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HUMILLACIÓN

Nadie piense que Belisario fue llamado del este para recibir una gran recompensa del Emperador por su incruenta y gloriosa victoria de Carquemis. Las circunstancias que condujeron a esta llamada distaban de ser gratas. Las referiré sin demora.

Ahora bien: éste fue el año de la peste, que era de la especie que llaman bubónica. No había causado tantos estragos desde hacía mil años, cuando el historiador Tucídides describió sus efectos en Atenas. Entre la guerra y la enfermedad existe un estrecho parentesco. En mi opinión, no se trata solamente de que la contaminación provocada por la lucha —cadáveres insepultos, acueductos rotos, descuido de la sanidad pública— incube enfermedades, sino de que las emociones que la guerra enardece debilitan la mente y vuelven los cuerpos susceptibles a toda influencia física maligna. La peste es una enfermedad que desconcierta a los médicos, siega y perdona vidas indiscriminadamente, tiene síntomas horribles.

El contagio había venido originalmente de China hacia fines del año anterior, en una remesa de alfombras consignadas a un mercader de Pelusio en Egipto. Él enfermó; pero no se reconoció la índole de la enfermedad, pues los primeras síntomas son siempre leves y no los acompaña la fiebre. Había contagiado a otros mercaderes y a su familia antes de que brotaran los tumores característicos que dan su nombre a la enfermedad. Pronto hubo mil casos en Pelusio, de donde se propagó hacia el oeste, a Alejandría y otras localidades, y hacia el norte, a Palestina. En primavera, las naves cerealeras llevaron la peste a Constantinopla, donde estaba mi ama, y yo con ella. Pues las naves cerealeras están siempre llenas de ratas, y las ratas son proclives al contagio y llevan sus semillas en la pelambre. Estas ratas de los barcos contagiaron la peste a las ratas del puerto del Cuerno de Oro, una colonia muy numerosa, y éstas a las ratas de albañal, y así el contagio se propagó por toda la ciudad. Al principio no había más de diez casos por día, pero pronto hubo cien y luego mil, y más tarde, en pleno verano, diez y veinte mil casos por día.

Los tumores se formaban habitualmente en la entrepierna, pero también en las axilas y, en algunos casos, detrás de las orejas. En etapas posteriores de la enfermedad había gran variedad de síntomas. Algunos pacientes caían en un coma profundo. Consentían en comer y beber y realizan otros actos habituales que les indicaban —si tenían amigos o esclavos lo bastante fieles para atenderlos—, pero se comportaban como sonámbulos, sin reconocer a nadie, sin reparar en nada, y permanecían pasivos y absolutamente ignorantes del transcurso del tiempo. Otros, sin embargo, eran víctimas de un delirio violento; a éstos había que sujetarlos a las camas; de lo contrario, se echaban a correr por las calles aullando o chillando que el Demonio estaba en su casa, o quizá los hunos búlgaros, y muchos que no tenían a nadie que los contuviera corrieron a la bahía o al estrecho y se zambulleron y se ahogaron. En otros casos no había coma ni delirio: los pacientes permanecían lúcidos hasta que el tumor se gangrenaba, y morían chillando de dolor. En otros no había ningún dolor, y la muerte llegaba tan apaciblemente como en la vejez. A menudo, el cuerpo entero se poblaba de pústulas negras del tamaño de una habichuela o había vómitos de sangre; cuando pasaba una de estas cosas, la muerte sobrevenía de inmediato.

Muchos eran absolutamente inmunes a la enfermedad, incluso los médicos y los sepultureros, que tenían contacto con miles de enfermos o muertos; mientras otros, que habían huido a las colinas de Tracia a la primera alarma, y vivían allí en el aire puro, lejos de todo contacto con el prójimo, morían pese a todo. Ningún grado de susceptibilidades ni peculiaridad de los síntomas podía preverse de acuerdo con el sexo, la edad, la clase, la profesión, la fe ni la raza.

Antes de que la peste alcanzara toda su virulencia, los muertos eran sepultados con los ritos habituales y cada familia disponía de sus propios cadáveres. Pero pronto fue imposible demostrar semejante piedad: de noche se abrían viejas tumbas para arrojar en ellas nuevos moradores. Por último, en miles de casas, incluidas las de ciudadanos muy ricos, todos habían muerto o huido, y los cuerpos yacían pudriéndose insepultos. Justiniano ordenó a su registrador general que se encargara del asunto. Los cadáveres abandonados fueron enterrados en fosas; pero pronto la cantidad de obreros fue insuficiente para esa tarea. Luego, las torres de las fortificaciones de Sicas, del otro lado del Cuerno, se usaron como osarios, y los muertos se arrojaban por agujeros del techo hasta que no hubo espacio para más. Aunque los techos se volvieron a tapar, un hedor siniestro impregnaba toda la ciudad, especialmente cuando el viento soplaba del norte.

En el momento álgido de la pestilencia, morían más de veinte mil por día. El comercio y la industria cesaron en la ciudad y, desde luego, ni se hablaba de reuniones sociales. Pero había ceremonias en las iglesias, que estaban atestadas de creyentes aterrados y se transformaron en notorios centros de contagio. La provisión alimentaria municipal se interrumpió, pues ningún capitán se atrevía a anclar sus cargueros en el puerto y la peste se había propagado también a los distritos agrícolas. Miles que escaparon de la peste murieron de hambre. Era un tiempo de señales y visiones: los espectros desfilaron por las calles a plena luz del día y, prodigio de prodigios, por una vez hubo paz entre las facciones Azul y Verde. Los malhechores penitentes demostraran más nobleza, virtud y amor al prójimo que nunca antes o después. Teodosio le comentó a mi ama: «Nuestra Señora la Peste, madrina, tiene una voz mucho más persuasiva que nuestro Salvador, el Señor Jesús». Siempre usaba un tono desdeñoso para comentar los horrores que nos rodeaban, y lograba que su salud intacta pareciera más una cuestión de buen gusto que de buena suerte. Mi ama y yo también fuimos bendecidos con la inmunidad. Ignoro si esto se debió o no a la frecuente fumigación de la casa con azufre, pero pocos de los criados enfermaron. Otras casas, igualmente afortunadas, adjudicaban su inmunidad a alguna reliquia cristiana o a un encantamiento pagano, o a algún específico en el cual tenían fe, como la cuajada, la limonada o la compota de ciruela.

En la época en que la mortandad empezó a decrecer ligeramente, se corrió una voz por el palacio: «Su Sagrada Majestad, el mismo Emperador, está enfermo. Se pensaba que era un mero resfriado, pero hoy le ha aparecido un tumor en la entrepierna. Está en un coma profundo, y ni siquiera lo pueden persuadir de que ingiera alimentos. Es imposible que sobreviva, dicen los doctores».

Luego, el insensato rumor se propagó rápidamente por el Imperio: «Ha muerto». Aun en esa época atroz —pues ahora estaban afectadas casi todas las diócesis—, la gente encontraba ánimos para agradecer a Dios que murieran los malos junto con los buenos. Y oraba para que el próximo Emperador fuera más benigno con sus súbditos y más fiel a su palabra. Cuando el rumor llegó a Belisario, él estaba en Carquemis, justo antes del armisticio de cinco días. Sus oficiales se le presentaron para preguntarle:

—¿De quién recibes órdenes ahora, ilustre Belisario?

Él respondió de inmediato, pues no deseaba parecer elusivo ni ambiguo:

—La elección está en manos del Senado. Pero mi voto será para Justino, sobrino del difunto Emperador y su pariente más cercano, y el de rango más alto en toda la familia imperial. —No se refería a Justino el hijo de Germán, sino a otro, el hijo de Vigilancia, hermana de Justiniano.

—Pero, señor —dijeron ellos—, el juramento de lealtad que se ha exigido a todos los oficiales los compromete con Justiniano como Emperador y con Teodora como esposa de él.

—Es posible —respondió él—. Pero yo hice mi juramento según la vieja fórmula, a Justiniano solamente. Es inconstitucional que una mujer gobierne por sí sola. Aunque considero a Su Esplendor la Emperatriz una administradora muy capaz y enérgica, no apruebo que por ella se rompa una regla de mil años. Sólo por esta razón: ni los godos, ni los armenios, ni los moros, ni muchas otras razas del Imperio aceptarían nunca ser gobernados por una mujer, y estarían en constante estado de rebelión mientras ella viviera.

—Por mi parte —convino Butzes—, aunque éste no fuera el caso, rehusaría obedecer a Teodora, quien (ahora puedo hablar sin deslealtad, pues el Emperador está muerto) es tan monstruosa como él, pera aún más feroz y artera.

Todos los demás pensaban igual, pero no se expresaron con tanta franqueza.

Luego, llegaron noticias de que Justiniano finalmente no había muerto. Aunque tenía sesenta años (que se considera la edad más peligrosa de la vida), se había recobrado del coma lo suficiente para reconocer a Teodora y Narses. Más aún, el tumor de la entrepierna que se había hinchado enormemente, había empezado a supurar un poco, indicio de que estaba en vías de recuperación. El tumor reventó; pronto Justiniano estuvo de nuevo en pie y con buena salud, aunque una parálisis parcial de la lengua le afectaba el habla.

Durante el coma, habían visto a su fantasma viviente, que irradiaba una luz violeta y verdosa, deslizándose por los corredores de palacio y atravesando sin dificultad puertas y paredes, y a veces entrando y saliendo por las ventanas de un modo aterrador, enloqueciendo de miedo a guardias y sirvientes. En un par de ocasiones, se le oyó hablar. En cada oportunidad, se dijo que las palabras eran las siguientes: «¡Oh dulce Belcebú, salvador de los monarcas! No me lleves aún, Belcebú, el Ángel se remontaría». Hay quien interpreta esto de una manera y hay quien lo interpreta de otra; pero unos pocos entendíamos que el Ángel era Belisario, cuyas alas Justiniano recortaba con tanta envidia.

Belisario, sin embargo, ya no tenía un solo enemigo imperial, sino dos. Pues una versión distorsionada de lo que había dicho a sus generales en Carquemis fue enviada de inmediato a Teodora por Juan el Epicúreo y Pedro, sus enemigos secretos, para anular cualquier rumor que le hubiera llegado sobre su propia falta de entusiasmo por la causa de la Emperatriz. Ésta, pues, fue la razón por la cual todos los generales fueron convocados de Barbaliso a Constantinopla.

En Constantinopla, la peste había menguado ligeramente y la vida de la ciudad estaba recuperando su anterior jovialidad facciosa; la inminente pesquisa judicial despertó gran interés. En cuanto llegaron Belisario y los otros generales, se les informó que estaban arrestados. El cargo era alta traición. Belisario quedó momentáneamente relevado de su mando en Oriente, que se entregó a Martin.

Belisario estaba perplejo. Se declaró dispuesto a enfrentarse a sus acusadores con la conciencia tranquila; pues no había dicho nada falso ni desleal. A los oficiales y soldados de su Regimiento Personal que habían venido con él les envió este mensaje: «Parece ser que me han calumniado injustamente ante Su Clemencia el Emperador, pero confío absolutamente en que estaré libre en poco tiempo. Os encomiendo, por amor a mí, que os abstengáis de cualquier acto rebelde o criminal que pudiera demorar mi liberación. Obedeced en todo a los oficiales del Emperador. Sed pacientes».

El juicio se celebró en palacio, a puerta cerrada; la propia Teodora oficiaba de juez y no se publicó ningún informe sobre los fallos judiciales. Belisario dirigió su propia defensa, e interrogando a Juan el Epicúreo y a Pedro por separado los indujo a contradecirse mutuamente. Trató de convencer al tribunal, por otra parte, de que habían sido oficiales ineficaces, pendencieros, rapaces y desobedientes, además de ingratos. Admitió que había desaconsejado la elección de Teodora como monarca única; pero podía presentar los detalles de la reunión, anotados por su secretario, como prueba de la inocencia de sus afirmaciones: simplemente, protestó, había defendido la Constitución Romana. Teodora no podía condenarlo por traición. Sin embargo, estaba resuelta a perjudicarlo en cuanto pudiera, por no haberla recomendado a sus subalternos como la sucesora natural de Justiniano.

Juan el Epicúreo y Pedro fueron felicitados por su lealtad al trono y recibieron presentes en dinero y nuevos títulos.

La sentencia para dos o tres de los generales ofensores, incluido Butzes, fue confinamiento durante el tiempo que desearan Sus Majestades. Butzes fue encerrado en una mazmorra sin luz, donde no tenía con quién compartir sus penurias y ni siquiera los carceleros le dirigían la palabra; le arrojaban trozos de carne y pan una vez por día, como a una fiera enjaulada. Lo liberaron sólo al cabo de dos años y cuatro meses. Para entonces estaba quebrantado por la enfermedad, y se había habituado a arrastrarse sobre las manos y las rodillas, que estaban cubiertas de callos, y había perdido todo el cabello y buena parte de la dentadura. Más aún, el repentino regreso a la luz del día fue demasiado para sus ojos, y nunca más pudo leer ni distinguir los objetos claramente. Así fueron vengados los habitantes de Antioquía, cuyo dinero de rescate Butzes había robado a las bondadosas gentes de Edesa.

Belisario, aun cuando demostró no ser culpable de traición, fue hallado culpable de «dar crédito y circulación a rumores perniciosos» (sobre la muerte de Justiniano), de no castigar a Butzes por sus palabras desleales… ¡y de permitir la captura de Calínico! Le quitaran el mando y confiscaron todas sus propiedades en tierras, bienes y dinero.

Belisario oyó la sentencia con dignidad, y no hizo ninguna apelación. Su único comentario fue que sin fondos no podría continuar equipando, pagando y alimentando al Regimiento Personal, que había servido fielmente al Emperador en muchas guerras.

—Se los considera tus esclavos personales —replicó Teodora— y, por lo tanto, no tienes que preocuparte por su destino. También quedan confiscados.

Ante esto, guardó silencio; pero se observó que apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Amaba a los hombres de su regimiento, y a duras penas podía tolerar que se los arrebataran para entregarlos a los manejos torpes de los generales corrientes.

Teodora llamó a Narses y le dijo:

—Los esclavos del ex comandante de los ejércitos de Oriente, este Belisario, serán divididos entre los generales y coroneles de palacio, y tú tendrás privilegio de elección. Si queda alguno que ningún funcionario de palacio pueda mantener, que los secretarios de estado se los repartan echando suertes. —Así, Belisario sufrió el dolor de ver cómo muchos de los hombres recios que había perfeccionado en las artes de la guerra se transformaban en porteros y criados de eunucos perfumados.

Belisario perdió no sólo el medio escuadrón que había venido con él a Constantinopla, sino el resto del Regimiento, que también fue convocado. Les envió un nuevo mensaje, secretamente: «Paciencia, camaradas, os imploro. Todo estará bien en poco tiempo. Gozad de vuestras vacaciones en la ciudad, seguid adiestrándoos como os he enseñado, no manifestéis compasión por mí, tragad todos los insultos. ¡Paciencia!». Le obedecieron, aunque a regañadientes.

La chusma de la ciudad, tan notoria por su incapacidad para juzgar con sensatez como por su volubilidad, había oído la sentencia de Belisario con secreto placer. Razonaban en las tabernas: «Ten la seguridad de que el Emperador y la Emperatriz al fin se han buscada la ruina con su ingratitud. Nuestro Belisario no se someterá a tamaña injusticia. Es un hombre demasiado intrépido y orgulloso. Sólo espera: pronto habrá noticias de un súbito levantamiento del Regimiento Personal y de asesinatos sangrientos en los Aposentos Sagrados del palacio».

Esperaron con creciente impaciencia. Nada sucedió. Refunfuñaron disgustados que su ex ídolo, el glorioso héroe Belisario, se estaba sometiendo al despecho y la ingratitud de sus soberanos con una paciencia tan abyecta como la que se estila entre los monjes penitentes. (Éstos se agazapan como sapos en sus celdas mientras el flagelante de la semana, que viene con su látigo de alambre, les azota las espaldas hasta que las viejas cicatrices sangran nuevamente). Cuando, al principio, los ciudadanos se apiñaban a su alrededor en la calle con gritos de piedad indignada, él los rechazaba irritado, exclamando:

—Caballeros, callaos, esto es cosa del Emperador y mía.

Tenía un magro séquito de cuatro o cinco oficiales jóvenes, quienes permanecían con él por lealtad, aunque Narses les había advertido que así despertarían las sospechas del Emperador y perderían toda oportunidad de promoción. Todos sus demás allegados se cuidaban de no saludarlo, aunque, si él hubiera enarbolado el estandarte de la revuelta, la mayoría habría acudido de inmediato. Se alojó modestamente cerca de la Plaza del Toro, en una casa contigua a los Salones de Recepción. Se trataba de un grupo de salones construidos alrededor de una fuente central, que las familias que tienen casas de tamaño reducido pueden alquilar para fiestas nupciales, funerales y ocasiones parecidas. Allí dependía de esos oficiales jóvenes aun para sus necesidades más elementales. De no ser por ellos, habría tenido que pedir una tablilla de madera y vivir de la limosna común. Teodora no sólo lo había despojado de todas sus riquezas en la ciudad: también había enviado representantes a Edesa, donde él había depositado una cuantiosa suma de dinero para gastos de guerra, y se había adueñado de eso.

Todos los días iba a presentar sus respetos en palacio, como lo habría hecho ordinariamente. Justiniano trataba de incitarla a la rebelión mediante burlas y sarcasmos, pues la paciencia del hombre lo exasperaba. Una mañana se negó a ver a Belisario, pretextando un asunto urgente, y le ordenó que esperara frente a las puertas del palacio hasta el anochecer. Belisario obedeció, de pie frente a las puertas, sin comida, expuesto a la curiosidad pública. Luego, la multitud, exasperada por lo que consideraba repugnante servilismo, lo atacó con frutas podridas y barro, de modo que la túnica de patricio se le manchó vergonzosamente. Belisario no dijo una sola palabra, y ni siquiera se agachó para esquivar los proyectiles. Pero trató severamente a un joven impertinente que se le acercó sigilosamente por la pared y trató de tirarle de la barba. Tomó al individuo de los pantalones y lo arrojó a gran distancia; se dice que ese joven sufrió lesiones que lo dejaron inválido muchos años.

Al anochecer, lo admitieron al fin en palacio, y allí suplicó la venia para presentar una apelación al Emperador. Justiniano accedió a considerar la apelación, con la esperanza de haber inspirado al fin un no disimulado rencor en Belisario. Quedó defraudado: todo lo que pidió Belisario fue una nueva túnica, para poder presentarse decentemente en la próxima audiencia.

—No tenemos dinero para vestirte, mi señor Belisario —respondió Justiniano de mal humor—. Si no puedes pagarte una túnica, será mejor que te borremos de la lista de patricios: así quedarás libre de todas las obligaciones protocolarias.

—En cualquier rango o capacidad que se me permita servirte, Majestad —repuso Belisario con una reverencia—, puedes confiar en que cumpliré lealmente con mi deber.

Borraron su nombre de la lista, y no regresó al palacio en muchos meses.

Entretanto, desde luego, mi ama seguía gozando de la amistad de Teodora y, lejos de ser privada de cualquiera de sus pertenencias, enriqueció más al recibir buena parte de la propiedad de Belisario, incluyendo la gran finca de las Rufinianas. Fingía mucha más indiferencia ante las infortunios del esposo, lo sé, de la que sentía en realidad. Por mi parte, yo nunca le mencionaba a Belisario si podía evitarlo; y cuando ella hacía alguna alusión, me cuidaba de no comprometerme con ninguna actitud. Pero me hervía la sangre cuando Teodosio se vanagloriaba a costa de Belisario. En esos días era un gran hombre en palacio, e iba de un lado a otro acompañado por un séquito de cuatrocientos tracios del Regimiento Personal que le había regalado Teodora. Celebraba entrevistas constantes con Teodora, pues lo habían designado maestre de entretenimientos en palacio.

Respecto de los detalles de lo que ocurrió a continuación circulan muchas versiones, algunas plausibles, otras ridículas, ninguna auténtica. En todo caso, lo esencial fue que Teodosio murió de disentería el día de San Esteban, que es el día después de Navidad; y si fue un mero accidente o lo envenenaron en el banquete de Navidad, y en tal caso quién fue el responsable, nunca salió a la luz. Los pocos que examinaron el cadáver tendían a opinar que lo habían envenenado.

Esto sí es seguro: su muerte no puede atribuirse a Belisario, ni a ningún amigo de Focio. No está fuera de los límites de la credibilidad el que algún criado oficioso de Antonina haya creído anticiparse así a los deseos de su ama. No puedo decir nada al respecto. Desde luego, ninguna sospecha recayó nunca sobre Eugenio.

Los sentimientos de mi ama ante la muerte de Teodosio fueron confusos. En los últimos tiempos había cambiado respecto de él, y en forma extrañamente repentina. Había llegado a creer, con razón o sin ella, que su favorito, valiéndose de las mismas artes corteses que había empleado con ella, había pasado a ser amante de Teodora. Por cierto, trataba a mi ama con una indiferencia que para ella debía de ser muy irritante, aunque se esmeraba por ocultar a todos sus emociones.

Teodora tomó esa muerte a la ligera; ni siquiera se interesó por saber la causa. No obstante, demostró a mi ama gran aflicción por su pérdida, y parecía no tener la menor idea de que ella hubiera incubado celos tan amargos. Algunos dijeron que esa ligereza de sentimientos era una actitud deliberada de Teodora para impedir que Justiniano se regodeara en su zozobra; pues decían que era el mismo Emperador quien había planeado el asesinato de Teodosio, por celos del afecto que le profesaba su esposa, y que en verdad ella sintió muy agudamente la pérdida. Pero eso era un disparate.

Mi ama quedó sumida en una profunda melancolía; el insomnio y la falta de apetito la consumieron tanto, que representaba diez años más de los cuarenta y dos que tenía.

Un día, cuando entré en su tocador, alzó la vista, los ojos enrojecidos por el llanto. Aunque con frecuencia yo la había visto malhumorada, irritable, furiosa, desesperada, no la había vista llorar desde la niñez.

—Ama —le dije dulcemente—, fui tu primer esclavo, y te he sido fiel toda mi vida. Te guardo más devoción que a nada en el mundo, y moriría por ti, como bien sabes. Déjame compartir tu desdicha, enterándome de su causa. Oh, mi señora Antonina, se me parte el corazón al verte sollozar.

Las lágrimas brotaron nuevamente; pero ella no contestó.

—Ama, queridísima ama —pregunté entonces—, ¿lloras por Teodosio?

—¡No, Eugenio, mi fiel amigo, no! —exclamó ella—. ¡Por Hera y Afrodita, no! No estoy pensando en Teodosio, sino en mi esposo Belisario. Debo tomarte como confidente, como lo hice hace tanto tiempo, en mis días de bailarina, para que el silencio no me devore. Oh, querido Eugenio, habría dado todo cuanto poseo por no haber posado nunca la mirada en el hipócrita Teodosio. Belisario fue siempre mi verdadero amor… y, como una tonta, lo he arruinado por completo. Y no hay manera de remediar mi estupidez.

Lloré con ella.

—Es preciso lograr una inmediata reconciliación —exclamé impulsivamente. Pero ella respondió que ni el orgullo de Belisario ni el de ella permitían una reconciliación. Para colmo, Teodora no había perdonado a Belisario, y el Emperador lo aborrecía más que a ningún otro ser humano.

Tras reflexionar un instante, dije:

—Creo que entiendo toda la situación y puedo encontrar una salida.

—No hay salida alguna, Eugenio.

No obstante, proseguí con atrevimiento:

—Ama, pienso que si yo me presentara a Belisario y le dijera, pues creo que nunca se lo revelaron, que Focio confesó bajo tortura que te había calumniado; y si le jurara que tú y Teodosio nunca fuisteis amantes; y si, además, le asegurara que tus juramentos a Juan de Capadocia fueron pronunciados (¿no fue así?) por orden de la Emperatriz y que has pedido perdón a Dios por esa ofensa y tus otras blasfemias (¿no lo harías al momento, queridísima ama, con tal de contentar a Belisario?); y que tienes muchos más motivos para sentirte insultada por él que él por ti…

—Oh, sabio Eugenio, ve con mi bendición. Sí, pediré perdón a Dios… por cierto, no dejaré que esa fruslería se interponga en mi camino. Dile todo lo que acabas de decirme; y luego, si olvida su orgullo y su furia, puedes asegurarle que nunca amé a nadie más que a él, y que no descansaré hasta que le hayan devuelto la libertad y la honra…, que él y yo nunca más volveremos a separarnos.

—¿Apelarás a la Emperatriz?

—Lo haré. Le recordaré los servicios que le presté hace poco con Juan de Capadocia, y nuestra vieja amistad, y la amistad que existió entre su padre, el maestre de osos, y el mío, el auriga…

—Queridísima ama —dije yo—, quiero hacerte otra sugerencia. Creo que estoy en condiciones de causar la ruina definitiva de Juan de Capadocia. Si se logra y tú llevas el mérito por ello, la Emperatriz te dará cuano le pidas.

—¿Cómo? —preguntó ansiosamente—. ¿Cómo puedes hacerlo?

—Esta tarde, en una taberna, trabé conversación con un pobre joven de Cícico, que padece una enfermedad que le consume y no le dejará mucho tiempo de vida. El y toda su familia, sus viejos abuelos, su esposa y sus tres hijos, han sido echados de su hogar por orden del obispo de Cícico. Vino solo y a pie a Constantinopla, y hoy pidió justicia y socorro en el palacio; pero los funcionarios lo sacaron a rastras, pues el obispo está bien considerado en la corte. Me compadecí de él y le di una pieza de plata, diciéndole que me esperara bajo la estatua del Elefante de Severo mañana a mediodía.

—¿Y bien?

—Dame quinientas piezas de oro, ama, y será suficiente para destruir a Juan de Capadocia.

—No comprendo.

—Dame el dinero y confía en mi.

—Si tienes éxito, Eugenio, te daré cincuenta mil piezas y además tu libertad.

—¿Qué es el dinero sino comodidades corporales, que ya poseo? ¿Qué es «libertad» sino gozar de consideraciones, que ya tengo? No, ama, para mi será recompensa suficiente que tú, mi señor Belisario y la Emperatriz queden liberados de un viejo enemigo, y que la muerte de tu padre Damocles, mi amo anterior, sea vengada, y que yo haya sido el medio para reconciliar a la Emperatriz con mi señor Belisario.

Esa noche busqué a Belisario en su mísero alojamiento. Aunque debilitado por un rebrote de malaria, se levantó del diván para recibirme. Con una sonrisa que ocultaba la profundidad de su emoción, me preguntó:

—¿Y no tienes miedo de visitarme, Eugenio, viejo amigo?

—No, ilustre señor. Con el mensaje que traigo me habría arriesgado a atravesar el fuego o un campamento de hunos búlgaros.

Se impacientó un poco.

—No te dirijas a mí con títulos que me han quitado. ¿Cuál es el mensaje?

Le conté, como por propia iniciativa, todo lo que había convenido con mí ama. Escuchó con gran avidez, soltando una exclamación cuando le dije que su esposa había pedido perdón a Dios. Luego, le mostré los documentos oficiales en que constaba la confesión de Focio, pues había sobornado al copista del secretario para que me los prestara por un día. Belisario los leyó apresuradamente, y luego los releyó detenidamente, y al fin se golpeó el pecho y dijo:

—Por mi acceso de celos y mi credulidad merezco todo cuanto he padecido. Pero, ay, Eugenio, ahora es demasiado tarde. Tu ama nunca me perdonará lo que hice en Daras, aun si le presento mis disculpas por todo. —Lo alenté a tener coraje: todo podía solucionarse aún. Entonces le repetí el mensaje de mi ama, y al principio no pudo creer que fuera auténtico. Dijo—: Si tu ama Antonina en verdad todavía quiere escuchar alguna palabra de mí, dile que la culpa fue enteramente mía, pero que sólo un exceso de amor pudo incitarme a semejante locura.

Esa noche, Belisario y mi ama se encontraron secretamente en donde él se alojaba. Nadie lo sabía, excepto yo. Ambos me abrazaron, besándome las mejillas, y dijeron que me debían la vida.

Al día siguiente, encontré al joven de Cícico bajo la estatua del Elefante. Lo llevé aparte a un lugar privado y le dije:

—En la bolsa hay quinientas piezas de oro. Bastarán para que tu familia viva holgadamente el resto de sus días. Pero para ganarlas debes cometer un acto desesperado.

—¿Cuál es, benefactor? —preguntó.

—Debes matar al obispo de Cícico. Es un enemigo de mi amo, a quien pertenece este oro.

—Tus palabras me asustan —exclamó.

—¿Cómo, cuando tienes tan pocos meses de vida de un modo u otro, y cuando mediante este acto lograrás, de un solo golpe, vengar tus ultrajes y asegurar el bienestar de tu familia indigente?

—¿Quién es tu amo? —preguntó.

—No titubearé en decírtelo —respondí—. Es Juan de Capadocia, ahora sacerdote en la catedral de Cícico.

Lo convencí de que hablaba en serio sobre el oro; cuando le di diez piezas a cuenta se comprometió a cometer el asesinato y se marchó alegremente.

Pronto llegó de Cícico la esperada noticia. El joven había cumplido su palabra. Había esperado frente al atrio de la catedral después de misa la salida del obispo y le había hundido una larga daga en el cuerpo. Lo arrestaron y lo amenazaron con el potro a menos que revelara los motivos de este acto sacrílego. Como yo había esperado, evitó mencionar sus problemas personales, y sólo cantó a los funcionarios que Juan de Capadocia lo había sobornado con diez piezas de a uno para que matara al obispo. La animosidad de Juan de Capadocia contra el obispo era bien conocida. Lo arrestaron y juzgaron ante los jueces del lugar, lo encontraron culpable de premeditar el asesinato, y lo sentenciaron a muerte. Por intercesión de mi ama ante Teodora, al joven se le perdonó la vida, y más tarde le envié el resto de las quinientas piezas de oro prometidas. Cuánto vivió después, lo ignoro.

Justiniano también perdonó la vida a Juan de Capadocia, con la excusa de que las pruebas de su culpabilidad eran insuficientes. No obstante, le arrancaron los hábitos y lo apalearon, obligándolo a confesar sus pecados pasados; aunque no debiera un homicidio, el resto de la historia era lo bastante vergonzosa como para colgarlo doce veces seguidas. La corona le confiscó todos los bienes y a él lo embancaron desnudo en una nave mercante destinada a Egipto (aunque por caridad alguien le dio una manta tosca); dondequiera el barco hacía escala lo obligaban a bajar a la costa y mendigar pan y unos cobres en el muelle. Así se cumplió al fin la venganza; pues era la desnudez y la mendicidad de Juan lo que Teodora y mi ama habían prometido en su juramento, no su muerte violenta. Al fin, el alma del auriga Damocles, mi amo anterior, tuvo paz en los márgenes de la Estigia.

Mi ama pudo entonces presentarse a Teodora y suplicarle que recibiera nuevamente a Belisario, diciéndole que ella misma se proponía perdonarlo y vivir con él otra vez. Su devoción a la causa de Teodora se había probado una vez más y Belisario no haría nada más que disgustara a la Emperatriz, podía estar segura de ella.

Teodora no rechazó la petición. Envió un emisario real a Belisario con una carta que decía lo siguiente: «Sabes mejor que nadie, varón entre los varones, cuánto has ofendido a tus Soberanos. Pero como tengo una gran deuda con tu esposa por los servicios que ella me ha prestado, he borrado de los libros, a petición de ella, todas las acusaciones que se te imputan, y te he brindado mi gracioso perdón. En el futuro, pues, no tendrás que temer por tu seguridad o prosperidad; pero juzgaremos tu conducta no sólo por tus acciones en cuanto a nosotros, sino por tu actitud hacia ella».

Así, Belisario recobró el favor de los soberanos, pues el mismo Justiniano consideró que ya lo había sometido a suficientes humillaciones; y se le devolvió la mitad de sus tesoros, y todas las tierras y casas. Justiniano retuvo el resto del tesoro, que ascendía a un cuarto de millón de piezas de oro, diciendo que la posesión de tanto dinero no convenía a un súbdito cuando las arcas imperiales necesitaban fondos con tanta urgencia.

Como tributo a la íntima amistad existente entre la familia de mi ama Antonina y la suya, Teodora decidió que Joannina, la hija de mi ama y Belisario, se comprometiera con su pariente más cercano, Anastasio «Piernas Largas», hijo de Sittas, el general, y Anastasia, hermana de la Emperatriz. Se proponía legar la diadema a este joven cuando Justiniano y ella murieran: esa boda fortalecería su posición en la ciudad. Y así se hizo.

Quizá parezca extraño que no haya hecho ninguna referencia a Joannina desde su nacimiento, poco antes de la expedición de Belisario a Cartago. Lo cierto es que ella no había gozado de ninguna intimidad con sus padres. Mi ama Antonina no había llevado a la niña a la guerra, sino que la había dejado bajo la tutela de Teodora, quien llegó a apreciarla como a su propia hija. Joannina permaneció con Teodora en los Aposentos Sagrados del palacio aun cuando sus padres regresaron a la ciudad. A mi ama le alegraba que así fuera: su principal afecto maternal era para la esposa de Hildígero, Marta, que, lamentablemente, fue una de las víctimas de la peste. Pero a Belisario le entristecía estar separado de su propia hija. A menudo le enviaba cartas y regalos de ultramar, recordándole cariñosamente que tenía un padre. Pero cada vez que se veían, durante esos ocasionales intervalos en la guerra, era siempre a la sombra del trono; y Joannina recibía con embarazo las muestras de afecto de su padre. Con Antonina se sentía más cómoda, como si la madre fuera una tía bondadosa y moderna.

La noticia del compromiso de Joannina dio carácter público a la reconciliación de Teodora y mi ama con Belisario. Teodora incluso persuadió al Emperador de presenciar la ceremonia de intercambio de regalos en casa de Belisario; y su presencia parecía augurar una nueva prosperidad para los asuntos domésticos de Belisario. Belisario y mi ama fueron escoltados por una parte del Regimiento Personal, cuatrocientos tracios que habían pasado a mi ama a la muerte de Teodosio y ahora eran reintegrados a su amo anterior. Pero no le devolvieron sus seis mil quinientos camaradas de armas.

El regreso de Belisario a Constantinopla había acarreado desastres al este. Justiniano ordenó invadir la Armenia persa, y reforzó los ejércitos de frontera hasta que sumaron casi treinta mil hombres; pero dividió el mando entre no menos de quince generales. Cada general propiciaba y seguía un plan de campaña propio; en Dubis, junto al río Araxes, las fuerzas desunidas fueron desbaratadas por un ejército de sólo cuatro mil persas y huyeron desorganizadamente, abandonando el botín, los estandartes y las armas. Varios de esos generales continuaron la fuga hasta que los caballos reventaron, aunque ya no había enemigos en treinta millas a la redonda. Entonces, Nuestra Señora la Peste se alió inesperadamente a nosotros, pues efectuó una incursión repentina en el territorio persa, que hasta ahora había perdonado, y mató a uno de cada tres hombres en los dominios del gran rey: de lo contrario, el Imperio Romano habría estado en apuros. Pues de treinta mil hombres, murieron diez mil en Dubis y diez mil fueron capturados junto con todos los transportes militares, pertrechos y botín.

Cuando Belisario se ofreció para ir nuevamente al este y reagrupar a los supervivientes, Justiniano rechazó altaneramente la petición. Eludió explicar la verdad: que no deseaba que Belisario triunfara una vez más donde otros habían fracasado, pues así parecería indispensable. Pero dijo, con su odiosa sonrisa sardónica, que la señora Antonina debía acompañarlo de ahora en adelante en sus campañas como garantía de comportamiento leal, y que sin duda la señora Antonina «no gustaría de una visita a la frontera persa en vista de sus infortunadas experiencias de la visita anterior».

Luego, comentó que si Belisario anhelaba regresar al campo de batalla podría volver a Italia, para completar la misión que había olvidado terminar.

—Fue muy imprudente y no demasiado leal, mi señor Belisario, retornar a Constantinopla antes de haber pisoteado adecuadamente las últimas chispas de la rebelión goda, que desde entonces se han reavivado y luego estallado en una llamarada amenazante.

Belisario le respondió, paciente como siempre:

—Devuélveme el resto de mi Regimiento Personal, Majestad, y haré cuanto esté a mi alcance.

—¿Para alguna nueva traición, supongo? —se mofó Justiniano—. No, no, general, soy una liebre demasiada vieja y experimentada para dejarme tentar por esa hoja de lechuga. Además, tus tropas anteriores, todas, salvo unos pocos hombres, han sido quitadas hace poco a mis funcionarios de palacio y enviadas, como sabes, a la frontera persa, de donde no podemos retirarlas. ¿Mas por qué discutes con nos, cuando hace tan poco eras un mendigo? Te daremos permiso para reclutar nuevas tropas donde te plazca en nuestros dominios; pero, como el recrudecimiento de la guerra en Italia se debe obviamente a tu anterior negligencia, te exigiremos que financies personalmente tu expedición. No tenemos dinero, mas tú posees aún una cuantiosa fortuna. Si aceptas esta misión, te otorgaremos un gran honor: te nombraremos Conde de los Establos Reales. Comunícanos mañana tu decisión.

Luego lo despidió.

Belisario aceptó las condiciones, pues detestaba regatear. Enseguida zarpó hacia Italia con mi ama Antonina, a quien acompañé, y sus cuatrocientos tracios. Su nuevo título divertía a mi amo. Solía decirle cosas como ésta: «Mi pobre esposo, te han nombrado Conde de las Establos de Augías, pero tienes vedado limpiarlos». (El héroe Hércules tuvo que limpiar las establos de Augías en un solo día, en su quinto trabajo, y lo logró desviando los ríos Alfeo y Peneo para que pasaran por las cuadras).

Fue aproximadamente por esta época cuando mataron a Salomón en África, mientras batallaba con un grupo de merodeadores moros. Había sido un gobernador muy capaz, a pesar de haber carecido de tropas suficientes. Hacía mucho que los africanos romanos añoraban los días felices de dominio vándalo, cuando los moros debían quedarse en sus colinas y los recaudadores de impuestos de Constantinopla aún no habían empezado a estragar la zona. Después de la muerte de Salomón, los moros exterminaron, quemaron y destruyeron sin piedad ni temor a las represalias. Cuanto más se empobrecía la diócesis, más gravosos eran los impuestos sobre las riquezas que sobrevivían; pues la evaluación realizada en el año del consulado de Belisario nunca se había modificado. Luego sobrevino la peste. En esos años de desastre general perecieron cinco millones de habitantes; luego, habiendo tantos campos sin arar ni irrigar, el desierto los invadió. Pienso que esa frágil tierra nunca se recobrará de sus infortunios, al menos no mientras siga perteneciendo al Imperio.