveza que se había bebido de un trago en el bar gay de Church Street (el único sitio de la ciudad a salvo de cajas de testosterona) se revolvía inquieta en su estómago. Todo lo que quería hacer era ir a dormir. Sola.

Llamaría a su madre por la mañana.

La noche había estado plagada de sueños, o más concretamente, de un sueño: las mismas imágenes repitiéndose una y otra vez. La gente seguía entrando en su apartamento y no podía hacerlos marchar. La nueva escalera hacia el tercer piso partía en dos su cocina y un flujo constante de agentes inmobiliarios subía por ella, arrastrando a potenciales inquilinos. La parte trasera de su lavabo se abría a los jardines de Maple Leaf y la muchedumbre pos-guía decidió salir por su dormitorio. Primero intentó razonar. Luego gritó. Entonces levantó materialmente a los intrusos y los arrojó por la puerta. Pero la puerta nunca se quedaba cerrada y ellos, todos ellos, no la dejaban sola.

Se despertó tarde con un terrible dolor de cabeza y de mandíbula, de un humor no mucho mejor que cuando se había ido a dormir. Un antiácido y una aspirina podrían haber ayudado, pero como se le habían acabado, se conformó con una taza de café tan fuerte que su lengua se retorció en señal de protesta.

—Ya sabía yo que estaría lloviendo —gruñó, echando un vistazo fuera a través de las persianas a un mundo gris y poco acogedor. El cielo parecía lo bastante bajo para tocarlo.

El teléfono sonó.

Vicki se volvió y lo miró con ceño al otro lado del cuarto. No necesitaba contestar para saber que era su madre. Podía sentir las vibraciones maternas desde donde estaba.

—Esta mañana no, mamá. No me siento con fuerzas.

Su cabeza continuó sonando mucho después de que el timbre cesara.

Una hora después, sonó de nuevo.

Una hora de pensamiento consciente no había hecho nada para mejorar el estado de ánimo de Vicki.

—¡He dicho que no, mamá! —Golpeó con el puño sobre la mesa de la cocina. El teléfono tembló pero siguió sonando—. ¡No quiero escuchar tus problemas ahora mismo y estoy más que segura de que no quiero contarte los míos! —Su voz se elevó—. Mi vida personal se ha ido a pique de repente. No sé lo que está pasando. Todo se está desmoronando. Puedo aguantar por mí misma. Puedo trabajar formando parte de un equipo. ¿Lo he demostrado, no? ¿Por qué no es eso suficiente?

Aquello se convirtió en un concurso de volumen y duración, y Vicki no tenía intención de dejar que el teléfono ganase.

—Lo más probable es que Celluci esté a punto de declararse y ese vampiro con el que duermo… Oh, ¿no te conté sobre Henry, mamá…? Bueno, él me quiere como su… su… No sé lo que quiere Henry. ¿Puedes acabar con esto, mamá? ¡Porque a mí me resulta jodidamente imposible!

Podía sentirse temblando al borde de la histeria, pero no cejaría hasta que el teléfono lo hiciera.

—Celluci cree que estoy furiosa por la forma en que mi querido papá te abandonó. Henry piensa que tiene razón. ¿Qué hay de ti, mamá? Me están partiendo en dos. Nunca me advertiste acerca de algo como esto, ¿no, mamá? ¡Y nunca jamás hablamos sobre papá!

La última palabra resonó alrededor de un apartamento silencioso y pareció tardar muchísimo en desvanecerse.

Con un dedo tembloroso, Vicki se subió las gafas.

—Hablaré contigo mañana, mamá. Lo prometo.

Una hora más tarde, el teléfono sonó otra vez.

Vicki activó el contestador y se fue a dar un paseo bajo la lluvia.

Cuando volvió, avanzada la tarde, había siete mensajes esperando. Borró la cinta sin escuchar ninguno de ellos.

sep

El teléfono sonó.

Vicki se detuvo, un pie dentro de la ducha, suspiró y volvió a ponerse la ropa. Bienvenida al lunes.

—Ya voy, mamá. —No servía de nada aplazarlo. Tendría que afrontarlo tarde o temprano, y lo mismo daba que fuera temprano.

Aquel día las cosas no parecían tan malas. El día anterior era un sonrojante recuerdo de intemperancia. Mañana, bueno, se ocuparía de mañana cuando llegase.

Se dejó caer en una de las sillas de la cocina y cogió rápidamente el auricular.

—Hola, mamá. Siento lo de ayer.

—¿Es usted Victoria Nelson?

Se ruborizó. Era la voz de una mujer mayor, tensa, tirante; estaba claro que no era su madre.

Causemos una estupenda impresión en un cliente potencial, Vicki.

—Eh, sí.

—Soy la señora Shaw. Señora Elsa Shaw. Trabajo con su madre. Nos vimos en septiembre pasado…

—Lo recuerdo. —Vicki dio un respingo. Mamá tiene que estar realmente molesta para hacer llamar a una compañera de trabajo. Esto va a costarme como mínimo una visita.

—Me temo que tengo malas noticias para usted.

—¿Malas noticias? —Oh, Dios, no permitas que haya cogido el primer tren a Toronto. Es justo lo que necesito ahora.

—Su madre no se ha encontrado bien últimamente, y, bueno, vino a trabajar esta mañana, dijo que había estado tratando de ponerse en contacto con usted, hizo el café como hace siempre, salió del despacho del doctor Burke y… y, bueno, murió.

El mundo se detuvo.

—¿Señorita Nelson?

—¿Qué ocurrió? —se oyó Vicki preguntar; se maravilló por lo calmada que sonaba su voz, y se preguntó por qué se sentía como entumecida.

—La doctora Burke, jefe del Departamento de Ciencias de la Vida… bueno, usted sabe quién es la doctora Burke, por supuesto… dijo que fue su corazón. Un infarto fulminante, dijo. Hace un minuto estaba aquí, y al siguiente… —La señora Shaw se sonó la nariz—. Sucedió hace unos veinte minutos. Si hay algo que pueda hacer…

—No. Gracias. Gracias por llamar.

Si la señora Shaw tenía más compasión o información que ofrecer, Vicki no la escuchó. Puso con suavidad el auricular sobre su soporte y se quedó mirando fijamente al teléfono silencioso.

Su madre estaba muerta.