DERROTA DE LOS VÁNDALOS
En la mayoría de las historias que se publican hoy día, cada batalla se parece demasiado a cualquier otra. Por lo tanto, será una prueba de talento histórico poderos contar lo suficiente sobre las batallas libradas por Belisario para indicar la diferencia de carácter entre una y otra, sin fatigaros con demasiados detalles heroicos y militares: como un anfitrión puede ofrecer a un huésped vinos célebres y añejos para que los paladee, pero sin la intención de embriagarlo. Debo mostrar, por ejemplo, que la batalla de la Décima Piedra Miliar difirió de las dos batallas persas de Daras y el Éufrates en su extremo desorden y complejidad geográfica.
Poco después de desembarcar en Capudia, el día de San Juan Bautista, que es también el día del solsticio estival, después de tres meses de viaje, fuimos recibidos por un presagio excelente: mientras cavaban trincheras para la noche, unos soldados descubrieron imprevistamente un manantial de agua potable. Desviándola mediante canales, pudimos abrevar a todos los caballos sin necesidad de desembarcar toneles de agua. Belisario envió un destacamento de su Regimiento Personal a Sulecto, la ciudad más próxima. Llegó a una barranca cercana a las puertas al caer el sol y se ocultó allí toda la noche. Al amanecer, una larga caravana de carretones y granjeros a caballo vino por la carretera desde el interior; pues era día de mercado en Sulecto. De a dos y de a tres, nuestros coraceros se unieron calladamente a esa corriente de tráfico y ocuparon la ciudad, que no tenía murallas, sin toparse con ninguna oposición. Cuando los habitantes, africanos romanos, despertaron, se los exhortó a la alegría, porque Belisario venía para liberarlos de sus opresores vándalos. El sacerdote, el alcalde y otros notables se mostraron muy dispuestos a entregar las llaves de la ciudad y a poner caballos de posta y otras comodidades a nuestra disposición. Al día siguiente, estábamos acuartelados en Sulecto, formada por casas cuadrangulares de piedra blanqueada con techos chatos, cada cual con un jardín bien cuidado; y como Belisario había enseñado a las tropas la importancia de portarse de manera honesta y amigable con los nativos —azotando a algunos hombres que robaron fruta de un huerto—, nos trataron con suma hospitalidad.
Se detuvo a un estafeta real de los vándalos, y Belisario, que siempre daba a sus enemigos la oportunidad de rendirse antes de atacarlos, lo envió a Cartago con un mensaje para los magistrados vándalos. Les aseguró que no había venido a guerrear contra ellos, sino sólo a destronar al usurpador Gelimer y restaurar el auténtico rey, Hilderico; y les pedía colaboración en nombre de Justiniano. El envío de esta carta puede considerarse una medida imprudente, y en contradicción con su expresa intención de tomar la ciudad por sorpresa: porque el estafeta, si cabalgaba de prisa, llegaría seis días antes que nosotros y daría la alarma. Pero los escrúpulos de Belisario sobre las batallas innecesarias no eran fáciles de vencer. Además, un anuncio tan franco de sus intenciones daba a entender que para ponerlas en práctica había traído consigo fuerzas extremadamente poderosas, y quizás el temor persuadiera a los vándalos.
El rey Gelimer, sin embargo, no estaba en Cartago, sino en Bulla, a varios días de viaje hacia el interior, con la mayor parte de sus guerreros. Su hermano Ammatas, a quien el estafeta entregó el mensaje, se lo hizo llegar inmediatamente. El sistema de postas en el reino vándalo estaba muy bien organizado, y Gelimer pudo responder al día siguiente. En su mensaje, ordenaba que Hilderico fuera ejecutado al momento, y que Ammatas se preparara para defender la carretera por donde nos acercábamos, en la Décima Piedra Miliar desde Cartago, donde hay un desfiladero angosto entre colinas. Las fuerzas de Ammatas tenían que estar apostadas para el tercer día de julio. En cuanto a él, se apresuraría a llegar con refuerzos de caballería para sorprendernos ese día por la retaguardia, a menos que la situación hubiera cambiado en el ínterin. Belisario aún no sabía nada sobre esta correspondencia.
Nosotros continuamos la marcha pasando por Leptimino y el gran puerto cerealero de Hadrumeto, recorriendo doce millas por día. Mientras tanto, recibíamos provisiones de fruta y pan fresco de los campesinos, quienes nos saludaban con el mayor entusiasmo, pobres almas. Todas las noches cavábamos trincheras. Para construir la necesaria empalizada, cada soldado llevaba una estaca larga y puntiaguda que se plantaba en el parapeto. La flota nos seguía el paso a la derecha, y el viento se mantenía propicio. Juan de Armenia, con trescientos hombres del regimiento de Belisario, formaba la vanguardia, y los hunos masagetas nos protegían el flanco. Belisario mandaba la retaguardia. Al fin llegamos a la península del promontorio y tuvimos que separarnos de la flota, pero nuestro pesar fue mitigado por la belleza de lo que encontramos entonces: el Paraíso de Grasse. Se trata de un regio palacio que construyó Geiserico, rodeándolo con un noble parque. Hay allí bosquecillos de árboles de todas las variedades adaptables al clima, y piscinas y fuentes y prados y murallas umbrosas y glorietas y canteros de flores; y un huerto inmenso cubierto de árboles al tresbolillo, en grupos de cinco, cada grupo compuesto por árboles de cinco especies diferentes. El clima africano es más caluroso que el nuestro, de modo que a comienzos del verano había fruta madura, algo que no habíamos esperado encontrar hasta principios de agosto: higos y duraznos y uvas y demás. Las tropas acamparon bajo estos árboles y se les permitió comer lo que pudieran, pero no llevarse ninguna fruta. Todos nos hartamos de ciruelas damascenas, higos y moras, pero cuando reanudamos la marcha los árboles parecían tan cargados como antes.
Ese día nos enteramos de la ejecución de Hilderico, y los exploradores del rey Gelimer establecieron por primera vez contacto con nuestra retaguardia. Pero Belisario continuó la marcha sin aflojar ni apretar el paso. El sexto día, el cuatro de julio, habíamos cruzado la península y nos acercábamos a la Décima Piedra Miliar, bordeando el lago de Túnez. Allí había una pequeña aldea y una casa de postas; nos detuvimos a cinco millas. Belisario eligió una posición defendible para el habitual campamento fortificado, y nos atrincheramos como de costumbre, es decir, cada hombre clavaba su estaca en la empalizada.
Entretanto, las fuerzas vándalas se nos acercaban. Ammatas acaudillaba la guarnición de Cartago; el sobrino de Gelimer, el hijo de Zazo, avanzaba contra nuestro flanco; y Gelimer nos amenazaba la retaguardia. Ahora bien: los vándalos, como los godos, eran buenos jinetes y diestros con la lanza y el espadón, pero sólo su infantería empuñaba arcos. No tenían ninguna experiencia reciente con arqueros a caballo como los nuestros, pues sus únicos enemigos en esta comarca, los salvajes jinetes moros del desierto, usaban jabalinas. Esto nos favorecía muchísimo. En cuanto a su capacidad combativa: ese pueblo rubio y pálido del norte, en la tercera generación, se había aclimatado al África. Habían celebrado bodas con nativos y alterado su dieta, y se habían rendido al sol africano (que estimula más el mal humor que la resistencia) y a lujos tales como ropas de seda, baños frecuentes, comidas salpimentadas, música orquestal, y masajes en vez de ejercicios. Esta vida enervante había puesto notablemente de relieve un rasgo común a todas las tribus germánicas: el escaso dominio de las emociones. Sin embargo, sus combatientes habían aumentado en número desde la época de Geiserico, de cincuenta mil a ochenta mil, aparte de sus numerosos aliados moros.
Juan de Armenia siguió adelante con la vanguardia, y el tres de julio a mediodía, al doblar un recodo del camino cerca de la Décima Piedra Miliar, se topó con una fuerza de cien jinetes vándalos bien montados y parados negligentemente frente a la casa de postas. Los hombres de Juan, que cabalgaban en columna, no pudieron desplegarse a causa de la estrechez del desfiladero por el que pasaba la carretera en ese punto. No había oportunidad de usar los arcos, de manera que cargaron inmediatamente con la lanza, tal como estaban. Los vándalos se agruparon apresuradamente y defendieron el terreno. En la escaramuza que siguió cayeron doce de nuestros hombres; pero entonces Juan de Armenia tomó un dardo arrojadizo del escudo y le acertó al jefe, un apuesto joven con armadura dorada, en plena frente y a poca distancia. El jefe cayó del caballo, muerto, y los vándalos se dispersaron con gritos de zozobra, perseguidos por nuestros hombres. Más vándalos, que cabalgaban ociosamente carretera arriba en partidas de veinte o treinta, se lanzaron a la refriega; y como una bola de nieve al rodar colina abajo recoge más nieve y alcanza proporciones monstruosas, así sucedió con los vándalos en fuga. Con lanzas, dardos arrojadizos y flechas, nuestros coraceros los perseguían, matando metódicamente, sin dar al enemigo la oportunidad de reagruparse, echándolos del desfiladero.
Más allá, en la llanura, pudieron desplegarse, y la matanza fue aún más cruenta. Juan de Armenia empujó a los vándalos hasta las mismas murallas de Cartago, y por el espectáculo de los cadáveres que moteaban la llanura en esas diez millas cualquiera habría imaginado que era el trabajo de un ejército de veinte mil hombres, no de medio escuadrón.
Entretanto, las fuerzas del rey Gelimer y las de su sobrino convergieron en la Décima Piedra Miliar. En una llanura que antes había sido un salitral, el sobrino tuvo la desgracia de toparse repentinamente con los hunos masagetas. Los superaba en número, tres mil contra seiscientos, pero el aire exótico de esos individuos de ojos hundidos y larga cabellera (que vivían, recordad, a un año de viaje de Cartago y nunca antes habían pisado suelo africano) asustó a los supersticiosos vándalos, y las imprevistas y lacerantes lluvias de flechas eran terribles. Huyeron en tropel sin siquiera combatir, y fueron exterminados hasta casi el último hombre. En cuanto a Gelimer, no estaba al tanto del destino de su sobrino y había perdido contacto con la retaguardia de Belisario, a causa del terreno accidentado. Belisario ya sabía que Juan de Armenia había limpiado el desfiladero de enemigos; pero no había recibido más informes de él, y temía que lo hubieran emboscado y estuviera en apuros. Dejando la infantería dentro de la empalizada, ordenó a los hérulos al mando de su hermano de sangre Faras, y a un escuadrón de godos tracios, que se adelantaran para investigar; él los siguió a paso más lento con el cuerpo principal de caballería.
El rey Gelimer ya estaba cerca de la Décima Piedra Miliar, con treinta mil jinetes. En la empalizada, mi ama había tomado el mando y organizado la defensa de una manera muy eficaz; pues había estudiado estos problemas con Belisario, y su coraje y desenfado inspiraban gran confianza a todos. Sin embargo, sus aptitudes militares no fueron sometidas a una prueba severa: Gelimer pasó junto a nuestra empalizada sin verla, pues había una colina en medio. Tampoco vio a Belisario, quien avanzaba por otro camino.
Cuando Faras y los godos tracios llegaron a la casa de postas donde se había librado la escaramuza, encontraron a los hombres presa de la mayor excitación; porque el vándalo muerto de la armadura dorada era nada menos que Ammatas, el hermano de Gelimer.
Faras y sus hérulos siguieron avanzando en busca de Juan de Armenia. No habían recorrido un largo trecho cuando se vio una polvareda al sur, y un vigía indicó que se trataba de numerosas fuerzas de caballería vándala: los hombres del rey Gelimer. Los godos tracios se apresuraron a capturar la colina que dominaba la entrada de desfiladero, pero pronto los vándalos los obligaron a retroceder, por la mera fuerza del número, y se retiraron al galope hacia el cuerpo principal. Así el rey Gelimer, con un ejército cinco veces más numeroso que el nuestro, quedó en posesión de ese desfiladero tan fácil de defender. Juan de Armenia y Faras estaban de un lado, y Belisario del otro; nuestra flota estaba lejos: podíamos dar la batalla por perdida. Ahora bien, en Constantinopla hay una plaza llamada la «Plaza del Amor Fraternal», con un bello grupo escultórico en un pedestal alto, que conmemora la devoción fraternal de los hijos del Emperador Constantino, quienes más tarde se destruyeron el uno al otro sin misericordia. Y entre los griegos y otros habitantes de las tierras mediterráneas la genuina devoción fraternal, a causa de las leyes de la herencia, es tan rara que cuando se presenta de veras, aun en personas menos encumbradas que los jóvenes nacidos en la púrpura, merecería por cierto una estatua conmemorativa. Vaya, si el poema más antiguo de la lengua griega, Los trabajos y los días de Hesíodo, se inspiró en una rencilla entre hermanos. Pero entre las tribus germánicas, la devoción entre hermanos es la norma antes que la excepción, y la vida disipada que llevaban en África no había debilitado de ninguna manera esta característica de los vándalos. Por lo tanto, cuando el rey Gelimer llegó a la casa de postas junto a la Piedra Miliar a media tarde y le dieron la nueva de que habían matado a su hermano Ammatas, se sintió terriblemente golpeado. Se entregó a su dolor bárbaro y fue incapaz de estimar la posición táctica: sólo podía pensar en términos de sepulcros y elegías funerarias.
Belisario había reagrupado a los godos tracios fugitivos y avanzó con ellos hacia la Piedra Miliar, donde ahora las fuerzas vándalas estaban apiñadas en completo desorden. La caballería había bajado de la colina dominante para observar qué sucedía, y se quedó para unirse a los lamentos generales por la muerte de Ammatas. Gelimer, quien también se había enterado de la derrota y muerte de su sobrino a manos de los hunos masagetas, lloriqueaba desconsoladamente, y no podía esperarse de él ningún pensamiento ni acción militar.
Belisario, sorprendido pero gratificado por lo que veía, dividió inmediatamente sus escuadrones en dos masas compactas y los envió colina arriba a cada lado del desfiladero; y cuando estuvieron en posición, ordenó un ataque simultáneo a la masa que estaba abajo y en medio. Andanadas de flechas facilitaron esa impetuosa carga; el declive de las colinas le dio un impulso irresistible. Cientos de enemigos cayeron en la primera embestida. Luego, nuestros escuadrones retrocedieron y, tras replegarse colina arriba y soltar otra andanada de flechas, cargaron una vez más. Repitieron esta maniobra una y otra vez. A la media hora, todos los vándalos supervivientes, menos dos o tres escuadrones, que estaban atascados en el desfiladero, huían a toda carrera hacia el salitral, donde en buena parte fueron detenidos y exterminados por los hunos masagetas. En cuanto a Juan de Armenia, en la llanura frente a Cartago, sus hombres estaban tan desperdigados para despojar a los muertos que le costó reagruparlos. La llegada de Faras no facilitó las cosas, pues también había botín para sus hérulos, y pasó algún tiempo antes de que la fuerza combinada de setecientos hombres regresara en auxilio de Belisario, llegando justo antes del final y completando la victoria con una carga por el desfiladero.
Fue una batalla de la cual Belisario comentó:
—Estoy agradecido, pero avergonzado: como podría estarlo un apremiado jugador de ajedrez cuando un oponente temperamental echa a perder el juego sacrificando las mejores piezas. Quizá, después de todo, debí seguir el consejo del almirante y enfilar directamente a Cartago por el mar; pues el desfiladero de la Piedra Miliar era una barrera infranqueable, si la hubiera defendido enérgicamente.
A la mañana siguiente, mi ama llegó con la infantería y todos juntos avanzamos hacia Cartago. Llegamos al caer la tarde, y encontramos las puertas abiertas de par en par para nosotros. Pero Belisario nos prohibió la entrada en la ciudad, no tanto porque temiera una emboscada como porque no podía confiar en que las tropas se abstuvieran de lanzarse al pillaje. Cartago era una ciudad romana redimida, no una ciudad vándala capturada, y no debía sufrir violencias. Los jubilosos ciudadanos habían encendido velas y lámparas en casi todas las ventanas, de modo que la ciudad estaba iluminada como para un festival; y, por cierto, tenía un hermoso aspecto desde donde estábamos, levantada sobre un terreno que se elevaba gradualmente. Pobladores excitados salieron corriendo a visitar nuestro campamento, con guirnaldas y presentes para los soldados. Qué lástima, exclamaban, que no tuviéramos permiso para participar en esas maravillosas escenas de júbilo desenfrenado. Todos los ruines vándalos que no habían podido escapar se habían refugiado en las iglesias, y había tremendas procesiones en las calles, encabezadas por los obispos, de cristianos ortodoxos que cantaban y vitoreaban.
Esa noche llegó la flota, pues el viento había cambiado precisamente al bordear el cabo Bon; y anclaron en el lago de Túnez, todos menos una pequeña división de buques de guerra, que emprendió una expedición no autorizada hacia el puerto exterior de Cartago, donde las tripulaciones saquearon los depósitos. Cuando Belisario vio que había llegado la flota, dijo:
—No obstante, ahora veo que, si con el riesgo de vientos desfavorables y una batalla naval hubiera seguido el consejo del almirante, habría elegido mal. Pues un ataque marítimo a Cartago habría sido una locura. Las defensas del puerto no se habrían podido franquear, pues las murallas son altas y los hombres expertos. Y si no hubiera sido por el pánico provocado por la noticia de la derrota de Gelimer, que obligó a la guarnición vándala a quitar los grandes espolones de las entradas del lago de Túnez y el puerto exterior para poder escapar en todas las naves disponibles, nuestra flota no habría podido entrar. Era un problema insoluble. Nunca debimos haber intentado la expedición con fuerzas tan escasas. Aunque no sé si con fuerzas superiores hubiésemos tenido tanto éxito.
A la mañana siguiente, cuando hubo amanecido, hizo desembarcar la infantería naval. Tras impartir órdenes estrictas relacionadas con la importancia de mantenerse en buenos términos con los nativos, hizo entrar a todo el ejército en Cartago. Luego, como en la noche anterior se había dispuesto dónde acuartelarlo, cada destacamento se dirigió a la calle asignada tan ordenadamente como si estuviera en Adrianópolis o Antioquía o la misma Constantinopla. Mi ama Antonina fue con Belisario al palacio real, donde se instalaron, y a la hora de la cena nos sentamos todos en la sala de banquetes para comer los mismos manjares que Ammatas había ordenado para el rey Gelimer, atendidos por la servidumbre palaciega. Después, Belisario ocupó el trono de Gelimer y dispensó justicia en nombre del Emperador. La ocupación de la ciudad se había realizado tan apaciblemente que el comercio no fue afectado en lo más mínimo. Aparte del caso del robo de los depósitos portuarios, que él sometió a una severa pesquisa, no hubo delitos que reclamaran castigo y prácticamente ninguna queja.
Aquel día se celebró la festividad de San Cipriano, el patrono de Cartago, aunque faltaban dos meses para la fecha correspondiente; porque la tormenta de San Cipriano, un violento viento nordeste que espera para mediados de setiembre, también se había anticipado a la fecha y había henchido las velas de nuestra flota empujándola al puerto. La catedral de San Cipriano, que había sido capturada años antes por los arrianos, estaba ahora de nuevo en manos ortodoxas, de modo que la festividad se celebró con pompa eclesiástica y hosannas.
La ciudad es suntuosa; posee muchas tiendas y estatuas, y arcadas de mármol amarillo local, y baños y mercados callejeros y un enorme Hipódromo sobre una colina; en verdad, tiene todo lo que una ciudad debe tener, aunque las plazas no son tan amplias como en Constantinopla y las calles son mucho más angostas. Un resplandor de libertad siguió brillando durante semanas en los rostros de los habitantes, y cada día parecía un festival. La facilidad extraordinaria con que habíamos derrotado a los vándalos era casi el único tema de conversación, y para explicarla cada cual empezó a evocar sus sueños proféticos o augurios domésticos.
Aún se le encontró calidad profética a un poemita infantil que hacía tiempo se recitaba en las calles:
Gamma a Beta ahuyentará;
pero luego, con arrojo,
Beta a Gamma correrá
arrancándole ambos ojos.
Estas rimas se basaban en un libro de cuerno usado en las escuelas monásticas para el aprendizaje del alfabeto griego: la primera letra, alfa, tenía que recordarse como la inicial de anthos, flor; y beta como inicial de Balearicos, un hondero balear; y gamma por Gallos, un lancero gálico. Los monjes habían dibujado esas figuras en el libro de cuerno para fijar las letras en la memoria de los niños. Pero los niños tenían cierta noción de que los baleares y los galos, en páginas enfrentadas del folleto de pergamino, eran enemigos. Así, en su juego de «galos y baleares», un niño era el galo y perseguía al otro, el balear, con un bastón; pero en cuanto lo apresaba, el galo huía de nuevo, y el balear, persiguiéndolo, lo atacaba con guijarros. La rima aludía a este juego. Pero su interpretación popular como profecía era que el rey Geiserico había ahuyentado el conde Bonifacio, el general romano que lo había llamado desde Andalucía, y ahora Belisario había corrido al rey Gelimer y matado a su hermano y a su sobrino. Pues las iniciales se correspondían exactamente.
Belisario, por su parte, no tenía tiempo que perder en alardes ni en análisis de profecías. De inmediato puso a trabajar a varios prisioneros vándalos, y a todos los albañiles y obreros no cualificados disponibles en la ciudad, y a gran número de marineros, y a la infantería que pudo destacar de las guarniciones, para reparar las murallas del lado de tierra, que estaban bastante derruidas, y para cavar una fosa profunda con empalizada alrededor. Fue una tarea abrumadora. Aunque la ciudad, en su elevado promontorio, está protegida por agua en tres costados, las fortificaciones tienen una extensión enorme: una línea triple de siete millas de largo, a través de la península del promontorio, de murallas de cuarenta pies de altura con torres fortificadas de cuando en cuando; y una muralla interior de quince millas, también muy fuerte, donde la tierra empieza a elevarse; y defensas costeras. Había dos puertos fortificados, el exterior para naves mercantes, y el interior para naves de guerra, de las cuales entran más de dos centenares por vez. El puerto interior estaba vacío cuando llegamos, pues la mayor parte de la marina vándala estaba con Zazo, en Cerdeña, y otras naves se habían despachado a Trípoli, y la guarnición había huido con el resto.
Un par de días después, se avistó una nave de guerra vándala y se le permitió que entrara a puerto sin impedimentos, pues era obvio que la tripulación no tenía idea de que la ciudad era nuestra. El capitán fue arrestado en cuanto desembarcó, y quedó atónito ante el repentino cambio de monarcas. Traía una carta para el rey Gelimer de su hermano Zazo, anunciándole una victoria completa en Cerdeña, y expresando su confianza en que la flota imperial que se había avistado rumbo a Cartago hubiera sido totalmente destruida. El rey Gelimer estaba ahora reorganizando sus fuerzas en Bulla, una ciudad interior, a cuatro días de marcha hacia el este, y antigua capital de los reyes númidas. Ya había despachado una carta a Zazo, por una galera atracada más lejos en la costa, implorándole que volviera.
Quince días más tarde, Zazo estaba de vuelta en África con todas sus tropas —Cerdeña está a sólo ciento cincuenta millas al norte— y abrazaba a su hermano Gelimer en la llanura de Bulla. Mientras estaban así, sollozando juntos en silencio, estrechándose mutuamente, formaban una estatua de amor fraternal que habría hecho las delicias de cualquier escultor que pudiera haberla reproducido. Y sin una palabra, siguiendo el ejemplo real, cada uno de los hombres de Zazo eligió un hombre de Gelimer para un abrazo similar, y luego todos rompieron a llorar retorciéndose las manos. ¡Debió de ser un espectáculo singular!
Luego, los ejércitos vándalos combinados avanzaron sobre Cartago. Gelimer se asombró al encontrar las defensas exteriores protegidas por una trinchera recién cavada y erizada de estacas, y la mayor parte de los puntos débiles de las tres murallas más externas reparada. No se atrevieron a atacar la muralla, que estaba defendida por infantes con arcos potentes, y se contentaron con abrir una brecha en el acueducto de cincuenta millas de largo que abastece de agua la ciudad. Pero Belisario ya había tomado la precaución de desviar provisionalmente el agua de los baños y las piscinas ornamentales hacia los profundos depósitos subterráneos de agua potable. Los vándalos también cortaron la provisión de frutas y hortalizas del interior; pero esto no amedrentó a la ciudad, que podía proveerse por vía marítima y de sus propios huertos. Ser vándalo en África había significado vivir libre de impuestos y gozar de privilegios feudales, de modo que el suburbio vándalo de Cartago, a la derecha de la ciudad vieja cuando uno llega del mar, estaba compuesto por magnificas residencias, cada una edificada en medio de un parque con huertos extensos. Belisario expropió esas fincas para acuartelar las tropas; y como era la fructífera temporada de otoño, todos contábamos con provisiones en abundancia. Los silos de la ciudad también estaban repletos.
El rey Gelimer trató subrepticiamente de incitar a algunas de nuestras tropas al motín: los godos tracios, que eran arrianos y correligionarios de los vándalos, y los hunos masagetas, que estaban descontentos porque cuando se firmó la paz con Persia no los habían enviado de regreso a sus estepas nativas del otro lado del Imperio Persa, como les habían prometido, sino que los habían embarcado rumbo al África. Los godos se echaron a reír ante la desleal sugerencia y la comunicaron de inmediato; pero paso un tiempo antes de que Belisario, tratando a los hunos con honores especiales e invitándolos a varios banquetes, se granjeara su plena confianza y les hiciera confesar que habían considerado seriamente la propuesta vándala, algo que él ya sabía gracias a su lugarteniente Aigan. Le explicaron que no deseaban ser retenidos en África como tropas de guarnición, vivir y morir tan lejos de su patria. Los atractivos, como atuendos de seda y copas de cristal para su kavasse, y el estómago lleno, y mujeres rollizas y complacientes, no podían compensar su añoranza por las anchas llanuras barridas por el viento y los carromatos de sus familias. Entonces, Belisario juró por su honor que les permitiría regresar en cuanto los vándalos estuvieran derrotados definitivamente; y a cambio, ellos le juraron renovada lealtad.
Cuando, a principios de diciembre, la muralla estuvo reparada y una vez más fue defendible a lo largo de sus siete millas, aun sin la fosa, Belisario decidió arremeter contra los vándalos. Si lo derrotaban ahora, al menos tendría un lugar seguro para la retirada. Al mando de la infantería, que formaba el cuerpo principal de la vanguardia, integrada por toda la caballería excepto quinientos coraceros de su regimiento, a quienes había conservado con él, se topó con el enemigo en Tricamarón, a veinte millas, y atacó de inmediato, según había ordenado. El carácter de esta batalla fue inusitado. Los vándalos, aunque nuevamente contaban con gran superioridad numérica, permanecieron obtusamente a la defensiva, como si no fueran más que inexpertos reclutas de infantería. Juan de Armenia, a la cabeza de los mil coraceros restantes, trató de incitarlos a salir por medio de escaramuzas. Por último, viéndolos inmóviles y comprendiendo que habían perdido todo el coraje, se lanzó a la carga, desplegando el estandarte imperial. Por alguna razón supersticiosa, Gelimer había ordenado a sus hombres que descartaran lanzas y azagayas y pelearon solamente con espadas, lo cual los ponía en gran desventaja.
Pronto, Uliaris tuvo la buena suerte de matar a Zazo con su lanza; cuando se supo que había muerto, el centro vándalo se desperdigó y huyó del campo. Las alas lo siguieron en cuanto el ataque se generalizó, sin asestar un solo golpe. Por tratarse de una batalla que decidiría el destino de un vasto reino, fue notoriamente incruenta y unilateral, y duró apenas una hora desde el principio al fin. Nosotros perdimos cincuenta hombres, y ellos ochocientos. Nuestra infantería tampoco había participado esta vez, pues estaba a medio día de marcha. Llegó al caer esa tarde y se preparó para atacar el campamento vándalo, que era un vasto círculo de carromatos cubiertos, protegidos por una frágil empalizada.
Cuando el rey Gelimer vio que se acercaba nuestro cuerpo principal, tomó a su sobrinito predilecto, un hijo de Ammatas, que tenía seis años, lo sentó en la grupa, le dijo que se aferrara con fuerza, y huyó al galope con él, seguido por un cortejo de cuñados y primos y otros allegados, sin ofrecer siquiera una explicación o una disculpa a sus generales. Ante el contundente ejemplo de cobardía que les había dado su monarca, estos generales no pensaron en organizar la defensa del campamento. Escuadrón por escuadrón, el ejército se dispersó en todas las direcciones: el preludio vergonzoso de una escena vergonzosa.
Sin una estocada, capturamos el campamento y todo lo que contenía; los hombres rompieron filas y se lanzaron sin demora a echar mano de todo. Nunca se ofreció semejante botín a una tropa que se lo había ganado. No sólo había un botín en oro y joyas, tanto eclesiásticas como personales, y marfiles tallados y sedas en baúles, dentro de los carromatos, sino también un botín humano: las mujeres y niños vándalos, a quienes sus hombres había librado cobardemente a su destino. Ahora bien: Belisario dejó bien claro que aunque la vieja tradición militar daba a los vencedores de una batalla derecho a despojar el campo enemigo, colgaría o empalaría a cualquier hombre a quien hallara culpable de violación, que era una ofensa a las leyes de Dios. Belisario, como sabéis, tenía por costumbre hacer cumplir las órdenes de este tipo, y le bastaba con anunciar una reglamentación una sola vez; al contrario de Justiniano, su señor, quien a menudo proclamaba el mismo edicto una y otra vez porque, como carecía de resolución para castigar las infracciones, al menos así podía mantener los castigos frescos en la memoria de sus súbditos.
De modo que no hubo violaciones, en el sentido de que ninguna mujer fue forzada contra su voluntad. Pero hubo grandes demostraciones de amor entusiasta por parte de las mujeres mismas, muchas de las cuales eran muy bonitas y casi todas de modales delicados. Pues no tenían motivos para permanecer fieles a esposos que las abandonaban tan vergonzosamente. Más aún, adoptaron el criterio práctico de que, enfrentadas con la esclavitud, ya no tenían oportunidades de reiniciar jamás su cómoda vida en Cartago, interrumpida por esta desagradable campaña, excepto como esposas de nuestros hombres, los mejores hombres. Muchas de ellas tenían además hijos en quienes pensar. Daban por sentado, al igual que la mayoría de nuestros hombres, que, cuando las luchas hubieran concluido, el ejército invasor se transformaría en la aristocracia militar de África, despojando a los vándalos, hombre por hombre, de todas sus propiedades personales. El obispo de Cartago había alentado esta perspectiva en nuestros combatientes con un sermón en la catedral, comentando el texto del evangelista Lucas: «Cuando un hombre fuerte, armado, guarda su palacio, sus bienes están en paz. Mas cuando uno más fuerte viniere contra él, se quitará la armadura en la cual confiaba y dividirá sus despojos». La perspectiva de llegar a nobles en una tierra tan próspera y grata los deleitaba a todos, excepto a los masagetas.
Pero a mí me costaba decidir si era cómico o trágico ver a estas mujeres seleccionando apresuradamente esposos adeudados y ofreciéndose a ellos con promesas de tierras y ganado y elegantes casas amuebladas en Cartago como dote. Los hombres, excepto los godos tracios, no entendían una palabra de la lengua vándala. A menos que una mujer fuera particularmente atractiva o se ofreciera a un hombre con una provisión de oro y joyas en el regazo de la túnica, él se la quitaba de encima y buscaba algo más conveniente. En cuanto al número, había por lo menos una mujer vándala por cada hombre de nuestro ejército. Varias de las mujeres más modestas se apiñaron alrededor de mí porque era eunuco, con la esperanza de preservar la castidad y la libertad casándose conmigo. A mi ama también se le ofrecieron muchas mujeres como criadas. Ella había sido una de las primeras en entrar en el campamento; y se hizo de muchos tesoros tomados de los carromatos, con ayuda de los domésticos.
Con el pillaje y el tosco goce de placeres sexuales ofrecidos libremente, el ejército se desorganizó por completo. Si una sola partida de vándalos hubiera intentado recobrar el campamento dos horas más tarde, habría obtenido una fácil victoria. Nuestros soldados se habían llenado los yelmos con el vino dulce que iba en los toneles de los carromatos, y ahora vagabundeaban, riñendo, rapiñando, berreando canciones, vendiéndose mutuamente objetos poco manejables o indeseables por pequeñas cantidades de dinero, aceptando las caricias de las mujeres y, por último, merodeando fuera del campamento en busca del botín que quizá los fugitivos habían escondido en cavernas vecinas o bajo las rocas. Esta conducta desenfrenada continuó toda la noche. Belisario iba de un lado a otro con seis hombres leales y aplacaba la violencia, cuando la encontraba, con mano firme. Las tropas estaban tan cebadas por su repentina buena suerte, pues la mayoría se había vuelto rica de buenas a primeras, que todos estaban convencidos de que ahora podrían retirarse a vivir de sus ganancias sin más obligaciones militares. Cuando amaneció, Belisario trepó a un montículo en el centro del campamento, con mi ama a su lado, exigiendo disciplina en voz alta, y detallando los peligros de un contraataque. Al principio, no recibió ninguna respuesta. Luego tocó con sus propios labios «¡Reunid a los Blancos!» en una trompeta, y sus coraceros fueron recordando poco a poco que el castigo por ausentarse de una revista era una severa azotaina. De modo que, uno por uno, se reunieron a regañadientes, cargando el botín con la ayuda de sus nuevas familias. A sugerencia de mi ama, Belisario despachó un convoy con botín a Cartago, los bienes liados en bultos y apilados en los carromatos capturados: un carromato por cada media sección, y los cautivos de esa media sección caminando a la zaga, con un veterano responsable a cargo.
Luego envió a Juan de Armenia con doscientos hombres en persecución del rey Gelimer, con órdenes de traerlo vivo o muerto, dondequiera estuviese; y Uliaris, que estaba justamente orgulloso de haber matado a Zazo, se ofreció también como voluntario. Belisario organizó luego una revista general y amenazó con atacar a lanzazos a los soldados ebrios si no volvían a las filas; cosa que hicieron enseguida. Envió a la caballería a batir las inmediaciones en busca de vándalos; se encontraron miles en iglesias de aldea, donde se habían refugiado. Se les perdonó la vida y fueron conducidos a Cartago sin armas y bajo custodia de infantería.
Juan de Armenia y Uliaris persiguieron a Gelimer cinco días con sus noches rumbo a Hippo Regius, un puerto próspero, situado a unas doscientas millas al oeste de Cartago, y lo habrían alcanzado al día siguiente de no ser por un desdichado accidente. Al amanecer, Uliaris, sintiendo frío, bebió mucho vino para calentarse. Como tenía el estómago vacío, se embriagó y se puso a hablar y bromear de una manera necia y desenfadada. Un viejo sargento se lo reprochó y le dijo:
—Si tu señor Belisario te viera ahora, noble Uliaris, correrías peligro de morir empalado.
—¡Pss! —replicó Uliaris—. Un hombre no está ebrio si puede disparar rectamente. —Así diciendo, apuntó al primer blanco que se le presentó: una abubilla de plumaje moteado y cresta amarilla que estaba posada sobre un espino en un montículo cercano. La flecha partió siseando, y Uliaris vociferó—: ¿Así dispara un borracho? Como yo mismo dije a nuestro comandante, en Abidos, ningún borracho tendría que empuñar un arma.
Todos rieron, pues el tiro había sido muy largo. Pero la risa no duró mucho, pues del otro lado del montículo gritaron que había un hombre herido. Resultó ser nada menos que Juan de Armenia, y la flecha le había traspasado el cuello.
Así, la persecución del rey Gelimer terminó por un tiempo. Juan de Armenia murió pocos minutos más tarde en brazos de Uliaris, y Uliaris, abrumado por la vergüenza y el horror, huyó a refugiarse en la iglesia de una aldea cercana; de modo que los soldados quedaron sin oficiales. La muerte de Juan fue el primer gran dolor que sufrió Belisario, pero lo sobrellevó sin necesidad de lloriqueos al estilo vándalo. Cuando los soldados le comunicaron el remordimiento de Uliaris y las últimas palabras de Juan de Armenia —«Por amor de mí, queridísimo señor, te imploro que no tomes venganza sobre nuestro viejo camarada»—, perdonó a Uliaris. Juan de Armenia fue enterrado en ese lugar, y Belisario donó una asignación perpetua para el cuidado de la tumba. Uliaris nunca más probó el vino en el resto de su vida, excepto durante la ceremonia eucarística. Años más tarde, cuando terminaron sus días de campaña, se hizo monje, y sirvió a Dios en el monasterio de San Bartimeo, en Blaquernas, junto al Cuerno de Oro.
Belisario reanudó personalmente la persecución del rey Gelimer, quien estuvo a punto de escapar del África en una embarcación repleta de tesoros. Trataba de huir a España, donde tenía un aliado, el rey de los visigodos. Pero un viento contrario lo: obligó a regresar a Hippo Regius, y pidió refugio a una tribu de moros amigos en una escabrosa montaña llamada Pappua, no lejos de Hippo y frente al mar. La embarcación con los tesoros cayó en manos de Belisario, quien sin embargo no podía darse el lujo de esperar en las inmediaciones hasta completar el botín con la corona y persona de Gelimer. Lo necesitaban en otra parte. De manera que, tras recibir la sumisión de las autoridades locales de Hippo, buscó un soldado responsable para encomendarle el sitio de Pappua; y dio con su hermano de sangre Faras, quien se hizo cargo de la misión. Mientras Faras y sus hérulos acampaban al pie de la montaña e impedían la fuga de Gelimer, Belisario continuó la tarea de capturar y desarmar a los vándalos fugitivos en toda la diócesis. Reunió a los prisioneros en Cartago y los usó como obreros en, las fortificaciones.
También despachó expediciones a los diversos confines del Imperio Vándalo, para obtener nuevamente su lealtad, y engrosó su ejército con levas de africanos romanos. Despachó una expedición a Córcega y Cerdeña, que llevaba la cabeza de Zazo como prueba de que no mentía al declarar que había conquistado Cartago; y otra a Marruecos con la cabeza de Ammatas, quien había gobernado esa comarca; y otra a Trípoli; y otra más a las fértiles islas Baleares, ricas en aceite de oliva, almendras e higos. Todas estas islas o regiones se sometieron inmediatamente a su autoridad.
Sólo fracasó en Sicilia, donde reclamó en nombre de Justiniano el promontorio de Lilibeo como parte del Imperio Vándalo: aduciendo que había pasado a la corona goda en la dote que el rey Teodorico dio al rey Hilderico con su hermana. Los godos de Sicilia se negaron a entregar el lugar, aunque era bastante rocoso y desolado, y ayudaron a la pequeña guarnición vándala a echar a los hombres de Belisario. Luego, Belisario escribió una enérgica carta al gobernador de Sicilia, reafirmando el derecho inalienable de Justiniano a ese lugar, y amenazando con la guerra si rehusaban entregárselo; pues comprendía que una base en Sicilia sería una garantía contra una posible invasión de África por los godos. Menciono la cuestión de Lilibeo porque más tarde adquirió gran importancia política.
Permitidme cerrar este capítulo con la conclusión de la historia del rey Gelimer. Estaba, pues, con sus sobrinos y primos y cuñados en el monte Pappua, viviendo con los salvajes tribeños moros, sin posibilidad de que nadie acudiera al rescate: ¿había hombre más desgraciado en toda África? Pues si a los vándalos podía habérseles descrito como la nación más acaudalada del mundo, sus vecinos los moros se contaban entre los más pobres; vivían todo el año en casuchas subterráneas que eran sofocantes o húmedas según la estación. Dormían en el suelo, cada cual sobre una simple piel de oveja, y usaban la misma camisa tosca y el mismo albornoz con capucha en verano e invierno; y no vestían armadura digna de ese nombre y tenían escasas posesiones. Su dieta no incluía pan, vino ni aceite, y se limitaba a agua y hierbas y tortas de cebada sin levar preparadas no con harina molida sino con granos triturados en un mortero tosco y cocidas sobre brasas.
No es fácil subestimar los padecimientos de Gelimer y su familia. Estaban forzados a agradecer a sus amigos moros la mísera hospitalidad que les ofrecían; y como Faras mantenía una vigilancia estricta, no podían recibir provisiones. Pronto empezó a escasear la cebada. No tenían entretenimientos, ni baños, ni caballos, ni mujeres hermosas, ni música; y allá abajo, en la distancia, veían las murallas y torres blancas de Hippo Regius, y el óvalo del Hipódromo, y las naves que entraban y salían del puerto; y entre los oscuros retazos verdes, que eran huertos, brillaban pequeñas láminas de plata, que eran frescas piscinas.
Faras, hartándose del sitio, intentó asaltar el peñasco de la montaña; pero sus hérulos fueron rechazados con muchas bajas por la guarnición mora, que les arrojaba piedras. Decidió vencer a Gelimer por el hambre. Un día le escribió una carta en que decía lo siguiente:
Querido rey y señor, te saludo.
Soy un mero bárbaro y totalmente inculto. Pero estoy dictándole esto a un escriba que registrará fielmente lo que tengo que decirte, o eso espero. (De lo contrario, recibirá una buena zurra). ¿Qué demonios ocurre, querido Gelimer, que tú y los tuyos os quedáis encaramados a esa desolada piedra con un hato de moros pestilentes y desnudos? ¿Tal vez deseas eludir la esclavitud? ¿Qué es la esclavitud? Una palabra necia. ¿Qué hombre viviente no es esclavo? Ninguno. Mis hombres son mis esclavos en todo sentido menos de nombre; y yo lo soy de mi anda, Belisario; y él, del Emperador Justiniano; y Justiniano, dicen, de su esposa, la bella Teodora; y ella de alguien más, no sé quién, pero quizá de su Dios o algún que otro obispo. Baja, monarca del monte Pappua, y sé esclavo de Belisario, mi amo y anda, del Emperador Justiniano, esclavo de un esclavo. Sé que Belisario está dispuesto a perdonarte la vida y enviarte a Kesarorda [Constantinopla], donde te nombrarán patricio y te darán ricas propiedades y pasarás el resto de tu vida con todos los lujos, entre caballos y árboles frutales y mujeres de pechos opulentos y narices exquisitamente pequeñas. Confío en que él te dé su palabra, y una vez que tienes esa garantía, lo tienes todo.
Firmado:
X la marca de Faras, el hérulo,
quien te desea el bien.
Gelimer sollozó cuando hubo leído esta carta. Usando la tinta y el pergamino que Faras le había enviado previsoriamente con el mensajero, respondió concisamente que el honor le prohibía rendirse; pues la guerra era injusta. Rogaba a Dios que un día castigara a Belisario por las desventuras que había acarreado a los inocentes vándalos. Concluía: «En cuanto a mí, no puedo escribir más. Mi infortunio me ha hecho perder el seso. Adiós, pues, bondadoso Faras, y por caridad envíanos un arpa y una esponja, y una sola hogaza de pan blanco».
Faras leyó la frase una y otra vez, pero no atinaba a comprenderla. Luego el mensajero la interpretó: Gelimer deseaba experimentar de nuevo el olor y el sabor del buen pan, que hacía tiempo que no probaba; y la esponja era para tratar un ojo inflamado, pues los moros sufren de oftalmía, que es infecciosa; y el arpa era para dar acompañamiento musical a una elegía que había compuesto sobre sus infortunios. Luego, Faras, siendo hombre de generosos sentimientos, envió los regalos, pero no descuidó la vigilancia.
Un día, cuando llevaba ya tres meses de sitio, el rey Gelimer estaba sentado en una choza observando cómo una mujer mora, su anfitriona, preparaba una pequeña torta de cebada. Después de triturar la cebada y amasarla con agua y sobarla un poco, la puso a cocer en las brasas del fuego preparado con espinos. Dos niños, su sobrinito y el hijo de su anfitriona, estaban acuclillados junto a la fogata, ambos muy hambrientos. Esperaban impacientes a que se cociera la torta. El joven vándalo sufría mucho a causa de las lombrices, contagiadas de los niños moros, que despojan al estómago de su alimento y aumentan así su apetito natural. La torta estaba sólo a medio cocer, pero no pudo esperar más y la levantó de las cenizas, y sin limpiarla ni esperar a que se enfriara se la puso en la boca y empezó a comerla. El joven moro lo tomó del cabello, le dio un puñetazo en la sien y lo golpeó entre los hombros, haciéndole caer la torta de la boca; y luego se la comió.
Esto fue demasiado para el alma sensible de Gelimer. Inmediatamente tomó una vara puntiaguda y un trozo de piel de oveja, y tinta hecha de carbón pulverizado y leche de cabra, y le escribió nuevamente a Faras. Dijo que se rendía en los términos que le habían propuesto; pero que primero debía contar con la palabra de Belisario por escrito.
Así terminó el sitio, pues Belisario dio la palabra requerida y envió una escolta para acompañar a Gelimer. Gelimer descendió la montaña con toda su familia; y pocos días más tarde, en Cartago, encontró por primera vez a Belisario, quien salió a recibirlo en los suburbios.
Estuve presente en ese encuentro, como servidor de mi ama, y fui testigo del lamentable y extraño comportamiento del rey Gelimer. Pues cuando se acercó a Belisario, sonrió, y la sonrisa degeneró en una risotada histérica, y la risotada en llanto. También había lágrimas en los ojos de Belisario cuando tomó la mano al ex monarca y lo condujo a una casa vecina a beber un poco de agua. Lo tendió en una cama y lo confortó igual que una mujer conforta a un niño enfermo.