VICTORIA EN CARQUEMIS
Ahora mi relato entra en una fase que no me complace, pues acarreó gran infelicidad mi ama Antonina y aún mayor infelicidad a Belisario, su esposo, pese a la notable victoria que obtuvo sobre los persas. Pero lo malo debe narrarse junto con lo bueno.
Mi ama, como he dicho, permaneció en Constantinopla mientras Belisario era enviado contra el rey Cosroes, a finales de la primavera del año de Nuestro Señor de 541. Había dedicado todo el tiempo que le permitían sus deberes cortesanos a entrenar a los reclutas godos del Regimiento Personal en el uso del arco y en su probado sistema de táctica de caballería. Pero había un material de combate muy diferente aguardándolo en el este. Cuando llegó a Daras —un lugar, escribió, para él dulcificado por el recuerdo de la visita de mi ama— encontró las fuerzas imperiales sumidas en un estado calamitoso de disciplina y entrenamiento; y en cuanto al coraje, temblaban con sólo oír el nombre de Persia. Sus siete mil hombres eran lo único con que podía contar para una lucha seria. Muchos regimientos regulares, que de acuerdo con las listas del ejército estaban completos y recibían paga y raciones para todos los hombres, tenían varios cientos de hombres menos, y los presuntos soldados entrenados eran obreros sin armas, empleados para mejorar las fortificaciones de Daras y otros lugares, según el plan que el mismo Belisario había trazado doce años antes, y cuya necesidad sólo últimamente se había descubierto.
El rey Cosroes era diferente de la mayor parte de los monarcas orientales con ambiciones militares, cuya práctica consiste en perseguir personalmente los objetivos fáciles y delegar los peligrosos en sus lugartenientes: por el contrario, él siempre elegía los blancos más arriesgados. A invitación de los nativos de Cólquida, que eran vergonzosamente explotados por los recaudadores de impuestos de Justiniano (aunque su tierra era sólo un protectorado romano, no una posesión), invadió la región por una ruta de las colinas del Cáucaso que ningún ejército persa había tomado antes y que siempre se había considerado imposible. Había enviado por delante una vasta fuerza de pioneros, para que abrieran un camino a través de las selvas vírgenes y las laderas de los precipicios, lo suficientemente ancho y firme aun para el transporte de elefantes. Su plan no se sospechaba, pues él había difundido que emprendía la expedición contra una tribu de hunos que había estado atacando la Iberia persa. En pocas palabras: penetró hasta la costa de Cólquida, capturó la importante fortaleza romana de Petra, mató al gobernador romano, fue aclamado por los nativos como un libertador, se adueñó del país.
Belisario se enteró de la expedición gracias a sus espías apostados al otro lado de la frontera mesopotámica, aunque aún no había noticias sobre los resultados. Decidió que la única esperanza de la Cólquida consistía en hacer regresar apresuradamente a Cosroes mediante algún contragolpe. Reunió a todas las fuerzas disponibles de las diversas ciudades y habló muy crudamente a los generales, reprochándoles su negligencia con las fuerzas a su mando. Los amenazó, diciendo que, a menos que esos soldados estuvieran decorosamente armados, equipados y entrenados en dos meses, vería de que los degradaran a todos. También insistió en que como generalísimo esperaba una obediencia incondicional.
—No obstante —dijo—, he estado diez años en el Imperio de Occidente y, como es obvio, no sabré apreciar la actual posición estratégica en todos sus detalles. Me gustaría recibir una opinión franca de cada uno de vosotros en cuanto a la posibilidad de una incursión inmediata más allá de la frontera. El gran rey está lejos. Aunque sin duda ha dejado sus fortalezas fronterizas bien custodiadas, y quizás ésta sea una oportunidad excelente para vengar el saqueo de Antioquía y restaurar la capacidad ofensiva de nuestros hombres. El Emperador me ha enviado aquí con el expreso propósito de reafirmar el honor del ejército romano.
Butzes, ansioso por granjearse nuevamente el favor de Belisario, acordó que una incursión sería una medida excelente; y también Pedro, el gobernador de Daras, por la misma razón. Pero los comandantes conjuntos de las tropas tracias del Líbano —los mismos que habían traicionado a Antioquía escapando con todos sus hombres por la puerta de Dafne— pusieron trabas. Si acompañaban a Belisario, dijeron, nada impediría al rey de los sarracenos devastar Siria y Palestina en su ausencia.
—He estado lejos de Oriente, como digo, durante diez años —repuso Belisario—, pero no he olvidado tanto como parecéis suponer. Los sarracenos, sin duda, están a punto de iniciar el ayuno del Ramadán, cuando por respeto al Dios Sol no pruebo bocado en las horas del día y se abstienen de luchar durante dos meses enteros. —Esto los silenció.
Pocos días más tarde, Belisario condujo su ejército de campaña de quince mil hombres más allá de la frontera persa y acampó a ocho millas de Nisibis. Con él iban también cinco mil árabes al mando del mismo rey Harith ibn Gabala, de Bostra, que lo había abandonado diez años antes, durante la Batalla Innecesaria, pero a quien Justiniano había perdonado su deslealtad. Los persas despreciaban ahora tanto a nuestros ejércitos que era probable que abandonaran la protección de su sólidas fortificaciones para salir al encuentro de Belisario. Él tenía esperanzas de derrotarlos de este modo: cortarles la retirada y permitir que sólo un escuadrón escapara a Nisibis, y luego capturar la ciudad enviando una partida de hombres vestidos con armadura persa para que se mezclaran con los fugitivos y les mantuvieran las puertas abiertas. Sin embargo, Pedro se opuso a este plan, pues pensaba que convenía intimidar a los persas acercándose más. Insistió en acampar a sólo una milla y media de la ciudad.
Belisario le envió un mensaje a Pedro, diciendo que su coraje era encomiable, pero que, si combatía con los persas y los derrotaba donde estaba acampado, ellos tendrían que recorrer un corto trecho para retirarse; y que al tomar esa posición estaba actuando directamente contra sus órdenes.
Pedro respondió: «Te he servido hace algunos años junto al Éufrates, donde, aunque los persas estaban a cientos de millas de distancia de una fortaleza, vacilaste en atacarlos. Me vanaglorio de no temer a los persas. En cuanto a la obediencia, tengo informes de que recientemente en Rávena desobedeciste órdenes del mismo Emperador. Sin embargo, no te acarreó ningún perjuicio».
Belisario le escribió nuevamente: «Las circunstancias alteran los casos. Sin embargo, no me propongo discutir contigo. Si, contra mis órdenes, insistes en tu bravuconada, cuídate al menos, te lo ruego, de que sea un ataque por sorpresa, especialmente a la hora de la comida».
Como a mediodía el calor era agobiante, los hombres de Pedro se quitaron la armadura y dejaron las armas, y algunos fueron en grupos de dos y tres a robar melones de los huertos, a pocas cientos de yardas de las murallas de Nisibis. La caballería persa hizo una salida repentina desde tres puertas y obligó a los ladrones de melones a retroceder hasta la cerca del campamento. Los guardias del campamento cogieron las armas apresuradamente y acudieron en auxilio de sus camaradas, pero tuvieron que retirarse desordenadamente. Pedro se vio obligado a abandonar el campamento a toda prisa, tras perder no sólo cincuenta hombres, sino también el estandarte del regimiento.
Por suerte, los vigías de Belisario habían visto una nube de polvo en la dirección de Nisibis, y se lo informaron enseguida. En el campamento de Belisario había orden permanente de que el almuerzo se sirviera por turnos, y sólo un tercio de los hombres quedaba relevado de sus deberes en cada ronda; de manera que, un minuto después del trompetazo de alarma, los coraceros de Belisario galopaban por la carretera de Nisibis para socorrer a Pedro. Belisario los acaudillaba, con sus reclutas godos montados en caballos pesados, y encontró a los persas ocupados en reordenar las filas tras un precipitado pillaje del campamento. Separándose en dos columnas para un ataque por ambos flancos, convergieron sobre el enemigo a todo galope, disparando desde las monturas y cargando con las largas lanzas. Las flechas enemigas no los detuvieron, pues, como ya he explicado, los arcos persas son demasiado ligeros para ser eficaces contra la caballería pesada. Los godos tuvieron la satisfacción de romper las filas persas en la primera embestida y de obligarlas a retroceder atropelladamente a Nisibis. El regimiento de Pedro se salvó, pero a expensas de los planes de Belisario; en cuanto a los persas, que habían perdido ciento cincuenta hombres en la escaramuza, comprendieron que Belisario había regresado a la frontera y no había perdido su antiguo vigor. No se aventuraron a salir nuevamente de la ciudad; pero desplegaron el estandarte del regimiento de Pedro en una de las torres, adornándolo con salchichas negras para burlarse.
Ahora que Belisario no tenía esperanzas de tomar Nisibis por sorpresa, decidió seguir de largo, sabiendo que ninguna técnica de sitio ordinaria podría reducirla en menos de un año. La siguiente fortaleza hacia el este era Sisaurano, a unas treinta y cinco millas; la guarnición, incluida la milicia local, sumaba cuatro mil hombres. Belisario podía arriesgarse a dejar a sus espaldas Nisibis con su guarnición de seis mil, pero no Sisaurano y Nisibis. Por lo tanto, decidió sitiar Sisaurano con sus fuerzas principales, dejando una pequeña fuerza de contención en Nisibis, y enviar al rey Harith para que devastara la provincia de Asiria con sus árabes.
Esta parte de Asiria había estado a salvo de las incursiones romanas durante siglos. Los habitantes vivían absolutamente seguros y eran extremadamente ricos. Con el rey Cosroes en Cólquida y las fuerzas fronterizas persas encerradas en Nisibis y Sisaurano, los hombres del rey Harith saquearon con más facilidad que nunca en sus vidas. El rey Harith consideró que sería una verdadera lástima compartir tanta riqueza con los ejércitos romanos de la retaguardia, como lo establecía el convenio, y por lo tanto decidió regresar a su corte de Bostra por otro camino. Lo acompañaba un escuadrón de coraceros al mando de Trajano, y otro de tracios al mando de Juan el Epicúreo, para apoyar a los árabes en caso de que se toparan con una resistencia de consideración. Pero Harith engañó a Trajano y a Juan dando instrucciones a sus exploradores de que informaran que un gran ejército persa había irrumpido en el norte de la zaga de la expedición y estaba al acecho en el puente de Tigris por donde habían cruzado. Anunció que volvería inmediatamente a su corte. Juan el Epicúreo, entorpecido por el botín, desistió de enfrentarse por su cuenta con todo un ejército y decidió seguir el ejemplo de Harith. Trajano, siendo inferior en rango, tuvo que acompañarlo. Por lo tanto, toda la expedición marchó al sur a lo largo del Tigris hasta llegar al puente de Nínive, donde cruzó el río; Juan el Epicúreo y Trajano regresaron luego a territorio romano por el desierto, tomando el camino de Singara y las zonas más bajas de los Aborras. El rey Harith llegó a Bostra sano y salvo, con su botín, tras una marcha aún más prolongada. (Justiniano perdonó una vez más a este árabe artero, y algunos años más tarde, cuando destruyó un ejército del rey de los sarracenos, le dio rango de patricio, y lo recibió honrosamente en Constantinopla).
Entretanto, Belisario esperaba noticias del rey Harith —o en cualquier caso, de Trajano— sobre los avances realizados y las fuerzas persas acantonadas en Asiria. Al no recibir ningún mensaje, empezó a inquietarse. Pero logró capturar Sisaurano: atestada de campesinos refugiados, se rindió por hambre a las seis semanas de sitio. Al contrario de las ciudades fronterizas de Daras y Nisibis, ésta no tenía una previsión permanente de alimentos como salvaguardia contra un sitio, y la aparición repentina de Belisario no había permitido reunir reservas de grano de la campiña circundante. Las condiciones de Belisario fueron generosas: la libertad para todos los ciudadanos —cristianos de ascendencia romana, pues Sisaurano era una de las ciudades entregadas a Persia un siglo y medio antes por el vergonzoso tratado de Joviano— y, para los ochocientos jinetes persas de la guarnición, la opción entre la esclavitud ordinaria y el alistamiento en el ejército del Emperador Justiniano. Escogieron servir a Justiniano y más tarde fueron transferidos a Italia para combatir a los godos, tal como los godos alistados en el Regimiento Personal habían sido transferidos a la Mesopotamia para combatir a los persas. Las fortificaciones de Sisaurano fueran demolidas.
Aún no había noticias del rey Harith, y Belisario temía que toda la expedición hubiera sido emboscada y destruida. Celebró un consejo de guerra y propuso un avance a través del Tigris: tal vez Harith estuviese aún resistiendo en una ciudad capturada y esperara auxilio. Pero ninguno de los generales aprobaba el proyecto. Los del Líbano insistían en regresar con sus tropas, ahora que había terminado el Ramadán de los sarracenos, mientras los otros destacaban que sus tropas estaban sufriendo el calor tan severamente que un tercio estaba incapacitado para luchar. Prorrumpieron en un desordenado clamor, cuyo estribillo era: «Llévanos de vuelta. No cruzaremos el Tigris. Rehusamos seguir adelante. Llévanos de vuelta».
De modo que, por la bravuconada de Pedro, la traición del rey Harith, la credulidad de Juan el Epicúreo y la cobardía de estos otros generales, Belisario quedó privado de la que pudo ser la mayor de todas sus victorias. Pues cuando el rey Cosroes se enteró en Cólquida de la incursión árabe en Asiria y de la captura de Sisaurano por Belisario, regresó apresuradamente por la carretera que pasa al oeste del lago Van y a lo largo de la margen oriental del Tigris. Ya había perdido casi la mitad del ejército por culpa de una epidemia de cólera. Ahora perdió la mitad de la tropa restante por un fallo en su aprovisionamiento: la atroz noticia del cólera hizo que sus carromatos de alimentos volvieran a Iberia. Sufrió una nueva demora porque un alud destruyó su nueva carretera en el tramo más dificultoso del trayecto, de modo que tuvo que abrirla nuevamente para pasar. Si Belisario hubiera podido cruzar el Tigris, habría interceptado a Cosroes y, como los persas estaban en un lamentable estado de hambre y confusión, sin duda habría sumado un tercer rey capturado a los presentes hechos a Justiniano.
Pero no pudo ser: Belisario no logró persuadir a sus generales de marchar. Puso a sus convalecientes en carros y se retiró a Daras, pasando Nisibis.
En Constantinopla estaban sucediendo extraños acontecimientos. Ante todo, apareció en la ciudad un hijo ilegítimo de Teodora, nacido en Egipto durante aquel año de infortunio en que abandonó el establecimiento para ir a Pentápolis. El padre era una persona sin importancia, un mercader árabe muerto recientemente; le había arrebatado al niño (a quien bautizó Juan) de las manos. Teodora había dicho a Justiniano que nunca había tenido un hijo; y cuando él le confirió rango de patricia, ella firmó un documento afirmándolo solemnemente. La ventaja de Juan de Capadocia sobre Teodora era su conocimiento de que ese hijo existía: sus agentes en Egipto le habían comunicado la historia, pero sin detalles para corroborarla. Teodora no podía estar segura de si poseía o no alguna prueba de peso para presentar a Justiniano; ella misma nunca había podido descubrir dónde estaba su hijo. Al fin, ese joven, Juan el Bastardo, se enteró del secreto de su nacimiento gracias a su padre moribundo y viajó a Constantinopla desde Adén, la ciudad del mar Rojo en que vivía. Llegó a Teodora a través de mi ama Antonina, pues sabía que el primer esposo de Antonina había sido socio del padre. Si esperaba ser saludado con lágrimas y besos maternales y recibir una posición destacada en la corte, estaba muy equivocado. Teodora no perdió el tiempo. Lo declaró demente y lo encerró en un manicomio, donde pronto murió. Ella no había amado al padre, ¿por qué iba a amar al hijo? Además, era un tipo codicioso, vano, ignorante.
Teodora, con suspiros de alivio, le dijo a mi ama:
—Ahora al fin, querida mía, podemos arreglar cuentas con Juan de Capadocia: ya no tengo nada que temer de él.
Pera Teodora sabía que hasta que Teodosio regresara de Éfeso, mi ama no estaría de ánimos para ayudarla en una conspiración de venganza. De modo que, aunque mi ama estaba convencida de que nada haría salir a Teodosio de su retiro, Teodora hizo saber al obispo de Éfeso, uno de sus protegidos monofisitas, que debía ingeniárselas para enviar inmediatamente de regreso a Constantinopla al monje Teodosio. El obispo ordenó al abad del monasterio, que tenía normas muy pocas rigurosas, que impusiera a Teodosio penitencias y restricciones que lo obligaran a pedir voluntariamente la absolución de sus votos.
Las esperanzas de mi ama revivieron un poco ante esta novedad, y empezó a urdir planes para atrapar y arruinar a Juan de Capadocia. Su primera medida fue cultivar la amistad de la única hija de Juan, Eufemia, una muchacha inteligente a quien él adoraba. Teodora le había elegido un esposo con quien ella no deseaba casarse. Mi ama, explotando el resentimiento de Eufemia contra Teodora, logró granjearse su simpatía. Eufemia le preguntó una noche:
—Ilustre Antonina, querida amiga, ¿por qué pareces tan triste estos días y apenas sonríes? ¿Temes por el destino de tu valiente esposo en la guerra?
Mi ama, que, por cierto, no tenía intenciones de confiar a Eufemia cuánto extrañaba a Teodosio, respondió lacónicamente:
—Temo poco por la seguridad de mi esposo en la batalla. —Luego, en un rapto de inspiración, continuó—: Lo que me causa desazón es que el Emperador sospeche tan irrazonablemente de la lealtad de mi esposo. Temo mucho más por su seguridad cuando está aquí, en Constantinopla.
—¡Sospechar de la lealtad de Belisario! —exclamó Eufemia—. ¡Vaya, no creo que en el Imperio haya hombre más fiel a la causa del Emperador!
Mi ama se levantó, cerró cuidadosamente todas las puertas, y luego susurró:
—Hace mucho tiempo que ansío confiarme a alguien, queridísima niña, pues mi corazón está a punto de estallar de indignación ante el ingrato tratamiento que ha recibido mi noble Belisario. Ha ampliado los dominios del Emperador en decenas de miles de millas cuadradas y su tesoro en decenas de millones de piezas de oro, y le ha traído cautivos a dos reyes poderosos, por no mencionar que él aplastó los Disturbios de la Victoria, cuando el Emperador estuvo a punto de perder el trono. Pena el bribón de Justiniano le tiene envidia y lo trata como a un perro o un criminal. Belisario me dijo antes de partir: «¡Cualquier Emperador sería mejor que éste! Me siento libre de mis votos de lealtad, pues ya me ha maltratado demasiado».
—La culpa es sólo tuya y de Belisario, queridísima amiga —replicó Eufemia—, pues aunque tenéis el poder, vaciláis en usarlo.
Mi ama replicó sin titubeos:
—Pero, niña, no podemos iniciar una revuelta militar sin contar con la ayuda de ministros poderosos en la corte. Tu ilustre padre, por ejemplo, no nos tiene ningún aprecio. Si lo tuviéramos a él de nuestra parte… De paso, él es el hombre indicado para ocupar el trono de Justiniano. Mi esposo no lo ambiciona personalmente, como sabes: sólo le interesa la vida militar.
La ansiedad de Eufemia por escapar de ese matrimonio indeseado la volvió particularmente elocuente cuando expuso la situación a su padre. Pero su tarea era fácil, pues Juan de Capadocia tenía la secreta convicción de que un día ceñiría la diadema. Un viejo astrólogo del Hipódromo, quizás el mismo que había hecho profecías tan certeras a Teodora y a mi ama, le había dicho hacía muchos años: «Hijo mío, un día los soldados de palacio te pondrán el manto de Augusto, y ése será un día de gran júbilo en la corte». Juan quedó por lo tanta sumamente complacido cuando Eufemia le contó la conversación. Dijo a Eufemia que asegurara a mi ama Antonina que podía contar absolutamente con él en todo cuanta pudiera contribuir al derrocamiento de Justiniano. Mi ama abrazó a Eufemia y le juró por el Espíritu Santo que su padre podía tener la seguridad de que Belisario y ella le demostrarían la misma determinación que él había demostrado.
Antes de que la conspiración siguiera adelante, Teodosio, para inexpresable alegría de mi ama Antonina, regresó de Éfeso, harto de los rigores penitenciales que le había impuesto el abad. Ya no era monje y pronto volvió a sus viejas costumbres: ricas túnicas, perfumes, el canto y la guitarra, chanzas de moda, vivaces carcajadas por nada. ¿Cómo dar cuenta de este cambio de mentalidad, tan inexplicable como su repentina zambullida en la vida religiosa? Bien, hay temperamentos de esta especie, sobre toda entre los tracios, cuyas contradicciones nos llevaría mucho tiempo comentar; quizá la clave del misterio esté precisamente en que les gusta que los demás comenten. Así que no digamos más sobre los motivos de Teodosio, contentándonos con referir sus hechos y palabras.
Focio, el hijo de mi ama, estaba fuera de la ciudad en ese momento, aunque había estado viviendo con nosotros desde la partida de Belisario. Había contraído deudas enormes por especulaciones comerciales en Antioquía, antes que la ciudad fuera devastada, y por apostar en las carreras y las peleas de osos. Si no cumplía pronto con su obligaciones, sería degradado, por estar en bancarrota, de la Orden Patricia; pero estaba seguro de que su madre acudiría al rescate para evitar un escándalo familiar. Tal vez lo hubiera hecho, si Teodosio no le hubiera cantado una historia que la enfureció sobremanera. Dijo que había huido a Éfeso porque Focio había amenazado con matarlos a ella y a él, a menos que abandonara la ciudad al instante: por eso había sido tan reacio a volver.
Siguieron muchas intrigas. Mi ama, desde luego, rehusó pagar las deudas de Focio; y, como al oír la historia había pedido protección policial para Teodosio y ella, y todo el asunto era ya de dominio público, envió a Belisario un informe completo. También amenazó a Focio con un severo castigo a manos de Teodora.
Focio cruzó apresuradamente el Bósforo y tomó un calesín de postas hasta la frontera persa, para ponerse bajo la protección de Belisario. Qué le dijo exactamente a Belisario lo ignoro, pero lo esencial era que Teodosio se había ido a Éfeso por segunda vez con la intención de volver a mi ama en Constantinopla, en cuanto Belisario estuviera fuera del paso; que, en efecto, había regresado, y que ambos vivían ahora en pecado y sin disimulos. Además, se quejó de que mi ama le había robado una gran cantidad de dinero para regalarlo a su amante; y de que, además de haberlo puesto al borde de la bancarrota, lo estaba presionando de todas las maneras posibles porque sabía demasiado de ella.
Belisario oyó esta historia atroz de labios de Focio el mismo día en que estaba celebrando su consejo de guerra en Sisaurano. Pensar que influyó en su decisión de retirarse del territorio persa sería natural, si no fuera tan manifiesto que él anteponía sus deberes militares a toda consideración personal. Al menos, sus colegas debieran tener en cuenta esta característica. No obstante, circuló el rumor de que ésa era la causa, creado por los mismos generales que habían tenido tanto temor de cruzar el Tigris.
Después del consejo de guerra, Belisario conversó nuevamente con Focio, quien juró por el Espíritu Santo —el juramento más terrible que puede pronunciar un cristiano, ya que, cuando se lo pronuncia en falso, puede condenar el alma, dicen, a suplicios eternos en el Infierno— que decía la verdad. Para respaldar sus afirmaciones, había traído dos criados como testigos, y un senador que era uno de sus principales acreedores y estaba también al borde de la bancarrota. Éstos, con Focio, lograron convencer a Belisario. Tal vez su decepción para la campaña y el estado precario de su salud tras un mes de disentería contribuyeron a ofuscar su habitual lucidez. Por otra parte, hay que decir en su defensa que las relaciones de mi ama con Teodosio daban una impresión realmente muy misteriosa. Ni siquiera yo, como ya he confesado anteriormente en este relato, pude decidir nunca cuáles eran sus verdaderas características. De un modo u otro, Belisario sucumbió a un ataque de celos furibundos; todos sus oficiales quedaron azoradas ante este cambio. Por una vez en la vida, olvidó ser paciente o amable con sus hombres, y actuaba tal como cualquier otro general, excepto que en sus arranques se abstenía de blasfemar. No contribuyó a mejorar su estado una carta de mi ama, en la cual le escribía que Focio había escapado de Constantinopla con la boca llena de calumnias y que ella lo seguía precipitadamente para llenársela de barro. Le informó que Teodosio, por temor a que los amigos de Focio lo asesinaran, regresaría provisionalmente a Éfeso en su ausencia.
Sin embargo, el asunto de Juan de Capadocia tenía que concluirse antes de su partida; de lo contrario, el complot podría volverse contra ella. De modo que me envió a Juan de Capadocia para decirle que ella partiría inmediatamente a Daras con el propósito de confirmar a Belisario que contaba con respaldo para iniciar un levantamiento para derrocar y suplantar a Justiniano. Concerté que Juan de Capadocia se encontrara secretamente con mi ama a medianoche en un huerto de una finca de Belisario en las Rufinianas, un suburbio de Constantinopla, en la otra margen del Bósforo: ésa sería su primera parada antes de abandonar la ciudad. Mi ama no dudaba que él caería en la trampa. ¿No había utilizado el nombre del Espíritu Santo para asegurar a Eufemia que sus intenciones y las de Belisario eran firmes?
Mi ama comunicó mi éxito a Teodora, quien confió el asunto a Narses (ahora en malos términos con Juan de Capadocia) y a Marcelo, el comandante de la Guardia Imperial. Narses y Marcelo fueron a las Rufinianas disfrazados, con una partida de soldados; y a la hora acordada esperaron en sus puestos en el huerto, algunos de ellos escondidos tras una cisterna y otros entre las ramas de los manzanos. Dicen que Justiniano había percibido que algo se estaba fraguando, pero a él le informaron que era un auténtico complot contra el trono; y que envió este mensaje a Juan de Capadocia: «Lo sabemos todo. Desiste, o morirás. Tu cómplice Antonina no cuenta con nuestro favor». Pero si es cierto que Juan de Capadocia recibió ese mensaje, debió considerar más peligroso responder a él que continuar con la conspiración, y tomar esa alusión a mi ama como prueba indiscutible de la sinceridad de ella. De un modo u otro, cuando Juan de Capadocia se escabulló de la ciudad con un grupo de sirvientes armados para asistir a la cita de esa noche, había resuelto acompañarla a Daras.
Estaba oscuro como la pez en el huerto, y a mí me castañeteaban los dientes de aprensión mientras esperaba junto a mi ama Antonina, pensando cuántas cosas había en juego. Como ella, yo vestía una cota de malla bajo la capa. A medianoche, un guante voló por encima del portón del huerta; lo devolví: la señal convenida. Recibimos a Juan y a sus doce esbirros capadocios.
Él y mi ama entrechocaron las manos como auténticos conspiradores, y al momento él empezó a maldecir a Justiniano, tildándolo de monstruo, tirano y cobarde; no fue necesario que ella se comprometiera en absoluto. Y lo curioso es que, mientras él seguía farfullando, ella cayó en la cuenta de que el enigmático superintendente de policía que le había hablado aquella noche en la iglesia, hacía tanto tiempo, cuando iba a Blaquernas al salir del palacio, había sido el mismo Juan disfrazado; pues en ese momento pronunció mal una palabra griega poco usada, igual que aquel otro hombre.
No pudo contener la risa ante esto. Juan de Capadocia se interrumpió, sospechando de inmediato, y se puso a mirar en derredor. Entonces Narses y Marcelo brincaron de sus escondrijos con un grito, y se inició una tenaz refriega. Mi ama, para continuar la farsa, exclamó: «Ay, ay, nos han traicionado». Y fingió forcejear con Narses. Yo huí. Marcelo fue derribado y herido gravemente en el suelo antes de que los doce capadocios fueran dominados. En la confusión, su amo trepó a una pared y se escapó.
Si el muy necio hubiera vuelto directamente al palacio para informar a Justiniano que había ido a las Rufinianas para proteger los intereses del Emperador, con el propósito de tender una celada a Antonina y hacerle confesar públicamente su traición, quizás hubiera vuelto el ardid contra ella. En cambio, fue presa del pánico y se refugió en la iglesia de Santa Irene, de modo que cuando, al amanecer, Teodora y Narses lo denunciaron a Justiniano, sólo era posible concluir que era culpable.
La iglesia de Santa Irene, incendiada durante los Disturbios de la Victoria, había sido magníficamente reconstruida por Justiniano, y era un santuario que él nunca se habría atrevido a violar. De modo que Juan de Capadocia no sufrió castigo más severo que la confiscación de todas sus propiedades y —extraño procedimiento— la condena a ordenarse sacerdote.
Juan de Capadocia se hizo clérigo contra su voluntad, pues así quedaba legalmente impedido de ejercer nuevamente una función secular pero la vieja profecía se cumplió. Los guardias palaciegos le pusieron el manto de Augusto, es decir, el manto sacerdotal de un archidiácono que acababa de morir, cuyo nombre era casualmente Augusto; y hubo gran alegría en el palacio, donde muchos la odiaban. Lo enviaron de Santa Irene a una iglesia de Cícico, una ciudad comercial de la costa asiática del mar de Mármara. Justiniano estaba irritado, no tanto porque Juan de Capadocia hubiera intentado traicionarlo, sino porque Teodora quedaba triunfalmente justificada: él siempre había rehusado creerle cuando ella denunciaba a Juan como traidor. Por despecho a la Emperatriz, más tarde devolvió a Juan toda su fortuna, en nombre de la caridad cristiana: Juan vivió en paz y seguridad en Cícico dos o tres años más. Pero Justiniano no podía frustrar la resolución de Teodora de destruir a su enemigo. El obispo de Cícico, bajo cuya autoridad estaba Juan de Capadocia, recibió una comunicación de la Emperatriz para que el nuevo sacerdote no gozara de una vida fácil. Por lo tanto, Juan fue sometido a una rutina escrupulosamente exacta, que lo hacía sufrir enormemente.
Continuamos nuestro viaje a Daras por tierra. Cuando llegamos a la fortaleza, mi ama fue recibida por Trajano, quien había regresado sano y salvo con su fuerza y su botín de Asiria. La condujo a la sala donde la esperaba Belisario. Allí, Belisario, ignorando el saludo afectuoso de su esposa, la enfrentó inmediatamente con la declaración jurada de Focio sobre su adulterio, y los testimonios del senador y las dos criadas. Le gritó furiosamente:
—Es el fin, Antonina. Tu conducta como esposa debió ser tan virtuosa como para impedir que alguna vez te reprochara tu pasado. Ahora oirás ese reproche: esta me recuerda cuál era tu condición cuando te vi por primera vez.
Ella enfrentó esa severidad con su propia severidad. Arrebatándole el pergamino de la mano, lo leyó fríamente, lo rasgó, y arrojó los fragmentos al suelo. Dijo que no se denigraría tratando de negar esos cargos, pero que en respuesta a ese grosero reproche le diría esto: no podía sentir el dolor y la zozobra que obviamente él quería que sintiera, sino que de ahora en adelante lo consideraría un bufón indigno de ser esposo de una mujer como ella.
El comportamiento de mi ama no era culpable y en verdad, ella esperaba convencer plenamente a Belisario de que él se había equivocado una vez más. Pero aunque Belisario, pese a su furia demencial, aún la amaba inmensamente, no podía devolverle la confianza con tanta facilidad como en Siracusa. La presionó.
—¿Quieres decirme, mujer, que tu hijo Focio juraría por el Espíritu Santo sin tener la plena certeza de estar diciendo la verdad?
—¿Piensas que todos toman los juramentos tan a pecho como tú… y máxime mediando un concepto tan vago como el Espíritu Santo? —replicó ella desdeñosamente—. ¿Acaso tu amo Justiniano no juró una vez por el Pan y el Vino, y luego faltó alegremente a su palabra por urgentes razones de estado, con el sofístico argumento de que Vitaliano era un hereje? Vaya, si yo misma juré por el Espíritu Santo el día antes de partir de Constantinopla, por las que también podrían denominarse urgentes razones de estado… y no me considero una mujer especialmente deshonesta.
Luego le contó toda la historia de la conspiración contra Juan de Capadocia. Cuando Belisario oyó que ella, su apreciada esposa Antonina, había comprometido solemnemente el honor de él a causa de un tortuoso complot de venganza, se sintió aturdido y tuvo que sentarse en un taburete. Cuando se recobró un poco, le preguntó:
—Dime, Antonina, ¿tan frívolamente he servido a mi Emperador que cualquiera puede ser persuadido de que soy capaz de traicionarlo? ¿Qué artes amorosas o mágicas usaste con Juan de Capadocia para convencerlo de esa imposibilidad? ¿Qué derecho crees tener sobre mí, que te atreves a manosear mi nombre entre canallas? ¿Y qué has creído ganar con esa perfidia? ¿Tal vez la protección de la Emperatriz para una unión incestuosa con nuestro ahijado?
En vez de defenderse, ella lo atacó en lo que sabía eran sus sentimientos más sensibles: su religión y su virilidad.
—Parece que todos menos yo han de beneficiarse gracias a tu célebre tolerancia cristiana. Pero quién sabe si es la piedad o la cobardía lo que te ha resignado al desdeñoso tratamiento que te reserva Justiniano. Te ha apaleado como a un perro, y como un perro te arrastras y revuelcas a sus pies. Al adjudicarte, siquiera en broma, el deseo de recobrar tu perdida dignidad mediante la rebelión, te hice un honor que no merecías.
Belisario no aguantó más. Llamó a Trajano, que aguardaba en la antesala.
—Conduce a Antonina a sus aposentos y por un guardia en la puerta. Permanecerá bajo arresto hasta nuevas órdenes.
Trajano quedó atónito.
Mi ama comprendió que ahora se enfrentaba realmente a un Belisario que nunca antes había conocido. La aterraban el abismo repentino que los separaba y las cosas terribles que ella misma le había dicho. Pero también le indignaba que hubiera desafiado su libertad de actuar a su antojo, y esto le afectaba mucho más que las dudas de Belisario sobre su castidad. Siguió a Trajano con mal ceño.
Yo compartí su encierro. Por mucho tiempo, lo único que me dijo fue la muy repetida frase: «Cuando la Emperatriz me libere, será un mal día para mi señor Belisario».
Me las ingenié para comunicar a la Emperatriz lo que había ocurrido. Al cabo de un mes, a finales de setiembre, Belisario recibió órdenes de poner en libertad a mi ama Antonina y regresar sin demora a Constantinopla. Nuestro encierro no había sido excesivamente monótono, y mi ama no había sufrido ninguna humillación, pues Belisario no era de naturaleza vengativa.
Entretanto, Focio había ido a Éfeso para apresar a Teodosio y traerlo de vuelta a Daras para castigarlo, aunque Belisario no le había encomendado semejante misión y en verdad ignoraba sus intenciones. Focio se las arregló, persuadiendo al obispo de Éfeso de que era agente de Teodora, para que sacaran a Teodosio de la iglesia de San Juan Evangelista, donde se había refugiado. Focio lo llevó al refugio de montaña de Cilicia donde se había enviado a los convalecientes del Regimiento Personal para que se recuperaran; y allí lo encerró en una choza, como si cumpliera órdenes de Belisario. Ya había robado a Teodosio un gran saco de monedas de oro que había llevado consigo a la iglesia de San Juan. Era un dinero que mi ama Antonina le había dado para depositar en Éfeso; ella acostumbraba guardar dinero en diversas ciudades asiáticas, como precaución contra tiempos aciagos.
Cuando llegamos a Constantinopla, Belisario se presentó aplomadamente ante la Emperatriz y le pidió justicia contra mi ama Antonina, relatándole todo lo sucedido. Pero la Emperatriz se enfureció como una tigresa y le ordenó que se reconciliara inmediatamente con su esposa.
—En tanto mi ahijado Teodosio esté con vida —repuso Belisario—, la reconciliación es imposible; pues Antonina está embrujada por él, y se ha comportado criminalmente hacia mí.
—Y supongo que tú jamás en la vida le has sido infiel a Antonina —le espetó Teodora, tratando de hacerle perder la compostura.
—Dudo que ella me acuse de semejante cosa.
Teodora era una mujer justa a su manera, y no tomó ninguna medida directa contra Belisario. Pero no pudo abstenerse de dañarlo a través de sus amigos íntimos, acusándolo de agravios reales pero olvidados que se habían consignado en un libro para una emergencia de esta índole. Algunos fueron desterrados, otros apresados. A Focio le reservaba algo peor. Teodora lo mandó buscar a Cilicia y lo hizo arrestar por fraude, perjurio y robo; y pese al rango consular, lo desnudaron y azotaron y torturaron delante de ella hasta que confesó que le había mentido a Belisario, y hasta reveló dónde se encontraba Teodosio.
En cuanto al cómplice de Focio, el senador, Teodora lo privó de todas sus propiedades y lo hizo encerrar en un oscuro establo subterráneo, donde se le infligió un tratamiento curiosamente ignominioso. Lo ataron a un pesebre con un cabestro corto, las manos sujetas a la espalda. Allí, el desdichado yacía como un asno, incapaz de moverse ni tenderse. Esta tortura extrema no era sólo a causa de mi ama Antonina: hacía tiempo que Teodora le guardaba rencor a ese hombre, quien una vez la había llamado asno con dos patas. Enloqueció a los pocos meses de esa vida de establo y empezó a rebuznar en voz alta: entonces ella lo liberó; pero el senador murió casi inmediatamente. Focio fue encerrado en un rincón del mismo establo, aunque sin pesebre ni cabestro. En fin, contaré aquí el resto de la historia. Dos veces, con la ayuda secreta de Justiniano, quien siempre lo había considerado un agente eficaz, Focio se las ingenió para escapar de prisión y pedir asilo en una iglesia de la ciudad: en cada oportunidad Teodora profanó la iglesia y lo devolvió al establo. En la tercera ocasión, Focio logró escapar a Jerusalén, donde hizo votos monásticos y quedó a salvo de nuevas venganzas.
Los agentes de Teodora trajeron a Teodosio de Cilicia a fines de noviembre. Teodora no comunicó su llegada a mi ama inmediatamente, sino que le dijo jovialmente, al concluir una audiencia:
—Mi queridísima Antonina, acabo de recibir una carta realmente espléndida, y me gustaría que me dieras tu opinión. ¿Me acompañas para examinarla?
En la sala adonde la condujo Teodora estaba Teodosio, con el aire desenfadado de siempre, pese a sus peripecias, y jugando en un diván con un gato de palacio. Mi pobre ama quedó sin había. Se había negado a creer que estuviera sano y salvo en Cilicia, como había dicho Focio. Teodora los dejó a solas, después de prometer que, en compensación por los sufrimientos y calumnias que le habían infligido, Teodosio sería promovido a general, y de invitarla a vivir en su ala del palacio, por razones de seguridad.
Así terminó ese año nefasto; Belisario y mi ama continuaban separados.
A principios de la primavera siguiente, en el año de Nuestro Señor de 542, el rey Cosroes cruzó nuevamente nuestra frontera, esta vez con el ejército más numeroso que había logrado reunir jamás, poco menos de doscientos mil hombres. Sus fuerzas incluían varias divisiones de los hunos blancos a quienes Justiniano en vano había tratado de comprar para que atacaran Persia. Enterados del éxito de la incursión en Siria el año anterior, se ofrecieron como voluntarios a Cosroes, ávidos de botín. Cosroes tomó nuevamente la ruta del sur, a lo largo de la margen derecha del Éufrates. Pero, sabiendo que ya prácticamente había agotado la plata y el oro de Siria, decidió no perder tiempo allí e internarse en Palestina. Ahora que Antioquía estaba destruida, Jerusalén era probablemente la ciudad más rica de Oriente. Los Santos Lugares brillaban con sus tesoros, y el negocio de las peregrinaciones había enriquecido fabulosamente a sus habitantes, tanto judíos como cristianos.
Después del viaje de Belisario a Constantinopla, el mando de Oriente se había confiado a Butzes. Pero Butzes se encerró en la fortaleza de Hierápolis con su pequeño ejército, y tuvo miedo aun de enviar exploradores en busca de informes sobre los avances de Cosroes. Le escribió a Justiniano pidiendo al menos cincuenta mil hombres de refuerzo, aunque sabía perfectamente que, para reunir semejante ejército, Justiniano tendría que despojar a las provincias principales de todas sus guarniciones. Últimamente se había enviado una gran expedición a Italia integrada por todas las reservas disponibles de tropas regulares.
Justiniano llamó a Belisario y le dijo:
—Fidelísimo y excelente general, te perdonamos todos los males que nos hiciste en el pasado y recordamos sólo tus servicios. Toma los hombres que tengas contigo y ve inmediatamente a Siria para proteger nuestra santa ciudad de Jerusalén de ese rey pagano, quien, según nos ha informado el general Butzes, ha alardeado de que será suya antes de Pascua. Si lo haces, te amaremos por siempre jamás.
Belisario era un súbdito demasiado respetuoso para contradecir al Emperador alegando que jamás le había hecho ningún mal; y se tragó el reproche. Opinaba que, en la medida en que un hombre actuara rectamente y de acuerdo con su propia conciencia, tales insultos no podían hacerle mella. Hay un dicho cristiano según el cual perdonar al enemigo y devolverle bien por mal es como acumular rescoldos sobre su cabeza. El cabello de Justiniano se chamuscaba constantemente con el calor de los ejemplares servicios de Belisario. Una paradoja: si debido a alguna ligera rebeldía, algún arrebato de orgullo herido, alguna pequeña derrota, Belisario se hubiera alineado con los demás generales de Justiniano, transformándose en candidato al perdón, todo habría salido de perlas. Pero nada es tan irritante para un hombre del temperamento de Justiniano como depender, para la defensa de su fama y la seguridad de su trono, de un hombre no sólo inconmensurablemente más regio que él en todos los sentidos, sino, para colmo, incapaz de cometer errores. Una y otra vez, Belisario lograba lo aparentemente imposible, y Justiniano se sentía más y más humillado por la deuda contraída con él.
Belisario partió para Hierápolis con veinte hombres, utilizando partidas de caballos de posta y viajando ochenta millas por día. Ordenó al resto del Regimiento Personal que lo siguiera en cuanto fuera posible y, al pasar por Cilicia, reunió a los ya recuperados convalecientes de Daras, mil quinientos en total. Un mensajero, con instrucciones de adelantarse y tomar el caballo más rápido en cada casa de postas, llegó a Hierápolis tres días antes que él y anunció su llegada. Cuando Belisario entraba en Siria por la frontera de Cilicia, este mensajero le salió al encuentro con una carta de Butzes urgiéndolo a refugiarse en Hierápolis y contribuir a su defensa. «Pues es esencial que busques seguridad y no te expongas a ser apresado por los persas, que contemplarían esa hazaña como una victoria más grandiosa que la captura de una provincia entera».
Belisario le contestó con una respuesta característica: «¿Acaso ignoras que el rey Cosroes está amenazando con tomar Jerusalén? Ten la seguridad de que nunca libro una batalla si puedo evitarlo; pero buscar refugio en Hierápolis mientras los persas marchan sobre Jerusalén a través de un territorio casi despojado de tropas me parecería digno de un traidor. Reúnete conmigo en Carquemis con todos tus hombres. Es mejor enfrentarse al rey Cosroes en campo abierto. Quinientos hombres bastarán para la defensa de Hierápolis».
Belisario acampó en Carquemis. Ya le habían informado mediante señales de humo desde río abajo que el ejército del rey Cosroes incluía varias divisiones de infantería. De ello dedujo que esta vez Cosroes no se proponía cruzar el desierto hasta la Cólquida, sino seguir el río hasta Zeugma, cuya hospitalaria carretera llegaba a Antioquía sin ninguna fortaleza en el trayecto. Pero, antes de llegar a Zeugma, Cosroes tendría que pasar por Hierápolis y Carquemis (Carquemis está a un día de marcha, río abajo, de Zeugma, pero Hierápolis se encuentra a tres días, algo al Oeste). Se sorprendería de encontrar un ejército enemigo en Carquemis, una ciudad abierta, en vez de encontrarlo a buen recaudo en Hierápolis. A Carquemis llegaron enseguida los cinco mil hombres restantes del Regimiento Personal, y Butzes desde Hierápolis con cinco mil, y dos mil más de Carras y Zeugma. Totalizaban trece mil.
El rey Cosroes, viajando muy despacio con sus doscientos mil, había llegada a Barbaliso, donde el Éufrates dobla en ángulo recto. No sabía qué le convenía más. Había pensado que la mera amenaza de su proximidad le allanaría el camino, pero sus exploradores informaban que había un numeroso ejército romano en Carquemis, al mando de Belisario. Ahora no podría incursionar en Palestina con su caballería solamente, pues eso significaría dejar su infantería a la zaga: sin respaldo de caballería ni protección de murallas, sería presa fácil del enemigo. Podía seguir río arriba y luchar con ese ejército en Carquemis; pero para ello, ¿no sería aconsejable tomar primero Hierápolis, que le amenazaba el flanco? ¿Y cuándo Belisario había perdido una batalla librada a la defensiva? Si tan sólo supiera con qué fuerzas contaba Belisario, podría decidir si arriesgarse o no a combatir. Por lo tanto, envió un embajador a Belisario, con la presunta intención de discutir condiciones de paz, pero en verdad para que echara un vistazo y le diera informes sobre el ejército imperial.
Belisario, advertido de que el embajador estaba en camino, sospechó sus intenciones. Se alejó unas millas de Carquemis con sus coraceros y acampó en una colina; y ordenó cuidadosos preparativos para la recepción del embajador. Por orden suya, ningún hombre vestía cota de malla ni yelmo, ni llevaba escudo; iban armados solamente con armas ligeras y vestidos con una limpia túnica de lino blanca y pantalones.
Cuando el embajador, un mago, llegó esa tarde, cabalgando por la carretera del río, se le cruzó una liebre, perseguida por varios hombres morenos de narices ganchudas, montados en veloces caballos; y mientras la liebre corría, el jefe la mató arrojándole su jabalina. No prestaron atención al embajador hasta que él los saludó, en persa. Respondieron en latín macarrónico, que el mago comprendía; y supo que eran moros —no asirios, como había presumido— de más allá de las Columnas de Hércules.
—¿Cómo es que estáis tan lejos de vuestros hogares? —preguntó el sorprendido embajador.
—Oh —repusieron ellos—, Belisario sometió a nuestros reyes, y nosotros entramos gustosamente a su servicio, porque es el mayor general que ha conocido el mundo y nos ha hecho ricos y famosos. ¿Pero quién eres?
—Soy el embajador del gran rey de Persia.
—Oh, sí —respondieron cortésmente—. El mismo cuyos ejércitos derrotó nuestro señor Belisario en Daras y Sisaurano. ¿Tal vez deseas ver a nuestro señor? Es muy hospitalario. Permítenos escoltarte hasta su tienda.
Lo precedieron, e inmediatamente pasaron frente a dos partidas de jinetes en una llanura chata, que peleaban entre sí con lanzas. Los hombres de un bando tenían cabello rubio y caras rubicundas; los del otro, en su mayoría, cabello rojizo y tez delicada; los de ambos eran hombres grandes y fuertes, montados en caballos grandes y fuertes.
—¿Qué hombres son ésos? —preguntó el embajador.
—Oh, son ostrogodos y vándalos. Los vándalos vienen de la costa de África del Norte, cerca de Cartago, que mi señor Belisario recobró para el Imperio; pero los godos, de Italia, otra de sus conquistas. ¿Te gustaría observar de cerca a esos hombres? Son recién llegados a esta parte del mundo.
Los moros silbaron con los dedos, y una partida combinada de godos y vándalos se les acercó.
El embajador les habló.
—¿Sois cautivos, verdad, obligados a servir al Emperador de los romanos?
—No servimos a ningún hombre contra nuestra voluntad —replicó un godo—. Es nuestro placer servir al señor Belisario, porque nos está perfeccionando en las artes de la guerra. Cuando regresemos a nuestras tierras, seremos hombres de mérito.
Luego, una tropa de hunos de piernas cortas y ojos oblicuos pasó frente al embajador, con un grito salvaje; se enteró de que eran hérulos de allende el mar Negro. También hablaban de Belisario con respetuosos elogios. Todo a su alrededor en la pradera el mago pudo ver grupos de coraceros practicando: realizando justas, disparando flechas, lanceando clavijas de tiendas, luchando a caballo, golpeando una pelota de cuero con bastones de punta curva.
De pronto, una trompeta dio la alerta. En un momento, todos los juegos cesaron; cada tropa formó rápidamente bajo su insignia y trotó para reunirse con su propio escuadrón. A otro trompetazo, con celeridad y precisión, los escuadrones se alinearon en dos largas filas dobles, preparando una avenida de recepción. El embajador pasó por en medio, supongo que sintiéndose bastante incómodo. Eran seis mil, y nunca se reunieron tantos hombres tan escogidos. Parecían mucho menos interesados en él que él en ellos, y ansiosos de volver a sus deportes. En la cima de la colina se levantaba la sencilla tienda de lona de Belisario. Belisario estaba sentado delante de ella en un tocón de árbol, sin siquiera su capa de general, vistiendo lino blanco como sus hombres, y con aire de no haber sufrido nunca la menor privación en el mundo. Después de cambiar saludos con el embajador, ordenó al trompeta que tocara descanso. Los seis mil hombres regresaron a la llanura con manifiesto entusiasmo.
—¿Tú eres Belisario? —preguntó el embajador—. Esperaba encontrar un hombre con armadura dorada, con servidores de uniforme de seda carmesí alineadas alrededor.
—Si tu real señor nos hubiera anunciado su cercanía —repuso Belisario—, lo habríamos recibido con mayor formalidad, no con estas capas. Sin embargo, somos soldados, no cortesanos, y no usamos escarlata ni oro.
El embajador transmitió su mensaje. Dijo que el gran rey estaba cerca, con ejércitos que eran como nubes de langostas, y deseaba discutir las condiciones de paz.
Belisario rió suavemente.
—He luchado en muchas tierras y observado muchas costumbres extrañas, pero nunca antes se me presentó un caso como éste… un rey que se toma el trabajo de traer consigo doscientos mil soldados para discutir condiciones de paz. Di a tu real señor que nuestro país, aunque hospitalario, no puede servir de anfitrión a un cortejo tan nutrido. Cuando haya desmovilizado a esos hombres, podremos discutir las condiciones de paz de manera amistosa. Le ofreceré un armisticio de cinco días para que pueda enviarlos de regreso a través del Éufrates. Te agradezco que nos hayas visitado, excelencia.
El embajador regresó e informó a Cosroes:
—Mi consejo, gran rey, es que regreses al momento. Si su cuerpo principal se parece a su vanguardia en lo más mínimo, estás absolutamente perdido. Pues nunca he visto semejante disciplina, virilidad y destreza con las armas. Más aún, es obvio que son muy numerosos; de lo contrario, no se atreverían a acampar en una ciudad sin murallas como Carquemis ni demostrarían tanta confianza en sus puestos de avanzada. En cuanto a su general, Belisario, en mi calidad de mago, estoy habituado a leer las almas de los hombres, y veo reunidas en él todas las virtudes militares y morales que estimaban nuestros primitivos ancestros. No puedes arriesgarte a librar una batalla con semejante hombre. Si cometes el mínimo error, ninguno de tus hombres verá de nuevo Babilonia.
Cosroes creyó al embajador porque hablaba sin lisonjas. Decidió regresar, aunque incluso esta medida parecía arriesgada con el ejército de Belisario amenazándole la retaguardia. El trayecto más corto era a través del Éufrates y la Mesopotamia, pero en la otra margen del río había visto diez o veinte jinetes de la caballería romana, que, aparentemente, por las continuas señales de humo que enviaban por la llanura hacia Edesa, eran la vanguardia de otro ejército. Temía intentar el cruce, pues quizá le atacaran en medio de la operación; aunque este «otro ejército» no tenía existencia real, pues lo que había visto Cosroes eran sólo los mil hombres de Carras al mando de Belisario, que trataban de amedrentarlo. Pero el mago también sabía que Belisario nunca había faltado a su palabra y que, si el rey Cosroes cruzaba el río dentro de los cinco días del armisticio, nadie los atacaría.
Cosroes cruzó deprisa, sin ser molestado. Los ejércitos persas siempre llevan consigo pontones (planchas cortas que se enganchan unas con otras) y, por lo tanto, los cauces más anchos y más rápidos no representan un obstáculo para ellos. En cuanto estuvo a salvo en la otra margen, envió un mensaje a Belisario, pidiendo un embajador para discutir las condiciones de paz como había prometido.
Belisario cruzó entonces el Éufrates en Zeugma con todas sus fuerzas. Envió un embajador para informar al rey Cosroes que si el ejército persa regresaba por territorio romano sin causar ningún daño, Justiniano vería de que las condiciones acordadas el año anterior se llevaron a efecto.
Cosroes asintió, y al día siguiente inició su marcha de regreso. Pero temía pasar por la Mesopotamia a causa del ejército imaginario; de modo que regresó por la margen izquierda del Éufrates, reduciendo las raciones de su gente. Belisario empezó a seguirlo, siempre a un día de distancia, como había hecho muchos años antes con el general persa Azaret. Sin embargo, al llegar frente a Barbaliso tuvo que desistir: él y casi todos sus generales fueron llamados a Constantinopla por una perentoria orden del Emperador.
La persecución no podía confiarse a ninguno de los oficiales que quedaban. El rey Cosroes, sabiendo que ya no lo seguían, continuó viaje hasta la ciudad de Calínico y la capturó sin dificultad. Lamentablemente, Justiniano había ordenado la reparación de las defensas, y los albañiles acababan de derribar la mitad de una muralla para reconstruirla más sólidamente; de modo que la guarnición, incapaz de cerrar la brecha, huyó. Cosroes, resuelto a llevarse algo como prenda de su invasión, faltó a su promesa y capturó a toda la población de Calínico, tras derribar la ciudad hasta los cimientos. Así, los hunos blancos obtuvieron el botín que esperaban.
Palestina, sin embargo, se salvó. Belisario admitió más tarde que sólo cuarenta mil hombres podrían haberse enfrentado a los ejércitos persas en Carquemis con alguna posibilidad de triunfo; y él no tenía más de doce mil. Carquemis, dijo, fue la más dulce de todas sus victorias. Había ahuyentado a doscientos mil persas con sólo sus coraceros desarmados, y sin perder un solo hombre. Dijo también:
—Los persas eran como langostas, pero los echamos de nuestros campos con el clamor del acero y el sonido de las trompetas.