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TRESCIENTOS VETERANOS

Me propongo concluir ahora una serie de relatos menores; y luego, narrar la última batalla del conde Belisario, que es una historia de historias, «la joya que coronó la diadema de sus victorias», como escribieron los panegiristas. Pero después de eso quedará un capítulo más; me inquieta y me hace temblar la sola idea de que debo escribirlo.

Empecemos pues, por Oriente. El rey Cosroes todavía vive en este año de Nuestro Señor de 571, cuando escribo este libro. Se ha abstenido de nuevas incursiones en la Mesopotamia romana o Siria desde que Belisario lo ahuyentó en Carquemis; aunque los sarracenos, sus aliados, están hostigando nuevamente nuestras fronteras. Pero permitió que la guerra en Cólquida se prolongara, con victorias y derrotas alternadas, hasta hace diez años, cuando se firmó otra Paz Eterna, bajo la cual renunció a toda pretensión de soberanías sobre la Cólquida y Justiniano acordó pagarle un pequeño tributo anual. (Mientras escribo, esta Paz también se ha infringido; esta vez han sido los romanos. También hubo una exitosa revuelta de cristianos nativos en la Armenia persa, que se ha puesto bajo protección romana). Cosroes, como cada uno de sus antepasados, ha sufrido la tenaz hostilidad de sus consanguíneos más directos; pues las mujeres persas no reciben honor alguno y carecen de autoridad para impedir que sus hombres se asesinen mutuamente. Su hijo favorito, nacido de una mujer cristiana, se convirtió al cristianismo al llegar a la mayoría de edad, y se rebeló hace poco con buena parte del ejército; Cosroes lo derrotó en batalla y él murió.

Cosroes, aunque al principio receloso de la filosofía griega, la ha estudiado ávidamente en los años de madurez, entroncándola con su fe en los magos. Así, la antorcha de la antigua religión, apagada en Atenas por Justiniano, se ha encendido otra vez no sólo en Nueva Antioquía, sobre el Éufrates, sino en la misma Persia, en la gran universidad que Cosroes fundó en Gondi Sapor, cerca de Susa. Allí, la flor de los clásicos griegos se ha traducido al persa, junto con obras latinas y sánscritas. Pero Cosroes aborrece y persigue el cristianismo, como una religión que «induce a los hombres a descuidar sus deberes en esta vida con la esperanza de obtener la salvación en la otra, y que tiende a deshonrar a la casa real de Persia atribuyendo divinidad a un judío de ascendencia oscura y espíritu revoltoso». También persigue una doctrina llamada comunismo; ésta fue predicada inicialmente por un tal Mazdak, quien la derivaba de las prácticas cristianas primitivas, pero deseaba que la comunidad de posesiones incluyera no sólo los bienes y el dinero, sino también las mujeres. Cosroes goza de buena salud, y gobierna enérgicamente. No sé si fueron los magos o los filósofos griegos quienes lo persuadieron de que la admiración de la posteridad por un monarca se gana menos con la guerra agresiva contra los vecinos que con una trayectoria de generosidad, justicia, cultura, defensa decidida del país y búsqueda resuelta del bienestar de los súbditos en la patria y en el extranjero. Éste es al menos el criterio actual del rey Cosroes. Desde los estragos de la peste, que él consideró una señal de advertencia del Cielo, ha sido atentísimo con su pueblo, a su manera despótica, y ha reconstruido, repoblado y reabastecido todos los distritos que sufrieron invasiones romanas, árabes o hunas. Su nombre de gracia ya es Nushirvan («El Ánimo Generoso»), y será largamente celebrado en la historia persa. Dirán de él: «Protegió el comercio, la agricultura y el saber; ésos eran buenas tiempos». Pues ahora Persia es fuerte, próspera, dichosa. ¡Si pudiera decirse lo mismo de nuestro propio Imperio después del largo reinado de su ambicioso contemporáneo, Justiniano!

Pasemos a Occidente, al rey Teodelo. Cuatro años después de haber convenido tácitamente, por la convocación de Belisario, en ceder a los godos toda Italia —excepto la ciudad de Rávena—, Justiniano creyó necesario reanudar la guerra: era inconveniente para su política religiosa que los obispos del norte de Italia hubieran roto sus lazos con el Papa Vigilio, y que el arrianismo aún no hubiera sido aplastado. Pero aunque accedió a reanudar la guerra, no podía decidirse a reunir las fuerzas suficientes ni a elegir un general para mandarlas. Sólo en una cosa estaba decidido: no daría a Belisario más oportunidades de distinguirse. Se trataba de una comedia permanente que mi ama y yo podíamos presenciar, ahora que estábamos sanos y salvos en Constantinopla: Justiniano tramando las caprichosas triquiñuelas que tantos inconvenientes nos han causado en Italia. Belisario no nos hacía comentarios al respecto; y en verdad creo que se abstenía de toda crítica hostil a la política imperial, aun para sus adentros.

Primero, Justiniano envió a Germán con cinco mil hombres a Sicilia. Luego, empezó a considerar que Germán había sido la persona elegida para Emperador por el conspirador armenio, Artaban, y que tenía demasiadas vinculaciones con los godos: estaba casado con Matasunta, ex esposa del rey Vitiges, y el hijo que ella le había dado era el único descendiente masculino del gran Teodorico. Llamando repentinamente a Germán, Justiniano entregó el mando a un tal Liberio, un patricio anciano e inofensivo, sin ninguna experiencia militar.

Luego, alguien sugirió que las opiniones de Liberio sobre la Encarnación no eran del todo respetables; de modo que llamó a Liberio y designó nada menos que a Artaban, a quien había perdonado por el atentado contra su vida.

Pero, pensándolo bien, Artaban quizá fuera ambicioso al fin y al cabo, y tal vez intentara coronarse Emperador de Occidente. Por lo tanto, Justiniano designó otra vez a Germán, recordando que Antioquía había caído por su negligencia en la fortificación del peñasco de Oroasias; un hombre que había cometido tamaño desliz no podía considerarse un rival digno de él.

Germán murió repentinamente en el viaje a Italia; envenenado, dicen algunos, por Matasunta. El mando recayó en sus lugartenientes: Juan el Sanguinario y el hijo mayor de Germán, el tocayo de Justiniano. Justiniano no deseaba entregar el mando único a Juan el Sanguinario y deshonrar así a su sobrino-nieto y tocayo; pero tampoco deseaba que ninguna otra persona llamada Justiniano conquistara la gloria. Llamó a ambos oficiales.

—¿Y ahora qué? —nos preguntábamos mi ama y yo—. ¿Cuál es el quinto acto de esta obra, «El glotón suspicaz»?

Hasta que un día, un servidor confidencial de Narses se me acercó para decirme:

—Amigo Eugenio, si pueda hablarte extraoficialmente, de criado a criado: ¿sería posible que tu ama, la ilustre Antonina, se dignara cambiar unas pocas palabras en privado con mi amo, si él lo sugiriera?

—Si tu amo, el distinguido Narses —repliqué—, tiene noticias gratas para mi ama, ella desde luego querrá oírlas: al menos, no tratará a tu amo con la irrespetuosidad que él demostró una vez por ella y su esposo, el conde Belisario, en Italia. Más aún: mi ama y tu amo han trabajado armónicamente juntos en al menos una ocasión desde entonces… cuando se le tendió la celada a Juan de Capadocia en las Rufinianas. Por cierto, puede concertarse una cita.

Arreglados estos preliminares, se pidió y otorgó oficialmente una entrevista. Aquí estaba el viejo Narses pidiendo disculpas a mi ama por el mal que les había causado, a ella y Belisario, doce años antes. Deseaba saber si Belisario lo perdonaría hasta el punto de asesorarlo en un asunto de importancia para el estado.

Mi ama Antonina, que no subestimaba el poder de Narses y se había ablandado con las disculpas, aceptó actuar como mediadora entre Belisario y él. Así se concertó una segunda entrevista. Aquí también todo era amistad. Narses reiteró que lamentaba haberse opuesto en el pasado a las órdenes de Belisario y haber abrigado sospechas sobre su lealtad. Belisario respondió generosamente, tomando la mano derecha de Narses y abrazándolo.

La pregunta de Narses era, en resumidas cuentas, ésta:

—Querido amigo, ¿me aconsejas aceptar el honor que quiere otorgarme el Emperador, mandar la expedición contra los godos? Y en tal caso, ¿en qué condiciones debería aceptar? Pues no puedo estimar la situación militar en Italia, y el tuyo es el único criterio que pesaría para mí.

La nobleza de Belisario nunca se reveló más claramente que en su respuesta:

—Querido amigo, acepta el honor. No sé de nadie que tenga mayor capacidad que tú para la tarea, que debe realizarse para bien del Imperio; y la acción debe emprenderse antes de que los godos recobren su poderío anterior. Me estás pidiendo, creo, que estime el número y composición de las tropas sin las cuales sería imprudente para cualquier general, por enérgico que fuera, intentar la reconquista de Italia. Mi respuesta es: necesitaría treinta mil hombres, y cuando menos veinte mil tendrían que ser de caballería, con buenas monturas, e incluir la flor del ejército romano, el disperso escuadrón de mi Regimiento Personal, que he entrenado y puesto a prueba contra los godos. Además, necesitaría dinero en abundancia, no sólo para pagar bien a su ejército, sino para recobrar la fidelidad de los soldados de Italia, que por falta de dinero, se han pasado a los godos.

Narses era sagaz para juzgar a los hombres. Sabía que Belisario era incapaz de malas artes y absolutamente leal al Emperador. Hizo una pausa y dijo:

—Te agradezco, Belisario, no sólo por tu consejo, sino por no haberme recordado mi terquedad. Si no hubiera sido por ella, Milán nunca hubiera sido destruida.

—Narses —replicó Belisario—, te honro por tu generosidad y mis plegarias te acompañan.

Narses aceptó la misión, pero insistió en esas condiciones, sin mencionar que Belisario se las había sugerido. ¡Los hombres y el dinero se encontraron inmediatamente! Narses se presentó de nuevo a Belisario, y con decente humildad le suplicó, en nombre de su nueva amistad, que lo asesorara en cuanto al mejor método militar para derrotar a los godos.

—Presenta al rey Teodelo una batalla campal en cuanto desembarques —dijo Belisario—, antes de que tenga tiempo de reunir las tropas de sus guarniciones; ningún rey godo puede resistir una batalla campal, aun cuando sus fuerzas sean numéricamente superiores a las del enemigo. Permanece a la defensiva como nosotros lo hicimos en Daras, apostando tus arqueros a pie en la parte delantera de cada flanco, mirando hacia dentro. Usa como señuelo lanceros con armadura: el rey Teodelo ha tenido motivos para despreciar a la infantería imperial, que rara vez afronta una carga de caballería.

—Mas si hago lo que me aconsejas —objetó Narses—, ¿el rey Teodelo no se llevará la trampa consigo, al tragarse el señuelo?

—Existe ese peligro —respondió Belisario—, y por lo tanto iba a sugerirte que tus lanceros fuesen jinetes desmontados, pues su coraje sería mayor.

—Bien. Y supongo que debo situar mi caballería ligera en la delantera de los flancos.

—Sí. Tienes que mantenerlos muy adelantados, no tanto como para invitar a un ataque, pero lo suficientemente cerca como para que actúen como amenaza. Mantén mi Regimiento Personal, con el resto de la caballería pesada, en la reserva.

—¿Y si Teodelo ataca primero a los arqueros a pie?

—Iría contra el código de honor de un rey godo. Los jinetes acorazados desdeñan atacar a arqueros con chaqueta de cuero.

Así la célebre batalla de Taginas se ganó en la Manada de Bronce de Constantinopla, gracias a Belisario, aunque Narses nunca admitió su deuda con él, y Belisario tampoco procuró rebajar la gloria de Narses recordándoselo. La batalla, aceptada ávidamente por el rey Teodelo, empezó cuando los lanceros cargaron sobre el entrante que les ofrecía Narses y fueron acuciados por flechas arrojadas por los ocho mil arcos largos de los flancos. La confusión causada por las coces y tropiezos incontrolables de una enorme cantidad de caballos heridos y por la muerte o caída de la mayoría de los jefes, entorpecidos por sus armaduras y correas, redujo el galope de la carga a un trote, y el trote a un paso. Cuando pierden ímpetu, los jinetes atacantes no son rivales para lanceros acorazados valerosos, y sus caballos ofrecen un blanco muy vulnerable. El escuadrón delantero de Teodelo no pudo romper la línea de lanzas; los escuadrones de detrás no podían hacer nada para ayudarlo, y sufrían terribles bajas a causa de la continua lluvia de flechas. Por último, el propio Teodelo fue herido. Los godos vacilaron. Los lanceros romanos habían abierto las filas y el Regimiento Personal irrumpió por la brecha; y fue al grito de guerra de «Belisario» como los lanceros godos fueron arrojados sobre su propia infantería, que quedó sumida en la confusión y se dispersó en todas las direcciones.

El rey Teodelo fue alcanzado y muerto a pocas millas del campo de batalla. Su vestimenta ensangrentada y su sombrero enjoyado fueron enviados coma trofeos de victoria al Emperador.

La destrucción de las fortificaciones de tantas ciudades significó la derrota de los godos: nada podía oponerse al avance de Narses. Roma fue capturada al primer asalto por uno de sus generales. Luego, la flota goda cambió de bando. A los dos meses, después de un último combate en las márgenes del Sarno, en las inmediaciones del monte Vesubio, se ganó la guerra. Los godos supervivientes estaban desanimados; convinieron en abandonar Italia o someterse a Justiniano.

Poco después de este acuerdo, una institución venerable encontró un fin repentino. Pues los senadores romanos y sus familias, trescientas personas a quienes Teodelo había mantenido como rehenes allende el Po, fueron asesinados para vengar su muerte; y el resto, que viajó de Sicilia a Roma al enterarse de su captura, fue interceptado por los godos cerca del Vesubio y aniquilado sin misericordia. La Orden no ha sido revivida, y creo que nunca lo será. La única excusa para su perduración en los últimos siglos habían sido sus riquezas, y sus antiguas tradiciones no podían recobrarse ni restablecerse. No hay más que decir, pues, sobre la Orden Senatorial de Occidente, ni sobre el rey Teodelo, ni sobre los godos, cuyo nombre está ahora borrado de Italia, aunque todavía hay reyes visigodos en España.

El fin de Bessas: purgó su pérdida de Roma con su triunfo en Cólquida, donde reconquistó Petra, la capital, arrebatándola a los persas. Pero Petra cayó una vez más en manos de los persas. Luego, una extraña coincidencia: Dagisteo, el comandante romano de Petra, purgó su pérdida de esa ciudad con su triunfo en Italia; pues fue él quien reconquistó Roma, perdida por Bessas, para Narses.

Narses, que permaneció en Italia como gobernador, ganó una segunda gran batalla por su propia cuenta, de modo que esta vez el mérito pertenece a sus propios estudios del arte de la guerra. Un enorme ejército de francos había penetrado en el sur de Italia. Narses sorprendió al cuerpo principal en Casilino, Campania, cuando los francos (como una vez en tiempos de Belisario) habían perdido la mitad de sus hombres a causa de la disentería. El ejército franco se componía enteramente de infantes armados con espada, lanza y hacha arrojadiza. Narses se expuso a enfrentarse a ellos con su propia infantería; pero cuando los francos cargaron en columna, él les envolvió los flancos con los escuadrones y les hizo trizas a flechazos a una distancia de cien pasos, inferior al alcance de las hachas. Los francos no se atrevían a avanzar por temor a ser atacados por ambos flancos, y no se atrevían a romper la columna y atacar a la caballería: su arte de la guerra exige que se cierren filas en todas las ocasiones. Murieron amontonados, y sólo cinco hombres de treinta mil pudieron escapar. Narses, quizá para evitar la envidia de Justiniano, adjudicó todo el mérito de la victoria a la milagrosa imagen de la Virgen que llevaba consigo y lo prevenía sobre todos los acontecimientos importantes.

Cuando Justiniano se enteró de lo de Taginas y Casilino, elogió a Dios y desbordó de felicidad.

—Ah —cuentan que dijo—, ¿por qué no pensamos en enviar a nuestro valiente Narses a Italia tiempo atrás? ¿Por qué lo llamamos de su campaña anterior, a causa de la envidiosa queja del conde Belisario? Se habrían salvado muchas vidas y ahorrado muchos tesoros si tan sólo hubiéramos confiado en nuestro Narses. Nos culpamos por demostrar demasiadas consideraciones por los sentimientos de Belisario, un oficial pusilánime y estúpido; pero quizá semejante exceso de generosidad sea disculpable en un soberano.

Luego reanudó sus estudios teológicos, convencido de que Italia estaba a salvo, el rey Cosroes no se proponía causar más estragos en la frontera oriental y los bárbaros del norte podían ser incitados al mutuo exterminio mediante ardides o sobornos, descuidó más que nunca sus ejércitos y fortificaciones.

Belisario, como Comandante de los Ejércitos de Oriente y de la Guardia Imperial, se le presentó tres veces, rogándole que considerara el peligro que corría el Imperio. Después de la tercera tentativa, se decretó una orden imperial: «Su Serenidad prohíbe que este tema se comente de nuevo. Dios defenderá a su pueblo, con mano fuerte y justa».

Un día, en el ataño del año de Nuestro Señor de 558 —que fue el año de la muerte de Juan el Sanguinario, en un accidente de caza, después de haber servido obedientemente a Narses en la campaña italiana, y el décimo año de nuestra residencia en Constantinopla—, Belisario recibió un mensaje del capitán de un buque mercante del mar Negro. Estaba escrito con la letra temblorosa de un anciano, en un pergamino sucio.

«Ilustrísimo Belisario, que me rescataste de Juan de Capadocia hace más de cincuenta años, en una taberna, cerca de Adrianópolis, en Tracia, cuando eras sólo un niño: ha llegado el momento de mostrarte que Simeón el Burgués no olvida esa deuda de gratitud. Hace tiempo, los hunos búlgaros me llevaron como esclavo en una incursión en Tracia, pero me han tratado con indulgencia a causa de mi destreza como sillero. He aprendido su lengua bárbara y me admiten en sus consejos, y confieso que en muchos sentidos ahora vivo mejor que cuando era esclavo de rapaces de impuestao. Sólo extraño el buen vino de Tracia y la tibieza de mi sólido hogar. Entérate, pues, de que en este invierno, si el Danubio se congela de nuevo, como predicen los profetas del tiempo, una horda búlgara devastará Tracia. Alardean de que pueden atacar la misma Constantinopla y tomar tanto botín como nunca se tomó desde que empezó el mundo. Los manda Zabergan, un khan capaz. Lo siguen veinte mil hombres. Avisa al Emperador. Adiós».

Belisario presentó la carta al Emperador. Justiniano preguntó:

—¿Qué es ese pergamino rasgado, con tufo de muelle? ¿Es éste un documento digno de ser mostrado a un Emperador?

—Majestad, un mendigo sucio que ve volutas de humo en las ventanas superiores de una suntuosa residencia tiene el privilegio de irrumpir precipitadamente en el vestíbulo con el grito alarmado de «¡Fuego!», los moradores le agradecen su oportuno aviso y excusan sus harapos y su ramplonería.

—Ésta, ilustre Belisario, es sin duda una de esas tretas militares por las cuales eres justamente famoso. Deseas asustarnos con una falsificación para que aumentemos nuestros ejércitos y reconstruyamos las fortificaciones de la ciudad, sabiendo bien que te hemos prohibido mencionar el asunto directamente. No nos engañamos, pero te perdonamos tus errores. Procura, señor mío, que toda deslealtad sea borrada de tu corazón. Pues antaño hubo en esta corte generales que urgieron a sus Emperadores a reclutar nuevos ejércitos, simulando una emergencia, pero planeando usarlos directamente contra el Estado. Indaga en tu corazón, mi señor, y si allí encuentras pecado, extírpalo con la ayuda de Cristo, pues Él te dará fuerzas.

Ahora bien: en la Plaza de Augusto, frente a la Cámara del Senado, Justiniano había instalado una colosal estatua ecuestre de sí mismo; se yergue sobre un imponente pedestal laminado con un bellísimo bronce pálido. Allí se lo muestra vestido con una armadura de diseño antiguo y luciendo un casco con un penacho inmensamente largo. En la mano izquierda sostiene un globo coronado por una cruz. Tiene la mano derecha levantada en un gesto que insinúa: «¡Alejaos, enemigos!». Pero no lleva armas, ni siquiera una daga, como si el gesto y el rostro ceñudo bastaran como disuasión. Y, en verdad, en el último periodo de su reinado trató a sus ejércitos como si ya no le sirvieran de nada. Lo cierto era que Justiniano, ávido de grandeza, había actuado como el anónimo hombre rico mencionado en una anécdota por Jesucristo, que empezó a construirse una casa sin calcular primero el costo, y así quedó endeudado y en ridículo. Los ojos de Justiniano, se decía en la ciudad, tenían a su estómago a mal traer: derrochaba energías en vanos lujos religiosos, olvidando sus necesidades militares prácticas.

Todos convenían en que nunca debía haber intentado, en primer lugar, la conquista y ocupación de África e Italia con las magras fuerzas de que disponía. Pese a los triunfos casi milagrosos de Belisario, esa doble tarea había sido demasiado ardua para los ejércitos imperiales. Era cierto que todavía tenía Cartago y Rávena, pero las campañas prolongadas habían acarreado una ruina casi total a estas tierras prósperas y bien gobernadas. Entretanto, las fronteras del norte y el este estaban debilitadas por la ausencia de sus guarniciones y reservas, y muchas veces las invasiones habían abierto brechas en ellas, de modo que apenas habíamos escapado a una catástrofe general. El precio de la reconquista del Imperio de Occidente fue, en una palabra, su devastación, y también la devastación de Siria, Cólquida, la Mesopotamia romana, Iliria y Tracia; los ingresos de esas regiones se redujeron calamitosamente. Justiniano tuvo que instituir una política de reducción de gastos; y, como era de esperar, empezó a aplicarla en el apartado Defensa Imperial, y no en el apartado Donaciones Eclesiásticas; tenía esperanzas de sobornar —mediante la fundación o el embellecimiento de aún más monasterios, conventos e iglesias— a las huestes angélicas para que los ayudaran, como en otros tiempos había sobornado a francos, eslavos y hunos regalándoles oro o equipo militar. Justificaba públicamente su confianza supersticiosa mediante las palabras dichas por Jesús al apóstol Pedro cuando se resistió a la guardia del sumo sacerdote judío y le cortó la oreja a un esbirro: «Envaina tu espada. Pues todos los que blanden espada perecerán por la espada». Lo reafirmaba aún más en su pacifismo la ausencia de temores por su seguridad personal: todos los adivinos que consultaba secretamente le habían asegurado, que moriría de muerte natural en su propio lecho de los Aposentos Sagrados de palacio.

En Navidad, los hunos cruzaron el Danubio congelado. Cuando la noticia llegó a la corte, el Emperador ordenó que se celebraran misas en todos los santuarios principales, y pasó la noche en vela en la iglesia de Santa Irene; pero no tomó ninguna otra medida. Los hunos se dividieron en dos cuerpos; uno devastaría Grecia; el otro, al mando de khan Zabergan, capturaría la ciudad. Barrieron Tracia sin encontrar oposición. Siendo paganos, no respetaban iglesias ni conventos: saqueaban y violaban indiscriminadamente, enviando carromatos repletos de tesoros y remesas de cautivos por las rutas invernales y más allá del Danubio. Los escoltas de estos convoyes, jinetes salvajes, apuraban la marcha con látigos o con el filo de las espadas; y el cautivo que caía y no se levantaba de inmediato, era muerto sin misericordia, incluso las mujeres parturientas. Los hunos, aunque en general se portan bien entre sí, consideran al entero mundo de los cristianos su presa natural, y ensartar a un niño bautizado con una lanza les causa tantos remordimientos como traspasar a un cervatillo cuando cazan.

Zabergan avanzó. Las largas murallas de Anastasio, que cruzaban la península a treinta y dos millas de la ciudad, no fueron obstáculo para sus jinetes: derruidas en muchos lugares, sin soldados disponibles para cubrir las brechas, sin catapultas ni otras máquinas preparadas en las torres. El día de la festividad de los Tres Reyes, Zabergan acampó en las márgenes del río Atinas, a veinte millas de la ciudad, y el pánico cundió de pronto entre los habitantes de Constantinopla. Pues las plazas públicas estaban colmadas de infelices que habían huido de las aldeas, con sus caras grises y sus bártulos, y gritaban:

—¡Vienen, vienen los hunos… como una manada de toros salvajes que arrasa con todo a su paso! ¡Oh, Dios se apiade de nosotros!

El grito corrió por las calles: «¡Dios se apiade de nosotros!». Y cada habitante preguntaba a su vecino: «¿Dónde están los hombres de la Guardia Imperial? ¿Dónde está la milicia de la ciudad? ¿Nadie impedirá que estos demonios búlgaros franqueen las murallas interiores e incendien la ciudad, aniquilándonos a todos?».

Grandes multitudes alquilaron embarcaciones y cruzaron el Bósforo para huir a Asia Menor. Cincuenta mil personas escaparan en un solo día.

El Emperador Justiniano pasó la mayor parte de esos días arrodillado en su capilla privada.

—El Señor es fuerte —repetía una y otra vez—. Él nos liberará. —La única medida práctica que tomó fue el ordenar que todas la iglesias de los suburbios, y también todas las villas de su propiedad, fueran despojadas inmediatamente de sus tesoros y éstos fueran trasladados al puerto privado imperial y cargados en barcazas.

Por último, mandó buscar a Belisario y preguntó:

—¿Cómo es, Ilustre Belisario, Conde de nuestros Establos y Comandante de nuestros Guardias, que no has enviado soldados para combatir a esos salvajes paganos?

—Sagrada Majestad —repuso Belisario—, me diste títulos honoríficos, pero no la autoridad que suele acompañarlos; y me prohibiste mencionar que tus fuerzas carecían de preparación y disciplina. Tres veces, al regresar de Italia, te presenté el mismo informe, señalando que tus ministros vendían puestos militares a civiles inexpertos, que no se realizaban maniobras de práctica ni se suministraban armas a los soldados, que tus establos no tenían caballos de guerra. Me ordenaste que no temiera por la seguridad de esta ciudad.

—Mientes, mientes —aulló Justiniano—. Si por gracia de Dios logramos sobrevivir a esta prueba de nuestra fe, sufrirás espantosamente por tu descuido de nuestros ejércitos y fortificaciones, y ninguna de las victorias de que alardeas te salvará de la horca.

—¿Pero qué me ordenas mientras tanto, Majestad? —preguntó Belisario.

—Ve y muere como un valiente, aunque has vivido como un cobarde. Reúne las fuerzas que puedas y enfréntate a los búlgaros en el campo de batalla, imitando así a mi gallardo Narses, no escondiéndote detrás de las murallas como es tu costumbre. Sólo así compensarás tu necedad.

Belisario hizo una reverencia y abandonó la Sagrada Presencia de Su Majestad. Pero Justiniano llamó a su almirante y le preguntó en secreto:

—¿Mi flota está bien aprovisionada? ¿Qué tiempo nos depara el Mediterráneo si tenemos que zarpar?

Belisario envió un pregonero a las calles para que anunciara la siguiente: «El Conde Belisario, por orden de Su Sagrada Majestad el Emperador, conducirá un ejército contra los invasores hunos. Los milicianos de la ciudad se apostarán en la muralla de Teodosio de acuerdo con sus colores, y se proveerán con las armas que encuentren. Los guardias imperiales serán revistados por sus oficiales, que tienen el deber de cerciorarse de que tengan caballos y armaduras completas, y marcharán a la Puerta de Oro, donde aguardarán nuevas órdenes. A todos los soldados veteranos presentes en esta ciudad que hayan servido como coraceros con el susodicho conde Belisario en la guerra, se solicita que comparezcan en la Plaza de Armas; él mismo se pondrá a la cabeza de ellos y les suministrará armas y caballos».

Belisario fue a ver a los maestres de danzas de la facciones Verde y Azul.

—En nombre del Emperador, confisco todas las cotas de malla, lanzas y escudos que se utilizan en los espectáculos del Hipódromo y en las obras dramáticas. —También fue a ver a los maestres de carreras de las facciones Verde y Azul—. En nombre del Emperador, confisco todos los caballos de los establos del Hipódromo. —Encontró arcos y flechas suficientes en el palacio, y varios caballos de tiro en los establos imperiales, y unos pocos caballos de guerra. Así encontró equipo para sus veteranos.

La Plaza de Armas es famosa en la historia como el sitio donde Alejandro Magno pasó revista a sus tropas antes de partir a la conquista de Oriente. Aquí se agruparon los veteranos de Belisario, venidos de todas las partes de la ciudad, hombres a quienes los años habían deparado suertes muy disímiles. Algunos estaban bien vestidos y alimentados; otras, harapientos y pálidos; algunos cojeaban, otros se pavoneaban. Pero la luz del valor brillaba en todos los rostros, y se gritaban unos a otros:

—¡Salud, camarada! Es bueno el momento en que los viejos saldados se vuelven a ver.

Hubo muchos reencuentros de ex camaradas que no se habían visto en varios años, pues la ciudad era muy vasta. Se decían: «¿Todavía vives, viejo Sisifredo? Pensé que habías muerto con Diógenes en la retirada de Roma», y «Vaya, camarada Unigato, te vi por última vez en el sitio de Osimo, cuando la jabalina te atravesó la mano», y «Epa, camarada, ¿no me reconoces? Vivaqueamos juntos en el Paraíso de Grasse, a la sombra de árboles frutales, hace veinticuatro años, pocos días antes de la batalla de la Décima Piedra Miliar». Yo estaba allí con mi ama Antonina y recibí muchos saludos afectuosos de viejos amigos, lo cual me emocionó.

Pero había algunos que tenían aún más recuerdos de campaña que yo. Había dos hombres que habían peleado con Belisario contra los gépidos y estos mismos búlgaros cuando él era un oficial joven e imberbe.

De una escuela de luchadores de los suburbios vino el canoso Andreas, el ex servidor y asistente de baño de Belisario, que se había retirado de la guerra después de sus dos grandes hazañas en los duelos individuales antes de Daras.

—En mi escuela de luchadores me he mantenido ágil y fuerte, mi señor Belisario, aunque tengo sesenta y cinco años —dijo—. Mira, uso el yelmo de penacho blanco que me diste como recompensa en Daras. Lo he mantenido bien pulido con arena. ¡Déjame ser tu portaestandarte!

Cuando todos estuvieron reunidos, poco más de trescientos hombres, apareció una figura alta, consumida por los ayunos y vestido con túnica de monje. Tomó la brida de Belisario y dijo:

—Oh, hermano Belisario, por este solo día me quitaré la túnica, dejaré mi látigo y vestiré una armadura. Pues aunque confío en haber dado cuenta al Cielo de mis pecados y locuras, y especialmente por la muerte de nuestro querido camarada, Juan de Armenia, no moriré contento hasta no haber recobrado tu confianza y afecto, a los que falté con mi negligencia antes de Milán.

Belisario se apeó del caballo y abrazó al monje, respondiendo:

—Uliaris, mandarás cien hombres de esta fuerza. He oído de tu santidad y buenas obras entre los hermanos mendicantes de San Bartimeo, y te acepto como un préstamo de Dios.

Trajano (que se había extraído poco antes la punta de flecha que había conservado tanto tiempo hundida en la cara) comandaba otros cien hombres. Había ganado mucha gloria con Narses en Italia. Ahora tenía una taberna en el puerto. Turimut, el mismo que había luchado tan bien en la segunda campaña italiana de Belisario, mandaba el resto de las tropas. Estaba en la miseria y había pasado mucho tiempo en prisión; pero no recuerdo si lo habían encarcelado por malhechor o por hereje. Belisario asignó cada hombre a una tropa, y se comprobó que recordaba el nombre de cada uno de los que habían figurado entre sus comedores de galleta, y sus hazañas. Luego, los hizo montar y les dio armas y armaduras. Todos estaban exultantes.

—¡Belisario por siempre! —gritaban, y—: ¡Condúcenos inmediatamente contra el enemigo!

Belisario estaba conmovido. Pero respondió:

—Camaradas, al recordar las gloriosas batallas de tiempos idos, no olvidéis cómo se ganaron. Se ganaron no sólo mediante el coraje y la destreza con armas, sino mediante la prudencia.

Cabalgaron en columna, con un retintín metálico, por la calle principal. La gente vitoreaba y gritaba:

—Evidentemente Dios todavía está con nosotros… ¡pues allí viene Belisario!

Mi ama cabalgaba a su lado en un palafrén, la cabeza erguida como una joven novia; y yo la seguía a poca distancia en un jumento. Ella lucía una hermosa peluca roja, tenía el rostro radiante de maquillaje y albayalde, y el pecho hundido bien acolchado. Sólo de cerca uno podía entrever la edad en las manos rugosas y los ojos amarillentos, las mejillas consumidas y el cuello fofo.

Atravesando el suburbio de Deuterón, llegamos a la Puerta de Oro, donde todo era confusión: todo el mundo daba órdenes y nadie las obedecía. No más de cincuenta de los dos mil guardias que habían respondido a la convocación tenían caballos; y aparte de dos o tres oficiales, no vi a ningún hombre que vistiera cota de malla o fuese armado; uno podía estar seguro de que los que alguna vez habían asistido a una revista militar no formaban siquiera una compañía entera. Hasta los milicianos de la ciudad eran una fuerza mejor, pues una veintena de Azules y Verdes habían practicado arquería en los alrededores de la ciudad (compitiendo en días de fiesta por un ganso, un lechón o un cántaro de vino); y muchos más habían luchado de noche con espadas en las riñas de facciones.

Belisario habría añadido esos arqueros a su pequeño ejército, pero ellos rehusaron, diciendo que su obligación era defender únicamente las murallas, y que llevarlos fuera de la ciudad iba contra la ley.

Oímos al demarca de los Azules (pues los Verdes tenían la otra mitad de la muralla) gritar desde una torre situada junto a la puerta:

—¿No hay entre vosotros ningún hombre que sepa cómo manejar una catapulta? Hay catapultas en todas las torres y una buena provisión de proyectiles.

—No, ningún hombre —gritó jubilosamente mi ama Antonina—, pero sí una vieja mujer con peluca roja, veterana de dos defensas de Roma. —A mí me dijo—: Vamos, Eugenio, viejo soldado, enseñemos su oficio a estos reclutas.

De modo que nos apeamos y entramos en la torre, donde cambiamos las cuerdas de las catapultas, que estaban podridas, y aceitamos los cabrestantes. Luego fuimos de torre en torre, enseñando a los encargados de catapultas y escorpiones cómo reparar y manejar sus máquinas, y cómo apuntarlas. Si alguno no prestaba suficiente atención, o parecía torpe, mi ama lo llamaba «bastardo de un hereje Verde» y le golpeaba los hombros con el látigo de montar, humillándolo ante sus camaradas.

Entretanto, Belisario agrupó a los guardias sin armas y los sumó a mil fornidos campesinos tracios, tomados de entre los refugiados.

—Allá hay un parque perteneciente al Emperador —dijo a los oficiales—, rodeado por una empalizada de estacas. Llevad allí a vuestros hombres y que cada cual saque dos estacas de la empalizada. Éstas reemplazarán las espadas y lanzas; como escudos, buscad bandejas y fuentes de metal en las casas.

Luego, esa turba poco aguerrida salió por las puertas, precedida por Belisario y sus trescientos veteranos. Mi ama y yo los miramos partir con orgullo y temor. Ella dijo en voz baja, sin tener en cuenta al regimiento de civiles que iba resignadamente a la zaga, como una caravana de cautivos.

—Trescientos eran los griegos de las Termópilas, según la vieja canción; ni uno de ellos regresó, mas su nombre vivirá siempre.

—¡Almas infortunadas, que no tenían un Belisario que los guiara! —repuse con una sonrisa, para animarla.

Pero ella:

—Contra diez o contra veinte mil hunos, ¿qué son estos pocos hombres envejecidos que les saldrán al encuentro en batalla por orden del Emperador? ¿Esperas un milagro, Eugenio?

—Si —repliqué—, pues he visto muchos.

En la aldea de Chettos, a dos millas de Melantias, donde acampaba el Khan Zabergan, Belisario puso a sus hombres a cavar una fosa y levantar un terraplén; y cada hombre hincó una de sus dos estacas en el terraplén para formar una cerca, quedándose la otra para usarla como lanza. Belisario envió a sus veteranos por delante, para disponerlos como si fueran piquetes de caballería de un ejército numeroso bastamente desplegado. Detrás de ellos, en un frente de cinco millas, la infantería encendía numerosas hogueras de noche; y de día (puesto que últimamente no había llovido) arrastraba arbustos por las carreteras y levantaba polvaredas enormes.

La segunda noche llegó un mensaje importante, traído por un joven campesino. Era nuevamente del viejo Simeón, a quien los hunos habían traído con ellos como guía e intérprete. Informaba que las tropas de Zabergan no sumaban mucho más de siete mil jinetes escogidos, pues el resto de la fuerza se había encaminado a Grecia; y que atacarían el campamento en tres días, pues ésa era una fecha afortunada en su calendario.

—Y en el mío —exclamó Belisario—, pues es el cumpleaños de mi esposa Antonina.

El campamento de Chettos se reforzó aún más con una barrera de espinos; frente a las puertas se clavaron cuchillas de arado y trillos para que hicieran las veces de abrojos. Los veteranos bromeaban entre sí, llamando a ésta «la puerta Pincia», y a aquélla «la Flaminia»; una pequeña colina al sur era «el mausoleo de Adriano».

Zabergan supo al fin que no se le oponía ningún ejército digno de ese nombre, sino sólo el envejecido Belisario con unos pocos valientes. Por lo tanto, le pareció que bastarían dos mil hunos al mando de su hermano para arrasar el campamento imperial. El camino los llevaba por un bosque ancho y tupido en el cual había un desfiladero angosto: éste era célebre como escondrijo de salteadores, que solían acechar a sus presas entre los densos arbustos que bordeaban el sendero. Aquí Belisario preparó una emboscada. En un costado del camino ocultó a la tropa de Trajano, en el otro la de Turimut; y detrás, cubriendo los flancos empinados del desfiladero, su ejército de «espectadores», como llamaba a sus infantes armados con estacas.

No alargaré la historia innecesariamente. Los hunos cayeron en la emboscada sin sospechar el peligro. A una señal de trompeta, Belisario y Uliaris los atacaron por sorpresa con las tropas que quedaban; Andreas, precediendo al resto, llevaba el estandarte. Después de la lanza, la espada: Belisario luchó en la línea frontal, hiriendo y cortando con su vieja precisión. Por un momento, el estandarte estuvo amenazado; pero Andreas mató a un huno que pretendía arrebatárselo, hundiéndole una daga en el vientre. Luego, Trajano y Turimut cargaron desde atrás con sus tropas, mientras cada uno de los espectadores aullaba tan fieramente como si presenciara una carrera de carros, y entrechocaban las estacas contra los falsos escudos, como si ansiaran la orden de atacar. Los búlgaros estaban aterrados. En ese sitio angosto no podían usan los arcos, ni exhibir su destreza en maniobras de caballería. Sólo vestían chaquetones de búfalo, lo que los incapacitaba aún más para resistir la furiosa embestida de los veteranos vestidos de hierro. De pronto, sucumbieron y retrocedieron atropelladamente.

Belisario los persiguió implacablemente, sin preocuparse por las flechas que los hunos disparaban al huir; no era fácil herir a sus caballos, a causa de los pectorales de metal que les había improvisado. Sus propias flechas mordían más que las hunas. Cuatrocientos enemigos murieron, incluyendo al hermano de Zabergan, a quien Uliaris había traspasado con la lanza en la primera carga. El resto escapó a Melantias, gritando:

—¡A casa, hermanos, a casa! Los espíritus de los muertos nos atacan… ¡Ancianos de ojos feroces y cabello blanco y ondulante! —Se arañaban las mejillas con las uñas en señal de lamentación.

El khan Zabergan levantó su campamento y se retiró con todo su ejército. Belisario lo siguió, etapa por etapa. Había iniciado esa batalla con trescientos hombres armados y la terminó con quinientos. Los recién llegados eran campesinos tracios, elegidos entre los reclutas por ser hombres acostumbrados a los caballos y a usar arcos ligeros para cazar; habían recibido los caballos y las armas de los búlgaros muertos. Los muertos de Belisario sumaban solamente tres, aunque había muchos heridos; Unigato, quien había peleado bravamente con el único brazo bueno, murió de sus heridas pocos días más tarde.

Belisario envió un despacho al Emperador. «Obedeciendo tus sagradas órdenes, hemos derrotado al enemigo y lo estamos persiguiendo».

En las calles, júbilo y elogios incesantes para Belisario: «Esta victoria suya supera todas las anteriores»; en el palacio, mortificación y murmullos.

—Baja los cargamentos de las naves —dijo Justiniano a su almirante—. No zarparemos.

Su chambelán (el que suplantaba a Narses, quien aún estaba en Italia) exclamó con fingida indignación:

—¿Están locos los ciudadanos, que agradecen su liberación no a ti, Serena Majestad, que ordenaste la batalla, sino a Belisario, por cuya negligencia Tracia ha sido devastada y la ciudad estuvo a punto de caer?

Justiniano envió este mensaje a Belisario: «Suficiente. Que los hunos se vayan en paz, y que no se pierdan vidas en batallas vanas. Quizá necesitemos de sus servicios en guerras contra otros enemigos nuestros. Si los persigues más, caerás en desgracia ante nos».

Belisario obedeció. Luego, los emisarios de Justiniano cabalgaron hasta el campamento de Zabergan: «Mensaje del Emperador. Siguiendo el ejemplo del Glorioso Cristo, que una vez, siendo carne, ordenó a su servidor Pedro que envainara la espada después que hubo atacado gallardamente a un esbirro judío y lo hubo herido, de la misma manera hemos llamado a nuestros ejércitos. Pero te conjuramos en nombre de Cristo a que te marches en paz».

El khan Zabergan quedó desconcertado por este mensaje, pero al fin comprendió que Belisario ya no lo perseguía. Recobró el coraje y se quedó en Tracia todo el verano, incendiando y saqueando. En otoño, Justiniano le ofreció dinero para que se fuera, y Zabergan, temiendo que una flotilla de naves armadas remontara el Danubio desde el mar Negro y le cortara la retirada, firmó el tratado y se marchó.

Justiniano se consagró febrilmente a la tarea de reconstruir la larga muralla de Anastasio (aunque no tomó medidas para el entrenamiento de una fuerza defensiva adecuada). Los cortesanos exclamaban: «¡Ved cómo el Padre de su pueblo avergüenza a sus funcionarios negligentes!».

Cuando Belisario y sus trescientos hombres regresaron por la Puerta de la Fuente, seguidos por guardias y campesinos que cantaban el himno de la victoria, fueron saludados con guirnaldas, palmas y besos de los entusiastas pobladores. Del palacio llegó sólo un mensaje sencillo y lacónico: «El Conde Belisario se ha excedido en su autoridad al desmantelar la empalizada de nuestro parque de la Puerta de oro sin una autorización firmada por el guardián de parques. Restáurense esas estacas enseguida». La última frase pasó a ser proverbial en las tabernas: si un hombre había prestado a otro un servicio capital y luego éste le reprochaba ásperamente una falta ligera, el ultrajado benefactor exclamaba: «Claro, claro, querido señor, y restáurense las estacas enseguida».

La batalla de Chettos fue la última batalla que libró el Conde Belisario; y que nadie dude de la veracidad de mi relato, pues esto no sucedió en una frontera distante, sino muy cerca de aquí, a menos de un día de viaje de una ciudad con un millón de habitantes. Uno puede salir a cabalgar por la tarde para ver el desfiladero, y los dos campamentos, el del Khan Zabergan en Melantias y el del Conde Belisario en Chettos, y regresar a la ciudad antes de que anochezca.