14

EL SITIO DE NÁPOLES

Belisario estudió las fortificaciones de Nápoles desde todos los ángulos. No pudo detectar en todo el circuito ningún punto débil que pudiera franquearse con arietes o pasajes subterráneos, pero intentó un ataque por sorpresa nocturno por la bahía, enviando una partida de montañeses de Isauria, que son escaladores natos, a trepar las altas murallas en un sitio donde la argamasa deteriorada tenía boquetes donde apoyar los pies y las manos. Un hombre llegó a las almenas y silenciosamente sujetó una cuerda a un merlón, y luego sus compañeros subieron por la cuerda; pero los detectó un centinela judío, quien despertó a sus compatriotas de una torre cercana. Antes de que más de cuatro o cinco montañeses hubieran llegado arriba, los judíos cortaron la cuerda y todos se precipitaron a la muerte desde las almenas. Un intento por el lado de la tierra tuvo el mismo destino. Aquí, al atardecer, Belisario logró sujetar una soga larga y gruesa a una torrecilla sobresaliente; primero disparó una flecha que llevaba una hebra de seda, a la que luego se sujetó una cuerda que a su vez llevaba un cordel, y el cordel sirvió para pasar la soga. Los dos extremos de la soga se ataron luego, y los hombres se colgaron de ambos lados, equilibrándose mutuamente. Pero también esta vez los centinelas estaban alertas y cortaron la soga, de modo que los hombres cayeron al vacío. Belisario trató también de incendiar una puerta apilando contra ella toneles de aceite y resma, pero estaba flanqueada por dos torres poderosas; las piedras y jabalinas ahuyentaron a nuestros hombres, y muchos quedaron muertos ante la puerta.

Después de dieciocho días de sitio, un ex miembro del Regimiento Personal, un isauriano que ahora servía como oficial en la infantería isauriana, se acercó a Belisario y le dijo:

—Mi señor, ¿cuánto vale Nápoles para ti?

—Si me la entregaran ahora —respondió Belisario con una sonrisa—, y pudiera avanzar sobre Roma antes del invierno, valdría un millón de piezas de oro. Si la entrega se demora hasta la primavera, no valdría demasiado.

—¡Cien piezas de oro por cada hombre de mi compañía, quinientas por cada uno de mis oficiales, mil para mí y dos mil para el soldado raso que ha encontrado el punto débil que nos pediste que descubriéramos! —dijo el isauriano.

—Duplicaría esa cantidad —exclamó Belisario, mirándolo—. Pero sólo pagaré cuando tenga las llaves de la ciudad en la mano.

—Trato hecho —dijo el isauriano. Luego, trajo al soldado raso.

Este hombre, un individuo tosco y desaliñado, contó su historia a Belisario. Se le había ocurrido arrastrarse por el conducto seco del acueducto, desde el punto en que lo habían cortado, a una milla o más de distancia, hasta donde entraba en la ciudad. Deseaba comprobar si el extremo estaba cerrado por alguna reja o algún otro obstáculo. Fue una travesía fácil: pudo caminar casi erguido, y había frecuentes orificios de ventilación arriba, en el abovedado de ladrillo. Por último, llegó a un lugar en que el túnel se estrechaba hasta ser un agujero en una roca, lo bastante amplio para un mozalbete, pero infranqueable para un soldado con armadura completa. Esta roca no era de granito, sino de una piedra volcánica blanda que podía astillarse fácilmente con un pico. Se podía ver, a pocos metros y del otro lado, luz que venía de arriba como si el acueducto no tuviera techo en ese lugar, y también pudo discernir unas aceitunas tumbadas por el viento, un pañuelo raído y unos cacharros rotos. Luego, había regresado y, al día siguiente, había caminado a lo largo del sendero paralelo al acueducto, buscando indicios de un olivo que colgara sobre el techo en algún lugar, pero no vio ninguno. Por lo tanto, concluyó que la roca estaba en alguna parte dentro de la ciudad.

Belisario comunicó el secreto a veinte isaurianos de la compañía de ese hombre, pero a ninguno más. Les dio martillos envueltos en paño, cinceles y cestos y les encomendó que ampliaran la abertura, después de inspeccionarla personalmente. Debían trabajar tan silenciosamente como pudieran. A mediodía le informaron que la abertura tenía amplitud suficiente para que pasara un hombre con armadura completa, y que más allá el túnel del acueducto tenía tres veces la altura de un hombre, y que parte del techo de ladrillo había cedido en ese lugar. Las raíces de un olivo habían penetrado por la parte inferior de la mampostería, alimentándose en tiempos normales del agua del acueducto. El árbol mismo estaba fuera del acueducto, pero una de sus ramas se había extendido a través del boquete del techo. Trajeron consigo el pañuelo raído, y algunas aceitunas. Belisario examinó esas cosas y dijo:

—El pañuelo de algodón ha sido lavado recientemente y se voló de donde lo pusieron a secar; y éstas son aceitunas cultivadas, no silvestres. Averiguad si el árbol crece en el huerto de alguna vieja.

Luego envió otra advertencia a los padres de la ciudad de Nápoles: «Si no entregáis vuestra ciudad esta noche, la habréis perdido mañana, pues sé cómo tomarla. Lo juro por mi honor, y no tengo por costumbre comprometerlo en vano. Si no me creéis, me sentiré insultado. Cuando pasemos las murallas, no puedo prometer que no habrá violencia».

Pero no le creyeron.

Esa noche envió seiscientos hombres con armadura por el acueducto, aunque al principio se negaban a hacerlo, diciendo que eran soldados y no ratas de albañal. Focio, el hijo de mi ama, pidió el honor de conducirlos, pero Belisario no quiso confiar una empresa tan difícil a un mero adolescente; aunque le permitió cuidar la retaguardia y responsabilizarse de dar parte de los avances. Belisario pensó que seiscientos hombres armados tambaleándose en el acueducto a oscuras harían muchísimo ruido, por mucho que se cuidaran; de modo que decidió sofocar el ruido mediante una distracción.

Tenía consigo a un viejo conocido, Bessas, el godo tracio que había estado presente en el banquete de Modesto. Ahora era un veterano cincuentón, pero todavía fuerte y aguerrido. Belisario pidió a Bessas que se dirigiera con algunos godos a un sitio próximo a la entrada del acueducto y allí trabara conversación con los centinelas enemigos en su propia lengua, como si tratara de sobornarlos para que entregaran la ciudad. Los hombres de Bessas debían hacer el mayor bullicio posible, tropezando con las piedras en la oscuridad y soltando gritos roncos como si estuvieran ebrios.

La treta dio resultado. Se intercambiaron insultos, gritos, vítores, bromas, se cantaron baladas godas, Bessas proclamó en voz alta su lealtad al Emperador Justiniano y los centinelas godos su lealtad al rey Teodato; y los seiscientos hombres atravesaron el acueducto sin ser descubiertos. Llevaban faroles consigo, para darse valor.

El guía, el isauriano que había descubierto el camino, no vestía cota de malla, y sólo estaba armado con una daga. Cuando llegó al sitio en que el techo estaba roto, trepó al costado del acueducto desde los hombros de un camarada. Aferrándose de un ladrillo que sobresalía, trepó más alto y, tras un forcejeo, llegó arriba. Le arrojaron una cuerda larga; la sujetó a la rama del olivo y luego pasó la pierna por encima de la pared y miró en derredor. Como había previsto Belisario, era el huerto de una casa. No había nadie cerca. Hizo señas con una mano, y cuatro hombres con armadura, un oficial incluido, se le reunieron de inmediato en el huerto. Luego se escurrió dentro de la casa, que estaba en ruinas, pero ocupada. Ya era más de medianoche.

Al entrar por la ventana sintió en las fosas nasales el olor acre de la pobreza. Estaba en la cocina; en el claro de luna vio una sola copa y un solo plato en una mesa miserable, donde había cenado el dueño. Deteniéndose, oyó una tos débil en el cuarto contiguo, y un murmullo que sólo podía ser de una vieja rezando. Estuvo sobre ella antes de que pudiera gritar, la daga levantada; pero esto fue sólo por un momento. Se quitó del pecho el pañuelo raído que había mostrado a Belisario, y se lo devolvió con una sonrisa de amistad. También le dio un trozo de queso, que ella olió y luego comió con gusto. Después entró el oficial. Preguntó en latín dónde estaba situada la casa y quiénes eran sus vecinos. Ella describió el lugar y dijo que los vecinos eran gente pobre como ella, de quienes no había nada que temer. Se indicó a los seiscientos hombres que subieran. Saltaron al huerto, que era amplio, uno por uno, apiñándose. Focio regresó para informar a Belisario de que todo iba bien por el momento.

Belisario tenía preparado un grupo con escaleras en un bosquecillo de limoneros, a poca distancia del acueducto. En cuanto oyó los dos trompetazos de la ciudad, y vio por el movimiento de los faroles cuál era el lugar exacto de la zona norte de la muralla por donde los isaurianos habían ganado una posición, hizo llevar deprisa las escaleras y ordenó subir la muralla. Constantino, a quien se había encomendado la tarea de preparar las escaleras, había subestimado la altura de la muralla, de modo que le faltaban más de veinte pies; pero las alargó sujetando una escalera a otra, y se perdió poco tiempo. Los isaurianos habían capturado dos torres y un considerable trecho de muralla entre ellas, de modo que en poco tiempo habían subido dos mil hombres para unírseles. Nápoles podía darse por capturada.

Los únicos defensores que pelearon con auténtico coraje fueron los judíos. Sabían que tenían pocas esperanzas de libertad si los apresaban, pues Justiniano perseguía a los de su religión; culpaba a todos los judíos por la complicidad de sus ancestros en la crucifixión de Jesucristo. Pero también ellos fueron finalmente vencidos. Algunos de los habitantes abrieron las puertas, y el resto del ejército invadió la ciudad.

Nápoles fue entregada a la rapiña el resto de la noche, y se cometieron muchos actos de salvajismo que Belisario no pudo impedir. Especialmente violentos fueron doscientos hunos masagetas, paganos, que habían optado por no regresar a su patria, pues preferían servir con Belisario. Irrumpieron en las iglesias, las despojaron de sus tesoros y mataron a los sacerdotes ante los altares; la noticia de ese sacrilegio consternó a Belisario, sobre todo porque eran iglesias de fe ortodoxa. A la mañana, decretó una amnistía y puso fin al saqueo. Los soldados tuvieron que contentarse con el botín en dinero, joyas y platería, pues les quitó las mujeres y los niños napolitanos que habían tomado como esclavos y los devolvió a sus familias. Luego dispensó justicia, tal como en Cartago después de la captura. Informó a los ochocientos prisioneros godos que serían enviados a Constantinopla y que allí se les ofrecía la opción entre trabajar como obreros sin paga o servir como soldados pagados del Emperador en la frontera persa. Ellos le aseguraron que elegirían seguir siendo soldados, y él los elogió.

Mientras celebraba este tribunal, se admitió la presencia de un mensajero oficial del Servicio Civil italiano, el rostro demudado, exhausto, salpicado de barro. Traía consigo una carta del rey Teodato para Honorio, el prefecto de la ciudad de Roma. No había roto los sellos, pero pensaba que era un mensaje absolutamente importante y confidencial, pues lo habían despertado mucho después de medianoche y lo habían hecho esperar seis horas mientras se escribía. Siendo un romano leal, que odiaba a los heréticos godos, había corrido un gran peligro atravesando disfrazado la Vía Apia para entregar esta carta en mano al conquistador Belisario, Vicerregente de Su Sagrada Majestad el emperador Justiniano, quien era Vicerregente de Dios mismo. Mientras cruzaba la ciudad de Terracina, al alba, lo había interrogado un oficial godo; para evitar que lo capturaran o demoraran, había apuñalado al godo en el vientre y lo había dejado agonizando en la carretera.

Belisario rompió el sello de la carta y se echó a reír con tanta vehemencia que todos temimos que hubiera perdido el seso. Por último, recobrando la serenidad, leyó engoladamente a los reunidos el siguiente documento:

«El rey Teodato al ilustre Honorio, prefecto de la eterna ciudad de Roma, salve.

»Deploramos enterarnos por tu informe de que los elefantes de bronce situados en la Vía Sacra (así llamada por las muchas supersticiones a las cuales antaño estaba consagrada) están deteriorándose.

»Es realmente lamentable que estos animales, que cuando son de carne y hueso viven más de mil años, se desmoronen tan pronto en efigies de bronces. Cerciórate, pues, de que sus trompas erguidas se fortalezcan con garfios de hierro, y de que sus vientres se apuntalen con obras de albañilería.

»El elefante viviente, cuando cae postrado en el suelo, como sucede con frecuencia cuando ayuda a los hombres a talar bosques, no puede levantarse sin ayuda. Esto ocurre porque no tiene articulaciones en los pies; y, por lo tanto, en las comarcas tórridas frecuentadas por estas bestias, a menudo pueden verse muchas de ellas tendidas como muertas hasta que se acercan hombres para ayudarlas a incorporarse. Así, esta criatura, tan terrible por su tamaño, en verdad no ha sido mejor equipada por la Naturaleza que la diminuta hormiga.

»Sin embargo, que el elefante supera a todos los demás animales en inteligencia está demostrado por la adoración que profesa a Aquél a quien considera el Amo omnipotente de todo. Más aún, rinde a los buenos príncipes un homenaje que niega a los déspotas.

»Esta bestia se vale de la probóscide, esa mano con olfato que la Naturaleza le ha adjudicado como compensación por el pescuezo muy corto, para beneficio del amo, aceptando los presentes que le serán más provechosos. Siempre camina cautamente, recordando la caída fatal en la fosa del cazador que fue el preludio de su cautiverio. Exhala su aliento a instancias del amo, y dícese que es un remedio para la jaqueca humana, especialmente si la bestia estornuda.

»Cuando el elefante se acerca al agua, sorbe con la trompa una gran cantidad, que a una voz de mando brota como ducha. Si alguien lo ha tratado con desprecio, le suelta semejante cantidad de agua sucia que cualquiera pensaría que un río entró en su morada. Pues esta bestia posee una memoria prodigiosa, tanto de los males como de los bienes. Tiene ojos pequeños, pero los mueve solemnemente. Hay una suerte de regia dignidad en su apariencia, y aunque reconoce con placer todo cuanto es honorable, es evidente que desprecia las bromas malévolas. Tiene la piel agrietada por canales profundos, como las víctimas de la enfermedad extranjera bautizada con su nombre, la elefantiasis. Es a causa de la impenetrabilidad de su piel que el rey persa usa elefantes en la guerra.

»Es muy deseable que preservemos las imágenes de estas criaturas, y que nuestros ciudadanos se familiaricen así con el espectáculo de los habitantes de tierras extranjeras. Por lo tanto, no permitas que perezcan, pues realza la gloria de Roma coleccionar todos los ejemplos de los procesos mediante los cuales el arte de los trabajadores manuales ha imitado las producciones de la opulenta Naturaleza en confines remotos del mundo.

»¡Salud!"

El mensajero estaba alicaído y enfurecido por la trivialidad de la carta; pero Belisario lo calmó con elogios a su coraje y lealtad. Le dio una recompensa de cinco libras de oro, o sea trescientas sesenta piezas de oro, y lo tomó como mensajero. Belisario dijo que la carta era mucho más valiosa de lo que parecía a primera lectura: indicaba claramente que el rey Teodato se estaba ocupando de nimiedades eruditas en vez de abocarse a la defensa del reino.

—Ahora puedo marchar sobre Roma sin ansiedad —nos dijo.

Si este rey hubiera continuado al mando de los ejércitos godos, la tarea de Belisario habría sido en verdad muy sencilla. Pues no había hecho ningún preparativo bélico, asegurando a sus nobles que todo iba bien: un perro que ladraba a una manada de lobos no tardaría en ser devorado. Teodato consideró innecesario enviar refuerzos a Nápoles, que según él podía resistir un sitio dos veces más largo que el infligido por los antiguos griegos a Troya. No admitía ninguna réplica.

—Que Belisario se rompa los dientes en Nápoles; después podremos llenarle la boca de barro.

Cuando llegó la noticia de que Nápoles había caído, la paciencia de los nobles se agotó. Declararon que evidentemente había vendido la ciudad al Emperador, que vivir su apacible vida de erudito en alguna parte, cualquier parte, enriquecido mediante la traición a sus súbditos, era ahora su único objetivo en la vida. Celebraron una asamblea en el lago Regilo, no lejos de Terracina, a la cual no lo invitaron. Allí levantaron sobre los escudos a un valeroso general llamado Vitiges, y lo aclamaron rey. Este Vitiges, quien era de linaje humilde, había ganado no hacía muchos años una gran victoria para Teodorico contra los salvajes gépidos, en las orillas del Save. Era tan poco erudito que apenas sabía firmar.

El rey Teodato, que estaba en camino de Tívoli a Roma, a donde iba a consultar unas obras de la biblioteca pública, no perdió un instante al saber la noticia, y huyó apresuradamente a su palacio de Rávena. Rávena era el lugar más seguro para refugiarse en Italia, pues estaba protegida por ciénagas (sobre las cuales había dos terraplenes defendibles) y por un mar de hondura demasiado escasa para permitir que naves de guerra se aproximaran a las fortificaciones. Pero Vitiges envió a un hombre en su persecución, y el afán de venganza impulsó al jinete más que a Teodato el miedo, pues hacía poco que una orden del rey lo había despojado de una bella heredera con quien debía casarse. Este hombre cabalgó día y noche y finalmente alcanzó a Teodato, tras galopar doscientas millas, en las mismas puertas de Rávena. Allí lo aferró del cuello, lo derribó del caballo, y lo degolló como a un puerco o a un carnero.

El rey Vitiges marchó a Roma, adelantándose a Belisario. Allí anunció que lo habían elegido rey y convocó a un gran consejo de godos. En este consejo se hizo evidente que todos los asuntos godos estaban sumidos en la confusión. No sólo las fuerzas defensivas estaban desperdigadas por toda Italia, sino que el principal ejército de campaña había ido al noroeste, cruzando los Alpes para proteger posesiones godas de este lado del Rin contra los francos, a quienes Justiniano había sobornado para que las atacaran. Otro ejército estaba en Dalmacia frente a Spalato. Cuando Vitiges calculó las fuerzas de que podía disponer inmediatamente, no sumaban más de veinte mil hombres entrenados, y una superioridad numérica de dos a uno sobre Belisario que de ninguna manera le permitía confiar en la victoria.

Por lo tanto, decidió dejar en Roma una guarnición lo bastante fuerte como para defenderla contra un asalto, hacer las paces con los francos, reunir sus tropas en Rávena, y en pocas semanas regresar con fuerzas abrumadoras para echarnos al mar. El Senado romano aseguró al rey Vitiges su lealtad, y él se la aseguró tomando rehenes distinguidos; y el mismo Papa Silverio, a quien Teodato había considerado sospechoso de tratos secretos con Constantinopla, hizo un solemne juramento de fidelidad. Luego Vitiges marchó a Rávena y en Rávena se casó (aunque contra la voluntad de ella) con Matasunta, la única hija de Amalasunta, y así pasó a formar parte de la casa de Teodorico. Desde Rávena envió mensajes de amistad a Justiniano, invitándolo a retirar sus ejércitos: pues la muerte de Amalasunta, dijo, había sido vengada por la de Teodato.

Justiniano no les prestó atención, confiando en que pronto toda Italia sería suya. En cuanto a los francos, Vitiges pactó la paz con ellos, pagándoles ciento cincuenta mil piezas de oro —la suma ya prometida por Teodato— y cediéndoles los territorios godos entre los Alpes y el Rin, a condición de que le enviaran tropas para ayudarlo contra Belisario. Pero los francos, deseando aparentar que aún estaban en buenos términos con nosotros, no quisieron prometer el envío de sus propias tropas; dijeron que oportunamente les enviarían ejércitos de sus aliados tributarios.

Luego marchamos sobre Roma por la Vía Latina, que atraviesa Capua paralelamente a la costa, unas treinta millas hacia el interior; pues la Vía Apia, más corta, era fácil de defender en Terracina y varios otros lugares, y Belisario ya no podía permitirse demoras ni más bajas. Por doquier, los nativos, y especialmente los sacerdotes, nos saludaban con alegría. Los soldados tenían órdenes estrictas de pagar todas las provisiones que pudieran necesitar y de actuar con cortesía. Para nosotros, los domésticos, los paisajes de la Italia antigua y moderna revestían gran interés; pero nuestra ama no tenía ojos para ellos y nos contagió su ánimo melancólico. Al fin había llegado carta de Teodosio, quien se había hecho monje en Éfeso, siguiendo el consejo de Belisario. En ella declaraba su amor y gratitud por Belisario, pero se excusaba de no regresar por el momento. «No puedo ir, mis queridos padrinos, mientras vuestro hijo Focio esté con vosotros: pues me contáis que Macedonia ha sido castigada, y temo la venganza de su amante. No lo acuso de haberla incitado a calumniarme, mas debéis saber que él me odiaba aun antes de esto. Pues me diste muchas cosas, querida madrina Antonina; y él lo consideraba un robo a su propio patrimonio».

Belisario deseaba arrancar a mi ama de su melancolía y al mismo tiempo compensar generosamente a Teodosio por las sospechas que había tenido de él. Por lo tanto, envió a Focio de regreso a Constantinopla; llevaba consigo, para Justiniano, las llaves de Nápoles, los prisioneros godos, y una carta solicitando refuerzos inmediatos. Luego, Belisario escribió para anunciar a Teodosio que ahora podía regresar sin temor. Pero a mi ama la espera le resultaba interminable.

La guarnición goda de Roma se sorprendió ante nuestra llegada: su vanguardia, apostada en la Vía Apia, había creído que todavía estábamos en Nápoles. Una vez más, el nombre de Belisario demostró su valía. La gente de Roma estaba convencida de que la ciudad caería ante él, y ansiaba evitar el destino de los napolitanos. El Papa Silverio violó entonces su juramento a Vitiges, con la excusa de que lo había pronunciado bajo compulsión y a un hereje. Envió una carta a Belisario, invitándolo a entrar sin temores, pues pronto persuadiría a la guarnición goda de marcharse. Mientras descendíamos por el alto peñasco de Albano y entrábamos en la ciudad por la puerta Asinaria, la guarnición goda se marchó por la Flaminia, rumbo al norte. Sólo su comandante se negó a abandonar su puesto. Belisario lo capturó con vida y lo envió a Constantinopla con las llaves de la ciudad.

Confieso que Roma me defraudó. Por cierto, es venerable y vasta, y contiene muchos edificios notables, y los más grandiosos superan a cualquier cosa que podamos mostrar en Constantinopla. Pero en mi opinión hay tres cosas que la hacen inferior a la misma Cartago: es una ciudad cuyas riquezas y población han menguado mucho, no está junto al mar, el clima no es saludable.

Los senadores y clérigos romanos nos saludaron calurosamente y nos incitaron a seguir rumbo a Rávena para destruir al usurpador Vitiges antes de que tuviera tiempo de reunir sus fuerzas. Pero se inquietaron cuando Belisario replicó que prefería permanecer entretanto en Roma y gozar de su hospitalidad, y especialmente cuando se puso a reparar las defensas de la ciudad, que estaban en pésimas condiciones. El Papa Silverio en persona fue a ver secretamente a mi ama, y le dijo:

—Virtuosísima e ilustrísima hija, quizá puedas persuadir al victorioso Belisario, tu esposo, de que desista de sus imprudentes intenciones. Pareciera que se propone quedarse para resistir un sitio en nuestra santa Roma, la cual (aunque pródigamente bendecida por Dios) es la ciudad menos defendible del mundo, y en mil doscientos años de historia jamás ha resistido con éxito un sitio prolongado. Sus murallas, como puedes ver, tienen doce millas de longitud y se elevan en una llanura chata; no tiene alimentos suficientes para sus muchos cientos de miles de almas, y no es fácil aprovisionaría desde el mar, como sucede, por ejemplo, con Nápoles. Ya que vuestras fuerzas son insuficientes, ¿por qué no regresáis a Nápoles y dejáis a los romanos en paz?

—Amado de Cristo, Santísimo y Eminente Silverio —respondió mi ama Antonina—, tú concentra tus pensamientos en la Ciudad Celestial, y mi esposo y yo nos preocuparemos por esta ciudad terrenal. Permíteme advertirte, Santidad, que te conviene no inmiscuirte en nuestros asuntos.

El Papa Silverio se marchó ofendido, sin ofrecer a mi ama su bendición de costumbre; lo cual, como podéis imaginar, no la turbó demasiado. Surgió una enemistad entre ellos, y Silverio se arrepintió de haber acogido a nuestro pequeño ejército. Estaba convencido de que nos derrotarían, y de que Vitiges lo destruiría por faltar a su palabra.

Belisario, tras enviar a Constantino y Bessas con una pequeña fuerza para conquistar Toscana, puso el resto de sus tropas a trabajar en la fortificación de las murallas de la ciudad, despejando y profundizando la fosa cegada, y reparando las puertas. Desde principios del reinado de Teodorico nadie se había preocupado por reparar las murallas. Consistían en la habitual terraza ancha de tierra encerrada entre dos muros, con torres de vigilancia a intervalos. Belisario perfeccionó las defensas añadiendo un ala defensiva a cada una de ellas, a la izquierda; de modo que para los pájaros o ángeles que las miraran del cielo tendrían esta forma: ΓΓΓΓΓ, como una gamma mayúscula repetida muchas veces. Empleó todos los albañiles y obreros disponibles en la ciudad para estos trabajos, como lo había hecho en Cartago. También colmó los graneros romanos de cereal traído de Sicilia y requisó todas las provisiones de grano en cien millas a la redonda, pagando por ellas un precio justo.

Habíamos entrado en Roma el diez de diciembre; transcurrieron tres meses antes que el rey Vitiges marchara contra nosotros con su ejército. Pero entonces ya era un ejército muy fuerte, reclutado en todas las regiones de Italia y más allá de los Alpes, y formado principalmente por caballería pesada. Toscana se había rendido a nuestras armas, pero ahora Belisario llamó desde allí a todas las guarniciones, menos las que había dejado en Perusa, Narni y Spoleto, un mero millar de hombres. Con los infantes navales que tomó de la flota, tenía diez mil hombres de todas las armas para oponerse a ciento cincuenta mil godos. Así empezó el sitio de Roma.

Vitiges cabalgó al sur al frente de su ejército, que se desplegaba a sus espaldas en la Vía Flaminia a lo largo de cien millas y con sólo un pequeño espacio entre división y división. No lejos de Roma, encontró un sacerdote que salía de la ciudad en su litera para hacerse cargo de un obispado en el norte.

—¿Qué noticias hay, santo padre? —preguntó Vitiges al sacerdote—. ¿Belisario está todavía en Roma? ¿Piensas que lo atraparemos antes que se repliegue a Nápoles?

El sacerdote, que era un hombre perspicaz, replicó:

—No hay prisa, rey Vitiges. Antonina, la esposa de Belisario, está cambiando los cristales del palacio que ocuparán, y poniendo goznes nuevos a las puertas y comprando muebles y cuadros, y sembrando rosales en el jardín y construyendo una nueva galería norte. Belisario mismo está haciendo algo similar con las defensas de la ciudad… Cuando llegues al Tíber encontrarás una nueva especie de galería norte que él ha construido en el puente Milvio.

Hay muchos puentes sobre el Tíber. El Milvio es el único cerca de Roma que no forma parte de las fortificaciones de la ciudad, pues está dos millas al norte. Belisario había construido aquí dos sólidas torres de piedra y las había guarnecido con un destacamento de ciento cincuenta hombres de caballería, a quienes suministró catapultas y escorpiones para hundir cualquier embarcación en la cual los godos intentaron cruzar el río para tomarlos por la espalda Confiaba en que la fortificación de este puente demorara el avance de Vitiges, obligándolo a dar un largo rodeo u ordenar a sus hombres que cruzaran el río por decenas o veintenas en unos pocos botes pequeños: él se había encargado de quitar todos los botes grandes y barcazas. Fuera como fuese su elección, su ejército era tan enorme que Belisario ganaría unos veinte días para completar sus trabajos en las fortificaciones de la ciudad; y en esos veinte días quizá llegarían los refuerzos de Constantinopla que estaba esperando. Quizá también pudiera demorar el cruce del enemigo en otro punto.

La guarnición del puente Milvio se portó cobardemente. Cuando vieron que los caballos godos se acercaban por cientos y miles y decenas de miles, montados en elegantes caballos, el destello del sol de primavera en los yelmos y armaduras y lanzas y frontales y pectorales, se dijeron:

—¿Por qué vamos a quedarnos y dejarnos matar para complacer a Belisario? Ni siquiera él se arriesgaría cuando las probabilidades son mil contra uno. —Algunos de ellos eran godos tracios, quienes de pronto comprendieron que ese impresionante ejército estaba integrado por sus consanguíneos y correligionarios. ¿Qué conflicto tenían con ellos? En el poniente, la guarnición huyó: los godos tracios desertaron uniéndose a Vitiges; los demás enfilaron hacia la Campania, avergonzados o temerosos de regresar a Roma.

A la mañana siguiente, Belisario cabalgó hacia el puente Milvio con mil hombres de su Regimiento Personal, para enterarse de las novedades que hubiera allí sobre los godos; no había recibido el acostumbrado informe que el oficial al mando de la guarnición del puente le enviaba al amanecer. Iba montado en Balan, el bayo de cara blanca que Teodora le había regalado después de Daras, y estaba a sólo una milla del puente cuando, al salir de un bosque con sus oficiales, se topó de pronto con un espectáculo imprevisto e ingrato: cuatro o cinco escuadrones godos, que ya habían cruzado el río y trotaban masivamente hacia él por un amplio prado. Sin titubear un instante, cargó contra ellos aullando a su vanguardia que lo siguiera. Cuando se precipitaron tras él, disparando flechas mientras galopaban, encontraron a Belisario y sus oficiales haciendo el trabajo sangriento de los soldados comunes; y no sólo rehusaba retirarse, sino que se internaba aún más en la refriega.

Entre los enemigos estaban los godos desertores, quienes reconocieron a Belisario y gritaron a sus compañeros:

—¡Apuntad al bayo y terminad la guerra de un flechazo!

Y «¡Apuntad al bayo!» fue el lema de todos los godos.

Entonces se inició una contienda aún más cruenta que la batalla con los persas en la orilla del Éufrates. No sólo el escuadrón de Belisario peleaba con gran desventaja, sino que todos los godos anhelaban ganar un renombre imperecedero matando al «griego del bayo de cara blanca», como lo llamaban. Creo que nunca se vio un combate tan enconado desde que empezó el mundo. Los oficiales de Belisario luchaban a brazo partido junto a él, desviando jabalinas y lanzazos; Belisario mismo, con tajos y golpes y choque, se abrió paso hasta el corazón de la filas enemigas. Su caballo Balan peleaba con él, pues lo habían entrenado para corcovear y cocear con las patas delanteras y pisotear enemigos. Aún corría la voz en lengua goda, «¡Apuntad al bayo!», «¡Matad al griego del bayo de la cara blanca!». Belisario gritó pidiendo otra espada, pues la suya estaba mellada por el uso. Un palafrenero agonizante, un tal Majencio, le cedió la suya. Belisario pronto partió esta espada cerca de la empuñadura, y le encontraron una tercera, tomada a un noble godo muerto, que le duró esa batalla y muchas más. Después de tres o más horas de lucha los godos se cansaron y huyeron, dejando un millar de muertos en el prado. (Había peleado el cuádruple de ese número). Dicen que Belisario había matado sesenta o más con el brazo derecho. Estaba salpicado con la sangre que habían chorreado sobre él miembros seccionados y cuellos cercenados, pero por algún milagro había recibido un solo rasguño de las armas godas. Cuando Belisario peleaba, no sonreía ni bromeaba, como la mayoría de los hombres; le parecía asunto de suma gravedad matar a alguien, especialmente a un cristiano como él. Tampoco alardeaba de sus proezas en las batallas.

Los heridos regresaron a Roma en pequeñas partidas. Los últimos en llegar llevaron la noticia de que Belisario había muerto, pues al morir Majencio confundieron al palafrenero con el amo. Entonces todos en la ciudad nos dimos por perdidos, excepto mi ama Antonina, quien se negó a creer la noticia y demostró la mayor fortaleza. Después de un cambio de centinelas en las murallas y una inspección en las guarniciones de las puertas, para alentar a los hombres e impedir traiciones, tomó su puesto en la puerta Flaminia. Mi ama era popular entre los hombres: el coraje es un bien que siempre se valora. Además, no desdeñaba intercambiar con ellos bromas procaces, y era generosa con el dinero, y sabía montar e incluso manejar un arco.

Entretanto, Belisario perseguía al enemigo en fuga hacia el puente, con la esperanza de obligarlo a cruzar nuevamente el río y auxiliar así al destacamento que, según pensaba él, todavía resistía desesperadamente en las torres que flanqueaban el puente. Mas, para entonces, también había atravesado el río una numerosa fuerza de infantería goda. Abrieron filas un instante para recibir a los jinetes fugitivos, luego las cerraron y resistieron, saludando a nuestros hombres con una lluvia de flechas. Belisario hizo retroceder a su escuadrón, ahora muy reducido numéricamente, y tomó una colina desde cuyas inmediaciones podía ver claramente si el pabellón imperial todavía ondeaba en las torres. No estaba. Luego, diez mil jinetes godos cargaron contra él y tuvo que abandonar su posición. Sus hombres todavía tenían las aljabas repletas de flechas, pues había sido un combate cuerpo a cuerpo. Ahora pudieron, apuntando a los jinetes que encabezaban al enemigo, proteger eficazmente la retaguardia mientras se retiraban a Roma.

Belisario llegó a la puerta Salaria al caer el sol, con numerosas fuerzas enemigas detrás, a poco menos de un tiro de arco.

Como he dicho, mi ama Antonina estaba en la puerta Flaminia, una milla al oeste de la Salaria, donde había una guardia de infantes navales. Los infantes habían recibido la noticia de la muerte de Belisario, y no podían creer que fuera él quien exigía la admisión. Sospecharon un ardid. Belisario cruzó el puente que franqueaba la fosa y se acercó a la puerta gritando:

—¿No conocéis a Belisario? Abrid de inmediato, marinos, o entraré por la puerta Flaminia y azotaré a la mitad de vosotros.

Tenía la cara transfigurada por la sangre y el polvo; pero algunos de sus hombres le conocían la voz y querían dejarlo entrar. Otros temían que también entraran los godos. Las puertas permanecieron cerradas, Belisario y su guardia personal apiñados contra ellas entre las dos torres de los flancos. Los godos se detuvieron desordenadamente al otro lado del puente y empezaron a darse ánimos para atacar. Luego, Belisario, que nunca perdía la cabeza, hundió las espuelas en Balan, soltó su grito de guerra, y cargó fieramente con sus hombres exhaustos, cruzando el puente. En la creciente oscuridad, los godos pensaron que una nueva fuerza enemiga había salido por la puerta. Huyeron hacia todas partes.

Ante esto, los infantes dejaron al fin entrar a Belisario. Le pidieron perdón humildemente, y él se lo concedió; y pronto estaba abrazando a su Antonina y preguntándole cuáles eran las novedades. Ella le refirió las medidas que había tomado por iniciativa propia para la defensa de la ciudad. Cuando se propagó el rumor de su muerte, había reforzado las guardias de las murallas: había distribuido picos entre los obreros romanos, asignándoles deberes militares, unos pocos por cada torre. Les había dicho:

—Es una tarea sencilla. Mantened los ojos abiertos. Si veis un godo escalando la muralla, gritad «¡Alerta, la guardia!» a voz en cuello y al mismo tiempo golpeadlo con el pico. —También había alistado, entre los artesanos sin empleo: albañiles y herreros con sus mazas, carpinteros y carniceros con sus hachas, y barqueros con sus garfas para botes. Había dicho—: A vosotros no necesito enseñaros cómo empuñar vuestras armas. —Pero también les había dado yelmos para recordarles que eran soldados. Belisario aprobó con entusiasmo sus decisiones.

Luego, fatigado como estaba, y aunque no había comido nada desde la mañana, pasó revista a las fortificaciones para cerciorarse de que todo estuviera en orden y cada hombre en su puesto. Roma tiene catorce puertas principales y varias poternas; cuando terminó la inspección, era medianoche. Fue hacia la derecha, es decir, en el sentido del sol; pero cuando llegó a la puerta Triburtina, al este de la ciudad, lo alcanzó un mensajero de Bessas que venía corriendo desde la puerta Prenestina, que Belisario acababa de dejar. Traía noticias alarmantes. Bessas había oído que los godos habían irrumpido en el otro lado de la ciudad, por la colina Janículo, y ya estaban cerca del Capitolio.

Esta noticia hizo cundir el pánico entre los isaurianos que custodiaban la puerta Triburtina; pero Belisario, interrogando al mensajero, no tardó en dudar de la historia, especialmente porque el único informante de Bessas había sido un sacerdote de la catedral de San Pedro. Al momento envió exploradores para investigar; y ellos regresaran enseguida, informando que no se habían visto godos en ninguna parte. De modo que hizo circular entre todos los oficiales la orden de no creer ningún rumor difundido por el enemigo dentro de las murallas para ahuyentarlos de sus puestos. Si se presentaba un peligro, él mismo se responsabilizaba de informarles; pero debían mantenerse alertas, cada cual confiando en que sus bravos camaradas de otros sectores de las murallas hacían lo mismo. Ordenó que se encendieran fuegos a lo larga de todo el circuito de murallas, de modo que los godos pudieran ver que Roma estaba bien custodiada y los ciudadanos pudieran dormir más tranquilos.

Cuando regresó a la puerta Salaria, encontró una multitud de soldados y ciudadanos de Roma escuchando el discurso de un noble godo. El godo se dirigía a los ciudadanos en buen latín (que los infantes navales no entendían), reprochándoles su infidelidad al admitir la entrada de una banda de griegos de Constantinopla en la ciudad.

—¡Griegos! —exclamó desdeñosamente—. ¿Qué salvación esperáis de una banda de griegos? Sin duda sabéis qué son los griegos por aquellos que habéis visto…, esas compañías de actores putañeros y esos lascivos actores de pantomimas, y esos marineros ladrones y cobardes.

Belisario se volvió a los infantes navales y les dijo:

—Ojalá supierais latín.

—¿Qué está diciendo? —preguntaron.

—Está insultando especialmente a los marineros, y ha dicho un par de verdades.

Mi ama lo persuadió de que comiera un poco de pan y carne y bebiera una copa de vino. Mientras comía, cinco de los principales senadores se le acercaron temblando y le preguntaron:

—¿Mañana, general, te rendirás?

—Burlaos de los godos, ilustres amigos —rió Belisario—, pues ya están derrotados.

Ellos desviaron la mirada e intercambiaron expresiones de asombro. Él les dijo:

—No estoy bromeando ni fanfarroneando, pues hoy he comprendido que la victoria es nuestra si obramos con cierta prudencia.

—Pero, ilustre Belisario, las flechas de su infantería te echaron del Puente Milvio, y su caballería te persiguió fogosamente hasta Roma.

Belisario se enjugó los labios con una servilleta y dijo:

—Excelentes patricios, habéis descrito exactamente lo que ocurrió, y por esa razón os digo que los godos ya están derrotados.

Mascullaron entre ellos que debía de estar loco. Pero cualquiera con un poco de sentido común habría comprendido de inmediato a qué se refería. La infantería sólo había demostrado poderes defensivos, y los jinetes, además, habían sido incapaces de alcanzarlo, pese a la enorme superioridad numérica y los caballos frescos. Pues, al no ser arqueros, estaban obligados a mantenerse a distancia. Recordamos otro comentario de Belisario, hecho en Daras: si era raro un general capaz de controlar cuarenta mil hombres, mucho más lo era un general capaz de controlar a ochenta mil. ¿Qué podía decirse de Vitiges, que había lanzado contra nosotros casi el doble de esa cantidad?

La primera noche de la defensa de Roma pasó, y no hubo ningún ataque al alba.