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EXILIO EN ITALIA

Lo que sigue es un relato de los cinco años de la campaña más ingrata, sin duda, que jamás haya emprendido un general de renombre. La decepción fatiga, no sólo durante la experiencia, sino también al contarla. Por lo tanto, seré breve y consignaré sobre ésta, la última campaña de Belisario en Occidente, sólo lo suficiente para demostrar que su coraje, ingenio y energía no fueron afectados por treinta años de campañas casi constantes, y que hizo todo cuanto podía esperarse de él, y más.

Se recordará que la corona goda había pasado a un joven príncipe llamado Teodelo, quien al principio no disponía más que de mil lanzas y tenía una sola ciudad fortificada de consideración entre sus dominios: Pavía. Pero fue el primer soberano capaz de reinar sobre los godos desde la muerte de Teodorico. Gracias al carácter pendenciero y la inactividad de los once generales imperiales que se le oponían, pudo incrementar sus fuerzas a cinco mil hombres y organizar con ellos un ejército bien equipado. El mismo año en que Belisario riñó con mi ama en Daras, Juan el Sanguinario, Bessa y el resto habían recibido instrucciones de Justiniano para «aplastar a los últimos godos»; pero se resistía a confiar el mando supremo a cualquiera de ellos.

Comenzaron esta campaña con doce mil hombres, incluida la guarnición de Sisaurano, capturada por Belisario y que acababa de llegar de Oriente. Principalmente a causa de sus desacuerdos en cuanto a la distribución equitativa del botín que esperaban tomar, fueron ignominiosamente derrotados por Teodelo en Faenza. Muchos miles de hombres fueron muertos o capturados y —singular humillación— todos los estandartes del regimiento fueron abandonados, aunque todos los generales escaparon. Sólo el escuadrón persa luchó valerosamente, y por esta razón sufrió más bajas que los demás. Entonces, cada uno de los once generales condujo lo que quedaba de sus propias fuerzas al refugio de una fortaleza diferente, de modo que Italia entera estaba ahora a disposición del ejército de Teodelo.

Juan el Sanguinario entró nuevamente en campaña con refuerzos de Rávena. Aunque todavía en inferioridad numérica, Teodelo desbandó el ejército de Juan el Sanguinario en una batalla cerca de Florencia, y no sólo le causó enormes bajas en muertos y heridos, sino que persuadió a muchos de sus hombres de pasarse al ejército godo. Alejandro («Tijeras») había diezmado los ejércitos italianos robándoles la paga y las raciones. Ningún soldado pelea mucho tiempo sin paga ni alimentos adecuados, excepto en defensa de su propia tierra y con un líder valeroso. Además, si hay discordia entre los oficiales, como en este caso, la tropa no tarda en enterarse y la confianza se destruye. Los que desertaban para unirse a Teodelo se ponían bajo la protección de un rey que era un hombre de palabra, un caudillo osado, activo y generoso, que no compartía el mando con rivales.

En la primavera siguiente, la misma primavera en que Belisario fue enviado nuevamente contra el rey Cosroes en Siria, Teodelo, dejando que los generales imperiales se escandieran en sus fortalezas del nordeste de Italia, marchó hacia el desprotegido sur. Lo devastó sin dificultad, capturando las fortalezas de Benevento —donde destruyó fortificaciones— y Cumas —donde encontró gran cantidad de tesoros—, y no tardó en sitiar Nápoles.

Juan el Sanguinario, en nombre de todos los generales, escribió desde Rávena pidiendo refuerzos a Justiniano. Con inesperada celeridad, Justiniano envió un senador, Maximino, con una enorme flota y todas las tropas que podían reunirse en los centros de adiestramiento y guarniciones del este. Maximino fue nombrado Comandante de los Ejércitos de Italia. Era un cobarde, y carecía por completo de experiencia bélica. Pasaba buena parte del tiempo orando y ayunando. Justiniano detestaba confiar vastos ejércitos a generales experimentados, por temor a que fueran revoltosos. Parecía tener la impresión de que las victorias se conquistaban de rodillas, no sobre la silla de montar.

La expedición terminó desastrosamente, como era de esperar. Primero, Maximino se demoró meses en Grecia, enviando a uno de sus generales al rescate de Nápoles, con varias naves de aprovisionamiento, pero con fuerzas inadecuadas. La caballería de Teodelo sorprendió a la pequeña flota cuando las tripulaciones desembarcaran descuidadamente en Salerno, para aprovisionarse de agua y estirar las piernas, y las capturaron casi en su totalidad. Luego, el propio Maximino zarpó hacia Siracusa de Sicilia, desde donde envió el resto de su ejército en el resto de sus naves, nuevamente para socorrer a Nápoles. Ya era noviembre, demasiado avanzado el año para travesías seguras. Un violento viento del noroeste sorprendió a la expedición cuando se acercaba a Nápoles, arrastrando las naves hacia la costa, y nada menos que hacia la misma playa en que el rey Teodelo estaba acampado con sus godos. De los soldados que atinaron a escapar del furor del oleaje, muchos cientos fueron nuevamente arrojados al mar por los despiadados godos, quienes querían evitarse la molestia de tener prisioneros. Al general romano al mando de la expedición, sin embargo, le perdonaron la vida. Le pusieron un cabestro en el cuello y lo enviaron a Nápoles para que aconsejara a los napolitanos la capitulación, pues ahora ya no podían esperar ningún auxilio y el hambre los estaba apremiando. Teodelo se comprometió a perdonarles la vida.

Entonces, Nápoles se rindió. Cuando Teodelo vio cuán demacrados estaban los habitantes, actuó con una humanidad y una comprensión notables en un bárbaro. Se encargó personalmente de que no se llenaran de golpe los vientres vacíos y así se hicieran daño, reponiendo sus fuerzas con un incremento gradual de las raciones. Además, no se vengó de ellos, e incluso permitió a la guarnición que se marchara con honores de guerra y les suministró animales de tiro para viajar a Roma. Más aún: como ejemplo para sus propios hombres y como estímulo para la población nativa, ejecutó a un soldado godo por la violación de una muchacha italiana y a ella le entregó como reparación todas las posesiones del soldado. Pero demolió las fortificaciones de Nápoles, de tal modo que, aunque la ciudad fuera reconquistada, nunca más pudiera emplearse contra los godos como base de operaciones.

El rey Teodelo habría marchado luego a la conquista de Roma, donde Juan el Sanguinario mandaba la guarnición, pues los ciudadanos simpatizaban con la causa goda y estaban dispuestos a darle la bienvenida. Pero la peste había llegado a Italia, y las calles de Roma estaban abarrotadas de cadáveres insepultos. Teodelo se alejó del contagio. Envió parte de su ejército a sitiar Otranto, mientras él sitiaba Osimo y Tívoli con el resto. Tívoli cayó por un acto de traición; de ese modo quedaron cortadas las comunicaciones entre Roma y Toscana, de las cuales dependían las provisiones de los romanos. Las fuerzas imperiales decaían más y más, mientras las fuerzas de Teodelo se incrementaban. Ya no había con qué pagarles, pues para ello se dependía de las rentas italianas y los godos dominaban ahora casi toda la campiña; y su capacidad de combate dependía en buena medida de la paga.

Tal era el estado de cosas en Italia cuando Belisario nos llevó allí desde Constantinopla. Primero había recorrido Tracia con sus cuatrocientos coraceros, reclutando gente. Fue la primera vez en muchos años que visitó Tchermen, su finca natal, y Adrianópolis, donde había iniciado su carrera militar. Sus compatriotas lo recibieron calurosamente. En cada ciudad a la que llegaba, lo aguarda una recepción cívica: la marcha se transformó casi en procesión real. Los cuatrocientos hombres, todos tracios y héroes de las campañas goda, vándala y persa, eran tan apuestos y marciales con sus cotas de malla y sus yelmos con penacho blanco, montaban tan bien las caballos castaños, y hablaban con tanta admiración y amor de Belisario, que no menos de cuatro mil reclutas se alistaron bajo su estandarte, entre ellos mil quinientos sólo en Adrianópolis. En Tracia lo llamaban «Belisario el Afortunado», pues no sólo no lo habían herido nunca, sino que de su Regimiento Personal, que había luchado en tantas batallas gloriosas, muy pocos hombres habían caído —al menos mientras actuaban bajo su mando directo y muchos se habían hecho ricos. Tenía esperanzas de procurarse armas y armaduras para sus reclutas, pues en la fábrica imperial de armas de Adrianópolis había una provisión; pero se las negaron, aun a cambio de oro. Además, los hunos búlgaros, en su última incursión, habían dejado Tracia sin caballos, si se exceptúan los pertenecientes al Imperio, que se habían guardado a tiempo tras las murallas de Salónica; de modo que tampoco pudo conseguir monturas para los reclutas. Ni armas, ni armaduras, ni caballos; y hacer de un recluta inexperto un coracero eficaz, aun si está acostumbrado a los caballos, es un trabajo de dos años o más.

Desde Tracia, navegamos bordeando la costa griega hasta Spalato, donde nos reaprovisionamos; allí se encontraron armas, aunque no armaduras, para los reclutas. Desde Spalato, Belisario envió al rescate de Otranto al mismo Valentino que había comandado la milicia romana en la Llanura de Nerón durante la defensa de Roma: con dos mil hombres, en su mayor parte sin entrenar, y reserva de grano para un año. Valentino llegó en auxilio de Otranto justo a tiempo: la guarnición había decidido capitular ante los godos cuatro días después, a causa del hambre. Belisario no pudo intentar un desembarco en las inmediaciones de Roma, pues el enemigo, con las naves de guerra capturadas, controlaba toda la costa oeste. Nos condujo a Rávena por el camino de Pola.

En Rávena exhortó a los godos residentes a persuadir a los compatriotas que peleaban con el rey Teodelo de renovar su lealtad al Emperador. Mas ni siquiera el nombre de Belisario pudo atraer a un solo hombre. Envió a Emilia, para asegurar al menos ese distrito, cien de los hombres adiestrados de su regimiento y doscientos de los reclutas más prometedores, para quienes había encontrado caballos y armaduras en Rávena; y dos mil infantes ilirios. Bolonia, la capital, se rindió, pero las provisiones escaseaban. Además, los ilirios no habían recibido paga en dieciocho meses y les irritaba que, mientras ellos estaban en Italia, se hubiera permitido que los hunos búlgaros devastaran Iliria y se llevaran cautivas a sus esposas e hijos. Anunciaron de pronto que se iban a su patria; y eso hicieron, librando a su suerte a los cuatrocientos coraceros. (Justiniano se enfureció con los ilirios en un primer momento, pero luego los perdonó). De modo que toda Emilia cayó en manos del enemigo, excepto la fortaleza de Piacenza. La única circunstancia afortunada de la expedición fue que los coraceros, al mando del tracio Turimut, lograron abrirse camino hasta Rávena y traer doscientos caballos y trescientas armaduras pertenecientes a godos a quienes habían matado en emboscadas.

Belisario envió luego a Turimut a Osimo, asediada por el rey Teodelo, con mil hombres, todo lo que podía darle. Turimut se las ingenió para atravesar las líneas godas y entrar en la ciudad sin bajas; pero pronto comprendió, tras una intrépida salida, que sus mil hombres no eran rival para los treinta mil que ahora tenía el ejército godo engrosado por las deserciones del ejército imperial. Tampoco podía depender del resto de la guarnición para que lo asistiera militarmente. Consultó con el comandante, quien estuvo de acuerdo con él en que la presencia permanente de la fuerza de rescate sería más un estorbo que una ayuda, pues sólo significaría más bocas que alimentar; de modo que se retiró durante la noche. Un desertor comunicó sus planes a los godos, quienes lo emboscaron a cuatrocientas millas de la ciudad. Perdió doscientos hombres y todos los animales de carga: con el resto, logró escapar a Rímini.

Teodelo había destruido las murallas de todas las ciudades que se le habían rendido. Belisario, que necesitaba una base más conveniente que Rávena, decidió fortificar nuevamente Pesaro, un puerto de Umbría, entre Rímini y Osimo, donde había buenos pastos para los caballos en el valle del río. Las murallas de Pesaro habían sido desmanteladas hasta la mitad de su altura, y las puertas se habían quitado; pero, siendo hombre de recursos, envió agentes para medir las jambas, y en Rávena se fabricaron nuevas puertas de roble, enmarcadas en hierro forjado, de la altura y espesor requeridos. Turimut las transportó en botes hasta Pesaro, y las hizo colocar; e inmediatamente puso a los habitantes a trabajar en la reconstrucción de las murallas. Tenía consigo tres mil hombres, casi todos reclutas tracios. Cuando Teodelo llegó de Osimo con su ejército, las murallas tenían altura suficiente para la defensa. Belisario había estado entrenando intensivamente a los reclutas en arquería, de modo que no hicieron un mal papel. Teodelo se retiró, desconcertado.

Belisario le escribió a Justiniano en los siguientes términos:

Poderosísimo Emperador:

He llegado a Italia sin caballos ni armaduras —pues en Tracia eran imposibles de conseguir— y sin dinero, salvo el que tengo en mi propia bolsa para el pago de mis recientes reclutas tracios. Son soldados bisoños, sin entrenamiento, mal armados y sin monturas. Las tropas regulares y los milicianos imperiales que hemos encontrado aquí no pueden rivalizar con el enemigo en número ni en coraje. El rey Teodelo es dueño de toda Italia —excepto unas pocas ciudades que, con las fuerzas a mi disposición, no puedo liberar— y, en consecuencia, no pueden recogerse ingresos para el Imperio. Lo cierto, Majestad, es que, aun a las tropas de Rávena, se les deben tantas pagas atrasadas que me es imposible persuadirlas de combatir. Más de la mitad ya ha desertado.

Si mi mera presencia en Italia bastara para poner un victorioso punto final a la guerra, todo estaría bien: pues he anunciado mi llegada por todos los medios disponibles. Pero considera, Majestad, que un general sin tropas es como una cabeza separada del tronco. Sugiero respetuosamente que los hombres de mi Regimiento Personal, a quienes has enviado a la frontera persa, sean llamados y despachados a mí de inmediato; y con ellos una numerosa fuerza de hérulos u otros hunos, si estás en condiciones de contratar sus servicios con una suma de dinero sustancial. Si mi petición no puede ser satisfecha, Majestad, poco o nada podrá realizar tu servidor más leal y obediente.

Belisario, Conde de los Establos Reales, actualmente al mando de los Ejércitos Imperiales de Italia.

Juan el Sanguinario, delegando el mando de Roma en Bessas, se comprometió a entregar la carta a Justiniano en Constantinopla y urgirlo a remediar la desesperada condición en que nos hallábamos. Juan zarpó a finales de ese año de Nuestro Señor de 545. Entretanto, Belisario permaneció en Rávena, entrenando a sus reclutas, turnando los pocos caballos a su disposición para los ejercicios de caballería. Los hombres se hicieron diestros en el manejo de arcos, lanzas, dardos, espadas, a pie o a caballo; los obligaba a montar caballos de madera, como a los niños.

Osimo se rindió a Teodelo a causa del hambre, y luego Fermo y Ascoli, que también están en Piceno. Luego, Spoleto, Asís y Toscana. Sólo Perusa resistió, aunque Teodelo fraguó el asesinato del general que comandaba la guarnición.

Juan el Sanguinario no entregó la carta al Emperador y le comentó el asunto sólo en términos muy vagos. Estaba harto de la guerra de Italia, y no quería que lo enviaran inmediatamente, de las comodidades de Constantinopla, donde fue bien recibido, a las incomodidades y ansiedades de la campaña. Se dedicó a la tarea de concertar una boda ventajosa, y pronto fue esposo de la hija de Germán, la joven hermana de Justino y sobrina-nieta del Emperador. (De esta manera se transformó en enemigo de la Emperatriz Teodora, quien lo consideró un acto de extrema presunción, casi una declaración de que él era el candidato al trono a la muerte de Justiniano).

Al no recibir respuesta, Belisario volvió a escribir, repitiendo exactamente la carta anterior, aunque añadiendo informes sobre los últimos triunfos de Teodelo. Comunicaba que Roma, defendida por Bessas a la cabeza de tres mil hombres, estaba amenazada por el hambre —la flota de Teodelo, con base en las islas Lípari, interceptaba los embarques de grano de Sicilia— y no podía resistir muchos meses más. Piacenza, la última fortaleza del norte leal a los romanos, ya se había rendido por hambre. Agregó (urgido por mi ama) que, como Su Graciosa Majestad no parecía alarmarse por la situación de Italia según se la había descrito en la carta confiada a Juan, o al menos parecía incapaz de remediarla, se consideraría en libertad para retirarse con su esposa y su guardia personal a Durazzo, en el otro extremo del mar Adriático. Allí el clima era menos agobiante que en Rávena, y las comunicaciones con Constantinopla —si el Emperador se dignaba enviarle nuevas instrucciones— eran más cómodas. Justino, el sobrino nieto del Emperador, quedaría al mando de Rávena.

La carta era absolutamente respetuosa y apropiada, pero Justiniano pensó que contenía un reproche oculto; lo cual lo decidió a no tomar ninguna medida al respecto, especialmente cuando Juan el Sanguinario negó que le hubieran confiado ninguna carta previa. Sin embargo, mi ama Antonina había despachado una carta a Teodora junto con la segunda carta de Belisario, en la cual decía que Justiniano tenía que decidirse, ya a conservar el dominio de Italia, pagando a sus ejércitos y enviando refuerzos, ya a renunciar a sus derechos. Teodora convenció al fin a Justiniano de que retirara algunas tropas de la frontera persa, donde el peligro de invasión parecía haber pasado con la peste, y enviara a Narses a Crimea a contratar una poderosa fuerza de hunos hérulos para que acompañaran la expedición a Italia. Pero esos refuerzos, al mando de Juan el Sanguinario, sólo llegaron a Durazzo a finales del otoño; y entretanto, las condiciones en Roma empeoraban cada vez más. Lo más que Belisario pudo hacer fue enviar mil hombres, la mitad de ellos coraceros, en auxilio de la débil guarnición del puerto de Roma, pues era esencial conservarlo si la flota imperial quería liberar Roma. Valentino, que mandaba estas tropas, tenía instrucciones de evitar cualquier batalla que pudiera causarle demasiadas bajas. Sorteó a los godos y llegó a su destino sano y salvo.

El Papa Vigilio, el mismo que había sucedido al depuesto Silverio, acababa de recibir órdenes de ir de Roma a Sicilia, donde aguardaría una llamada de Constantinopla. Justiniano (quien deseaba ser recordado como Grande por su talento teológico, además de sus otras cualidades y hazañas) estaba rumiando un tratado para el cual deseaba la aprobación del Papa Vigilio. Había surgido una posibilidad interesante en la doctrina de las relaciones entre la Primera y la Segunda Personas de la Trinidad, y parecía aconsejable discutirla con el Papa antes de aventurarse más lejos. El objeto tratado era sugerir un conciliación entre quienes creían en la naturaleza única del Hijo y quienes creían que tenía dos naturalezas. Gran número de herejes podrían reintegrarse así a la comunidad ortodoxa. Os ahorraré los detalles de esa controversia. El Papa Vigilio no podía tomar en serio la teología del Emperador, que era abstrusa y contradictoria; pero tampoco podía darse el lujo de ofenderlo. Lo que más le afectaba era un informe alarmante que le había llegado sobre la situación de Roma: que una medida de grano se estaba vendiendo allí por cinco piezas de oro, y un buey por cincuenta, mientras los pobres estaban ya comiendo ortigas y hierba, como durante el sitio anterior. Siendo hombre generoso y cristiano honesto, aunque había obtenido el puesto mediante el soborno, recordó la exhortación que Jesús repitió tres veces al apóstol Pedro: «Apacienta mis ovejas»; contrató con su propio dinero una pequeña flota de naves con grano para que zarparan rumbo al puerto de Roma con provisiones para la población de la ciudad.

El papa envió esta flota bajo la guía de un obispo que, eludiendo el bloqueo godo mediante un amplio rodeo, llevó los buques a puerto; y a su arribo, se tranquilizó al ver que el estandarte imperial aún ondeaba en la torre y la guarnición agitaba frenéticamente capas desde las almenas. Lamentablemente, malinterpretó la señal, que no era de bienvenida, sino de advertencia. En cuanto las naves atracaron, con la ayuda de los peones de los muelles, se oyó un aullido bárbaro y dos escuadrones godos de Teodelo irrumpieron desde detrás del depósito en que estaban emboscados. Capturaron las naves y asesinaron a todos los hombres a bordo, con la sola excepción del obispo, a quien llevaron cautivo ante Teodelo. Lo cierto es que Valentino, desobedeciendo las instrucciones de Belisario, un par de días antes, había guiado a sus mil hombres en un ataque contra los godos, pero lo habían aislado: lo mataron, junto con casi todos sus hombres. Los sitiadores habían avistado luego la flota del obispo desde una colina, y el resto de la guarnición estaba demasiado débil para impedirles que tendieran esa exitosa emboscada en el puerto. El obispo capturado (quien, casualmente, también se llamaba Valentino) fue interrogado por el rey Teodelo, quien esperaba sonsacarle informes militares valiosos. Pero el obispo sorteó las preguntas de Teodelo como buen romano, aun cuando lo amenazaron con la tortura. Teodelo perdió la paciencia y ordenó que le cortaran las manos. Todos compadecimos inmensamente a ese buen hombre.

En Roma hubo muchos suicidios por hambre. El veterano Bessas, resentido con Justiniano por su descuido de la situación italiana, se ocupaba principalmente de enriquecerse a costa de los ciudadanos. Por orden suya, ningún plebeyo podía abandonar la ciudad, a menos que pagara cinco mil piezas de oro por el privilegio; un patricio tenía que pagar cien mil. La mayoría de los patricios juzgaban el precio exorbitante y preferían quedarse, pese a todos los inconvenientes. El único grano que quedaba estaba almacenado en silos militares. Bessas lo vendía poco a poco, a precios cada vez más elevados, y cada vez más adulterado con salvado, para lo cual también tenía que robar a sus caballos. Cuando no hubo más oro, aceptó que le pagaran con antiguas fuentes y vasijas de plata, bienes familiares, pero sólo por su peso en plata, no por su valor como antigüedades. Creo que tenía intención de capitular en poco tiempo, a condición de que él y sus soldados —quienes también se habían enriquecido vendiendo parte de sus raciones— pudieran marcharse con los honores de la guerra y conservar sus rentas privadas.

Una mañana, la turba de la ciudad llegó aullando a las puertas del palacio Pincio, el cuartel general de Bessas. Y sin duda debía de ofrecer un espectáculo atroz, las caras consumidas y descoloridas, los estómagos hinchados de aire; pero como los perros, mulas, asnos, gatos, ratas y ratones se habían agotado, sólo podían comer ortigas, a menos que, secretamente, se alimentaran de bosta de caballo o de carne de niños asesinados. Los guardias trataron de ahuyentar a esos infelices, pero cuando los golpeaban caían y no podían levantarse, tan débiles estaban, y quedaban contorsionándose coma avispas con las alas cortadas. La petición era:

—Por amor de Dios, haz una de estas tres cosas: aliméntanos, o permítenos abandonar la ciudad sin pagar, o por fin a nuestras desventuras matándonos.

—No puedo alimentaros —replicó Bessas—, pues apenas tengo grano suficiente para mis hombres; ni mataros, pues sería asesinato; ni dejaros abandonar la ciudad, por temor de que los godos aprovechen la apertura de las puertas para entrar. ¡Valor! Pronto llegará Belisario con alimentos suficientes para todos.

No obstante, fue reduciendo el precio de los permisos para abandonar la ciudad, para todos menos los patricios, hasta que estuvo al alcance de las economías más modestas. Pronto la ciudad quedó casi vacía. La mayor parte de los fugitivos murió en el camino, de puro agotamiento; muchos fueron exterminados por los godos, cuyas fuerzas habían aumentado a unos sesenta mil hombres; unos pocos escapados al sur. Pero Roma todavía resistía, al igual que la guarnición del puerto de Roma; y Belisario acudía al rescate desde Durazzo, Dalmacia, pues los refuerzos acababan de llegar.

Juan el Sanguinario deseaba que todo el ejército, que ahora sumaba veinte mil hombres, navegara únicamente hasta Brindis y luego cruzara Italia hasta Roma. Pero Belisario señaló que, aun cuando no encontrara seria oposición, la marcha hasta Roma les llevaría cuarenta días, mientras que yendo por mar en galeras sólo tardarían cinco, si los vientos eran favorables. Con la amenaza del hambre sobre Roma, cada día era precioso. Su nuevo Regimiento Personal estaba formado por soldados en modo alguno incapaces; y logró comprar armaduras y caballos para la mitad de ellos en Durazzo. Los embarcó en la galera más rápida y ordenó a Juan el Sanguinario que lo siguiera en cuanto fuera posible.

Mi ama demostró gran ternura y consideración hacia Belisario en este periodo, y su mutua confianza los sostuvo en muchos días aciagos; y jamás se dijo la menor palabra escandalosa contra la vida privada de mi ama. Conmigo eran muy atentos y me confiaban muchos secretos importantes.

Belisario y mi ama, a quienes acompañé, se embarcaron en la nave insignia; esta nueva campaña nos causaba cierta inquietud, pero, una vez a bordo, anhelamos volver a estar en Italia. Un violento viento sudeste nos obligó a buscar refugio en la bahía de Otranto. Los soldados godos que aún estaban sitiando esta ciudad, sin advertir que nuestra presencia era accidental, se retiraron atemorizados a Brindis, a dos días de viaje hacia el norte. El viento cambió al día siguiente y bogamos nuevamente al sur atravesando el estrecho de Mesina; los godos se alegraron de que hubiera pasado el peligro.

Llegamos seis días más tarde al puerto de Roma, que todavía seguía resistiendo, pero nada podía hacerse hasta que llegara Juan el Sanguinario, pues nuestras fuerzas eran escasas. Aguardamos varios días, y al no recibir más noticias concluimos que su flota había naufragado o había sido desperdigada por la misma tormenta que nos había sorprendido a nosotros. Por último, llegó un despacho de Juan en un buque mercante, anunciando que seguiría su plan original de marcha a través de Italia. Ya había obtenido algunos triunfos: había dirigido sus tropas a Otranto sin ser avistado por los godos y, tras capturar un buen número de remontas, había sorprendido al enemigo en Brindis, adueñándose del campamento y matando gran cantidad de godos. Ahora avanzaba hacia el noroeste, en dirección a Roma.

—¿Ningún general quiere obedecerme? —exclamó Belisario—. Temo que para cuando llegue Juan, Roma haya caído. —Pero logró hacer llegar un mensaje a Bessas, suplicándole que resistiera un poco más.

El rey Teodelo no subestimaba el coraje ni la capacidad de Belisario. Sabía que haría lo posible para transportar provisiones por el Tíber y, por lo tanto, decidió bloquear el camino. En un sitio donde el río se estrecha, a unas tres millas de Roma, construyó dos sólidas torres de madera, una en cada margen, unidas por un espolón de vigas gruesas, y la guarneció con los mejores hombres de su ejército. Vitiges nunca habría tenido la inteligencia de concebir un plan tan ingenioso.

Belisario no se dejó intimidar por el espolón y las torres de Teodelo. Envió a dos de sus coraceros de más confianza al lugar; debían fingir que eran desertores, y medir las tropas a ojo. Estos coraceros parlamentaron con los centinelas de la torre de la margen derecha y, simulando que las ofertas de los godos no les satisfacían, regresaron enseguida. Ahora que Belisario tenía la medida, construyó una torre veinte pies más alta que la de Teodelo, sobre dos lanchones unidas por cuerdas. En la cima, hizo colgar una chalupa de dos pescantes que sobresalían. También hizo proteger doscientas galeras con alambradas de seis pies de alto, y en el alambre hizo abrir troneras a través de las cuales los arqueros pudieran disparar. Embarcó en las galeras sus mejores tropas y las cargó con grano, salchichas, tasajo, aceite, queso, higos y otros comestibles.

Un sacerdote disfrazado de campesino trajo otro mensaje de Juan el Sanguinario. Juan se esmeraba por precisar, al principio, que la población nativa lo había recibido con entusiasmo mientras avanzaba desde Brindis; pero, lamentablemente, Teodelo había guarnecido Capua y así le había cortado el camino a Roma. Capua era inexpugnable, y nunca convenía seguir de largo ante una fortaleza bien guarnecida, como el mismo Belisario había subrayado a menudo. Por lo tanto, había emprendido el regreso y ahora perseguía a las partidas desperdigadas de godos de Lucania.

Por el sacerdote, Belisario se enteró de que la guarnición de Capua consistía solamente en medio escuadrón de lanceros. Comprendió que Juan el Sanguinario, a quien le importaba un rábano el destino de Roma —y quien tal vez deseara vengarse de Bessas, que no había querido ayudarlo cuando estaba sitiado en Rímini, unos años antes—, prefería la tarea fácil de saquear una campiña desocupada. Si quería rescatar Roma, tendría que valerse de sus propios recursos, pese a todo.

Entregó el mando del puerto de Roma a un armenio llamado Isaac; mi ama también se quedaría allí, para asesorar y ayudar. Había medio escuadrón de caballería apostado en cada margen del río, con apoyo de infantería, y tenía órdenes de resistir hasta el último hombre si atacaban el puerto de Roma. Belisario asumió personalmente el mando de la flota de galeras alambradas. Envió un mensaje a Bessas: «Espera mi llegada por el río mañana, a primera hora de la tarde. Tengo medios para romper el espolón. Cuento con que hagas una repentina incursión contra el campamento godo después de mediodía, para así distraerlos. Tengo provisiones abundantes en mis naves».

Al día siguiente, seis de diciembre, era la festividad del obispo Nicolás, santo patrono de los niños. San Nicolás era muy respetado por Justiniano, quien construyó una iglesia en su honor en Constantinopla. Creo que en verdad se cuentan de él más milagros absurdos que de ningún otra santo del calendario: al nacer, levantó y susurro las gracias a Dios Todopoderoso por el don de la existencia, y cuando bebé observaba rigurosamente los ayunos canónicos de los miércoles y viernes, absteniéndose esos días de mamar de los pechos de su madre, Juana, causándole gran molestia, para mayor asombro. Por alguna razón inexplicable, San Nicolás se ha convertido en heredero de Poseidón, y casi todos los templos del dios del mar le están ahora dedicados; tal como la Virgen María es heredera de la diosa Venus, y el apóstol Pedro lo es del Cancerbero (y Jesús mismo lo es de Orfeo, quien aplacaba a las fieras con el hechizo de sus melodías). Cada santo reconocido por la Iglesia tiene su carácter y su virtud peculiares. Nicolás ha llegado a ser emblema de la simplicidad pueril. En esta ocasión, los soldados tracios, pertenecientes a la fe ortodoxa, consideraban ese día especialmente auspicioso, pues consta que en el célebre concilio de Nicea, Nicolás se dejó llevar por sus pasiones religiosas y asestó al clérigo Arrio, el fundador de la doctrina arriana (profesada por los godos) un tremendo puñetazo en la oreja.

A primera hora del día de San Nicolás, pues, Belisario estaba preparado para iniciar un viaje río arriba con remos y velas. Dos mil coraceros, aquellos para quienes no tenía caballos, lo seguían por ambas márgenes del río, y el restante escuadrón de caballería actuaba como defensa. Mi ama lo abrazó y le deseó un buen viaje y la victoria cuando partió. Los que nos quedamos en el puerto, esperamos ansiosamente en las murallas.

Al mediodía, un mensajero a caballo regresó con excelentes noticias. Primero, la flota de Belisario se había topado con una red de cadenas en el río, a poca distancia del botalón —la misma que él había utilizado para proteger los molinos de agua durante su defensa de la ciudad—, pero la infantería, con una andanada de flechas y un ataque, había dispersado a los guardias apostados en ambos extremos; eliminaron el obstáculo y siguieron viaje. La alta torre flotante, con la chalupa colgada de la cima, había sido arrastrada río arriba por el camino de sirga, mediante unos cuantos animales de tiro. Luego, mientras los arqueros de las galeras y la infantería de las orillas luchaban frenéticamente con los godos de las torres de madera, la torre flotante fue aproximada a la torre de la orilla del camino de sirga. Entonces, Belisario reveló sus intenciones. La chalupa fue soltada de los pescantes: mientras caía sobre los godos apiñados en la torre, los arqueros le arrojaron una andanada de teas ardientes. La chalupa estaba llena de brea, aceite, resina y otros materiales combustibles, de modo que en menos de un minuto toda la torre goda estaba en llamas. Un escuadrón de godos se lanzó al ataque por la orilla, pero titubeó al ver la torre ardiente y al oír a los hombres que aullaban en la imponente estructura. Nuestra infantería los hizo huir desordenadamente. Belisario destruyó el espolón, y se preparó para seguir avanzando en cuanto Bessas atacara el campamento. Doscientos godos se habían quemado vivos en la torre. La guarnición de la otra torre había escapado.

Cuando Isaac de Armenia oyó esta noticia gritó de alegría, como todos nosotros en el puerto. Decidió ganar su parte de gloria atacando un campamento godo cercado que estaba a media milla de distancia, custodiando Ostia. Reuniendo un centenar de jinetes, se internó en el delta del río y al partir de la fortaleza gritó a mi ama Antonina:

—La fortaleza está a salvo bajo tu custodia, graciosa dama; pronto regresaré con regalos.

Isaac nunca regresó. Arrasó el campamento a la primera carga, desbandó la guarnición e hirió mortalmente al comandante. Pero los godos advirtieron que ésta no era la vanguardia de un gran ejército, sino sólo un demente seguido por un centenar de aventureros. Volvieron al ataque y sorprendieron a los hombres de Isaac mientras saqueaban las chozas. Isaac cayó, y ni siquiera diez de sus cien hombres pudieron regresar a las fortificaciones. Uno de ellos, al ver cortado el camino de regreso, escapó galopando hacia la cabecera del delta. Gritó a través del río a un destacamento que Belisario había dejado allí:

—Oh, camaradas, Isaac ha muerto, y soy el único de sus hombres que ha sobrevivido; y estoy herido en el costado. Cruzadme por el río, os lo suplico. —Y luego se desmayó.

Mientras los cruzaban, a él y al caballo, en una balsa, uno de los hombres galopó río arriba para comunicar la mala noticia a Belisario.

—Cielos, general —le dijo—, todo está perdido en el puerta de Roma. Los godos han matado a Isaac y a la guarnición, a todos menos a un hombre, tu soldado Sisifredo, quien ya ha sido cruzado por el río en la cabecera del delta.

Belisario sabía que Sisifredo era un soldado valiente, leal, ingenioso, y el mensajero también era hombre de confianza, de modo que no pudo dejar de creer la noticia. La primera pregunta que hizo fue, con un jadeo:

—¿Y mi esposa, la señora Antonina?

—No sé —respondió el mensajero—. Las palabras de Sisifredo fueron: «Sólo quedo yo de los hombres de Isaac».

Al oír esto, Belisario se tambaleó. Le brotaran lágrimas de los ojos, y permaneció atónito un buen rato. Se persignó, murmurando una entrecortada plegaria. Pero, al cabo, recobró el dominio de sus emociones: tal vez recordó cómo Gelimer, el rey vándalo, había perdido una batalla por llorar inoportunamente a un ser querido. Eran las tres de la tarde, y Bessas no había efectuado el ataque esperado, aunque sabía del incendio de la torre y la destrucción del espolón. ¿Debía enfrentarse al ejército godo por si solo? Eso sería temerario hasta la locura. No obstante, lo habría hecho, con la esperanza de obtener ayuda de Bessas en cuanto las galeras se acercaran a la ciudad; pero así, con el puerto tomado, estaba aislado del mar, pues Ostia también estaba en manos del enemigo, y ahora la derrota sería un desastre. Su única esperanza consistía en regresar inmediatamente y recuperar el puerto. Ordenó que las galeras viraran en redondo, embarcó la infantería, reagrupó la caballería mediante sones de trompeta, y bogó río abajo. Tal vez no fuera demasiado tarde para arrebatar la fortaleza al enemigo y vengar a sus muertos.

Cuando, desde el puerto, vimos que sus naves regresaban, quedamos perplejos; pero no tan perplejos como él cuando observó que nuestros centinelas aún custodiaban las puertas de la fortaleza. Entonces, el alivio y la exasperación lucharon por el dominio de su mente: alivio porque el informe era erróneo, exasperación por haber sido tan neciamente incrédulo y haber desistido de una tentativa tan auspiciosa.

—Hoy es San Nicolás —dijo amargamente—, cuando los niños encuentran dulces escondidos en los zapatos, y cuando los soldados veteranos se portan como imbéciles.

Esa noche volvió a ser presa de la malaria. Sus pensamientos inquietos y desdichados agravaron el ataque de fiebre; empeoró muchísimo, y pronto empezó a delirar. Llamaba a mi ama una y otra vez, sin darse cuenta de que la tenía al lado. El corazón se le partía cuando, en los devaneos de su mente, revivía la angustia que había sufrido al creer que la habían matado.

—¿Qué queda ahora para mí? —gritaba continuamente—. Antonina ha muerto.

Cuando recrudeció la fiebre, quienes lo atendíamos tuvimos que pedir ayuda a ocho de sus coraceros más robustos para impedirle que cometiera una atrocidad. Ya imaginaba que estaba peleando contra los godos frente a las murallas de Roma, ya contra los persas en Daras. Una vez soltó su grito de guerra con una voz horripilante y apresó a dos hombres con los brazos, y estuvo a punto de asfixiarlos; pero de pronto cayó al suelo jadeando.