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UNA FRÍA BIENVENIDA

Rávena es una ciudad de paradojas. Está construida sobre pilares en un lago. «En Rávena hay más ranas que habitantes», dicen, «y más mosquitos que ángeles en el Cielo». El mar, sin embargo, se aleja gradualmente de la costa, de modo que el puerto que construyó el Emperador Augusto es ahora tierra de labranza. «Crecen manzanas en los mástiles del puerto de Rávena», dicen. A una a dos yardas de la superficie del suelo siempre se encuentra agua, lo cual es inconveniente para construir paredes y sepultar cadáveres; pero el agua es salobre, y los habitantes dependen de la lluvia para beber y cocinar. Dicen: «Aquí los muertos nadan y los vivos tienen sed. Aquí las aguas resisten y las paredes se derrumban». En Rávena existe una colonia de mercaderes sirios retirados, todos muy piadosos; al tiempo que los sacerdotes locales son mercenarios y propensos a desdeñar la ley canónica. «Aquí los sirios rezan, pero los sacerdotes practican la usura», dicen. No hay nada que cazar en las inmediaciones, y no hay más deporte que el juego de pelota en los baños; no obstante, a causa de la humedad, un hombre tiene que hacer ejercicios extenuantes para conservar la salud. Como resultado, muchos civiles ricos pertenecen a una milicia y practican ejercicios militares en la plaza de armas y el campo de entrenamiento; pero los oficiales de la guarnición, de puro aburrimiento, se inscriben en clubes literarios para mejorar su educación. «Aquí, los literatos juegan a ser soldados, y los soldados a ser literatos», dicen. A estas muchas paradojas se añadía ahora un hombre que pudo haber sido soberano pero no quiso, y un hombre que habría querido seguir siendo soberano pero no pudo.

Paradójico, también, fue el descubrimiento de que mi ex amo Barak, tan entendido en reliquias, hubiera estado adorando beatamente en una iglesia local una reliquia de San Vitalis que, como hubiera corroborado cualquier experto en historia, no podía ser del santo: encontré una ofrenda votiva colgada en la iglesia para conmemorar cómo Barak se había curado milagrosamente de cálculos por medio de esa reliquia. Y para Barak había un sinfín de paradojas en ciernes. Vino a Rávena para reclamar a Belisario una gran recompensa por haber sugerido a los godos que lo invitaran a coronarse Emperador de Occidente. Pero Belisario, lejos de recompensarlo, lo arrestó por sugerencia mía, a causa de aquella acusación de falsificación que ya tenía treinta y tres años, y lo despachó bajo custodia a Constantinopla para que compareciera en juicio. Sin embargo, en su informe sobre el caso, Belisario no hizo constar la participación de Barak en la conspiración para nombrarlo Emperador: todo ese embrollo le causaba tanta repugnancia que prefería no mencionarlo siquiera. En Constantinopla, Barak logró una libertad honorable mediante el soborno, y aunque ahora ya tendría setenta años, reanudó su hacía tanto tiempo abandonada labor de veedor de Monumentos de los Santos Lugares. Era para él un placer refrescar las marcas de sangre en el pilar de los azotes; y también renovar el hisopo del Gólgota, que la piedad de los peregrinos había reducido casi a la nada; y descubrir en Joppa, sepultadas en un viejo cofre durante las persecuciones del Emperador Nerón, un asombroso número de primitivas reliquias cristianas de importancia primordial, en excelente estado de conservación.

Afortunadamente, salimos de Rávena antes que empezara la temporada de los mosquitos. Juan el Sanguinario había escrito una carta de advertencia a Justiniano en cuanto supo que los godos habían ofrecido la diadema a Belisario. Justiniano llamó inmediatamente a Belisario, elogiándolo calurosamente por sus magníficos servicios e insinuándole que pronto ocuparía cargos aún más importantes. Belisario habría deseado arreglar antes las cuentas con el ejército de Uriah, ahora reducido a un mero millar de hombres, pero no quiso arriesgarse a disgustar a Justiniano con un nuevo acto de aparente desobediencia. Por lo tanto, ordenó a los suyos que empezaran a empacar y se dispusieran a marcharse. Cuando Uriah se enteró de esto en Pavía, quedó sorprendido y muy defraudado; pues había creído que Belisario aún se proponía proclamarse Emperador. Concluyó que Belisario, considerando el poderío de las tropas imperiales hostiles a él, frente al de los ejércitos godos, consideraba que la medida era demasiado arriesgada. Por lo tanto, persuadió a los nobles godos de elegir rey a un tal Hildebaldo, quien era sobrino del rey visigodo de España; quizá la perspectiva de una alianza militar entre los godos de Italia y los godos de España inclinara el equilibrio del juicio de Belisario en favor de la aceptación de la diadema. Hildebaldo se comprometió a ir a Rávena para rendir homenaje a Belisario.

Pero Belisario rechazó desdeñosamente este nuevo ofrecimiento y en la primavera del año de Nuestro Señor de 540 zarpamos otra vez rumbo a Constantinopla, dejando Pavía aún en manos de los godos. Entretanto, Justiniano designó a once generales del mismo rango —entre ellos Juan el Sanguinario— para que mandaran los ejércitos de Italia; éstos estaban unidos sólo en su envidia por Belisario y su codicia de dinero y poder. Con la partida de Belisario, demostraron ser incapaces de una acción concertada, y ni siquiera realizaron ningún intento serio de capturar Pavía. Sin embargo, Juan el Sanguinario hizo arreglos para que el nuevo rey, Hildebaldo, asesinara a Uriah; y luego, la muerte de Uriah fue vengada en el mismo Hildebaldo; y luego, un tal Enanco fue elegido y pronto asesinado. Por último, la fatídica corona pasó a Teodelo, el joven sobrino de Hildebaldo. Así, en siete años, siete monarcas reinaron sobre los godos.

El procurador civil designado para gobernar Italia en nombre de Justiniano fue Alejandro, apodado «Tijeras»; ex cambista, había llamado primeramente la atención de las autoridades de Constantinopla como hábil «cortador» de monedas de oro. De cada cincuenta monedas que pasaban por sus manos, tijereteaba el equivalente de cinco, y esto sin que las monedas parecieran más pequeñas. Juan de Capadocia, lejos de castigarlo por el fraude, lo había empleado para incrementar el valor presunto del oro del tesoro militar mediante el mismo método, y para otras transacciones deshonestas. Tijeras demostró pronto tal ingenio para encontrar nuevas maneras de elevar los impuestos, que lo juzgaran digno de las funciones más encumbradas. Poco antes había actuado como jefe de recaudación de impuestos en África, al mando de Salomón. El problema de obtener dinero para los enormes gastos de Justiniano era ahora más apremiante que nunca, a causa de las incursiones búlgaras que habían empobrecido una zona tan vasta. Tijeras practicó sus extorsiones habituales en Italia; y logró conseguir para su real señor, quien le permitía retener el cinco por ciento de las ganancias como comisión, los tesoros que la guerra había perdonado. Más aún, nadie podía acusar a Tijeras de parcialidad: recortaba no sólo las fortunas de los godos e italianos sino también la paga y las raciones de las tropas imperiales. El agorero pronóstico de Teodosio sobre el futuro de Italia se estaba cumpliendo al pie de la letra. Pero más tarde me extenderé sobre este asunto. Antes de que hubiéramos zarpado, el rey Cosroes de Persia había iniciado su prometida invasión de Siria. Ahora no era del todo injustificada, pues Justiniano había iniciado negociaciones secretas con los hunos blancos que viven más allá del mar Caspio, tratando de inducirlos mediante sobornos a que invadieran Persia desde el norte; y con el viejo rey de los sarracenos, tratando de hacerle cambiar de bando. Insatisfechos con las condiciones de Justiniano, los dos habían entregado a Cosroes sendos fajos de correspondencia. Cosroes intentó tomar nuevamente la ruta del sur, marchando a lo largo de la margen derecha del Éufrates desde las llanuras de Babilonia, y cruzó la frontera sin hallar resistencia. Como sólo llevaba tropas de caballería, llegó a Sura en seis días de marcha; y la capturó mediante una treta durante la tregua dispuesta para la discusión de los términos de la capitulación. Tras una conferencia con el representante imperial, el obispo de la ciudad lo había escoltado honrosamente hasta la puerta principal: entonces ordenó a una partida de hombres que corriera para bloquear la puerta con una viga de madera. Antes de que la gente de Sura pudiera quitar la viga, un escuadrón de jinetes persas había irrumpido en la calle principal. Sura fue saqueada y quemada hasta los cimientos, sus habitantes esclavizados y llevados a Persia.

Nuestro comandante en Siria era el mismo Butzes que había peleado con el ala izquierda en Daras. Su cuartel general estaba en Hierápolis, a otros seis días de marcha río arriba. Al enterarse de la proximidad de Cosroes, Butzes exhortó a los ciudadanos y soldados a una resuelta defensa de la ciudad; luego, reuniendo su caballería ligera, emprendió la fuga con suma celeridad. Cosroes marchó contra Hierápolis. Al comprobar que las fortificaciones eran sólidas, acordó levantar el sitio si le pagaban un rescate de cien mil piezas de oro. Los ciudadanos, alarmados por el destino de Sura, le dieron el dinero. Después de esto, Cosroes viró hacia el oeste y llegó a Berea, donde vio que las fortificaciones eran más vulnerables que las de Hierápolis y, por lo tanto, fijó el rescate en doscientas mil piezas de oro. También aquí los pobladores accedieron, pero cuando se pusieron a recoger el dinero descubrieron que sólo podían reunir la mitad; los recaudadores de impuestos imperiales —especialmente Focio, el hijo de mi ama, quien se había vuelto uno de los agentes más desalmados y eficaces de Justiniano— habían trabajado mucho en esa comarca últimamente. Temeroso de la furia de Cosroes, pues, los principales ciudadanos y los soldados de la guarnición abandonaron las murallas de Berea y buscaron refugio en la ciudadela. Cosroes franqueó las murallas desiertas y, como le irritaba que le tomaran el pelo, según él lo expresó, quemó media ciudad. Sin embargo, al descubrir que no le habían pagado el dinero simplemente porque no lo tenían, perdonó la deuda y continuó su marcha hacia Antioquía.

Justiniano, al recibir la noticia de la invasión, había enviado inmediatamente a su sobrino Germán —el mismo que nos había ayudado a sofocar el motín en África— para inspeccionar las defensas de Antioquía. Estaban en condiciones bastante buenas, pero tenían un punto vulnerable: un peñasco grande y ancho, Orocasias, que se erguía contra las murallas en el punto más elevado del circuito. Tal como el mausoleo de Adriano había sido una amenaza permanente para las murallas de Roma hasta que se lo incorporó al sistema de defensa, lo mismo ocurría con ese peñasco, Orocasias. Germán decidió que había que fortificarla de inmediato. La única alternativa era cavar una fosa ancha y profunda para separar las murallas del peñasco (que tenía sólo quince pies de altura menos que las almenas), y elevar la altura de la muralla. Pero las autoridades civiles de Antioquía se negaron a hacer nada al respecto. Dijeron que no había tiempo para completar edificaciones o trincheras antes de la llegada de Cosroes, y que si los interrumpían durante la obra habrían revelado gratuitamente el único punto débil de las defensas. Si no podían defender la ciudad, tratarían de disuadir a Cosroes con dinero; de hecho, el Patriarca Efraín escribió secretamente a Cosroes, ofreciéndose a reunir cualquier suma razonable: sugirió cien mil en oro. Pero Justiniano despachó una circular a todos los gobernadores de ciudades, prohibiéndoles pagar dinero de rescate bajo pena de muerte. El Patriarca, temeroso de enfrentarse a Cosroes con las manos vacías, huyó al norte, a Cilicia, al igual que otros ciudadanos ricos y prudentes. Luego, llegaron seis mil jinetes del Líbano para reforzar la guarnición; sus comandantes cerraron las puertas, de modo que la fuga se hizo imposible.

La vanguardia del rey Cosroes estuvo pronto a la vista de Antioquía. El embajador se acercó a las murallas y expuso las exigencias de los persas: se correspondían exactamente con la oferta del Patriarca. Por cien mil piezas de oro, el rey perdonaría a la ciudad y seguiría de largo con su ejército.

Los habitantes de Antioquía son gentes muy informales y frívolas. Trataron al embajador sin ningún respeto, arrojándole barro y disparando flechas a su alrededor. Si Belisario, con sólo cinco mil hombres, argumentaron, podía defender una ciudad mucho más grande durante un año entero contra ciento cincuenta mil godos, ¿por qué ellos, con nueve mil, no defenderían Antioquía contra los cincuenta mil persas de Cosroes? Más aún: Belisario había recibido poca ayuda de los reblandecidos civiles romanos; en Antioquía, en cambio, los Azules y los Verdes habían formado una suerte de milicia local; sus luchas de facción, que se libraban de manera más abierta y osada que en Constantinopla, les habían infundido entusiasmo marcial. De manera que diez mil voluntarios terminaron por engrosar las fuerzas regulares, y al menos la mitad tenía armadura y portaba armas. Lamentablemente, el peñasco Orocasias fue mal defendido. Opino que si trescientos hombres capaces hubieran salido de las fortificaciones para apostarse en la escarpada cima, podrían haber rechazado cualquier ataque. Pero se adoptó un plan diferente: largos andamios de madera se colgaron de cuerdas entre las dos torres de ese sector, de modo que los defensores pudieran resistir en dos niveles, con flechas y jabalinas desde el andamio de arriba, con espadas y lanzas desde las almenas de abajo.

A la mañana siguiente a la del rechazo de las condiciones de paz, el rey Cosroes envió una parte de sus ejércitos por el valle del Orantes, para que asaltaran diversos puntos de la muralla, mientras él subía a la colina con una fuerza selecta para asediar Orocasias. Esos andamios de madera fueron la ruina de Antioquía. Mientras los arqueros y lanzadores de jabalinas apostados en ellos se afanaban por mantener a raya a los persas, apoyados por refuerzos continuos de las torres, las cuerdas se partieron de golpe, y planchas y soldados cayeron con un estrépito ensordecedor sobre el atestado parapeto de abajo. Cientos murieron o quedaron gravemente heridos; y se oyeron gritos horripilantes, mientras los persas respondían con aullidos de triunfo.

Los hombres de las torres adyacentes, sin saber qué había sucedido, imaginaron que la muralla misma se había derrumbado y que los persas estaban entrando. Abandonaron sus puestos y corrieron colina abajo, hacia la ciudad; llegaron a la puerta que conduce al suburbio de Dafne, gritaron que habían visto a Butzes a lo lejos acercándose con un ejército de auxilio y que debían apresurarse a aunar fuerzas con él. Nadie creyó esta historia, pero inmediatamente los civiles intentaron huir en tropel de Antioquía, mientras aún había tiempo, pues la puerta de Dafne era la única que los persas no estaban atacando. Entonces, toda la fuerza de caballería se retiró de las fortificaciones y convergió al galope en esa puerta, pisoteando a los civiles y saltando sobre una barrera de muertos y moribundos. Pronto Antioquía quedó sin ninguna tropa, excepto unos pocos infantes regulares y la milicia de la ciudad. Los milicianos que habían sobrevivido al derrumbe del andamio abandonaron la muralla de Orocasias en cuanto advirtieron que los regulares ya no les protegían los flancos. Se reagruparon al pie de la colina, dispuestos a defender las calles. Los persas escalaron las murallas con escaleras y entraron sin dificultad.

Entonces los milicianos ofrecieron un animado despliegue de lucha callejera en la típica tradición del Hipódromo, con guijarros, espadines y porras. Los Azules atacaron con su grito de guerra «¡Abajo los Verdes!», y los Verdes con su grito de guerra «¡Abajo los Azules!», y los persas tuvieron que retroceder. Pero el rey Cosroes, apostado en una torre capturada, observó que era sólo un ejército de chapuceros, y envió un escuadrón de Inmortales calle arriba. La milicia se dispersó, y pronto empezó una matanza en la cual perecieron cantidades inmensas de personas de ambos sexos. Antioquía fue saqueada y, en la catedral, Cosroes encontró extraordinarias provisiones de oro y plata, suficientes para pagar dos veces toda la campaña. Como castigo por la lucha callejera, ordenó que se quemara toda la ciudad, a excepción de la catedral, pues dijo que no tenía pendencia alguna con el Patriarca. Hasta los suburbios fueron destruidos, y más intensamente que en el terreno de hacía tres años. Medio millón de personas quedó sin hogar ni alimentos. El rey congregó a cien mil de los más jóvenes y activos y los consoló así:

—Os llevaré a salvo conmigo hasta mi propio país, y os construiré una nueva ciudad en las márgenes del Éufrates, que sin duda es mejor río que vuestro Orontes. Tendréis baños y mercados y una biblioteca pública y un Hipódromo… ¡todo cuanto podríais desear!

Luego marchó hacia Seleucia, el puerto de Antioquía, y se bañó en el mar, cumpliendo un voto que había hecho al Dios Sol; y luego siguió el Orantes hasta Apamea, donde nuevamente se enriqueció con tesoros eclesiásticos. Allí, la gente le abrió las puertas, de modo que no incendió la ciudad, e incluso le permitió conservar su posesión más inapreciable: media yarda de madera aserrada de la base de la Vera Cruz. El tiempo y la podredumbre habían vuelto fosforescente esta reliquia, de modo que brillaba en la oscuridad, lo cual se consideraba milagroso. Los sacerdotes la guardaban en un cofre de oro incrustado de gemas. Pero Cosroes se llevó el cofre.

Fue en Apamea donde ordenó una carrera de carros en su propio honor.

—Tened en cuenta —dijo— que el color Verde debe tener precedencia, pues el Emperador Justiniano y su Emperatriz, según me informan mis ministros, hace tiempo que hacen gala de un injusto favoritismo hacia el Azul.

En Persia, los carros sólo se usan en desfiles y procesiones ceremoniales; por lo tanto, Cosroes no entendía que el deporte era competitivo. Los cuatro carros fueron liberados de las «cárceles», los aurigas lucharon con gritos y latigazos por el primer puesto, y pronto el primer Azul ganó el carril interior: quedó cincuenta pasos delante del segundo Azul, con los dos Verdes muy a la zaga. Cosroes montó en cólera, y viendo en los carros Azules un emblema del Emperador, exclamó:

—¡Parad la carrera, parad a ese César! Ha tenido la impertinencia de adelantarse a mis dos carros. —Soldados persas irrumpieron en la arena y formaron una barrera con lanzas. Los aurigas Azules frenaron, por temor a empalar los caballos, y a los aurigas Verdes se les permitió tomar la delantera y ganar. Fue la carrera más fraudulenta que se vio jamás en un Hipódromo (y podría cantaros algunas bastantes fraudulentas). La audiencia rió estrepitosamente, y Cosroes sonrió, sin darse cuenta de que él era la causa de esa hilaridad. «Parad a ese César» se transformó en estribillo de los círculos deportivos de todo el mundo. Cosroes era de temperamento irritable, y sarcástico por naturaleza. Por ejemplo, ridiculizaba los infortunios de las personas cuyas ciudades arrasaba, fingiendo llorar y diciendo: —Ay, pobres cristianos, fue vuestra equivocada lealtad a nuestro tonto y codicioso primo de Constantinopla lo que os llevó a esto.

Sin embargo, no era mala persona.

De Apamea regresó a su patria, no por donde había venido, sino por Edesa, Camas, Constantina y Daras. Aceptó sólo cinco mil piezas de oro como rescate de Edesa, aunque al principio se había propuesto capturarla, porque sus magos lo disuadieron de semejante tentativa. Pues su vanguardia había perdido dos veces el camino en el trayecto hacia allí y, cuando por último lo encontraron, el rey empezó a sufrir súbitamente de un gran dolor por un absceso bajo un diente de la mandíbula inferior. A los habitantes de Edesa no les sorprendió salir tan bien librados. Dicen que una vez Jesucristo en persona escribió una carta a un ciudadano de Edesa que lo había invitado a librar a esos tontos galileos a su destino e ir a predicar a Edesa como huésped de honor. Se presume que Jesús escribió: «No puedo ir, a causa de las profecías de las Escrituras, pero tendrás toda suerte de bienaventuranzas mientras vivas, y protegeré a tu ciudad del ataque de los persas para siempre». La respuesta no me parece muy probable, dadas las circunstancias: en tiempos de Jesús, los persas no eran una amenaza. No obstante, los hombres de Edesa la han inscrito con letras de oro sobre las puertas de la ciudad; su poder se mostró insuficiente en sólo una ocasión.

Mientras el rey Cosroes todavía estaba cerca de Edesa, llegó una embajada de Justiniano, accediendo a las condiciones sugeridas como precio de la restauración de la Paz Eterna; a saber, un pago anual de cuatrocientas mil piezas de oro, más lo que ya había capturado en el curso de la campaña. Como acto de gracia, Cosroes ofreció vender todos los cautivos que traía de Antioquía a un precio irrisorio a los habitantes de Edesa, que son célebres por su benignidad. Reunieron, además de las cinco mil piezas del rescate, el equivalente de cincuenta mil. Esta suma estaba integrada por plata y dinero menudo, e incluso por vacas y ovejas, una contribución voluntaria de los granjeros. Las mismas prostitutas celebraron una reunión en la cual se decidió que todas las joyas pertenecientes a las integrantes del gremio debían añadirse al rescate. Lamentablemente, en ese momento llegó Butzes, y anunció que Edesa había desobedecido al Emperador al pagar a Cosroes las cinco mil piezas. Prohibió que se pagara más, e informó a Cosroes que la gente de Edesa había reconsiderado la cuestión y no cerraría trato. Le guardaba rencor a Cosroes por haber fijado el rescate de su hermano Cutzes, capturado trece añas atrás, en una suma imposible, de manera que Cutzes había muerto en prisión. Como acto de justicia privada, Butzes se guardó para sí el dinero de Edesa; y Cosroes se llevó a los cautivos.

Esto fue a principios de julio. El rey Cosroes recibió la noticia de que Belisario había regresado a Constantinopla. Se apresuró a volver a su país, contentándose con extorsionar ligeramente a Constantinopla y las otras ciudades por donde pasaba. No aceptó dinero de Camas, alegando que no era una ciudad cristiana, sino que continuaba fiel a los antiguos dioses. En Daras hizo una demostración; luego, tras recoger allí cinco mil piezas más, cruzó la frontera persa, satisfecho consigo mismo. En cuanto a los cautivos, les construyó su nueva Antioquía junto al Éufrates, y de ninguna manera quedaron defraudados: muchos de ellos abjuraron del cristianismo y volvieron a adorar a los antiguos dioses en los templos construidos por Cosroes. Símaco, el filósofo ateniense, llegó también allí y abrió una academia para el estudio de la doctrina llamada neoplatonismo, una especie de cristianismo no complicado por la historia de Jesucristo ni por las controversias sobre su naturaleza. En el Hipódromo de Nueva Antioquía el color Verde gozó de la protección personal del rey Cosroes, y recibía los mejores caballos.

Pero Justiniano, en cuanto se enteró de que Cosroes había regresado a Persia, rompió el nuevo tratado.

Ésta, pues, fue la vergonzosa noticia con que nos recibió en julio, cuando llegamos de Rávena a Constantinopla: en esos tres meses, Cosroes le había costado a Justiniano una suma que ascendía a no sé cuántos millones, y había demostrado tanto la debilidad de sus defensas como la cobardía de sus tropas. Pocos oficiales de rango habían acompañado a Belisario y a mi ama en el regreso, y ninguna tropa, salvo el Regimiento Personal que, mediante el alistamiento de godos, moros y vándalos, sumaba ahora unos siete mil hombres. Eran individuos intrépidos, resistentes; pues si algún combatiente demostraba un coraje excepcional, perteneciera a las fuerzas enemigas o a las aliadas, Belisario siempre se apresuraba a tomarlo y transformarlo en un soldado de primera. Durante la defensa de Roma, el Regimiento Personal había resistido tan a menudo el grueso del ataque godo que los romanos salían exclamar maravillados: «¡El Imperio de Teodorico socavado por las tropas de un solo hombre!».

Con nosotros venía un gran séquito de cautivos, encabezados por el rey Vitiges, la reina Matasunta y los hijos del rey Hildebaldo. También traíamos todos los tesoros públicos de Rávena. Éstos consistían en unos diez millones en lingotes y monedas de oro y plata; los antiguos emblemas del Imperio de Occidente; grandes cantidades de objetos de oro y plata, incluidos los tesoros capturados por Teodorico en sus guerras en Francia y los tesoros de la Iglesia arriana (que Justiniano había ordenado fundir); y los estandartes romanos capturados hacía siglos en la batalla de Adrianópolis, junto con la diadema que el Emperador Valente había ceñido ese día aciago.

De los estandartes y la corona comentó Belisario, cuando nos acercábamos a casa:

—La derrota de Adrianópolis está vengada al fin. ¡Ah, si mi tío Modesto hubiera vivido para ver cómo yo traía esas cosas de vuelta, qué banquete clásico nos hubiera ofrecido!

—Si —acordó mi ama—, ¡y qué discurso aún más clásico nos hubiera endilgado!

Belisario, creo, estaba comparando mentalmente la bienvenida que le habría brindado su tío con la que podía esperarse, en el peor de los casos, de Justiniano, dada la atmósfera de calumnias y sospechas de la corte. No porque Belisario ambicionara honores y títulos: lo satisfacía la mera sensación del deber cumplido. Pero como era de corazón generoso, lo ofuscaba fácilmente la mezquindad de los otros. Tenía esperanzas, sin duda, tanto por Justiniano como por él mismo, de que todas las sospechas se hubieran disipado a su regreso y los charlatanes dejaran de entrometerse.

Si mi interpretación de sus pensamientos es correcta, le aguardaba una inmensa decepción. Creo que nunca antes en el mundo, un general leal y victorioso ha recibido una bienvenida tan fría de su Emperador. La chusma de la ciudad no escatimó expresiones de admiración por Belisario, aclamándolo como el único capaz de defender el Imperio contra los persas. Pero Justiniano sentía tanta envidia que no celebró el merecido triunfo; ni siquiera exhibió públicamente los despojos godos. Fueron desembarcados privadamente en el puerto imperial y depositados en el Palacio de Pórfido, donde nadie podía verlos, salvo los miembros del Senado. Justiniano no quería ceder nada del dinero a Belisario; por temor, supongo, a que lo distribuyera generosamente entre la multitud y aumentara así su popularidad. Pero Teodora insistió en que debía recibir al menos medio millón por los gastos del Regimiento, pues los hombres no recibían paga ni naciones del fondo público, a menos que estuvieran en servicio activo. Durante todas sus guerras, Belisario no sólo daba a sus tropas personales sueldo y raciones extra pagadas del propio bolsillo, sino que les resarcía las pérdidas en armas y equipo, lo cual no era de ningún modo una práctica habitual: además, los condecoraba con anillos y cadenas de honor por las proezas militares descollantes y pensionaba a los enfermos y lesionados que estaban incapacitados para seguir combatiendo. Más aún, si cualquier viejo soldado se le acercaba y le decía, por ejemplo: «He perdido un brazo en tu primera campaña persa y al fin he caído en la mendicidad», Belisario le daba dinero, aunque el hombre no hubiera estado bajo su mando directo. Semejante generosidad, desde luego, aumentó las suspicacias de Justiniano, cuya noción de lo que merecían los veteranos tullidos era mezquina.

Los ciudadanos decían de Belisario: «Es una especie de monstruo. Nadie lo ha visto borracho; viste tan simplemente como se lo permite su rango; lejos de ser lujurioso, ni siquiera ha pasado una mirada ansiosa en una sola de sus cautivas, aunque en el mundo no existen bellezas más grandes que las mujeres vándalas y godas; ni siquiera es un fanático religioso». Acompañado por mi ama y un numeroso cortejo de coraceros, salía de su casa de la Calle Principal a pie todos los días, y caminaba hasta la Plaza de Augusto para cumplir con sus deberes en el Despacho de Guerra, y más tarde para rendir homenaje a los Soberanos. La multitud nunca se cansaba de mirar a esa figura alta y ese rostro franco y grave, y a los soldados que marchaban con paso regular detrás suyo. Éstos eran persas de tez oscura y rasgos delicados, y vándalos blancos y rubios, y godos fornidos y pelirrojos, y hunos patizambos de ojos oblicuos, y moros de pelo renegrido y rizado y narices ganchudas y labios gruesos. La gente miraba a mi ama y susurraba: «Ella también es una especie de monstruo. Destruyó a muchos godos personalmente, apuntando una catapulta, fue ella quien socorrió a Roma». Una vez le oí decir a un sacerdote: «Bien profetizó Salomón de esta ramera en los Libros de Proverbios: “Ella ha derribado a muchos heridos; si, muchos hombres fuertes ha matado. Su morada es el camino del Infierno, y desciende a las cámaras de la muerte”».

Luego, aunque sólo una imaginación retorcida podía haber interpretado la genuina modestia de Belisario como afectación, Narses y Juan de Capadocia dijeron a Justiniano:

—Está planeando una rebelión. Mira cómo se atrae las simpatías de la chusma, de modo que su más ínfimo movimiento en las calles se transforma en una especie de procesión festiva. El esplendor de Su Gloriosa Majestad queda oscurecido por contraste, para la mirada vulgar. Él cree ahora que ambos imperios están a su alcance; ha venido a Constantinopla para exhibir sus cautivos, y en el momento oportuno intentará arrebatarte la diadema de tu serena frente. Sé el primero en actuar.

Justiniano, que era un pusilánime, los despidió diciendo:

—Aún no tengo pruebas. —Temía a Teodora, de quien mi ama Antonina era tan íntima amiga; además, si Cosroes lanzaba otra invasión el año siguiente, sólo Belisario podría frustrar el ataque.

En cuanto al rey Vitiges, homenajeó a Justiniano e incluso renegó de sus errores arrianos; obtuvo el rango de patricio y grandes propiedades en Gálata, contiguas a las que se habían entregado a Gelimer. Pero el matrimonio entre él y Matasunta fue anulado a petición de ambos. Como retribución por sus servicios relacionados con los incendios de los graneros, Matasunta obtuvo permiso para casar con Germán, el sobrino de Justiniano que había contribuido a sofocar el motín de Stotzas. Los otros cautivos godos fueron organizados en unidades de caballería y enviados a custodiar la frontera del Danubio. Eso es todo, pues, en cuanto a los godos.

En Constantinopla vimos por primera vez la iglesia de Santa Sofía terminada. El arquitecto era Antemio de Tralles. Justiniano le había dicho:

—No repares en gastos para hacer de éste el edificio más bello y duradero del mundo, para gloria del nombre de Dios y del mío.

Antemio estuvo a la altura de su misión. Es su nombre el que merece la gloria principal, pues Justiniano no hizo más que aprobar sus planos. Si hay que honrar algún otro nombre, sean los de Isidoro de Mileto, el asistente de Antemio, y el de Belisario, cuya victoria sobre los vándalos suministró los tesoros que costearon la construcción de la catedral y los esclavos necesarios.

La catedral se destaca entre todos los edificios vecinos, aunque son imponentes. Por comparar lo grandioso con lo inferior, es como un enorme buque mercante atracado entre barcazas en el Cuerno. Sus proporciones están tan exquisitamente calculadas, sin embargo, que no hay nada brutal ni abrumador en su tamaño. Tiene, por el contrario, una nobleza grácil, pero seria, que sólo puedo expresar diciendo: «Si Belisario hubiera sido tan buen arquitecto como soldado, ésta es la iglesia que habría construido».

Santa Sofía tiene más de doscientos pies de ancho, trescientos de largo y ciento cincuenta de alto. La corona una cúpula enorme; y cuando uno alza los ojos hacia el cielo raso, que tiene incrustaciones de oro puro por doquier, da la impresión de que toda la estructura se derrumbará en cualquier momento, pues no hay vigas ni pilares centrales para sustentarla, sino que cada parte converge hacia dentro y hacia arriba, hasta el punto central de la cúpula. Los ciudadanos dicen a los visitantes del campo: «Un demonio, por orden del Emperador, suspendió la cúpula del cielo mediante una cadena de oro hasta que erigieron las otras partes para ensamblarlas con ella». Muchos visitantes toman esta broma en serio.

Hay dos pórticos, cada cual con un techo cupular incrustado de oro, uno para los feligreses de cada sexo. ¿Quién podría describir dignamente la belleza de las columnas talladas y los mosaicos que adornan el edificio? El lugar se asemeja ante todo a un prado primaveral bajo un sol ancho y áureo, con los grandes pilares de piedra del crucero elevándose del suelo como árboles; muchas colores diferentes de mármol se han utilizado en las paredes y en el suelo: rojo y verde y púrpura moteado y trigueño y amarillo cremoso y blanco puro, con la pátina azul de lapislázuli aquí y allá. Tallados, cincelados y molduras exquisitas hacen una delicia de cada detalle, y las múltiples ventanas de las paredes y la cúpula inundan el crucero de luz. Para apreciar este edificio y adorar en él la Sabiduría a la cual está consagrada, no es preciso ser cristiano ortodoxo; y está abierta a todas horas, incluso a los fieles más pobres, en tanto no hayan ofendido las leyes y se comparten decorosamente. Un mendigo puede entrar e imaginarse Emperador, de pie en medio de tan pródigo esplendor; sólo algunas partes del edificio le están vedadas, como el santuario, que está laminado con cuarenta mil libras de plata reluciente, y ciertas capillas privadas. En cuanto a las reliquias de santos y mártires, las hay en profusión, y algunas de las puertas interiores están hechas de una madera que (dicen) formó parte del arca de Noé.

Fue durante una visita a Santa Sofía, creo, cuando Teodosio se convenció de que estaba viviendo una vida sin objeto, y de que sólo hallaría nuevamente la paz si regresaba al monasterio. No se trataba de que ahora fuera más francamente cristiano que antes, sino de que en Éfeso su vida estaba regulada por normas estrictas y no le era preciso pensar qué haría después. Teodosio no era hombre licencioso; en verdad, al aceptar las restricciones monásticas a las pasiones, estaba soportando lo que la mayoría de los hombres habría juzgado intolerable. También sabía que era tema de constantes habladurías en relación con mi ama Antonina, y que lo llamaban su efebo; y mi ama, para sofocar esos rumores, siempre se dirigía a él con humillante severidad en público, aunque muy afectuosamente en privado. Además, Teodosio estaba tan harto de la guerra que no podía resignarse a la idea de una nueva campaña, y para colmo en Oriente, donde era muy probable que pronto enviaran a Belisario: el calor bochornoso le causaba náuseas y mareos. Por lo tanto, una noche, recogió secretamente unas pocas pertenencias, se embarcó en una nave mercante y zarpó hacia Éfeso, dejando una breve nota de disculpas y despedida.

Mi ama quedó tan consternada por su alejamiento que no podía probar bocado ni atender a sus asuntos cotidianos, y pronto cayó en cama. Ahora tenía cuarenta años, y las ansiedades de la campaña italiana le habían dejado un semblante crispado y ojeroso que no podían hacen desaparecer los cosméticos ni los masajes. Además, hacía poco que se había iniciado el cambio de su sangre, de modo que estaba nerviosa e irritable; se sumió en una melancolía de la cual Belisario, pese a su amor y paciencia, no pudo arrancarla. Al parecer, tomó la partida de Teodosio como indicio de que su gran belleza (que él acostumbraba a festejar, como un cortesano, en canciones de su propia cosecha) se había disipado, junto con ese ingenio y atractivo celebrados por todos. Considero que Belisario demostró en esa ocasión auténtica magnanimidad. Cuando ella confesó que sólo la presencia de Teodosio podía reviviría, él acudió directamente a Justiniano y solicitó humildemente que se lo llamara.

Justiniano consintió en escribirle al abad de Éfeso, pidiéndole que librara a Teodosio de sus votos y lo enviara de regreso; pero Teodosio declaró que ninguna autoridad humana, ni siquiera el Emperador, podía privarlo del derecho de ser monje.

Cuando, en la primavera, el rey Cosroes reanudó sus operaciones militares y Belisario fue despachado apresuradamente a la frontera para oponérsele, mi ama se quedó en la ciudad, aduciendo que, tan abatida, no sería más que un estorbo para él.