10

LA EXPEDICIÓN CONTRA CARTAGO

Justiniano planeaba ahora una gran expedición contra los vándalos, un pueblo que había viajado mucho y cuya ciudad capital era Cartago, en África del Norte; y, por insistencia de Teodora, nombró a Belisario único comandante.

Quiénes eran los vándalos y qué hacían en África, puede resumirse en pocas palabras. Eran un pueblo germánico, y según las primeras noticias que se tuvieron de ellos residían en las costas heladas del mar Báltico en la época en que Jesús estaba vivo en la tierra, entre los judíos. Emigraron al sur paulatinamente, hasta las ricas llanuras cercadas por los Cárpatos, donde crecieron en número mediante alianzas y matrimonios con las tribus hunas que ya ocupaban ese territorio. Cuando el emperador Constantino adoptó el cristianismo como religión estatal, los vándalos ya habían desbordado ese nuevo reino: a causa de la escasez de provisiones y la fertilidad de sus mujeres, una gran cantidad tuvo que adentrarse en el Imperio Romano en la zona del Alto Danubio, donde les dieron tierras y categoría de aliados, y aprendieron los métodos bélicos romanos. Dos generaciones después cruzaron de nuevo el Danubio e invadieron Germania, saqueando e incendiando a su paso, y marcharon hacia el norte. Planeaban invadir la isla de Britania, que los romanos acababan de dejar sin guarnición. En los puertos franceses había transportes suficientes, pero los vándalos no eran marinos experimentados, y el canal parecía demasiado difícil de atravesar. Así, dejando Britania a merced de los piratas sajones, invadieron en cambio Francia, cruzando el Rin la víspera de Año Nuevo, cuando estaba helado. Durante dos años asaltaron y saquearon en Francia, y luego se internaron en España, donde se afincaron en la zona más meridional y llamaron a su reino Andalucía. Pero pocos años más tarde fueron invitados a Cartago por el conde Bonifacio, el gobernador romano de África del Norte. Al conde Bonifacio lo habían acusado erróneamente de conspirar contra el Emperador y necesitaba aliados para salvarse de una muerte humillante: ofreció a los vándalos un tercio de las tierras de la zona de Cartago si acudían en su auxilio.

En España, los vándalos habían aprendido a navegar, aunque entre los romanos había una ley que condenaba a muerte a quien enseñara a cualquier bárbaro germano el arte de construir o pilotar una embarcación. De modo que cruzaron por mar desde una de las dos rocosas Columnas de Hércules, o sea Gibraltar para los españoles, a la otra, que es Ceuta para los marroquíes, y luego marcharon hacia el este a lo largo de la costa. En total eran doscientos mil, pero sólo cincuenta mil combatientes, ya que el resto eran mujeres, niños y ancianos; pues iban todos juntos y sólo unos pocos habían preferido quedarse atrás. Estos vándalos eran cristianos, pero como la mayor parte de las tribus germánicas, profesaban la herejía arriana. Ay, tendré que exponer una nueva teoría sobre la naturaleza del Hijo.

En la época en que los germanos fueron convertidos al cristianismo por un tal Ulfilas, un contemporáneo del Emperador Constantino que tradujo las Escrituras a la lengua gótica —todas menos los Libros de los Reyes, pues temía que inflamaran las pasiones bélicas de esos bárbaros—, el arrianismo era una herejía muy difundida y casi se había transformado en la doctrina ortodoxa de toda la Iglesia. Los germanos la aceptaron porque parecía un credo simple y primitivo que resumía su propia concepción de la Deidad. Los arrianos sostienen que el Padre es inconmensurablemente superior al hombre, y que no existe mediación real entre el Padre y el hombre: ni siquiera el Hijo, quien nunca conoció perfectamente al Padre, y mientras vivió en la tierra estuvo supeditado a todas las afecciones del hombre, como la furia, el dolor, la desesperación, la humillación, tal como en verdad lo describen los evangelistas. No obstante, el Hijo (según los arrianos) es una suerte de semidiós, no Dios, sino un ser intermedio, de sustancia diferente y del todo disímil a la del padre, que existía antes que el mundo se creara de la nada y se hizo hombre. Como los germanos ya creían en un Dios de poder inconmensurable y temperamento caprichoso, a quien llamaban Odín, y también en un semidiós y ancestro radical llamado Mann (que en germano significa «hombre»), que se originó prácticamente de la nada, el cambio de fe era más alteración de nombres que de creencias. Ahora accedían a abstenerse de los sacrificios humanos, pues (de acuerdo con la nueva fe) Dios los había prohibido desde tiempos del patriarca Abraham; pero continuaban enzarzándose en guerras y matanzas sangrientas. Pues aunque el buen Ulfilas había omitido los Libros de los Reyes de su traducción, había incluido el Libro de Josué, que cuenta cómo los judíos exterminaron despiadadamente a las tribus que encontraron en su «tierra prometida».

Para los vándalos, el África romana era también una tierra prometida, y se asemejaba a la antigua Canaán por sus viñedos, sembrados, plantaciones y ciudades amuralladas. Pero cuando la multitud en marcha ya estaba cerca de Cartago, el conde Bonifacio les informó fríamente que había cometido un error: el Emperador, o mejor dicho la Emperatriz regente, ahora confiaba otra vez en él, y no se necesitaban aliados vándalos; si le hacían el favor de regresar a Andalucía, él los resarciría por la molestia. Desde luego, se sintieron groseramente insultados y rehusaron largarse. De aliados se convirtieron en enemigos y derrotaron a Bonifacio en batalla; después de lo cual no ocuparon un tercio de las tierras de la región de Cartago, sino toda la diócesis de África, esclavizando a los habitantes.

La propia Cartago, que después de Roma era la mayor ciudad del Imperio de Occidente, resistió unos años. Pero pudo hacerlo porque recibía alimentos por mar y tenía murallas muy fuertes, y los vándalos carecían de la experiencia técnica necesaria para derribarlas; no porque sus habitantes fueran heroicos. Los siglos de paz, la riqueza del suelo y el calor enervante habían reblandecido a los africanos romanos. Más aún, estaban divididos entre sí por el cisma de Donato. Que, excepcionalmente, no se debía a una visión herética de la naturaleza del Hijo, sino a una disputa sobre la disciplina eclesiástica: los donatistas sostenían que la bendición impartida por un sacerdote que llevaba mala vida o había cometido algún acto impío, como la quema de un libro religioso por orden de la autoridad civil, no era bendición, y que ningún acto sacerdotal realizado por semejante persona tenía validez. Pero la teoría ortodoxa sostenía que el agua de la vida podía manar de las fauces de un perro muerto (así se lo expresaba) y, sin embargo, curar el alma. Los donatistas formaban una comunidad separada, aislándose de los ortodoxos para evitar que los contaminaran. Los vándalos pactaron una alianza con estos donatistas, pues momentáneamente les convenía: ellos también eran donatistas, a su manera arriana, dijeron.

El rey vándalo, el cojo Geiserico, que por alguna razón había nacido cristiano ortodoxo, era ahora arriano; y pronto empezó a perseguir a todos los no arrianos del África, fueran donatisas u ortodoxos o herejes de cualquier especie, con toda la violencia de un converso. Por último, tuvo bajo su poder a toda la diócesis de África y, como precaución contra una revuelta, desmanteló las fortificaciones de todas las ciudades, salvo Hippo Regius y Cartago, en las cuales apostó una numerosa guarnición. Luego incrementó su flota y empezó a capturar islas, entre ellas Cerdeña y las Baleares, haciendo incursiones en las costas de España, Italia e incluso Grecia. Su principal hazaña fue el saqueo de Roma, de donde, tras una permanencia de quince días, se llevó un inmenso botín, público y privado, incluyendo los áureos tesoros del templo de Salomón, que Tito había llevado a Roma siglos antes, y la mitad del techo del templo de Jove Capitolino, que era de fino bronce laminado de oro. Como ya he mencionado, fueron las depredaciones de Geiserico en Roma las que obligaron al abuelo materno de Belisario a cambiar Roma por Constantinopla.

El Emperador de Occidente —pues los Emperadores orientales de Constantinopla todavía tenían colegas en Roma en esos días— no podía oponerse a estos múltiples actos de piratería; pero Constantinopla despachó una expedición punitiva a Cartago. Estaba integrada por cien mil hombres a bordo de la flota de barcos más formidable jamás armada en el mar Mediterráneo; y no habrían tenido ninguna dificultad en vencer a los vándalos. Geiserico fingió la deferencia más absoluta ante el comandante, y obtuvo de él cinco días de tiempo para «preparar la ciudad para la rendición», según lo expresó. Luego reunió furtivamente sus fuerzas y en la cuarta noche envió brulotes contra la flota imperial, siguiéndolos con galeras armadas. Entre las abrasadoras llamas y los salvajes vándalos, los incautos romanos fueron totalmente destruidos. Sólo unos pocos buques destartalados y unos pocos cientos de soldados regresaron a Constantinopla. Este desastre ocurrió dos generaciones antes del reinado de Justiniano.

Desde entonces había habido varios sucesores de Geiserico, quien había decretado que entre sus descendientes el poder real siempre debía pasar íntegramente al varón superviviente de más edad. Esto era para impedir la división del reino, con el consiguiente debilitamiento de la autoridad central, y también los problemas que se presentan a menudo cuando se proclama una regencia por cuenta de un monarca niño. Así, el hijo mayor del rey no hereda a la muerte del padre, si había un tío o tío-abuelo con vida, sino que debía ceder la sucesión. Tal vez Geiserico no consideró concienzudamente que esta ley de sucesión tendía a favorecer a príncipes que descollaban más por su longevidad que por sus luces.

En tiempos del ascenso al trono de Justiniano, el rey vándalo era Hilderico. Había firmado una alianza defensiva con el rey godo que gobernaba Italia. (Para esta época, toda la región occidental del Imperio —aunque nominalmente bajo el dominio del Emperador oriental de Constantinopla, pues ya no había Emperador en Roma— estaba dominada por diversos aliados germanos, que hacían las veces de guarnición. Habían elegido las regiones más fértiles para instalarse, y eran todos arrianos). Hilderico también andaba en buenos términos con el Emperador de Oriente y continuaba enviando a Constantinopla el tributo anual de dinero aceptado por Geiserico en el tratado que ratificó sus conquistas. Era un hombre de edad, inepto para los asuntos públicos, y de temperamento casi tan receloso como el mismo Justiniano. La viuda de su predecesor aún vivía, y era hermana de Teodorico, el famoso rey godo. Había traído consigo, como dote, una guardia de seis mil jinetes godos y la soberanía del Lilibeo, que es un promontorio en Sicilia, a sólo cien millas de la costa de Cartago; y alguien aseguró a Hilderico que esta ex reina planeaba matarlo y entregar Cartago a los godos. Él la hizo encerrar en prisión y estrangular, y exterminó a los seis mil godos. Esto ofendió muchísimo a Teodorico: rompió su alianza con los vándalos, pero no quiso arriesgarse a lanzar contra ellos una expedición militar.

Justiniano era amigo personal de Hilderico, y frecuentemente se intercambiaban misivas y regalos. Hilderico había trabado amistad con Justiniano en Roma, en los tiempos en que era un rehén sin importancia en la corte de Teodorico; y Justiniano también apreciaba a Hilderico por su indulgencia con los católicos ortodoxos, pues los anteriores reyes vándalos los habían perseguido salvajemente. Cuando llegó a Constantinopla la nueva de que Hilderico había sido depuesto y encarcelado por su sobrino Gelimer, Justiniano lo tomó como un agravio. Pensó que había que darle una lección; pues él mismo había estado una vez en la misma situación que Gelimer, cuando su tío Justino empezó a chochear y durante dos años fue Emperador sólo de nombre. Consideraba que había elegido la senda de la virtud al contentarse con el título de regente en lugar de tomar el trono anticipadamente, y esto daba fundamento a sus protestas contra Gelimer. Le envió una carta moderada, según los usos diplomáticos, donde expresaba que si liberaba al anciano y le devolvía su dignidad real, Dios favorecería a Gelimer y Justiniano sería su amigo.

La excusa de Gelimer para encarcelar a Hilderico había sido la calumniosa acusación de que se había convertido secretamente a la ortodoxia y deseaba ceder el trono a Justiniano; de modo que no dio ninguna respuesta a la carta cuando los embajadores se la entregaron, excepto un ruido grosero con la boca. Hilderico fue trasladado a una mazmorra más oscura y desagradable que la anterior.

Justiniano le escribió de nuevo, esta vez con más firmeza, declarando que Gelimer se había apoderado del poder real por la violencia y debía esperar la retribución divina que atrae toda usurpación. Exigió que al menos enviara a Hilderico a Constantinopla para que terminara sus días en un cómodo exilio, y amenazó con declarar la guerra a los vándalos si no le obedecían.

Gelimer replicó que Justiniano no tenía derecho a inmiscuirse en la política interna del reino africano; que Hilderico había sido depuesto por traidor, una acción aprobada por el Real Consejo Vándalo de Cartago; y que antes de lanzarse a la guerra, Justiniano tendría que recordar lo sucedido con la última flota oriental que había visitado Cartago.

Justiniano no habría concedido al rey Cosroes cláusulas tan favorables en el tratado de paz, de no haber considerado previamente la posibilidad de retirar algunas fuerzas de la frontera persa para una expedición contra los vándalos. Pero cuando mencionó el proyecto a sus principales ministros, todos quisieron disuadirlo, declarando que era extremadamente arriesgado. No les faltaba razón a los ministros, cuyo portavoz era Juan de Capadocia, como comandante de la Guardia y ahora también intendente del ejército de las fuerzas imperiales. Cartago estaba a por lo menos ciento cuarenta días de viaje por tierra de Constantinopla. Transportar hasta allí una tropa adecuada por mar significaría la confiscación de gran cantidad de barcos; y ello perjudicaría enormemente el comercio del Imperio. Ya era bastante difícil reclutar tropas para defender las fronteras del norte y el este, para desperdiciarlas en guerras innecesarias en el otro confín del mundo. Aun cuando fuera posible derrotar a los vándalos, era estratégicamente desaconsejable ocupar África del Norte, a menos que uno también controlara Sicilia e Italia, lo cual era imposible para Justiniano. Además, el gasto de semejante expedición ascendería a millones. Juan de Capadocia también temía, aunque no lo mencionó, que Justiniano, en su afán por reunir el dinero necesario, revisara cuidadosamente las cuentas del despacho del intendente de ejército en el Ministerio de Guerra y encontrara evidencias de fraudes en gran escala.

Sus argumentos, sin embargo, disuadieron a Justiniano del proyecto. Todos respiraron aliviados, especialmente los funcionarios del Tesoro, quienes habrían sido responsables de recaudar enormes sumas con nuevos impuestos. Los generales también se tranquilizaron: cada cual había temido que por sus méritos los designaran comandante de la expedición contra los vándalos.

Entonces vino un obispo de Egipto, solicitando una audiencia inmediata en palacio, pues había tenido un sueño de cierta importancia. Justiniano lo recibió con su acostumbrada afabilidad y el obispo explicó que Dios mismo se le había aparecido en un sueño y le había ordenado recriminar al Emperador su indecisión: «Pues si él emprendiera esta guerra en defensa del honor de Mi Hijo, a quien esos impíos herejes arrianos niegan igualdad con Mi persona, Yo marcharé delante de sus ejércitos en batalla y lo haré amo del África». Es más que probable que este mensaje no haya manado de la Deidad, sino de un grupo de clérigos africanos ortodoxos, amigos de Hilderico, que habían huido de Cartago al ascender Gelimer al trono. Pero Justiniano creyó en él a pies juntillas, y aseguró al obispo que obedecería al momento la orden divina. Éstas eran, pues, las circunstancias en que llamó a Belisario, que había demostrado lealtad y coraje intachables en los Disturbios de la Victoria. Le dijo en presencia de Teodora:

—¡Afortunado patricio, a ti confiamos la captura de Cartago!

Belisario, a quien mi ama había advertido de lo que Justiniano se proponía realmente, repuso:

—¿Te refieres a mí sólo, Serena Majestad, o a una docena de comandantes con igual autoridad que yo? Pues en el primer caso, puedo ofrecer la gratitud; pero en el segundo, sólo real obediencia.

Justiniano estaba a punto de contestar con evasivas cuando Teodora interrumpió:

—No importunes al Emperador con preguntas innecesarias. Por cierto, su propósito es designarte a ti único comandante, ¿verdad, querido Justiniano? Narses, encárgate de que se redacte inmediatamente esa autorización y la traigan al Emperador para que la firme: que se describa al ilustre Belisario como vicerregente del Emperador. La gran distancia entre Cartago y la ciudad, lamentablemente, imposibilitará al Emperador ofrecer su consejo en asuntos urgentes, o ratificar las designaciones y tratados políticos relevantes con la celeridad necesaria. Escribe, pues, buen Narses: «Las órdenes del ilustre Belisario, comandante de Nuestros Ejércitos de Oriente, se considerarán como nuestras mientras dure esta expedición».

Justiniano parpadeó y tragó saliva cuando el asunto se dispuso de esta manera. Pero no se atrevió a volver a su plan original de un mando múltiple. Era políticamente adecuado, por cuanto ningún general podía aspirar a ganar toda la gloria y así rivalizar con él; pero habría sido desastroso desde el punto de vista militar, según se había demostrado en Persia en tiempos de Anastasio. Firmó la autorización.

Esto fue en otoño del año de Nuestro Señor de 532, pocos meses después de los disturbios, y el invierno transcurrió en medio de la realización de todos los preparativos necesarios. Mi ama se alegró de que la expedición no zarpara hasta la primavera, pues para Año Nuevo esperaba un hijo de Belisario y había decidido no permanecer en la ciudad cuando él partiera a la guerra. Se proponía encontrar una nodriza para el bebé y dejarlo a cargo de Teodora. Así lo hizo, y el bebé resultó ser una hija a quien llamaron Joannina. El Emperador y la Emperatriz fueron los padrinos ante la pila bautismal. Fue la única hija que mi ama dio a Belisario, y al cabo terminó defraudándolos.

Hubo agoreros sentimientos de zozobra en Constantinopla cuando se anunciaron los detalles de la expedición. Se cuenta que una noche el prefecto de la ciudad dijo a Juan de Capadocia, en el palacio:

—Temo que este desastre sea tan enorme como el que nuestros abuelos sufrieron en manos de Geiserico.

Y que Juan de Capadocia respondió animosamente:

—Es imposible. Pues en esa campaña perdimos cien mil hombres, ni uno menos; pero ahora he persuadido al Emperador de que envíe quince mil, y la mayor parte son infantes.

—¿Qué número de combatientes calculas que tendrá el ejército vándalo? —había preguntado el prefecto.

—Más de cien mil, contando sus aliados moriscos —habría respondido Juan de Capadocia.

—Varón entre los varones —había exclamado el prefecto, alelado—, ¿qué posibilidad de éxito puede tener Belisario, en tal caso?

—Un obispo tiene derecho a soñar —habría respondido Juan, encogiéndose de hombros. La frase llegó a ser proverbial.

La infantería era de buena calidad, integrada casi toda por montañeses de Isauria; Belisario los había entrenado en marchas y atrincheramiento, y en la utilización de armas. La caballería sumaba sólo cinco mil hombres, a causa de la dificultad para transportar caballos a mil quinientas millas de distancia. Pero entre ellos estaban los restos de los hunos masagetas que habían luchado tan admirablemente en Daras y a orillas del Éufrates, seiscientos en total (pues muchos de los heridos graves se habían recuperado); y los cuatrocientos hérulos de Faras; y el experimentado regimiento de Belisario, mil quinientos coraceros. El resto eran tracios que habían servido al mando de Butzes; pero Butzes se había quedado en la frontera persa. Belisario había confiado el mando de estos tracios a Rufino y a un huno masageta llamado Aigan, hijo de Sunicas, que Sunicas le había encomendado a Belisario cuando agonizaba en el campo de batalla. El jefe de la plana mayor de Belisario era un eunuco armenio llamado Salomón; no era eunuco por castración deliberada, sino a causa de un accidente que había sufrido cuando era un bebé de pañales, y había pasado toda la vida entre soldados.

Hacía falta una flota de quinientos transportes para trasladar este ejército a Cartago. Era el conjunto de embarcaciones más heterogéneo que se reunió jamás, con cargas que oscilaban entre las treinta y las quinientas toneladas. Las tripulaban unos treinta mil marineros, en su mayor parte egipcios y griegos del Asia Menor, al mando de un almirante alejandrino. Además de estos transportes, había una flotilla de noventa y dos galeras ligeras con una sola hilera de remos, todas con cubierta cerrada para protección de los remeros en caso de batalla naval. Había veinte remeros en cada galera, hombres de Constantinopla de la especie que llaman «infantes navales», quienes reciben un sueldo más alto que el normal porque en caso de emergencia pueden combatir en tierra. Juan de Capadocia fue el responsable de pertrechar esta flota, y se enviaron los oficiales a los campos de pastoreo reales de Tracia para reunir tres mil caballos y tenerlos preparados en Heraclea, en la costa septentrional del mar de Mármara, cuando la flota hiciera escala allí.

Al fin zarpamos, en el equinoccio de primavera. Belisario y mi ama recibieron una fastuosa despedida de Justiniano y Teodora, y una bendición del Patriarca de Constantinopla. Nos embarcamos en el puerto imperial, que está cerca del palacio, en el lugar donde el mar de Mármara se angosta en el Bósforo. Allí hay anchas escalinatas de mármol blanco, y suntuosas barcazas doradas, y árboles ornamentales de Oriente; y una grácil capilla donde se exhiben los auténticos pañales de Jesús, y un retrato de Él de mayor atribuido al evangelista Lucas. Domina el puerto un grupo escultórico, un toro peleando a muerte con un león. Lo miramos con supersticioso interés, pues el toro es símbolo de los ejércitos romanos, y el león lo es de los de África del Norte. Mi ama Antonina, sonriendo, dijo al prefecto de la ciudad, que estaba cerca:

—Apuesto cinco mil contra dos mil a que el toro sale victorioso. El león es poco musculoso, y el toro, aunque menudo, es de lidia.

Afortunadamente, Justiniano puso a bordo de nuestra embarcación, la nave insignia de la flota, a un joven tracio que acababa de convertirse a la fe ortodoxa. Pertenecía a una secta en vías de desaparición, los eunomianos, que se caracterizan por negar que el Hijo pueda ser Dios y eterno, dado que una vez fue engendrado: pues la generación eterna es, según dicen, una idea descabellada. Lo que es engendrado no puede ser uno con lo no engendrado; y viceversa. Lo no engendrado permanece eternamente no engendrado, y lo engendrado no puede negar el acto del engendramiento. Por lo tanto… Pero, de todos modos, este joven había renunciado a sus herejías y era ahijado de Belisario y de mi ama Antonina, y adoptó el nombre de Teodosio.

Era el hombre más apuesto que vi jamás, y he visto muchos. No tenía la estatura ni la magnífica musculatura de Belisario, pero su físico era fuerte y grácil y su rostro extremadamente expresivo. (El único defecto que pude encontrarle era una nuca un poco estrecha y con una profunda hendidura). Pero, aparte de esto, era el único hombre que había conocido mi ama capaz de compartir con ella sus charlas disparatadas. Belisario era sagaz, elocuente y afectuoso, y tenía todas las cualidades dignas de admiración en un hombre, y jamás hubo mujer tan afortunada como mi ama en la elección de su esposo. Era como el Sol que gira en los cielos, dando calor a criaturas y edificios; pero, como el Sol, su círculo no era completo, no podía iluminar desde el norte. Era una incapacidad vinculada con sus lealtades: la fe y la ignorancia ocupaban ese confín de su órbita. Pero Teodosio iluminaba desde el norte, como quien dice, con un fulgor risueño, cuyas características me cuesta mucho expresar. Sólo puedo decir que lo que le faltaba a Belisario, Teodosio parecía brindárselo a mi ama. Era muy poco en comparación con lo que tenía Belisario pero muy precioso para ella, pese a su irrelevancia.

Es casi imposible, en mi opinión, que un hombre ame a dos mujeres al mismo tiempo sin una secreta reserva mental, «prefiero a ésta». Pero una mujer si puede encontrarse en tal situación, como pronto descubrió mi ama, y ser la más feliz y también la más desventurada. Puede reconciliar a ambos en el corazón, pero en sus relaciones con ella cada cual ignora el amor por el otro. El hombre más digno (y mi ama jamás habría dudado, siquiera un momento, de que Belisario lo era) siente la tentación de tratarla hurañamente, por su incapacidad para comprender el fenómeno del resplandor desde el norte, y por su deseo de redondear una órbita amorosa completa. El otro está tan libre de los celos y los sentimientos intensos que toma ese amor por el otro con tan poca seriedad como el amor por él mismo. Su humor equitativo vuelve absurdas las emociones fuertes.

Fue la serena airosidad de Teodosio, por contraste con la profunda gravedad moral de Belisario, lo que por primera vez incitó a mi ama Antonina a asociarlos mentalmente. Sucedió el episodio de los hunos masagetas ebrios en Abidos; y luego el de la vasijas de agua, cuando nos aproximábamos a Sicilia. Ambos tienen que referirse detalladamente.

Después de embarcar los caballos tracios en Perinto, seguimos viaje por el mar de Mármara hasta llegar al Helesponto, y anclamos una noche frente a Abidos, con la intención de hacernos a la mar al amanecer de la mañana siguiente. Las corrientes son muy dificultosas allí, y hace falta una brisa favorable del nordeste para poder surcarías; pero a la mañana siguiente no había brisa, de modo que tuvimos que esperar cuatro días hasta que empezó a soplar. Los hombres, que gozaban de una licencia para desembarcar, se empezaron a aburrir: no hay mucho que hacer ni que ver en esa región, a menos que a uno le gusten las antigüedades; en tal caso, se puede cabalgar a lo largo de la costa hasta donde estaba Troya y, apeándose, correr alrededor de la tumba de Aquiles para tener buena suerte.

Los hunos masagetas llevaban una especie de levadura que echan en la leche de yegua para hacerla fermentar después de haberla batido, en el interior de una vejiga, golpeando el recipiente con un garrote hueco, para liberarla de las partes grasas. En Perinto habían comprado una cantidad de leche de yegua y le habían dado ese tratamiento, de manera que ahora era una bebida fuerte, que ellos llaman kavasse o kumys. Por deferencia a Aigan yo la probé una vez y la encontré demasiado picante para mi gusto, aunque el regusto que dejaba no difería mucho del de la leche de almendras; y parecía haber algo repulsivo en el hecho de que se extrajera de una yegua. Pero, como nosotros decimos cuando las costumbres ajenas no son las nuestras, «A cada pez su licor» y «Los cardos son lechuga para el asno».

Belisario ignoraba lo del fermento, y había tomado precauciones que él consideraba suficientes para evitar que los soldados se abastecieran de bebidas espirituosas al margen de la ración diaria de vinagre, que ellos mezclan con el agua para purificarla. Los hunos, pues, tuvieron su francachela en la costa, durante la cual uno de ellos ridiculizó a otros dos por desentonar en una balada; esos dos los mataron de inmediato. Belisario ordenó una corte marcial para los asesinos, quienes parecían tomar el delito muy a la ligera y alegaban la ebriedad como excusa: estaban dispuestos, dijeron, a pagar el acostumbrado dinero de sangre a los parientes del muerto. Pero Belisario sostuvo que matar a un camarada de armas camino de la guerra era una infamia incalificable. Preguntó a Aigan cuál era la muerte más ignominiosa que podía infligirse a un huno, y Aigan repuso «la muerte por empalamiento».

Los dos hunos fueron, pues, empalados en la colina de Abidos, para indignación de sus camaradas, quienes declararon que ellos eran aliados de Roma, no romanos, y que sus propias leyes no condenaban con la muerte el homicidio cometido bajo la influencia de la bebida. Belisario los hizo formar para una interpelación personal, y, lejos de disculparse, les dijo que ya era hora de que ese código bárbaro se revisara: la ebriedad era, en su opinión, un agravante, no un paliativo, y mientras sirvieran a sus órdenes tendrían que obedecer sus leyes. Les advirtió que no pasaría por alto ningún acto de violencia privada, ya se cometiera contra camaradas, prisioneros o civiles, a menos que pudiera demostrarse que había sido en defensa propia.

—Este ejército debe ir a combatir con las manos limpias.

Luego se adueñó del fermento, hasta el momento en que los hunos pudieran guarnecerse sin peligro en la Cartago capturada.

Esa noche, durante la cena, sus compañeros callaban. Belisario señaló con la cabeza hacia la colina y preguntó:

—¿Cuál es tu sincera opinión? ¿Y la tuya?

—Lo tenían merecido —repuso Juan de Armenia.

Rufino opinaba lo mismo, y Uliaris refunfuñó:

—Un hombre no debería empuñar un arma estando borracho.

Por último, Teodosio, cuando se le pidió un comentario, observó despreocupadamente:

—Tendría que haber habido un tercero, ¿verdad?

Mi ama fue la única entre los presentes que entendió la burlona alusión.

—No —respondió Belisario con seriedad—, los otros hombres del campamento no estaban implicados, a juzgar por las pruebas.

Pero mi ama miró a Teodosio y le dijo:

—Y si hubiera habido un tercero, tu padrino no lo habría recompensado con un trago de vino. —A lo cual Teodosio sonrió con gratitud, y no se dijo nada más; pero se establece un gran vínculo entre dos extraños cuando pueden realizar una broma privada sin que nadie, ni siquiera sus íntimos, sospechen que sus palabras tienen un segundo sentido. Pues Teodosio insinuaba algo como esto: que el monte sugería el Gólgota, el escenario de la Crucifixión, pero que en esa impresionante ejecución faltaba una tercera víctima, más flagrantemente inocente que las otras dos. La observación de mi ama sobre el vino era una alusión al piadoso soldado romano que permitió a Jesús beber vinagre del hisopo que le alcanzó con la punta de la lanza.

Teodosio no era persona de temperamento religioso. Su conversión a la fe ortodoxa obedecía a razones de conveniencia, como la de mi ama, y él nunca perdió de vista esa manera práctica y socarrona de tomar las cosas que siempre me ha parecido típica de los tracios. Podía detectar incoherencia y petulancia aun en los personajes más admirables, aunque él no se propusiera como paradigma moral. Sus emociones y pensamientos, al menos, le eran propios, no imitados de nadie; exteriormente, se atenía a las convenciones vigentes, aunque en privado no reconocía más autoridad que su propio criterio de lo decoroso.

En cuanto al incidente de los cántaros de agua: eso sucedió unas semanas después, camino de Sicilia. El viaje había sido mucho más largo de lo que habíamos esperado: pues, aunque desde Abidos habíamos tenido un viento fuerte y constante que nos impulsó por el Egeo hasta la misma Lesbos, allí se redujo a casi una calma chicha y tardamos tres semanas en bordear la costa meridional de Grecia. Más aún, la velocidad de toda la flota era la del barco más lento, pues Belisario insistió en que ninguna unidad se separara y llegara a Cartago antes que el resto de la flota, con lo cual no contaríamos con la sorpresa. Pintó las velas mayores de las tres naves guía, la nuestra y dos más, con anchas franjas bermellón como señal durante el día; de noche, usaba fanales de popa. Ninguna embarcación podía alejarse de su vecina más de un cable de distancia. A veces había unos cuantos topetazos y maldiciones y maniobras con garfios, pero ninguna nave perdió contacto ni embarrancó.

Luego, el viento cesó por completo y Belisario ordenó un desembarco general en Metona, una ciudad en el promontorio sudoeste de Grecia. Se realizó como una maniobra de práctica, con armadura completa, y los habitantes se alarmaron. Los hombres estaban bastante entumecidos para entonces, y también los caballos, de modo que las marchas y simulacros eran la orden del día hasta que el viento soplara de nuevo. El calor era aplastante en Metona. Las galletas para los soldados, que se habían traído en sacos desde Constantinopla, empezaron a ponerse mohosas y rancias. Belisario se valió inmediatamente de su mandato imperial para confiscar pan fresco en la vecindad, pero no lo consiguió antes de que quinientos hombres hubieran muerto de cólicos.

Investigó el asunto de las galletas y lo informó a Justiniano. Sus hallazgos eran: que las galletas habían sido suministradas por Juan de Capadocia en su calidad de intendente de ejército; que a causa de la pérdida de peso que el pan fresco sufre cuando se lo endurece para hacer galleta, el intendente de ejército había recibido por su contrato una cuarta parte más que por un peso equivalente de pan fresco, según la costumbre, además de una asignación por combustibles para el horneado; que no sólo había horneado el pan ligeramente, sin reducir por lo tanto el peso en el cuarto necesario, aunque aceptando que se lo pagaran como galleta de buena calidad, sino que también se había guardado la asignación para combustible, aunque el horneado parcial se había realizado gratuitamente en las calderas de los baños públicos. Justiniano felicitó más tarde a Belisario por el informe, aunque eximió a Juan de Capadocia (quien había encontrado un chivo expiatorio entre sus subalternos) de la sospecha de fraude deliberado.

Pero nadie, ni siquiera Juan de Capadocia, podía ser culpado por el efecto contaminante del calor en los toneles de agua dulce que embarcamos en nuestra siguiente escala, la isla de Zante. Nuestro viaje de Zante a Sicilia por el mar Adriático se prolongó dieciséis días por las calmas repentinas; y fueron días horribles, pues estábamos a mediados de junio y el calor era agobiante. En Metona, mi ama había tomado la precaución de enviarme a comprar en la plaza del mercado varias vasijas de vidrio como las que se usan para poner las aceitunas en salmuera, para que las llenara de agua potable y las guardara en la sentina de la nave, hundidas en arena hasta el cuello; era mi deber mantenerlas humedecidas con agua de mar. Como resultado, la gente de nuestra nave fue la única que tuvo agua no contaminada para beber; y esto turbó muchísimo a Belisario, quien se ufanaba de comer la misma comida que los hombres a su mando, y de beber la misma agua. Empeoró la situación el que la provisión de vinagre se hubiese agotado, a causa de la inesperada duración del viaje.

Belisario explicó la situación a sus oficiales y les pidió consejo. Destacó que no había agua pura suficiente para que fuera posible compartirla con la gente de las otras naves de la flota; tampoco podía compartirla con sólo dos o tres, pues crearía recelos. Quizá lo más noble fuera seguir el ejemplo del gran Catón, quien una vez, en una aplastante marcha por el África, reprochó a un soldado que trajera consigo un casco lleno de agua cuando el resto del ejército estaba sediento, y se lo arrojó al suelo; y el del rey David, de los judíos, que en una ocasión había hecho algo parecido con agua que le trajeron del pozo de Belén. Ahora bien, los lugartenientes de Belisario estaban todos fundidos en el mismo molde: eran heroicos y honorables hasta un grado que a veces me parecía extravagante. Todos estaban convencidos de que no debían beneficiarse gracias a la imprudencia de mi ama, sino vaciar las vasijas de agua en el mar. Naturalmente, ella se enfureció muchísimo. Al principio, nadie aceptó su argumento de que no sólo sería una tontería, sino un insulto a su persona, beber agua contaminada cuando ella se había tomado el trabajo de abastecernos de agua potable como cualquiera pudo haberlo hecho cuando tuvo la oportunidad. Teodosio se adelantó y le dijo:

—Madrina Antonina, si nadie más desea ser el primero en manchar un honor vacío bebiendo tu excelente agua, me ofrezco gustoso como víctima. Aquí está mi copa. ¿Puedo servirme? No me atreveré a acusar a mi padrino de deslealtad a su Emperador por arriesgarse a contraer disentería cuando la seguridad de la expedición depende a tal punto de su buena salud. Pero, al menos, recordaré a los presentes que las cinco vírgenes prudentes de la parábola evangélica no habrían sido alabadas si, al enterarse de que las cinco vírgenes tontas se habían olvidado de llenar las lámparas, hubieran derramado el aceite y no hubieran podido atender al Prometido a medianoche.

En un silencio de muerte, se llenó la copa y bebió, echando la cabeza hacia atrás; luego volvió a servir y ofreció la copa a Belisario. Belisario la tuvo un momento en la mano, reflexionando, y al fin dijo:

—Teodosio, tienes razón: el deber está antes que el honor. —Sorbió y le pasó la copa a Juan de Armenia y Aigan, quienes también bebieron. Así hubo otro vínculo entre Teodosio y mi ama, cuyo honor él había protegido a riesgo de perder el propio.

Anclamos en un sitio desierto, cerca del volcán Etna. Allí había agua, y pastos para los caballos, y todavía teníamos suficientes sacos de galleta de Metona para comer durante unas semanas. Pero Belisario necesitaba vituallas frescas, especialmente vino, aceite y verduras. Envió a su secretario, Procopio de Cesarea, en una galera ligera para que se aprovisionara de ellas en Siracusa, la capital, y nos las llevara al puerto de Catania, donde se podía anclar con más seguridad. Belisario sabía que últimamente se había firmado un pacto entre Justiniano y la regente goda de Italia, la reina Amalasunta (hija de Teodorico, cuyo joven hijo varón, Atalarico, ahora era rey), de acuerdo con el cual ella debía ofrecer un mercado abierto a sus ejércitos si pasaban por Sicilia. Amalasunta había firmado gustosamente el tratado, pues su posición política era precaria, y la amistad de Justiniano tenía peso.

El gobernador de Siracusa envió, pues, bordeando la costa, varias naves cargadas con las provisiones requeridas, y también partidas de caballos para reemplazar a los que habían muerto en el viaje. No habíamos perdido más, gracias al ingenioso modo de ejercitarlos a bordo ideado por Belisario: los hacía erguir en los pesebres con una cuerda bajo las patas delanteras, hasta que se afirmaban sobre las traseras. En esta posición coceaban y corcoveaban ferozmente intentando recobrar su postura natural, y así sudaban los malos humores. Procopio regresó con nuevas muy gratas de Siracusa. Un amigo de su infancia, un mercader de Cesarea de Palestina, acababa de recibir un cargamento de Cartago; y su agente informaba que no sólo los vándalos no sospechaban que se aproximaba una expedición, sino que recientemente habían despachado sus mejores fuerzas a Cerdeña, que pertenecía a sus dominios, al mando de Zazo, el hermano del rey Gelimer, para aplastar una sedición. Más aún, los nativos de Trípoli, el distrito costero que se extiende entre Cartago y Egipto, habían organizado una victoriosa revuelta contra los vándalos, quienes habían enviado también allí una fuerza naval.

Belisario decidió que no había más tiempo que perder. Zarpamos de Catania e hicimos escala en las pequeñas islas de Gozo y Malta (fue en Malta donde una vez naufragó el apóstol Pablo). Luego se levantó un poderoso viento del este; y a la mañana siguiente habíamos avistado el punto más cercano de la costa africana, un promontorio desértico llamado Capudia, ciento cincuenta millas al este de Cartago. En cuanto estuvimos en aguas bajas, plegamos las velas y anclamos. Belisario celebró una reunión general de oficiales en la nave insignia: el tema a tratar era si debíamos desembarcar allí y marchar a lo largo de la costa, protegidos por la flota, o continuar la travesía y bajar más cerca de Cartago.

El almirante egipcio habló primero, pues tenía una gran experiencia en la zona. Observó que Cartago estaba a nueve días de marcha a lo largo de una costa sin puertos naturales. Si la flota seguía el paso del ejército, manteniéndose cerca de la orilla, ¿qué sucedería si de pronto se levantaba una tormenta? Habría que afrontar dos alternativas igualmente peligrosas: la de ser arrastrados a la costa y estrellarse, o la de alejarse y perder contacto con el ejército. La costa prácticamente no tenía reservas de agua, el sol era abrasador, y las tropas —con equipo completo y cargando raciones— quedarían agotadas por la marcha. Por lo tanto, proponía que remontáramos la costa hasta llegar cerca de Cartago, donde había un gran lago, el lago de Túnez, que posibilitaría un anclaje perfecto.

Rufino, respaldando el criterio del almirante, recordó a Belisario que los vándalos podían reunir fácilmente un ejército cinco veces mayor que el nuestro; y que no tendríamos la protección de ninguna ciudad amurallada durante nuestros altos nocturnos, porque hacía tiempo que se habían desmantelado las fortificaciones de todas las localidades de la diócesis, salvo Cartago e Hippo Regius.

La opinión general de los presentes era que el plan del almirante era sensato, y que marchar despacio a lo largo de la costa implicaría arriesgarse a perder la ventaja de la sorpresa. Belisario aún se abstenía de opinar. Preguntó a los oficiales, uno por vez, si era verdad que sus tropas se habían negado absolutamente a librar una batalla naval si los vándalos les salían al encuentro.

Admitieron que algo se había hablado al respecto, porque los marineros siracusanos les habían contado patrañas terribles e inverosímiles sobre la flota vándala, diciéndoles que se componía principalmente de veloces quinquerremes de mil quinientas toneladas, que penetrarían en nuestra flota como el cuchillo en el queso cremoso. Pero juraron que ellos, personalmente, no tenían miedo y se comprometían a inducir a sus hombres a luchar tan valerosamente en el mar como en tierra.

—Camaradas —dijo luego Belisario—, confío en que no toméis mis palabras como las de un superior, ni imaginéis que las he postergado hasta el final para cerrar la discusión y obligaros a darme la razón. Ahora estamos al tanto de todos los factores principales del problema y, con vuestro permiso, los sintetizaré como un juez y daré mi veredicto. Pero no será necesariamente un veredicto definitivo. Si observáis alguna falla en mi razonamiento, seré el primero en considerar una enmienda.

»En primer lugar: al parecer, las tropas nos han advertido claramente que rehusarán luchar contra la flota vándala si nos sale al encuentro, pero se declaran más que dispuestas a lanzarse a cualquier batalla en tierra firme, sean cuales fueren las probabilidades. Sabéis tan bien como yo que es imposible forzar a nadie a pelear contra su voluntad; y, si al menos están dispuestos a pelear fieramente en tierra, creo que no podemos pedir más a soldados de tierra. Después: no estoy de acuerdo con la idea de que el factor sorpresa quede eliminado si desembarcamos nuestro ejército aquí. Si enviamos unas pocas galeras ligeras por delante, disfrazadas de piratas egipcias, para capturar a cualquier embarcación que encuentren, podemos proteger al grueso de la flota de toda observación. Análogamente, en tierra, nuestros exploradores a caballo pueden adelantarse e impedir que ninguna información sobre nuestra proximidad llegue a Cartago por la carretera. El argumento de que una tormenta puede desperdigar o hundir los barcos merece consideración. Pero, sin duda, si estallara una tormenta, sería más seguro tener las tropas y los caballos a salvo en la costa. Peor que una tormenta, desde el punto de vista militar, sería una calma chicha, pues daría a los vándalos tiempo para prepararse. El mapa me indica, además, que para llegar al lago de Túnez tendríamos que rodear el cabo Bon, al final de un largo promontorio con peñascos escarpados, y alterar repentinamente nuestro curso del nordeste al sudoeste. Si tuviéramos con nosotros la célebre bolsa de vientos de Odiseo, de modo que pudiéramos soltar primero uno y luego el otro, o si todos nuestros barcos fueran galeras, las cosas serían diferentes; pero pienso que no podemos arriesgarnos a ser demorados por la calma o un viento contrario en el momento de virar.

»Por lo tanto, mi consejo es que desembarquemos; que la flota nos acompañe lentamente hasta la península del promontorio, desde donde sólo faltan cincuenta millas por tierra hasta Cartago, pero ciento cincuenta por mar; que luego enfilemos en línea recta hacia Cartago, atravesando las colinas y rodeando el lago, y lo capturemos; y que la flota rodee el promontorio con la mayor celeridad posible y se reúna allí con nosotros en cuanto le demos la señal de que la necesitamos. En cuanto a las ciudades amuralladas: he entrenado a la infantería en el arte de preparar campamentos con trincheras, que en cierto sentido son mejores que las ciudades amuralladas, pues no presentan fastidiosos problemas civiles. Por último, tanto los hombres como los caballos deben recobrar la agilidad antes del combate: una marcha de nueve días es precisamente lo que necesitan. Todo plan tiene sus desventajas y sus peligros, pero la gran superioridad numérica de los vándalos sugiere que un plan tan insospechado como el que acabo de proponer es conveniente. Recordad, además, que los africanos romanos son ortodoxos y consideran opresores arrianos a los vándalos de Gelimer. Si nos comportamos con audacia y sensatez, tendremos a toda la población civil de nuestra parte y no sufriremos por falta de agua ni de provisiones.

Estos argumentos eran irrecusables. Desembarcamos todos, salvo una guardia de cinco arqueros por barco y las tripulaciones. No hubo manera de persuadir a mi ama Antonina de que se quedara en la nave insignia, pues era una mujer de inusitado valor.