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RETIRADA DE LOS GODOS

Las nuevas que llegaron de África la primavera de ese año fueron francamente desalentadoras. Poco antes, Salomón había despachado una columna de tropas imperiales contra Stotzas desde Numidia, pero Stotzas las había persuadido de unirse al motín, pese a haber perdido prestigio a causa de su derrota a manos de Belisario. Con excepción de las localidades de Cartago, Hippo Regius y Hadrumeto, Justiniano volvió a perder toda la diócesis. Sin embargo, una cosa era acaudillar con éxito un motín y muy otra gobernar una diócesis: Stotzas descubrió que tenía poca autoridad sobre sus hombres, quienes se quejaban porque no les suministraba raciones regulares, ni les pagaba, ni velaba por sus comodidades, y porque ahora no estaban mucho mejor que antes. Supimos, más entrado el año, que Justiniano había enviado a su sobrino Germán para que en su nombre decretara una amnistía para todos los desertores; y que los amotinados juzgaban la oferta más que conveniente, pues incluía el pago retroactivo de todos los meses de amotinamiento. Las fuerzas de Stotzas iban mermando poco a poco. Por último, nos enteramos de que Germán había derrotado a Stotzas y a sus aliados moros en batalla, y que Stotzas había huido a Marruecos en compañía de unos cuantos vándalos; y que nuevamente reinaba la tranquilidad, aunque toda la diócesis estaba muy empobrecida. Belisario le escribió a Germán, sugiriéndole que le enviara como refuerzos los hérulos y los godos tracios que habían estado entre los rebeldes; en Italia no había leyes que prohibieran los sacramentos a los arrianos, y aquellos hombres valerosos podían serle muy útiles.

En Roma, el hambre era acuciante. Los consternados ciudadanos se presentaron de nuevo a Belisario para rogarle que librara otra batalla campal, y así pusieran fin al sitio de un solo golpe, para bien o para mal. Incluso le dijeron:

—Nuestra zozobra ha llegado a ser tan profunda que en verdad nos ha inspirado una especie de coraje, y estamos dispuestos, si tú insistes, a tomar las armas y marchar contigo contra los godos. Es preferible morir de una piadosa estocada o un lanzazo que entre las punzadas lentas y desgarradoras del hambre.

Belisario se avergonzó de oír una confesión tan degradante de labios de hombres que aún llevaban el glorioso nombre de romanos. Los despidió, diciéndoles que si se hubieran ofrecido doce meses antes para aprender el oficio de guerreros, quizás ahora pudieran serle útiles; en esas condiciones, no le servían de nada. Belisario sabía que los godos también estaban en aprietos: la peste se había propagado a sus campamentos, que eran insalubres, exterminando a muchos miles. También se les había interrumpido el abastecimiento de alimentos desde el norte, a causa de las inundaciones y la mala administración. Pero su propia posición era peor; y, si los refuerzos que, según se rumoreaba, estaban en camino, no llegaban pronto, estaba perdido.

Entonces tomó la osada decisión de enviar secretamente dos columnas, con quinientos soldados veteranos y mil reclutas romanos cada una, para sorprender y ocupar las ciudades fortificadas de Tívoli y Terracina. Si ambas acciones daban resultado, no sólo habría reducido el consumo de raciones sino que pasaría de sitiado a sitiador: Tívoli y Terracina dominaban las carreteras por las cuales llegaban los convoyes de alimentos de los godos. Urgió a mi ama Antonina a marcharse de Roma con las tropas que atacarían Terracina, y a continuar desde allí el camino a Nápoles, para apremiar a los refuerzos en cuanto llegaran. En verdad, temía por la salud de ella, porque los grandes esfuerzos y la mala alimentación la habían debilitado enormemente; y sufría desmayos con frecuencia. Además, ser la única mujer en una ciudad sitiada no es un destino privilegiado. Tras algunos titubeos, ella accedió a irse, resuelta a reabastecer a la ciudad por cualquier medio antes de que hubiera transcurrido un mes.

La última noche de noviembre nos escabullimos de la ciudad, mil quinientas personas, por la puerta Apia. Yo, por lo pronto, me alegraba tanto de marcharme que me puse a cantar una canción en el Hipódromo, «Los carros vuelan», olvidando la orden de silencio; un oficial me asestó un brutal golpe en el hombro con la hoja de la espada, y yo interrumpí la canción en medio de un verso. Pasamos sin dificultades frente a la fortaleza del acueducto, pues los godos la habían abandonado a causa de la peste; y pocos días más tarde ocupamos Terracina sin esfuerzo, pues la pequeña guarnición goda huyó al ver nuestro pabellón. En ese lugar nos llenamos el vientre, comiendo queso, manteca y pescado fresco por primera vez en muchos meses.

Mi ama, yo y Procopio, el secretario, quien nos acompañaba, partimos rumbo a Terracina con una escolta de veinte soldados; pero llegamos a Nápoles con más de quinientos. En nuestro camino habíamos pasado por el campamento de los jinetes que mucho antes habían desertado en el puente Milvio. Desde entonces, otros desertores se habían reunido allí con ellos. Cuando mi ama les ofreció a todos el indulto, decidieron seguirla. Y en Bayas encontramos varios heridos nuestros que habían sido enviados allí para bañarse en las aguas termales, y ahora estaban lo bastante repuestos como para volver a la lucha. Pero Nápoles —donde el volcán Vesubio tronaba ominosamente, esparciendo esas cenizas que vuelven tan fértiles los viñedos donde caen— nos reservaba buenas noticias. Acababa de llegar de Oriente una flota con tres mil infantes isaurianos, y estaba anclada en la bahía; y además, dos mil jinetes al mando de Juan el Sanguinario habían desembarcado en Otranto y avanzaban hacia nosotros sin pérdida de tiempo.

Nuestro ejército de cinco mil quinientos hombres no tardó en estar preparado para partir en auxilio de Roma. Habíamos reunido grandes cantidades de grano, aceite, salchichas y vino para llevar con nosotros. Juan el Sanguinario había traído una serie de carretas, requisadas en granjas a su paso por Calabria; cargamos el grano en ellas. Juan escoltaría el convoy hasta Roma por la Vía Apia: si los godos atacaban, las carretas le ofrecerían una eficaz barricada al estilo bárbaro. Mi ama tomó el mando de la flota isauriana, almacenando allí todas las provisiones. Como el tiempo era propicio, zarpamos inmediatamente hacia Ostia, conviniendo en encontrarnos allí con Juan cuatro días antes de Navidad.

En la desembocadura del río Tíber hay una isla de dos millas de largo y dos millas de ancho. En el lado norte está el sólidamente fortificado puerto de Roma, que se comunica con la ciudad mediante una buena carretera a lo largo de la cual, en tiempos de paz, yuntas de bueyes arrastran barcazas corriente arriba. En el lado sur está Ostia, que en un tiempo tuvo mayor importancia que el puerto de Roma, pero hace tiempo ha perdido vitalidad y se ha reducido a una mera aldea abierta. Ello se debe a que la carretera que lleva a Roma es inadecuada para ese sistema: se descubrió que era más barato arrastrar las mercancías río arriba en barcazas que cargarlas por la carretera en carretones. Además, la bahía de Ostia se ha vuelto muy poco profunda para que su uso sea cómodo, pues una gran cantidad de sedimentas ha bajado del río y ha sido retenida por la isla artificial construida en la entrada de la bahía. Sin embargo, los godos tenían ahora el puerto de Roma, y Ostia era el único otro puerto en las inmediaciones; de modo que navegamos rumbo a Ostia, y lo encontramos indefenso.

Mientras tanto, Belisario, informado de la cercanía del convoy, decidió infligir un duro golpe a los godos en el norte, con el propósito de distraerlos de lo que estaba ocurriendo en el río. Una mañana temprano, pues, ordenó que mil jinetes de caballería ligera al mando de Trajano salieran por la puerta Pincia para atacar el campamento godo más próximo y lanzar flechas por encima de la empalizada, incitándolos a una escaramuza. Pronto llegó la caballería goda de los otros campamentos. Trajano, obedeciendo órdenes, se retiró apenas cargaron contra él, y fue perseguido hasta las murallas de la ciudad. Éste era apenas el comienzo de la batalla. Los godos no sabían que nuestros hombres habían estado trabajando por la noche para desmantelar la muralla apuntalada que desde hacía tiempo bloqueaba por dentro la puerta Flaminia. Desde ese ángulo imprevisto salió el mismo Belisario a la cabeza de su Regimiento Personal y, abriéndose paso por un punto intermedio, cargó contra la desconcertada columna del flanco. Entonces, los hombres de Trajano se volvieron y los godos quedaron atrapados entre ambas fuerzas. Muy pocos escaparon.

Esta batalla y los mensajes que ahora le traían sus espías de la ciudad, descorazonaron enormemente al rey Vitiges. Pues mi ama había sorprendido a varios de ellos antes de partir, y Teodosio, quien se hizo cargo de sus funciones durante su ausencia, los obligó mediante amenaza de tortura a despachar cartas con noticias engañosas. De acuerdo con esas cartas, la vanguardia de un ejército enorme —por lo menos sesenta mil hombres— avanzaba desde Nápoles. La enfermedad y la batalla habían reducido las fuerzas de Vitiges a cincuenta mil hombres; dos grandes convoyes de grano que necesitaba con urgencia habían sido capturados por la guarnición de Tívoli, las deserciones se hicieron frecuentes. Decidió negociar la paz.

Por lo tanto, envió tres embajadores a Roma. Belisario les recibió como antes, haciéndoles vendar los ojos, y les hizo transmitir sus mensajes en la Cámara del Senado y en su presencia. El portavoz, un romano amigo de los godos, expresó la posición del rey Vitiges hábilmente y con cierto detalle. El meollo del asunto, dijo, era si los godos tenían o no algún derecho a Italia. Si lo tenían, como él podía demostrarlo, Justiniano actuaba injustamente al enviar un ejército contra ellos, pues ellos no le habían causado ningún perjuicio. Los hechos eran los siguientes: Teodorico, uno de sus reyes, que tenía rango de patricio en Constantinopla, había recibido del entonces Emperador de Oriente la misión de invadir Italia y arrebatar el gobierno a ciertos generales bárbaros que habían depuesto a su colega el Emperador de Occidente. Teodorico había llevado a cabo dicha misión; y en todos los largos años de su reinado había preservado la constitución italiana en su totalidad. No había dictado nuevas leyes ni había anulado las viejas, dejando el gobierno civil en manos de los italianos, y actuando meramente como comandante en jefe de las fuerzas que protegían el país contra francos, gépidos, burgundios, y otros bárbaros similares. Más aún: aunque arrianos, Teodorico y sus sucesores habían observado una noble tolerancia hacia los cristianos ortodoxos y demostrado veneración por sus altares; y, por lo tanto, sería ridículo pretender que la presente invasión, inexcusable, era una guerra de liberación religiosa.

—Sin duda, Teodorico fue enviado a Italia a recuperar el país para el Emperador de Oriente, no a tomarla para sí —repuso Belisario—. Para el Emperador de entonces no habría sido ninguna ventaja que Italia fuera gobernada por un bárbaro usurpador en lugar de otro.

—Dejemos esto de lado —dijo el embajador—. Los hombres sensatos no discuten por vagos incidentes históricos. Pero he venido a deciros esto: si accedéis a retirar vuestro ejército de Italia, mi real señor cederá incondicionalmente a vuestro Emperador toda la fecunda isla triangular de Sicilia.

Belisario rió y respondió desdeñosamente:

—Lo justo es justo. Y nosotros os cederemos incondicionalmente toda la fecunda isla triangular de Britania, mucho más grande que Sicilia y fuente de enormes riquezas para nosotros… antes de que la perdiéramos.

—Supongamos que mi señor os permite conservar Nápoles y toda la Campania.

—Tengo órdenes de reconquistar Italia para su dueño legítimo, y me propongo cumplirlas. No tengo facultades para llegar a ningún acuerdo que pueda afectar los derechos del Emperador sobre toda la península y sus dependencias.

—¿Aceptarías un armisticio de tres meses mientras el rey Vitiges envía propuestas de paz a Constantinopla?

—Nunca me interpondré en el camino de un enemigo que desea sinceramente pactar la paz con su Serena Majestad el Emperador.

Por lo tanto, se acordó un armisticio y un intercambio de rehenes. Pero antes de que se ratificara, Belisario se enteró de nuestro arribo a Ostia por mar y por tierra. No pudo contenerse, y un atardecer salió con cien hombres para dar la bienvenida a su Antonina. Atravesó sin tropiezos las líneas godas y esa noche cenó con nosotros en nuestro campamento con trincheras y barricadas. Prometió acudir en nuestro auxilio al día siguiente, cuando avanzáramos por la carretera con nuestros carromatos, en caso de que fuera necesario. A medianoche partió nuevamente, eludiendo los puestos enemigos como antes.

En nuestro regocijo por verlo y oír su relato del combate frente a la puerta Flaminia, habíamos omitido referirle nuestras dificultades de transporte. Yo estuve presente con mi ama en un consejo de guerra a la mañana siguiente, cuando se discutieron estas dificultades. La carretera de Ostia era un camino descuidado y fangoso, y los bueyes estaban tan extenuados por la prolongada y forzada marcha desde Calabria, que todavía yacían medio muertos donde se habían detenido la noche anterior, sin energía siquiera para comer la hierba cortada que los conductores les habían puesto delante. Ni el látigo ni la aguijada los persuadirían de arrastrar carretas ese día.

Fue mi ama Antonina quien sugirió que cargáramos el grano en nuestras galeras de remo más pequeñas, a las cuales protegeríamos de flechas y jabalinas enemigas y equiparíamos con velas muy anchas. Soplaba un viento constante del oeste y, valiéndonos de los remos en los recodos del río, no sería imposible bogar contra la corriente hasta llegar a la ciudad. La caballería nos acompañaría a lo largo de la costa y nos ayudaría con cuerdas cuando velas y remos no bastaran para impulsar una embarcación corriente arriba.

El plan dio resultado: después de un viaje de un día entero, las galeras llegaron sanas y salvas a Roma al caer la tarde. Los godos no habían puesto ningún obstáculo, pues no deseaban entorpecer la firma del armisticio. El viento siguió soplando y las naves regresaron a Ostia el día siguiente para traer un nuevo cargamento. En pocos días, todas las provisiones habían llegado a Roma, el hambre había terminado, la flota había regresado para pasar el invierno en Nápoles, y el armisticio, que comprometía a ambas partes a abstenerse del «todo acto o amenaza de fuerza», estaba firmado y sellado. Los embajadores de Vitiges zarparon luego para Constantinopla; pero Belisario envió a Justiniano una carta urgiéndolo a no escuchar ninguna propuesta a menos que implicara una capitulación.

Hildígero, el yerno de mi ama, llegó de Cartago el día de Año Nuevo con lo que había quedado de los hérulos y los godos tracios, seiscientos hombres vigorosos y avergonzados. Belisario les dio la bienvenida sin ninguna alusión capciosa a su participación en el motín. El mismo día, la guarnición goda abandonó el puerto de Roma, pues Vitiges no podía mantener aprovisionado ese lugar; la fuerza isauriana que habíamos apostado en Ostia lo ocupó. La ciudad toscana de Civitavecchia fue desguarnecida por la misma razón, y también ocupada por nosotros. Vitiges alegó que ésa era una violación del armisticio, pero Belisario ignoró la protesta; pues no había utilizado armas ni amenazas. Luego envió una numerosa columna de caballería al mando de Juan el Sanguinario para que instalara sus cuarteles de invierno cerca del lago Fucine, a unas setenta millas al este de Roma; Juan debía permanecer allí apaciblemente hasta recibir nuevas órdenes, ejercitando a las tropas en arquería y maniobras rápidas. Si los godos rompían el armisticio, estaría en buena posición para causarles bastante daño.

Vitiges, cuyo ejército continuaba ocupando sus campamentos originales, hizo tres traicioneros intentos de capturar la ciudad por sorpresa. El primer intento se hizo según el sistema que había usado Belisario para capturar Nápoles: el ingreso por un acueducto. Una partida de godos avanzó por el conducto seco del Agua Virgen hasta llegar al bloque de mampostería situado dentro de la ciudad, cerca de los baños de Agripa, y empezó a desmenuzarlo. Pero este acueducto pasa a ras del suelo sobre la colina Pincia, y un centinela de guardia en el palacio alcanzó a ver la luz de las antorchas brillando a través de dos orificios entre los ladrillos. Trajano, en su recorrida por los puestos de vigilancia, le preguntó:

—¿Has visto algo fuera de lo normal?

—Sí, señor —repuso el centinela—, vi rojos ojos de lobo relampagueando allá en la oscuridad.

Trajano no comprendía cómo podía un lobo haber entrado en Roma con tanta vigilancia en las puertas. Se le ocurrió, además, que los rojos ojos de un lobo sólo refulgen en la oscuridad cuando reciben la luz, y que el centinela estaba apostado en un sitio especialmente oscuro. Pero el hombre estaba segura de haber visto algo que relampagueaba junto al acueducto, ¿y qué podía ser sino los ojos de un lobo? Trajano atinó a mencionar este incidente trivial cuando desayunó con nosotros en el cuartel general, en la mañana siguiente. Mi ama Antonina, que estaba presente, le dijo a Belisario:

—Si hubiera sido un lobo, los sabuesos habrían aullado en las perreras. Los huelen a una milla de distancia. ¡Trajano, encárgate de que se desvele ese misterio!

Trajano dijo al centinela que señalara exactamente dónde había vista al lobo. Allí descubrió los dos orificios, donde en un tiempo había habido una gran argolla incrustada a martillazos en la pared. De inmediato se abrió un boquete en el acueducto y se descubrieron goterones caídas de las antorchas godas, con indicios de trabajo de demolición en el bloque de mampostería. Cerraron nuevamente el boquete, pero cuando los godos regresaron a la noche siguiente para reanudar el trabajo se encontraron con un cartel que decía: «Camino cerrado. Por orden de Belisario». Se apresuraran a huir, temiendo una emboscada.

El siguiente intento de Vitiges fue una carga de caballería por sorpresa contra la puerta Pincia, un día a mediodía. Sus hombres traían escaleras, y también muchos recipientes con una mezcla combustible para usar contra la puerta, que era de madera. Sin embargo, nuestro vigía de la torre nos hizo señas de que había una actividad inusitada en el campamento enemigo. Hildígero, que se dirigía al palacio para almorzar con nosotros, atinó a ver la señal. Inmediatamente dio la alarma a un escuadrón de coraceros, atacó a los godos, y desbarató el ataque antes que se hubiera lanzado.

El tercer y último intento de Vitiges fue también contra el sector de las murallas que está junto al Tíber y no tiene torres de protección, el mismo lugar en que Constantino había repelido un ataque durante el combate en un mausoleo. Sería un ataque nocturno y fulminante. Vitiges había sobornado a dos sacristanes romanos de la catedral de San Pedro para que le prepararan el camino. Debían cultivar la amistad de los guardias de ese solitario trecho de muralla; luego, la noche acordada, los visitarían con un odre de vino, los embriagarían, y les echarían en las copas un somnífero que les había dado Vitiges. Cuando los sacristanes indicaran con una antorcha que la costa estaba despejada, los godos cruzarían el río en esquifes, hincarían las escaleras en el fangal y tomarían la ciudad. El plan pudo haber tenido éxito si uno de los sacristanes no hubiera traicionado al otro, pero confesó en cuanto la redoma con el somnífero fue descubierta en su casa. Belisario castigó al traidor del modo tradicional, cortándole la nariz y las orejas y montándolo de espaldas en un burro. Pero en vez de exponerlo a los insultos de la multitud en las calles —la secuela tradicional— lo envió carretera arriba hacia el campamento de Vitiges.

Después de cometidas estas flagrantes infracciones al armisticio, Belisario le escribió a Juan el Sanguinario: Devasta las tierras godas de Piceno; apodérate de todos los bienes que encuentres; captura a las mujeres y a los niños, pero no los sometas a ninguna violencia. Este botín será repartido entre todo el ejército; mantenlo intacto. Por ninguna razón abuses de la buena voluntad de los italianos nativos. Captura todas las fortalezas que puedas, y guarnécelas o desmantela sus fortificaciones, pero no dejes ninguna en manos del enemigo a tus espaldas mientras avanzas».

La tarea resultó fácil de cumplir para Juan el Sanguinario, pues casi todos los godos capaces de portar armas estaban en el sitio de Roma, y sólo quedaban guarniciones pequeñas en las ciudades fortificadas. El botín fue enorme. No contento con saquear Piceno, siguió doscientas millas a lo largo de la costa oriental. Así desobedeció las órdenes de Belisario; pues dejó a su retaguardia las ciudades fortificadas de Urbino y Osimo. Pero un subalterno tiene derecho a no acatar órdenes si las comprende cabalmente y entiende qué circunstancias les quitan validez; y aquí se daba el caso. Pues cuando la guarnición goda de Rímini oyó que Juan se acercaba huyó a Rávena, que está a sólo un día de marcha, y los padres de la ciudad de Rímini habían invitado a Juan a entrar. Juan el Sanguinario calculaba que apenas Vitiges se enterara de que los romanos habían tomado Rímini levantaría el sitio de Roma y emprendería el regreso, por temor a perder Rávena también; y la predicción era correcta. Además, Matasunta, la esposa de Vitiges, quien estaba en Rávena y nunca se había resignado al matrimonio al cual la habían forzado, había entablado una correspondencia secreta con Juan el Sanguinario, ofreciéndole toda su ayuda para contribuir a la derrota y muerte del esposo. De modo que hizo bien en extender su campaña hasta Rímini. Una vez que Vitiges admitiera su fracaso, retirándose de Roma, el fin de su reinado estaría próximo.

Ahora bien: Constantino estaba furioso porque habían elegido a Juan el Sanguinario y no a él para mandar esa expedición de saqueo. Constantino había peleado valerosa y enérgicamente durante el sitio, pero incubaba una creciente envidia por Belisario, cuyas victorias él adjudicaba enteramente a la suerte. Tres años antes, como se recordará, había sido uno de los firmantes de la carta secreta en que Belisario era absurdamente acusado ante Justiniano de ambicionar el trono de África del Norte. Belisario nunca había dicho a Constantino que la carta había sido interceptada, pero mi ama Antonina había insinuado recientemente que ella sabía que una copia había llegado al Emperador. Constantino estaba convencido de que Belisario, en venganza por la carta, le había encomendado, desde el escándalo de Sicilia, las tareas más arduas, indignas e infructuosas. Por lo tanto, le escribió nuevamente a Justiniano, acusando a Belisario de haber falsificado las pruebas que se habían presentado contra el Papa para destituirlo, y —aún más absurdo— de haber aceptado sobornos del rey Vitiges —para firmar un armisticio en términos más favorables de los que los godos tenían derecho a esperar.

Solicitó permiso para ir de cacería cerca del puerto de Roma y no regresar a su puesto de la puerta Elia hasta la mañana siguiente. En el puerto de Roma entregó la carta al capitán de un carguero que zarpaba ese día hacia Constantinopla, diciéndole que era una carta privada de Belisario para el Emperador. Pero al día siguiente, en cuanto regresó, le entregaron una citación para que compareciera en la corte militar de Belisario en el palacio Pincio. Constantino, naturalmente, llegó a la conclusión de que algún espía lo había seguido y la carta estaba ahora en manos de Belisario; pero se dirigió con actitud desafiante al palacio, dispuesto a justificar su acción si era necesario. Pues tenía una orden secreta, firmada por el mismo Justiniano, instándolo a comunicar inmediatamente cualquier acto de Belisario que revelara el menor indicio de deslealtad. Este documento lo había recibido en Cartago hacía dos años. Aún tenía validez.

Sin embargo, el motivo de la convocatoria se relacionaba meramente con dos dagas con empuñaduras incrustadas de amatistas y vaina dorada doble que pertenecían a un residente italiano de Rávena llamado Presidio. Presidio, que había huido a Roma al iniciarse las hostilidades, valoraba esas dagas como bienes familiares, pero uno de los asistentes personales de Constantino se las había arrebatado; Constantino en persona las usaba ahora abiertamente. Durante el sitio, Presidio había presentado varias apelaciones para que se las devolvieran, pero en respuesta sólo recibió insultos. No había iniciado un pleito civil contra Constantino porque no tenía esperanzas de que en tiempos tan apremiantes un mero refugiado civil recibiera alguna satisfacción a costa de un distinguido comandante de caballería. Pero cuando se firmó el armisticio, Presidio presentó al fin una solicitud en palacio, pidiendo permiso para denunciar a Constantino por robo. Teodosio, que como asesor legal de Belisario tenía la misión de solucionar todos los casos posibles fuera de los tribunales, lo disuadió de continuar con el procedimiento. No obstante, Constantino recibió una nota de Teodosio en nombre de Belisario, en el cual se le pedía la devolución de las dagas, siempre y cuando fueran en verdad propiedad robada. Constantino quitó importancia a la nota, confiando en que allí quedaría el asunto. En respuesta a una segunda nota, firmada por mi ama y redactada en un estilo más perentorio, escribió llanamente que no sabía nada al respecto. Presidio montó en cólera cuando Teodosio le mostró esta carta. Era el día de San Antonio (el mismo día en que Constantino se fue de cacería al puerto de Roma) y esperó en la plaza del mercado hasta que Belisario pasó por allí camino a la iglesia de San Antonio, para asistir a misa. Entonces, saliendo de entre la multitud, Presidio se cogió de las bridas de Balan y clamó en voz alta:

—¿Las leyes de Su Sagrada Majestad Justiniano consienten que un refugiado italiano sea despojado de sus bienes familiares por soldados griegos?

Los asistentes de Belisario amenazaron a Presidio y le dijeron que se largara; pero él gritaba y chillaba, y no quiso soltar las bridas hasta que Belisario se comprometió a investigar personalmente el asunto al día siguiente. Constantino, sin saber nada de todo esto, llegó al palacio luciendo en el cinturón las mismas dagas que estaban en litigio y sobre las cuales él había alegado no saber nada.

Se leyó la acusación. Belisario examinó primero los documentos pertinentes, incluida la carta de negativa de Constantino. Luego oyó el testimonio de Presidio, y luego los testimonios de sus amigos. Majenciolo, criado de Constantino, había arrebatado las dagas por la fuerza a Presidio, y luego Constantino las había usado, negándose una y otra vez a devolverlas, aduciendo que las había comprado a Majenciolo, quien se las había quitado al cadáver de un godo.

—¿Es verdad que hiciste esa declaración, noble Constantino?

—Sí, mi señor Belisario, y me atengo a ella. Este impúdico Presidio se equivoca al considerarlas de su propiedad.

—Presidio, ¿ves en este tribunal a alguien que use tus dagas?

—Son ésas, ilustre Belisario, las que el general lleva como de costumbre —replicó Presidio.

—¿Puedes probar que son tuyas?

—En efecto. El nombre de mi padre, Marco Presidio, está damasquinado en oro en la hoja de cada una.

—Noble Constantino, ¿figuran dichos nombres en las dagas que estás usando? —preguntó Belisario.

Constantino se enfureció.

—¿Y en tal caso qué? Las dagas son mías porque las compré. Preferiría arrojarlas al Tíber antes que dárselas a un hombre que me ha tildado públicamente de ladrón.

—Deseo que me entregues las dagas para examinarlas, mi señor.

—Me niego.

Belisario batió palmas. Entraron diez integrantes del cuerpo de guardia, alineándose junto a la puerta. Por respeto al rango de Constantino, nadie había sido admitido en la sala (al margen de dos testigos), excepto Hildígero, Bessas, y otros tres generales de la misma jerarquía que él.

—¿Te propones asesinarme, verdad? —exclamó Constantino. Tenía la conciencia intranquila a causa de la carta a Justiniano.

—De ninguna manera. Pero me propongo ver que tu criado Majenciolo devuelva a este caballero italiano las dagas que le robo si son ésas.

Constantino cogió una de las dagas y, con un feroz rugido, se lanzó sobre Belisario, quien no vestía armadura. Le habría abierto el vientre, pero Belisario lo esquivó como un púgil y se ocultó detrás de Bessas quien vestía cota de malla. Constantino empujó furiosamente a Bessas a un costado y se precipitó nuevamente sobre Belisario. Entonces, Hildígero y Valeriano, otro general, tomaran a Constantino por detrás y lo desarmaron. Lo condujeron a prisión.

Más tarde, el mismo Majenciolo, interrogado por mi ama Antonina, declaró que el día anterior había visto a Constantino entregando una carta al capitán del carguero, y le había oído decir que la enviaba Belisario. Como el tiempo no era propicio para la navegación, el carguero aún no había saltado amarras; y la carta pronto estuvo en manos de mi ama. La leyó, y decidió que Constantino era un enemigo demasiado peligroso para seguir con vida. Sin decir una palabra, ordenó a uno de sus criados que matara a Constantino en su celda, de la cual tenía la llave. Se proponía decir que había sido suicidio; pero Belisario, que estaba tan turbado como aliviado por la muerte de Constantino, no aceptaba mentiras de esa índole. Prefirió asumir toda la responsabilidad por la ejecución de Constantino y justificarla, en su informe a Justiniano, como necesidad militar. Bessas, Hildígero y Valeriana corroboraron el informe, atestiguando las palabras revoltosas y el ataque homicida de Constantino. Luego, Hildígero, a sugerencia de mi ama, añadió (y no sin razón) que últimamente Constantino había estado manifestando opiniones sobre la naturaleza del Hijo que no sólo eran decididamente heréticas, sino que no respondían a las enseñanzas de ninguna secta afamada, opiniones en verdad demasiado ilógicas para ser más que el producto de su propia imaginación demencial, notoriamente desbocada desde su insolación en África. De modo que Justiniano aprobó la sentencia. Pero a Belisario le avergonzó enterarse, mediante la autorización secreta que halló en el cadáver de Constantino, de que Justiniano dudaba de su buena fe y empleaba agentes para espiarlo. Convino con Antonina en que la muerte de Constantino, aunque había sido un valeroso combatiente, era para beneficio público.

El veintiuno de marzo terminó el armisticio. Al alba del mismo día, el rey Vitiges —habiendo recibido como respuesta de Justiniano no más que un lacónico: «Me ha llegado tu carta y estoy considerando la acción a adoptar»— levantó el sitio y se marchó para el puente Milvio con los restos de su ejército. Había advertido a Belisario sus intenciones prendiendo fuego a todas las cabañas, máquinas, empalizadas y demás estructuras de madera de sus campamentos. El principio de Belisario era no presionar más de la cuenta a un enemigo en retirada, pero estas hogueras eran un desafío, y las divisiones godas aún conservaban una buena disciplina militar. No sería correcto dejarlas escapar sin un último golpe. Pero últimamente Belisario había reducido tanto sus tropas a fuerza de destacar guarniciones y enviar expediciones a varias partes de Italia, que no osaba arriesgarse a una batalla en igualdad de condiciones. Lo que hizo fue llamar a las mejores tropas que le quedaban y mantenerlas preparadas en la puerta Pincia hasta que los vigías de las murallas informaron que casi la mitad del ejército godo acababa de cruzar el puente. Luego, los condujo rápidamente y atacó enérgicamente a los godos desplegados cerca del puente, que esperaban la orden de cruzan. Muchos hombres cayeron en ambos bandos, pues era un combate cuerpo a cuerpo, hasta que una carga del Regimiento Personal rompió la línea goda. Ante esto, toda la masa amedrentada corrió en tropel hacia el puente; ningún hombre pensaba en nada que no fuese cruzarlo de alguna manera. La confusión y la carnicería entre sus filas no es fácil de describir, tan espantosa fue. La caballería aplastó a la infantería, y el hombre que resbalaba y caía corría peligro de morir pisoteado. Para colmo, los disparos de nuestros arqueros se concentraban ahora en el puente, que pronto estuvo colmado de cadáveres, y numerosos hombres con armadura cayeron o fueron empujados de las arcadas al agua, donde se ahogaron por el peso del metal. Diez mil godos murieron ese mañana en el puente Milvio.

Así terminó la defensa de Roma, que Belisario había iniciado, contra todos los consejos, en diciembre del año anterior al anterior. No creo que la Historia pueda brindar otro ejemplo de una ciudad tan vasta defendida durante tanto tiempo con semejante inferioridad numérica en la guarnición.

El rey Vitiges se retiró abatido hacia Rávena, destacando a su paso guarniciones numerosas para la defensa de Osimo, Urbino y otras fortalezas más pequeñas. Belisario necesitaba a Juan el Sanguinario y a sus dos mil jinetes, de modo que pidió a Hildígero que se apresurara a llegar a Rímini por otra ruta, para ordenarle que se retirara. Era más conveniente que Rímini quedara en manos de un destacamento de infantería que acababa de llegar de Dalmacia y había desembarcado en Ancona, un puerta situada a poca distancia (Dalmacia era nuestra nuevamente, pues Vitiges había llamado a Italia las fuerzas que sitiaban Spalato; y por lo tanto se podía disponer de tropas). Pero Juan el Sanguinario se negó a retirarse.

Esta vez, la desobediencia no tenía justificación. Lo cierto es que había acumulado en la ciudad gran cantidad de tesoros godos que deseaba conservar para sí en vez de repartirlos con el resto del ejército. Por lo tanto, Hildígero dejó en Rímini la infantería que había traído de Ancona; pero persuadió a los ochocientos hombres del Regimiento Personal, que Belisario había prestado a Juan el Sanguinario, de que lo acompañaran. El rey Vitiges, resuelto a obtener aquí el triunfo que no había logrado en Roma, puso sitio a la ciudad; y pronto Juan el Sanguinario empezó a arrepentirse de haber desobedecido las órdenes, pues en Rímini había gran escasez de provisiones y Vitiges atacaba con gran resolución.

Ahora bien: no es mi intención escribir una historia de la guerra, sino contar la historia de Belisario. Por lo tanto, me abstendré de narrar detalladamente este sitio, aunque diré que Vitiges atacó con torres de sitio impulsadas manualmente desde dentro, no tiradas por bueyes; que Juan el Sanguinario les impidió avanzar, cavando trincheras apresuradamente; y que entonces Vitiges decidió vencerlo por hambre.

La situación en Rímini fue pronto más desesperada de lo que Belisario creía. Y él tampoco estaba en condiciones de marchar al rescate de su desobediente general, pues había despachado una parte considerable de sus fuerzas al norte de Italia, con la flota, para capturar Pavía y Milán; además, las ciudades fortificadas de Todi y Chiusi, que se interponían entre él y Rímini, tenían que caer primero. No obstante, la noticia de que Vitiges estaba sitiando Rímini le causó tanta ansiedad que, dejando sólo a los reclutas romanos como guarnición de la ciudad, marchó al norte para liberarla; y Todi y Chiusi se rindieron enseguida aterradas por su fama. Despachó la guarnición goda a Nápoles y Sicilia bajo escolta y reanudó la marcha. Pero el total de nuestras fuerzas no llegaba a los tres mil hombres, mientras el rey Vitiges disponía de cien mil con las fuerzas llegadas de Dalmacia.

Por suerte la carta enviada por mi ama a Teodora al fin había surtido efecto. Tuvimos la grata noticia de que siete mil soldados de refuerzo más habían desembarcado en Fermo de Picena, en la costa oriental. ¡Y quien mandaba este ejército era nada menos que el chambelán Narses, el eunuco!

—Ah —le dijo mi ama Antonina a Belisario, riendo—, me alegra haber alentado sus ambiciones militares cuando viajamos juntos a Daras. Y creo que será un oficial capaz, pese a su edad, si pueda aprender un poco de humildad. Pero en la corte se ha acostumbrado a recibir órdenes sólo del Emperador y la Emperatriz; tú y yo tendremos que manejarlo con tacto.

Hildígero se reunió con nosotros en Chiusi, y cruzamos Italia hasta llegar al Adriático. En Fermo (que está a un día de marcha de Osimo), nuestras fuerzas se reunieron con las de Narses, a quien Belisario y mi ama saludaron con toda la cordialidad posible. Pero hubo mucha hilaridad entre nuestros hombres ante la aparición de Narses. Que tuviera poca estatura, caderas anchas, un ojo estrábico y un labio torcido no había parecido muy ridículo cuando se deslizaba por los corredores del palacio con su acostumbrado rollo de documentos en la mano, ataviado con el uniforme de seda escarlata y blanca y la cadena de oro honorífica. Pero ver a Narses, quien hacía tiempo había pasado la edad crítica, contoneándose, con una armadura laminada a la última moda, adornada con peces y cruces y otros símbolos cristianos, y un casco con un altísima penacho de avestruz y una capa de púrpura bordada, arrastrando una espada de tamaño normal que continuamente se le atascaba entre las piernas y le entorpecía el paso, os aseguro que ese espectáculo podía arrancar una sonrisa de los labios de una víctima de cólera. Mi ama, aunque apenas podía mantenerse seria, nos advirtió en privado que no debíamos ofender de ningún modo la sensibilidad de Narses, pues el eunuco era confidente del Emperador y podía beneficiar o perjudicar enormemente la causa de Belisario a su antojo, y la causa de Belisario era la nuestra. Con Narses vino Justino, hijo de Germán, sobrino-nieto del Emperador.

El rey Vitiges había despachado veinticinco mil hombres para reforzar la guarnición de Osimo, y este ejército nos obstaculizaba el camino a Rímini. Se celebró inmediatamente un consejo de guerra, en el cual Belisario invitó a los oficiales presentes a exponer su opinión por orden decreciente de jerarquía. Valeriano e Hildígero hablaron primero, manifestando que como Juan el Sanguinario había desobedecido órdenes dos veces, primero al avanzar hacia más allá de Osimo sin someterla y luego al no retirarse de Rímini como se le había requerido, debíamos dejar que él solo saliera del atolladero en que se había metido. Acudir en su auxilio, bordeando Osimo, era poner en peligro al ejército entero por dos mil hombres. Entre los godos de Osimo y el ejército de Vitiges, acampado en las afueras de Rímini, podíamos quedar atrapados entre la espada y la pared. Bessas estuvo de acuerdo y añadió beatamente que la avaricia de Juan el Sanguinario merecía el castigo que Dios tuviera a bien imponerle. Pero Narses intervino; destacó, como si Belisario ya hubiera accedido a seguir ese consejo, que la desobediencia de Juan el Sanguinario no era razón para sentenciar al exterminio o la esclavitud a los valientes soldados a sus órdenes.

—Actuar así, en verdad, es atentar contra vuestra propia causa, y la del Emperador. Podéis reíros de mí como un mero teórico de la guerra, pero no aprobaré ningún plan de acción que sacrifique Rímini por una venganza personal.

Belisario enarcó las cejas ante el exabrupto.

—Distinguido chambelán —replicó—, ¿no sería más caritativo postergar la condena de un ultraje hasta que el ultraje se haya cometido? —Estaba por dar su propia opinión sobre el plan más adecuado, cuando la reunión fue interrumpida por un mensaje de Juan el Sanguinario que un temerario soldado isauriano había logrado pasar a través de las líneas godas. Juan comunicaba que Rímini podría resistir a lo sumo siete días más, y después tendría que rendirse a causa del hambre.

Entonces Belisario dio su opinión, según la cual Osimo debía ser cubierta por una tropa pequeña —no se podían usar más de mil hombres— acampada a veinte millas de la ciudad; el resto del ejército debía apresurarse a socorrer a Juan el Sanguinario y sus hombres. Sólo cabía esperar que Vitiges abandonara el sitio si se lo engañaba en cuanto al número de nuestros soldados, y para ello teníamos que dividirnos en tres ejércitos y reunirnos cuanto antes en Rímini. Un ejército debía marchar costa arriba al mando de Martín, un general recién llegado, y la flota al mando de Hildígero debía seguirle el paso. Narses y Belisario, con los mejores jinetes, debían tomar el sendero de montaña de los Apeninos, muy alejados hacia el interior. Todos aceptaron el plan, y partimos esa misma mañana. Mi ama iba con Belisario y Narses, y yo con ella, cabalgando en una mula detrás de su palafrén. Y fue un viaje bastante agotador, y caluroso, pues estábamos en julio y ni una ráfaga de viento soplaba entre las rocas y los pinos. Las aldeas de montaña que atravesábamos estaban habitadas por míseros salvajes muertos de hambre, que no sólo no eran cristianos, sino que nunca habían adoptado la adoración de los dioses olímpicos y aún veneraban oscuras deidades aborígenes. Pero había fresas en abundancia en los valles, y nuestros exploradores cazaran bastante. Uno de ellos incluso derribó un oso, un animal que se creía extinguido en Italia desde los tiempos del Emperador Augusto. El quinto día, tras viajar doscientas millas y alimentarnos principalmente de galletas y tocino salado, llegamos a Sarsina, que está a sólo un día de viaje de Osimo. Allí, nuestros exploradores se toparon de pronto con un grupo de saqueadores godos y les causaron bastantes bajas. Belisario, en la vanguardia, pudo haberlos capturado a todos sin mayor esfuerzo, pero prefirió dejarlos escapar para que difundieran la alarmante noticia de nuestra proximidad.

El rey Vitiges, a quien los fugitivos habían referido una historia muy exagerada sobre nuestro poderío, supuso que marcharíamos por el valle del Rubicón y lo atacaríamos desde el noroeste. Pero a la noche siguiente vio el resplandor distante de nuestras fogatas al oeste, y vaya si eran numerosas: cada soldado había recibido instrucciones de encender una y alimentarla durante toda la noche. Al sudeste, vio las hogueras de lo que parecía otro enorme ejército, que era la brigada de Martín. Y al romper el alba el mar estaba constelado de naves, y galeras armadas se acercaban amenazadoramente a la bahía. El ejército godo abandonó el campamento, presa del pánico. Nadie obedecía órdenes ni pensaba más que en ser el primero en alcanzar la Vía Emilia y huir a Rávena. Si Juan el Sanguinario hubiera podido efectuar una carga en ese momento, el resultado habría sido más que decisivo; pero sus hombres estaban tan debilitados por la falta de alimentos que apenas podían montar los caballos, que para colmo eran sacos de huesos, pues prácticamente no había forraje en Rímini.

Hildígero desembarcó con un batallón de infantes navales y capturó el campamento enemigo, que albergaba cuantiosos tesoros y quinientos godos malheridos. Belisario no llegó hasta mediodía. El fanfarrón e indiscreto Uliaris, que había acompañado a Hildígero, dijo a Juan el Sanguinario que Belisario, irritado con él por su desobediencia, había reprochado rudamente a Narses su insistencia en socorrer inmediatamente a Rímini. Ésta era la idea que Uliaris tenía de una broma; Juan el Sanguinario la tomó en serio, ya que eran palabras de uno de los más viejos amigos de Belisario, y se enfureció muchísimo.

Belisario lo saludó con cierta reserva, pero viendo cuán pálido y demacrado estaba el hombre, no le hizo más reproche que:

—¡Has contraído una gran deuda de gratitud con Hildígero, distinguido Juan!

—No —replicó hurañamente Juan el Sanguinario—, más bien con Narses. —Saludando, giró sobre los talones sin decir otra palabra.

En cuanto al tesoro que Juan el Sanguinario había reunido y depositado en Rímini, Belisario lo distribuyó equitativamente entre todas las tropas que lo habían servido antes de la llegada de Narses. Esto enfureció aún más a Juan el Sanguinario. Fue a ver a Narses, a quien conocía desde años atrás, pues había estado al mando de una compañía de ujieres palaciegos, y se quejó de que Belisario lo había tratado sin demasiadas contemplaciones. Narses lo escuchó, y ambos hicieron muy buenas migas, formando una coalición contra Belisario. Narses juzgaba vergonzoso que un estadista viejo y experimentado como él, que compartía los secretos del Emperador, acatara órdenes de un hombre a quien doblaba en edad, un mero general; y además pensaba que, por haber renunciado a su puesto seguro y confortable en palacio, merecía ser recompensado compartiendo las glorias de la campaña con Belisario. Esto significaba para él compartir el mando. Juan el Sanguinario señaló que casi todas las tropas de Belisario estaban ahora guarneciendo diversas localidades de Italia y Sicilia —doscientos hombres aquí, quinientas allá, mil en otro lugar— y que su ejército activo estaba, pues, reducido a dos mil espadas, mientras Narses y Juan comandaban cinco veces esa cantidad.

Ahora que Rímini estaba a salvo, Belisario se sintió en libertad para Osimo; pero Narses empezó a oponerse a este y a cada uno de sus demás proyectos, tratando de obligarlo a compartir o abandonar el mando. Así se perdió un tiempo precioso, aunque las noticias que llegaban de otras zonas de Italia eran sumamente inquietantes y requerían acción inmediata. Por último, a sugerencia de mi ama, Belisario celebró un consejo de generales y les habló con franqueza.

—Lamento descubrir, mis señores y caballeros —les dijo—, que vosotros y yo estamos en desacuerdo en cuanto al manejo adecuado de esta guerra. Quiero decir que la mayoría de vosotros tiene la impresión de que los godos ya están completamente derrotados. Las cosas están lejos de ser así. El rey Vitiges está en Rávena con sesenta mil godos; hay casi treinta mil más tras las murallas de Osimo; entre ese lugar y Roma hay varias ciudades amuralladas con guarniciones numerosas. Vitiges acaba de enviar un ejército al mando de su sobrino Uriah contra nuestra pequeña guarnición de Milán, y Liguria está nuevamente en sus manas. Peor aún: un vasto ejército de francos, o al menos de burgundios, que son aliados de los francos, acaba de cruzar los Alpes ligures y, al parecer, se unirá con el del tal Uriah. Repetidamente he sometido a vuestra consideración lo que creía más aconsejable: marchar sobre Osimo sin más demora, mientras cubrimos Rávena con una pequeña fuerza, y también enviar una vasta fuerza de rescate a Milán. Os habéis opuesto severamente a estos planes. Ahora reafirmaré mi autoridad convirtiendo mis planes en órdenes.

Nadie respondió por un tiempo. Luego, habló Narses.

—No es conveniente dividir nuestras fuerzas de esa manera, mi señor. La estrategia más atinada sería marchar al norte pasando Rávena y capturar toda la costa veneciana, alejando así a Uriah de Milán; y al mismo tiempo bloquear Rávena por mar y por tierna. Atacar Osimo sería un derroche de energías, pues Osimo caerá cuando caiga Rávena. Pero lleva tus propias y escasas fuerzas a Milán u Osimo o la luna o donde se te antoje. Yo me propongo hacer lo que he dicho con los hombres que he traído conmigo.

—¿Y nuestra guarnición de Milán, distinguido chambelán? —preguntó Belisario—. ¿Qué será de esos hombres?

—Tendrán que arreglarse como puedan… —replicó Narses—. Tal como habría hecho Juan el Sanguinario en Rímini, de no mediar mi insistencia.

—Mi señor Narses —dijo suavemente Belisario, dominando su ira—, te estás extralimitando…, y faltando a la verdad. —Luego llamó a su secretario Procopio—: ¿Dónde está el documento que me envió el Emperador hace poco?

Procopio encontró el documento. Era uno que Justiniano había firmado sin que lo supiera Narses, obligado por Teodora. Belisario lo leyó con su voz baja y serena:

—«Hoy hemos enviado a nuestro chambelán, el distinguido Narses, a Piceno, con algunos de nuestros regimientos. Mas tendrá autoridad sobre nuestros ejércitos en Italia sólo en cuanto se lo indiquen específicamente las órdenes del ilustre Belisario, quien ha gozado y continúa gozando de la autoridad suprema después de Nos. Es deber de todos los oficiales imperiales en Occidente obedecer implícitamente al susodicho Belisario, por el bien público de nuestro Imperio».

La fea cara de Narses se afeó más mientras escuchaba. Cuando Belisario hubo concluido, le arrebató la carta de las manos y la releyó para sí mismo, con la esperanza de encontrarle cinco pies al gato. Tenía la mente agudizada por años de intrigas mezquinas y por lo tanto no le costaba demasiado encontrar algún desliz en la expresión.

—¡Ahí tienes! —exclamó triunfalmente, señalando las últimas palabras—. Debemos obedecerte implícitamente, pero sólo por el bien público del Imperio de Su Serena Majestad. Ilustre Belisario, tus planes militares son absolutamente ineptos, y de ninguna manera conducen al bien público. Yo, por lo pronto, no me siento obligado a obedecerte por este documento. ¿Y tú, distinguido Juan?

—Yo también pienso que despachar otra expedición a Milán y atacar Osimo con fuerzas reducidas es peligrosísimo —respondió Juan—, especialmente con Vitiges apostado en Rávena.

—Mientras dominemos el mar, al rey Vitiges podemos mantenerlo encerrado en Rávena —exclamó indignado Hildígero—. La única posibilidad son los terraplenes de las ciénagas. Mil hombres podrían bloquearías eficazmente. Yo estoy con mi señor Belisario.

Pero prevaleció la facción de Narses.

Luego, mi ama Antonina se dirigió coléricamente a Narses y le dijo:

—Su Resplandor la Emperatriz Teodora te hará azotar por tu obra de este día cuando regreses, eunuco… si tienes la suerte de regresar.