UNA DIADEMA RECHAZADA
Belisario escribió al Emperador, poniéndolo secamente al tanto de los «leales escrúpulos» que impedían a Narses respetar sus juicios militares; pidió un nuevo documento confirmando su autoridad como comandante supremo de los ejércitos de Italia. Mi ama Antonina le escribió al mismo tiempo a Teodora, usando un calificativo menos diplomático por la vergonzosa conducta de Narses. La respuesta de Justiniano tardó en llegar.
Entretanto, Belisario se armó de paciencia e incluso logró persuadir a Narses de que se le uniera en el sitio de Urbino. Esta ciudad está construida sobre una colina empinada, y hay un solo modo de acercarse a ella por terreno llano: por el norte, donde las murallas son más altas en compensación. La guarnición goda, confiada en la solidez de sus murallas y sus graneros abarrotados, rechazó la invitación a rendirse; Belisario tendría que tomar la ciudad por asalto o mediante una estratagema. No había ningún acueducto que explorar, pues los habitantes se aprovisionaban de agua en un manantial perpetuo situado dentro de la ciudad; por lo tanto, tendría que intentar abrir las murallas. Con este fin, hizo construir un claustro, supervisando la obra personalmente. Un claustro es una serie de cobertizos sobre ruedas, conectados entre sí, cada uno de los cuales consiste en una sólida estructura de madera techada con entramados de mimbre como los utilizados por los pastores para los corrales, forrados con cuero crudo. Este claustro debía avanzar sobre la parte norte de las fortificaciones y, bajo su protección, un gran número de soldados con picos y palas se pondrían a minar la muralla. Generalmente, los postes de un claustro tienen ocho pies de altura, pero Belisario les añadió otra yarda, dejando espacio para un techo subsidiario, para mayor protección. El techo de un claustro se construye en ángulo agudo, para que las piedras reboten sin causar daños; las pieles se humedecen constantemente, para que no ardan. Belisario incorporó al claustro media docena de arietes.
Las murallas de Urbino eran muy sólidas, y el suelo muy rocoso: eso explicaba que no hubiera foso. Narses y Juan el Sanguinario ya habían perdido la paciencia, y Juan juraba que el lugar era inexpugnable: ¿acaso él mismo no había intentado infructuosamente tomarlo en su camino a Rímini, cuando lo defendían sólo unos pocos hombres? De manera que en la décima noche del sitio retiraron sus divisiones, sin informar a Belisario adónde se dirigían. Narses fue a defender Rímini, Juan el Sanguinario a Saquear la costa más allá de Rávena, para enriquecerse personalmente, pues en todo el territorio nordeste de Emilia y Venecia no había fortalezas en que los godos pudieran poner a buen recaudo sus tesoros.
Belisario tuvo que continuar el sitio de Urbino con mil ochocientos hombres. Los dos mil godos de la guarnición, advirtiendo lo que había ocurrido, se reían y se mofaban de él. Pero el claustro pronto estuvo en posición, mientras sus mejores arqueros, encaramados en un andamiaje de atrás y protegidos por un tabique, eliminaban a los centinelas de las almenas.
Aunque los zapadores trabajaban a destajo, al tercer día aún no habían llegado a los cimientos de la muralla, y los arietes, mecidos al unísono, aún no habían causado ninguna fisura de consideración. Luego, los godos lograron soltar un merlón entero sobre el techo del claustro. Lo traspasó, pero no mató a nadie, pues los arqueros del andamiaje habían avisado a tiempo. Belisario calculaba que pasarían cuando menos dos meses hasta que la muralla se derrumbara, y no lo ocultó a sus restantes oficiales. Imaginad entonces su sorpresa, y la nuestra, cuando al cuarto día, tras un extraño silencio en los dos días precedentes, los godos de la guarnición se asomaron por las troneras de las almenas alzando las manos en señal de rendición. A mediodía, Belisario y el comandante godo habían estipulado las condiciones, y Urbino era nuestra.
Lo que había ocurrido puede considerarse un golpe de suerte; pero, dada la situación, un golpe de suerte era lo menos que merecía Belisario. Narses no habría estado de acuerdo. De hecho, cuando recibió la noticia en Rímini, se sintió tan abrumado por la envidia que durante días no pudo comer con los oficiales, por temor a mostrar sus verdaderos sentimientos y dar la impresión de que era desleal al Emperador. Narses, de paso, llevaba consigo, en un altar de aro, una pequeña imagen de vidrio de la Virgen Madre de Jesús, a la cual consultaba antes de tomar cualquier medida importante. Solía decir a sus oficiales: «Nuestra Señora me ha advertido que no escuche vuestro plan»; o: «Nuestra Señora conviene en que el plan que he elaborado es sagaz». En esta ocasión, la Virgen no había dicho nada. Bien pudo haberle notificado que la perpetua provisión de agua de Urbino se interrumpiría de golpe y la guarnición se rendiría por la sed, pues de ese modo no se habría puesto tan en ridículo.
Ahora bien, al cavar la fosa habitual para el campamento, Narses había dado accidentalmente con un manantial y, por consejo de Juan el Sanguinario, había desviado el agua mediante canales para abrevar mejor a los caballos, tal como Belisario había hecho en Capudia. Este desvío del manantial tenía una relación insospechada con la interrupción del abastecimiento de agua en la ciudad. Lo irónico del asunto es que Narses fue el verdadero responsable de la caída de Urbino, y para colmo nunca lo supo. Volviendo el agua a su antiguo cauce, pudimos aplacar la sed de Urbino. El secreto no fue confiado a nadie, salvo a mí y dos domésticos más, albañiles de oficio, quienes vinieron conmigo al campamento abandonado e hicieron los trabajos necesarios bajo mi dirección. Teníamos órdenes de tapar nuevamente el manantial bajo una pila de rocas, pues quizá Belisario tuviera que defender a Urbino contra un ataque enemigo algún día.
El lema «Paciencia y Pobreza», en el cuenco de San Bartimeo que Justiniano le había dado a Belisario y Belisario había prestado a los monjes, me volvió a la memoria. Nuestras fuerzas se redujeron aún más cuando tuvimos que enviar a Martin con mil hombres para ayudar a Milán. Belisario (mi ama Antonina siempre a su lado) inició el sitio de Orvieto con solamente los ochocientos hombres entrenados que le quedaban y algunos reclutas italianos: la ciudad estaba demasiado cerca de Roma para dejarla en manos godas.
Martin no era ningún héroe. Cuando llegamos a la margen derecha del río Po, tuvo miedo de cruzarlo y lanzar una fuerza tan pequeña contra el ejército de burgundios y godos al mando de Uriah, integrado por no menos de setenta mil hombres. Uliaris, quien iba con Martín, al mando de medio escuadrón de coraceros, admitió que eran demasiadas las probabilidades en contra. El gobernador de Milán envió un mensajero a Martin —el mensajero atravesó disfrazado las líneas godas y cruzó el río a nado— implorándole que le enviara enseguida un ejército para ayudarlo. Milán, que es una ciudad de trescientos mil habitantes y, después de Roma, la más bella y próspera de toda Italia, estaba al borde de la inanición: «Estamos reducidos a comer perros, ratas, ratones y lirones; y ya se han denunciado varios casos de canibalismo».
Martín se excusó: no tenía botes para cruzar los pertrechos a la otra margen. Pero prometió que el sitio se levantaría en tres semanas, si podían resistir ese tiempo. Envió un mensajero a Belisario, que estaba en Orvieto, con órdenes de cabalgar día y noche: rogaba a Belisario que enviara a Juan el Sanguinario por el valle del Po desde Emilia. Le escribió: «Con la ayuda de Juan, tal vez podamos salvar Milán».
Belisario despachó entonces un mensaje de urgencia para Juan el Sanguinario, poniéndolo al tanto de las estrecheces que sufrían en Milán, y ordenándole que se uniera a Martín para auxiliar a la ciudad.
Juan el Sanguinario le contestó con una negativa tajante; sólo acataría órdenes de Narses. Añadió cínicamente: «¿Así que los milaneses están comiendo lirones? He leído en la Historia natural del afamado Plinio que estas pequeñas criaturas fueron prohibidas a los romanos de antaño por Catón el Censor, quien las consideraba un manjar demasiado exquisito para la mesa».
Inmediatamente, Belisario escribió a Rímini, recordándole a Narses que las divisiones de un ejército son como los miembros del cuerpo humano, y que deben ser controladas y dirigidas por una sola autoridad, la cabeza. «Abandonaría el sitio de Orvieto y partiría para Milán con mis ochocientos coraceros si no tuviera que permanecer en las inmediaciones de Roma. No puedo encomendar la defensa entera de la ciudad a reclutas romanos. Además, una marcha forzada de trescientas millas por Toscana, con el mal tiempo actual, sería la ruina para mis caballos. Te imploro en nombre de Dios, envía a tu amigo Juan, y a Justino, el sobrino-nieto del Emperador, con todas sus fuerzas disponibles para ayudar a Martín. O ve tú mismo y obtén de la campaña toda la gloria que anhelas».
Ante ese tono suplicante, Narses dio a Juan el Sanguinario el permiso requerido; pero era demasiado tarde. Considerad. El mensajero de Martín tuvo que recorren trescientas millas desde el Po hasta Orvieto; y el mensajero de Belisario tuvo que recorrer trescientas millas para llegar a Padua, donde estaba Juan el Sanguinario; y el mensajero de Juan el Sanguinario también tuvo que recorrer trescientas millas hasta Belisario, y no tenía prisa; y luego, el mensajero de Belisario tuvo que recorrer casi doscientas millas más para llegar a Rímini, donde estaba Narses. Hubo otra demora más causada por un extemporáneo brote de fiebre malaria que tuvo Juan el Sanguinario. Cuando se hubo recobrado y estuvo preparado para partir hacia Milán con cuatro mil jinetes y botes cargados en carretones para cruzar el Po, la ciudad había caído. Éste ya era el comienzo del año 539, el año del cometa.
Las vidas de los mil hombres de la guarnición de Belisario en Milán fueron perdonadas por los godos y los burgundios cuando entraron; pero, por orden de Uriah, toda la población civil masculina, salvo los niños, fue exterminada, un número de cien mil víctimas, e incluso en los altares de las iglesias donde buscaron refugio. Los soldados se despacharon a gusto con las mujeres, y todas fueron llevadas como esclavas; los burgundios tuvieron privilegio de elección como reconocimiento a sus servicios. Las viejas, feas y enfermas, fueron abandonadas sin alimentos. Todos los niños cayeron en manos de los godos. Las fortificaciones de Milán fueron desmanteladas y las iglesias arrasadas: las católicas por los arrianos godos, pero las arrianas por los católicos burgundios. Estallaron grandes incendios que se propagaron sin control, y media ciudad fue demolida.
Martín y Uliaris regresaron a Orvieto. Cuando Belisario se enteró del destino de Milán, quedó tan azorado que no quiso admitirlos en su presencia y durante el resto de la campaña no le dirigió la palabra a Uliaris excepto para impartirle las órdenes necesarias. Uliaris, decía, podría haber hecho algo para salvar el honor de los coraceros; al menos, hostigar las comunicaciones godas.
Por último, llegó un mensaje del Emperador Justiniano, quien reclamaba a Narses alegando que ya no podía prescindir de él como chambelán de la corte, y confirmando la designación de Belisario como comandante supremo, después de él mismo, de los ejércitos de Italia. Justiniano no le hizo reproches a Narses, aun cuando se enteró de la matanza de Milán, que Narses pudo haber impedido, sino que continuó tratándolo con gran amabilidad. Narses se llevó de Italia mil de los hombres que había alistado para servir allí. Además, su partida fue la excusa para una revuelta de los dos mil jinetes hérulos que estaban bajo su mando directo. Se negaron a aceptar órdenes de Belisario y se internaron en Liguria, saqueando la campiña a su paso; allí concertaron la paz con Uriah, vendiéndole todos sus esclavos y pertenencias prescindibles y recibiendo tierras fértiles para colonizar en las inmediaciones de Como. Pero, por un repentino cambio de humor, a los cuales estos bárbaros son tan proclives como una turba de ciudad, se arrepintieron y emprendieron el regreso a Constantinopla por el camino de Macedonia, con la esperanza de que el Emperador los perdonara mediante la intercesión de Narses. (Narses no los defraudó).
Así, Belisario quedó en efecto como comandante supremo, pero con un ejército de campaña, digamos, de no más de seis mil hombres entrenados. Sin embargo, ahora había llamado a las guarniciones de Sicilia y el sur de Italia y las había reemplazado por reclutas romanos, y también había alistado algunos labriegos italianos, de modo que había veinticinco mil hombres disponibles para la campaña. Cinco mil los despachó para sitiar Fiésole, a las órdenes de Justino. Tres mil, al mando de Juan el Sanguinario, junto con otros tres mil, a mando de otro Juan, apodado el Epicúreo, los envió al valle del Po para frustrar cualquier tentativa de Uriah de unir fuerzas con Vitiges en Rávena. Belisario se dirigió con once mil hombres al sitio de Osimo, la capital de Piceno.
En este punto, los límites de mi historia se ensanchan nuevamente. Al oeste cruzan el río Rin en Francia, al este cruzan el Éufrates, al norte el Danubio, al sur los desiertos de África. El rey Vitiges aún estaba en Rávena. La guarnición de Osimo le pidió auxilio, pero él sólo respondió con huecas declaraciones de que Dios estaba de parte de los godos. No se atrevía a sacar sus tropas de la ciudad, pues nuestras avanzadillas de infantería custodiaban los terraplenes de las ciénagas, apostadas detrás de fuertes barricadas. Rímini también estaba en nuestras manos; desde allí podían pedirse refuerzos de caballería por señales de humo si los godos de Vitiges intentaban forzar las barricadas. El regreso de Uriah desde Milán estaba bloqueado por las fuerzas de Juan el Sanguinario y Juan el Epicúreo, y sus aliados burgundios habían regresado a su propia comarca. Vitiges se sentía como un animal en una trampa.
Entonces, un viejo mercader de la gran colonia siria residente en Rávena se le acercó y dijo:
—¿Cómo ha podido el Emperador Justiniano contar con fuerzas para la conquista de África y tan buena parte de tus propios dominios? Sin duda porque primero compró la paz a los persas, y así pudo disponer que Belisario, comandante de sus ejércitos de Oriente, sirviera aquí en Occidente. Si persuadieras al gran rey de que cruzara el Éufrates con un gran ejército, Belisario sería despachado a Oriente para afrontar la nueva amenaza. Pues el Emperador tiene ese único general de genio, y lo tiene que pasear de un lado al otro de sus dominios como la lanzadera recorre la trama del telar. Rey Vitiges, envía una embajada al gran rey y, al mismo tiempo, otra embajada a Teodeberto, rey de los francos. Deja que estas embajadas informen a cada monarca que el otro ha prometido un enérgico ataque al flanco del Imperio Romano.
—¿Pero cómo pueden los embajadores godos cruzar todo el Imperio de Oriente? —preguntó Vitiges—. Los hombres del Emperador, sin duda, arrestarían a mis enviados. Más aún: ninguno de nosotros sabe hablar la lengua persa.
—Envía sacerdotes —repuso el sirio—. De ellos no sospecharán. Permíteles viajar en compañía de sirios, que van a todas partes, conocen todas las lenguas y tienen amigos en todas las tierras.
Vitiges aprobó la idea. Se encontraron sacerdotes voluntariosos y guías sirios, y el sacerdote destinado a Persia asumió temporalmente la dignidad de obispo, para mayor seguridad. Ambas embajadas zarparon juntas en dos pequeñas embarcaciones, aprovechando la marea de la siguiente noche sin luna, y eludieron a nuestra flotilla. En Rávena hay mareas, un fenómeno común en las costas del océano, más inexistente en el resto del Mediterráneo. (Recientemente se ha observado que la luna regula las mareas). Sólo a ciertas horas los barcos pueden navegar en el canal que cruza los bajíos y entran a puerto; y por ello Rávena está tan bien protegida contra un ataque desde el mar.
Un mes más tarde, considerando de nuevo el asunto, el rey Vitiges despachó dos embajadas más, integradas de la misma manera, a los moros de África, y a los lombardos, una raza germánica recientemente llegada a la otra margen del alto Danubio, sugiriendo que también ellos debían atacar al mismo tiempo que los persas y los francos. Las cuatro embajadas lograron llegan a su destino. En todos los casos, excepto el de los lombardos, la respuesta fue: «Sí, atacaremos, y pronto». Los lombardos respondieron cautelosamente: «No haremos nada hasta tener noticias de que los ejércitos de las otras naciones están en marcha; pues actualmente somos aliados de confianza del Emperador».
Ninguno de nosotros habría sospechado que el rey Vitiges entendía la política mundial tan cabalmente como para fomentar problemas en fronteras distantes de nuestro Imperio, pues ningún germano había pensado nunca en hacer algo semejante. Pero estaba muy apremiado, y dispuesto a escuchar a los mismos sirios, a quienes por lo general tildaba despectivamente de herejes, embusteros y orientales.
Pasó el año; era el quinto desde que habíamos desembarcado en Sicilia. Fiésole y Osimo se negaban a capitular. Como las guarniciones godas eran numerosas y las defensas sólidas, nuestra única esperanza era rendir a esas fortalezas por hambre. Belisario no permitió que su ejército se deteriorara y se redujera durante el sitio, como hizo Vitiges con el suyo durante el sitio de Roma. Al contrario, aprovechó esos meses para entrenar a sus reclutas italianos, ejercitándoles en maniobras continuas; les hacía pagar de acuerdo con la destreza que habían adquirido en el manejo de las armas y otras artes militares. También reclutó varios batallones nuevos, suministrándoles oficiales de las filas del Regimiento Personal; entre sus «comedores de galleta» había muchos tracios e ilirios cuyo dialecto nativo era una especie de latín. Pero los nuevos reclutas no superaban mucho en calidad a las tropas de la ciudad de Roma. El suelo italiano, antes tan prolífico en héroes, se ha agotado con el transcurso de los siglos: el italiano no tiene estómago para combatir, pese a su fanfarronería y sus alardes. Belisario lamentaba no poder usar los prisioneros godos que había capturado, pues eran hombres fuertes, osados, fáciles de entrenar. En cambio, los estaban despachando a Oriente y África para luchar allá por el Emperador.
Del sitio de Osimo puedo recordar pocos incidentes dignos de mención. Los viejos soldados me han dicho que su experiencia confirma la mía: los incidentes del principio de una campaña se fijan nítidamente en el recuerdo, pero, a media que pasan los años de guerra, un hombre percibe cada vez menos y se vuelve obtuso, de manera que nada le llama la atención, excepto algún acontecimiento extraordinario.
Hubo escaramuzas frecuentes ese verano en la ladera de la colina, entre las murallas de Osimo y nuestro campamento. Los godos salían hacer incursiones al caer la tarde, en busca de forraje para sus caballos, y nuestras patrullas se topaban con ellos; en las noches de luna había batallas campales. Fue en esa colina donde una mañana, contra un batallón de nuestra infantería que avanzaba en hilera, los godos lanzaron repentinamente una gran cantidad de ruedas de carreta con largas cuchillas y guadañas sujetas a los cubos. Por suerte, ninguno de los nuestros resultó herido; los godos habían calculado mal la dirección del declive, y las ruedas doblaron perdiéndose inofensivamente en un bosque, del cual las recuperamos. También fue en esa cuesta donde una mañana, cabalgando con mi ama, fui testigo de un espectáculo inolvidable. Varios godos al mando de un oficial estaban en la ladera segando forraje a la luz del día; y una compañía de moros, a pie, se les acercó para atacarlos, deslizándose por una hondonada herbosa. Pero los que recogían forraje eran un señuelo que ocultaba una emboscada: cuando los moros salieron de la hondonada aullando a voz en cuello, otra partida de godos les salió al encuentro y hubo un enfrentamiento cuerpo a cuerpo que costó muchas vidas a ambos bandos. El oficial al mando de los segadores de forraje, que vestía una armadura dorada, pero no tenía casco, murió cuando una jabalina mora lo atravesó, entrando por las ingles: la armadura laminada, hecha para montar, tiene un punto débil en esa zona. El moro que lo había lanceado saltó un grito de triunfo, tomó el cadáver por el cabello amarillo y empezó a arrastrarlo. Entonces, una lanza goda voló y atravesó limpiamente las dos pantorrillas del mono, pocas pulgadas por encima de cada talón, como cuando se ensartan las patas traseras de una liebre con una ramita para llevaría con más facilidad. Pero el mono no soltó la presa. Reptó lentamente cuesta abajo como un gusano, arqueándose y achatándose, llevando el cadáver a rastras. Todo esto lo vimos mi ama y yo con nuestros propios ojos, refugiados tras un árbol de acebo. Uno de nuestros trompeteros dio entonces la alarma y una tropa de hunos búlgaros pasó junto a nosotros al galope, para lanzarse al rescate. El jefe de los hunos recogió al moro, con jabalina y todo, y lo echó sobre las ancas de su caballo. El moro no soltó el cadáver, que saltaba y golpeteaba en el suelo mientras galopaban para ponerse a salvo.
Otra ocasión memorable fue la de la lucha en la cisterna. Esta cisterna se levantaba en el terreno escarpado al norte de Osimo, cerca de las murallas. Constituía la principal provisión de agua, aunque no la única; estaba alimentada por un arroyo de agua pura, y protegida por una bóveda para mantener el agua fresca. Los godos solían llenar allí sus cántaros de noche, con un fuerte grupo de vigilancia apostado alrededor. Cinco isaurianos se ofrecieron como voluntarios para destruirla, si les suministraban los cinceles, martillos y palancas necesarios, y los protegían mientras trabajaban. En la mañana del día siguiente, Belisario trajo su ejército entero y lo apostó en un círculo a intervalos alrededor de la muralla. Había largas escaleras preparadas como para escalar. Cuando se ordenara avanzar y se distrajera la atención de los godos, los cinco isaurianos se deslizarían sin obstáculos en la cisterna e iniciarían su trabajo de demolición.
El enemigo esperó serenamente el ataque inminente y no disparó hasta que nuestros hombres estuvieron a su alcance. Las trompetas sonaron, nuestros hombres gritaron y dispararon, pero las escaleras avanzaron sólo en un punto, a trescientos pasos de la cisterna; aquí los godos se apiñaron para repeler el ataque. Pese a esta distracción, los isaurianos no pasaron inadvertidos cuando treparon a la roca y se escabulleron dentro de la cisterna. Los godos comprendieron que eran víctimas de un ardid y lanzaran una furiosa acometida desde la poterna cercana, con el propósito de capturar a esos cinco hombres. Belisario emprendió un contraataque inmediato y los contuvo. Era una situación difícil, pues los godos nos superaban en número y tenían la ventaja de la colina empinada; pero los compañeros de Belisario eran ágiles montañeses de Isauria y Armenia que amaban este tipo de combate. Como ellos, Belisario peleaba a pie, usando sólo una chaqueta de búfalo y armado con dos jabalinas y un machete. Siguió incitándolos a renovados esfuerzos, aunque las bajas eran muchas. Cuanto más tiempo pudieran trabajar tranquilos los cinco isaurianos de la cisterna, calculó, menos duraría el sitio.
Los godos se retiraron cerca del mediodía. Mientras Belisario se lanzaba en su persecución, un centinela de la torne cercana le apuntó certeramente con una jabalina; la arrojó y la jabalina bajó raudamente. Belisario no la vio, pues el sol le daba en los ojos desde el sur, inmediatamente sobre el borde de las almenas. Fue el lancero Unigato, que iba junto a Belisario, quien le salvó la vida. Al ser mucho más bajo que su señor, ya estaba bajo la sombra de la muralla y pudo ver la jabalina en el aire. Brincó hacia delante y al costado, frenándola. La larga punta le perforó la mano y le cortó todos los tendones de los dedos, de modo que esa mano le quedó paralizada para el resto de su vida. Pero dijo:
—Por salvar a mi señor Belisario, con mucho gusto habría puesto el pecho.
El propio Belisario bajó a la cisterna. Aunque los isaurianos habían martilleado y desmenuzado con todas sus fuerzas los grandes bloques de piedra, no habían logrado mover ni siquiera un guijarro. Los hombres de antaño tenían por costumbre construir no para un año, ni siquiera una vida, sino para siempre. Las piedras estaban insertadas unas en otras tan exactamente, y los intersticios rellenados con un cemento tan duro, que el lugar parecía tallado en la roca viva. No había más remedio que hacer algo que a Belisario le repugnaba por naturaleza: contaminó el agua, arrojando en la cisterna cadáveres de caballos, cal viva y arbustos ponzoñosos. Los godos, que ya estaban sometidas a una dieta de hierbas, tendrían ahora que depender de un solo pozo dentro de las fortificaciones y del agua de lluvia de los techos acumulada en toneles. Pero aquél era año de sequía, y no había lluvia.
Fiésole se rindió por hambre en agosto, y Belisario exhibió los líderes cautivos a la guarnición de Osimo, con la esperanza de persuadirles a rendirse. Y se rindieron, pues los términos que ofreció Belisario eran generosos. No los sometería a la esclavitud, pero debían renunciar a su lealtad al rey Vitiges y jurar fidelidad al Emperador Justiniano, y además ceder la mitad de sus riquezas a nuestros hombres a título de botín. Para entonces, estaban furiosos con Vitiges porque los había librado a su destino cuando tenía ejércitos aún mucho más numerosos que los de Belisario, que era un soldado al cual respetaban. Todos se ofrecieron para servir en el Regimiento Personal. Eran hombres escogidos, y Belisario los aceptó con gusto. Así, la última fortaleza al sur de Rávena había caído ante nuestro asedio.
Entretanto, Uriah, el sobrino del rey Vitiges, había acampado en Pavía, en el Alto Po, pues los dos Juanes le impedían acudir en auxilio de su tío en Rávena. Un día de junio recibieron buenas noticias: la embajada ante el rey Teodeberto había tenido éxito, y cien mil francos habían cruzado los Alpes y marchaban por Liguria para ayudarlo. Estos francos son católicos sólo de nombre, y todavía conservan muchas de sus antiguas y sanguinarias costumbres germanas; más aún, tienen más reputación de perfidia que ninguna raza de Europa. No son jinetes, como los godos y los vándalos, sus parientes lejanos, salvo por los pocos lanceros que acompañan a cada uno de sus príncipes y por cada líder de gau, que va montado como señal de jerarquía. Son infantes muy valerosos y muy poco disciplinados; y van armados con espadones, escudos, y sus temidas franciscas. Las franciscas son hachas de mango corto y doble filo que arrojan al atacar, atendiendo a una voz de mando; el golpe de semejante hacha destroza cualquier escudo ordinario y mata al hombre que está detrás.
Las fuerzas del rey Teodeberto no tardaron en alcanzar la cabeza de puente del Po, en Pavía, donde estaba Uriah; y los godos les dieron una calurosa bienvenida. Mas para cuando los primeros batallones de francos hubieron cruzado sin estorbos, una sorpresa horripilante aguardaba a Uriah. Los francos rompieron filas y corrieron de un lado para otro, persiguiendo a las mujeres y a los niños godos; y sacrificaron a las que capturaron, como primeros despojos de guerra, arrojándolos de cabeza al río. Ésta era una vieja costumbre de sus días precristianos, que ellos justificaban con argumentos ortodoxos: como tratamiento adecuado para los herejes arrianos que negaban que Jesucristo estuviera a la par de Su Padre Omnipotente. Los godos de Uriah quedaron tan apabullados ante ese horroroso espectáculo que huyeron precipitadamente a su campamento. Perseguidos por andanadas de hachas arrojadizas, no se detuvieron para defender el campamento; hubo una estampida general por la carretera de Rávena. Se lanzaron sobre las avanzadillas de Juan el Sanguinario por decenas de miles; y cientos fueron derribados al atravesar el campamento imperial.
Luego, Juan el Sanguinario reunió a sus guardias y galopó hacia el campamento godo, creyendo que Belisario había realizado un avance imprevisto por Toscana, y que era él quien había ahuyentada a los godos. Cuando cayó en la cuenta de su error, los francos hormigueaban en la carretera; luchó obstinadamente y llevó las de perder. Abandonando el campamento con el botín de dos años, se retiró a Toscana. El rey Teodeberto había ganado toda la región occidental de Liguria de un solo golpe.
Había sido un año de sequía; y, a causa de las vicisitudes de la época, las actividades agrícolas se habían interrumpido en el norte de Italia. El poco grano que se había plantado, se había marchitado antes de brotar, y hacía tiempo que las reservas de los granjeros y establos habían sido requisadas por el rey Vitiges para sus ejércitos, o por los milaneses que se habían rebelado contra él, o por los hérulos en sus incursiones. En consecuencia, cuando los francos hubieron consumido las provisiones que encontraron en los dos campamentos capturados, tuvieron que subsistir con carne de buey cocinada en las aguas del Po, que ese año tenía muy poco caudal y estaba infestado de cadáveres. Un ejército compuesto íntegramente por infantes tiene un radio de acción más reducido que un ejército de caballería, y los francos tienen buen apetito. Cuando llegó agosto, los atacó la disentería y murieron no menos de treinta y cinco mil.
Belisario escribió una carta al rey Teodeberto, reprochándole su deslealtad a su aliado, el Emperador Justiniano; sugirió que la pestilencia era un castigo divino por eso y por el cruel asesinato de las mujeres y las niñas godas. Teodeberto no lo contradijo, y enseguida se retiró a su patria. Pero la Liguria occidental quedó transformada en un desierto, y se calcula que cincuenta mil campesinos italianos murieron de hambre ese verano.
Los moros de África también fueron derrotados ese año por Salomón; y por lo tanto los lombardos juzgaron conveniente quedarse donde estaban, a menos que los persas lanzaran el ataque prometido y Justiniano tuviera que desplazar todos los ejércitos occidentales para salvar a Siria y Asia Menor de una invasión. Entonces, sin que nadie lo pidiera, una poderosa nación acometió al Imperio desde otra región: los hunos búlgaros, unidos bajo un poderoso Khan por primera vez en treinta años. Pudieron atravesar sin dificultades el Bajo Danubio. En los últimos años, Justiniano había desguarnecido gradualmente sus fortalezas fronterizas del norte para engrosar sus ejércitos de Occidente, y sin reclutar un solo batallón o escuadrón nuevo; y había consentido que las fortalezas mismas cayeran en la ruina, considerando que la construcción de nuevas iglesias era una práctica más gloriosa que la reparación de viejas murallas. Aquí debo interrumpir mi relato de la gran incursión búlgara con una descripción del paraíso que Justiniano, a un costo enorme, había construido para Teodora y para él en la costa asiática del mar de Mármara, no lejos de la ciudad, y en el terreno de un templo de Hera. El palacio de verano de este paraíso, rodeado de árboles, viñas y flores, fue reconocido inmediatamente como el edificio privado más bello del mundo, tal como, Santa Sofía era el más bello de los edificios sagrados. En él abundaban el mármol y los metales preciosos, y los baños y peristilos superaban en esplendor a los que tenía la misma Corinto antes del terremoto. A causa de las dificultades creadas por las corrientes del estrecho, Justiniano construyó allí dos largos espigones, hundiendo innúmeras cajas llenas de cemento en las aguas profundas, para formar una bahía privada. Vale la pena mencionar aquí esta grandiosa obra, no sólo porque representó un drenaje adicional del erario, sino porque fue el punto meridional extremo de la incursión búlgara.
Los hunos, pues, devastaron la totalidad de los Balcanes llegando hacia el sur hasta el istmo de Corinto, capturando no menos de treinta y dos fortalezas a su paso; y toda la diócesis de Tracia hasta la misma Constantinopla, donde irrumpieron por las largas murallas de Anastasio y sólo fueron contenidos por la muralla interior que había construida el emperador Teodosio, neciamente defendida por Narses. Algunos de ellos cruzaron el Helesponto, de Sestos a Abidos, e incursionaron en Asia Menor, y sólo, con dificultad se los ahuyentó de las puertas del nuevo paraíso de Justiniano. Doscientos mil prisioneros, cincuenta mil muertos, cantidades inmensas de tesoros, la destrucción de cincuenta ciudades prósperas: ése fue el precio que los búlgaros cobraron a Justiniano por su falsa economía en materia de tropas y fortificaciones. Regresaron a su patria sin impedimentos.
Belisario estaba reuniendo todas sus fuerzas para iniciar el sitio de Rávena; y otro pequeño ejército imperial vino desde Dalmacia para ayudarlo. Pero Rávena es la ciudad más difícil de capturar en el mundo, a causa de su posición geográfica. El gran Teodorico la asedió infructuosamente tres años; del lado de tierra, las ciénagas le cerraban el paso; y del lado del mar, los bajíos y fortificaciones; si al final la ganó, fue gracias a una victoria diplomática, no militar. Parecía probable que también Belisario tuviera que contentarse con esperar tres años. El rey Vitiges tenía enormes provisiones de grano, aceite y vino en la ciudad, y a petición suya Uriah le despachó una remesa adicional desde Mantua por el río Po.
Pero pocas semanas más tarde, pese a todo, Vitiges estaba en un verdadero aprieto en cuanto a la provisión de alimentos. Primero, la sequía había reducido tanto el caudal del Po, que las barcazas de grano de Uriah se atascaran en los bajíos de la desembocadura y no pudieran seguir al sur a través de la serie conectada de lagunas que forman la ruta navegable hasta Rávena; el convoy entero cayó en manos de Hildígero, cuyas patrullas estaban muy activas y alertas en ese sector. Luego, Vitiges recibió en Rávena un segundo golpe, asestado por su propia esposa, Matasunta. Durante una tormenta, la reina se las ingenió para incendiar furtivamente los dos mayores graneros de la ciudad. El desastre se atribuyó a los rayos. Vitiges concibió la idea de que Dios lo aborrecía y le estaba haciendo morder el polvo.
El rey Teodeberto, de los francos, envió embajadores a Vitiges pues se suponía que los francos aún eran aliados, Belisario les permitió atravesar sus líneas, pero sólo a condición de que sus propios embajadores pudieran acompañarlos y oír qué le decían a Vitiges, y abogar por la causa del Imperio. Teodosio fue elegido como representante de Belisario y se desempeñó bastante bien.
Los embajadores francos propusieron una alianza ofensiva y defensiva con los godos, alardeando de que podían enviar medio millón de hombres a través de los Alpes y sepultar a «los griegos» bajo un túmulo de hachas. Dijeron que se contentarían con sólo media Italia como retribución por su ayuda.
Teodosio señaló luego que los francos no eran en absoluto dignos de confianza como aliados, pues habían aceptado subsidios de ambos bandos y habían guerreado contra los dos; que las masas de infantes no tenían posibilidad de vencer a cuerpos disciplinados de caballería; y que ofrecer a un franco media hogaza de pan era perder la hogaza entera, junto con el cuchillo y el plato. Si el rey Vitiges hacía las paces con el Emperador, al menos salvaría algo del derrumbe de sus esperanzas. Los embajadores godos enviados a Constantinopla durante el armisticio, hacia el final del sitio de Roma, habían propuesto condiciones que no respetaban la justicia ni la situación militar; para Vitiges era aconsejable ponerse a merced del Emperador, cuya generosidad con los enemigos caídos se había demostrado en el caso del rey Gelimer y de muchos caudillos menores.
El rey Vitiges escuchó atentamente a Teodosio, despidió a los francos, y envió nuevos embajadores a Constantinopla. Mientras él los esperaba, las guarniciones godas alpinas se entregaron a Belisario; y el ejército de Uriah, que avanzaba desde Mantua, estaba tan diezmado por las deserciones que ya no podría ayudarlo en nada.
Acampamos en las afueras de Rávena, y se acercó el invierno. No había lucha, pero nuestras guardias y patrullas no cesaban de vigilar. Ni un solo costal de grano pudo entrar en Rávena, ni un sola barca pudo burlar el bloqueo. Fue durante este período cuando mi ama reanudó sus viejas relaciones con Teodosio, para distraer el tedio de su vida. Él tenía buena voz para el canto y cierto talento para la composición musical; a veces cantaban a dúo, muy agradablemente, y se acompañaban con una lira y un violín. Una de las canciones de Teodosio describía por qué los italianos tenían que amar a los griegos: esta guerra de liberación había sido una verdadera juerga, entre matanzas, violaciones, incendios, esclavitud, hambre, peste, canibalismo. Los versos eran tan graciosos que nadie podía considerar desleales los sentimientos que expresaban. Durante este período, Teodosio y mi ama se condujeron con una discreción ejemplar.
Fue en este verano cuando Sittas, el cuñado de Teodora, que estaba al mando de las tropas de Oriente como sucesor de Belisario, murió en una escaramuza de frontera en Armenia. Era el único general con cierta reputación en la zona, y su muerte alegró muchísimo a los persas. El rey Cosroes decidió romper la Paz Eterna en la primavera siguiente. Los sacerdotes que representaban a Vitiges le habían asegurado, a través del intérprete sirio, que los francos y los moros asistirían a los godos mediante campañas en Occidente. La primera respuesta de Cosroes había sido:
—Si atacamos desde Oriente, nuestro real primo Justiniano abandonará sus conquistas en Occidente y lanzará a Belisario contra nosotros con todas sus fuerzas. Pues Roma está alejada de su capital pero Antioquía está cerca. Esto os beneficiará a vosotros, los godos, mas no a nosotros.
Los sacerdotes no pudieron encontrar una respuesta convincente. Pero el intérprete estuvo a la altura de la ocasión. Ahora debo revelar una circunstancia que sólo llegué a conocer después de que esta conspiración siria hubo madurado, pero que no os ocultaré aquí, pues quizá aumente vuestro interés en lo que estoy por relatar: el intérprete no era otro que mi ex amo Barak. En una audiencia privada con el gran rey, Barak adujo que no había nada que temer de Belisario. No era ningún secreto, dijo, que Belisario se proponía permanecer en Italia. En el nuevo año renegaría de su fidelidad a Justiniano, se proclamaría Emperador del mundo occidental y haría causa común con los godos y los francos; África del Norte sería incluida en sus dominios.
—Cuando recibamos la nueva de que Belisario se ha proclamado Emperador, invadiremos Siria sin demora —dijo Cosroes, satisfecho.
—Rey de reyes —dijo Barak—, sin duda convendría más a tu dignidad que ataques sin esperar la decisión de Belisario. Entonces su toma de la diadema podría verse alentada por tu invasión de Siria, más que a la inversa.
Cosroes pareció impresionado por este argumento, y llamó a los enviados de Vitiges para prometerles que haría lo que solicitaban.
De regreso en Italia, estos sacerdotes entraron en Rávena fingiendo que sólo habían hecho una peregrinación a los Santos Lugares, y dieron a Vitiges la esperanzadora nueva. Pero Barak fue a Pavía y allí le contó jocosamente a Uriah la ingeniosa mentira que había urdido para Cosroes.
Justiniano tenía espías por doquier, incluso en la corte persa, y se enteró del plan antes que Uriah. Creyendo que Belisario de veras quería traicionarlo, se inquietó inmensamente. De inmediato consultó a Narses, Juan de Capadocia y Teodora.
—Ésa es una mera patraña siria sin ningún fundamento —dijo Teodora—. ¿Porque tú eliges rodearte de mentirosos, villanos y crápulas en la corte, rehúsas reconocer que puede existir algo llamado honor entre los oficiales?
—Yo sospechaba esto mismo, Majestad —dijo, sin embargo, Narses— por eso me negaba a obedecer a Belisario.
—Lo ha estado planeando durante muchos añas —añadió Juan de Capadocia—. ¿Por qué cargó al Emperador con la responsabilidad de rechazar las condiciones de paz de Vitiges durante el sitio de Roma? En parte, para obtener más refuerzos para sus estandartes, y en parte para desacreditarte, Alteza; de modo que cuando al fin se proclame Emperador, su bondad contraste con tu severidad.
—Los reclutas italianos que está alistando son otra prueba de sus intenciones —dijo Narses.
—Ya planeaba esta revuelta hace seis años, cuando se encontraba en Cartago —agregó Juan de Capadocia—, como Constantino y sus oficiales te informaran para advertirte. La demoró por razones estratégicas, considerando que mientras Sicilia e Italia estuvieran en manos de los gados, África no estaría segura. Pero ahora que los godos están al borde de la derrota, apunta más alto.
—¿Qué haremos, amigos? —preguntó Justiniano—. Aconsejadnos. Estamos muy atemorizados.
—Sin dilación —respondió Narses—, ofrece al rey Vitiges condiciones benignas que él pueda aceptar con gusto. Luego, Belisario no se atreverá a proclamarse Emperador, pues no podrá superarte en generosidad con los godos. En cuanto a tus propios oficiales en Italia, están hartos de guerrear. A ellos les importa un comino el tratado que firmes con el rey Vitiges.
Juan de Capadocia estuvo de acuerdo.
—Permite al rey Vitiges conservar la mitad de sus tesoros y todos los dominios italianos al norte del Po.
—En verdad —intervino Teodora—, me sorprende que con tantos falsos amigos y manifiestos enemigos en Oriente, Belisario no haga de veras lo que injustamente lo acusan de planear. Hace mucho tiempo, el conde Bonifacio fue obligado a traicionarnos en África por libelos similares, fraguados en la corte del Emperador. Y así perdimos África.
—Querida —repuso blandamente Justiniano—, no te entrometas en este asunto, te lo suplicamos. Ya estamos decididos.
Así fue como llegaron embajadores de Constantinopla con tales condiciones que Vitiges las aceptó jubilosamente. Belisario, al conducirlos hasta las puertas de Rávena, les preguntó cuáles eran exactamente los términos; pero ellos le dijeron que aún tenían prohibido revelárselos. Cuando salieron de nuevo y le mostraron el tratado firmado por Vitiges, que sólo requería la firma de Belisario para ratificarse, quedó atónito. Sólo podía pensar que el Emperador había sido mal informado en cuanto a la desesperada situación de los godos. Rehusó firmar hasta que una corroboración por escrito, debidamente sellada, llegara de Constantinopla.
Entonces, Juan el Sanguinario, Martín, Juan el Epicúreo, Valeriano y aun Bessas empezaron a criticarlo a sus espaldas por prolongar la guerra innecesariamente. Belisario, al enterarse, los llamó a una conferencia y les pidió que hablaran con franqueza: ¿creían realmente que las condiciones eran decorosas?
—Sí —dijeron todos—, lo creemos. No podemos capturar Rávena, y es demasiado pedir de nuestros hombres exigirles que permanezcan acampados en el linde de estas ciénagas quién sabe cuántos años. En cualquier caso, es obvio que el Emperador ha resuelto terminar la guerra cuanto antes.
—Entonces no quiero implicaros en el acto de aparente deslealtad en que incurro al abstenerme de firmar el tratado. Como sabéis, el Código declara ofensa capital el incumplimiento de órdenes por parte de un oficial en tiempo de guerra, y Su Serenidad el Emperador es mi comandante supremo. Os pediré que expreséis por escrito la opinión que acabáis de manifestarme. —Pero también deseaba, si podía forzar a Vitiges a firmar un tratado más favorable para nosotros, que ese documento con las firmas evidenciara a Justiniano las dificultades a las que él tenía que enfrentarse con sus oficiales. Pues todavía pensaba que el Emperador Justiniano confiaba en que actuaría juiciosamente.
Accedieron a firmar.
Entonces sucedió algo realmente extraño. Uriah, reflexionando sobre la ingeniosa mentira que Barak le había contado al rey Cosroes, decidió que en verdad sería una solución óptima el que Belisario realmente se proclamara Emperador. No existía hombre más noble ni más capaz, y para Italia sería fatal ser gobernada, no desde Roma o Rávena, sino desde la remota Constantinopla: África ya había sufrido las crueles desventajas de perder la independencia de gobierno. Con Belisario como Emperador, los godos seguirían siendo naturalmente el poder militar dominante, pues los italianos no servían para nada, salvo para las funciones civiles, y tendrían el beneficio de la instrucción de Belisario en el arte de ganar batallas. Uriah logró pasar un mensaje a su tía Matasunta en Rávena, consciente de que ella estaba descontenta con su tío Vitiges, diciéndole que si los nabíes godos de la ciudad invitaban a Belisario a ser su soberano, él respondería por los que estaban fuera de Rávena. Ella celebró un consejo secreto en el cual se sometió a votación la sugerencia de Uriah, que ganó por amplia mayoría. Los nobles despreciaban a Vitiges y admiraban a Belisario; además, Rávena no podía resistir demasiado en ningún caso, a causa de la destrucción de los graneros.
Así, Belisario recibió una invitación secreta del Consejo godo a ser Emperador de Occidente. Al mensajero pronto le siguió otro de Vitiges, quien se había enterado del voto del Consejo. Vitiges declaró que estaba absolutamente dispuesto a abdicar el trono o a honrar a Belisario como Emperador.
Belisario no informó a nadie de esta ofensa, excepto a mi ama Antonina.
—¿Cómo pueden confundirme con un traidor a mi Emperador? —gritó indignado—. ¿Qué hice para merecer semejante insulto?
Antonina rió y dijo:
—Pero el Emperador mismo comparte esa opinión.
—¿Qué quieres decir?
—¡Lee esto!
La carta que le dio a leer se la acababa de enviar Teodora. Refería amargamente la reunión celebrada por Justiniano, Narses, Juan de Capadocia y ella misma. Teodora estaba inmensamente ofendida por la malhumorada réplica de Justiniano en presencia de dos consejeros, y obviamente había escrito la carta como una suerte de venganza. La carta terminaba con algo como ésto: «Mi queridísima Antonina, si a fin de cuentas es cierto, lo cual pongo muy en duda, que tu esposo planea ese paso temerario, no lo disuadas por lealtad a mí. Si nunca lo ha planeado, persuádelo de darlo. Porque es el único hombre vivo capaz de restaurar la ley, el orden y la prosperidad en Italia y África, y así defender nuestro flanco occidental. Sólo procura que nos devuelva sus tropas orientales cuando pueda desmovilizarlas, y que permanezca en paz con nosotros. Sé mi real prima en Roma, y recuérdame con ternura, y envíame noticias frecuentes de ti, y por amor de los viejos tiempos sé partidaria de la facción Azul en tu Hipódromo. Continuaré amándote como siempre. Para explicarlo brevemente: mi sagrado esposo está celoso de las victorias de tu ilustre esposo. No puedo asegurar que no le cause un día un gran perjuicio. Si Belisario renunciara ahora a su lealtad, sería un acto prudente y justificable, y harto beneficioso para el mundo».
Los ojos de Belisario relampagueaban cuando arrojó la carta de Teodora a los rescoldos de un brasero de carbón; no habló hasta que el pergamino se consumió por completo. Luego dijo:
—La fe de Belisario vale para él más que cincuenta Italias y cien Áfricas.
Luego convocó a sus oficiales.
—Mañana —anunció— entraremos pacíficamente en Rávena. Advertid a vuestros hombres.
Todos lo miraron de hito en hito. También estaban presentes los embajadores de Justiniano.
—¿No os place?
—¡Oh, señor! ¿Pero los godos? ¿Se rinden?
—De lo contrario, no entraríamos.
Belisario aseguró secretamente a los embajadores godos que ninguno de los ciudadanos de Rávena sería despojado ni esclavizado, y efectuó un juramento al efecto sobre un ejemplar de los Evangelios. Pero dijo:
—En cuanto al título de Emperador, dadme la venia para no asumirlo por proclama hasta que esté dentro de vuestra ciudad. El homenaje del rey Vitiges será la señal para que las trompetas toquen el saludo imperial.
Al día siguiente marchamos a lo largo del terraplén para entrar en la ciudad y tomamos posesión de ella. Mientras nuestros hombres atravesaban ordenadamente las calles, las mujeres godas, atisbando por las puertas, escupían a la cara de los esposos, diciendo:
—¡Tan pocos hombres, y tan enclenques! Sin embargo, siempre os dejasteis vencer por ellos.
—¡No, no eran ellos! —respondían los esposos—. Fue ese apuesto y alto general que los predecía montando el bayo de cara blanca. Él lo hizo todo. Será nuestro nuevo gobernante. Es el hombre más sabio, más noble y más osado que vivió jamás. Es Belisario.
Belisario aceptó la sumisión, no el homenaje, de Vitiges; y aunque los godos esperaban que en cualquier momento se proclamara Emperador, él no hizo ninguna declaración. Pero se contentaron con aguardar, porque había cumplido su palabra de no esclavizar ni despojar a la gente de Rávena, apoderándose sólo de los tesoros reales en nombre del Emperador, y porque traía unos pocos cargamentos de provisiones. Más aún: permitió a todos los godos que poseían tierras al sur del Po abandonar la ciudad y regresar para cultivarlas. Ésta fue una medida prudente, pues todas las ciudades fortificadas del sur estaban ahora guarnecidas por sus tropas.
Los primeros días, Belisario, por cierto, consintió que los godos pensaran que antes de mucho tiempo aceptaría la diadema. Mi ama Antonina, esperanzada, le preguntó:
—¿Entonces has tomado la sabia decisión?
—Si —repuso él—, la de continuar fiel a mi juramento como general. Habría sido erróneo dejar pasar la oportunidad de ocupar la capital enemiga sin pérdida de vidas.
Mi ama Antonina estaba tan enfurecida con él por respetar un juramento hecho tanto tiempo atrás a un canalla, que apenas le dirigía la palabra. Teodosio también parecía furioso, quizá porque ella le había prometido la prefectura de Roma cuando Belisario fuera Emperador. Le dijo a Antonina, en privado:
—Para que Belisario mantenga la virginidad de su fe, Italia debe ser destruida.
—¿Por qué destruida? —preguntó ella.
—Belisario será llamado a Constantinopla —repuso Teodosio—, y la destrucción vendrá con los codiciosos recaudadores de impuestos, las leyes injustas, los generales estúpidos, los subalternos obtusos, el motín, la revuelta, la invasión. Verás.