LA ÚLTIMA INGRATITUD
¿Cómo haré para narrar la crueldad final, cuando no poseo la paciencia ni la grandeza de corazón de quien la padeció? Mi historia ha llegado al año de Nuestro señor de 564, cuando Justiniano ya tenía ochenta años de vida y treinta y siete de reinado. El Imperio estaba en paz al fin, pero era la paz que tiene el hombre enfermo después de una crisis de fiebre violenta, cuando nadie puede predecir si se recobrará o morirá.
El Emperador había adquirido un aspecto desaliñado; este campeón de la ortodoxia, este tenaz perseguidor de herejes, había caído en una herejía relacionada con la naturaleza del Hijo.
Teodora había opinado que el cuerpo de Jesucristo había sido insensible a las pasiones y flaquezas de la carne, y que en verdad era carne incorruptible, y por lo tanto no humana; pues la característica de toda la carne ordinaria es corromperse, decía, a menos que se la momifique al estilo egipcio o por accidente quede congelada en un sólido bloque de hielo. Pero el criterio ortodoxo era que Jesús, hasta la Resurrección, era de carne humana y corruptible, y que negar esto era monofisismo y equivalía a rebajar la grandeza del sacrificio que Jesús había realizado por la humanidad.
Justiniano esgrimió la opinión de Teodora (a la que en vida de ella se había opuesto siempre) como un descubrimiento novedoso y propio, pues recordaba bien todos los argumentos de su esposa. En un edicto anatematizó a quienes sostenían la opinión contraria como «adoradores de lo corruptible». Solicitó a todos los patriarcas y obispos que aprobaran ese nuevo artículo de fe. Con gran revuelo, ellos rogaron su venia para considerar el asunto durante un tiempo. Pero el Patriarca de Constantinopla, que era un erudito muy meticuloso y un hombre muy recto, se rasgó las vestiduras y se echó cenizas en la cabeza, clamando en estos términos:
—Esto es peor que la herejía de los monofisitas… raya en la blasfemia de los sucios maniqueos, quienes declararan que las dos naturalezas del Hijo son contradictorias. Pues, queridos hermanos, si Jesucristo, cuando vivía en esta tierra, era en verdad insensible a las pasiones y flaquezas (como nos quiere hacer creer Su Clemencia el Emperador), ¿qué diremos del famoso llanto por Lázaro, y de esas protestas en la Cruz, y de la súplica de que apartaran de sus labios el cáliz del sufrimiento? Tales actos, de los cuales dan testimonio los Santos Evangelistas, serían locuras o falsas simulaciones si el cuerpo de Jesús hubiera sido en realidad el cuerpo invulnerable de una deidad.
Los clérigos de la catedral elevaron un informe contra el Patriarca, y fue destituido.
Belisario no manifestaba ninguna opinión sobre estas controversias. Cuando Sergio, un importante senador, lo interrogó al respecto, él respondió:
—Ya es bastante arduo vivir de acuerdo con los mandamientos de Cristo, para extraviarse en inquisiciones filosóficas acerca de su naturaleza. Lo mismo me daría consagrarme al estudio crítico del carácter personal del emperador.
Sergio lo miró de hito en hito para ver si no había una ironía mordaz en esas palabras, pero respondió:
—Varón entre los varones, ¿ese estudio no sería absolutamente esclarecedor?
Todos los días, Belisario visitaba al Emperador en palacio; a menos que la corte estuviera en descanso, en cuyo caso visitaba sus fincas y salía a cazar. Siguió siendo frugal en sus hábitos, generoso con los pobres, amado por sus amigos, y entre él y mi querida ama Antonina no había más palabras que palabras de amor y comprensión. Mi ama se adecuaba al código de costumbres cristiano, y para esta época había abandonado todos sus hábitos paganos, aun cuando todavía recurriera a ciertos encantamientos inocentes para curar dolores de muelas y dolores de cabeza y para inmunizarse contra hechicerías. Tan calmas y ordenadas eran sus vidas que parecía que estuvieran caminando lentamente hacia la tumba, cogidos de la mano, y que ningún otro obstáculo se les interpondría en el camino, ni los sorprenderían más desastres.
Pero Justiniano odiaba a Belisario con un odio implacable, y aborrecía la perspectiva de morir dejando que su enemigo gozara de su fama y su prosperidad sin impedimentos.
—Nos ha robado nuestra gloria —exclamaba indignado—. Nuestros desagradecidos súbditos lo tienen en más a él que a la Sagrada Persona del Emperador.
El infame Procopio, que había sido secretario militar de Belisario en todas sus guerras, había dedicado varios años a escribir una larga historia de ellas. Siendo un hombre cortante y bilioso, poco dado a la adulación, había contado la amarga verdad, ocultando poco o nada sobre las traiciones de tal general y la ineptitud de cual, y había atribuido a Belisario el debido mérito por sus muchas victorias ganadas con tantas probabilidades en contra. No había culpado directamente a Justiniano por sus caprichos, incompetencia, crueldad, indecisión, mezquindad, ingratitud, pero había referido los hechos históricos de manera tan contundente que ninguna persona sensata, al leerlos, podía evitar formarse una opinión sumamente desfavorable del monarca o concebir la mayor admiración por el general. Esta historia se envió al fin a las escuelas de copistas de Alejandría, donde se publicó. Ya estaba en circulación mucho antes de que Justiniano advirtiera su existencia, unos cinco años antes de la batalla de Chettos.
Cuando Procopio se enteró de que el Emperador estaba furioso y comprendió que corría peligro de muerte, escribió una abyecta apología. Rogó a su señor que creyera que, si había escrito algún denuesto, la culpa era de Belisario por haberle suministrado informes falsos; y se comprometía no sólo a retirar todos los ejemplares del libro, sino a escribir una obra histórica en elogio de las imponentes hazañas de Justiniano. Justiniano lo perdonó, le otorgó una pensión y lo elevó al rango de patricio. Procopio se cuidó de hablar sólo superficialmente de su ex patrón, a quien ya no saludaba en las calles para no caer en desgracia ante el Emperador. Pero Justiniano quedó muy insatisfecho cuando al fin le entregaron la obra elogiosa. Era sólo un relato sobre su templanza, su erudición y su piedad, sobre las iglesias construidas y las fortificaciones erigidas. Había esperado que la historia anterior se reescribiera en otro estilo, de modo que él y no su súbdito Belisario gozara del mérito de haber conquistado África e Italia. Privó a Procopio de su pensión.
Entonces Procopio, en la amargura de su corazón, escribió un libro de libelos no sólo sobre Belisario y mi ama Antonina, sino sobre el mismo Emperador y la difunta Teodora. A veces contaba la verdad, a veces distorsionaba los hechos, a veces mentía, todo según sus propósitos vengativos. (Aun yo, Eugenio, fui metido en ese fárrago: por ejemplo, se suponía que había ayudado a mi ama a asesinar a la doncella Macedonia, cuya lengua, decía Procopio, fue cortada en trozos y arrojada al mar).
—He escrito un libro —alardeaba Procopio ante sus amigos— que echará añublo y alheña sobre los nombres de ciertos notables que me han ultrajado. —Pero no mostraba el libro a nadie, con el propósito de legarlo a la posteridad.
En el otoño, después de la batalla de Chettos, un grupo de senadores tramó un nuevo complot para asesinar al Emperador, encabezado por Sergio y Marcelo (el mismo a quien el emperador había perdonado su participación en el complot de Artaban el Armenio). La conspiración se descubrió accidentalmente y los jefes tuvieron que revelar los nombres de sus cómplices. Entre estos jefes estaba Herodiano, el general que una vez había entregado Spoleto al rey Teodelo, actuando por despecho a Belisario, y que luego se había pasado a los godos; después de la muerte de Teodelo había entregado Cumas a Narses, y Justiniano lo había perdonado. Al regreso de Herodiano a Constantinopla, Belisario le había entablado un pleito y había recobrado las cincuenta mil piezas de oro que le adeudaba y habían tenido alguna relación con la rendición de Spoleto. Ahora, Herodiano, para escapar a una muerte segura, se rescató a sí mismo con la falsa confesión de que Belisario era el autor del complot contra la vida de Justiniano. Ante esta sugerencia, Apión, el procurador, ordenó a sus agentes que registraran la casa de Procopio en busca de documentos que incriminaran a Belisario. Aquí, guardada en un baúl, encontraron el vengativo libro de anécdotas. Apión lo leyó, y amenazó a Procopio con estrangularlo por sus insultos a la Majestad del Emperador, a menos que accediera a proporcionar pruebas que aseguraran la condena de Belisario como traidor. Procopio accedió y le devolvieron el libro. Ahora se comprenderá por qué lo llamó el infame Procopio.
Apión se presentó en casa de Belisario una mañana temprano, acompañado por dos taquígrafos de la corona y una partida de soldados. Lo encontraron jugando a la pelota antes de su zambullida en la piscina. Yo estaba entre los jugadores, anotando los tantos. Belisario saludó a Apión jovialmente y le dijo:
—¿Tú no eres el nuevo Procurador? En verdad, ésta es una visita muy temprana. ¿Quieres desayunar con nosotros después de mi zambullida?
Apión respondió con suma gravedad:
—Los negocios de Su Sagrada Majestad no pueden esperar tu desayuno ni el mío, ni ninguna zambullida fría. Vístete de inmediato, Conde Belisario. Traigo una orden para arrestarte con el cargo de alta traición. Soldados, capturad a estos criados; necesitaremos su testimonio.
—Eugenio —me dijo Belisario—, conserva los resultados del partido; lo terminaremos en alguna otra ocasión. Luego, suplica a tu ama Antonina que baje en cuanto lo crea oportuno.
Pero me impidieron ir en busca de mi ama.
—Los criados de la ilustre Antonina también serán detenidos —dijo Apión.
Belisario se vistió e invitó a Apión y a los soldados a pasar a la sala templada, pues el día era frío. Allí, Apión leyó la orden, cuyas palabras eran:
Al Ilustre Patricio Belisario, Conde de los Establos Imperiales, Comandante de la Guardia Imperial y los Ejércitos de Oriente, salud.
Por la presente, entérate, Belisario, de que nos, Justiniano tu Emperador, estamos disgustados contigo y exigimos que te entregues pacíficamente a nuestro funcionario, el Distinguido Procurador Apión, cuando acuda con sus soldados a prenderte.
Repetidamente, en el curso de muchos años, has demostrado ser un súbdito desleal y revoltoso, más preocupado por tu propia seguridad, riqueza y gloria que por los Sagrados Intereses de tu Señor; como lo dejará claro el siguiente historial.
Primero, en el año quinto de nuestro reinado, permitiste que la mitad de nuestra ciudad de Constantinopla fuera saqueada e incendiada por las turbas de facciosos, antes de tomar medidas contra los caudillos, los traidores Hipacio y Pompeyo.
Luego, cuando te enviamos contra los vándalos de África, en el año sexto de nuestro reinado, quisiste e intentaste usurpar nuestra soberanía en la diócesis; mas ciertos generales leales nos advirtieron de tu culpa y te convocamos antes de que pudieras infligimos esa traición.
Luego, cuando te enviamos contra los godos de Italia, en el año octavo de nuestro reinado, desobedeciste tercamente nuestras instrucciones escritas y trataste con el enemigo una paz diferente de la que habíamos autorizado. Más aún, iniciaste una correspondencia secreta con los godos y te ofreciste como candidato para Emperador de Occidente, queriendo e intentando de nuevo usurpar nuestra soberanía; pero una vez más te lo impedimos. Regresaste a esta ciudad sin haber derrotado definitivamente a los vándalos, lo cual fue un grave contratiempo para nos.
Luego, cuando te enviamos contra los persas, en el año decimotercero de nuestro reinado, te negaste a batallar con ellos y les permitiste regresar a su patria y destruir nuestra gran ciudad de Calínico.
Luego, en el año decimocuarto de nuestro reinado, cuando te enviamos nuevamente contra los persas, no sacaste partido de la ausencia del rey, quien en ese momento estaba devastando nuestro territorio de Cólquida: no te internaste en Asiria para devastar la tierra y rescatar a los cautivos tomados en Antioquía, aunque habría sido una empresa fácil; y tampoco cortaste la retirada del rey a su regreso del susodicho territorio de Cólquida.
Luego, el mismo año también pronunciaste palabras traicioneras contra nuestra bienamada Emperatriz, Teodora, ahora con Dios.
Luego, en el año decimoséptimo de nuestro reinado, cuando te enviamos una vez más contra los godos de Italia, no realizaste ninguna empresa memorable, despilfarraste nuestro tesoro y nuestras fuerzas y regresaste al cabo de cinco años, dejando que los godos fueran al fin derrotados por nuestro fiel chambelán Narses. De Italia nos enviaste cartas contumaces y amenazantes, y a tu regreso fuiste participe de una conspiración contra nuestra vida urdida por Artaban el Armenio.
Luego, en el año trigésimo segundo de nuestro reinado, después de descuidar nuestras fortificaciones y las tropas a tu mando, alentando así una incursión bárbara, te arrogaste la gloria de haber rechazado a los hunos, gloria que pertenecía primero a Dios Todopoderoso y luego a nos; tal como en previas oportunidades habías intentado usurparnos la gloria que ganamos contra los persas, vándalos, moros, godos, francos y otras naciones, exhibiéndote ante la chusma de la ciudad y cortejando sus favores con donaciones.
¡Cuánta paciencia y abnegación hemos demostrado, cuántas veces te hemos perdonado actos y palabras impúdicas!
Ahora, en este año trigésimo séptimo de nuestro reinado, nos han llegado noticias de que estás implicado en otra conspiración contra nuestra vida. Nuestros generales Herodiano y Juan (vulgarmente apodado «El Epicúreo») confiesan que has intentado disuadirlos de su lealtad hacia nos, y el distinguido patricio Procopio, quien fue anteriormente tu secretario militar, te ha denunciado ante nos por el mismo delito incalificable. Éstos confiesan que conviniste con ellos un día determinado para que se efectuara contra nos un ataque con espadas en nuestra misma Cámara del Consejo, mientras ocupábamos nuestro trono y vestíamos sacras investiduras de la realeza. Ellos fingieron acceder, pero estaban embargados por el temor y repitieron tus palabras a nuestros funcionarios.
Entérate, pues, traidor, de que nuestro real perdón, que otorgamos con tanta magnificencia, esta vez te será denegado; pues un criminal que pecó constantemente cuando sus rizos eran negros, y peca aún cuando sus rizos son blancos, no puede ser redimido para la virtud. Seria debilidad de nuestra parte perdonar más allá del límite bíblico de setenta veces siete.
¡Obedece!
Cuando Apión hubo concluido, Belisario le preguntó:
—¿Quién preparó este documento para que lo firmara Su Clemencia?
—Yo mismo —respondió Apión.
—Por tu acento pareces un tracio del distrito de Adrianópolis. ¿Es posible que te reconozca después de tantos años? ¿No fuimos compañeros de estudios con el docto Malto?
Apión se ruborizó, pues no podía olvidar qué personaje despreciable había sido a ojos de sus compañeros de escuela.
—Eso pertenece al pasado —respondió.
A los domésticos nos encarcelaron y torturaron, uno por uno, tanto a esclavos como a libertos, desde el paje más joven hasta Andreas y yo, quienes frisábamos en los setenta años. Nos pusieron en el potro y nos azotaron; y nos ciñeron la frente con cordeles nudosos, y nos quemaron los pies en un brasero de carbón. A algunos se los torturó con más severidad que a otros. Yo estaba encadenado en una celda con Andreas, antes de que nos llevaran a la cámara de torturas. Él había presenciado el arresto de Belisario, y estaba rojo de furia contra Apión.
—El Procurador ha seguido una carrera gloriosa mientras su compañero de escuela mandaba los ejércitos del Emperador: plumas, tinta, pergaminos, servilismo, soborno. Después de veinte años como escribiente ocioso, alcanza la dignidad de taquígrafo de la corona; veinte años más y es asistente del intendente de ejércitos. Cinco más, y es Procurador, servido rastreramente por toda la tribu de copistas, mensajeros, asistentes, carceleros, policías. Un pobre chupatintas alardea ante sus camaradas: «El Distinguido Apión hoy me ha honrado con una sonrisa, y recordó mi nombre». Ahora los sobornos no se ofrecen, sino que se reciben; la humildad se deja de lado. Él es el temible maestre de torturas, señor de las cadenas, los azotes, los potros, los hierros candentes, cuyo sabor ahora nos aguarda. —Andreas también dijo—: ¡Ese marica de Apión! Todavía puedo verlo agazapado en un rincón del aula, enfurecido con nosotros porque no recibió ningún bollo con especias, pues no había intervenido en la batalla contra los oblatos. ¡Oh bollo de la discordia! Creo que debemos persuadir al presidente municipal de que quite el Elefante de su pedestal y erija en cambio una estatua del distinguido Apión.
Andreas murió durante la tortura, pero, para irritar a Apión, no saltó un solo lamento. Yo aullé y chillé sin cesar. Sabía que de esa manera satisfaría al funcionario de la cámara de torturas o lo desconcertaría, de modo que dijera al esclavo: «Suficiente por ahora, amigo: afloja las cuerdas y los tornillos». Todos mis gritos eran: «¡Larga vida a Su Graciosa Majestad!» y «Yo no sé nada, nada». Así escapé. No os aburriré hablando de las lesiones corporales que sufrí ese día. Soy persona sin importancia.
Los inquisidores me preguntaban una y otra vez:
—¿No oíste al traidor Belisario conversar con Marcelo el patricio…, no pronuncio frases traicioneras? Mira, aquí constan palabras que los otros criados le oyeron decir una noche mientras cenaba con tu ama. ¿Estás seguro de que tú mismo no oíste esas palabras? Todos juran que estabas presente.
Yo negaba todo y sostenía que Belisario era el mejor, más afable y más leal de los hombres. Sin embargo, otros confesaron todo lo que hacía falta, a causa de la tortura.
No estuve presente durante el juicio, que se efectuó en el mes de enero, a puerta cerrada. Dicen que Belisario no respondió a ninguna de las acusaciones, excepto, para negarlas. Había algunas más extravagantes que la traición. Pues lo acusaron de cometer sodomía con su hijo adoptivo Teodosio y de entablar relaciones impúdicas con su hijastra Marta. Pidió permiso para interrogar a los testigos de la acusación —Herodiano, Juan el Epicúreo, Procopio—, pero Justiniano, quien juzgaba el caso personalmente, se lo denegó. También dicen que cuando Justiniano lo azuzó con la parodia de un juicio justo preguntando: «¿Hay algún testigo de fiar a quien desees convocar, mi señor, para atestiguan que no eres un traidor?», él replicó: «Hay cuatro».
—¿Y quiénes son? ¿Están presentes en la ciudad?
—No, Clemencia.
—Nómbralos, no obstante.
—Gelimer, ex rey de los vándalos; Vitiges, ex rey de los godos; Cosroes, gran rey de Persia; Zabergan, gran khan de los hunos búlgaros. Ellos saben a su pesar que no soy ningún traidor.
Mi ama Antonina fue acusada de complicidad. Dicen que cuando compareció en el tribunal divagaba como si ya estuviera chocheando, evocando recuerdos indignos de la vida de Justiniano antes de llegar a Emperador. Dicen que sus palabras eran muy fantasiosas y sarcásticas.
—Mi amiga Teodora, del salón Azul de entretenimientos —dijo—, tenía un pequeño perro faldero, glotón y lascivo. Ella le hablaba toda la noche de insensateces teológicas y lo alimentaba con trozos de carne cruda; y él era un perrito mimoso e inquisitivo y lamía todos los pies de la ciudad y olisqueaba en todas las esquinas. Lo llamábamos, César, pero además tenía un bárbaro nombre godo. —También dijo—: Señoría, conocí una vez a un hombre menudo, sonriente y rubicundo que fornicó con tres generaciones de mujeres. —Aludía a Crisómalo, su hija y su nieta—. Ofrecía plegarias a Belcebú y nunca aprendió a hablar griego correctamente. Pero por piedad fui cortés con ese hombre menudo, sonriente y rubicundo.
Justiniano perdió la compostura. Cerró el caso apresuradamente.
—Esta noble dama ha perdido el seso. Hay que ponerla en manos de doctores. No está en condiciones de comparecer.
—Las bonitas muchachas del salón Azul —continuó, no obstante, mi ama— emitían las mismas quejas sobre Fagón el Glotón. Decían que sus exigencias eran contra natura; que era tacaño con los presentes de amor; que confundía el éxtasis espiritual con el carnal…, adorando lo corruptible; y que apestaba a cabra.
—¡Lleváosla! —gritó Justiniano con voz estridente.
—A cabra y a incienso. Además, se orinaba en la cama y tenía verrugas en los muslos.
Se promulgaron las sentencias. Los castigos fueron diversos. Para algunos, la muerte por decapitación, para otros la muerte en la horca, para otros cadena perpetua. En cambio, a Herodiano y a Juan el Epicúreo les fue otorgado el perdón.
Mi ama fue confinada en el Castillo del Arrepentimiento, que Teodora había levantado en Hierón, y su propiedad entregada a la Iglesia. A Belisario se le perdonó la vida. Pero quedó privado de todos sus honores y posesiones en tierras o tesoros, e incluso descalificado para recibir la limosna común. Pero fue víctima aún de otra venganza espantosa. ¡Ay, ahora mismo! Permitidme que la escriba rápidamente: esa misma noche le apagaron la luz de ambos ojos con agujas al rojo vivo, en la Morada de Bronce.
Mi ama, postrada en su catre del pabellón de enfermas del Castillo, me llamó una noche a medianoche y dijo:
—Eugenio, ¿tu temor al Emperador supera a tu amor por mi y por mi querido esposo?
—¿Cómo me lo preguntas, ama? Estoy a tus órdenes.
—Eugenio, cruza el Bósforo en un bote y espera cerca de la Morada de Bronce, mas sin dejarte ver, y prepárate para guiar a mi Belisario cuando mañana lo pongan en libertad. Lo soltarán muy temprano, antes de que las calles estén llenas de gente.
Esperé en la Plaza de Augusto, cerca de la Morada de Bronce, durante muchas horas. Al amanecer, vi cómo dos soldados ebrios lo arrojaban violentamente puertas afuera.
—Ve ahora en busca de fortuna, anciano —gritó uno—. Estás libre como el aire.
—Sí —gritó el otro—. ¡Sin dinero, sin hogar, sin ojos, sin fama!
Pero un joven cabo salió para silenciarlos.
—Sois dos bestias mugrientas, que nunca habéis alzado la cabeza de vuestras artesas de bazofia. Id de inmediato, os ordeno, a tenderas de espaldas en las losas de la Morada de Bronce. Mirad los mosaicos del cielo raso y observad las batallas representadas allí. Veréis las grandes victorias de la Décima Piedra Miliar y Tricamerón, y la captura de Nápoles, y la defensa de Roma, y la victoria del puente Milvio. ¿De quién recibe el Emperador, en esas imágenes, los despojos de la victoria…, reyes y reinos y todo lo que más estiman los monarcas? ¡Pues de este Belisario, a quien ahora insultáis en su ceguera, negando que aún conserve algo de fama!
Belisario, volviendo el rostro ciego hacia el cabo, dijo:
—¡Calma, varón entre varones! Los soldados no pueden alabar a quien es odiado por el Emperador.
—Mi padre luchó en Persia y África con tu Regimiento Personal —repuso el cabo—, y cayó en Roma defendiendo el mausoleo de Adriano. Si estos rufianes te niegan la fama, deshonran la memoria de mi padre. Acepta esta partida asta de lanza, hombre valeroso, para que guie tus pasos tambaleantes. No me importa quién me oiga decir: «La fama no se puede extinguir con una aguja».
Las calles estaban desiertas, salvo por los que hurgaban en la basura y los mendigos sin hogar. Belisario, lanza en mano, caminó, deteniéndose a menudo, por las coloridas losas de mármol de la acera de la calle Principal; lo seguí a poca distancia. Cuando llegó a la estatua del Elefante, se detuvo para palpar las patas rugosas de la bestia. Le oí murmurar para sí mismo:
—Contemplad ahora a Behemot, a quien creé contigo; come hierba como un buey. Sus huesos son fuertes piezas de bronce, sus huesos son como barras de hierro. Él es el amo de los caminos de Dios. —Pronto siguió hablando en el mismo tono, citando el mismo libro—. Contemplad, grito mis injusticias mas no me oyen, me desgañito mas no hay juicio. Me ha puesto obstáculos para que yo no pueda atravesarlos, y ha sembrado tinieblas en mi senda. Me ha despojado de mi gloria.
Luego, le hablé en voz baja, a sus espaldas, y le dije:
—Señor, soy yo, Eugenio el eunuco. Mi querida ama Antonina me envió aquí para guiarte.
Se volvió y buscó mi mano a tientas, me atrajo hacia él y me abrazó. Luego, preguntó ansiosamente por mi ama, y le transmití su triste mensaje de amor. Mientras caminábamos, comió el pan y la fruta que yo le había traído para que desayunara.
Belisario me pidió que lo guiara hasta el suburbio de Blaquernas; avanzaba por las plazas y calles vacías a grandes trancos, de tal modo que parecía que en verdad él me guiaba a mí. Nadie reparó en nosotros. Un viento del este trajo el olor del pan recién cocido de los hornos municipales, y él me lo hizo notar; y cuando pasamos por los muelles, en el distrito de Zeugma, Belisario olfateó y dijo:
—Huelo a canela y madera de sándalo y marineros. Esta ceguera me ha transformado en perro.
Por último, llegamos al monasterio de San Bartimeo, en Blaquernas. Allí, Belisario golpeó la poterna con la lanza rota y un hermano laico le abrió.
Belisario pidió ver al abad, pero el hermano laico respondió:
—Está ocupado con sus cuentas; no puedo molestarlo por alguien como tú.
—Dile, te lo suplico, que mi nombre es Belisario.
El hermano laico rió ante lo que consideraba una broma. Pues Belisario vestía túnica de plebeyo, manchada por la suciedad de la prisión, y llevaba un paño mugriento en sus ojos.
—Y mi nombre es Pedro el Apóstol —bromeó el hermano laico.
A través de la puerta entreví al monje Uliaris, que caminaba por el corredor para cumplir con algún encargo.
—¡Hermano Uliaris, al rescate!
Uliaris corrió presurosamente hacia la puerta. Cuando percibió el destino de Belisario, sollozó amargamente y exclamó, sin poder hallar otras palabras:
—¡Oh, querido amigo! ¡Oh, querido amigo!
—Uliaris, amado camarada —dijo Belisario—, te suplico que acudas a tu reverendo abad y le pidas cierto objeto de mi posesión que una vez presté a su predecesor hasta que tuviera necesidad de él. Es el cuenco de madera de San Bartimeo, vuestro patrono: ha llegado la hora de mi necesidad.
Uliaris fue a ver al abad, quien al principio se negó a entregar el cuenco. Argumentó que era una reliquia sagrada que no debía caer en manos profanas, y además una gran fuente de ingresos para el monasterio; y que el Emperador se irritaría si se demostraba caridad a Belisario.
—Sin duda, Dios maldecirá nuestra casa si negamos este cuenco a su auténtico propietario, de cuya generosidad nos hemos beneficiado estos treinta años —le dijo Uliaris.
Entonces el abad accedió, aunque a regañadientes, y dio a Uliaris la llave del cofre enjoyado donde se guardaba el cuenco. Uliaris salió y nos entregó el cuenco.
Belisario siguió con el dedo la inscripción tallada, repitiendo en voz alta las palabras «Pobreza y Paciencia». Uliaris estaba tan abrumado por la pena y la perplejidad, que no encontró palabras de despedida. Abrazó a Belisario y volvió a entrar.
Belisario y yo nos dirigimos entonces al suburbio de Deuterón, junto a la Puerta de Oro. Nos detuvimos ante el pórtico de una iglesia de la Virgen. Aquí, Belisario se sentó para mendigar en la escalinata; pero el bedel, que no lo reconoció, lo echó rudamente. Sufrió el mismo trato en las iglesias de Santa Ana, San Jorge, San Pablo, y la mártir Zoe. Pues estos bedeles reservan las escalinatas de la iglesia para ciertos mendigos profesionales que les pagan una proporción de las limosnas a cambio del privilegio. Por último, me pidió que lo guiara hasta el monasterio de Job el Profeta, a poca distancia, donde al fin lo recibieron con amabilidad. Pues un mendigo ya instalado allí lo reconoció y acudió a llorar sobre su hombro; era Turimut, el guardia, de nuevo caído en la miseria.
Belisario se reclinó contra un jergón del claustro, cruzando las piernas. Para entonces, las calles habían empezado a llenarse. Con el cuenco en el regazo, clamaba en voz clara y orgullosa:
—¡Limosna, limosna! ¡Dad un cobre a Belisario! ¡Dad un cobre a Belisario, que una vez desparramó oro en estas calles! ¡Dad un cobre a Belisario, buenas gentes de Constantinopla! ¡Limosna, limosna!
Ante este extraño pregón, que parecía más una orden que una súplica, empezó a reunirse una gran multitud; y el común asombro fue reemplazado por la común indignación cuando reconocieron al viejo héroe y salvador: un mendigo ciego a un costado de la calle. Pronto el dinero llovió dentro del cuenco, piezas de plata y oro mezcladas con el cobre. Aunque algunos se ocultaban el rostro con el manto al dar limosna, hubo muchos hombres de rango e importancia que no se escondieron, y también muchas mujeres.
Algunos de sus veteranos se reunieron ante la noticia. Se formaron como una guardia personal para impedir que la gente se apiñara demasiado en torno, de modo que cada uno pasaba individualmente, saldando su deuda de gratitud con Belisario por haber librado la ciudad de los hunos. Turimut había traído un costal: en cuanto el cuenco se llenaba, echaba las monedas en el costal y le devolvía el cuenco a Belisario. Antes del anochecer habían pasado cuarenta mil personas, y había muchos costales llenos de dinero. Pero Belisario seguía clamando:
—¡Dad un cobre a Belisario, buenas gentes de Constantinopla! ¡Limosna, limosna!
Todos daban de acuerdo con su posición: las ancianas pobres daban monedas de un cuarto, y los niños de medio. Aun las prostitutas cedían objetos de plata de sus ganancias nocturnas. Un hombre trajo una ancha pieza de oro, diciendo:
—¿A quién aluden la efigie y la inscripción? —Era un ejemplar de la medalla acuñada después de la conquista de África, proclamando a Belisario «La Gloria de los Romanos».
Cuando Justiniano se enteró de lo que ocurría, se enfureció y se alarmó. Los ánimos del pueblo se estaban enardeciendo, y había gritos desleales en las calles y manifestaciones delante del palacio. En los muros de los edificios públicos se garrapateaban frases como ésas, con tiza: en latín, Justinianus ab injustitiis («Justiniano, así llamado por sus injusticias»), y en griego, «Sansón, en su ceguera, destruyó a un rey y a su corte».
Justiniano llamó apresuradamente a su chambelán, y le ordenó que redactara un perdón, que firmó, devolviendo a Belisario todos sus títulos y propiedades. Enseguida, el ciego fue escoltado honrosamente hasta su casa por sus fieles veteranos. Repartió entre ellos el dinero que había reunido: sumaban doscientas piezas de oro por cada hombre. Pero devolvió el cuenco al abad.
A mi ama Antonina la dejaron salir del Castillo del Arrepentimiento. En las pocas semanas de vida que le quedaron a Belisario, gozó de absoluta serenidad. Mi ama Antonina lo acompañaba constantemente; y cada día, tres o cuatro veteranos lo visitaban para evocar viejos tiempos, turnándose para verlo. Belisario tenía prohibido abandonar su propiedad, pues Justiniano temía al pueblo; pero lo trataban con tantas consideraciones, y había tantas personas ansiosas de visitarlo, que parecía vivir en una corte en vez de estar sometido a una sentencia de detención.
Belisario murió mientras dormía el trece de marzo del año de Nuestro Señor de 565. Se consideró un hecho prodigioso, cuando prepararon su cuerpo para la sepultura, que no tuviera ninguna cicatriz, pese a las muchas batallas sangrientas que había librado en todo el mundo. Mi ama Antonina, que tomó su muerte con calma, dijo:
—Así es, las únicas heridas que jamás sufrió se las infligió su propio Emperador.
Antes de que terminara el año, el 13 de noviembre, también murió Justiniano, de una gangrena. Adónde fue el alma de cada cual, que lo discutan los cristianos. Pero dicen que el final de Justiniano fue ruidoso y extraño; y que cuando por última entregó el alma, chillando de terror, la voz del Padre de las Mentiras vibró en los aposentos del palacio, en una siniestra parodia de las Escrituras: «Éste es mi Hijo bien amado, en quien yo me regocijo».
Justiniano se dio el gusto de sobrevivir a su enemigo, Belisario. Pero de las cuatro personas tan estrechamente ligadas a esta historia —Justiniano, Teodora, Belisario, Antonina—, la más longeva fue mi querida ama. Después de la muerte de Belisario se volvió muy reservada, y pronto fui yo la única persona con quien hablaba. Por último, me pidió que la llevara al convento donde su hija Joannina era ahora abadesa; y allí, no mucho después de hacer las paces con Joannina, murió. Donó todo su dinero al mismo convento, excepto por una asignación suficiente para mis necesidades.
He sobrevivido al mismo Narses. Os contaré su fin y luego concluiré. A la muerte de Justiniano, Justino heredó el trono (no Justino hijo de Germán, el sobrino-nieto del Emperador, sino un primo mayor, hijo de Vigilancia, hermana del Emperador). Luego, Narses, aún gobernador de Italia, fue denunciado por una delegación de italianos que visitó a Justino en Constantinopla. Narses había gobernado sabia y firmemente, pero la pobreza del país era tan opresiva que su recaudación de impuestos no podía dejar de parecer tiránica. Justino accedió a destituir a Narses, y escribió a Italia diciéndole que quedaba relevado de su cargo a causa de su vejez. Narses, entregando su autoridad y su título a un tal Longino, dejó el palacio de Rávena y se retiró a una villa en Nápoles. Allí recibió una ofensiva carta privada de Sofía, nieta de Anastasia, la hermana de Teodora, ahora esposa de Justino: en ella, Sofía observaba cruelmente que hacía bien en ceder a los hombres la profesión de las armas, y lo exhortaba de retomar su anterior ocupación de urdir lana entre las doncellas de palacio. La razón de esta expresión de malevolencia era un desaire que Narses le había hecho una vez, cuando era chambelán, y que ella nunca perdonó.
Cuando Narses leyó la carta, exclamó:
—Urdiré para la Emperatriz una trama que no podrá desenredar en toda su vida. —E inmediatamente procedió a urdir una trama de intrigas con el enemigo de más allá de la frontera norte. (Aunque os parezca increíble, Narses tenía entonces noventa y cuatro años, pero era tan activo física y mentalmente como muchos cincuentones. A los noventa y un años, había obtenido una gran victoria en el norte contra un tal conde Vidino, un rebelde, y contra los francos y alamanes que lo respaldaban).
Justino sabía que los salvajes lombardos estaban meditando la invasión de Italia, y ansiaba que su amigo Longino, el nuevo gobernador de Italia, obtuviera la gloria de derrotarlos. Pero Narses, resuelto a vengarse de la Emperatriz Sofía, envió un emisario al rey Albuino, de las lombardos, diciendo: «El Emperador me ha quitado el mando y ha abierto las fértiles tierras de Italia a sus resueltos guerreros».
Estos germanos invadieron, pues, el norte de Italia cruzando el paso de Brennero. Narses escribió a Justino, ofreciéndose para rechazar a Albuino si le devolvían inmediatamente el mando. Pero Justino no le prestó atención. Luego, los lombardos, que no encontraron una oposición enérgica en Longino, capturaron toda Italia al norte del Po, que hasta hoy forma parte de sus dominios.
Narses murió de remordimiento.
¿Qué debe decirse ahora de la paciente sumisión de Belisario a las crueldades y caprichos de Justiniano, su Emperador? Algunos han sostenido por esta causa que su carácter se eleva muy por encima del de un hombre ordinario; otros, que queda muy por debajo en el nivel de un cobarde. El asunto podría discutirse hasta el infinito. Lo que para mí tiene más peso que cualquier ociosa controversia filosófica es mi conocimiento del parecer del propio Belisario. Pues, así como no compartía el criterio de los donatistas de África, quienes no querían aceptar los Sacramentos de manos de un sacerdote malévolo, sino sólo de uno con reputación intachable, tampoco compartía el criterio de los donatistas políticos, que se erigían en críticos de quienes ejercían la autoridad y lo arruinaban todo con su desobediencia e ignorancia. Por mi parte, siendo un doméstico, creo que la clave más segura del temperamento de un hombre la da su trato con los domésticos: refleja la dignidad con que se comporta ante quienes tienen autoridad sobre él. Belisario era el amo más dulce, en mi opinión, que jamás tuvo sirviente alguno.
Conviene reparar en esto: aunque Justiniano trató a Belisario execrablemente, jamás le ordenó realizar ningún acto que se opusiera llanamente a las leyes de Dios; pues Belisario no habría obedecido, podéis estar seguros, porque consideraba las leyes de Dios superiores a cualquier mandamiento del hombre.
Y además, está esto: Justiniano, pese a sus presuntos tratos con Belcebú, era muy celoso de la fe cristiana. Guardó vigilias, ayunó, construyó y enriqueció monasterios e iglesias, desalentó la infidelidad, aumentó los poderes temporales de los obispos y obedeció con toda vehemencia la irónica exhortación de Jesús a poner la otra mejilla a quienes lo golpeaban. Así: pagó dinero al khan Zabergan, que había devastado Tracia, otorgó rango de patricio a Artaban el conspirador, honró a traidores probados como Herodiano y Juan el Epicúreo. Después de la muerte de Teodora, llamó incluso al empobrecido Juan de Capadocia de Alejandría y lo mimó nuevamente. Sí, con los malhechores, el Emperador era indulgente hasta la extravagancia. Pero con los hombres honestos no sabía qué hacer, pues la doctrina cristiana nos instruye primordialmente para tratar con pecadores, opresores, calumniadores y traidores, pero ofrece pocas pistas sobre cómo recompensar la virtud natural. (Es mejor dar que recibir, perdonar que ser perdonado). Así, Justiniano recompensó a Hipacio con la muerte por su recta conducta durante los Disturbios de la Victoria; y trató al noble Germán con recelo y desdén; y con Belisario fue un verdadero demonio. Mi conclusión es la siguiente: pienso que Belisario compadecía a Justiniano porque éste anhelaba ser cristiano, pero carecía de los conocimientos para lograrlo.
Según los evangelistas, Jesucristo contó una vez una parábola sobre una oveja descarriada rescatada al fin por el pastor; y extrajo la moraleja de que hay más regocijo en el Cielo por cada pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentimiento. Aquí, sin duda, Jesús volvió a hacer gala de su ironía, llamando «justos» a los mezquinos y beatos. Pero, al parecer, Justiniano, en su vejez, llevando la parábola a extremos absurdos, decidió que el pastor debía insultar y torturar a la única oveja que permanecía obedientemente en el corral antes que vérselas con sus noventa y nueve compañeras depravadas y aparentemente extrajo la moraleja de que hay indignación en el Cielo cuando cualquier persona (salvo el mismo Hijo de Dios) se comporta con probidad inflexible. Este criterio no es infrecuente entre teólogos destacados, pues conocen de sobra sus propios impulsos pecaminosos.
—Bajo los antiguos dioses —decía mi amo Damocles, exagerando un poco el argumento—, la virtud siempre se honraba, y la ignominia se condenaba; la cruz del villano no se doraba ni se enjoyaba; el hombre no se regodeaba en la propia humillación.
Pero que cada cual crea lo que le plazca. Y si acaso es un simple devoto de la virtud, no un amante de la lógica tortuosa, ni un teólogo hipócrita, ni un asceta pervertido, esta historia no le ofenderá, sino que, por el contrario, lo reafirmará en sus principios. Pues el Conde Belisario profesaba gran devoción por la virtud, de la cual nunca abjuró. Quizás, aquellos de vosotros que otorguen un peso histórico a la narración evangélica opinen que Belisario se comportó ante Justiniano, al ser juzgado, en forma muy similar a la de su Señor ante Poncio Pilato, el gobernador de Judea, al ser injustamente acusado del mismo crimen: traición al Imperio; y que sobrellevó pacientemente sufrimientos no menores.
No hay más que decir, pues, sobre estas cosas.