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LA DEFENSA DE ROMA

Lo primero que hicieron los godos contra la ciudad fue construir seis campamentos fortificados, con sus respectivas fosas, terraplenes y empalizadas. Estaban situados a intervalos alrededor de todo el sector norte, a distancias que variaban entre trescientos pasos y una milla de la muralla. Su siguiente medida fue cortar cada uno de los catorce acueductos que durante siglos habían abastecido a la ciudad de agua pura en abundancia, traída desde muy lejos. Sin embargo, había pozos de agua de lluvia, y la muralla occidental encerraba un tramo del río Tíber, de modo que agua no nos faltaba; pero a los ciudadanos más ricos les fastidió verse obligados a beber agua de lluvia y, si deseaban mantenerse limpios, bañarse en el río, pues estaban privados de sus lujosos baños. Belisario tuvo la prudencia de taponar los conductos de los acueductos con argamasa en puntos convenientes. También hizo construir cercos semicirculares que encerraban por dentro varias de las puertas de la ciudad, con sólo una puerta pequeña y bien custodiada en cada una de ellas, para impedir que los pobladores nos atacaran de pronto por la espalda y dejaran entrar al enemigo. La puerta Flaminia estaba tan amenazada por un campamento godo cercano que la bloqueó absolutamente. Inspeccionó todas las defensas muy detenidamente, por dentro y por fuera, en busca de un punto débil, interesándose especialmente por las salidas de las cloacas de la ciudad; pero descubrió que se vaciaban en el Tíber, bajo el agua, de modo que nadie podía entrar por allí.

El mayor de los inconvenientes que sufrimos al principio fue la detención de los molinos públicos de la colina Janículo, que se movían impulsados por el agua del acueducto de Trajano. Como no teníamos en la ciudad caballos ni bueyes libres para hacer girar las manivelas, tuvimos que valernos momentáneamente de esclavos. Pero Belisario pronto puso nuevamente en marcha los molinos con fuerza hidráulica. Bajo el puente Aureliano sujetó dos sogas gruesas sobre el río, las tensó con un cabestrante y las usó para sostener dos barcazas en posición, contra la corriente y a sólo dos pies de distancia entre sí. Puso un molino en cada barcaza, conectadas con una rueda de molino suspendida entre ambas que giraba a bastante velocidad con el caudal del agua que pasaba baja el arco del puente. Cuando vio que el método daba resultado, fortaleció las sogas; y cuarenta barcazas más, con ruedas acopladas en el medio, fueran atadas al par original en una larga hilera río abajo. A partir de entonces, no tuvimos problemas para moler el grano; excepto cuando, unos pocos días más tarde, los godos, habiéndose enterado de los molinos gracias a desertores, enviaron troncos de árboles flotando río abajo, y algunos chocaron contra las ruedas y las destrozaron. Entonces, Belisario instaló un entramado de cadenas de hierro, de uno a otro lado del puente, construido como una traíña de poca profundidad. Los troncos flotantes quedaban apresados en ella, y los barqueros los empujaban a la orilla para usarlos como combustible en los hornos públicos.

Los ciudadanos de Roma habían desconocido hasta el momento los rigores y peligros de la guerra, pero pronto Belisario les hizo entender que no deberían creerse espectadores pasivos, como el público de un drama: ellos también debían sufrir las privaciones que sufrieran los soldados. Con el objeto de tener una fuerza de combatientes de reserva para despachar a cualquier sector de muralla amenazado por un ataque, alistó aún más trabajadores sin empleo como centinelas. A algunos las entrenó diariamente con el arco en el Campo de Marte, y a otros los entrenó como lanceros. Pero eran soldados renuentes y siguieron siendo una chusma, pese a los esfuerzos de oficiales y sargentos.

Cuando Belisario entraba en la ciudad, los romanos de ambos sexos y de todas las clases sociales lo miraban con rencor. Les enfurecía que se hubiera atrevido a enfrentarse allí contra los godos antes de haber recibido tropas suficientes del Emperador, sometiéndoles así a un sitio que quizá terminara en hambre y matanza. El rey Vitiges se enteró por los desertores de que el Senado estaba especialmente indignado con Belisario; y por lo tanto envió embajadores a la ciudad para sacar partido de la discordia.

Estos godos, conducidos a la Cámara del Senado con vendas en los ojos, tuvieron permiso para interpelar a los senadores en presencia de Belisario y sus oficiales. Olvidaron las cortesías de la ocasión y hablaron rudamente a los acaudalados patricios, acusándolos de haber sido infieles al ejército godo de defensa nacional para admitir a la fuerza combinada de «intrusos griegos» que guarnecía las fortificaciones de la ciudad. En nombre de Vitiges, ofrecieron una amnistía general, a condición de que Belisario abandonara la ciudad al momento; incluso se avenían a concederle diez días de gracia antes de lanzarse a perseguirlo, lo cual era muy generoso, dijeron, teniendo en cuenta que las fuerzas a su disposición eran absolutamente inadecuadas para la defensa de tamaña extensión de murallas.

Belisario replicó concisamente que los patricios romanos no habían traicionado a nadie: simplemente, habían admitido en la ciudad a otros patricios, junto con las fuerzas imperiales que dichos nobles comandaban legalmente.

—Señores godos, estoy capacitado para responderos con la voz de este leal Senado, pues soy de alto rango entre sus integrantes, así como con la voz de mi Sereno Soberano. Replico, pues, que no fueron los godos ni otros germanos quienes originalmente construyeron esta ciudad ni estas murallas… ¡Vaya, ni siquiera os habéis preocupado por mantenerlas! De modo que sois vosotros los intrusos, y sin ningún derecho de propiedad. A Vitiges, vuestro rey, mi Sereno Soberano no lo reconoce siquiera como vasallo. De manera que os aconsejo, excelentes godos, que os marchéis ahora y uséis vuestra elocuencia para disuadir a vuestros compatriotas de su locura; o llegará el tiempo, os lo advierto, en que vosotros y ellos os contentéis con ocultar las cabezas en zarzales y cardales para esquivar nuestras lanzas. Entretanto, comprended bien que sólo ganaréis Roma sitiándola y peleando duramente. Por suerte para nosotros, ningún godo fue nunca aficionado al arte de sitiar una ciudad; por lo tanto, nuestras fuerzas, aunque poco numerosas actualmente, son más que adecuadas para defender las murallas que nuestros ancestros construyeron y que vosotros habéis abandonado sin pelear.

El rey Vitiges estaba ansioso por saber, mediante sus embajadores, qué clase de hombre era Belisario. Le dijeron:

—Ese hombre es un león barbado, no tiene miedo, usa pocas palabras innecesarias; por los rasgos, el color y el físico se parece a nosotros (excepto en que el cabello es oscuro y los ojos, azules como los nuestros, están muy hundidos en las cuencas). Su aspecto ágil y su apostura grácil imponen respeto en cuantos le rodean. También vimos a Antonina, su esposa, una leona de la misma raza, pelirroja. Rey Vitiges, tienes que prepararte para luchar enérgicamente.

Pasó una quincena antes que Vitiges pudiera completar sus preparativos para el asalto. Una mañana, al amanecer, cuando Belisario vio desde el terraplén cuáles eran esos preparativos, se echó a reír; lo cual causó un escándalo entre los ciudadanos.

—¿Se ríe cuando estamos por ser devorados por esas bestias arrianas? —se preguntaban entre sí.

Debo confesar que yo tampoco veía el motivo de su hilaridad, pues al mirar pude distinguir a un cuarto de milla una serie de formidables estructuras montadas sobre ruedas, avanzando hacia nosotros tiradas por yuntas de bueyes y escoltadas por enjambres de lanceros godos. Eran como torres, cada cual con una escalera interna que subía a una plataforma en la parte superior, y parecían tener la misma altura que nuestras murallas. También había cuatro estructuras recubiertas de piel de caballo, con ruedas más pequeñas, cada cual con una viga con punta de hierro que sobresalía. A éstas las reconocí como arietes: la viga se balancea sobre cuerdas dentro de la estructura, y mediante repetidos golpes termina por abrir un boquete en la muralla más sólida.

Eligieron la puerta Salaria como foco central del ataque, y Belisario concentró inmediatamente en las torres vecinas todo el armamento defensivo disponible. Éste consistía en escorpiones, que son pequeñas máquinas que arrojan piedras, accionadas mediante cuerdas de cáñamo que se tensan al extremo y se sueltan repentinamente; y asnos salvajes, una especie más grande de escorpión; y catapultas, que son arcos mecánicos que se accionan mediante el mismo principio de las otras máquinas, desde cuyas acanaladuras se disparan gruesos proyectiles con cuñas de madera y fuerza suficiente para superar en alcance a cualquier arco ordinario. También teníamos algunos lobos, que son máquinas para enganchar la cabeza del ariete cuando golpea y levantarla de costado con una polea, de manera que la torre se vuelque.

Belisario llamó serenamente a su escudero, Corsomantis, un huno masageta, y le dijo:

—Tráeme mi arco de caza y las flechas para venado, Corsomantis.

Éstas eran armas de precisión. Un noble godo, que resultó ser primo del rey Vitiges, estaba supervisando el avance de las máquinas enemigas. Vestía una armadura dorada y lucía un alto penacho púrpura. Pero mientras todavía estaba lejos del alcance de nuestros arcos, según creía, la muerte lo alcanzó: Belisario, apuntando cuidadosamente, le traspasó la garganta con una flecha para venado, de manera que cayó muerto del caballo. El alcance no era inferior a doscientos pasos. Sin saber que ésta era la precisión de tiro habitual en Belisario, los godos quedaron apabullados ante un presagio tan funesto. Un hurra de provocación brotó de las murallas, y los godos se detuvieron un instante mientras se llevaban al muerto. Otro noble, el hermano, asumió el mando; pero mientras hacía señas para que avanzara la procesión, Belisario apuntó de nuevo y demostró a quien lo dudara que el primer disparo no había sido un mero golpe de suerte. Esta vez, la flecha se hundió en la boca del godo cuando gritaba algo, y la punta dentada le asomó por la nuca: también él cayó muerto. Me puse a bailar de alegría y grité:

—¡Oh, bien hecho, mi señor! ¡Permítenos disparar ahora! —Pues yo tenía un arco en la mano, como todos los demás criados.

—Espera a que las trompetas den la señal —me dijo—. Luego, que todos los que me rodean disparen a los bueyes.

La trompeta sonó, y todos inclinamos los arcos y soltamos las flechas. Más de mil godos cayeron, y todos los bueyes, pobres bestias. Se oyó un terrible alarido. Luego, recuerdo, apunté a un infante alto mientras corría con un haz de leña; pero erré el tiro y la flecha se clavó en las ancas de un caballo, que corcoveó y derribó al jinete. Apunté al jinete que yacía atontado; después de tres disparos mi flecha le besó el hombro y resbaló. Como seguía tendido allí, como muerto, busqué otros blancos, pero no vi ninguno, pues los godos se habían retirado, consternados, y se habían apostado fuera del alcance de las flechas.

Luego, una numerosa fuerza goda de todas las armas se perdió de vista. Aunque entonces lo ignorábamos, tenían órdenes de atacar la Casa de las Fieras, cerca de la puerta Prenestina, dos millas a nuestra derecha. Pero como cuarenta mil hombres seguían amenazando la Puerta Salaria, Belisario no podía destinar tropas a reforzar otras partes.

Entretanto, había gran peligro en la puerta Elia, más allá del río, donde Constantino tenía el mando. A sólo un tiro de piedra de las murallas, al pasar el puente Elio, que conduce a la catedral de San Pedro, se yergue el mausoleo de mármol del emperador Adriano. Es un edificio cuadrangular, rematado por un tambor cilíndrico alrededor del cual hay una columnata cubierta; el tambor está coronado por una cúpula redondeada. En la construcción de este maravilloso edificio no se usó cemento, sino sólo piedras de mármol blanco, unidas por inserción. A lo largo de la columnata se levantan a intervalos estatuas ecuestres, también de mármol blanco; representan, creo, a los generales que sirvieron a Adriano en sus guerras. El mausoleo se usaba como avanzada de las fortificaciones, pues el puente era una extensión de la muralla de la ciudad. Era aquí donde los trescientos hombres de Constantino montaban guardia, con catapultas y arqueros diestros y un pequeño destacamento de herreros del ejército, provistos de pesados martillos.

El comandante de la fuerza que debía asaltar ese lugar era un hombre juicioso. Comprendiendo que el sector de la muralla principal protegido por el río en ambas márgenes del puente Elio tendría una débil defensa, había preparado varios botes para atacar en un sitio favorable, media milla río arriba. Se trataba de un fangal bajo las murallas, lo bastante firme y ancho como para hincar en él escaleras de sitio. Su plan era enviar una partida de escaladores en los botes en cuanto hubiera lanzado el ataque contra el mausoleo.

Organizó hábilmente el ataque al mausoleo. Sus hombres —infantería pesada, con escaleras— avanzaron bajo su dirección por los claustros cubiertos que van desde la catedral de San Pedro hasta muy corta distancia del mausoleo. Los hombres de Constantino, en la columnata con estatuas, aunque alertas, no pudieron hacer nada hasta que los godos salieron de los claustros. Entonces se defendieron enérgicamente, pero sólo con flechas y dardos: las catapultas no podían inclinarse para disparar en un ángulo tan abrupto. A continuación, nutridas filas de arqueros godos, cubriendo los cuatro rincones del mausoleo y protegidas por enormes escudos, lanzaran un devastador fuego cruzado sobre la columnata, causando muchas bajas a los defensores. La situación se volvió peligrosa. Constantino, advertido del ataque inminente desde el fangal, había tenido que partir de prisa con veinte hombres para rechazarlo. No había ningún oficial para reemplazarlo en el mando.

Pronto hubo escaleras apoyadas contra las paredes del mausoleo, y subieron los godos con armadura completa. Las flechas y dardos de los defensores casi no les hacían mella. Entonces Roma se habría perdido, de no ser por la repentina ocurrencia de un valeroso sargento de herreros. Martilleó una estatua y le arrancó una pata. Su camarada tomó ese enorme trozo de mármol y lo arrojó escalera abajo. El primer godo cayó aturdido, arrastrando en su estrepitosa caída toda una fila de escaladores. El mismo sargento rompió otra pata, y la estatua se vino al suelo; entonces la partió frenéticamente en trozos adecuados que su camarada repartía entre todos aquellos que los necesitaban. Los godos fueron arrancados de las escaleras por los miembros y torsos mutilados de esos antiguos héroes y sus corceles. Salieron corriendo a campo abierto, perseguidos por flechas; pronto estuvieron al alcance de las catapultas. El siseo de los grandes proyectiles, que podían atravesar a un hombre o un árbol, los hacía correr más rápido. Constantino no tuvo dificultad para contener la acometida del fangal, de modo que las esperanzas de los godos en el lado oeste quedaron frustradas, como también en lado este en la puerta Tiburtina, y en el lado norte, en la Flaminia, pues en ambos casos las murallas se yerguen sobre una cuesta empinada, desfavorable para un asalto.

En la puerta Salaria aún nos amenazaba la principal fuerza de los godos; pero, por ahora, se mantenían fuera de nuestro alcance, disuadidos por el destino de uno de sus jefes; estaba encaramado en la rama de un pino, cerca del tronco, disparando hacia nuestras almenas. Mi ama Antonina estaba a cargo de una catapulta, pues había aprendido cómo apuntar estas armas. Dos hombres hacían girar la manivela hasta que el mayoral gritaba «suficiente»; mientras él estudiaba el blanco, su asistente ponía un proyectil en la concavidad de cuerno y soltaba la agarradera cuando recibía la señal. Yo actuaba como asistente de mi ama, y dos artesanos romanos manipulaban la manivela. Ella apuntó cuidadosamente al arquero godo, y enseguida dio la señal para disparar. Apreté la palanca, y el proyectil salió zumbando. Luego se vio un espectáculo horrible. El proyectil alcanzó de lleno al godo en medio del pecho, siguió viaje y se hundió hasta la mitad en el árbol; el godo quedó incrustado allí como un cuervo clavado en la puerta de un granero como advertencia a otros cuervos.

Mi ama actuaba aquí como lugarteniente de Belisario, quien había acudido en auxilio de Bessas y sus hombres a la Casa de las Fieras —un lugar cercano a la puerta Prenestina—, donde se había lanzado un poderoso ataque. Era triangular, y estaba formada por dos débiles murallas exteriores en ángulo recto construidas contra la muralla principal; y anteriormente se había usado para alojar a los leones destinados a los espectáculos del Coliseo. Las murallas exteriores no podían defenderse, pues eran bajas y de grosor insuficiente para construir parapetos en la parte superior. Más aún, Vitiges sabía que la muralla principal que ellos rodeaban estaba en estado ruinosa y pronto cedería ante los topetazos de un ariete. La infantería goda atravesó la fosa con picas para socavar una de las murallas exteriores, la cual entretanto los resguardaría en parte de las flechas que llovían de las almenas. Una vez que capturara la Casa de las Fieras, podría aspirar a la victoria. Los haces de leña y las planchas estaban preparados, y las torres y escaleras, tal como en la puerta Salaria. Una numerosa tropa de lanceros estaba alerta.

Los godos que habían cruzado la fosa trabajaron afanosamente con las picas; y, al cabo de cierto tiempo, un sector de la muralla se desmoronó fragorosamente y los godos inundaron la Casa. Inmediatamente, Belisario envió dos fuertes grupos de isaurianos que saltaron la muralla principal, con escaleras, lanzándose hacia las murallas exteriores, luego brincaron entre los godos apiñados y cerraron la entrada de la Casa; allí los exterminaron a gusto. Pues mientras los isaurianos empuñaban machetes cortos, que son ideales para luchar en sitios atestados, los godos blandían espadones, que necesitaban mucho espacio para ser eficaces. Más infantes godos corrieron en auxilio de sus camaradas, pero de pronto se abrió la puerta Prenestina: por allí irrumpió una columna de coraceros de Belisario, junto con algunos godos tracios. Atacaron a los lanceros bárbaros, que estaban de pie sin una ordenación regular, y los obligaron a retroceder atropelladamente y con muchas bajas hacia su campamento, a media milla de distancia. Luego, los coraceros volvieron grupas y prendieron fuego a las torres, arietes y escaleras, que crepitaron en una hoguera enorme; y así regresaron sanos y salvos. También hubo una salida repentina en la puerta Salaria, por orden de mi ama, con el mismo resultado: también allí los godos huyeron y se incendiaron las máquinas. Luego, nuestros hombres salieron para despojar a los muertos. Con permiso de mi ama, yo salí con ellos y encontré al hombre a quien había matado: vi que tenía el cuello partido. Le quité el collar de oro y la daga con empuñadura de oro del cinturón. ¡Un eunuco doméstico jugando al héroe!

Al caer la tarde, el ataque había fracasado en todas partes. Al disparar contra una masa tan densa como la que presentaban los godos, los peores arqueros no podían sino causar grandes estragos; y teníamos con nosotros varios tiradores rápidos y certeros y una abundante provisión de flechas. Calculamos que ese día el enemigo había sufrido veinte mil bajas, entre muertos e incapacitados. Los godos se retiraron amargamente a sus campamentos, y toda esa noche pudimos oír salmos y lamentaciones mientras sepultaban a los caídos. A la mañana siguiente estábamos preparados para rechazarlos nuevamente; pero no hubo más ataques en ninguna parte hasta muchos días después.

Belisario le había escrito nuevamente a Justiniano, explicándole que necesitaba treinta mil hombres de refuerzo e insistiendo en que se despacharan al menos diez mil sin la menor dilación. Antes de que la carta pudiera llegar a Constantinopla tuvimos noticia de que los refuerzos ya estaban en camino. Pero, al parecer no sumaban más de dos mil y el mal tiempo los había obligado a pasar el invierno en Grecia, sin poder cruzar el Adriático. No había indicios de que fuera la vanguardia de un ejército de tamaño considerable. Belisario comprendió que estaría confinado dentro de las murallas de Roma por lo menos tres o cuatro meses más. La ciudad todavía recibía provisiones de noche, por las puertas del lado sur, pero no en cantidad suficiente para alimentar a seiscientas mil personas durante un lapso prolongado. Por lo tanto, ordenó la rápida evacuación a Nápoles de todas las mujeres, niños y ancianos, y de todos los demás civiles —excepto sacerdotes, senadores y demás notables— incapaces de portar armas.

Ahora, los godos permanecían dentro de sus campamentos cercados entre el poniente y el alba; ésta era la hora de combate de los moros, que estaban exentos de las obligaciones regulares y pasaban las noches fuera de las murallas de la ciudad. Salían en grupos de tres o cuatro, vistiendo ropas color barro; y, sujetando los caballos en alguna arboleda, se ocultaban en zanjas, al costado o detrás de los matorrales. Luego, saltaban sobre soldados aislados, los degollaban, los despojaban y se alejaban al galope. A veces, combinando las partidas, destruían numerosas compañías de godos. Solían agazaparse cerca de las letrinas del campamento godo, que siempre estaban cavadas fuera de la fosa, para sorprender a los hombres que las visitaban en medio de la noche. También rondaban las caballerizas y los campos de pastoreo. Fue por temor a estos moros, como decía, que los godos aprendieron a quedarse dentro de los campamentos toda la noche. De modo que las largas procesiones de civiles evacuadas salían sin impedimentos, noche tras noche; y ningún campamento godo obstruía su camino.

La primera partida fue enviada al puerto de Roma, donde estaba nuestra flota; allí se embarcó hacia Nápoles. Pero el resto tuvo que hacer todo el trayecto a pie, cargando bultos o empujando carretones repletos de tesoros domésticos. Procesiones de cincuenta mil personas y más salían todas las noches, trajinando por la Vía Apia. Era un espectáculo lamentable verlos partir, y muchas fueron las lágrimas que derramaron esas pobres gentes, y los hombres que dejaban atrás, en la puerta Apia. Pero al menos viajaban por un buen camino. La Vía Apia está hecha de lava dura, tan firme y lisa como cuando la pavimentaron por primera vez, hace cientos de años, bajo la República. Más aún: Belisario suministraba a cada partida una escolta de jinetes para la primera etapa del viaje, y les daba alimentos suficientes para que les duraran hasta Nápoles.

Al día siguiente al de la partida del primer grupo del puerto de Roma, que está a dieciocho millas de la ciudad, el rey Vitiges capturó las fortificaciones de ese lugar; no habíamos contado con tropas para guarnecerlas, y los marineros no son combatientes. Hasta aquel momento, los convoyes con pertrechos nos habían llegado desde el puerto en barcazas que remontaban el río tiradas por bueyes. Ahora estábamos aislados del mar, y nuestra flota se retiró a Nápoles. Esto sucedió en abril. En mayo nos redujeron la ración de grano a la mitad. Hasta junio no llegaron los refuerzos de Grecia, al mando de un general llamado Martín: mil seiscientos eslavos paganos, y hunos búlgaros.

Estos eslavos, que tienen rasgos curiosamente europeos para tratarse de una raza tan salvaje, habían aparecido recientemente en gran número en las márgenes del Danubio, desplazando a los gépidos. Son arqueros a caballo y excelentes guerreros si están bien alimentados, bien pagados y bien guiados; y también son hombres de palabra, aunque de hábitos muy sucios. Justiniano los había provisto con armadura y yelmo; normalmente, sólo visten chaquetones y pantalones de cuero. También había pagado una cuantiosa suma de dinero en nombre de ellos a los sacerdotes de la tribu: pues los eslavos poseen todas las cosas en común, y los sacerdotes, por cuyo intermedio veneran al dios del rayo, actúan como tesoreros. Cuando estos eslavos supieron que Belisario era de su misma raza e incluso hablaba un poco su lengua, se sintieron bien predispuestos hacia él; y lo mismo sucedió con los hunos (a quienes ya he descrito) cuando descubrieron que varios de sus compatriotas eran tratados honrosamente en el Regimiento Personal.

Belisario decidió lanzar una ofensiva contra los godos, aunque mil seiscientos hombres no son diez mil. No deseaba que los recién llegados sintieran que estaban enclaustrados en la ciudad como prisioneros; en cuanto se les asignaron sus puestos y recibieron instrucciones respecto de sus guardias, organizó una demostración para beneficio de ellos. A plena luz del día despachó doscientos coraceros por la puerta Salaria, al mando de un ilirio llamado Trajano, comandante de tropa e individuo de pasmosa sangre fría. Siguiendo las órdenes que habían recibido, estos hombres galoparon hasta una pequeña colina, visible desde las murallas, y allí formaron un círculo. Los indignados godos se lanzaron al ataque desde el campamento más próximo, cogiendo las armas y montando los caballos con gran urgencia. En el tiempo en que un cristiano tarda en decir un Padrenuestro lentamente, los hombres de Trajano habían disparado cuatro mil flechas a esa desordenada columna, matando a hiriendo a ochocientos jinetes; pero en cuanto empezó a llegar la infantería goda, los hombres de Trajano huyeron al galope, lanzando flechas desde la silla. Dieron cuenta de doscientos godos más antes de regresar, sin una sola baja, al amparo de la puerta, donde entraron cubiertos por los disparos de una masiva batería de catapultas. Observad: los jinetes godos estaban armados sólo con lanzas y espadas, y aquellos infantes que eran arqueros no vestían armadura y no podían desplazarse sin la escolta de lanceros con cota de malla, que avanzaban muy despacio. No era de extrañar que los hombres de Trajano se hubieran despachado a gusto. Pocos días más tarde, salió una fuerza de doscientos coraceros, pero cien eslavos los acompañaban como ejercicio de instrucción. Ellos también tomaron una pequeña colina, derribaron godos a centenares, se retiraron. Pocos días después, otra fuerza más, de coraceros y búlgaros, hizo lo mismo. En estas escaramuzas, los godos perdieron cuatro mil hombres; sin embargo, Vitiges no llegó a la obvia conclusión de que su armamento era inferior, atribuyendo nuestro éxito a la mera audacia de nuestros hombres. Ordenó a quinientos de sus lanceros reales efectuar una demostración similar en una colina de la puerta Asinaria. Belisario despachó mil jinetes tracios al mando de Bessas; los godos fueron destrozados, y apenas un centenar logró escapar al campamento. Al día siguiente, Vitiges, que había tildado de cobardes a los sobrevivientes, despachó otro escuadrón de lanceros numéricamente similar. Belisario envió a los eslavos y los búlgaros, y todos los godos fueron muertos o hechos prisioneros.

El verano avanzó despacio. Una noche llegó un convoy de Terracina con sacos de monedas para pagar a las tropas, y con otra clase de tesoro para la casa de mi ama, es decir, la persona de Teodosio. Debo consignar que, aunque lo saludó muy amablemente, estaba tan atareada con la administración de asuntos militares que el joven ya no parecía ser la mitad de su vida; ella tenía ahora poco tiempo para socarronerías y desplantes. Estaba más orgullosa que nunca de ser la esposa de Belisario: continuamente había elogios para el general en boca de todos los soldados y de casi todos los oficiales, y el nombre de ella era respetuosamente asociado con el de él. Teodosio, por lo demás, era a fin de cuentas una persona poco importante. Ni siquiera era buen tirador con el arco, y apenas pasable como jinete; mi ama juzgaba ahora a la gente principalmente por esas pautas, pues se tomaba sus deberes muy en serio. Pero descubrió un puesto adecuado para él como secretario legal de la esposa. Pronto me enteré de que Constantino estaba reviviendo el viejo escándalo entre los oficiales de su rango; que el clero católico estaba valiéndose en privado del escándalo para desacreditar a nuestra casa entre los pobladores civiles. Pero no dije nada, pues ya teníamos suficientes problemas.

El mismo convoy trajo también varios carromatos de grano. Fue una de las últimas remesas que recibimos, pues los godos ya empezaban a bloquear cuidadosamente las carreteras. Siete millas al sudoeste de la ciudad, se cruzaban dos grandes acueductos, cercando un espacio considerable con sus enormes arcadas de ladrillo; rellenando los intervalos abiertos con arcilla y piedra, los godos levantaron una sólida fortaleza, y luego murallas anexas. Allí apostaron una guarnición de siete mil hombres y así dominaron la Vía Latina y la Vía Apia. Aun antes de que llegara el invierno, la zozobra cundía en Roma por la escasez de alimentos. Los ciudadanos restantes, aunque impresionados por los frecuentes triunfos de Belisario, se negaban a ofrecerse coma voluntarios para el servicio activo; estaban más descontentos que nunca, especialmente después de un revés parcial que sufrimos y que describiré enseguida.

Fue gracias a la vigilancia de mi ama Antonina como se reveló la traición del Papa Silverio. Belisario le había encomendado la tarea de otorgar a los civiles permiso para salir de la ciudad por razones de negocios. Era muy sagaz para detectar cualquier fraude; antes de que ella asumiera esa tarea, muchos romanos necesarios para las obras defensivas se las habían ingeniado para escapar con diversos pretextos. Un día, un sacerdote de voz suave se le presentó y pidió permiso para ausentarse durante dos o tres noches; había dejado un libro en el armario de la sacristía de su parroquia, cerca del puente Milvio, y ahora deseaba consultarlo.

—¿Qué libro? —preguntó mi ama.

Él respondió que eran las cartas de San Jerónimo. Ella sabía que ningún sacerdote en sus cabales se arriesgaría a cruzar las líneas godas para buscar esas cartas extemporáneas y malhumoradas, de las cuales, para colmo, sin duda tenían que existir copias en cualquier biblioteca eclesiástica de Roma. Pero calló sus sospechas y le dio un pase. El sacerdote fue arrestado esa noche, cuando salía por la paterna Pincia. Cosida a su túnica se encontró una carta para el rey Vitiges, firmada por todos los senadores importantes y por el mismo Papa, con el ofrecimiento de abrir la puerta Asinaria para que entrara el ejército godo en la noche que Vitiges gustara designar.

Debería explicar que Belisario, con el objeto de desembarazarse en todo lo posible de las tareas judiciales que pudieran estorbarle las funciones militares, también había delegado en Antonina la resolución de todos los litigios civiles y el castigo de todos los infractores civiles, aunque los pleitos y delitos militares todavía se le presentaban a él. Mi ama celebraba asambleas diarias en sus aposentos del palacio Pincio. Cuando ella le dijo los nombres de los traidores y le mostró la carta, Belisario se enfureció, pero no se asombró: sabía que Vitiges había amenazado con matar a los rehenes romanos que tenía en Rávena si Italia continuaba oponiéndole resistencia. Belisario no consideraba justa, sin embargo, que por el mero hecho de que los traidores fueran personas tan distinguidas, las juzgara él y no ella. En verdad, le alegraba que el caso perteneciera a la jurisdicción de Antonina: como cristiano devoto, se habría avergonzado de erigirse en juez del guía espiritual de su Iglesia. Mi ama no tenía tales escrúpulos, pues aún era pagana de corazón.

—Traidor con mitra, o traidor con yelmo… ¿qué más da? —dijo.

No obstante, Belisario asistió al juicio, pues no quería dar la impresión de que eludía responsabilidades. Mi ama, que ese día no se sentía bien, se reclinó en un diván; él se sentó a sus pies como coadjutor.

El Papa Silverio, convocado por el tribunal, apareció con toda su indumentaria de oro, púrpura y seda blanca, como para impresionar a mi ama. Tenía en el dedo su anillo del Pescador, su báculo pastoral en la mano, la gran tiara enjoyada en la cabeza. Lo seguía una comitiva de obispos y diáconos, espléndidamente ataviados. Pero Antonina les dio órdenes de aguardar en la primera y segunda antecámaras, según sus jerarquías.

El Papa Silverio golpeteó el suelo con el báculo y preguntó a mi ama:

—¿Por qué, ilustre Antonina, hermana en Cristo, nos has traído aquí, interrumpiendo rudamente nuestras devociones con tu impetuosa convocación? ¿Qué ocurre que no pudiste acudir a nuestro palacio, como lo exige la cortesía?

Ella enarcó las cejas al estilo de Teodora, y sin dignarse responder le preguntó sin ambages:

—Papa Silverio, ¿qué te hemos hecho para que nos entregues a los godos?

Él fingió indignación.

—¿Acusarías al sucesor ungido del Santo Apóstol Pedro de una mísera felonía?

—¿Piensas —replicó ella— que porque la tradición te ha confiado las llaves del Cielo, también tienes poder sobre las llaves de la puerta Asinaria?

—¿Quién nos acusa de esa deslealtad?

—Tu firma y tu sello. —Ella le mostró la carta interceptada.

—Adúltera, es una falsificación —vociferó Silverio.

—Sé respetuoso con la corte, clérigo, o te haré azotar —amenazó ella. Luego, lo enfrentó al párroco, quien había hecho una confesión completa sin ninguna necesidad de tortura.

El Papa Silverio temblaba de vergüenza, pero se obstinaba en negar su culpa. Los nueve senadores que también habían firmado la carta fueron presentados luego como testigos en su contra. Ya se habían puesto a merced de mi ama, y lloriqueaban culpando al Papa de haberlos disuadido de su lealtad.

Mi ama pronunció entonces su veredicto, tras una breve deliberación con Belisario:

—Aunque la sentencia que la ley impone a los traidores durante la defensa de una ciudad es la mutilación corporal, y un desfile por las calles para público escarnio, y luego la muerte humillante en la hoguera, tenemos en mucho el buen nombre de la Iglesia para atenernos estrictamente a la letra de la ley. No obstante, al pastor que vende su rebaño al lobo arriano no puede permitírsele conservar el cayado. Eugenio, arranca las investiduras a ese sacerdote y dale la túnica de monje que cuelga de aquella percha. Silverio, estás destituido de tu obispado, y esta noche abandonarás la ciudad.

Aunque los clérigos del séquito papal quedaron azorados ante el sacrilegio cuando se les comunicó la sentencia, no podían negar que era humanamente justa. Me acerqué al Papa y le quité el báculo pastoral, el anillo y la tiara, depositándolos en una mesa. Luego lo conduje a un cuarto donde aguardaba el subdiácono regional. Él despojó a Silverio de toda su indumentaria sacerdotal, hasta que quedó en camisa; una camisa que no era de pelo, además, sino de fina seda bordada con flores, como una camisa de mujer. Luego le dimos la túnica de monje y se la echamos por encima de la cabeza, y le atamos el cordel, todo sin una palabra.

Cuando lo trajimos de nuevo al tribunal, mi ama lo interpeló, diciéndole:

—Consagra el resto de tus días al arrepentimiento, hermano Silverio, tal como tu ilustre predecesor, el primer obispo de Roma, después de romper un juramento similar hecho a su amo. Él, finalmente, reparó el mal mediante el martirio en el Hipódromo de Calígula, cerca de la ciudad… pero no esperamos de ti tanta santidad.

Belisario callaba, y no parecía tenerlas todas consigo.

Dos hunos masagetas escoltaron a Silverio fuera del palacio, dejándolo en la sala de guardia de la puerta Pincia; esa noche salió de la ciudad rumbo a Nápoles, y a Oriente.

Sus subordinados se reunieron para elegir un nuevo Papa. El diácono Virgilio fue el candidato escogido, después de tomarse el trabajo de sobornar a los electores con quince mil piezas de oro. Esos clérigos codiciosos valoraban el oro más que nunca. La población civil tenía asignada una ración de cereal muy magra, que podía complementarse con repollo y ciertas hierbas como la ortiga, el amargón y la perfoliada; pero la buena comida en abundancia sólo se compraba con oro. Durante ese verano, los soldados se dedicaran a realizar incursiones nocturnas en los labrantíos que había más allá de las líneas godas, cortando las espigas a puñados con hoces y arrojándolas en bolsas que colgaban del lomo de los caballos. Una bolsa de cereal llegó a valer cien veces más que en tiempos de paz.

Al avanzar el invierno, estas provisiones cesaron: las salchichas hechas de carne de mula eran el único suplemento digerible de la magra ración de cereal que podían comprar aun los más ricos. Se comieron gatos, ratas, y grasa para herramientas. Lo único que no escaseaba mayormente era el vino, pues Belisario había requisado toda la provisión de las bodegas privadas para distribuirlas públicamente. La ciudad estaba al borde de la inanición; pero, curiosamente, nunca vi un solo sacerdote desnutrido.

—Ah —dijo secamente mi ama, cuando se lo comenté a ella—, los cuervos los alimentan, como alimentaron milagrosamente al profeta Elías.

En cuanto a los nueve senadores que habían firmado la carta interceptada, Antonina no podía cometer la injusticia de castigarlos más severamente que al Papa. Los desterró, confiscándoles los bienes, y los echó de la ciudad en compañía del hermano Silverio. Belisario todavía estaba intranquilo: quizás hubiese otros romanos implicados en la conspiración. Por lo tanto, contrató cerrajeros para cambiar o intercambiar dos veces por mes las cerraduras de todas las puertas, de manera que a los traidores les costara más trabajo encontrar la llave correspondiente. También designó oficiales para que montaran guardia en las puertas siguiendo turnos irregulares, para imposibilitar que cualquiera de ellos pudiera ser sobornado de antemano para abrir una puerta determinada en una noche acordada previamente. Para que la vigilancia fuera menos tediosa, mi ama había organizado bandas de músicos del Teatro que a menudo ofrecían conciertos en todas las puertas; para intensificar la vigilancia en estas ocasiones, Belisario instaló puestos de avanzada más allá de la fosa, principalmente con moros, y cada puerta tenía un perro guardián entrenado para gruñir al menor ruido de pasos.

Aquí debo hacer una pausa para narrar con cuánta sagacidad mi ama Antonina conducía a esos músicos. Si alguno tocaba mal mi ama le arrebataba el instrumento y le daba indicaciones.

—La melodía es así. —Y se mofaba de ellos—: ¡Oh, indignos romanos, no sabéis pelear y no sabéis tocar! ¿Para qué servís?

En una ocasión, un músico atrevido y ofendido le respondió, tratando de humillarla, con una obscenidad:

—Somos excelentes para procrear.

—Al menos en eso superáis a vuestros padres —respondió ella fríamente. La broma corrió de boca en boca, y ha llegado a ser la más célebre de sus muchas réplicas.

El revés que había prometido contar se debió al entusiasmo de nuestras tropas ante el éxito de las escaramuzas de la caballería. Estaban impacientes con la política de Belisario de desgastar gradualmente las fuerzas y el coraje del enemigo, y clamaban por una batalla generalizada. Belisario tenía el criterio de no desalentar nunca el ánimo combativo de sus hombres, pero no creía que aún fuera conveniente lanzarse a una batalla campal. Todavía existía una gran diferencia numérica entre ambos ejércitos, y los godos, aunque descorazonados, seguían peleando valerosamente. Trató de mantener ocupados a sus hombres con escaramuzas más frecuentes. Pero en dos o tres ocasiones descubrió que los godos estaban preparados, pues algún desertor los había prevenido. La población romana también empezó a pedir a gritos batalla, o al menos una finalización rápida del sitio, fuera como fuese el desenlace. Ya no podía negarse a esa apelación: no podía perder el respeto de sus hombres, ni el control de la población civil.

El campamento godo más grande estaba a una milla del mausoleo de Adriano, en lo que llaman Llanura de Nerón. Belisario ansiaba que su ataque principal a los campamentos situados frente a las puertas Pincia y Salaria no fuera entorpecido por refuerzos enemigos facilitados por ese sector. Por lo tanto, ordenó a la caballería mora que distrajera a los godos de allí en cuanto él iniciara el combate; saldrían por la puerta Elia, al mando de un oficial llamado Valentino. Los seguiría una tropa de infantes de la ciudad, que se desplegarían en formación defensiva a poca distancia de la puerta. Dijo a esos romanos que demostraran tanta apostura militar como pudieran, pero no esperaba que combatieran reciamente. Realizaría el ataque principal sólo con tropas de caballería. Había aumentado el número de jinetes a mil: en las peleas recientes habían capturado una gran cantidad de caballos sin jinete, y parte de la infantería isauriana se había convertido —y en buena hora— en caballería. Los isaurianos restantes suplicaron que también les permitieran participar en la batalla. No podía despreciarlos, pero estipuló que unos pocos debían permanecer en las murallas y en las puertas, para imponer disciplina a los reclutas de la ciudad y para manejar las catapultas, los escorpiones y los asnos salvajes.

A primera hora de una mañana de otoño, Belisario salió con su caballería por las puertas Pincia y Salaria; la infantería isauriana lo siguió inmediatamente. Vitiges los estaba esperando, sobre aviso, como de costumbre. Había reunido a todos los hombres disponibles en sus cuatro campamentos del norte, concentrando la infantería en el centro de sus líneas y la caballería en las alas; permaneció a media milla de distancia de la ciudad, para tener más espacio para perseguirnos cuando nos hubiera derrotado.

A las nueve empezó la batalla, y al principio Belisario actuó a su antojo, pues los godos se mantenían a la defensiva. Había dividido su caballería en dos columnas, una en cada flanco, que soltaban miles de flechas sobre esa masa apiñada. Mas, para distraer a la infantería goda, pequeñas partidas de lanceros isaurianos avanzaban en medio, muy cerca del centro de los godos, y retaban a combatir a partidas enemigas similares; en cada uno de esos encuentros resultaron victoriosos. Al cabo, la caballería enemiga inició la retirada, seguida de cerca por la infantería. A mediodía, nuestros hombres los habían arrinconado en sus campamentos más distantes. Pero aquí, al fin, entraron en acción sus arqueros, que, protegidos por enormes escudos, empezaron a acribillar a nuestros caballos desde la cima de los terraplenes. Antes de que pasara mucho tiempo, eran tantos nuestros jinetes heridos o desmontados, que no sobrevivían más de cuatro escuadrones completos para resistir a cincuenta de los de ellos. Haber interrumpido el combate en ese momento, sin embargo, habría significado librar nuestra infantería a su suerte. Por último, el ala derecha de los godos se armó de coraje y cargó. Bessas, que estaba al mando de la caballería a nuestra izquierda, embistió a la infantería; la infantería no resistió, y toda la línea empezó a retirarse. Para nuestra caballería era bastante fácil luchar en la retaguardia, pero la infantería sufría muchas pérdidas a causa de su lentitud. En total, tuvimos mil bajas, un lujo que no podíamos permitirnos, antes de que los proyectiles de las máquinas de las murallas frenaran el ímpetu del enemigo. Algunos soldados romanos cerraron la puerta Pincia ante los hombres que regresaban, pero mi ama y yo estábamos allí con varios lanceros de fiar. Resistimos, matando a varios, y abrimos la puerta.

Entretanto, en la Llanura de Nerón, los otros dos ejércitos estaban enfrentados desde mucho antes: los reclutas de la ciudad, desplegados en una línea formidable de varios miles de hombres, con una barrera de jinetes moros al frente. Los godos habían adquirido un temor supersticioso a esos moros atezados; los moros lo sabían, y seguían hostigándolos con cargas repentinas, arrojándoles jabalinas y retirándose con risotadas. A mediodía, los moros realizaron una imprevista carga en masa. Los godos, que los superaban en número por treinta contra uno, se volvieron y huyeron a la colina Vaticana, dejando el campamento sin custodia. Valentino condujo a todo el ejército por la llanura, con el propósito de capturar el campamento godo y dejarlo en manos de infantes romanos mientras él y los moros cabalgaban hacia el norte para destruir el puente Milvio. Si este plan hubiera resultado, Vitiges habría tenido que abandonar los campamentos del norte, pues todas las provisiones de alimentos les llegaban por la Vía Flaminia y por ese puente. Pero cuando la chusma de la infantería romana se puso a saquear el campamento godo, los moros no quisieron perder su parte del botín y colaboraron en la festiva tarea. Entonces, unos exploradores enemigos se aventuraron a bajar de la colina Vaticana y observaron lo que estaba ocurriendo. Persuadieron a los demás de que hicieran un esfuerzo para reconquistar el campamento. Pronto los godos volvieron a la carga por millares, y Valentino no tuvo tiempo de restaurar el orden: lo echaron del campamento y lo obligaron a regresan a las murallas, con muchas bajas.

Ésta fue la última batalla campal que Belisario consintió durante la prolongada defensa de Roma.

Todavía no llegaban refuerzos de Constantinopla. Aunque en ese momento lo ignorábamos, era Juan de Capadocia quien impedía que los despacharan; al parecer, convencía a Justiniano de que no podía enviarse un solo hombre más. Mi ama quería escribirle a Teodora, pero a Belisario no le parecía apropiada que su esposa apelara a la Emperatriz en una cuestión militar que no incumbía directamente a ninguna de las dos. No obstante, ella le escribió a fines de noviembre, el día en que depusieron a Silverio, añadiendo el pedido como posdata de un ameno relato del juicio. Mi ama sabía que Teodora se alegraría al enterarse de la humillación de Silverio, pues recientemente el Papa la había irritado rechazándole una solicitud —no respaldada por la autoridad de Justiniano— de restituir a un Patriarca que, pese a su energía y dignidad, había sido despojado de la sede por sus inclinaciones monofisitas. «El nuevo Papa promete ser más complaciente», le escribió mi ama Antonina a Teodora.

Ahora era muy difícil para Belisario mantener el ánimo de la población civil, que estaba subsistiendo mediante una dieta casi enteramente consistente en hierbas. Se propagó una peste y murieron doce mil civiles; pero los soldados aún tenían su ración diaria de cereal y su vino y un poco de carne salada, de modo que no murieron tantos. Se efectuaron salidas cada dos a tres días cuando se descubrió que los godos no estaban tan ansiosos como antes por enfrentarse con nuestros arqueros a caballo. A nadie le gusta que le disparen sin poder responder; pero Vitiges no había pensado en formar un cuerpo propio de arqueros a caballo.

Podría escribir un sinfín de páginas sobre los incidentes menores del sitio. Hay unas cuantas historias relacionadas con heridas que no pueden dejar de narrarse. El día en que Teodosio entró en Roma con el convoy, Belisario había distraído la atención del enemigo con audaces escaramuzas frente a las otras puertas. El Regimiento Personal participó intensamente en ellas, y cuando regresó, esa noche, dos jinetes ofrecieron un espectáculo extraordinario. Uno de ellos, Arzes, un persa que había pertenecido a «Los Inmortales», volvió cabalgando con una flecha hundida en la cara cerca de la nariz; y otro, un tracio llamado Cutilas, regresó con una jabalina clavada en la cabeza, agitándola como un penacho. Ninguno de los dos había prestado la menor atención a esas heridas, y habían continuado luchando infatigablemente, para horror y alarma de los godos, que gritaban: «Éstos no son hombres, sino demonios».

Más tarde, un cirujano extrajo la jabalina de la cabeza de Cutilas, pero la herida se inflamó y el tracio murió en dos días. Arzes, sin embargo, fue examinado por el mismo cirujano, quien le presionó la nuca y preguntó:

—¿Duele aquí?

—Sí —respondió Arzes.

Entonces, el cirujano abrió la piel en la nuca de Arzes. Encontró la punta de la flecha, la apresó con fórceps y, habiendo cortado primero el asta cerca de la nariz, extrajo la flecha con la cabeza dentada y todo. Arzes desmayó de dolor, pero la sangre era sana: la herida cerró sin supurar. Acaudilló la siguiente incursión, y sobrevivió a la guerra.

En otra ocasión, Trajano, el comandante cuyas hazañas ya he mencionado, fue atravesado por encima del ojo derecho y cerca de la nariz por la larga cabeza dentada de una flecha. El asta estaba mal sujeta, y se desprendió en el momento del impacto. Trajano siguió peleando. Durante días y meses sus camaradas pensaron que caería muerto en cualquier momento; pero sobrevivió sin sufrir ningún dolor ni molestia, aunque la cabeza dentada seguía incrustada en la carne. Cinco años después empezó a aflorar lentamente. Doce años más, y pudo arrancársela como una espina.

Pero hay una historia no menos curiosa relacionada con la herida de Corsomantis, el escudero de Belisario. No era una herida muy profunda o notable, no era más que un raspón de lanza en el tobillo, pero lo retuvo en cama varios días, con la pierna cubierta por cataplasmas de hierbas curativas. En consecuencia, estuvo ausente de la batalla campal, en la cual se distinguieran varios de sus camaradas. Cuando se repuso, juró vengarse de los godos por ese «insulto a su tobillo», como él lo llamaba. Como su yegua blanca había parido hacía poco, tenía de ella la leche necesaria para preparar kavasse; y preparó kavasse. Un día, después de almorzar, tras beber unos buenos sorbos de ese licor, Corsomantis se armó, montó en su yegua y cabalgó hacia la poterna Pincia. Dijo al centinela de guardia que el ilustre señor Belisario le había confiado una misión en el campamento enemigo. Como se sabía que Corsomantis gozaba de la confianza absoluta de Belisario, el centinela no puso en duda su palabra; le abrió la puerta.

El centinela observó que Corsomantis cabalgaba parsimoniosamente por la llanura hasta que una avanzada de los godos, una partida de veinte hombres, lo avistó. Tomándolo por un desertor, se adelantaron a todo galope, cada cual ansioso por apoderarse de la yegua. Corsomantis preparó el arco. ¡Tuang, tuang, tuang!, y cayeron tres godos, y los otros volvieron grupas bruscamente. Derribó a tres de los fugitivos, y luego regresó hasta la ciudad al paso, sofrenando a la fogosa yegua. Entonces, una partida de seis godos se lanzó sobre él, pero él se volvió y galopó alrededor de los godos en semicírculo. Mató a dos hombres más, hirió a dos, y completó el círculo despachando a otros cuatro. Yo estaba observando desde la muralla, y eché a correr para llamar a mi ama, quien estaba conferenciando con los oficiales de un puesto cercano, suplicándole que no se perdiera ese espectáculo extraordinario.

—He aquí un hombre fuera de sus cabales —exclamé.

Ella reconoció a la yegua.

—No, mi buen Eugenio, de ningún modo. Es sólo nuestro Corsomantis vengando el insulto a su tobillo.

Entonces, Corsomantis quedó atrapado entre dos grupos enemigos; pero atravesó limpiamente el más cercano, blandiendo ahora la espada y la lanza. Soltamos un hurra, pues vimos que al fin estaba a salvo, si lo deseaba. Mi ama ordenó que le cubriéramos el regreso con disparos de catapulta, pero nuestros hurras lo decidieron a seguir peleando. Volvió grupas nuevamente y se perdió de vista, quedando de frente a algunos enemigos, pero perseguido por otros. Oímos gritos y clamores distantes por un buen rato mientras el combate se desplazaba hacia el campamento.

Por último, los vítores de los godos desde cerca de la empalizada nos informaron que Corsomantis había caído. Mientras muchos cristianos se persignaban ofreciendo una plegaria por su alma, mi ama exclamó, soltando un juramento pagano:

—¡Por el cuerpo de Baco y la maza de Hércules, el hombre estaba verdaderamente enojado!