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LOS DISTURBIOS DE LA VICTORIA

Belisario sólo regresó a la frontera persa diez años más tarde. De lo que sucedió en el este durante su ausencia, especialmente las nuevas desventuras que sufrió nuestra querida Antioquía, prometo un relato detallado cuando mi historia llegue a ese punto. Entretanto, bastarán unas pocas palabras. El rey Cabades murió, poco después del retorno de Belisario a Constantinopla, a la edad de ochenta y tres años, pero no sin antes ordenar una nueva incursión en nuestros territorios. Sus fuerzas eran tan poderosas que en la Armenia romana nuestros soldados tuvieron que refugiarse en sus ciudades amuralladas mientras los persas asolaban la región. La sucesión en el trono de Cabades se disputó luego entre tres pretendientes. Éstos eran Caus, el heredero legítimo; el tuerto Jamaspes, el segundo en edad, como regente en nombre de su hijo (ya que él no podía gobernar a causa de su deformidad); y Cosroes, el menor, a quien Cabades había nombrado en su testamento. Cosroes fue aclamado por votación del Gran Consejo y debidamente coronado. No tardó en acabar con sus hermanos, que se rebelaron contra él, y con todos sus herederos varones. Pero no se sentía seguro en el trono, ni siquiera después de esta degollina, y decidió llegar a un arreglo con Justiniano.

Los ojos gemelos del mundo, por lo tanto, firmaron de común acuerdo un tratado de Paz Eterna, según el cual todos los territorios conquistados por ambos bandos en las últimas guerras serían devueltos, y Justiniano pagaría a Cosroes una gran suma por el mantenimiento perpetuo de la guarnición persa de las Puertas del Caspio —unas ochocientas mil piezas de oro— y, sin desmantelar las fortificaciones de Daras, accedería a retirar su cuartel general de avanzada a Constantina, que estaba menos peligrosamente cerca de la frontera. Había también una condición curiosa: que los filósofos paganos que habían huido de Atenas a la corte persa al cerrar Justiniano la Universidad, cuatro años antes —el pobre Símaco estaba entre ellos—, debían tener permiso para regresar por un tiempo al Imperio Romano, sin temor a ninguna persecución, con el propósito de poner sus asuntos en orden y reunir una biblioteca de clásicos paganos para edificación de Cosroes. Justiniano accedió, feliz de haber asestado a los Antiguos Dioses el golpe de gracia, no sólo en Atenas, sino en la totalidad de sus dominios: por doquier había convertido sus templos venerables en iglesias cristianas y les había secuestrado los tesoros.

No hay más que decir sobre Persia. Pero Teodora tenía razón al temer problemas con las facciones, y Justiniano al consentir el retorno de Belisario; pues, de no ser por él, como mostraré, habría perdido seguramente el trono y casi seguramente la vida.

¿Debo repetir cuanto ya he dicho sobre la virulencia del odio entre Azules y Verdes? Preocupados ahora por controversias cada vez más enconadas sobre la naturaleza del Hijo, estaban concentrados en justificar una profecía evangélica. Pues, según el evangelista Mateo, Jesús dijo a sus doce apóstoles, cuando por primera vez los envió a predicar el cristianismo: «No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino la espada. Pues he venido para volver al hijo contra el padre, y a la hija contra la madre, y a la nuera contra la suegra. Los enemigos del hombre serán los miembros de su propio hogar». Y así era en muchos hogares cristianos de la ciudad. Quizá los hijos usaran la insignia Azul, y fueran ortodoxos y defendieran la doble naturaleza, mientras los padres y la nuera usaban la Verde y defendían la naturaleza única. Se arrojaban cacharros con agua hirviendo cuando se sentaban a comer, o emponzoñaban el vino; y blasfemaban muy doctamente. Si los Verdes levantaban la estatua de un auriga triunfante y le ponían la inscripción «Para gloria de Tal y Cual, vencedor de las apuestas inaugurales, y para mayor gloria del Cristo de una sola naturaleza», los Azules se reunían de noche y borraban la inscripción, decapitaban la estatua y la pintaban de azul; sin embargo, tal vez los Verdes se vengaran tratando de incendiar alguna taberna que los Azules usaran como cuartel general. No era seguro salir a la calle después de oscurecer, ni para los médicos que corrían a atender a los enfermos, ni para los sacerdotes que iban, más parsimoniosamente, a administrar el último sacramento a los moribundos, ni para los adúlteros que se veían de noche, ni siquiera para los parias más indigentes. Pandillas de jóvenes pendencieros merodeaban por las calles de noche, asesinando y asaltando indiscriminadamente, y la policía era comprada con sobornos o terror. La guerra afectaba incluso a los muertos. De noche se cavaban agujeros en las tumbas de facciosos difuntos, y a través de ellos se arrojaban tablillas de plomo para execrarlos: «Malos sueños, ruin Azul [o Verde], hasta el Día del Juicio. Sueña con victorias Verdes [o Azules], y despierta sólo para ser condenado a la perdición eterna».

Los Verdes habían sido sin duda la facción más fuerte en días de Anastasio, y habían gozado de sus reales favores, y habían tenido las mejores graderías del Hipódromo. Pero Teodora insistió en que Justiniano invirtiera esa situación. Ahora los Azules tenían las mejores graderías, y estaban favorecidos de todas las maneras posibles, mediante puestos políticos y cortesanos y asignaciones de dinero, y especialmente mediante protección legal, con lo cual se había frustrado al fin el monopolio Verde de la justicia en los tribunales inferiores. Imaginaréis que los Verdes no se rindieron a los Azules sin una oposición tenaz. Mientras ellos esgrimían el poder habían humillado bastante a los Azules; y los Azules cobraban ahora venganza, comportándose, lo admito, con más violencia y arbitrariedad de la que nunca habían mostrado los Verdes. Los robos con violencia se volvieron frecuentes a plena luz del día, y si mataban a un Verde y el asesino era arrestado por la policía, bastaba con que un funcionario Azul jurara en los tribunales que el Verde había sido el agresor: el acusado era liberado de inmediato bajo fianza. Era ilegal que los ciudadanos comunes llevasen armas, pero el decreto había perdido vigencia. Estaba de moda llevar, durante el día, chafarotes ocultos bajo la túnica, sujetos al muslo; durante la noche, todos portaban armas abiertamente. Como consecuencia de estos desórdenes callejeros, se pusieron de moda las joyas falsas: los ciudadanos importantes ya no lucían cinturones de oro incrustados de gemas ni anillos valiosos, sino que usaban bronce y cristal.

Justiniano tenía intención de acosar a los Verdes sólo durante un tiempo. Cuando los hubiera castigado bastante, les concedería igualdad con los Azules e intentaría preservar el equilibrio del poder entre ambos colores. Pero, entretanto, ser Verde resultaba bastante ingrato. Hubo deserciones en masa en favor de la causa Azul, y los Azules recibieron mucha ayuda de criminales, quienes confiaban en que una insignia Azul les daría inmunidad. Ahora se presenciaban escenas extraordinarias. Mujeres jóvenes se unían a las pandillas de facciosos y asesinaban y eran asesinadas junto con los hombres. (Debe destacarse que las mujeres sólo pueden tener un interés indirecto en las facciones: pues, desde los tiempos paganos, se les ha vedado presenciar las carreras del Hipódromo, a menos que fueran como en el caso de Teodora y mi ama Antonina, gente del Teatro). Luego hubo casos de hijos necesitados o codiciosos que chantajeaban a los padres prósperos. «Si no me dos cien piezas de oro iré esta noche con mi banda y te incendiaré el depósito». A decir verdad, cualquiera que guardara rencor a alguien que no fuera conocido como Azul lo denunciaba como Verde. La hora de los asesinatos se había adelantado, del anochecer a la media tarde; los jóvenes matones se ufanaban de poder eliminar a un peatón de un solo tajo, como los verdugos profesionales. Fue un año especialmente funesto para los usureros: las pandillas los visitaban en sus despachos, en representación de deudores de la facción, y a punta de daga los obligaban a devolverles los pagarés. También las mujeres y las adolescentes, aun en las clases superiores, tuvieron que someterse a los deseos amorosos de los jefes de las pandillas, y de hecho hubo casos de violación pública cometida en las calles por grupos facciosos, como en una ciudad bárbara capturada. Para colmo, Justiniano instituyó una cacería de herejes contra los Verdes; de manera que los sacerdotes y los monjes empezaron a lucir la insignia Azul y a intervenir en la política de facciones. Estas cacerías de herejes se usaban como excusa para disolver monasterios ricos y secuestrarles los tesoros.

Muchos Verdes prominentes huyeron de la ciudad a zonas distantes del Imperio, lejos del alcance de Justiniano, e incluso cruzaron la frontera rumbo a territorio persa o bárbaro. Yo no podía apiadarme de ellos, pues la crueldad de los Verdes había ocasionado la mísera muerte de mi amo Damocles; y además, simpatizaba con la Emperatriz por vengar la injusticia cometida por los Verdes contra su familia cuando ella era sólo la pequeña Teodora, la hija del maestre de osos. Pero Juan de Capadocia, quien hacía tiempo había abandonado a los Verdes y era ahora un Azul encumbrado, era el principal instrumento de Justiniano en las persecuciones religiosas. Aunque no era soldado, lo habían designado Comandante de la Guardia. Colmó el tesoro con los despojos de los monasterios, enriqueció más que nunca reteniendo parte de sus botines, y se complació observando cómo torturaban a los desdichados herejes. Juan aparentaba muchísimo respeto por Teodora, pero ella lo trataba con amable desdén, y mi ama Antonina no necesitaba que la incitaran a seguir su ejemplo. Teodora no ignoraba, desde luego, de que Juan de Capadocia la calumniaba ante Justiniano.

—Tendré la paciencia de esperar veinte años, si hace falta —le confió a mi ama—, como el elefante de Severo.

El elefante de Severo es conmemorado por una estatua cercana a la Galería Real, casi frente a la entrada principal del Hipódromo. Había esperado veinte años para apresar a cierto cambista de dinero por cuyo testimonio habían encarcelado al amo en una prisión para deudores, donde había muerto. Por último, mientras marchaba en una procesión, el animal había reconocido al cambista en la multitud alineada en la calle y tras apresarlo con la trompa lo había pisoteado hasta matarlo. Las investigaciones demostraron que el cambista había sido un ladrón y un perjuro, de modo que se erigió una estatua en honor del elefante, representándolo con el amo sentado sobre el cuello. El lema es: «Al fin será vengado». Muchos de los que sufren injusticias privadas y públicas se consuelan con el mensaje del elefante.

Quizá deseéis saber más sobre Justiniano como Emperador, sobre su conducta. El hombre era un hatajo de contradicciones: la mayoría de ellas, sin embargo, podían explicarse como resultado de grandes ambiciones en conflicto con la cobardía y la mezquindad. Justiniano deseaba, al parecer, hacerse recordar como «Justiniano el Grande». En verdad, su talento habría estado a la altura de esa meta si hubiera sido un poco menos necio. Pues era increíblemente culto, industrioso, sagaz y accesible, y no se entregaba a la ebriedad ni a la lujuria. Por otra parte, era el hombre más indeciso que jamás conocí, y tan supersticioso como una viuda beata. Había en él algo inexpresable que a uno le ponía la piel de gallina; fuera lo que fuese, es cierto, que no era grandeza, sino una especie de llama diabólica. Había decidido, después de estudiar los libros de Historia, que a los soberanos se los honra como «Grandes» por cuatro razones principales: por triunfos en la defensa de su patria y las conquistas en el extranjero, por imponer la uniformidad legal y religiosa a los súbditos, por construir grandes obras públicas, por la piedad personal y la severa reforma moral. Decidió esmerarse en esos aspectos.

Empezó por el terreno legal con una recodificación de las leyes, y admito que era algo muy necesario. No existía ningún código uniforme, sino una serie de códigos simultáneos, todos contradictorios, anticuados y abstrusos, de modo que un juez no podía tomar una decisión justa, salvo en casos muy simples, aun con buena voluntad. Los industriosos funcionarios judiciales de Justiniano ordenaron ese fárrago en un sistema único, bastante inteligible y no del todo contradictorio, pero hacerlo requirió no menos de tres millones de renglones escritos. ¡Si tan sólo él y sus jueces y abogados y la población en general hubieran estado a la altura moral de esa tarea formidable! Trató de lograr la uniformidad religiosa mediante la eliminación de las herejías; pero en este sentido no era coherente porque, por miedo a Teodora, perseguía principalmente a judíos, samaritanos y paganos de las sectas menores de los maniqueos, sebelianos y otras parecidas, pero permitía que las herejías monofisita y nestoriana siguieran propagándose mientras no existieran pruebas de una conexión con la política de la facción Verde. No sólo prosperaron en provincias, sino que Justiniano permitió que misiones en el extranjero las exportaran a Etiopía y Arabia. Sus grandes obras públicas consistieron ante todo en la construcción y restauración de monasterios e iglesias. Éstas eran, desde luego, inútiles para el Imperio (excepto en un vago sentido espiritual) y no podían compararse con la edificación y remodelación de acueductos y carreteras y puertos y depósitos de grano, a los cuales nunca prestó tanta atención. En cuanto a sus planes de conquista, en los cuales hizo de Belisario su instrumento principal, pronto habré de comentarlos detalladamente.

Las reformas morales fueron en general inspiradas por Teodora, y eran extremadamente severas. Hacía muchísimo tiempo que una mujer realmente capaz no ocupaba una posición tan poderosa como la de Teodora. La culpa era de la Iglesia, que —habiéndose originado en Oriente, donde las mujeres son poco más que pasatiempos o esclavas o bestias de carga— propendía a aislar a las mujeres de la vida pública y a no darles ninguna educación digna de ese nombre. En tiempos de los paganos, la Emperatriz era con frecuencia la segunda mandataria del Estado, y actuaba como un freno poderoso de los caprichos del Emperador, y esto era posible porque la habían criado en una atmósfera libre y educada, no confinándola severamente en los aposentos de las mujeres hasta que decidían casarla con un hombre a quien nunca había visto, como ahora se acostumbraba con las mujeres de las clases superiores. Teodora no era un títere de los sacerdotes. Conocía el mundo, y comprendía a los hombres y la política, tanto laicos como eclesiásticos. Dominaba a Justiniano tan absolutamente como cuentan que la gran Livia dominó a Augusto, el primer Emperador de los romanos.

Teodora decidió devolver gradualmente a las esposas la poderosa posición que habían perdido. Esta intención explica la legislación de Justiniano, que ella patrocinó, contra las prostitutas y sodomitas. Mientras los esposos tuvieran libertad para buscar placeres en burdeles públicos o con sodomitas pomposos, a sus esposas les costaría manejarlos. La Asociación de Alcahuetes, antes bajo protección imperial, se disolvió; y la alcahuetería se convirtió en trasgresión criminal. La sodomía se castigaba ahora con la castración, y también se apresó a muchas prostitutas comunes de las que cobran unos pocos céntimos y son conocidas como «la infantería». Teodora llamó a esas infortunadas «un agravio permanente a la dignidad de las mujeres». Les dio tres meses para volverse respetables mediante el matrimonio; luego, si aún se obstinaban en no casarse, las arrestaban de nuevo y las encerraban en el llamado Castillo del Arrepentimiento, en la costa asiática del Bósforo. (Muchas de las quinientas mujeres confinadas allí se mataron arrojándose desde las murallas del castillo, incitadas por la aflicción y el tedio). Pero a quienes optaban por el matrimonio, Teodora les ofrecía una dote, y muchas se beneficiaron de su generosidad. No obstante, no molestó a «la caballería», como llamaban a las prostitutas más expertas, quienes se administraban por su cuenta, poseían joyas valiosas, y estaban organizadas en un gremio. Las empleó como agentes secretos, y les conseguía buenos médicos cuando se ponían enfermas.

Fue una época mala para los esposos. Teodora dejó bien claro que las esposas ya no estaban obligadas a vivir más castamente que ellos. Si un esposo había estado retozando con prostitutas —y prácticamente todos lo hacían en un momento u otro—, la esposa estaba en absoluta libertad de gozar con amantes. Si el esposo se enfurecía con ella, la esposa podía apelar inmediatamente a Teodora y acusarlo a su vez de crueldad, o incapacidad para mantener a la familia, o algo por el estilo; y Teodora nunca dejaba de respaldar esa acusación, aceptando sin cuestionamientos la versión de la esposa. Con frecuencia, un esposo celoso tenía que pagar una multa equivalente al doble de la dote de la esposa; que luego le era entregada a ella en la corte, menos una pequeña deducción por costas. También era probable que lo azotaran y normalmente lo encerraban unos días en prisión. Después de un tiempo, los esposos pusieron mucho cuidado en lo que hacían, y poco en lo que hacían las esposas. El azote era un látigo de cuero de cinco cuerdas con punta de hierro en el extremo de cada cuerda; y los esclavos públicos pegaban duro.

Como buen ejemplo de la conducta de Teodora hacia los esposos, permitidme describir cómo le fue al hijo del maestre de oficios. Deseaba casarse con una prima segunda; pero Teodora, quien había resuelto desposarlo con la hija de Crisómalo, le dijo que era imposible: desaprobaba matrimonios entre primos. Él tuvo que ceder, naturalmente, pues Teodora era para la corte lo que una vieja abuela para los miembros de una gran familia rural. Era afortunado al casarse con la hija de Crisómalo, quien era joven y bonita e inteligente; pero después de la boda confió a un muchacho que la muchacha había sido «manoseada». Lo cierto era que Crisómalo, aunque nominalmente cristiana, se atenía a las costumbres de la familia, la cual, a causa de sus conexiones con el Hipódromo, era pagana. Así que la muchacha, en vez de regalar al esposo una doncellez intacta, se había sometido a la tradicional ceremonia pagana de la desfloración, es decir, la introducción del falo de piedra de una imagen priápica para propiciar la fertilidad. La queja del recién casado llegó a oídos de Teodora, quien se enfureció.

—¡Qué ínfulas se dan estos jovenzuelos! —exclamó—. ¡Supongo que él nunca en su vida manoseó a ninguna muchacha! ¡«Manoseada», vaya! —Luego dio órdenes de que los sirvientes lo mantearan, tal como los escolares vanidosos e impopulares son manteados camino de la escuela por sus compañeros. Y después del manteo, lo apalearon.

Teodora, como nos lo recuerda la historia del elefante de Severo, nunca perdía oportunidad de cobrar una vieja deuda. El patricio Hicébolo fue uno de los primeros en pagar los malos tratos que había infligido a Teodora: lo trajeron de Pentápolis bajo la acusación de sodomía, para ser juzgado por la misma Teodora, lo condenaron (no sin justicia) y lo sentenciaron a la castración. Murió por envenenamiento de la sangre después de la operación.

También debería contar aquí (a causa de las consecuencias) la cómica historia de Hipóbates, el viejo senador que una mañana se presentó a la audiencia de Teodora para pedir justicia contra el esposo de Crisómalo, uno de los caballeros al servicio de la Emperatriz, quien le debía dinero. En los viejos tiempos, este Hipóbates había ido una noche al establecimiento en compañía de un amigo, nada menos que el demarca de los Azules. Se suponía que debía elegir a una de las mujeres, mientras el demarca elegía otra, pero por alguna razón no se sentía de ánimos para gozar de compañías femeninas. Entonces, en vez de confesar llanamente —como lo habría hecho un hombre de honor— que era cristiano, o impotente, o que prefería el otro sexo, o lo que fuere, se puso a buscar defectos en los encantos físicos que se le ofrecían. Indaro era demasiado alta y de hombros demasiado cuadrados, dijo, y Teodora demasiado esmirriada y de boca demasiado grande; y mi ama era pelirroja, algo que no aguantaba, y tenía «cara de azadón». No recuerdo cuál era el defecto de Crisómalo, tal vez la nariz ganchuda. Como era un sátiro viejo y odioso, a todas les tranquilizó el no tener que recibirlo. No obstante, no tenía derecho a criticar a las damas de esa manera, y sus comentarios provocaron resentimiento. Era una lástima que lo hubiera presentado el demarca, con quien las damas debían mantener las mejores relaciones; de lo contrario, lo habrían castigado en las formas humillantes que acostumbraban.

Teodora supo de antemano que Hipóbates venía a pedir el dinero, de modo que había preparado todo cuidadosamente para la recepción. Él entró con el semblante muy alterado, y se arrastró abyectamente para besarle los pies, y fingió sollozar. No creo que se diera cuenta de que Teodora la Emperatriz era Teodora la cortesana, a quien una vez había insultado. Ella le preguntó amablemente cuál era su problema. Él empezó con un gimoteo de mendigo más que inconveniente.

—Oh, Esplendor, es muy penoso para un patricio estar sin blanca. Mis acreedores me siguen, o llaman constantemente a mi puerta, y apenas tengo un mendrugo en casa. Te suplico, graciosísima y adorable Emperatriz, que persuadas a tu servidor de que me pague el dinero que me debe.

—Oh, excelentísimo e ilustre Hipóbates… —empezó Teodora. Desde detrás de las cortinas un oculto coro de eunucos, dividido en dos semicoros, prorrumpió en un cántico suave:

Primer semicoro:

¡Excelente Hipóbates, tienes la cabeza calva!

Segundo semicoro:

¡Excelente Hipóbates

tienes mal aliento!

Todo el coro:

Tienes gran barriga,

excelente Hipóbates…

¡Calva, mal aliento,

y también barriga!

Teodora se volvió a mi ama:

—Querida Antonina, ¿has oído un ruido extraño?

—No, Esplendor

—¿Y tú, Crisómalo?

—Nada en absoluto, Majestad.

—Debió de ser un canturreo en mi cabeza. ¡Continúa, Hipóbates!

Hipóbates, sin atreverse a comentar lo que había oído, reanudó nerviosamente su petición.

—Si un patricio como yo se queda sin dinero, aunque no sea por su culpa, se avergüenza de mencionar a sus acreedores un hecho tan absurdo. Al principio, no querrían creerle. Cuando al fin vieran que es un mendigo, tendría que sufrir la humillación social, además de la bancarrota; y la humillación social, como bien sabes, adorable Soberana…

—Oh, excelentísimo e ilustre Hipóbates… —empezó de nuevo Teodora. Y de nuevo el coro empezó a cantar, esta vez un poco más alto:

Primer semicoro:

¡Excelente Hipóbates,

tienes joroba!

Segundo semicoro:

¡Excelente Hipóbates,

tienes hernia!

Todo el coro:

Tienes hemorroides,

excelente Hipóbates…

¡Hernia, joroba,

y también hemorroides!

—Crisómalo, ¿has oído algo?

—No, Esplendor.

—¿Y tú, Antonina?

—Ni un murmullo, Majestad.

—Podría haber jurado que oí un ruido. ¡Pero continúa, Hipóbates!

Y pese a todo, él tuvo que fingir que no había oído nada. Cada vez que reanudaba su petición, el coro lo interrumpía, y cada vez los versos eran más ofensivos. Por último tuvo que desistir, retirándose desencajado y frenético, pero con la obligatoria y serena reverencia.

La consecuencia fue que los acreedores, quienes originalmente habían puesto a Teodora sobre aviso, se volvieron más insistentes que nunca, hasta que Hipóbates tuvo que acudir a su viejo amigo, el demarca de los Azules, quien envió un grupo de facciosos para proteger la casa de Hipóbates. Siguió una refriega en la cual los acreedores, que eran Verdes, resultaron muertos y varios Azules heridos. Las nuevas del disturbio llegaron a palacio, y Juan de Capadocia, sabiendo que Hipóbates había caído en desgracia ante Teodora, pero sin advertir que algunos de los contendientes habían sido enviados de cuarteles militares Azules, pensó que halagaría a Justiniano si intervenía en nombre del orden público. Despachó a la escena del enfrentamiento una numerosa partida de guardias, quienes arrestaron a Azules y Verdes indiscriminadamente, varios de cada color. Se celebró un juicio apresurado, cuatro de ellos fueron sentenciados a la decapitación por llevar armas, y tres a la horca por intento de homicidio; y todos marcharon a la ejecución.

Sucedió que la cuerda de la horca no era demasiado resistente. Se partió dos veces, bajo el peso de un Verde y el de un Azul. Estos miserables cayeron al suelo y los dieron por muertos, pues se pensó que tenían partido el cuello. Esa noche, sin embargo, algunos monjes fueron a buscar los cuerpos y los encontraron aún con vida; los trasladaron al Hospital de San Lorenzo, donde se recuperaron. Este hospital era un santuario. Pero Juan de Capadocia los arrestó de nuevo, violando el derecho de asilo, y los encerró en la Prisión Estatal (la cual, junto con los cuarteles policiales, comprendía un ala entera de la Morada de Bronces, en el lado más próximo al Hipódromo).

El demarca de los Azules tomó entonces una decisión excepcional. Se dirigió sin vacilar al cuartel general de los Verdes con una bandera de tregua, y en una entrevista con el demarca de los Verdes sugirió una acción conjunta contra la policía, que había osado interferir en la riña tradicional entre ambos colores. El demarca de los Verdes accedió de buena gana a declarar una tregua temporal. Se acercaba el trece de enero, la fecha de las carreras de Año Nuevo. Acordaron que, después del acostumbrado saludo de lealtad a Justiniano cuando entrara en el Hipódromo, todos, Azules y Verdes por igual, reclamarían la libertad de los prisioneros, cuyas vidas Dios había salvado por milagro, y la destitución de Juan de Capadocia, a quien los Azules detestaban por haber cambiado de bando y envidiaban por su fortuna, y a quien los Verdes odiaban como traidor y opresor. Así se hizo, y pienso que Teodora tuvo algo que ver en la conspiración. Pero Justiniano lo tomó con mucha calma y no dio ninguna respuesta a la petición, que se repitió durante todo el día, cada vez que concluía una de las veintidós carreras.

Los dos demarcas acordaron luego una acción más enérgica y un santo y seña común para las dos facciones, «¡Victoria!». Esa noche, después de las carreras, rodearon la prisión estatal y exigieron la entrega de los dos hombres arrestados en el hospital. No recibieron respuesta, de modo que prendieron fuego al porche con antorchas. Las llamas se propagaron y destruyeron el ala entera, dependencias policiales incluidas. La mayoría de los prisioneros fueron rescatados, pero varios guardianes de prisiones y policías murieron quemados. Los guardias, que simpatizaban con los revoltosos, no intervinieron. Sus aposentos, en el centro de la Morada de Bronce, no habían sido atacados.

A la mañana siguiente, Justiniano decidió continuar las carreras como de costumbre, sin darse por enterado de los ultrajes cometidos; pero los facciosos rodearon el palacio, exigiendo la destitución de Juan de Capadocia, de Triboniano, el jefe supremo de justicia, y del prefecto de la ciudad. Como no recibieron respuesta, y no llegaban guardias ni policías para dispersarlos, los facciosos comprendieron que gozaban de plena libertad para despacharse a gusto. Primero, apilaron bancos de madera traídos del Hipódromo contra varios edificios públicos y les prendieron fuego. Luego, amparados por el humo y la confusión, se dedicaron alegremente a asesinar, asaltar, violar y saquear. Los Azules recalcitrantes demostraron cierta preferencia por dañar propiedades Verdes, y los Verdes recalcitrantes por dañar propiedades Azules; pero la mayoría de los revoltosos no tenía predilecciones especiales en la elección de las víctimas, a causa de la tregua. El santo y seña era, como he dicho, «¡Victoria!», y es cierto que ambos colores combinados obtuvieron una gran victoria sobre la ciudad. Pronto el distrito central estuvo en llamas en varios lugares; las brigadas contra incendios no intentaron extinguir los focos, pues muchos de sus integrantes estaban dedicados al pillaje. Las llamas se propagaron sin que nadie las contuviera. Afortunadamente, no soplaba viento, pues de lo contrario habría ardido toda la ciudad. Hubo una estampida general hacia los muelles, donde la gente ofrecía sumas exorbitantes a los barqueros para que la cruzaran a la orilla asiática.

Yo estaba como de costumbre en nuestro aposento palaciego, atendiendo a mi ama Antonina, y debo confesar que todo el mundo estaba aterrado, pese a la serena, por no decir despectiva, conducta de Belisario. Llegaron órdenes imperiales de que nadie debía abandonar el palacio bajo ningún pretexto. Era obvio que hacía tiempo que se hubieran requerido medidas enérgicas, pero Teodora no pudo persuadir a Justiniano, quien estaba orando en su capilla privada. Juan de Capadocia había desaparecido y, por lo tanto, los guardias en la parte intacta de la Morada de Bronce, no tenían instrucciones. No obstante, la chusma los habría asesinado si hubieran intentado intervenir. Belisario conservaba aún el cargo de Comandante de los Ejércitos de Oriente, pero no tenía autoridad en la ciudad. Cuando mi ama lo incitó a ofrecer a Justiniano sus servicios y los de sus coraceros —estaban acuartelados a poca distancia—, él rehusó: como servidor del Emperador, no debía hablar a destiempo, sino aguardar órdenes.

No llegó ninguna orden. Justiniano era terco como una mula; oraba con fervor y aseguraba a Teodora que el cielo proveería.

Por último, el quince de enero, Justiniano se decidió a terminar con los desórdenes. Apeló para ello a los escrúpulos cristianos de sus súbditos. Envió una delegación de obispos y sacerdotes con estandartes y una partida de reliquias sagradas —un fragmento de la Cruz Verdadera, y el auténtico cuerno del macho cabrío del patriarca Abraham, que sonará el Día del Juicio, y el cayado con forma de serpiente de Moisés, que obró milagros en Egipto y el Sinaí—, y además los huesos de Zoe, la virgen y mártir, y de otros mártires de menor importancia. Pero no hubo milagro, y el clero tuvo que retirarse hasta el palacio Dafne, perseguido por una copiosa lluvia de piedras y ladrillos. Justiniano estaba observando desde un balcón y exclamó:

—¡Protegedlos, pronto! ¡Qué alguien salga a protegerlos! —Salió Belisario, satisfecho de contar con una oportunidad para actuar, al mando de una partida de cuarenta godos de Tracia que estaban permanentemente apostados en las columnas de Dafne; y ahuyentó a los revoltosos, matando a varios, de modo que los sacerdotes regresaron con las reliquias intactas.

La acción de Belisario enardeció a las facciones, que ya estaban totalmente desbocadas. Al día siguiente, Justiniano envió un heraldo a la Plaza de Augusto para anunciar que Juan de Capadocia había renunciado al mando y que el prefecto de la ciudad y Triboniano, el jefe supremo de justicia, también estaban destituidos de sus cargos. (Triboniano había estado tan ocupado en su tarea de recodificar las leyes, que no había tenido tiempo suficiente para supervisar la administración de justicia). Pero esta concesión ya no bastaba para restaurar la paz, especialmente porque la tregua entre los facciosos había cedido ante conflictos por el reparto del botín, y la causa Verde había revivido con inesperado vigor. El diecisiete de enero habían saqueado e incendiado las iglesias de Santa Sofía y Santa Irene, y la Galería Real, que era una célebre biblioteca que contenía, entre otras curiosidades, las obras completas de Homero escritas en los intestinos de una serpiente de cuarenta yardas de largo, y los baños de Zeuxipo, situados entre la Morada de Bronce y el Hipódromo, y las Arcadas de los Orfebres, y la Calle Principal hasta la altura de la Plaza de Constantino. Así se destruyeron gran cantidad de tesoros. Los domésticos observábamos los incendios desde una ventana alta y no nos atrevíamos a acostarnos de noche por miedo a morir quemados.

No fue sino hasta el quinto día de los disturbios, que era el dieciocho de enero, que Teodora logró persuadir a Justiniano de que entrara en el Hipódromo y apelara públicamente a la paz. El Hipódromo se extiende paralelamente al palacio, en la pendiente que baja hasta el mar de Mármara. En la punta norte hay dos torres, y caballerizas, cocheras y salas para los actores, y en lo alto, a un costado, en el lugar desde donde se tiene el mejor panorama de la línea de salida, el palco real rematado por los caballos dorados traídos de Quíos. Al palco se llegaba por una arcada privada desde el palacio de Dafne, bordeando la iglesia de San Esteban, de modo que Justiniano no tuviera que aventurarse en la vía pública. Aferrando un ejemplar de los Evangelios, se presentó en el palco real, ante el Hipódromo atestado, e inició una de esas exhortaciones paternalistas a la paz y a la concordia, combinadas con vagas promesas, que suelen surtir efecto después de un disturbio, cuando la fogosidad popular empieza a aplacarse y las personas más reflexivas han comenzado a calcular los daños. Pero fue absolutamente inútil, porque le faltaba el respaldo de una demostración de fuerza. De las graderías Azules partieron hurras poco entusiastas, mezclados con silbidos, pero los Verdes, que volvían a estar en ascenso, pues muchos desertores habían regresado a su vieja facción, prorrumpieron en aullidos de execración. Arrojaron piedras y otros proyectiles contra el palco real, como una vez en tiempos de Anastasio, y Justiniano se marchó precipitadamente mientras la turba abandonaba el Hipódromo para perseguirlo. La guardia de godos tracios se retiró del palacio y se unió a sus camaradas de la Morada de Bronce. La chusma saqueó y quemó el extenso bloque de edificios palaciegos adyacentes a la iglesia de San Esteban, donde residían los eunucos del Servicio Civil.

Ahora bien, el quizá más indigno de los indignos sobrinos de Anastasio, todos los cuales habían confiado en sucederlo en el trono antes que Justino lo usurpara, era Hipacio. Había servido bajo Belisario en Daras, y no precisamente con gloria —fue su escuadrón el que perdió las trincheras del ala derecha, cuando cargaron «Los Inmortales»—, pero al menos había que concederle que su ambición no superaba su capacidad. En cuanto se iniciaron los disturbios, se presentó modestamente a Justiniano, con su hermano Pompeyo, para decirle que los Verdes se le habían acercado para ofrecerle el trono; pero que él se había negado con indignación a respaldar cualquier movimiento a su favor, y que para demostrar su lealtad ahora se ponía a disposición de Justiniano. Justiniano lo alabó y le agradeció, aunque no atinó a comprender por qué confesaba francamente que le habían ofrecido el trono, a menos que lo hiciera en un intento de quedar libre de sospechas para adueñarse del poder supremo en cuanto se presentara una oportunidad favorable. Pero después de este ataque al palacio, Justiniano les ordenó, a él y a Pompeyo, que se marcharan al momento si no querían ser ejecutados por traidores. En cuanto oscureció, se marcharon a regañadientes, y lograron entrar en sus casas sin que los vieran. Lamentablemente, de alguna manera se difundió entre los Verdes la noticia de que Hipacio estaba fuera del palacio. Rodearon su casa, forzaron la entrada, y lo llevaron en triunfo hasta la Plaza de Constantino. Allí, en el centro de una multitud apretujada y aullante, lo proclamaron Emperador y lo coronaron con un collar de oro a falta de diadema, aunque el resto de los emblemas estaba a mano, pues habían saqueado el palacio. Hipacio realmente no quería aceptar el trono; y su esposa María, una cristiana piadosa, se retorcía las manos y gemía que se lo estaban arrebatando para llevarlo a la muerte. Pero no había manera de disuadir a los Verdes.

Representantes Verdes fueron a la Cámara del Senado y exigieron un juramento de lealtad a Hipacio. Los senadores (como siempre ocurre en casos así) no deseaban comprometerse. Sus lealtades estaban divididas; aunque la mayoría eran Azules confesos, muchos eran secretamente Verdes y añoraban los «buenos tiempos de Anastasio», como los llamaban, y despreciaban al advenedizo Justiniano. Se refugiaron en su palabrería retórica, sin llegar a ninguna decisión. En palacio también había un grupo de senadores reunidos, todos Azules y muy asustados. Justiniano mismo temblaba de miedo y preguntaba a todo aquel que encontraba —hombre, mujer o eunuco; patricio, plebeyo o esclavo— qué tenía que hacer. Se llamó apresuradamente a consejo. La mayor parte de esos despreciables cobardes aconsejaron la fuga inmediata, aduciendo que obviamente no podían depender de la Guardia Palaciega y que los Verdes dominaban ahora la ciudad. Sólo Belisario, con Mundo, propició una resistencia enérgica contra los rebeldes. (Mundo era Comandante de los Ejércitos de Iliria, y casualmente había llegado dos días antes a la ciudad en busca de remontas para su caballería).

Teodora entró en la Cámara del Consejo sin que la invitaran. Su desprecio y furor eran tan despreciables que no sólo el mismo Justiniano, sino todos los presentes, hubieran preferido morir cien veces a enfrentarse a esos ojos llameantes.

—Esto es cháchara, cháchara, cháchara —dijo—, y como mujer discreta protesto y exijo que se tomen de una vez medidas enérgicas. Éste es ya el sexto día de disturbios, y cada día me han asegurado que «el problema se solucionará», y que «Dios proveerá», y que «se están tomando todas las medidas posibles», y otras pamplinas por el estilo. Pero aún no se ha hecho nada, salvo hablar y hablar y hablar. Obispos enviados con estúpidas reliquias. Los Evangelios esgrimidos en la cara de una enorme multitud de cerdos impíos… ¡y luego echamos a correr cuando ellos gruñen y chillan! Pareces casi resuelto a huir, Justiniano el Grande. ¡Pues bien, lárgate! ¡Pero enseguida, mientras todavía tienes un puerto privado y barcos y tripulaciones y dinero! Pero, si te vas, recuerda: nunca podrás regresar a este palacio, y al fin te cazarán y te darán la vergonzosa muerte que mereces. No te queda ningún sitio seguro al cual escapar. Ni siquiera podrías refugiarte en la corte persa: porque una vez, oponiéndote a mis consejos, ofendiste mortalmente a Cosroes, quien ahora es rey, negándote a adoptarlo como hijo. Pero márchate, te digo, márchate, prueba suerte en España o Britania o Etiopía, y mi desprecio vaya contigo. En cuanto a mí, nunca me separaré de esta púrpura, ni sobreviviré al día en que mis súbditos dejen de dirigirse a mí con la totalidad de mis justos títulos. Apruebo el viejo refrán: «La realeza es una bella mortaja». ¿Qué estás esperando? ¿Un milagro del Cielo? ¡No, recógete el manto y huye, pues el Cielo te aborrece! Yo me quedaré aquí y afrontaré el destino que me exija mi dignidad.

Luego, Mundo y Belisario se pusieron a las órdenes de Teodora, pues nadie más parecía inclinado a dárselas. Justiniano vestía hábito de monje, aparentemente por humildad, pero en verdad para contar con un disfraz si atacaban nuevamente el palacio. Estaba orando fervientemente en la capilla real, el rostro cubierto con la tosca cogulla parda. En ese momento llegó un inesperado mensaje de Hipacio para Teodora: «Nobilísima dama, ya que el Emperador sospecha de mí y se niega a ayudarme, te suplico confíes en mi lealtad y envíes soldados para liberarme de este dilema». Inmediatamente, Teodora ordenó a Belisario que se pusiera a la cabeza de los guardias, rescatara a Hipacio y lo llevara de vuelta a palacio. Belisario llamó a los hombres de su regimiento, que estaban acampados en el terreno del palacio, y Mundo llamó a su escolta de hunos hérulos. Juntas, las dos fuerzas no sumaban más de cuatrocientos hombres, pues la mayor parte de las tropas de Belisario estaban prestando servicio entre las fuerzas imperiales y se encontraban en Tracia, al mando de Juan de Armenia, colaborando en la recaudación de impuestos. Belisario pidió a Mundo que llevara a sus hunos por el tortuoso callejón llamado «El Caracol» hasta la Puerta de la Muerte, en el sudeste del Hipódromo, por donde antes se retiraban los cadáveres de los gladiadores. Allí debía esperar órdenes. Luego, Belisario, con su gente de a caballo, atravesó los terrenos de palacio hasta el final de la Calle Principal, donde está la Cámara del Senado, y giró a la izquierda hacia las puertas de la Morada de Bronce. Al no encontrar centinelas fuera y ver las puertas aún cerradas, golpeó con el pomo de la espada y gritó:

—Soy Belisario, Comandante de los Ejércitos de Oriente. ¡Abrid en nombre de su Sagrada Majestad, el Emperador Justiniano!

Pero no recibió respuesta. Los soldados, igual que el Senado, preferían esperar los nuevos acontecimientos. Las puertas eran de bronce macizo y difíciles de forzar, de modo que, tras llamar por segunda vez, Belisario regresó al palacio e informó a Teodora que los guardias no estaban disponibles. Ella le dijo que hiciera lo que pudiera con los pocos hombres que tenía a disposición.

Decidió ir más allá de la iglesia de San Esteban, ahora también quemada, hasta el palco real. Para ello tendría que atravesar las ruinas de la Residencia de los Eunucos, que todavía estaba ardiendo. De vez en cuando se desmoronaba una pared o estallaba una llamarada repentina. El humo aterró a los caballos, que se negaron a seguir, de modo que Belisario ordenó desmontar y enviarlos de vuelta a palacio. Humedeciéndose las capas y cubriéndose las caras, sus hombres cruzaron de a dos y de a tres, y llegaron a la Arcada Azul del Hipódromo (está adornada con lapislázuli puro), que sube paulatinamente hasta el palco real. Era peligroso forzarla: eso significaría abrirse paso luchando escaleras arriba, en la oscuridad y en un pasaje angosto, y quizá les enviaran una multitud de Verdes para atacarlos por la espalda. Belisario ordenó regresar. Esta vez condujo a sus hombres hasta la entrada principal del Hipódromo, en el lado norte, entre las torres.

Ignoro qué estuvieron haciendo los Verdes en el Hipódromo todo este tiempo, pero sé que el demarca y el demócrata de los Verdes pronunciaron orgullosos discursos, mientras los Azules presentes escuchaban en hosco silencio. Ahora era evidente que los Verdes habían logrado elegir un Emperador de su propio color; y el demarca Azul se arrepentía profundamente de haber concertado una tregua con ellos. De pronto se elevó un griterío y vieron entrar a Belisario en el Hipódromo, espada en mano, a la cabeza de sus soldados vestidos con cota de malla. Belisario se volvió a interpeló a Hipacio, que estaba sentado en el palco:

—Ilustre Hipacio, has tomado el asiento del Emperador; y no tienes derecho a ocuparlo. Él te ordena que regreses inmediatamente a palacio y te pongas a su disposición.

Para sorpresa general (pues sólo los líderes de la facción sabían que era monarca muy a su pesar), Hipacio se levantó obedientemente y se dirigió a la puerta del palco; pero el demarca de los Verdes, que estaba sentado a su lado, lo obligó brutalmente a sentarse. Entonces una multitud de Verdes empezó a amenazar a los hombres de Belisario, quien se lanzó al ataque. Ellos aullaron y retrocedieron desordenadamente. Eran sólo una turba de holgazanes de ciudad, y sus armas servían para asesinar, no para luchar; más aún: no vestían armadura. De manera que los doscientos hombres de Belisario, con armadura completa, eran un rival formidable para esos miles. Entretanto, Mundo, que esperaba frente a la Puerta de la Muerte, oyó el rugido de la alarma adentro, y comprendió que la gente de Belisario estaba combatiendo. Arremetió con sus hunos contra los Verdes, quienes saltaban a la arena por encima de las barreras, y los mató por veintenas. Algunos de ellos trataron de refugiarse en los pedestales de las estatuas alineadas a lo largo de la barrera central —la del Emperador Teodosio con la servilleta en la mano, y las tres grandes serpientes enroscadas, traídas de Delfos, que una vez sustentaron el trípode de la sacerdotisa, y las estatuas de aurigas famosos, incluyendo una de mi ex amo Damocles, recientemente instalada allí por Teodora—, pero estos fugitivos pronto fueron derribados y liquidados. Luego, los Azules, que estaban sentados todos juntos, como era su costumbre, se unieron a la refriega. Conducidos por dos sobrinos de Justiniano, se lanzaron hacia el palco real y, tras una enconada pelea, mataron al demarca Verde y a sus hombres, capturaron a Hipacio y a Pompeyo y los entregaron a Rufino, quien asistía a Belisario. Rufino los condujo al palacio bajando por la escalera angosta y atravesando la Arcada Azul.

Entonces, los Verdes se recobraron de la sorpresa y empezaron a luchar desesperadamente. Belisario y Mundo tuvieron que seguir matando metódicamente, hasta que una vez más esos rufianes vestidos de seda, con sus mangas abullonadas y sus cabelleras largas y engomadas, retrocedieron presa del pánico. Por último, Belisario logró conducir pacíficamente a algunos hombres hasta la Puerta Norte y apostar a otros en las puertas restantes; y Mundo también reagrupó a los hunos. Pero no había modo de contener a los Azules, quienes no se aplacarían hasta aniquilar por completo a los Verdes. Belisario y Mundo no juzgaron oportuno interferir: se quedaron aparte y observaron hoscamente la carnicería fratricida, tal como uno observaría una batalla entre grullas y pigmeos, quizá con mayor simpatía por los pigmeos, casi tan inhumanos como las grullas, aunque de aspecto no menos grotesco. Cuando fue indudable que los Azules habían obtenido una buena victoria (en nombre del Hijo de doble naturaleza y su Vicerregente, el Emperador ortodoxo), Belisario volvió a palacio para recibir nuevas órdenes, y Mundo con él. Pronto mi ama pudo abrazar a su querido esposo, aunque estaba salpicado de sangre. Pero una horda entera de Azules de los suburbios, donde ese color era muy fuerte, llegó luego con toda clase de armas e irrumpió en el Hipódromo para colaborar en la matanza. Los había armado Narses en el arsenal, tras sobornar al demócrata de los Azules para que pidiera voluntarios contra el usurpador Hipacio. Los seguían los guardias de la Morada de Bronce, ahora igualmente ávidos de mostrar su lealtad a Justiniano mediante un exterminio de Verdes.

Treinta y cinco mil Verdes y unos cientos de Azules murieron ese mismo día, y muchos más quedaron gravemente heridos. La multitud también había atacado las cuadras Verdes, matando palafreneros, desjarretando caballos y quemando carros. Luego se inició una furiosa cacería de Verdes irredentos en toda la ciudad, y a la mañana siguiente no quedaba un hombre ni una mujer que luciera la odiada insignia.

Cuando llevaron a Hipacio y a Pompeyo ante Justiniano, el Emperador dijo a Belisario:

—Excelente, pero debiste atrapar más pronto a estos traidores, antes de que nos incendiaran media ciudad. —Luego los sentenció a muerte; un acto canallesco, como Teodora le dijo en la cara. Pero la respuesta de él fue suave como de costumbre. ¡Qué personaje era, aun en aquellos días!

Así terminaron los llamados Disturbios de la Victoria, y con ellos, al menos por un tiempo, la disputa entre Verdes y Azules. Los Verdes estaban absolutamente desbaratados, y Justiniano sacó partido de esa feliz circunstancia, prohibiendo por edicto las carreras de carros en la ciudad. Sin embargo, renacieron pocos años después; de modo que la facción Verde también renació. A fin de cuentas, los Azules no podían competir consigo mismos. En unos años, los Verdes se habían vuelto tan pendencieros como antes, reuniendo bajo la protección de su color a todos los elementos de la ciudad hostiles al Emperador y la fe ortodoxa; y una vez más hubo pandillas callejeras al caer el sol.

Belisario siempre fue neutral: Blanco, como en sus días de escuela; pero mi ama Antonina era Azul, a causa del mal infligido a su padre, y a causa del viejo establecimiento, y a causa de Teodora, que era su amiga jurada.