PROBLEMAS EN ÁFRICA Y SICILIA
Considerad el asunto desde el punto de vista godo. ¿Qué razones tenían para temer a sólo doce mil hombres, muchos de ellos infantes? Italia les pertenecía, y hacía dos generaciones que vivían en los términos más amistosos con la población nativa. Tenían abundantes reservas de alimentos, y una flota y dinero y pertrechos militares; podían enviar sin dificultad a la batalla a cien mil jinetes y cien mil arqueros a pie; poseían varias ciudades amuralladas muy fuertes. Añádase a esto que los soldados imperiales que habían desembarcado en Sicilia, aunque se declararan campeones de la fe ortodoxa, eran en su mayor parte cristianos por mera cortesía y ni siquiera se podían hacer entender por los italianos nativos, que hablaban latín, no griego; y comprenderéis que cuando los godos oyeron hablar del motín africano y la muerte de Mundo, dejaron de considerar el nombre de Belisario como un factor decisivo en la situación.
En cuanto al motín, estalló en Pascua del año siguiente, el año de Nuestro Señor de 536. Pocos días más tarde, Salomón llegó a Siracusa en una embarcación abierta, con unos pocos compañeros exhaustos, y corrió del muelle al cuartel general de Belisario, en el palacio del gobernador. Sucedió que esa tarde yo estaba con mi ama, Belisario y Teodosio en un pequeño cuarto, al cual nos habíamos retirado después de comer, y se estaba entablando algo muy parecido a una disputa. Teodosio había hecho una broma bastante mordaz a costa de algún artículo de la fe ortodoxa, para diversión de mi ama Antonina.
Belisario no sonrió, sino que preguntó azoradamente a Teodosio si había vuelto al eunomanismo.
—No —repuso Teodosio—. En verdad, nunca profesé esas opiniones seriamente.
—Bien. Pero si te has convertido a la verdadera doctrina, no entiendo por qué bromeas de esa manera.
Antonina defendió a Teodosio: dijo que reírse de las cosas que uno juzgaba valiosas no estaba reñido con la lealtad hacia esas cosas. Como Belisario estuvo en desacuerdo, Antonina pasó de la defensa al ataque, y le preguntó por qué, si la ortodoxia significaba tanto para él permitía que heréticos de toda clase se alistaran en su regimiento de coraceros.
—Es una cuestión absolutamente diferente —respondió Belisario—. Todo hombre tiene derecho a profesar las creencias religiosas que prefiera, y el deber ante sí mismo de no dejarse disuadir por la fuerza; pero no tiene derecho a herir la sensibilidad del prójimo afirmando esas creencias ofensivamente. Yo nací en la fe ortodoxa, y tempranamente juré profesarla. Me ofende oír burlas doctrinales ociosas, pues yo no me burlaría de la fe de ningún hombre honesto.
—¿Y si hubieras nacido arriano?
—Indudablemente hubiese seguido siendo arriano.
—¿Entonces todas las opiniones religiosas son doctrina verdadera si se profesan con sinceridad? —lo urgió mi ama.
—Eso no lo acepto. Pero digo que es bueno mantener la fe y es bueno respetar los sentimientos ajenos.
Teodosio no se disculpó por la broma que había ofendido a su padrino. Sólo pudo decir:
—No siento la menor simpatía por ninguna herejía. Te aseguro que la doctrina ortodoxa puede ser defendida lógicamente contra todas las herejías, especialmente dadas ciertas premisas místicas, como la de que el Papa de Roma tiene las llaves del Cielo, como sucesor de San Pedro.
—No veo que la lógica guarde ninguna relación con la religión verdadera —respondió malhumoradamente Belisario.
—Vaya comentario escéptico, padrino —dijo Teodosio, riendo.
Belisario explicó, sin perder aún la compostura:
—La religión es fe, no filosofía. Los griegos jónicos inventaron la filosofía para reemplazar la religión; y los convirtió en una raza taimada y pusilánime.
Entonces, mi ama Antonina preguntó:
—¿Pero la filosofía no es necesaria para precaverse contra posibles daños? ¿Es bueno mantener la fe con quienes pueden dañarlo a uno?
—Es bueno mantener la fe y perdonar los daños. Romper con la propia fe es dañarse a sí mismo.
—Pero cuanto más débil sea la fe de un hombre —observó Teodosio—, menos se dañará a sí mismo al romper con ella.
—Eso no es cosa nuestra, ahijado —repuso amablemente Belisario—. Aquí somos todos gente de honor.
Entonces intercepté una rápida mirada que intercambiaron mi ama y Teodosio, como diciendo: «Ah, querido Belisario, nos halagas. Tal vez nuestro sentido del honor no sea tan fanático como el tuyo».
Nunca he olvidado esa conversación, ni esa mirada, a la luz de las subsiguientes relaciones de mi ama con Teodosio. Al menos, esto es seguro: que Teodosio se había dejado bautizar sólo como ayuda para medrar personalmente, y que no era más cristiano que mi ama o que yo. Una vez le confesó:
—El único escritor de la Cristiandad que he leído con satisfacción es Celso. —Este Celso es anatema. Vivió en tiempos paganos, y escribió sobre los cristianos primitivos con aguda severidad. Incluso fue a Palestina para investigar la ascendencia de Jesús, y declaró que lo había encontrado anotado en registros militares como hijo de un tal Pantero, un soldado griego de Samaria—. Y es notable —decía Teodosio— que Jesús, de acuerdo con Juan el Evangelista, no haya negado su origen samaritano cuando los sacerdotes lo acusaron de ello.
Cada cual tiene derecho a su propia fe u opiniones, como sostenía Belisario. Pero Teodosio ocultaba sus pensamientos a todos, excepto a mi ama Antonina, si en verdad a ella se los revelaba. Aunque yo no creía las estúpidas habladurías de la servidumbre a propósito de mi ama y Teodosio —tales como que una vez los habían visto besándose detrás de un biombo, y otra saliendo juntos de un sótano— tenía no obstante el fuerte presentimiento de que un día la pasión se adueñaría de mi ama y del joven, y la mala suerte se abatiría sobre Belisario y sobre ellos mismos. Pues siendo ateo, o al menos escéptico, ¿qué escrúpulos morales tenía Teodosio? En cuanto a mi ama, había vivido una vida muy disipada en los viejos tiempos, y por cierto no había sido fiel a su esposo el mercader, pues consideraba su cuerpo una pertenencia propia de la cual dispondría a su antojo. Su amor por Belisario era innegable; pero yo no podía prever si bastaría para obligarla a refrenar las pasiones que pudiera despertarle Teodosio.
Cuando Belisario dijo «Aquí somos todos gentes de honor», me entristecí. Yo lo amaba como a un héroe noble, y mi lealtad hacia él sólo era inferior a la lealtad que le profesaba a mi ama, agradecido por la gran consideración con que ella me había tratado siempre.
Fue en ese momento cuando anunciaron a Salomón. Entró jadeando en el cuarto, la voz entrecortada. Mi ama me mandó a buscar una copa de vino para reanimarlo, y él la bebió enseguida. Como mi discreción no se cuestionaba, me permitieron quedarme y oír la historia que él nos contó.
Las mujeres vándalas eran el origen del problema, dijo Salomón. Habían persuadido a sus nuevos esposos de que el Emperador los había estafado quitándole sus dotes matrimoniales, las casas y las tierras que les pertenecían por derecho propio. Las mismas mujeres también habían exacerbado la indignación general ante los opresivos edictos religiosos de Justiniano: pues ningún arriano podía celebrar los Sacramentos, y ni siquiera disponer de un poco de agua bendita para salpicar a sus hijos en el bautismo. Ahora había toda una generación de arrianos recién nacidos que, si morían sin bautizar, quedarían condenados eternamente; y eso causaba gran preocupación a los padres, godos tracios y hunos hérulos. El motín se había preparado para el Domingo de Pascua, que ese año caía el veintitrés de marzo. Los conspiradores resolvieron asesinar a Salomón mientras asistía a una ceremonia en honor de la Resurrección de Cristo en la catedral de San Cipriano. Salomón no tenía la menor sospecha del peligro, porque el secreto se había mantenido a la perfección. No obstante, la mitad de los soldados de su propia guardia palaciega formaba parte del complot, pues estaban casados con mujeres vándalas y deseaban participar en la distribución de tierras y residencias.
El momento elegido para el asesinato fue el de la solemne elevación de la hostia ante el altar mayor (un acto al cual se atribuyen propiedades milagrosas); pues la congregación entera estaría respetuosamente postrada, y le podrían asestar sin dificultad una puñalada repentina y mortífera. Pero cuando entraron los soldados arrianos con las manos en las empuñaduras de las dagas, alentándose unos a otros con cabeceos y codazos, los abrumó un repentino temor reverencial. La vastedad y riqueza de la catedral, los suaves y solemnes cánticos del coro, las velas y el incienso, los pendones y guirnaldas de flores primaverales, los venerables sacerdotes con las túnicas bordadas, la congregación sin armas orando con ropas festivas, todo esto impresionó profundamente a los arrianos. Podían cometer asesinato, pero no sacrilegio. Mientras se detenían, indecisos, los silenciosos sacristanes y bedeles se les acercaron sigilosamente, para tironearles perentoriamente las mangas e indicarles que se postraran como el resto. Uno por uno obedecieron, y participaron de las ceremonias restantes como si hubieran pertenecido a la fe ortodoxa. Pero cuando estuvieron nuevamente afuera, cada cual acusó a los demás de cobardía y blandura y juró que él mismo lo habría hecho, si uno solo entre los demás lo hubiese apoyado.
Hicieron estas airadas declaraciones en el mercado público, y Salomón no tardó en salir y enterarse del asunto; pero cuando ordenó que los arrestaran, los soldados de la guardia no mostraron ningún deseo de obedecerle. Entonces los conspiradores, en compañía de otros soldados insatisfechos, abandonaron Cartago y se pusieron a saquear los suburbios.
Salomón se encontró impotente frente a esos descontentos: sus tropas rehusaban marchar contra ellos. Al quinto día convocó a una Asamblea general en el Hipódromo, donde habló a los soldados, marineros y policías reunidos, tratando de arrancarles un nuevo juramento de lealtad. Pero ellos lo abuchearon y apedrearon, y pronto empezaron a aporrear y matar a sus propios oficiales. Degollaron al principal general de Salomón; y luego Faras, el hérulo, que se declaraba absolutamente leal a su hermano de sangre Belisario, fue mortalmente herido por las flechas de sus propios hombres. Estos hérulos habían estado preparando nuevamente kavasse, pues les habían devuelto el fermento.
Pronto el motín se generalizó, y todo el ejército se lanzó a saquear el distrito comercial del centro de Cartago y los depósitos del puerto. Entonces, salvo porque no incendiaban casas ni lucían insignias Verdes ni Azules, se parecía a Constantinopla durante los Disturbios de la Victoria, sin un Belisario para restaurar el orden. Momentáneamente Salomón se refugió en la capilla de la Virgen del palacio de Gelimer, pero escapo en cuanto pudo y enfiló hacia los muelles. Allí se adueñó de una embarcación, y aquí estaba al fin, después de remar durante diez días.
Cuando Belisario hubo formulado a Salomón unas pocas preguntas, anunció a Antonina:
—Iré a Cartago inmediatamente. Es lo que me pediría el Emperador. Quédate aquí y actúa en mi nombre.
—¿Qué tropas llevarás contigo?
—Cien coraceros.
—Te matarán, imprudente.
—Estaré de regreso antes de fin de mes.
—Debo acompañarte, Belisario.
—Sólo a ti puedo confiar la administración de este lugar.
—Yo misma no puedo confiar en mí. Déjame acompañarte. No aceptaré quedarme.
—Antonina, en esto debes obedecerme. Te lo ordeno en nombre del Emperador.
Así fue como mi ama, contra su voluntad, se quedó en Siracusa con Teodosio; y no esperaba ver de nuevo a Belisario. Es cierto que si alguna vez faltó a sus votos matrimoniales hechos a Belisario, fue en esta oportunidad. Pero siempre negó que lo hubiera hecho y nadie pudo contradecirla, pues había actuado con suma discreción. Mi tarea como historiador es contar la verdad, pero también es mi deber de criado leal no calumniar a mi ama. Afortunadamente mi tarea y mi deber no se contradicen. Pero no sé nada con certeza: eso puedo jurarlo.
En Cartago, los amotinados, después de haber saqueado la ciudad a gusto y haber tomado posesión formal de las casas y tierras que ansiaban, se pusieron en marcha para reunirse con otro grupo de amotinados de la columna a la cual Salomón había confiado el fatigoso sitio del monte Aures. Sus escuadrones combinados pronto sumaron siete mil hombres, y había además mil vándalos. Cuatrocientos de ellos eran cautivos fugitivos. Hacía poco que habían zarpado hacia la frontera persa desde Constantinopla; pero frente a la isla de Lesbos habían dominado a las tripulaciones de los transportes y, en vez de navegar hacia Antioquía, habían regresado a África del Norte, donde desembarcaron en un paraje solitario cerca del monte Pappua y marcharon hacia el monte Aures. Tenían la intención de aliarse con los moros rebeldes, pero en cambio se unieron a los amotinados imperiales, que les brindaron una calurosa bienvenida. Los vándalos restantes eran refugiados que habían buscado asilo en sitios oscuros desde la captura de Cartago y ahora se atrevían al fin al salir. Se encontraron caballos para ellos en las casas de posta.
Los amotinados eligieron como comandante a un soldado raso, un tracio enérgico y capaz llamado Stotzas, y luego regresaron a Cartago, proclamando a la diócesis entera una República de Soldados. No se esperaba ninguna oposición de los ciudadanos. Llegaron frente a las murallas al alba del siete de abril y vivaquearon allí, planeando entrar a la mañana siguiente. Pero esa misma noche llegó por mar Belisario con sus cien coraceros escogidos e inmediatamente se puso a registrar la saqueada Cartago en busca de nuevas tropas leales; y antes de la mañana había reunido dos mil hombres. De éstos, seiscientos eran reclutas africanos romanos de la caballería policial, y quinientos eran vándalos, hombres de edad a quienes Belisario había permitido vivir en sus casas sin ser molestados, y que ahora se ofrecían a ayudarlo por gratitud. También había varios moros amigos. Los soldados que no se habían amotinado no sumaban más de quinientos. Pero se decía que el nombre de Belisario valía por cincuenta mil hombres. Cuando los amotinados se enteraron de su repentina llegada, se consideraron en inferioridad numérica por cincuenta y dos mil contra ocho mil, e inmediatamente se desbandaron y huyeron hacia el interior. Se dirigían al monte Aures, donde se proponían hacer causa común con los moros. Belisario los persiguió y alcanzó a cincuenta millas de la ciudad, en Membresa, una localidad no fortificada junto al río Bagrades. Se le presentaba un nuevo tipo de batalla: contra sus propios soldados.
El honor de la victoria se atribuye hoy popularmente a San Cipriano, a quien la leyenda también adjudica una aparición personal en la catedral en aquella mañana de Pascua (disfrazado de bedel, pero con la aureola ligeramente expuesta), para desarmar a los asesinos y ponerlos de rodillas. Pues en Membresa arreció repentinamente el viento de San Cipriano, adelantándose de nuevo a la fecha, y azotó las caras de los amotinados cuando los dos ejércitos estaban por combatir. Stotzas comprendió que las flechas de sus hombres perderían velocidad por culpa del viento y, por lo tanto, ordenó a la mitad de su caballería apostarse a cubierto en el flanco derecho para disparar los arcos desde allí. La maniobra se ejecutó lentamente y con cierto desorden. Belisario, a la cabeza de su caballería, cargó inmediatamente contra el punto donde reinaba mayor confusión, el escuadrón vándalo. Pues los vándalos, no siendo arqueros, no estaban seguros de si debían desplazarse o quedarse. La carga imprevista los desbandó, y el ejército de los amotinados quedó escindido en dos partes; y ambas cedieron cuando la columna de Belisario se dividió y se volvió a todo galope sobre la retaguardia de ambas.
Así sucedió que muchas de las mujeres vándalas cambiaron de esposo por segunda vez. Fueron abandonadas en el campamento cuando los rebeldes se perdieron en el desierto, cada hombre por su propia cuenta; y fueron capturadas por los hombres de Belisario con el resto del botín. La mayoría de los muertos eran vándalos; pues, en cuanto la victoria pareció segura, Belisario había ordenado a sus hombres que no atacaran a los amotinados, quienes quizá regresaran luego a sus filas; y, de hecho, mil fugitivos se rindieron voluntariamente y se les concedió el perdón.
Belisario habría continuado la persecución y convocado a la aún leal guarnición de Hippo, y a las tropas acantonadas en Marruecos, para que lo ayudaran a aplastar el motín. Pero teniendo un solo cuerpo, y no divino, no podía estar en Sicilia y África al mismo tiempo; y acababa de llegar un mensajero de mi ama Antonina, con el informe de que había estallado otro motín en Siracusa. No le quedaba más alternativa que dejar a Hildígero, su futuro yerno, con el mando provisional del ejército africano. Regresó con sus cien hombres a Cartago, y de allí, por mar a Siracusa.
No obstante, en Sicilia no había ningún motín, sino sólo la negativa de un general de infantería llamado Constantino a recibir órdenes de mi ama Antonina como lugarteniente de Belisario. Declaró que no formaba parte de sus obligaciones obedecer a ninguna mujer, excepto a la emperatriz en ciertos asuntos civiles que el Emperador le había delegado: según una inmemorial tradición romana, las mujeres no podían ser designadas comandantes militares. Mi ama había ordenado el arresto de Constantino; y los demás generales, simpatizando con él, dejaron de enviarle partes diarios, derivando todo al oficial de más rango entre ellos, Juan el Sanguinario. A su regreso, Belisario, hizo liberar a Constantino, pero habló muy severamente con él y con otros generales, y les dijo que el acto cometido le parecía fruto de la ignorancia y personalmente insultante. ¿No se había probado hacía mucho tiempo que una mujer sensata y valiente no sólo podía comandar tropas con resolución (como su esposa, la ilustre Antonina, durante la marcha a Cartago), sino conducirlas a la victoria? ¿Acaso Zenobia de Palmira, cabalgando con armadura al frente de sus tropas, no había salvado al Imperio de Oriente de la invasión del persa Sapor? Más aún, Antonina era su representante expresa y lucía el sello de Belisario. Esa inoportuna insubordinación lo había obligado a regresar del África, impidiéndole concluir sus acciones contra los amotinados. El soldado Stotzas seguía en libertad y quizá causara nuevos problemas.
Apenas le replicaron, pero Constantino insinuó vagamente que Belisario no conocía ambas versiones de la historia. No se había propuesto agravar a Belisario, sino honrarlo al no prestar obediencia a una esposa que no velaba por sus intereses. Constantino no quiso decir más, y dejó asombrado a Belisario.
Pero esa misma noche una de mis compañeras, la criada llamada Macedonia, se acercó privadamente a Belisario y le advirtió que mi ama Antonina y Teodosio eran amantes, y que esto había provocado un escándalo general. Le dijo que era sin duda por eso que Constantino y sus generales se habían negado con tanto empeño a obedecer a nuestra ama. Macedonia se lo reveló por venganza, pues dos días antes mi ama la había atado al poste de una cama y la había azotado por mal comportamiento. El mal comportamiento era un ignominioso enredo amoroso con Focio, quien tenía diecisiete años y nos había acompañado a Sicilia. A Macedonia le pareció injusto que nuestra ama, una mujer casada, cometiera adulterio y, sin embargo, la azotara despiadadamente por mera fornicación. Pero no tenía pruebas de la culpabilidad de mi ama y por lo tanto tuvo que inventar evidencias. Persuadió a dos pequeños pajes, rehenes reales moriscos, de que respaldaran su historia. Ellos querían vengarse de nuestra ama porque siendo rehenes habían creído que los tratarían como príncipes; pero, cuando sus padres se rebelaron, nuestra ama los sometió a tareas serviles y también los azotaba si robaban o se conducían indecorosamente. Tenían tanto talento para mentir, o Macedonia los había adiestrado tan bien, que Belisario no pudo menos que creerles la historia, aunque era muy circunstancial; y para él fue como estar en un barco cuyas amarras se hubieran partido en una borrasca repentina. Pero Macedonia lo había comprometido mediante un juramento a no revelar a su esposa quién la había acusado, ni a pedirle a ella ni a los pajes que actuaran como testigos del cargo de adulterio. De manera que Belisario tenía las manos atadas. Personalmente, yo ignoraba qué era lo que ocurría, pero lo vi de pronto muy abatido y presa de un furor incontrolable. Sin embargo, logró ocultar sus sentimientos a su esposa, pretextando que tenía un malestar estomacal y sufría ansiedad porque la rebelión de Cartago y la insubordinación de sus generales lo tenían preocupado.
Ignoro qué pensaba en aquellos momentos, pero puedo imaginarlo. En primer lugar, creo, deseaba matar a Teodosio por su ingratitud y perfidia; además, el corazón de Belisario no estaba libre de ciertos celos naturales. Segundo, deseaba matar a mi ama Antonina por su infidelidad, especialmente cuando él había confiado plenamente en ella y había llevado una vida casta. Además, deseaba matarse a sí mismo por vergüenza: Teodosio era su hijo adoptivo y, por lo tanto, el delito era de incesto. Por lo demás, era su deber como cristiano perdonar a sus enemigos. Mi ama había sido hasta el momento la mejor de las esposas, y él aún la amaba apasionadamente; y recordó que hacía poco le había suplicado que la dejara ir a Cartago, aunque se arriesgaba a morir. Más aún: le había dicho sin rodeos que no confiaba en sí misma, sola en Siracusa; de modo que Belisario supuso que Teodosio la habría seducido mediante malas artes, contra sus inclinaciones.
No calumniaré a Belisario sugiriendo que hubo otra consideración de peso para él, aunque habría sido importantísima para cualquier otro hombre en su situación: que mi ama contaría con el apoyo de Teodora, quien no titubearía en castigarlo por «darse ínfulas» si él se vengaba de su adulterio. Un manteo sería el castigo más leve que debía esperar en un caso semejante. El temor a Teodora no lo habría disuadido de ninguna decisión que él hubiera considerado honesta; pero es posible que aun en sus angustias recordara su lealtad a Justiniano, quien le había ordenado proseguir la guerra contra los godos. Cualquier acción apresurada o violenta podía provocar la enemistad de Teodora; y si lo llamaban, el Imperio no tardaría en volver a perder África del Norte y Sicilia. Como él bien sabía, ninguno de sus subalternos, aunque muchos eran hombres valerosos, sabía apreciar la situación estratégica ni capacidad para el mando.
Esa misma noche me mandó buscar y me habló a solas.
—Eugenio —me dijo—, has sido más que un sirviente. Has sido un buen amigo de tu ama y de mí mismo. ¿Puedo confiarte una misión secreta? A menos que una persona discreta la cumpla rápidamente, creo que perderé el juicio.
—Sí, mi señor —dije—. Si se relaciona con tu bienestar o el de mi ama.
Me conminó con terribles amenazas a no revelar a nadie la misión; e inmediatamente me dijo qué debía hacer. Debía presentarme a Teodosio y decirle: «Aquí tienes una túnica de monje, y tijeras para tonsurarte como un monje, y una bolsa con dinero, y en los muelles hay un barco que zarpa para Éfeso mañana al amanecer. El capitán se llama así y así. En Éfeso debes ingresar en un monasterio y hacer votos de castidad perpetua». Pero no debía mencionar el nombre de Belisario por nada del mundo.
Me atemoricé. Nunca había visto al ecuánime Belisario tan desencajado desde que lo conocía, ni siquiera ese amanecer en el campamento capturado en Tricamarón. Pero, además, temía a mi ama. Si Teodosio le contaba quién le había comunicado ese mensaje de advertencia, sospecharía que yo conspiraba contra ella y quizá me matara. Era peligroso dar ese mensaje a Teodosio sin comunicárselo primero a ella, pero no podía rechazar la misión; por otra parte, me parecía conveniente para mi ama que Teodosio saliera de escena sin más escándalos. Me presenté temblando a Teodosio y le transmití el mensaje, contándole que no era mensajero por mi propio gusto. Conociendo mi carácter, me creyó y admitió que la advertencia era seria.
Adivinó quién la había hecho, y dijo:
—Di a mi padrino que en realidad ignoro por qué está enojado conmigo, a menos que alguien me haya calumniado. Tengo la conciencia limpia, pero muchos enemigos.
Cuando le imploré que no revelara a mi ama Antonina que yo le había entregado el mensaje, juró que no lo haría. Concedo que fue honorablemente fiel a su palabra. Tomó la túnica y las tijeras y el dinero y se fue directamente a los muelles, sin enviar ningún recado a Antonina. Luego regresé y comuniqué a Belisario las palabras de Teodosio.
Podéis imaginar la alarma frenética de mi ama cuando se enteró de que su querido Teodosio había desaparecido sin una palabra: desde luego, temió que lo hubiera asesinado alguien, quizá Constantino, y estaba inconsolable. Sin sospechar de Belisario, lo llamó para que iniciara una busca inmediata de Teodosio, a lo cual él accedió. Yo mismo recibí el encargo de averiguar cuándo y dónde lo habían visto por última vez. No me costaba demasiado aplacar la ansiedad de mi ama, sabiendo dónde buscar. Pronto encontré en los muelles un par de soldados que podían jurar que habían visto a Teodosio; pues parece que no se había puesto el hábito de monje hasta subir a bordo. Así, ella supo que, al menos, había partido voluntariamente. Pero luego resolvió llegar al fondo del asunto. Cierto nuevo aire de triunfo en la conducta de Focio, de quien sabía que estaba celoso de Teodosio, despertó sus sospechas; era fácil deducir que Macedonia tenía alguna relación con la desaparición de Teodosio. Al fin, amenazó a los dos pajes y les arrancó una confesión.
Entretanto, Focio había cometido la imprudencia de confiar el secreto a Constantino; y Constantino, aún resentido por el modo en que lo había tratado Antonina, se alegró sobremanera de poder reírse de ella y de Belisario. En la mañana del segundo día después de la desaparición de Teodosio, encontró a Belisario en la plaza principal y lo saludó con una sonrisa.
—Tuviste buenas razones para echar a ese Paris tracio, gran Menelao —le dijo—; pero la culpa era en verdad de la reina Helena.
Belisario prefirió no responder, y le dio la espalda a Constantino. Muchos soldados lo presenciaron, sin haber oído el comentario original, y causó mala impresión.
Mi ama Antonina habló luego abiertamente con Belisario. Qué sucedió entre ellos, lo ignoro. Pero ella lo convenció de que Macedonia había mentido, y era obvio que Belisario se sentía inmensamente aliviado e inmensamente avergonzado de sí mismo. Despachó una nave ligera en busca de Teodosio; y Macedonia fue azotada, marcada con un hierro candente, y encerrada en un monasterio por el resto de su vida. Los pajes también fueron azotados y marcados, y enviados a trabajar en las minas de plata. Que mi ama arrancó la lengua a Macedonia con mi ayuda, y que la cortó en trozos y arrojó los trozos al mar, es una patraña inventada muchos años más tarde por el secretario Procopio para desacreditar a Antonina. No digo que Macedonia no mereciera ese castigo, ni que mi ama no la hubiera amenazado con él.
Pronto todo volvió a estar bien entre mi ama y su esposo. Pero Teodosio aún no había regresado, pues la nave que se despachó no había logrado alcanzarlo. Sin embargo, Belisario le escribió a Éfeso, instándolo a volver, y también confesó públicamente su error el día del juicio de Macedonia. Todos los lenguaraces callaron por temor.
Belisario esperaba ahora órdenes de Justiniano para invadir Italia; pero tardaban en llegar, pues la noticia de la muerte de Mundo había desconcertado a Justiniano. Recibió instrucciones de no actuar todavía, pero de mantenerse preparado hasta conocer con seguridad la reconquista de Spalato; y entonces marcharía contra Roma. Spalato fue reconquistada en setiembre por el reforzado ejército ilirio, y Belisario se enteró y pudo iniciar la marcha en octubre. Mi ama lo había ayudado intensamente en sus planes, pues durante la ausencia de Belisario en África había entablado negociaciones secretas con el yerno del rey Teodato, quien mandaba las fuerzas godas en el sur de Italia. Había persuadido a este individuo, a quien había conocido a través de sus maquinaciones, de que prometiera desertar de su ejército el día en que se iniciara nuestra invasión del territorio. Por lo tanto, cuando Belisario cruzó el estrecho de Mesina, dejando guarniciones en Palermo y Siracusa, cuyas defensas había mejorado enormemente, y marchó contra la localidad de Reggio (donde están las minas de oro), ese vándalo cobarde desertó y se nos unió con unos pocos compañeros, dejando a sus hombres sin caudillo. Fue a Constantinopla, donde abjuró de la fe arriana y lo nombraron patricio y recibió grandes propiedades. El rey Teodato, al enterarse, le tuvo envidia.
La invasión del sur de Italia no fue, pues, una batalla constante, sino un avance entre godos que se desbandaban. No tuvimos la menor oposición mientras marchábamos costa arriba acompañados por la flota, hasta principios de noviembre, cuando llegamos a Nápoles. Esta noble ciudad tenía fuertes murallas, y la defendía una guarnición de godos que, según se decía, casi igualaba numéricamente a nuestras fuerzas.
Hay cuatro resoluciones posibles ante una fortaleza que tiene fama de inexpugnable. La primera es dejarla en paz y atacar al enemigo en su punto más débil. La segunda es vencerla por hambre. La tercera es obligarla a capitular mediante sobornos, amenazas o artimañas. La cuarta es tomarla por sorpresa, después de descubrir que, a fin de cuentas, tiene un punto débil que el enemigo, en su confianza, ha pasado por alto. Belisario no podía dejar Nápoles en paz; si lo hacía, serviría como punto de confluencia para todas las fuerzas godas desperdigadas en cien millas a la redonda. Desde el refugio de esas macizas murallas, se podían despachar columnas para la reconquista del sur de Italia, pues las pequeñas guarniciones que él había dejado en las ciudades principales serían derrotadas por el número. Tampoco podía vencerla por hambre, pues Nápoles tenía una abundante provisión de grano, ya que los principales depósitos del comercio cerealero africano estaban dentro de sus murallas; además, si nos demorábamos en Nápoles, daríamos tiempo a los godos para reunir un ejército numeroso en el norte. Pero no era imposible persuadir a la ciudad de que capitulara mediante una amenaza imponente.
Primero ancló la flota en la bahía, fuera del alcance de las máquinas de guerra de las murallas, y acampó en los suburbios, donde en un ataque al amanecer capturó sin dificultad una parte exterior de las fortificaciones, escalándola. Luego envió una carta a los padres de la ciudad de Nápoles, informándoles sucintamente que esperaba que le entregaran la ciudad sin más demora.
El alcalde italiano se le acercó con una bandera de tregua, pero con dos godos como testigos; no fue precisamente cordial, y dijo sin rodeos a Belisario que estaba tratando de crear una impresión falsa de poder militar abrumador cuando sus fuerzas eran extremadamente magras.
—Considero una acción muy poco amigable —dijo el alcalde— que cargues a los nativos italianos con la responsabilidad de responder a tu mensaje. Los soldados de la guarnición son godos, y no nos atrevemos a oponernos a ellos, pues estamos desarmados. Ellos tampoco cederán ante los sobornos y las amenazas, pues el rey Teodato los envió aquí hace pocos días con órdenes de resistir hasta el último hombre, y primero tomó como rehenes a sus esposas e hijos, amenazando con matarlos si se perdía la ciudad. Mi sugerencia es que no pierdas tiempo aquí, sino que sigas rumbo a Roma. Pues si tomas Roma, Nápoles se rendirá también, y si no logras tomar Roma, Nápoles no te servirá de mucho.
—No te he pedido lecciones de estrategia —dijo lacónicamente Belisario—. Mas te diré esto. Hace muchos años que soy soldado, y he visto muchos espectáculos crueles en el saqueo de lugares que no se rindieron cuando se les pidió. Francamente, deseo evitar semejantes experiencias en Nápoles. Si persuades a la guarnición goda de rendirse, todos tus antiguos privilegios se confirmarán y aumentarán, y la guarnición quedará en libertad de unirse a las fuerzas imperiales o de largarse de la ciudad bajo salvoconducto. Pero —aquí se volvió a los testigos godos— os advierto, godos, que si optáis por combatir, vuestro destino será el del rey Gelimer y sus vándalos.
—¿Acaso no es verdad que Cartago, que vivió felizmente bajo los vándalos y se rindió incondicionalmente a tu ejército, acaba de ser saqueada por soldados del Emperador? —respondió un godo.
—No por soldados del Emperador —repuso Belisario—, sino por soldados del Demonio.
—Es lo mismo para nosotros —dijo el godo.
Entonces se dio fin a la conferencia; pero el alcalde aseguró secretamente a Belisario que haría lo posible para persuadir a sus conciudadanos de abrir las puertas pese a los godos, que en realidad sumaban solamente mil quinientos hombres. Sin embargo, trescientos combatientes aptos habrían bastado para defender una ciudad tan fuerte como treinta mil, y Belisario no llevaba más de diez mil soldados, pues había tenido que apostar dos mil hombres en las guarniciones de Sicilia y el sur de Italia.
Ni el hambre ni la sed rendirían a Nápoles. Los mercaderes judíos que controlaban el comercio cerealero pusieron los graneros a disposición pública, y ofrecieron los servicios de infantes navales y vigías judíos que eran sus empleados y tenían experiencia con las armas. Si Belisario cortaba el acueducto de la ciudad —algo que haría pronto— había suficientes pozos en la ciudad para suministrar agua para todos los propósitos domésticos. Los padres de la ciudad enviaron un mensaje a Teodato, asegurándole lealtad, pero pidiendo que les enviara un ejército para rescatarlos.
La única esperanza de tomar Nápoles que quedaba era el método de la sorpresa. ¿Pero dónde podría encontrarse el punto vulnerable de las defensas?