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LA BATALLA INNECESARIA

Esta victoria dio a mi ama Antonina ocasión de viajar a Daras: la Emperatriz Teodora la envió a Belisario con una carta de felicitación personal y presentes. Como era natural, el Emperador Justiniano también envió una carta y presentes, pero ignoraba que Teodora hacía lo mismo, pues ella no se lo había confiado. Las dos misiones partieron independientemente. Los presentes de Justiniano eran: un manto ceremonial exquisitamente trabajado con gruesas hebras de oro y perlas; y un misal iluminado encuadernado en marfil labrado; y una valiosa reliquia: el cuenco que usaba para mendigar el ciego San Bartimeo, a quien, de acuerdo con el evangelista Marcos, el Salvador devolvió la vista. Este cuenco, que Justiniano había recibido entre los tesoros de un monasterio recientemente cerrado a causa de su inmoralidad, era de madera de olivo agrisada por el tiempo. No estaba adornado, como suele ocurrir con esas reliquias, con metales preciosos y gemas, sino que era un simple cuenco como los que todavía usan los mendigos en los atrios de nuestras iglesias y en nuestras plazas. Alrededor del borde habían tallado las palabras griegas «Pobreza y Paciencia». En la carta, de puño y letra de Justiniano, había grandes alabanzas a la destreza militar de Belisario y a su lealtad a la causa imperial, y la exhortación a repetir sus actos gloriosos bendecidos por Dios, si alguna vez los paganos persas se atrevían nuevamente a violar nuestra frontera. Pero al mismo tiempo Justiniano aconsejaba la mayor economía en el ejército: mientras continuara la presente escasez de soldados, la incitación a la paciencia tallada en la reliquia sagrada debía observarse religiosamente.

El representante de Justiniano en esta ocasión fue Narses, el chambelán. Frente a Lesbos, la nave en que él viajaba alcanzó a la nuestra, y Narses invitó cortésmente a mi ama a reunirse con él. Narses era un personaje pequeñín, de repulsiva fealdad; nativo de la Armenia persa, tenía fama de ser el hombre más sagaz de Constantinopla y era, desde luego, un eunuco. Mi traviesa ama, para aliviar el tedio del viaje, que duró tres semanas, empezó a acicatear a Narses llamándolo «traidor a su sexo». Pues, según oí que una noche le susurraba a su doncella, Macedonia:

—No muestra ninguna de las características típicas de un eunuco: lascivia, sentimentalismo, cobardía, amor por la controversia religiosa. No manifiesta la menor inclinación a peinarse el hermoso cabello rojizo ni a acariciarme los bonitos pies, y ni siquiera parece envidiar mi hermosura; que es el rasgo más sobresaliente de un eunuco.

(He omitido mencionar que, no sólo en virtud de los costosos tratamientos brindados por peluquero, quirópodo, manicura y demás, sino por sus dotes naturales, mi ama era conocida ahora como una de las tres mujeres más bellas de Constantinopla; y el primer lugar era desde luego inalcanzable, pues estaba reservado para la Emperatriz).

Narses hablaba con gran sentido práctico del problema de la defensa fronteriza, y el reclutamiento y el aprovisionamiento, y cuando se dirigía a la escolta de guardias daba órdenes claras y abruptas en una muy buena imitación de la voz militar, lo cual hacía sonreír un poco a mi ama. Esa sonrisa ofendía a Narses, y se lo dijo con toda franqueza.

Ahora bien, los eunucos somos una característica sobresaliente de la civilización romana oriental, y cumplimos una función muy útil en ella. Mi historia personal fue excepcional, pues la mayor parte de los eunucos se importan cuando jóvenes de las costas del mar Negro, cerca de Cólquida, y se educan en una escuela palaciega especial en las tareas de Servicio Civil Imperial, que está casi totalmente controlado por eunucos. Nuestros Emperadores aprendieron de la corte persa que, como los eunucos no pueden aspirar al trono ni fundar familias peligrosamente poderosas, no hay riesgo en conferirles el honor de la confianza real y utilizarlos como protección contra la posible usurpación del trono por nobles eminentes unidos en una conspiración. En general, los eunucos son funcionarios más dóciles, leales e industriosos que sus colegas no castrados, y su estrechez mental en asuntos de rutina —una característica innegable— es una importante fuerza conservadora. Por lo tanto, hace tiempo que las familias acaudaladas de clase media con hijos varones suficientes para perpetuar la descendencia tienen por costumbre castrar deliberadamente a uno de los menores y consagrarlo a una carrera provechosa en el Servicio Civil. También a los bastardos de los Emperadores, o de sus hijos e hijas, se los suele castrar, para hacer de ellos ciudadanos útiles e impedir que aspiren al trono. Tampoco se les prohíbe el sacerdocio, como ocurría en tiempos paganos con todas las órdenes, excepto la de los sacerdotes de Atis de la Madre Cibeles. El mismo Patriarca de la ciudad es con frecuencia uno de nosotros.

Así, ser eunuco es, al menos en el sentido mundano, más una ventaja que una desventaja, como también puede verse comparando precios en el mercado de esclavos. Un esclavo doméstico eunuco cuesta tres veces más que uno sin castrar; vale apenas un poco menos que un médico doméstico con experiencia o un artesano habilidoso. Pero un eunuco rara vez es feliz, pues la operación casi siempre se realiza antes de la pubertad, y él imagina en secreto que ser un hombre entero es algo muy especial; cuando menos porque los hombres enteros suelen mofarse de los eunucos y jurar que preferirían ser ciegos o mudos o sordos, o las tres cosas a la vez, antes que verse privados del dulce y gozoso acto del amor. Naturalmente, el eunuco tiene una respuesta pronta para tales alardes: que el sexo es locura y nunca trajo demasiada suerte a nadie. Pero en lo íntimo lo confieso, es propenso a sentir envidia por el hombre capaz de llevarse una mujer a la cama y hacer algo más que abrazarla como hermana y besarle castamente los ojos.

Mi ama Antonina me dijo una vez:

—Por mi parte, querido Eugenio, si no fuera mujer preferiría ser eunuco que hombre; pues a los hombres les cuesta encontrar un término medio, en lo sexual, entre la lubricidad y el ascetismo. Siempre he entendido el hecho de que la Iglesia abrigue tantas sospechas y predique tan groseramente contra nosotras desde los púlpitos, llamándonos tentadoras y destructoras, como una indirecta confesión de que los hombres envidian la serenidad de las mujeres. Y el eunuco goza hasta cierto punto de esta serenidad, y gozaría de ella más plenamente de no ser por las burlas de los no castrados, sólo felices a medias. En este contexto, Eugenio, tendrías que considerar la fábula de Esopo: la del zorro que perdió la cola en una trampa y trató de persuadir a los otros zorros de lo conveniente de esa mutilación. Se burlaron de él, diciendo que pensaba así sólo porque él estaba mutilado. Se cuenta que Esopo fue un eunuco doméstico como tú. La moraleja implícita en la fábula no es, pues, la que se deduce habitualmente, o sea que el mal compartido se sobrelleva mejor (como ocurre, por ejemplo, con los monjes, que habiendo perdido la libertad con sus estrictos votos, tratan de persuadir a sus viejos amigos de que hagan lo mismo). No, la moraleja se refiere más bien a la imposibilidad de llegar a una decisión lógica en cuanto a la cuestión de si los hombres son más felices con o sin su plena potencia sexual. Por mi parte, me alegra ser mujer y no estar personalmente enredada en la controversia.

Mi ama le dijo a Narses una cosa muy similar. Él había replicado serenamente a su chanza y le había contado la historia de su vida, que explicaba por qué no estaba satisfecho de su condición sexual. Lo habían capturado en batalla cuando tenía once años, y a esa tierna edad ya había matado a un hombre con su pequeña espada, pues descendía de una célebre familia militar de Armenia. Detestaba las funciones burocráticas, dijo, y esperaba algún día persuadir al Emperador de que le otorgara un mando militar; había estudiado estrategia y táctica toda la vida, intensamente, y si tan sólo le daban la oportunidad creía que algún día la gratitud podía ganarle regalos tan magníficos como los que ahora llevaba a Belisario, o quizá mejores.

Es bien sabido que casi todo el mundo está descontento con su oficio o profesión. Al granjero le gustaría ser emperador, al emperador le gustaría plantar coles; el enjuto capitán de un navío comercial envidia al rechoncho propietario de una taberna, quien le corresponde el sentimiento, descontento con su vida sedentaria. Pero no es prudente reírse de esos hombres cuando expresan su insatisfacción confidencialmente: mi ama había aprendido esta regla de cautela cuando trabajaba en su establecimiento, en los viejos tiempos. De modo que fingió comprender que se había equivocado al dirigirse a Narses como un ordinario y medroso eunuco de Cólquida, y simpatizar con su descontento. Si alguna vez lo recompensaban por sus grandes servicios al estado mediante una importante designación militar, ella sería la primera en congratularlo, declaró, y desearle éxito. El resto del viaje lo pasaron en paz, e hicieron buenas migas. Una riña, una disculpa y una reconciliación son introducciones a la amistad tan propicias como cualquier otra. Pero podéis imaginar que mi ama no tomaba muy en serio las ambiciones militares de Narses, aun cuando éste demostró, en su conversación con los dos capitanes de la Guardia que mandaban su escolta y la de ella, que sabía mucho más que ellos sobre el aspecto teórico de la profesión militar. Pues aunque quizá hubiera matado un hombre con su pequeña espada a los once años, habían pasado cuarenta y nueve años, y desde entonces apenas había salido de palacio; donde por largo tiempo, hasta que se completó su educación, había trabajado en un telar en compañía de mujeres.

Recorrimos por mar la primera parte del trayecto, en un navío de guerra trirreme. Era un viaje agradable pero monótono, frente a las verdes colinas y blancas ciudades de costumbre. Cuando al fin desembarcamos en Seleucia y llegamos por tierra a Antioquía, me alegró ver con cuánta rapidez se estaban reparando los daños causados por el terremoto: era de nuevo nuestra querida, hormigueante, lujosa Antioquía. Narses y mi ama fueron recibidos por el Senado local y los funcionarios de la facción Azul, quienes trataron muy amablemente a mi ama, a lo que ella correspondió del mismo modo. Luego tomamos la carretera empedrada de Zeugma, famosa por su puente de pontones, a ciento veinte millas; desde allí son otras doscientas millas, aunque principalmente por una campiña fértil irrigada por cuatro tributarios principales del Éufrates, hasta Daras y la frontera. Viajábamos en calesines de posta y el calor era aplastante, pese a los toldos y el trote vivaz de las jacas. Desde Edesa, donde nos detuvimos dos días, enviamos jinetes veloces para que anunciaran nuestro arribo.

Cuando llegamos a Daras, la etiqueta exigía que las cartas no fueran entregadas directamente a Belisario (ni al maestro de oficios, quien también fue honrado con una misiva del Emperador), sino a sus domésticos. Mi ama lamentó muchísimo esa circunstancia, pues conocía el contenido de la carta de Teodora, que había sido escrita en su presencia. Habría dado mucho por ver la cara de Belisario mientras él leía. Decía lo siguiente:

«Teodora Augusta, esposa de Justiniano, Vicerregente de Dios y Emperador de los romanos, al Ilustre Patricio Belisario, Comandante de los Victoriosos Ejércitos de Oriente: ¡salve!

»Han llegado nuevas a mi real esposo, el Emperador, y a mí, de tu merecida victoria sobre los persas. Ahora ocupas un sitial entre los héroes del pasado, y te alabamos, pues nos has beneficiado grandemente, y te deseamos felicidad. Dos de los presentes del Emperador, el cuenco y el misal, honran tu temperamento religioso, y el tercero, el manto, es un adelanto del aprecio con que serás visto en nuestra corte cuando regreses de tu deber y tus victorias. Pláceme pues —ya que los presentes de una dama a un servidor deberían complementar los regalados por su señor— enviarte otras tres dádivas por mano de mi leal camarera, de las cuales podrás derivar clases muy diferentes de placer. El primero de ellos lo he elegido porque luce tu insignia personal y es además el más excelente de su raza en nuestros dominios; el segundo te lo envío porque tu botín hará que lo necesites; y en cuanto al tercero es un regalo que no se puede evaluar en rubíes, y me disgustaré muchísimo si cometes la irreverencia de rechazarlo. Pues es característico de Teodora que en su gratitud siempre otorgue lo mejor. Salud».

Belisario comunicó que los representantes de Sus Majestades eran bienvenidos, e inmediatamente recibió a Narses y a mi ama en el tribunal fresco y abovedado donde dispensaba disciplina y celebraba audiencias diarias con sus subordinados y aliados. Narses entró primero, como emisario del Emperador. Al parecer, Belisario lo saludó afablemente, preguntando primero por la salud de Sus Majestades y los principales senadores y pidiendo luego noticias sobre los asuntos de la ciudad y del Imperio. Bebieron juntos una copa de vino en el tribunal, y Narses lo tanteó con preguntas sobre los pormenores de la batalla. Belisario no le respondió con arrogancia, como a un mero eunuco de palacio, sino respetuosa y detalladamente, midiendo cada palabra. Narses quiso saber por qué Belisario había hecho desmontar temporalmente a los hunos masagetas para defender la trinchera central. Belisario respondió: porque el ataque era formidable, y nada envalentona tanto a infantes apiñados («los limpiadores de letrinas», los llamaban a veces desdeñosamente, a causa de las muchas tareas ingratas que tienen que realizar) como ver que camaradas a caballo renuncian noblemente a su ocasión de huir y dejan sus caballos tras las filas, al cuidado de palafreneros, para pelear con espada y lanza sobre sus propias piernas.

Luego, los regalos del Emperador fueron entregados, admirados y agradecidos; y pronto Narses se inclinó y se retiró.

Entretanto, mi ama Antonina estaba sentada en la antesala del extremo del salón, y Rufino, quien era ahora el portaestandarte de Belisario, la atendía muy amablemente. Pero ella respondía a sus corteses comentarios con frases confusas y azarosas, pues, por una vez en la vida, no las tenía todas consigo. El asunto había parecido simple y seguro cuando Teodora y ella lo habían comentado en palacio, pero ahora, cuando se levantó ante la llamada desde el tribunal, le temblaban las piernas y tenía la garganta seca.

Se detuvo en mitad del salón e indicó a los guardias que llevaran el primero de los tres regalos de Teodora, que era un alto y fogoso semental bayo de tres años con una mancha blanca en la frente y manchas blancas encima de los cascos. A estas marcas se refería Teodora al escribir que el primer regalo lucía la insignia personal de Belisario. Un murmullo triunfal corrió entre los coraceros del Regimiento, que estaban alineados rígidamente a lo largo de las paredes del salón con las lanzas erguidas a los costados, y de todos los oficiales de caballería que rodeaban el tribunal. Mi ama oyó que Rufino, que estaba cerca de ella, murmuraba para sus adentros:

—Este regalo de la Emperatriz sobrepasa en mucho a los tres del Emperador.

Pues era en verdad un animal magnifico, de la célebre raza tracia que menciona el poeta Virgilio en el libro quinto de su Eneida.

El semental fue conducido al establo, y mi ama Antonina ordenó la entrega del segundo presente. Mi ama había temido que no llegara a tiempo, aunque lo habíamos enviado desde Antioquía apenas desembarcamos y lo habíamos alcanzado a un día de Edesa; pero aquí estaba: una partida de quinientas armaduras completas, de la fábrica de armas de Adrianópolis. Teodora sabía que el botín de Belisario incluía un gran número de caballos persas, y dedujo atinadamente que enrolaría en sus nuevas fuerzas a los más recios entre los tres mil prisioneros capturados y los haría coraceros. Pero las armaduras persas que le habían caído en las manos no eran adecuadas, por ser demasiado delgadas y complicadas para el campo de batalla; de modo que estas quinientas armaduras eran una dádiva más que bienvenida. De nuevo se elevó un murmullo triunfal, pues se vio que todos los yelmos de acero tenían penachos blancos. La Emperatriz, obviamente, conocía el arte de escoger presentes adecuados.

Por último mi ama se armó de coraje y dijo:

—En cuanto al tercer regalo, ilustre Belisario, debe, por orden de Su Esplendor, mi Real Señora, serte entregado en privado.

Belisario no la había reconocido, pensó Antonina, pues dijo con voz distante y natural:

—Como lo desee mi benefactora. Pero os ruego no os retiréis, señores y caballeros. Quizá la ilustre camarera imperial me conceda la gracia de esperarme en la antesala de la cual acaba de salir, y entregarme el tercer presente allí, en la intimidad que ha requerido su Gloriosa Señora.

Mi ama Antonina hizo una reverencia y se retiró a la antesala, y enseguida él entró y cerró la puerta.

Se quedaron mirándose sin hablar, hasta que al fin ella dijo en voz baja:

—Soy yo, Antonina. ¿Me recuerdas…, la bailarina del banquete que tu tío Modesto ofreció en Adrianópolis?

O nunca la había olvidado o el recuerdo volvió de golpe a su memoria.

—Y éste soy yo, Belisario —respondió. Le aferró las manos y tomó el tercer regalo. Luego dijo—: Di a tu Real Señora que nunca, en mi opinión, en todo el curso de la Historia, una Emperatriz ha dado a un súbdito regalos tan bienvenidos, y que los acepto con afectuosa admiración ante su prodigiosa adivinación de mis necesidades y deseos. Pero, oh dulce Antonina, dile que el goce del tercer regalo, inconmensurablemente el mejor de los tres, debe postergarse hasta que regrese de la guerra; pues debo guardar un voto.

—¿Qué voto es ése, mi querido Belisario? —le preguntó ella.

—Mis oficiales y soldados —repuso él— han jurado sobre los Evangelios, y yo con ellos, que no se afeitarán, ni caerán en el pecado de ebriedad, ni tomarán esposa ni concubina mientras permanezcan aquí en servicio activo contra los persas.

—¿No podrías apelar al Patriarca pidiendo una dispensa? —preguntó ella.

—Podría, pero no lo haré por deferencia a los otros, quienes seguirán atados a su voto. Mi querida Antonina, cuya imagen me ha rondado el corazón estos quince años, sé paciente y espera. Saber que cuando regrese a la ciudad me estará esperando la mayor recompensa del mundo apresurará, por cierto, el retorno victorioso que me ha deseado el Emperador.

Aunque mi ama Antonina no podía presionarlo en una cuestión relacionada con el honor, tampoco pudo ocultar su decepción.

—Oh, Belisario —preguntó—, ¿estás seguro de que no es una excusa para ganar tiempo? —Pero esto era pura retórica, pues jamás el deleite había estado mejor pintado en el rostro de un hombre.

Belisario y mi ama regresaron al salón, y ambos retomaron su aspecto y su tono oficiales. Belisario llamó a Narses, y los invitó a él y mi ama, junto con los oficiales de la escolta, a un festín con él y a su plana mayor esa noche. Mi ama no tuvo más oportunidades de hablar con Belisario en privado, y ambos se cuidaron de no revelar por palabras ni por gestos el gran amor que se profesaban. El banquete fue una celebración sobria, a causa del voto de templanza que casi todos los presentes habían hecho, y porque los manjares no eran fáciles de conseguir en Daras. A la mañana siguiente, Narses y Antonina regresaron a la ciudad, provistos de cartas de humilde gratitud para la pareja imperial. Pero Narses había intuido el secreto de mi ama, y le susurró en cuanto estuvieron sentados a solas en un calesín.

—¡Ojalá él se regocije tanto en tu amor, Ilustrísima Dama, como tú en el suyo!

Mi ama respondió con palabras que le agradaron tanto como las de él a ella:

—Y ojalá, distinguido chambelán, tengas tanto éxito cuando el manto púrpura de general te cuelgue de los hombros como todos estos años mientras vestías las rígidas sedas carmesíes de tu puesto palaciego.

Cuando estuvimos de vuelta en Constantinopla mi ama se encontró con dos cartas de Belisario que habían llegado por una ruta más rápida. Estaban escritas en un lenguaje tan sencillo, elegante y revelador de una fogosidad tan honesta que, dado que este amor no sólo contaba con la aprobación sino con el firme respaldo de las órdenes imperiales, Antonina quebró un principio de toda su vida y confió a la escritura sus sentimientos amorosos. Se escribieron veintenas de largas cartas hasta que él regresó, unos dieciocho meses más tarde.

La siguiente fase de la guerra fue la invasión persa de la Armenia romana; pero Sittas, el ex camarada de Belisario, ahora cuñado de Teodora, la contuvo enérgicamente. El nombre de Roma era ahora más respetado que antes, y varios armenios cristianos del lado persa no tardaron en desertar, uniéndose a los ejércitos imperiales. Cabades perdió asimismo los ingresos de la mina de oro de Farangio, una localidad situada en un cañón rico pero casi inaccesible en la frontera entre ambas Armenias; pues el ingeniero principal de la mina optó por poner la ciudad y las minas bajo protección romana. Cabades, con la obstinación de la vejez, rehusó retirar sus tropas de las inmediaciones de Daras, aunque Justiniano le envió una embajada para reanudar las negociaciones de paz. Cada bando trataba de achacar al otro la responsabilidad moral del conflicto. Cabades dijo al embajador romano que los persas se habían portado muy dignamente al capturar y guarnecer las Puertas del Caspio, las cuales el Emperador Anastasio se había negado a comprar al propietario siquiera a un precio nominal, pues al actuar así habían protegido tanto al Imperio Romano como al Persa de la invasión bárbara. La guarnición era costosa de mantener, y en verdad correspondía a Justiniano pagar la mitad de los gastos o, si lo prefería, enviar un destacamento de tropas romanas suficientes para suplantar a la mitad de la guarnición persa.

Luego, el rey y el embajador discutieron la ruptura de un antiguo tratado relacionado con fortificaciones de frontera. La fortificación romana de Daras, recalcó Cabades, había hecho estratégicamente necesario para los persas mantener una fuerte guarnición fronteriza en Nisibis; y también esto era un gravamen injusto sobre los recursos de su país, y eran demasiadas injusticias para que él las tolerara. Ofrecía a Justiniano tres posibilidades para elegir: contribuir a la defensa de las Puertas del Caspio, desmantelar las fortificaciones de Daras o reanudar la guerra. El embajador entendió que el rey insinuaba que un tributo en dinero, especiosamente disfrazado como contribución a la defensa común contra la amenaza bárbara, pondría fin al conflicto.

Justiniano no podía decidir si ofrecer o no un tributo en dinero. Mientras deliberaba, Cabades fue visitado por el rey de los sarracenos, su aliado, quien le presentó un plan para infligir un golpe severo a los romanos. El sarraceno era un anciano alto, delgado, enérgico, cuya corte estaba en Hira, en el desierto, y que durante cincuenta años había estado asolando los territorios romanos entre las fronteras egipcia y mesopotámica. De pronto, surgía del desierto con una fuerza de pocos centenares de jinetes, saqueaba, incendiaba, mataba, tomaba prisioneros —a veces miles de ellos— y luego desaparecía tan repentinamente como había aparecido. Se habían emprendido varias expediciones punitivas contra él, pero ninguna había tenido éxito, pues el arte de la guerra en el desierto sólo lo entienden quienes han nacido en el desierto. Había aislado y capturado a dos numerosas columnas romanas que operaban contra él y exigía un rescate por sus oficiales.

Este viejo rey, pues, explicó a Cabades que, en vez de realizar las habituales campañas entre las fuentes del Éufrates y el Tigris, donde los romanos tenían varias ciudades amuralladas en que refugiarse ante un ataque, tomaría una ruta meridional, jamás seguida por ningún ejército persa, a lo largo del Éufrates. En el punto donde el curso del río vira del Oeste al norte, se internaría en el desierto sirio. Pues aquí, más allá del desierto, los romanos, confiados en la defensa natural de arenas y rocas sin agua, habían construido pocas fortificaciones, y éstas estaban custodiadas por tropas indignas de ese nombre. Si atacaban impetuosamente, tomarían Antioquía sin lucha, porque —y su comentario estaba justificado— Antioquía es la ciudad más frívola de todo Oriente, pues sus habitantes se interesan sólo en cuatro cosas: el vino, el amor sexual, la política del Hipódromo y la controversia religiosa. (El comercio no es un interés, sino una ingrata necesidad a la cual se someten para obtener los fondos necesarios para dedicarse activamente a sus cuatro intereses principales). ¡Qué ciudad magnífica para el pillaje! Y los atacantes podrían regresar sanos y salvos con sus despojos mucho antes que pudieran llegar refuerzos de la Mesopotamia romana.

Cabades se interesó, pero demostró escepticismo. Si ningún ejército persa del pasado había encontrado practicable esa ruta, ¿qué había alterado esa condición? ¿Cómo se mantendría un ejército no acostumbrado a padecer temporalmente el hambre y la sed en un desierto reseco y sin hierba para los caballos?

A la primera pregunta, el rey de los sarracenos respondió que hasta el momento el gran rey nunca había requerido el consejo de un sarraceno experimentado. En cuanto a la segunda pregunta: la fuerza persa tendría que pertenecer exclusivamente a la caballería ligera —la infantería y la caballería pesada quedaban descartadas— y emprendería la expedición en primavera, cuando hubiese hierba en abundancia, incluso en el desierto más agreste, para quienes supieran buscarla; y viajaría con pocos pertrechos; y los sarracenos estarían esperándola en un punto del río, dentro de los territorios romanos, con alimentos y agua suficientes para la etapa final y más ardua del viaje.

Cabades se dejó persuadir por el rey de los sarracenos, aunque los sarracenos son una raza célebre por su deslealtad; pues sin duda no podía tener más motivo para hacer estas sugerencias que el de obtener la ayuda persa en una expedición provechosa que por su magnitud él no podría emprender a solas. Cabades sólo necesitaba cuidarse de una traición durante el viaje de regreso, y por lo tanto insistió en que el rey de los sarracenos dejara a sus dos hijos y sus dos nietos como rehenes en la corte persa de Susa hasta el final de la campaña. El sarraceno accedió, y para marzo del año siguiente —el inmediato al de la batalla de Daras— ya se habían completado los preparativos. La expedición se reunió en Tesifonte de Asiria: quince mil hombres al mando del inteligente general persa Azaret.

Cruzaron el Éufrates más allá de la ciudad de Babilonia y continuaron a lo largo de la orilla meridional por parajes deshabitados, hasta llegar al puesto fronterizo romano de Circesio, donde sólo había unos pocos policías aduaneros. Desde allí avanzaron rápidamente por la carretera romana, la cual, después de seguir el río durante cien millas, dobla al sur hacia Palmira y Damasco. Allí se reunieron con una numerosa fuerza sarracena al mando de su rey, quien dijo a Azaret que la ruta atravesaba en línea recta el desierto hasta Calcis, una ciudad amurallada que era prácticamente el único obstáculo que encontrarían entre ellos y Antioquía, ya la que tampoco podía considerarse como un obstáculo, pues tenía una guarnición de sólo doscientos hombres. Azaret no confiaba en los sarracenos, aunque habían traído la cantidad de provisiones estipulada. Por lo tanto, esperó a que los exploradores, que se habían adelantado con escolta sarracena, confirmaran que en el desierto abundaban las tierras de pastoreo y ninguna emboscada los esperaba del otro lado.

Pero permitirse esta demora significaba subestimar la energía de Belisario, quien recientemente había introducido un sistema de comunicación con vigías, con señales de humo convenidas, como protección contra las incursiones fronterizas. Una hora después de la llegada de los persas a Circesio, a doscientas millas del desierto meridional, Belisario ya estaba enterado en Daras de la cantidad y composición de sus fuerzas, y había tomado una decisión. Dejando guarniciones pequeñas en Daras y las otras ciudades de frontera, avanzó a marchas forzadas en auxilio de Antioquía, a la cabeza de todas las tropas entrenadas que pudo reunir en tan poco tiempo, que no ascendían a más de ocho mil hombres; pero durante la marcha se le unieron refuerzos que sumaron ocho mil hombres más. Tomó la carretera del sur, por Carras (célebre por la aplastante derrota que los persas infligieron a Craso, colega de Julio César) y con sus principales fuerzas de caballería logró llegar a Calcis, a trescientas millas, en siete días, justo a tiempo para guarnecer las fortificaciones. Era una carrera enconada, pues, para llegar a Calcis, a Azaret sólo le faltaba medio día de marcha por el desierto, por las mismas rocas en que San Jerónimo y sus demenciales y ascéticos compañeros vivieron una vez como feroces escorpiones, adorando a Dios, por cierto, pero rechazando ingratamente cuanto Dios había creado de bello y agradable. En la misma mañana se reunieron con Belisario cinco mil jinetes árabes del desierto septentrional de Siria, donde estaban pastoreando sus caballos. Eran súbditos del rey Harith ibn Gabala, de Bostra, en Transjordania, a quien Justiniano pagaba una suma anual en oro, a condición de que frenara las incursiones sarracenas en Siria. Pero estos árabes no eran soldados de fiar, y se sospechaba que el rey Harith andaba en tratos con los sarracenos, pues cada vez que se producía una incursión sarracena, sus hombres llegaban siempre con dos o tres días de retraso; pero Belisario se alegró de tenerlos consigo, porque en ausencia de su infantería, que aún estaba en camino, aumentaban su tropa a veintiún mil hombres.

Azaret se disgustó consigo mismo cuando el cuerpo principal de su vanguardia, en marcha hacia Calcis, fue rechazado por una carga de caballería romana. Había dejado pasar su oportunidad, y ahora no podría llegar a Antioquía sin arriesgarse a librar una batalla con el mismo general y las mismas tropas que habían peleado tan bien en Daras. Si lo derrotaban a esa distancia de la frontera, y en el lado desfavorable del desierto sirio, era improbable que un solo persa sobreviviera al viaje de regreso. Los sarracenos salvarían el propio pellejo, perdiéndose en el desierto que tan bien conocían. Aun cuando lo derrotase, quizá no lograra impedir que Belisario se refugiara con los supervivientes de su ejército tras las murallas de Calcis. Seria peligroso seguir viaje a Antioquía dejando Calcis sin capturar en la retaguardia, y con refuerzos romanos en camino. De modo que tomó la sabia decisión de desandar el camino, sin ganancias ni pérdidas, mientras aún tenía provisiones y el tiempo era benigno. Se consoló con la reflexión de que aunque hubiera llegado a Calcis antes que Belisario, y hubiera seguido rumbo a Antioquía, y la hubiera saqueado, sus fuerzas —especialmente los sarracenos— habrían sido desorganizadas por la victoria, y Belisario lo habría interceptado durante el regreso, con la ventaja de elegir también ahora el terreno y pelear a la defensiva, como en Daras. El rey de los sarracenos admitió que la retirada era ahora la única posibilidad; no se atrevía a dividir sus propias fuerzas en pequeñas partidas de merodeadores y lanzarse al sur en busca de pillaje, por miedo a que Azaret informara a Cabades que lo habían abandonado, y a que Cabades hiciera ejecutar a sus rehenes sarracenos. De modo que persas y sarracenos volvieron grupas y regresaron a su patria, y Belisario los siguió de cerca para cerciorarse de que no dieran la vuelta y se internaran de nuevo en Siria por otra ruta. Ninguno de ambos ejércitos apuró el paso ni intentó hostilidades contra el otro. Belisario seguía a Azaret a un día de distancia y acampaba cada noche en un sitio abandonado por Azaret en la mañana. Mantenía una vigilancia estricta en los flancos y la retaguardia, por si los sarracenos decidían atacar por sorpresa.

Era 17 de abril, y Jueves Santo, el aniversario de la crucifixión de Jesús. La fiesta de la Pascua, en que dicen que Él se levantó de entre los muertos, se celebraría dos días más tarde. Los persas habían vuelto a la orilla del Éufrates y marcharon por allí cincuenta millas, hasta el sitio en que la carretera de Damasco y Palmira dobla hacia el río. Era obvio que no habían fraguado ningún plan alternativo y continuarían su marcha de regreso a lo largo del río. Ahora bien: en Calcis, Belisario había recriminado severamente al comandante de su vanguardia por atacar al enemigo sin que se lo ordenaran, echando a perder un plan táctico con el cual debían encerrar a todo el ejército persa; y le habría quitado el mando si no hubiera intercedido el maestre de oficios. Como Belisario, al parecer, desalentaba el ánimo ofensivo de sus hombres y no procuraba hostigar al enemigo en retirada, los más deslenguados del ejército lo tildaban de cobarde; pero, por el momento, sólo a sus espaldas.

Entonces, el fanatismo cristiano de la Pascua, que siempre se celebra con un gran banquete después de cuarenta días de vida frugal y uno o dos ayunos completos, fue más fuerte que ellos. Exigieron que los condujeran contra los persas para poder obtener una victoria contundente como celebración del Domingo de Pascua, el día más afortunado de todo el año. Esa noche, Belisario entró en la pequeña ciudad de Sura; pero los persas, que no parecían tener ninguna prisa por regresar a su patria, habían avanzado tan despacio que parte de su infantería había alcanzado ya a la caballería. Estos batallones no habían llegado a Calcis, sino que habían cortado camino a lo largo del Éufrates, virando al sur desde la carretera de Carras. Su llegada fue la señal que renovó los ánimos beligerantes: se dijo que, con veinte mil hombres, Belisario no tenía derecho a evitar una batalla con un enemigo desanimado y fatigado.

A la mañana siguiente, varios oficiales se presentaron a Belisario y le informaron que los hombres ponían en tela de juicio su coraje y su lealtad, y que ya era imposible reprimir sus ansias de retar al enemigo. Si intentaba contenerlos de nuevo, era probable que estallara un motín.

Belisario quedó azorado. Explicó que tenía que obedecer las órdenes expresas de Justiniano de eludir todas las pérdidas innecesarias. El maestre de oficios apoyó este punto de vista; pero no pudieron persuadir a los oficiales.

Entonces, Belisario ordenó que se tocaran las trompetas llamando a una reunión general, y se dirigió a las tropas de este modo:

—¡Hombres de las fuerzas imperiales y aliadas! ¿Qué mosca os ha picado para enviarme a vuestros oficiales con una solicitud extravagante? ¿No sabéis lo que os conviene? He aquí que los persas, que penetraron en nuestro territorio con toda la intención de saquear la gran ciudad de Antioquía, gracias a nuestra rápida acción se ven ahora obligados a retirarse con las manos vacías y el rabo entre las piernas, de vuelta a su patria. «No espolees al caballo dócil», es un proverbio de mérito reconocido, como lo saben nuestros jinetes, y es aplicable a esta ocasión, especialmente cuando se lo asocia con el proverbio «No tientes a la suerte». Eso, en cuanto a la sabiduría mundana; pero permitidme recordaros en vuestro entusiasmo cristiano que las Escrituras nos exhortan estrictamente a no matar. Esto se interpreta, me apresurare a deciros, como una prohibición contra las matanzas innecesarias, pues de lo contrario nos estaría vedado servir como soldados, aun en defensa de nuestro país. Pero debo pediros que reflexionéis si la batalla que deseáis entablar no cae precisamente bajo el rótulo de matanza innecesaria; pues en mi opinión nada la justifica. La victoria más completa y venturosa es ésta: frustrar los planes del enemigo sin sufrir pérdidas materiales ni morales. Y esa victoria ya es nuestra. Si obligamos a los persas a pelear, no aceleraremos su retirada en un solo día, aunque triunfemos; mientras que si nos derrotan… Aquí debo pediros que recordéis que la Providencia es más clemente con quienes caen en peligros que no han elegido que con quienes los buscan deliberadamente. ¡Recordad que no podemos darnos el lujo de una derrota! Una última palabra: sabéis bien que hasta una rata es capaz de luchar fieramente cuando la acorralan, y de ninguna manera conviene subestimar a estos persas llamándolos ratas. Más aún, hoy es sábado de Pascua y todos vosotros, excepto los árabes, que adoran demonios, y los hunos masagetas, que adoran el cielo azul, habéis ayunado desde anoche a primera hora y debéis seguir ayunando durante veinticuatro horas. Los que han ayunado no están en condiciones óptimas para luchar, especialmente a pie. Prefiero no recordaros, infantes, que habéis marchado trescientas millas en veinte días, una hazaña magnífica pero agotadora, y que varios batallones de los más lentos están aún en camino.

Pero se negaron a escucharlo y le aullaron «Cobarde» y «Traidor», manifestaciones a las que se plegaron incluso algunos oficiales.

Belisario cambió de tono y les dijo que se alegraba ante tanta confianza y coraje, y que si algún buen ángel los urgía a la batalla, quizá fuese una impiedad de su parte contenerlos; y que podrían confiar en que los conduciría vigorosamente contra sus enemigos hereditarios.

Partió apresuradamente de Sura y alcanzó a los persas a mediodía; y hostigando a la retaguardia con flechazos constantes obligó a Azaret a volverse y pelear. El río estaba a la izquierda de los romanos; y en la ribera opuesta, río abajo, estaba la ciudad comercial romana de Calínico. Entre el río de caudal reducido y las grandes barrancas que lo contienen en la época de las inundaciones había un espacio de pocos cientos de yardas; allí se libró la batalla.

Fue una batalla muy sangrienta, y empezó con el acostumbrado intercambio de flechas. Belisario había puesto la infantería a la izquierda, con el río como flanco defensivo, y el rey árabe Harith en la extrema derecha, en el empinado barranco. Él se situó en el centro, con su caballería. Azaret opuso los sarracenos a los árabes del rey Harith, pues son de la misma raza, y ocupó el centro y la derecha. Los persas disparaban dos flechas por cada una de los romanos; pero como los arcos romanos eran más rígidos y tensos, y como la armadura persa era más ornamental que defensiva, los persas sufrieron el doble de bajas que los romanos en estos enfrentamientos.

Transcurría la tarde y ninguno de ambos bandos aventajaba al otro, cuando Azaret, de pronto, guió dos escuadrones de su mejor caballería río arriba, contra el rey Harith. Los árabes emprendieron la fuga, que es la táctica acostumbrada de estos luchadores del desierto ante una carga, y así dejaron expuesto el centro romano. Azaret, en vez de perseguir a los árabes, volvió grupas hacia la retaguardia del centro romano, y lo quebró. Unos pocos escuadrones de caballería, especialmente los hunos masagetas y los coraceros de Belisario, se mantuvieron firmes e infligieron severas pérdidas al enemigo; pero el resto se precipitó hacia el río y nadó hacia un grupo de islas arenosas cerca de la costa, donde estaban a salvo de la persecución. Los árabes no intentaron reintegrarse a la batalla, sino que cabalgaron deprisa, regresando a sus tiendas del desierto.

La infantería romana consistía en parte en esos reclutas bisoños del sur de Asia Menor a quienes Belisario había adiestrado como arqueros, y en parte en lanceros veteranos. Los primeros fueron destrozados sin siquiera intentar usar las espadas que llevaban; y no sabían nadar. Éstos eran los hombres que en Sura habían gritado más pidiendo batalla. Pero Belisario reagrupó a los lanceros y los formó en semicírculo de espaldas al río; y con los supervivientes de su propio escuadrón, apeándose, logró contener los ataques persas hasta el anochecer. Eran sólo tres mil hombres, debilitados por la falta de alimentos, contra todo el ejército persa; pero la fila frontal, hincada sobre una rodilla, formaba una barricada rígida e imbatible con los escudos, detrás de los cuales sus camaradas peleaban con lanzas y jabalinas. Una y otra vez, la caballería persa cargó, pero Belisario ordenaba a sus hombres que unieran los escudos y gritaran al unísono, para encabritar a los caballos y sembrar confusión.

Cuando cayó la noche, los persas se retiraron a su campamento, y un carguero de Calínico transportó a Belisario y sus compañeros por grupos hasta las islas, donde pasaron la noche. Al día siguiente aparecieron más embarcaciones, y lo que quedaba del ejército romano fue trasladado a Calínico, los caballos a nado. Allí se celebró la Fiesta de Pascua, pero con poco júbilo: los cristianos más ignorantes e imbéciles explicaban la derrota diciendo que Dios moría cada día de la Crucifixión y seguía muerto al día siguiente, hasta que resucitaba en Pascua, y por lo tanto hubiera sido preciso postergar la batalla un día, pues Dios no podía ayudarlos estando muerto. Belisario se lo comentó a mi ama en una carta, burlándose de esos improvisados teólogos.

Los persas despojaron a los cadáveres romanos y a los propios, que no eran menos. El destacamento que más había sufrido entre nuestras tropas era el de los hunos masagetas: de mil doscientos, sólo cuatrocientos habían sobrevivido, y la mayoría estaban heridos. Belisario había perdido la mitad del regimiento, que constaba de tres mil hombres. Esperó la llegada del resto de la infantería y luego regresó con ella a Daras; las pérdidas totalizaban unos seis mil hombres.

Azaret regresó a Persia y se proclamó vencedor, pero Cabades, antes de alabarlo, le ordenó que «retomara las flechas». Es costumbre persa que, cuando se emprende una expedición militar, cada soldado deposite una flecha en un montón. Luego estas flechas se atan en gavillas y se guardan en el tesoro. Cuando termina la campaña, los supervivientes «retoman las flechas», y viendo cuántas quedan se pueden calcular las bajas. Quedaron siete mil flechas sin reclamar, de modo que Cabales quitó el mando a Azaret, deshonrándolo. El rey de los sarracenos también fue inculpado por su necio consejo, y fue privado del subsidio anual del que gozaba hacía tiempo.

Belisario envió un mensaje a Justiniano, disculpándose por las pérdidas, y el maestre de oficios despachó una nota de confirmación, explicando exactamente lo ocurrido y elogiando el coraje de Belisario; de modo que Justiniano siguió confiando en él. Pero mi ama anhelaba que esa guerra insensata terminara, lo cual se habría logrado fácilmente mediante el pago de unos pocos miles de piezas de oro y unas frases de cortesía entre los gobernantes de los imperios rivales. Debió de revelar su ansiedad por Belisario más de lo que creía; pues Teodora persuadió a Justiniano de que llamara a Belisario, con el pretexto de que en la ciudad hacía falta un soldado capaz como protección contra los crecientes disturbios callejeros provocados por las facciones Azul y Verdes. Sittas fue designado para sustituirlo en la frontera.

Así regresó Belisario, trayendo consigo su Regimiento de Personal de Caballería; y se casó con mi ama el día de San Juan Bautista en la iglesia de San Juan. Fue una ocasión de gran pompa y alegría y Justiniano en persona hizo ante el altar las veces de padre de mi ama, pues a ella no le quedaban familiares varones. Teodora le regaló una extensa propiedad en la ciudad, con una generosa renta anual: sostenía que una mujer que rinde cuentas al esposo de cada cobre que gasta es poco más que una esclava. Mi ama advirtió a Belisario que en el futuro lo acompañaría en sus campañas, como Antonina la Mayor una vez había acompañado al famoso Germánico en sus campanas allende el Rin, para mutua confortación y gran provecho de Roma. Pues permanecer obediente en Constantinopla ignorando lo que podía ocurrirle en una frontera distante y estar expuesta a espantosos rumores sobre su derrota y muerte era una tortura que rehusaba soportar otra vez.

Ocuparon un gran aposento en el palacio, donde hay lugar para todos.