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LLAMADA Y PERDÓN

Belisario pasó diez días encerrado en su cámara. Al undécimo día, el rey Teodelo tomó Roma, pues una noche cuatro traidores isaurianos le abrieron la puerta Asinaria, dejándolo entrar con todo su ejército. Bessas no había alterado constantemente los horarios de servicio de sus guardias, como había dicho Belisario, ni había cambiado las cerraduras de las puertas; así, los soldados habían podido convenir con Teodelo una hora exacta con varios días de anticipación. La causa de la traición fue el resentimiento contra el capitán de su compañía, quien les había retenido la ración de grano para venderla a los patricios.

Los godos del rey Teodelo se lanzaron inmediatamente a saquear las residencias de los patricios, dejando que Bessas y su guarnición escaparan sin impedimentos. Teodelo se contentó con lo que encontró en el palacio Pincio, los bienes mal ganados de Bessas, que parecían un tesoro real o el botín de un triunfal almirante de piratas. En toda Roma, una ciudad que recientemente había albergado medio millón de almas, los godos no encontraron más que quinientos plebeyos y cuatrocientas personas de sangre patricia, casi todas estas mujeres y niños, pues los patricios mismos habían escapado con la guarnición. Teodelo empezó a desmantelar todas las fortificaciones; y juró que por la ingrata hostilidad de Roma hacia el benigno gobierno godo de Teodorico y sus descendientes, la ciudad no merecía mejor destino que ser incendiada y reducida al nivel de una dehesa de ovejas.

Belisario se enteró de esa amenaza y le escribió desde el puerto de Roma: «Rey Teodelo, si haces lo que has amenazado hacer con Roma, la cuna del Imperio, ¿tu nombre no apestará en el olfato de la posteridad? Ten la seguridad de que dirán y escribirán de ti: Aquello que cincuenta generaciones de romanos se esforzaran por construir, reuniendo los materiales más nobles y los mejores arquitectos y artesanos del mundo entero, un príncipe germano, insultando a los venerables difuntos, lo quemó en un solo día por despecho, y en un momento en que la ciudad estaba vacía a causa de la peste y el hambre».

Teodelo reflexionó, y se contuvo. Belisario había tenido razón al suponer que en un rey godo el hipotético veredicto de la posteridad pesaría más que sus propias inclinaciones naturales o el consejo más práctico de sus consejeros más sabios. No obstante, Teodelo demolió tres millas de fortificaciones, y quitó todas las puertas, convirtiendo Roma en una ciudad abierta. Así, dejando una poderosa fuerza en las inmediaciones para impedir que nos moviéramos del puerto de Roma, marchó contra Juan el Sanguinario, en Otranto.

Juan el Sanguinario no se atrevió a enfrentarse a Teodelo y se retiró apresuradamente hacia Otranto, y con esa acción la Italia del sur, que aparentemente estaba en sus manos, quedó otra vez en poder de los godos. Teodelo, considerando que la captura de Otranto no revestía mayor importancia mientras Juan el Sanguinario estuviera inmovilizado allí, decidió marchar por la costa del Adriático hacia Rávena, cuyos habitantes estaban obviamente descontentos con el Imperio y quizá le abrieran las puertas. Con Rávena en sus manos, sería el amo indiscutido de Italia.

El rey Teodelo ya había iniciado la marcha costa arriba cuando recibió noticias que lo colmaron de asombro e indignación. Belisario, fiel a su reputación de intentar lo aparentemente imposible, tenía a Roma nuevamente en su poder y estaba preparado para luchar por su posesión contra todos los godos de Italia.

¿Pero cómo —os preguntaréis— pudo aún Belisario atreverse a defender con fuerzas tan inadecuadas una ciudad abierta contra un ejército que ahora sumaba ochenta mil hombres?

La respuesta del mismo Belisario a esta pregunta habría sido: «Tenemos que atrevernos a enmendar nuestros anteriores fracasos».

En cuanto se hubo recuperado lo suficiente para montar a caballo, Belisario había inspeccionado la ciudad con mil jinetes, partiendo de noche desde el puerto. La halló totalmente desierta (por primera vez en la historia, supongo) e incluso encontró una pequeña manada de lobos merodeando en el Campo de Marte; los soldados se abstuvieron de dispararles. Estos lobos fueron considerados de buen augurio, porque eran animales que los antiguos romanos habían creído sagrados. Belisario examinó detenidamente las murallas y al fin declaró:

—Todo está bien, amigos. —Pensaron que todavía sufría los efectos de la fiebre, pero él explicó—: El rey Teodelo, siendo bárbaro, ha realizado chapuceramente su trabajo de destrucción, como yo esperaba. Se ha contentado con desmantelar las partes superiores de la muralla y arrojar los escombros a la fosa. Trabajando enérgicamente, podemos reparar el daño en poco tiempo.

El ejército de ocupación godo, informado de que Belisario regresaba al puerto después del reconocimiento, se emboscó en cuatro sitios diferentes. En cada oportunidad, él dividió sus fuerzas en tres partes: medio escuadrón defendía su posición, mientras los sectores restantes avanzaban por los flancos y cercaban al enemigo, acosándolo con flechas hasta que abandonaba su posición. En este regreso Belisario mató o capturó más hombres de los que había en sus propias fuerzas, sufriendo unas treinta bajas, porque los escuadrones godos contaban únicamente de lanceros y no tenían oportunidad de acercarse bajo esa lluvia de flechas. Aunque sumaban unos quince mil, este ejército godo no se aventuró nuevamente fuera del campamento; y Belisario, dejando sólo quinientos hombres para custodiar el puerto, pudo llevar todas sus fuerzas a Roma. Tenía consigo sus cuatro mil tracios, que habían sufrido trescientas bajas, y dos mil hombres de Bessas que habían huido para unirse a él cuando los godos tomaron Roma, y quinientos soldados regulares que en Spoleto habían desertado para unirse a Teodelo y luego habían sido persuadidos de volver a su bando. También había unos pocos cientos de obreros fornidos, recogidos en las aldeas de la vecindad, en su mayor parte refugiados de la ciudad que se ofrecían con gusto a trabajar para él si les pagaban con grano, carne y un poco de vino.

El conde Belisario entró en Roma el día de la fiesta de los Tres Reyes; el rey Teodelo no regresó hasta el primero de febrero (de este nuevo año de Nuestro Señor de 547). En esos veinticinco días se había obrado un milagro. Toda la fosa estaba limpia de tierra y escombros y erizada de estacas puntiagudas talladas en vigas de casas destruidas; y las piedras caídas de la muralla se habían recogido y puesto en su lugar, aunque sin argamasa. Las murallas volvían a presentar su rostro tenaz al enemigo, y en los lugares reconstruidos sólo les faltaban unos pies para alcanzar la altura original. Sólo que no había puertas y, por falta de herreros y carpinteros habilidosos, no se podía improvisar ninguna en tan poco tiempo. Por lo tanto, Belisario tuvo que recurrir a la táctica de los antiguos espartanos: cerró las entradas con puertas humanas: sus mejores lanceros en formación de falange. Todos habíamos trabajado en turnos de ocho horas: soldados, domésticos, civiles, mujeres y niños incluidos; a ninguno se le permitió eludir el deber. Yo, un eunuco mimado, me partí las cuidadas uñas en las piedras toscas y me magullé los hombros rollizos cargando cestos de tierra. Belisario estaba en todas partes al mismo tiempo, como el rayo en la tormenta.

Belisario me había enviado el primer día a los hornos de cal municipales, a ver si podía conseguir un poco de cal para hacer argamasa, como para fortalecer al menos los ángulos de las murallas; pero sólo encontré unos pocos sacos. Clavado en la pared del despacho del presidente, había un pergamino, y como el documento ya no tenía validez lo desprendí para llevármelo como recuerdo del sitio. Lo transcribo aquí como una curiosidad. Era la designación oficial del presidente por Teodorico, unas años antes:

«El rey Teodorico al Distinguido Fáustulo, Presidente de los Hornos de Cal, salud.

»¡Es en verdad una tarea gloriosa servir a la ciudad de Roma! ¿Quién puede dudar que la cal, que es blanca como la nieve y ligera como una esponja africana, es de tremenda utilidad para construir los edificios más suntuosos? En la medida en que ella misma se debilita y consume ante el feroz hálito del fuego, otorga fuerzas a la maciza mampostería. Es una piedra soluble, una blandura pétrea, un guijarro de arenisca que (oh prodigio) arde mejor cuanto más se lo moja, sin el cual las piedras no se sostienen, ni se adhieren fácilmente los granos de grava.

»Por lo tanto te encomendamos, nuestro industrioso señor Fáustulo, la quema de cal y su adecuada distribución; y haya abundancia de esta sustancia tanto para obras públicas como privadas, y así la gente tenga convicción y estimulo para construir y reconstruir nuestra amada ciudad. ¡Cumple tu misión, y serás promovido a cargos aún más honorables!».

Cuando al principio leí estas elegantes palabras no supe si reír o llorar, tan incongruentes parecían ante la presente desolación de la ciudad y el bárbaro latín macarrónico de los soldados que formaban su población principal. Brotaron en mi mente reflexiones filosóficas acerca de la naturaleza esencialmente maligna de la guerra, por justa que fuera la causa, pero las deseché inmediatamente como típicas de un monje cristiano y no más congruentes con la situación que el documento mismo. Pero basta de esto.

Tan pronto como el rey Teodelo se acercó a la ciudad, nos atacó por el nordeste, enviando a sus hombres en masa contra las puertas Nomentana, Tiburtina y Prenestina. Creo que suponía que las murallas reconstruidas caerían ante el menor estrépito de sus cuernos de guerra, como se dice que cayeron las murallas de Jericó ante los cuernos de guerra del judío Josué. Presencié la carga de caballería contra la puerta Tiburtina, donde, una vez más, cumplía la misma tarea que había realizado diez añas antes: cargaba una catapulta con proyectiles mientras mi ama apuntaba. Había diez mil lanceros godos desplegados fuera de nuestro alcance, y escuadrón tras escuadrón cargaron en columna, con la lanza en ristre, contra el puente que custodiaba la puerta. Era como verter vino en una botella con una obstrucción en el cuello.

En verdad, muy pocos godos llegaron a la puerta, franqueando un túmulo de muertos y moribundos, para ensartarse en las lanzas de la falange como un oso hindú en las púas del puerco espín. Sus terribles bajas no se debieran solamente a nuestras descargas nutridas y certeras desde las murallas, con arcos, catapultas, escorpiones, asnos salvajes, sino a los abrojos de hierro que impedían el avance, artefactos nunca antes usados contra los godos. He señalado que los artesanos necesarios para fabricar nuevas puertas no estaban disponibles; pero los sargentos herreros del ejército habían estado trabajando día y noche, empleando toda clase de obreros cualificados y semicualificados para fabricar esos abrojos de hierro. Un abrojo consta de cuatro pinchos gruesos, cada cual de un pie de longitud, ensamblados a una bola de hierro de tal modo que todas sus puntas sean equidistantes. Así, de cualquier manera que se lo ponga en el suelo, el abrojo siempre está hincado sobre un firme triángulo de pinchos, y un pincho apunta amenazadoramente hacia arriba. Algunos lo llaman el «trípode del Diablo». El abrojo era la divisa familiar de Belisario, y las mujeres de mi ama lo habían bordado en oro en el estandarte blanco del regimiento. El lema rezaba: Quoncunque jeceris, stabit, «dondequiera lo arrojes, se mantendrá en pie». La caballería no puede atravesar una posición tachonada de abrojos, a menos que los jinetes desmonten primero y los retiren uno por uno; de lo contrario, los caballos tropiezan con los pinchos, tambalean y caen empalados.

Cinco escuadrones consecutivos cargaron contra esa barrera formidable. El túmulo de muertos se elevó más y más hasta que cada pincho hubo ensartado un hombre a un caballo. Así —como lo expresarían los retóricos—, el puente se volvió al fin transitable en razón de su misma intransitabilidad. Había una lucha tenaz ante la puerta, ahora con la infantería goda, y desde las torres de los flancos llovían piedras, agua hirviendo y vigas. Nuestros lanceros, isaurianos, peleaban por turnos; pero había sólo cincuenta hombres por equipo y los godos seguían atacando por centenares; se fatigaron mucho. Fue sólo la presencia alentadora de mi ama y su promesa de grandes recompensas a cada hombre que sobreviviera a ese día, lo que los mantuvo en sus puestos. A mediodía, nuestras catapultas habían agotado su reserva de proyectiles y los asnos salvajes habían coceado hasta destruirse. Yo empuñé un arco y descubrí que no había olvidado en absoluto mis ejercicios de tiro aunque tenía los brazos débiles.

No hubo pausa para almorzar, pero mordisqueábamos trozos de pan y de queso mientras peleábamos, y los esclavos iban de un lado a otro con cántaros de vino rancio. A la tarde cayó una lluvia torrencial, la lluvia se transformó en cellisca, y las cuerdas de nuestros arcos se inutilizaron. Aun soldados que normalmente luchaban con genuino placer empezaron a refunfuñar y a maldecir por los contratiempos que sufrían. Pero los godos padecían más que nosotros. El camino hacia la puerta se puso muy resbaladizo; nuestros lanceros, a quienes mi ama dio paños toscos para envolverse los pies, tenían una gran ventaja sobre los enemigos, quienes se tambaleaban y patinaban con sus suelas de cuero húmedas.

La batalla terminó al anochecer, sin que los godos hubieran atravesado ninguna puerta. Durante la noche, se retiraron, y nosotros enviamos cuadrillas de obreros con antorchas para que recogieran proyectiles y flechas, los cuales pagábamos por gavilla de cincuenta; mientras tanto, despejamos los puentes, arrancando a los muertos de los abrojos ensangrentados y reuniendo un botín de collares y anillos de oro y cotas de malla.

El rey Teodelo volvió a atacar poco después del alba, y de nuevo se repitió esa carnicería atroz, y de nuevo todos los puentes resistieron. Yo maté a un godo con mi segunda flecha, dándole en la cara, a poca distancia. Se retiraron a mediodía, perseguidos por dos escuadrones de coraceros de la puerta Prenestina; pero se alejaron una milla. Toda nuestra caballería fue enviada en apoyo de esos escuadrones. En la batalla que siguió, el arco y la flecha prevalecieron una vez más sobre la lanza. Durante esos días habían muerto quince mil godos y muchos más habían sufrido heridas muy graves. Veinte mil caballos muertos cubrían el campo de batalla. Nuestras bajas sumaban cuatrocientos cincuenta hombres, doscientos de ellos muertos en la batalla de caballería.

Pocos días más tarde, los godos se lanzaron al ataque por tercera vez, pero con una falta de entusiasmo tan evidente que Belisario —quien sabía mejor que ningún general que haya existido jamás, creo, exactamente cuándo pasar de la defensiva a la ofensiva— les salió al encuentro con toda la caballería. Dicen que a un cuarto de milla de distancia, con un arco más fuerte, Belisario derribó al portaestandarte godo que marchaba a la cabeza. Había viento favorable, o el tiro habría sido imposible: la flecha, cayendo de gran altura, atravesó el portaestandarte en la entrepierna, clavándolo en la silla, de modo que el caballo, pinchado por la flecha, corcoveó y lo derribó. Otros, envidiando quizá las proezas de Belisario, declaran que no fue él quien disparó la flecha, sino Sisifredo, el coracero que había sobrevivido a la derrota de Isaac; pero en tal caso, Sisifredo hizo algo extraordinario, que excedía su destreza habitual. Lo más creíble es que la flecha haya sido de Belisario, aunque tal vez Sisifredo también haya apuntado una al portaestandarte.

El estandarte del rey Teodelo cayó a tierra, lo cual era el peor de los presagios. Inmediatamente, nuestro escuadrón delantero cargó para capturarlo, disparando flechas al galope, y hubo una lucha feroz por su posesión. Dos lanceros godos tiraban de una punta y dos coraceros de la otra. Un oficial godo partió el asta de una estocada, y nuestros hombres tuvieron que contentarse con el extremo inferior. El mismo oficial cercenó el antebrazo izquierdo del portaestandarte, porque en la muñeca llevaba un brazalete de oro incrustado de rubíes y esmeraldas que no quería dejar para nosotros. Entonces, los godos se retiraron, y en la persecución pendieron tres mil hombres más. Cuando Belisario regresó esa noche, tenía caballos para el resto de sus tracios, y al fin todos podían vestir cota de malla. Había perdido sólo nueve hombres.

Teodelo levantó el sitio al día siguiente y se retiró a Tívoli, destruyendo antes todos los puentes del Tíber, río arriba, con la sola excepción del Milvio, que Belisario ya había capturado. Teodelo tuvo que soportar los airados reproches de los nobles sobrevivientes, quienes le recriminaron que se hubiera dejado enredar por la carta de Belisario en vez de destruir Roma completamente. Si se hubiera atenido a su amenaza original y reducido la ciudad a una dehesa de ovejas, decían, la guerra no habría cobrado ese mal cariz para los godos. Pero él, cuando llegaron a Tívoli, les preguntó:

—¿Y si hubierais dejado Tívoli a ras del suelo? Vamos, caballeros, el error cometido en Roma, si hubo tal error, fue vuestro; pues confié a cada uno de vosotros la destrucción de una parte de las murallas romanas, pero fuisteis perezosos y dejasteis demasiada en pie. Afortunadamente, aquí habéis hecho lo mismo: de modo que vuestro será el mérito de reconstruir las murallas de Tívoli, así como el error de Roma. ¡A trabajar, a trabajar, y que la posteridad os alabe!

Belisario no tardó en encontrar los artesanos necesarios para construir nuevas puertas. Pronto la tarea estuvo terminada y las puertas en su lugar. Antes de finales de febrero pudo enviar un juego de llaves a Constantinopla, pidiendo a Justiniano que, a cambio, le enviara refuerzos para llevar a término la reconquista de Italia, y dinero para pagar a las tropas bajo su mando. «Quien da pronto da dos veces», escribió Belisario, «y confío en poder pagarte cuanto antes con la persona y los tesoros de otro rey cautivo».

Escribió, no una, sino tres veces, y mi ama también le escribió a Teodora. No llegaron respuestas ni refuerzos. Después de suministrar las necesarias guarniciones a Ostia y Civitavecchia, precisaba más que antes de un ejército de campaña, y ahora estaba pagando no sólo al Regimiento Personal, sino a las tropas regulares, con tesoros de su propiedad. Tampoco fue posible, aunque lo intentó, cobrar el menor impuesto a los empobrecidos italianos. No tenían dinero, ni nada que pudiera cambiarse por dinero.

Justiniano respondió al fin que ya había despachado un vasto ejército a Italia al mando de Valeriano. Ordenaba a Belisario y Juan el Sanguinario (hacía ya tres años que no se veían) que se reconciliaran. Debían reunirse en Tarento, adonde ya tendría que haber llegado su ejército.

Pero Valeriano permaneció meses en la otra costa del Adriático, destinando sólo trescientos hombres a Italia. No era su culpa: Iliria era nuevamente devastada —no por búlgaros esta vez, sino por eslavos, numerosos e indisciplinados— y Valeriano tenía órdenes de no abandonar Durazzo hasta que hubiera pasado el peligro. El comandante general de las fuerzas imperiales de Iliria no se atrevía a presentar batalla a la horda de eslavos, y seguía inútilmente a su retaguardia de distrito en distrito. Su cautela se debía al ánimo revoltoso de sus tropas, que no recibían ninguna paga desde hacía meses y, en compensación, ahora saqueaban la ya saqueada campiña. Toda la diócesis estaba en la condición descrita por el profeta judío Joel: «Lo que ha dejado el gorgojo, lo ha devorado la langosta; y lo que ha dejado la langosta, lo ha devorado la oruga; y lo que ha dejado la oruga, lo ha devorado el gusano».

Nada sabíamos de la invasión eslava, ni de la demora de Valeriano, y zarpamos alegremente hacia Tarento. Con nosotros iban todas las tropas de las cuales podían prescindir las guarniciones: sólo setecientos jinetes y doscientos infantes. Por mi parte, ya no lamentaba despedirme de Roma. Cuando partimos del puerto de Roma, a principios de junio, y una brisa desfavorable nos condujo al estrecho de Mesina, todos teníamos esperanzas de un pronto y victorioso retorno a Constantinopla. Después de cruzar el estrecho, nuestras naves de vela, ahora remolcadas por las galeras, lucharon contra el viento a lo largo de la «suela del coturno», como se denomina a esa parte de Italia por su forma en el mapa. Enfilamos hacia Tarento, que está en el ángulo del alto tacón del coturno. Pero, por continuar con esa figura geográfica, aún no habíamos llegado al arco del pie cuando una tremenda borrasca nordeste nos sorprendió, obligándonos a buscar refugio en Crotona, el único puerto seguro en muchas millas. Al principio, parecía una posición peligrosa: pocas tropas, una ciudad sin murallas, el ejército godo a poca distancia, el grano escaso, el viento que no cesaba de soplar fieramente del nordeste. Belisario persuadió a todos los pobladores en buenas condiciones físicas, hombres y mujeres, de que ayudaran a su infantería a fortificar la ciudad con un terraplén cercado y una fosa y despachó a sus setecientos jinetes a defender dos angostos desfiladeros en la estribación montañosa, en el empeine del coturno, que encierra y protege el distrito de Crotona. Pero cuanto más examinaba la situación, más le gustaba. El distrito tenía ricos pastos y abundancia de ganado. Belisario señaló a sus oficiales que las montañas lo transformaban en fortaleza natural, mucho más conveniente que Tarento para organizar sus fuerzas.

—Fue un viento propicio el que nos trajo aquí —dijo—. Éste será el punto de reunión de los ejércitos.

Luego, mientras supervisaba el revestimiento del terraplén con piedras y la construcción de torres, esperando aún que el viento cambiara, el desastre se abatió sobre él. Tan pronto como sus setecientos jinetes llegaron a los pasos de montaña que él había ordenado ocupar, avistaron una numerosa fuerza de lanceros del rey Teodelo. Estos godos tenían la intención de sitiar Rossano, una ciudad vecina situada en la costa, entre Crotona y Tarento. Era en Rossano donde Juan el Sanguinario había depositado el botín de los tres últimos años, y muchos nobles italianos se habían refugiado allí. Los setecientos prepararon una emboscada y desbarataron a los lanceros, matando doscientos. Pero la victoria les dio una falsa sensación de seguridad, de modo que, sin un Belisario que los vigilara, olvidaron sus deberes, no apostaron centinelas en los pasos, subestimaron al enemigo. Pasaban el tiempo merodeando en grupos pequeños, o jugando, o cazando. El rey Teodelo los atacó personalmente un amanecer, a la cabeza de tres mil guardias, y los sorprendió absolutamente desprevenidos. Lucharon valerosamente, pero en vano. Los godos de Teodelo despacharon a todos menos cincuenta, que llegaron a Crotona con la noticia sólo unos minutos antes que el propio Teodelo. Las fortificaciones de la ciudad aún no estaban terminadas, pues habían sido planificadas a gran escala, y Belisario no tuvo más opción que embarcar inmediatamente con los doscientos infantes y los cincuenta jinetes sobrevivientes. Crotona quedó en manos de Teodelo. La galerna que había demorado nuestro viaje a Tarento aún soplaba, y en un solo día nos llevó hasta Mesina, en Sicilia, a cien millas de distancia.

No queda mucho más que contar de la última campaña de Belisario. Tomó dos mil hombres de las guarniciones de Sicilia y las embarcó rumbo a Otranto, adonde llegamos sin más incidentes. El «vasto ejército» prometido por Justiniano no tardó en llegar de Spalato al mando de Valeriano, así como también otro «vasto ejército» enviado directamente de Constantinopla con el presunto propósito supongo, de definir la situación. ¡Las fuerzas combinadas sumaban apenas tres mil hombres, en su mayor parte reclutas sin entrenamiento!

—Querida mía —le dijo Belisario a mi ama—, este ejército es como tres gotas de agua en la lengua de un hombre que muere de sed. Te confieso que mis recursos están agotados. He gastado todo mi tesoro personal en esta guerra, excepto unas miles de piezas de oro; he hipotecado la mitad de mis propiedades en Constantinopla y vendido mis fincas de Tchermen y Adrianópolis. Se me debe mucho dinero, que no podré cobrar. Hay, por ejemplo, un asunto que te he ocultado, por vergüenza… mis tratos con Herodiano, el general que mandaba Spoleto hace dos años. Me había pedido prestadas cincuenta mil piezas de oro por tres meses, sin interés; diciéndome, y con sinceridad, que un tío le había legado una gran herencia, y que necesitaba dinero para pagar y alimentar a sus tropas. Cuando, a los seis meses, le pedí que me devolviera el préstamo, sabiendo que el dinero de la herencia le había llegado desde Rávena, tuvo la insolencia de amenazarme con vender Spoleto a los godos si yo le urgía tan desconsidenablemente, y de pagarme con lo que obtuviera. Cuando le reproché esa respuesta vendió realmente Spoleto, e hizo buenas migas con Teodelo. Ahora tiene mi dinero, su herencia, y la recompensa por traicionar a Spoleto; yo no tengo nada. El propio Emperador me debe una suma enorme por lo que he pagado a la tropas regulares por cuenta de él. De eso no me quejo; dedico mi vida al servicio del Emperador, y me honra ser su acreedor. Pero sin hombres ni dinero, no se puede librar una guerra.

—Permíteme ir personalmente a Constantinopla, queridísimo esposo —respondió mi ama—. Me comprometo a que la Emperatriz persuada al Emperador de que, a menos que envíe un gran ejército y cuantiosos tesoros para la reconquista de Italia, el país quedará en poder de los godos. Puedes estar seguro, amor mío, de que regresaré pronto.

De modo que Antonina partió, y yo con ella; estábamos a mediados de julio. El viaje fue tedioso a causa de los vientos contrarios. Estábamos bordeando la costa de Grecia, después de pasar la isla de Salamina, cuando una nave de Salónica se nos acercó por estribor, bamboleándose en la brisa. Yo estaba en el castillo de proa, y grité en latín:

—¿Qué buenas nuevas tenéis, marineros? —Pues en el mar trae mala suerte preguntar por nuevas que no sean buenas.

El piloto de la nave respondió:

—Buenas nuevas, por cierto. La bestia ha muerto.

—¿Cuál bestia, hombre excelente? —grité.

La respuesta fue un grito confuso. La nave ya se estaba alejando cuando repetí roncamente:

—¿Qué bestia?

Un marinero, haciendo bocina con las manos, aulló en el viento: Perierunt ambo, es decir, «Murieron las dos».

Luego oímos una gran risotada, y nada más.

Dedujimos correctamente el nombre de una de las dos bestias: la ballena Porfirio; pero en nuestra nave hubo muchas especulaciones sobre la identidad de la otra. ¡De manera que Porfirio había muerto al fin! El relato que oímos en el puerto siguiente era un poco absurdo. Sabíamos que Porfirio, a causa de la configuración de su garganta, sólo comía peces pequeños; pero se comentaba que había perseguido a un grupo de delfines hasta los bajíos cercanos a la desembocadura del río Sangario (que desemboca en el mar Negro, a cien millas al este del Bósforo) y había engullido una docena de ellos, y que estaba royéndoles los huesos cuando lo encontraran varado en un banco de fango, cerca de la costa. Lo que realmente sucedió, en mi opinión, fue que Porfirio y los delfines estaban persiguiendo un numeroso cardumen de pececillos, y que los delfines condujeron a Porfirio a los bajíos. En cualquier caso, los pescadores de la vecindad se acercaron con botes y atacaron a Porfirio con hachas y garfas. Estaba tan enterrado en el fango que no podía alzar la cola para destruirlos. Sin embargo, parecía resistir todas sus armas, de manera que lo ataron con gruesas cuerdas y mediante una polea sujeta a un gran árbol de la orilla lo arrastraron a la costa. Allí, mandaron a llamar a soldados de un puesto vecino, quienes acabaron con él —o con ella, pues Porfirio resultó ser una ballena hembra— con largas lanzas. Porfirio media cuarenta y cinco pies de longitud y quince pies en la parte más ancha. Suministró alimento al distrito durante muchos meses, pues la carne que no se pudo comer fresca se ahumó o se puso en salmuera. En la carne de la cabeza encontraron incrustada una larga flecha con plumas blancas, sin duda la que había disparado Belisario, pero ninguna lanza de catapulta pintada de azul en la garganta.

La otra bestia a la cual se había referido el marinero no era ninguna bestia, en opinión de mi ama. En verdad, lejos de ser una buena nueva, era la peor que podíamos haber recibido de la ciudad: Teodora había muerto. Un cáncer repentino originado en el pecho se había difundido rápidamente por el resto del cuerpo, y ella había fallecido, no sin coraje, tras varias semanas de postración y de mucho dolor.

Nuestra pena se mezcló con asombro. Ahora se recordaba que la primera aparición de la ballena en el estrecho había coincidido en el día con la primera llegada de Teodora a la ciudad en compañía de Acacio, su padre, tal como la muerte de ambas había coincidido en la hora; más aún, el día en que Belisario, con la milicia Azul, atacó a Porfirio e hirió a la bestia, Teodora había sufrido una terrible jaqueca que desde entonces la había aquejado intermitentemente. ¿Era Porfirio, pues, su espíritu familiar?

Mi ama Antonina vistió inmediatamente luto por Teodora, y más tarde sacrificó un carnero negro con plegarias paganas por su espíritu.

—El Dios cristiano —dijo— ha sido aplacado por muchas misas. Pero Teodora también adoraba en secreto a los dioses antiguos.

No obstante, seguimos viaje, pues mi ama consideró que, ya que habíamos llegado tan lejos, al menos debíamos intentar hacer recapacitar a Justiniano con respecto a la campaña de Italia.

Mi ama no encontró al Emperador apenado por la muerte de Teodora, sino muy jovial, como un niño mal criado al que, de pronto, se le ha puesto enferma la niñera, o la madre, dejándolo en libertad de hacer travesuras a su antojo. Había estado echando de sus sedes o curatos a todos los clérigos de tendencias monofisitas a quienes Teodora había protegido. Además, aunque tenía sesenta y cinco años, había empezado una carrera de pasión promiscua, para resarcirse de todos los años de restricciones con Teodora. Su virilidad le duró, de hecho, quince años más. Sus agentes registraban constantemente los mercados de esclavos en busca de muchachas bonitas; y además seducía a las hijas de muchas damas de Teodora. A la nieta de Crisómalo, que rehuía sus abrazos, le dijo afablemente:

—Tu abuela se portaba igual que tú, querida. Pero hacía lo que yo pedía, pues era su obligación.

Se nombró a sí mismo único heredero de Teodora, cancelando todos sus legados, incluyendo uno muy cuantioso destinado a mi ama y cinco mil piezas de oro para mí, que era mencionado muy elogiosamente en el testamento.

En la audiencia que concedió a mi ama inmediatamente después de su llegada, ella le dijo con precisión y sin rodeos cuál era la situación de Italia. Él escuchó con aparente preocupación. Pero, ante la noticia de que Belisario tenía sólo ciento cincuenta hombres de su guardia personal en Otranto —cien estaban defendiendo Rossano, y el resto estaba muerto o vigilaba las inmediaciones de Roma— y de que había vuelto a empobrecerse, el maligno Emperador no pudo disimular su satisfacción.

—De modo que el victorioso Belisario al fin ha conocido el fracaso, ¿eh? —le dijo a mi ama—. Vaya, qué manera cobarde de manejar una guerra…, navegar de un puerto a otro, ocultarse detrás de fortalezas, eludir la batalla. ¿Eh, Narses? Debió aprender la lección de nuestro valiente Juan, quien no teme a nada. Por cierto, no podemos enviarle más hombres ni más dinero. Este conde Belisario chilla con la voz de las hijas de la sanguijuela mencionadas por el rey Salomón: «¡Dame! ¡Dame!». Salomón, como recordarás, sostenía que cuatro cosas no se sacian nunca: la tumba, la lujuria de una mujer estéril, el suelo arenoso, el fuego. Si el sabio Salomón viviera ahora, sin duda añadiría el nombre del conde Belisario como quinto insaciable.

Cuando hubo terminado, mi ama preguntó serenamente:

—¿Y en cuanto a Italia, Majestad? ¿Estás dispuesto a perder tu dominio de Italia?

—De ninguna manera, ilustre Antonina, y por esa razón llamaremos a tu esposo de esa tierra y designaremos un comandante más capaz en su lugar. Pero no deseamos humillar a ese buen hombre: tendremos cuidado de hacer constar en la carta que nuevamente se requieren sus servicios contra los persas, quienes todavía disputan con nos por la posesión de la Cólquida.

Ella hizo una reverencia.

—Como gustes, Majestad. Que la orden de convocación se redacte de inmediato. Sin duda tu gran chambelán, el valiente Narses, estará a la altura de la tarea en la cual fracasó mi Belisario.

Justiniano replicó, pasando por alto la ironía:

—Daremos a tu sugerencia toda nuestra consideración.

Pidió pergamino y tinta y parecía que iba a firmar la convocación inmediatamente, pero, de pronto, dejó la pluma de ganso mojada en púrpura que le habían puesto en la mano.

—¡Despacio, despacio! —dijo—. Antes debemos pedirte algo, mujer entre las mujeres.

—Si está en mi poder, cuenta con ello —respondió mi ama.

—Requerimos —le informó él con una sonrisa taimada— que firmes el documento de ruptura del compromiso entre tu hija Joannina y Anastasio, el sobrino de la difunta Emperatriz.

Mi ama Antonina pensó rápidamente. No parecían existir razones para negarse, pues, a la muerte de Teodora, Anastasio había dejado de ser una persona importante. Era posible que Justiniano quisiera ofrecer la mano de la muchacha a uno de sus sobrinos o sobrinos-nietos —tal vez Justino, el hijo de Germán—, creyendo que Joannina traería consigo una dote suculenta.

—Es mi placer y el de mi esposo —respondió mi ama— obedecerte en todo, Majestad.

Cuando hubo firmado el documento que luego le extendieron, alguien —creo que el joven Justino— soltó una risita. La risita se contagió a quienes estaban cerca de él. Justiniano echó una mirada alentadora en torno y empezó a reír y sacudirse en el trono; pronto toda la cámara de audiencias reía a mandíbula batiente. Mi ama sintió vergüenza, furia y desconcierto. Hizo otra reverencia y se retiró.

Lo cierto es que mi ama había sido víctima de una estratagema cruel. Ignoraba absolutamente lo que había ocurrido últimamente con su alegre hija Joannina. Joannina, que tenía quince años, se había anticipado hacía tiempo al día de las nupcias, que se había postergado hasta que sus padres pudieran estar presentes; pues con el consentimiento de Teodora había convivido hasta hacía poco en un aposento del palacio con Anastio «Piernas Largas», de quien estaba muy enamorada, tal como si fuera la esposa. A la muerte de Teodora, las habituales convenciones cristianas se habían restaurado en la corte; se pidió a Joannina que regresara a su propio aposento. Pero aunque Justiniano habría reprobado el matrimonio de un patricio con una mujer que innegablemente no era virgen, Anastasio se proponía respetar el contrato, pues estaba enamorado de la pobre muchacha. Ahora, mi ama acababa de anular el contrato irrevocablemente y, cándidamente, había frustrado la única oportunidad de Joannina de casarse con un hombre de su propio rango. Fue una dura humillación para mi ama, y para Belisario cuando se enteró. Joannina alegó que Teodora la había forzado a cometer ese pecado, pero él vio que obviamente no era así. Justiniano se regodeó abiertamente en esta victoria ruin. Joannina, que permaneció soltera, tomó el velo de penitente, por la vergüenza que había acarreado sobre sí misma y sus padres.

Entretanto, Belisario había organizado su pequeño ejército, al cual Juan el Sanguinario había unido el suyo, ahora reducido a unos mil jinetes de caballería ligera. Zarparon de Otranto para auxiliar a Rossano, pero un huracán dispersó la flota, hundiendo algunas naves. El resto se reagrupó en Crotona, unos días después, y partió nuevamente hacia Rossano, de donde el viento las había alejado. Pero esta vez estaba allí el rey Teodelo, listo para oponerse al desembarco. En la angosta playa, sus guardias estaban alineados en cerrado orden de batalla, con arqueros bien apostados: habría sido suicida intentar un desembarco. El acongojado Belisario regresó a Crotona y dejó que la guarnición eligiera entre la muerte y la rendición. Había entre ellos cien de sus valientes tracios.

En un consejo de guerra se decidió que Juan el Sanguinario y Valeriano usaran la caballería para hostigar las líneas de comunicación de Teodelo, mientras Belisario regresaba a Roma para mejorar las fortificaciones y alentar a la guarnición de allí. La guerra aún no estaba perdida.

Pero entonces llegó la convocación de Constantinopla. En cuanto la noticia de que llamaban a Belisario llegó a Rossano, la ciudad se rindió. Siguió la rendición de Perusa. Consecuencias funestas seguirían también a la llegada de la noticia a Roma. Ya había estallado un motín en la ciudad: los soldados habían matado a su nuevo prefecto por vender pertrechos militares a precios elevados a los civiles, pero se sometieron de nuevo a la disciplina bajo el mando de Diógenes, uno de los pocos oficiales veteranos de Belisario que habían sobrevivido. Diógenes se preparó para el sitio inminente, sembrando grano en todos los jardines, parques y baldíos disponibles de la ciudad; y aunque el rey Teodelo, al regresar de Rossano, capturó el puerto de Roma, cortando así su comunicación con el mar, todos sus ataques contra las murallas de la ciudad fracasaron. Era la tercera vez que Diógenes estaba sitiado en Roma y comprendía bien la tarea de defenderla. No obstante, esa situación podía tener un solo desenlace, pues los soldados de la guarnición habían perdido toda esperanza de socorro cuando se enteraron de la partida de Belisario.

El descontento cundió incluso entre los hombres del Regimiento Personal, quienes se quejaban porque ellos se habían ofrecido para luchar gloriosamente al mando de Belisario, no para pudrirse sin paga, sin alimentos y sin caudillo en la derruida Roma. Fueron unos isaurianos, sin embargo, no ellos, quienes vendieron nuevamente la ciudad a Teodelo; y Roma cambió de amo por cuarta vez en pocos años. La guarnición fugitiva fue emboscada, y sólo un centenar de hombres llegó a Civitavecchia, el último baluarte imperial en Occidente; allí, Diógenes, herido, tomó el mando. No obstante, unos pocos veteranos del Regimiento Personal aún seguían defendiendo el mausoleo de Adriano contra todos los ataques; al fin, tras muchos días, ellos también capitularon por horror a comer carne de caballo; pero exigieron y recibieron los honores de la guerra.

Luego, el rey Teodelo invadió Sicilia. Nuestras tropas se encerraron inmediatamente en los puertos y le permitieron devastar toda la isla. Italia fue abandonada a los godos, excepto alguna pequeña fortaleza aislada y Rávena.

Cuando Belisario regresó a Constantinopla, Justiniano primero le hizo recriminaciones en un tono denigrante y luego —un insulto apenas tolerable— le otorgó su perdón. Belisario, consciente de que había hecho mucho más de lo que el monarca más codicioso y antojadizo podía exigir a un súbdito, se limitó a replicar que siempre quedaba a la órdenes del Emperador. Su lealtad y su orgullo le impedían responder de otra manera.

Además, su regreso no había estado exento de peligros. En el palacio se estaba gestando una conspiración, dirigida por un audaz y vengativo general armenio llamado Artaban, para asesinar al Emperador y alzar al trono a su sobrino Germán, a quien él había tratado muy mal. El intento se demoró unos días, hasta que Belisario llegara a la ciudad. No porque Artaban y sus cómplices (que incluían a Marcelo, el comandante de los guardias) creyeran que Belisario pudiera ayudarlos, sino porque conscientes de su inflexible lealtad al trono, consideraban más seguro asesinarlo a él también. Seria apuñalado cuando recorriera los suburbios para presentar sus respetos en palacio. Germán, sin embargo, simuló aprobar el plan cuando se lo revelaron, pero se apresuró a informar a Justiniano, pues en realidad esa propuesta infame lo horrorizaba. Los conspiradores fueron arrestados el mismo día en que desembarcó Belisario, y él llegó a palacio sin un rasguño.

Al cabo, Justiniano perdonó a los conspiradores.

El conde Belisario era ahora un hombre pobre, y no podía darse el lujo de contratar más soldados para su guardia personal. Dependía para todo de mi ama Antonina, incluidos sus gastos diarios. Sin embargo, ningún falso pudor le impedía ser su pensionado en este sentido.

—No somos meramente marido y mujer —decía—, sino viejos camaradas de guerra cuyas bolsas están mutuamente disponibles. —Ella recurrió a sus reservas de dinero ocultas y levantó las hipotecas de las propiedades de Belisario. Vivían apaciblemente en una casa cercana al arco de Honorio, en el lado occidental de la Plaza del Toro. (En este arco hay ciertas réplicas en bronce de insectos nocivos: se dice que Apolonio de Tiana, el célebre mago, las colocó allí como encantamiento contra diversas enfermedades).

Justiniano no envió a Belisario a la guerra de Cólquida, pues prefería tenerlo desocupado en la ciudad. Le reintegró el viejo título de Comandante de los Ejércitos de Oriente, y también el de Comandante de la Guardia Imperial, pero no lo dejaba participar en ningún asunto militar; y ni una sola vez se dignó consultarlo.

Los opúsculos religiosos de Justiniano le habían traído poca gloria; y el concilio al cual convocó a todos los obispos de la Cristiandad (ciento ochenta o más) trajo poca gloria a la Iglesia. Aunque forzó el concilio con la amenaza de anatematizar ciertas obras mal vistas por los monofisitas, cuyos favores ahora procuraba obtener, estos herejes no se lo agradecieron volviendo a la comunidad ortodoxa, sino que se obstinaron en mantenerse fuera. Más aún, el Papa Vigilio había estado en total desacuerdo con los otros prelados y el Emperador en cuanto a la pertinencia del anatema, y había hecho cuanto podía para no comprometerse. Por último, temiendo por su vida, se había refugiado en la iglesia de Pedro Apóstol, en Constantinopla; y sólo después de muchas contemporizaciones y tergiversaciones accedió —pues no tenía madera de mártir— a aprobar las decisiones del concilio. A su regreso a Italia, se encontró ante un cisma; pues casi todo el clero de la Iglesia de Occidente consideraba las obras anatematizadas como buena doctrina. Sin embargo, los obispos cuyas sedes podían controlarse con las fuerzas militares de Constantinopla —principalmente las de África e Iliria— fueron obligados a prestar su conformidad, con la amenaza de la destitución o la cárcel. Los que tenían sedes en Italia, Sicilia, Francia o España, continuaron en sus trece.

Los obispos de Occidente, aunque habían odiado a Teodora por monofisita, lamentaban inmensamente su muerte. Decían: «Si hubiera estado viva, habría ridiculizado las pretensiones teológicas del Emperador y el concilio nunca se hubiera celebrado».