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EL CONSULADO DE BELISARIO

Aunque los vándalos sufrieron una derrota fulminante, los moros salvajes del interior todavía constituían una amenaza para nuestros hombres y los ocho millones de apacibles africanos romanos de la diócesis. Los moros, que quizá sumaran unos dos millones, habían estado en guerra perpetua con los vándalos y, a medida que éstos degeneraban, se habían adueñado paulatinamente del territorio. Cuando Belisario desembarcó por primera vez, sólo unos pocos, como la tribu del monte Pappua, se aliaron con él, prometiendo ayudarlo contra sus enemigos y enviándole sus hijos como rehenes. Estos moros viven principalmente en Marruecos, que está frente a España, pero también se han instalado en el interior de toda la costa, desde Trípoli al océano Atlántico. Declaran ser descendientes de aquellos canaanitas a quienes Josué, hijo de Nun, echó de Palestina. Desde los tiempos en que el Emperador Claudio, poco después de la época de la Crucifixión, conquistó y anexó Marruecos, sus jefes más destacados no han sido reconocidos por los vasallos como dignos de obediencia, a menos que el Emperador mismo les otorgara emblemas de su función. Los emblemas son: un báculo de plata con estrías de oro; y una gorra de tejido de plata con forma de corona, ribeteada de plata; y una capa blanca de Tesalia con un broche dorado en el hombro derecho, que contiene un medallón del Emperador; y una túnica bordada en oro; y un par de botas altas doradas. Durante los últimos cien años, los jefes habían aceptado a regañadientes estos objetos de los reyes vándalos, a cuyas manos había pasado la soberanía del África; pero a menudo sus vasallos habían desobedecido con la excusa de que los emblemas no eran auténticos, especialmente los broches. Belisario, por lo tanto, se granjeó la simpatía de estos jefes regalándoles báculos, capas, broches, túnicas y botas, todo traído directamente de Constantinopla; y aunque ellos no quisieran pelear con él en las dos batallas que desbarataron el poder vándalo, nunca lucharon en su contra.

Si a Belisario le hubieran permitido gobernar África pacíficamente en nombre de Justiniano, por cierto habría hecho maravillas y la habría convertido en un baluarte y una fuente de provisiones permanente para el Imperio. Habría conservado la amistad de los moros y les habría mejorado las condiciones de vida. Se proponía formar con ellos una fuerza defensiva permanente, un cuerpo de caballería entrenado en los métodos bélicos modernos y con la lealtad comprada mediante concesiones de tierras y dinero. Los africanos romanos le habrían suministrado guarniciones de infantería, y ya estaban entrenando reclutas. Pero todos esos proyectos quedaron en agua de borrajas, pues Belisario, a causa de la envidia de los subalternos y los recelos de Justiniano, no tuvo oportunidad de consolidar sus objetivos. Dos de sus oficiales, agentes secretos de Juan de Capadocia, habían enviado un informe confidencial a Justiniano: que Belisario estaba ocupando abiertamente el trono de Gelimer, y parecía tener toda la intención de conservarlo para sí y para sus herederos; que después de la captura del campamento vándalo había escarnecido públicamente a hombres y oficiales del modo más brutal y despótico; que había sellado un pacto secreto con los salvajes moros, a quienes había persuadido de apoyar su tiranía; y que estaba demostrando una sospechosa indulgencia hacia los vándalos cautivos. Estos oficiales suponían que el crédulo Justiniano enviaría una orden para arrestar y ejecutar a Belisario. Esperaban obtener una retribución por su celo, tal vez la gobernación de Cartago e Hippo. Sus nombres eran Juan, sobrino de Vitaliano, comúnmente conocido como «Juan el Sanguinario», y Constantino. Por si el informe se perdía, habían despachado a Justiniano dos copias de la misma carta en remesas diferentes, una de las cuales llegó a destino. Pero mi ama, quien sospechaba de estos oficiales, atinó a interceptar la otra poco antes de que zarpara la remesa.

La carta inquietó inmensamente a Belisario. No podía negar que había sellado un pacto con los moros para que le suministraran caballería, ni que había puesto a muchos vándalos ancianos en libertad, ni que había estado dispensando justicia desde el trono del rey Gelimer, ni que había escarnecido a hombres y soldados, en bien de la disciplina, desde el montículo del campamento de Tricamarón ese amanecer. Sólo que la conclusión en cuanto a su lealtad dependía de una deducción falsa. Decidió no actuar contra Juan el Sanguinario ni contra Constantino, ni hacerles saber que había visto la carta. Pocos meses más tarde llegó un adulador mensaje de Justiniano que no mencionaba las calumnias y le ordenaba hacer precisamente lo que deseara: o regresar a Constantinopla con los despojos y prisioneros vándalos, o enviarlos al mando de un subalterno y permanecer en África. Entonces, mi ama Antonina insistió en la conveniencia de regresar prontamente para quedar exento de toda sospecha. Le causaba especial ansiedad el temor de que su amiga Teodora la considerara ingrata o desleal. Con ese mensaje de Justiniano, venían refuerzos de caballería, en número de cuatro mil soldados, bajo buenos oficiales, incluido un tal Hildígero, quien ya estaba comprometido con Marta, la hija de mi ama; de modo que ahora Belisario estaba en libertad de retirar a la mayoría de los coraceros, y los hunos masagetas, para escoltar a los prisioneros vándalos.

Eligió como gobernador reemplazante el eunuco Salomón, en quien depositaba la mayor confianza, y para primavera, tras entregar a Salomón instrucciones detalladas para el gobierno correcto del África, enviadas por Justiniano, pudo zarpar, y con él mi ama Antonina.

Los que regresábamos a Constantinopla no envidiábamos a Salomón su misión en Cartago, pues las instrucciones de Justiniano dejaban en claro que el gobernador del reino recién conquistado no debía depender de más refuerzos de Constantinopla, sino de levas locales, y tenía que economizar guarniciones reparando las obras defensivas y construyendo fortificaciones a lo largo de las fronteras. Ochenta mil jinetes vándalos no habían podido frenar las incursiones moras, pero esa tarea debían cumplirla exitosamente ocho mil de nuestros hombres, y además recuperar las tierras robadas por los moros. También había que realizar la valuación impositiva de África, y erradicar definitivamente la herejía arriana y el donatismo. La razón por la cual no todos los coraceros de Belisario viajaron con nosotros era que a último momento llegaron a Cartago noticias sobre una ligera revuelta morisca tierra adentro. Belisario, a pedido de Salomón, dejó a Rufino y Aigan con quinientos hombres selectos, para que actuaran como fuerza punitiva. Ese número parecía suficiente.

Navegamos hasta Constantinopla por la ruta de Trípoli y Creta —un viaje monótono— en el verano del año del Señor de 534 entramos de nuevo en el Bósforo. Nos dieron una tumultuosa bienvenida en los muelles, y una regia bienvenida en palacio. Mi ama Antonina y la emperatriz Teodora se abrazaron llorando; y Justiniano estaban tan exaltado por el extraordinario valor del tesoro descargado de nuestros barcos y tan impresionado por el espectáculo de quince mil fornidos prisioneros que, olvidando sus sospechas sobre Belisario, lo llamó «nuestro fiel benefactor» y lo tomó de la mano. Como comandante en jefe de los ejércitos, sin embargo, él asumió todo el mérito oficial por la derrota de los vándalos; y en el preámbulo de su nuevo digesto de leyes (publicado el día de la batalla de Tricamarón) ya se había calificado de «Conquistador de los Vándalos y Africanos» —Piadoso, Victorioso, Venturoso y Glorioso— y, sin mencionar que alguien más hubiera compartido la victoria, se refirió a «sus esfuerzos bélicos y sus vigilias y ayunos, que la habían garantizado». El triunfo a celebrar era el suyo, no el de Belisario: pues a ningún ciudadano privado se le ha reconocido un triunfo completo desde la fundación del Imperio, a menos que la victoria lo ensoberbeciera y quisiera rivalizar por el trono. Como digo, el Emperador, aun cuando sus trabajos de guerrero se limiten a despedir una expedición en los muelles con su bendición y augurios de un feliz regreso al cabo de un año o más, es siempre el victorioso comandante en jefe.

No obstante, Teodora insistió en que desempeñara en su triunfo el mismo papel sedentario que había desempeñado en la victoria y dejara la procesión a cargo de Belisario. Él accedió. En el aniversario de la captura de Cartago, Belisario salió de su residencia, cercana a la Puerta de Oro, en el Muro de Teodosio, y recorrió en procesión las dos millas de longitud de la Calle Principal. Fue a pie, precedido por sacerdotes y obispos que cantaban un solemne Te Deum y mecían incensarios; no como en la antigua tradición, en un carro precedido por heraldos. La calle estaba adornada con flores y colgaduras de seda de color y guirnaldas y leyendas de salutación, y bullía de multitudes que vitoreaban alegremente. En cada una de las grandes plazas que atravesó —la Plaza de Arcadio, el Mercado de Bueyes, la Plaza Amastriana, la Plaza del Amor Fraternal, la Plaza del Toro (donde estaban congregados los profesores y estudiantes de la Universidad) y al fin la Plaza de Constantino (donde la milicia de la ciudad estaba alineada en formación)—, las autoridades municipales se le acercaban con presentes y palabras de bienvenida y sonaba una fanfarria de trompetas. Detrás de Belisario, quien iba acompañado por Juan de Capadocia y otros generales distinguidos, cabalgaban los coraceros, los infantes navales y los hunos masagetas (quienes al día siguiente regresarían a su patria cruzando el mar Negro), y detrás de ellos los prisioneros vándalos, encadenados, encabezados por Gelimer, en una capa púrpura, con sus primos y cuñados y sobrinos. Luego, seguían todos los despojos del África amontonados en carromatos.

El botín era extraordinario, el más valioso que jamás había desfilado en un triunfo; pues aunque los soldados de Tricamarón habían saqueado el campamento, ese tesoro era apenas una fracción de lo que se había conseguido en Cartago, Hippo, Bulla, Grase y otros lugares, en erarios municipales, palacios reales y sedes de la nobleza. Lo constituían las ganancias que los vándalos habían acumulado con su comercio de ultramar y sus ingresos del África —el superávit de cien años— y los despojos de la constante piratería de Geiserico. Los vándalos habían sido una aristocracia pequeña y opresiva en una tierra fértil y prometedora, y lo que, por pereza, no habían invertido en obras públicas, lo habían acumulado. Así, apilados en esos carretones había millones de libras de plata en lingotes, y sacos de monedas de plata y oro, y cantidades de lingotes de oro, y copas de oro y fuentes y saleros incrustados de gemas, y tronos de oro y suntuosos carruajes dorados y estatuas de oro, y ejemplares del Evangelio encuadernados en oro y tachonados de perlas, y pilas de collares y cinturones de oro, y armaduras labradas en oro; en síntesis, cuanto objeto lujoso y bello pueda imaginarse, incluyendo antigüedades invalorables de la época en que el rey Geiserico saqueó el palacio imperial de Roma y el templo de Jove en la colina del Capitolio. También había un sinfín de reliquias sagradas: huesos de mártires, imágenes milagrosas, auténticos ropajes de los apóstoles, los clavos de la cruz en que clavaron a San Pedro cabeza abajo…

Pero los despojos más maravillosos y venerables eran nada menos que los instrumentos sacros del culto religioso judío, confeccionados por Moisés en el desierto por orden expresa de Dios y más tarde guardados en el templo de Jerusalén. Se los describe en el capítulo veinticinco del Libro del Éxodo: la sagrada mesa para panes de proposición, de madera de shittah, laminada de oro puro, y sus correspondientes cucharas, cuencos y platos de oro; y el candelabro de siete brazos de oro labrado con sus despabiladeras y bandejas de residuos; y el dorado sitial de la Merced, y sus dos querubines de oro al costado con las alas desplegadas. Estas cosas las había robado Geiserico en Roma, adonde las había llevado el emperador Tito después de tomar Jerusalén. El Arca de la Alianza había desaparecido. Algunos dicen que está en alguna parte de Francia, con otros despojos del templo, en manos de un rey franco, y otros que está en Axum, Etiopía, y otros que en el fondo del río Tíber, en Roma, y otros que hace tiempo ascendió al Cielo, fuera del alcance de manos sacrílegas.

El Senado salió al encuentro de la procesión y se unió a ella en la Plaza Amastriana, y lo mismo hicieron grupos de monjes y otros clérigos. Los monjes se portaron del modo más grosero, dirigiendo miradas rapaces a los despojos, especialmente a las reliquias sagradas que Justiniano les había prometido para sus iglesias.

En tiempos de la República Romana, el general victorioso recorría con sus cautivos las calles de la ciudad y ejercía durante ese día el poder supremo. El rey o reyezuelo enemigo, si lo habían capturado, era ofrecido como sacrificio humano al final de las ceremonias. ¡Cómo han cambiado las costumbres desde esos tiempos heroicos! Observad a Gelimer, libre de cadenas: cuando la procesión llega finalmente al Hipódromo, donde Justiniano le está esperando sentado en el palco real, entra con los demás. Se quita la capa púrpura y, acercándose al trono, hace una reverencia a Justiniano; y luego lo alzan grácilmente y lo perdonan. Le entregan un documento real que le otorga vastas propiedades en Gálata para él y su familia; y, para colmo, el título de Patricio Ilustre si accede a abjurar de la herejía arriana. Observad también a Belisario, el vencedor, quien se aproxima al trono, se quita el manto púrpura y se inclina a los pies del Emperador; y no recibe propiedades ni palabras de gratitud, sino sólo la declaración de que ha sabido obedecer las órdenes.

Os preguntaréis cómo se comportó Gelimer en esta difícil ocasión. No rió ni lloró, sino que meneó la cabeza, triste y maravillado, y repitió una y otra vez, como un encantamiento, las palabras del profeta del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Poco después se retiró con su familia a Gálata, donde vivió hasta alcanzar la vejez apacible, manteniéndose fiel a la fe arriana. En cuanto a los otros prisioneros vándalos: los más aguerridos fueron organizados en escuadrones de caballería y enviados a la defensa de la frontera persa, pero antes Belisario escogió algunos para su Regimiento Personal. Los restantes fueron usados como obreros para construir iglesias o como remeros de las galeras imperiales.

Más tarde, Teodora dijo a Justiniano que si deseaba ganar el título de «Grande» debía ser magnánimo y dar a Belisario una digna muestra de su simpatía. Por lo tanto, lo designó cónsul para el año siguiente, e incluso hizo acuñar una medalla: su propia efigie en el anverso, y Belisario cabalgando con armadura completa en el reverso, con la inscripción «La Gloria de los Romanos», un honor único en nuestra ciudad. El ascenso de Belisario al consulado se celebró el día de Año Nuevo. Ocupando su sitial de marfil, que iba sustentado por cautivos vándalos, y con un cetro de marfil en la mano, hizo otra pequeña procesión a través de la ciudad desde sus aposentos palaciegos hasta la Cámara del Senado. En el trayecto, distribuyó entre la multitud dádivas tomadas de su botín de guerra privado: monedas, copas, cinturones, broches de oro y plata, por valor de cien mil piezas de oro. Pero mi ama Antonina, cuya prudencia en el asunto de las vasijas de agua tendréis en cuenta, cuidó de que no quedara reducido a la indigencia. Cuando la turba reclamó más les dijo personalmente que eran criaturas desvergonzadas y despojarían a Belisario, no sólo de todo lo que había ganado en África, sino de lo que había heredado de sus padres o ahorrado de los presentes otorgados por el Emperador. Para demostrar el ojo avizor de mi ama en cuestiones de economía, debo deciros que mientras aún estábamos en Cartago, y sin que lo supiera Belisario, había tomado una gran cantidad de monedas del tesoro de Gelimer, eligiendo todo el dinero imperial de acuñación reciente que pudo encontrar, de modo que no se sospechara su origen, y lo había preservado para días de zozobra. Pues los gastos domésticos de Belisario eran enormes, y nunca hubo hombre más generoso con los necesitados e infortunados.

Las reliquias sagradas fueron distribuidas entre las iglesias, de acuerdo con la consagración de cada una, y cada iglesia importante recibió algo. Pero una pequeña y anónima comunidad de monjes muy pobres, que vivían de limosnas y ocupaban una casa ruinosa en el suburbio de Blaquernas, no gozó de esta generosidad. El abad fue sin tardanza a ver a Belisario y le preguntó, en nombre de Cristo, si él no tendría alguna bagatela propia para darles; pues mientras él estaba en África habían orado noche y día por su victoria.

—Venerable padre —repuso él—, la vuestra es una confraternidad de pobres monjes mendicantes que tienen en poco la plata y el oro, de manera que no daré a vuestra morada ningún objeto que pueda distraeros de los pensamientos religiosos. Pero os daré una reliquia célebre: el cuenco de mendigo de San Bartimeo, que el mismo Emperador me regaló después de la batalla de Daras, y lo exhibiréis en vuestra casa y lo conservaréis como recordatorio de vuestros votos de pobreza, paciencia y virtud. Recuerda, es sólo un préstamo, pues no puedo demostrar ingratitud a su Sagrada Majestad. Quizás un día lo necesite de nuevo.

Por lo tanto, en esa casa nunca faltó comida ni bebida, pues se convirtió en centro de peregrinación, y a partir de entonces se conoció como monasterio de San Bartimeo.

En cuanto al Sitial de la Merced, el candelabro de los siete brazos, la mesa y los otros tesoros judíos, el obispo de Jerusalén persuadió a Justiniano de que los devolviera a esa ciudad. El obispo argumentó que no habían traído buena suerte a los hombres de Roma, cuyos dominios habían pasado a los bárbaros, ni a los vándalos a quienes el mismo Justiniano había derrotado. Obviamente, llevaban consigo una maldición. Justiniano los devolvió a Jerusalén, al mismo edificio en que una vez habían estado mil años, el templo de Salomón, que ahora era una iglesia cristiana. ¡Qué gran fuente de ganancias para el clero! Los judíos se lamentaron de estar todavía privados de los sacros instrumentos del culto, y profetizaron que en poco tiempo los cristianos serían echados de Jerusalén; pero esto no ha sucedido hasta el presente.

Cuando las noticias de la conquista de África por Belisario llegaron a la corte persa, el rey Cosroes se sorprendió y se irritó. Envió un mensaje de congratulación a Justiniano pidiendo, medio en serio, medio en broma, su parte del botín de Cartago. De no haber sido por la paz con Persia, dijo, Justiniano nunca habría podido despachar tropas a Cartago. Justiniano fingió tomar a bien la broma y envió a Cosroes una valiosa vajilla de oro. De modo que la Paz Eterna conservó su vigencia.

No es necesario hacer un relato detallado de la vida de mi ama en Constantinopla durante los días que siguieron a nuestro regreso de Cartago. Estaba nuevamente al servicio de Teodora, y pasaba el tiempo libre en fiestas y excursiones de placer y visitas a los Teatros. Teodosio estaba con ella constantemente, y en la corte se hablaba muchísimo sobre esa amistad; pero Belisario, como Teodosio era su ahijado, rehusó oír nada de lo que se decía, demostrando al joven una absoluta confianza.

Para entonces, Belisario había recibido noticias que lo apenaron enormemente: que Rufino y Aigan y los quinientos coraceros que había dejado con Salomón habían sido destruidos por los moros. Salomón los había enviado tierra adentro, a una ciudad llamada Manantiales Regios, en el centro de la comarca cerealera, a cien millas de Hadrumeto; debían rescatar una gran cantidad de labriegos africanos romanos a quienes los moros habían apresado en una incursión. Los coraceros tuvieron éxito, y escoltaban lentamente a los labriegos hasta sus hogares cuando fueron atrapados en un estrecho desfiladero por una fuerza de varios miles de moros, que los hicieron trizas en una lucha desesperada. Ahora, los moros también estaban saqueando las partes occidentales de la diócesis, y las fuerzas de Salomón eran totalmente inadecuadas para proteger a los africanos romanos. Salomón escribió a los reyezuelos moros, protestando contra esos ultrajes: les recordó que ahora eran aliados de Justiniano, que habían enviado a sus hijos a Cartago como garantía de buena conducta, y que el destino de los vándalos debía servirles como advertencia. Los moros se rieron de esta carta. En su respuesta destacaron que la alianza con Justiniano no los había beneficiado en lo más mínimo. Siendo polígamos, no daban tanta importancia a los niños, que eran fáciles de reemplazar, ni abrigaban esos blandos sentimientos familiares que a Gelimer le habían hecho perder dos batallas y un reino. La derrota de los vándalos era un augurio más triste para los africanos romanos que para ellos, dijeron. Sus incursiones continuaron.

Salomón emprendió una campaña con todas las fuerzas disponibles. Luego, los moros cometieron el error de concentrarse en un gran ejército, en vez de dividirse en partidas de merodeadores y devastar la diócesis parte por parte. Tropas tan indisciplinadas como estos moros, que no visten armadura y llevan escudos frágiles y sólo un par de jabalinas por persona y a veces espada, pierden valor combativo en forma proporcional al incremento de su concentración masiva. Adoptaron una extraña formación defensiva que una vez había desconcertado a los vándalos en Trípoli. Construyeron una empalizada circular al pie de una colina; tras poner a las mujeres y otros no combatientes detrás, la rodearon con doce filas de camellos, cada uno con la cabeza atada a la cola del anterior, el costado al enemigo. Cuando apareció la fuerza de Salomón, algunos moros estaban erguidos en los lomos de los camellos, preparados para arrojar jabalinas, mientras otros se agazapaban bajo los vientres de las bestias, preparados para brincar y apuñalar. La caballería estaba formada sobre la colina, con órdenes de cargar en cuanto atacaran el campamento; también estaba armada con jabalinas y espadas.

Salomón lanzó el ataque. Pero los caballos romanos, que no estaban acostumbrados al olor de los camellos, corcovearon y no hubo modo de incitarlos a atacar; y los moros causaron grandes estragos con sus jabalinas. Luego, Salomón hizo desmontar al escuadrón de godos tracios —hombres corpulentos, fuertes, con cotas de malla— y él mismo los condujo con los escudos levantados y las espadas desenvainadas contra el círculo de camellos. En un santiamén despacharon doscientos camellos, y rompieron el círculo. La infantería mora huyó desordenadamente; la caballería no intervino. Salomón capturó a todas las mujeres y todos los camellos; y diez mil moros murieron en la persecución.

Los moros se recobraron de la derrota pocas semanas más tarde e invadieron de nuevo la comarca cerealera con el mayor ejército que habían reunido jamás, tan numeroso que no sólo era inútil, sino autodestructivo. Salomón lo sorprendió un día al amanecer, acampado en una montaña, y lo obligó a huir hacia una barranca. En la confusión de la fuga, estos salvajes se pisotearon entre sí, y ni uno de entre ellos pensó en defenderse. Aunque parezca increíble, cincuenta mil moros perecieron antes de que el sol estuviera alto, y ni un solo soldado romano sufrió siquiera un rasguño. Tan grande fue el número de mujeres y niños cautivos que un joven moro con buena salud, cuyo precio en el mercado de Constantinopla no sería inferior a diez piezas de oro, aquí podía comprarse por dos piezas de plata, el precio de una oveja gorda. Así fueron vengados Rufino y Aigan.

Los moros supervivientes buscaron refugio entre sus allegados del monte Aures, una enorme montaña a trece días de viaje de Cartago, sobre la frontera marroquí. Esta montaña, que tiene sesenta millas de circunferencia, es muy fácil de defender, y las laderas superiores son muy fértiles, con abundantes manantiales. Treinta mil combatientes la transformaron en base para sus incursiones.

En cuanto al resto del África romana: los habitantes deseaban ahora fervientemente el regreso de los vándalos, no sólo a causa de las incursiones moras, sino de los recaudadores de impuestos de Justiniano, que se instalaron en el lugar como sanguijuelas famélicas. Los vándalos también habían sido sanguijuelas, pero sanguijuelas ahítas: sólo gravaban un décimo de los productos de los granjeros, y eran negligentes para cobrarlo. Justiniano, en cambio, exigía un tercio, y se cercioraba de que el pago fuera inmediato. Además, cundió el descontento en el ejército a causa de las esposas vándalas de los soldados. Parecía absolutamente justo que los soldados victoriosos recibieran las tierras fértiles y las cómodas residencias de aquellos a quienes habían despojado. Pero, por orden de Justiniano, esas propiedades fueron secuestradas y vendidas por cuenta del tesoro imperial. Las tropas no recibieron nada de lo que esperaban, sino que fueron despachadas para construir y custodiar fortificaciones remotas, e incitadas a cultivar las tierras pobres e infecundas de las inmediaciones. Las mujeres vándalas fueron quienes más protestaron contra la injusticia de esta resolución, azuzando a sus esposos para que insistieran en una retribución adecuada. Pero Salomón no tenía autoridad para satisfacer sus exigencias.

Había además otras quejas en el ejército, y justas en mi opinión, causadas por la necia obstinación de Justiniano con respecto a la fe ortodoxa. Las fuerzas de Salomón incluían, como sabéis, un escuadrón de quinientos godos tracios y los trescientos hérulos de Faras, y unos doscientos bárbaros de otras tribus de allende el Danubio; éstos eran todos arrianos. Pero Justiniano había ordenado la extirpación de la herejía arriana y la persecución de los sacerdotes arrianos; prohibía a cualquier arriano recibir los Sacramentos a menos que se retractara, y también le prohibía hacer bautizar a sus hijos. Esta norma se aplicó no sólo a los vándalos supervivientes —ancianos y ancianas, y esposas e hijastros de los soldados— y a los africanos romanos convertidos a la herejía, sino también a esos valerosos soldados, que nunca antes habían sufrido semejante agravio.

Los informes de Salomón sobre la situación africana eran tan inquietantes que Belisario rogó a Justiniano que consintiera a los soldados arrianos recibir los Sacramentos de manos de sus propios sacerdotes, como era la costumbre. Pero Justiniano alegó que sería un acto impío y pondría en peligro su propia posibilidad de salvación. Belisario no pudo insistir sobre el particular. Luego pidió a Justiniano que enviara refuerzos a Salomón (quien también había tenido que despachar una expedición contra bandidos de Cerdeña) para que defendieran las fortificaciones, mientras las tropas originales servían como guarnición en Cartago y recibían, tal vez no palacios y parques, pero al menos casas y tierras decentes para contentarse. Justiniano pareció estar de acuerdo, y reunió una fuerza de veinte mil hombres en Tracia y la frontera persa, reemplazándolos por los nuevos escuadrones vándalos. Luego dijo a Belisario en audiencia pública que pronto tendría que volver con ellos a Cartago a recibir de Salomón el cargo de gobernador. Sin embargo, todo esto era una treta. Justiniano estaba pensando en otra guerra. Las tropas no debían servir en África, sino en la conquista de Sicilia.

He mencionado que Belisario reclamó, en nombre de Justiniano, el promontorio de Lilibeo. El gobernador godo de Sicilia se lo comunicó a la reina Amalasunta (regente de Italia, Sicilia, Dalmacia y el sudeste de Francia en nombre de su joven hijo Atalarico), con quien Justiniano había cerrado el trato que permitió a Belisario reabastecerse en Siracusa cuando navegaba hacia Cartago. La reina Amalasunta adoptó oficialmente el criterio de que, al concluir la monarquía vándala, el Lilibeo había vuelto a formar parte de su propio patrimonio. Pero en verdad no deseaba malquistarse con Justiniano, pues era más que precario ser reina de los godos, quienes siempre habían considerado una indignidad ser gobernados por una mujer.

El padre de la reina, el gran rey Teodorico, había sido un milagro entre los bárbaros. Pertenecía a esa nación de ostrogodos que venció en la gran batalla de Adrianópolis, según se relató en un capítulo anterior, y a continuación se hizo aliado del Emperador de Oriente y le protegió las fronteras. No muchos años más tarde, por sugerencia del Emperador de Oriente, casi toda la nación, guiada por Teodorico desde Tracia, emigró en carromatos hacia Italia para guerrear contra un general bárbaro que había derrocado al Emperador de Occidente. Sólo unos pocos miles quedaron atrás. El rey Teodorico derrotó y mató al usurpador, y él y su pueblo se adueñaron de Italia. Su gobierno justo, equitativo y prolongado, había devuelto la prosperidad a Italia entera; y aunque nominalmente era vasallo del Emperador bizantino, mantuvo una absoluta independencia de acción. Aunque no era un estudioso, Teodorico era amigo de la cultura. Los godos —quienes, como todos los germanos, prefieren las virtudes bárbaras a las civilizadas— no podían acusarlo de blandura; pues era el mejor jinete y el mejor arquero de sus dominios, y rehuía la molicie como la peste. Su cualidad más noble era su tolerancia religiosa; aunque arriano, concedió una absoluta libertad religiosa a los cristianos ortodoxos, y a los herejes de toda especie, en todos sus dominios.

Amalasunta heredó el coraje y la habilidad del padre, y además era muy bella. Pero tenía pocos amigos en la nobleza goda, cuando a la muerte de Teodorico la corona pasó a Atalarico, su hijo de diez años, con ella misma como regente, los nobles interfirieron en todo, incluso en la educación de Atalarico. Teodorico había deseado que llegara a ser un hombre cultivado, capaz de conversar en igualdad de términos con un Emperador o un Papa o un senador romano, y lo había puesto bajo preceptores exigentes; pero esta nobleza bárbara insistió en que al joven se le permitiera salir de juerga con compañeros de la misma edad, y que aprendiera a beber y putañear y cabalgar y pavonearse con la espada floja en la vaina, como ellos lo habían hecho cuando jóvenes.

Como resultado de lo cual, Atalarico se convirtió en un joven matón. Llegó a despreciar a la madre y, azuzado por sus compañeros; amenazó abiertamente con arrebatarle el gobierno del país. Ella lo trataba con elegante desdén, pero se preparaba en secreto para abandonar Italia con un cargamento de tesoros —un cuarto de millón en monedas de oro— y refugiarse en la corte de Constantinopla. Incluso envió una carta a Justiniano informándole de sus intenciones, y él replicó con una calurosa bienvenida. Sin embargo, Amalasunta logró eliminar a los tres jóvenes nobles que le acarreaban más problemas; de manera que le pareció innecesario zarpar. Pero hay un largo trecho entre Rávena, donde estaba la corte de Amalasunta, y Constantinopla. Justiniano se impacientó al no recibir noticias. Envió un embajador a Amalasunta, con la excusa de solucionar el problema del Lilibeo, pero con el propósito verdadero de averiguar por qué no venía; y también envió dos obispos, con la presunta intención de conferenciar con el Papa sobre un intrincado artículo doctrinal, pero en verdad para que hablaran secretamente con un tal Teodato, sobrino de Teodorico, que había heredado grandes propiedades en Toscana, el distrito costero al norte de Roma. Ahora bien: poco antes, Amalasunta había llamado a Teodato desde Rávena y le había recriminado que se adueñara injustamente de tierras de ciudadanos romanos, sus vecinos, y también de tierras pertenecientes a la corona; y lo había obligado a devolverlas y disculparse.

Embajador y obispos regresaron con la grata noticia de que Teodato, a cambio de una renta fija y una propiedad en Constantinopla, estaba dispuesto, por odio a Amalasunta, a entregar Toscana a los soldados de Justiniano cuando él quisiera enviar un ejército de ocupación; y que Amalasunta deseaba secretamente transferir a Justiniano la regencia de Italia con las mismas condiciones, pues ya no podía controlar más al hijo. Pero su respuesta oficial en lo concerniente al Lilibeo fue que Justiniano no tenía ningún derecho a él.

Luego, un acontecimiento repentino alteró absolutamente el cariz de la situación. El joven Atalarico, la salud minada por la bebida y la vida licenciosa, enfermó y murió. Amalasunta, que sólo gobernaba por ser la madre, fue así, de acuerdo con la ley goda, relegada a la ciudadanía privada. Decidió casarse inmediatamente con un noble godo para poder seguir siendo reina. Pensó que no había persona más indicada para ello que el mismo Teodato, su primo (cuyas intrigas con Justiniano ella ignoraba, como él las de ella): un hombre de edad, apacible, diferente de los otros godos, que se había dedicado al estudio de la filosofía y la composición de hexámetros latinos. Sin duda, se sentiría honrado por una unión con ella, y le permitiría gobernar en nombre de él sin entrometerse. Por lo tanto, le propuso matrimonio, subrayando las ventajas que obtendría al protegerse así contra la hostilidad de la nobleza goda, que lo despreciaba por su erudición, y los italianos, que lo odiaban por su rapacidad. Nadie tenía más derecho al trono que él, le dijo, pero sin ella no podía tener esperanzas de alcanzarlo o retenerlo. Él accedió, aparentemente muy complacido, y lo coronaron rey, y los godos lo aclamaron como tal; pues no apareció ningún otro pretendiente de sangre real. Pero Amalasunta se había pasado de lista. En cuanto Teodato ciñó la corona, violó el sagrado juramento de no inmiscuirse en los asuntos públicos. De hecho, la echó de la sala del Consejo y la envió a una pequeña isla de un lago toscano, donde la tuvo prisionera.

Cuando Justiniano se enteró del acto de Teodato, se alegró más de lo que aparentaba. Envió otra embajada a Italia, para informar a Amalasunta que le daría todo el apoyo que necesitara contra sus enemigos; y el agente tenía instrucciones de no ocultar este mensaje a Teodato ni a ninguno de sus nobles. Así, esperaba sumir al reino entero en la confusión. Pero cuando el agente diplomático llegó a Italia, Amalasunta había muerto: los parientes de los tres jóvenes a quienes ella había asesinado habían persuadido a Teodato de vengar esas muertes. La sorprendieron, una tarde de verano, cuando se bañaba con sus damas en el lago, y le hundieron la cabeza en el agua hasta ahogaría.

Aunque Justiniano siguió declarando su gran amor por Teodora, la Emperatriz también se alegró de la muerte de esta reina, a quien consideraba una rival. Era verdad que Amalasunta, a quien Justiniano había conocido cuando ella era niña, era de cuna más alta que Teodora y un poco más joven y mucho más hermosa. Juan de Capadocia murmuró que Teodora misma había planeado el asesinato.

De manera que Justiniano ya tenía un pretexto para una guerra: el asesinato de una mujer inocente, su aliada. Encontró un augurio de éxito en la impopularidad e ineptitud del rey Teodato, cuyos versos, se decía, ni siquiera respetaban los pies, y cuya capacidad filosófica era nula. Pero Teodato oyó y creyó el rumor, surgido de los celos de Teodora por Amalasunta, de que el pérfido Justiniano en verdad había planeado invadir Italia con su ejército y casarse con Amalasunta, después de divorciarse de Teodora; más aún, que había pensado en perseguir a los godos por herejes. Ofreció a la corte esta excusa por el asesinato de su esposa, y su acción se aprobó; pues al menos era claro que Amalasunta había mantenido una traidora correspondencia con Justiniano. Pero Teodato aseguró oficialmente al agente diplomático de Justiniano que el asesinato se había cometido sin que él supiera nada y contra sus deseos.

Ahora he aclarado por qué a Belisario se le ordenó llevar un ejército para invadir Sicilia, que se extendía en el extremo de los dominios del rey Teodato, y cuya población, para colmo, estaba muy descontenta. Las cosechas de Sicilia, el granero de Roma, habían desmejorado hacía mucho por culpa del mal tiempo y el agotamiento del suelo, de modo que a los granjeros les costaba pagar los impuestos en especias que exigían los godos. En otoño del año de su consulado, Belisario zarpó rumbo a la isla. Antonina fue con él (y yo con ella), y su hijo Focio, y también Teodosio. Pero las fuerzas bajo su mando sumaban sólo doce mil hombres, no veinte mil. A último momento, Justiniano separó ocho mil y se los envió a Mundo (el comandante de los ejércitos de Iliria, que había ayudado a Belisario a aplastar los Disturbios de la Victoria) con órdenes de que los condujera contra los godos de Dalmacia, para distraerlos. Dalmacia, con toda la costa nordeste del Adriático, estaba en esos tiempos bajo dominio godo. Justiniano planeaba herir a los godos también en otro frente. Escribió a los francos, quienes desde el bautismo del rey Clodoveo habían sido cristianos ortodoxos, que ahora tendrían la oportunidad de invadir los territorios godos entre los Alpes y el Rin; y que sería una guerra santa contra los herejes arrianos, bendecida por su padre espiritual, el Papa.

El tiempo fue favorable y el viaje agradable; desembarcamos en Catania a principios de diciembre. Los lugareños, recordando con cuánta honestidad los habíamos tratado en nuestra visita anterior, nos dieron la bienvenida. Se quejaron muchísimo de los godos, y nos preguntaron si no podíamos quedarnos más tiempo con ellos en esta ocasión; pues nadie, salvo Belisario, sabía que no continuaríamos nuestro viaje a Cartago como se había anunciado. Por último, Belisario manifestó abiertamente sus intenciones, declarándose su protector y enviando mensajeros a todas las ciudades principales para invitarías a la rendición. En pocos días, toda Sicilia se le había rendido sin librar batalla, con la sola excepción de Palermo. Aquí se concentraban las fuerzas godas de la isla, refugiadas detrás de las eficaces fortificaciones. Pero aun Palermo se rindió con inesperada prontitud. Belisario se internó en el puerto, que no estaba protegido por ningún espolón, y descubrió que los mástiles de la mayoría de sus naves eran considerablemente más altos que las fortificaciones adyacentes. ¿Qué podía ser más fácil que elevar los botes mediante una polea entre el mástil principal y el palo de trinquete, y llenarlos con arqueros entrenados? (Sin embargo, quizás un plan tan simple no se le hubiera ocurrido a un general ordinario). Estos arqueros podían disparar a lo largo de las calles de la ciudad e impedir que nadie se asomara por las puertas, a menos que estuvieran en un callejón lateral. Belisario amenazó con disparar flechas incendiarias y quemar las casas si Palermo no se rendía sin dilación. De modo que los habitantes obligaron a los godos a capitular.

Podéis dudar que un párrafo tan breve como el anterior pueda cubrir decentemente la historia de cómo una isla fértil, llena de espléndidas ciudades y con una superficie no inferior a las setenta mil millas cuadradas, fue ganada a los bárbaros por nuestras tropas imperiales. No obstante, estoy seguro de no haber omitido ninguna circunstancia relevante capaz de extender a dos ese único párrafo. Fue el nombre de Belisario, más que su ejército, lo que conquistó Sicilia, asistido por el miope celo de los cristianos ortodoxos, que esperaban recibir mejor trato de Justiniano, un correligionario, que del rey arriano. El último día del año, pues, cuando expiraba el periodo del consulado de Belisario, entró sin oposición en la ciudad capital de Siracusa, y allí entregó los báculos y el hacha, según decía la expresión. En cuanto entró, distribuyó entre los habitantes oro y plata del tesoro personal capturado a los godos que se le habían resistido en Palermo; y lo saludaron como a un libertador.

El agente diplomático de Justiniano se quedó en Italia y observó el efecto perturbador que ejercieron en el rey Teodato las nuevas del desembarco de Belisario en Catania, y las nuevas, llegadas simultáneamente de Dalmacia, de que Mundo había arrasado Spalato. Teodato comprendió que corría el riesgo de acabar como el rey vándalo Gelimer (su pariente, pues Gelimer y él tenían una tía en común). Sin consultar al Consejo, hizo una oferta secreta al embajador de ceder Sicilia a Justiniano y enviarle además un tributo anual de una corona de oro de trescientas libras de peso; y un destacamento permanente de tres mil jinetes godos con sus caballos para servir en África del Norte o la frontera persa, como Justiniano gustara, al cual mantendría en condiciones con reclutamientos anuales y remontas. También renunciaba a su derecho de sentenciar a muerte a sacerdotes y patricios italianos, o de conferir el rango de patricio a cualquier persona sin consentimiento de Justiniano o sus sucesores. Incluso convino en que los vítores de las facciones del Hipódromo de Roma, cuando él ocupara su lugar como presidente, incluirían saludos de lealtad no sólo a su nombre sino al de Justiniano, y en que una estatua de Justiniano acompañaría a cada estatua de él mismo, a la derecha, que es el lugar más honorable. Esto era para reconocer la soberanía de Oriente sobre Occidente. Teodato expresó todos estos términos por escrito. Estaba muy asustado, y deseaba prepararse un tesoro de gratitud en Constantinopla, por si alguna vez le era preciso escapar de Italia.

Pero cuando llegó la nueva de la caída de Palermo y de la ocupación de Sicilia sin derramamiento de sangre, el ánimo de Teodato flaqueó. Se preguntó si los términos que habían ofrecido a Justiniano para impedir que invadiera Italia no serían insuficientes; prometer Sicilia a Justiniano cuando ya la había tomado podía considerarse una impertinencia; ¿y de qué valía una oferta de tres mil soldados y un tributo anual equivalente a veinte mil piezas de oro, y el abandono del derecho a crear o castigar patricios? Llamó de nuevo al agente diplomático, que ya había emprendido el regreso, y le hizo una declaración confidencial, no sin antes comprometerlo a guardar el secreto con los más terribles juramentos. El secreto era que, si Justiniano rechazaba esas condiciones, Teodato estaba dispuesto a mejorarlas. Renunciaría a su título de rey y entregaría a Justiniano todo el gobierno de Italia. Lo único que pedía a cambio era una confortable vida privada, preferiblemente cerca de algún centro de la cultura en Asia Menor, en una finca de su absoluta pertenencia con una renta anual garantizada de por lo menos ochenta mil piezas de oro. Un mensajero godo acompañó al agente con esta oferta por escrito, pero sólo podía revelarla si Justiniano no aceptaba la otra oferta.

Los embajadores se eligen por su lealtad y abnegación ante la causa de sus señores: de modo que el agente de Justiniano no titubeó en exponerse al desastre espiritual faltando a la palabra dada a Teodato. Aconsejó a Justiniano que rechazara la primera oferta, pues el mensajero de Teodato tenía una mejor a su disposición. Entonces le mostraron esa oferta, y Justiniano se apresuró a aceptarla. No obstante, quiso regatear en cuanto a las rentas de la finca, hasta que Teodora se burló de su concepción de los negocios: se arriesgaba a perder toda Italia por unos pocos sacos de monedas.

Hasta el momento, todo le salía tan bien a Justiniano que, en verdad, no podría habérselo culpado por creer que Dios lo favorecía especialmente, una creencia que los serviles cortesanos no hacían nada por atemperar. Pero antes de que el embajador hubiera tenido tiempo de regresar a Italia y ratificar el tratado con Teodato, toda la situación política volvió a alterarse bruscamente. Dos noticias persuadieron a Teodato de que a fin de cuentas había sido un necio y había sobreestimado la capacidad ofensiva de Justiniano.

La primera noticia se refería a Mundo. Después de capturar Spalato, se había topado con un gran ejército godo y, tras una enconada batalla, con bajas tremendas para ambos bandos, lo había derrotado; pero el mismo Mundo había muerto mientras perseguía al enemigo vencido. Se decía que las fuerzas imperiales estaban tan reducidas en número y valentía por esta desdichada victoria que habían regresado a Iliria sin dejar siquiera una guarnición en Spalato. La otra noticia fue que había estallado un serio motín en África del Norte, y que Belisario estaba por retirar sus fuerzas de Sicilia para restaurar el orden allá. A la veracidad de estas nuevas del África me referiré enseguida. Pero su efecto sobre Teodato fue tan grande que recibió insultantemente al embajador de Justiniano cuando regresó, e incluso amenazó con matarlo acusándolo falsamente de adulterio con una dama de la corte; se arrepintió enormemente de haber escrito a Justiniano como lo había hecho, y ahora declaraba que el embajador mentía y que las dos ofertas firmadas por él eran falsificaciones.

Los nobles godos del Consejo creyeron a Teodato. No podían concebir que el rey electo fuera tan timorato y traicionero como lo evidenciaba el mensaje de Justiniano, quien accedía a tomar Italia bajo su soberanía y dar a Teodato la finca que él había pedido. Concluyeron que la embajada no era más que una hábil treta de Justiniano para malquistarlos con el rey. De modo que el embajador y su séquito fueron arrestados, y Teodato envió un mensaje de desafío a Justiniano a través de un simple mercader, acusándolo de duplicidad y traición: Teodato sabía que los godos lo matarían si no reivindicaba inmediatamente su honor con un acto enérgico. También despachó un ejército para reconquistar Spalato, ya que los romanos la habían abandonado; y empezó a tratar opresivamente a los sacerdotes ortodoxos de toda Italia, y amenazó al Papa con matarlo o destituirlo si lo sorprendía en nuevas negociaciones secretas con Constantinopla.

Los godos, no obstante, tenían poca confianza en Teodato, pues escribía versos latinos y discutía con retóricos griegos y se enorgullecía de sus rebuscados conocimientos. Para ellos, unas pocas y toscas baladas de guerras germanas, junto con el Padrenuestro y el Credo arriano en la misma lengua, eran cultura suficiente. No se habían degenerado, como los vándalos, bajo el hechizo decadente de la civilización; pero tampoco habían aprovechado sus sesenta años de residencia en Italia para perfeccionar su inteligencia mediante la educación literaria. Su poco respeto a Teodato no se debía tanto al carácter estéril de sus conocimientos, como al hecho mismo de que los tuviera. De modo que no se preocuparon por reforzar sus virtudes guerreras bárbaras con los conocimientos militares que pueden derivarse de los libros. Sobre todo, no habían estudiado las artes de la fortificación ni las maniobras de sitio.