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LA BATALLA DE DARAS

En este punto debo referir brevemente lo ocurrido en Persia desde la recepción por Belisario del mando de las tropas de Daras. La inexpugnable ciudad de Nisibis, quince millas al este, había sido en un tiempo el principal puesto fronterizo romano. Había resistido tres sitios prolongados ante Sapor, el undécimo Sasánida, cuando fue pacíficamente entregada por el vergonzoso tratado que firmó el Emperador Joviano, cediendo a Persia cinco distritos de frontera. Para suplantar a Nisibis, Anastasio había fortificado Daras, que estaba en territorio romano; pero se necesitaba un puesto de avanzada para protegerla contra un ataque por sorpresa. Por lo tanto, Justiniano permitió a Belisario, a su propio requerimiento, que construyera un castillo en Migdon, que estaba a tres millas de allí y a pocos cientos de yardas de la frontera.

Belisario había estudiado el arte de la fortificación. Situó el castillo en una posición ventajosa, y se puso a construirlo a ritmo acelerado, pues quería que una guarnición lo ocupara antes de que los persas pudieran interrumpir las obras. Los albañiles, que eran muchos, edificaron apresuradamente, la espada a la cintura, tal como se dice que los judíos al mando de Nehemías reconstruyeron las murallas de Jerusalén bajo la mirada recelosa de sus vecinos samaritanos. Antes de iniciar la obra, Belisario había acumulado en Daras una gran cantidad de madera y piedras labradas y cal; y las murallas del castillo, que encerraban dos acres de tierras, se elevaron rápidamente.

El comandante persa de Nisibis envió una protesta inmediata a Belisario, despachando una copia al comandante de los ejércitos romanos de Oriente, con una extensa carta donde comentaba que los persas se tomaban muy a pecho esta nueva ruptura de las cláusulas del tratado concernientes a las fortificaciones fronterizas. Si la construcción no cesaba en el acto, se vería obligado a recurrir a la fuerza.

La protesta fue comunicada de inmediato a Justiniano, quien replicó que había que pasarla por alto y enviar refuerzos a Belisario sin demora. Los refuerzos consistían en una división mixta de caballería e infantería, al mando de dos jóvenes nobles tracios, dos hermanos llamados Cutzes y Butzes, quienes mandaban conjuntamente las tropas acantonadas en el Líbano. Por desgracia, el encuentro con los persas frente al Castillo de Migdon se produjo un día en que Belisario yacía enfermo, en la etapa febril más cruda de la malaria, y reducido a una incapacidad total. Unos ocho mil hombres de cada bando se trabaron en lucha y, durante el curso de la batalla, Butzes, con la mitad de la caballería, se dejó arrastrar en persecución de una pequeña fuerza enemiga, exponiendo así el flanco del cuerpo principal, que estaba compuesto por infantes. Los persas hicieron un ataque concentrado sobre la caballería de Cutzes, en el otro flanco, y la desbarataron, capturando varios prisioneros, entre ellos el mismo Cutzes. La infantería, cubierta en su retirada por la caballería de Belisario al mando de Juan de Armenia, se replegó hacia el castillo. Al caer la noche, Butzes regresó con las fuerzas intactas y exhibió orgullosamente su botín, pero se enfureció al enterarse del destino del hermano. Ordenó la evacuación del castillo, considerándolo un lugar de mal agüero; y toda la fuerza romana, infantería y caballería, se retiró hasta Daras, llevando al convaleciente Belisario en una litera. Dos días más tarde, Belisario, repuesto del delirio de la fiebre, pero todavía tan débil que apenas podía montar, dirigió un contraataque contra los persas, quienes habían ocupado el castillo y ya lo estaban desmantelando. A la cabeza de sus coraceros, se sumaban unos mil hombres, los echó de las murallas; pero Butzes, quien debía haber vuelto con la infantería y con provisiones para resistir un sitio, no pudo persuadir a sus hombres de que lo siguieran; de manera que el Castillo de Migdon fue abandonado una vez más por falta de guarnición. Los persas lo destruyeron y se retiraron victoriosamente a Nisibis.

Justiniano, al leer los informes que le llegaban, decidió que el comandante de los Ejércitos de Oriente había cometido un error de juicio al enviar a Belisario tropas inadecuadas y mal conducidas, y que Belisario era el único soldado que no había manchado su reputación. Por lo tanto, destituyó a su comandante de ejércitos y designó en su lugar a Belisario, que en esa época tenía apenas veintiocho años. Justiniano envió también a la frontera al maestre de oficios, uno de sus principales ministros, cuyos deberes incluían la supervisión de puestos, comunicaciones y arsenales en el Imperio de Oriente, y de las embajadas extranjeras en el exterior. Este maestre de oficios tenía órdenes de reanudar las negociaciones de paz con los persas, pero retrasándolas todo lo posible, dando así tiempo a Belisario para preparar la defensa de Daras y de la frontera en general. Belisario aprovechó la tregua para hacer un viaje de inspección por la frontera, consolidando fortificaciones, reclutando y adiestrando tropas, reuniendo pertrechos. Esperaban poder evitar la reiniciación de las hostilidades, pues se tenía la impresión de que a los setenta y cinco años Cabades preferiría una vejez apacible a las ansiedades de una guerra en gran escala. Pero no sucedería así.

Belisario, que había logrado reunir un ejército de veinticinco mil hombres (de los cuales, sin embargo, a lo sumo tres mil podían demostrar reciedumbre, en el ataque o en la defensa), no tardó en saber que un ejército de cuarenta mil hombres bien entrenados, al mando del generalísimo persa Firuz, marchaba contra él. Luego vino un emisario persa con un arrogante mensaje para Belisario: «Firuz del Listón Dorado pasará la noche de mañana en la ciudad de Daras. Que le tengan preparado un baño».

A lo cual Belisario respondió con el cortés ingenio que convenía a su elegante persona: «Belisario del Casco de Acero asegura al generalísimo persa que el baño caliente y la ducha fría estarán preparados para él».

La persona que se sintió más insultada por el mensaje de Firuz, curiosamente, no fue Belisario, sino un asistente de baño. Era el mismo Andreas que había llevado el saco con los libros de Belisario. Andreas había recibido la libertad unos años antes en Constantinopla, y lo habían empleado como instructor de un gimnasio cerca de la Universidad hasta que fue al este para reunirse con Belisario en Daras.

El problema táctico de Belisario era ahora el típico problema del pobre posadero de campo que tiene que preparar un banquete para varios huéspedes famélicos con muy poco tiempo: es decir, cómo hacer que poco rinda mucho. Como el posadero, sabía que su poco era de calidad inferior y, también como el posadero, solucionó el problema con una mesa bien puesta y una sonrisa desenfadada, sirviendo primero los mejores platos y el mejor vino, y dejando los bocados más toscos y el peor vino como reserva. Los bocados más toscos y el peor vino eran los infantes, la mitad de los cuales había sido reclutada recientemente. Decidió, ya que disponía de poco tiempo, no tratar de entrenarlos en más de un arte: por lo tanto, optó por transformarlos en arqueros. Les suministró arcos largos y rígidos y les reguló la paga de acuerdo con la destreza que adquirieran con estas armas; se trataba de lo que él llamaba «disparos al azar». Sólo exigía que cada hombre pudiera lanzar todas las flechas de su aljaba a una distancia de por lo menos cien yardas, manteniéndolas en un ángulo no superior a diez grados. Contra un enemigo apiñado, esto sería suficiente. Ya había fabricado una cantidad enorme de flechas, y aún mantenía ocupados a sus artífices en la fabricación de más puntas de flecha y en la preparación y emplumado de más astiles. A la infantería adiestrada también la perfeccionó en un solo arte: la defensa de un puente angosto contra las cargas de caballería o infantería; proveyó a todos de armaduras y lanzas de longitud variable, entrenándolos en la formación de falange empleada por Alejandro, cuyo frente estaba erizado de lanzas como un puerco espín hindú. Adiestró a la infantería a medio entrenar en el lanzamiento de jabalinas. Los mejores platos y el mejor vino, siguiendo con la metáfora del posadero pobre, eran los de caballería. Había dividido temporalmente a sus coraceros en seis grupos, que envió como tropas modelo a los seis escuadrones regulares de caballería pesada, para presentar una pauta de entrenamiento a imitar: no los puso como instructores, sólo como modelos en las artes de disparar y lancear y maniobrar ágilmente, pero pasaron a ser instructores. También tenía consigo dos escuadrones de caballería ligera de hunos masagetas, de más allá de Bucara y Samarcanda, viejos enemigos de Persia. Y medio escuadrón de hunos hérulos, cuyos cuarteles de verano estaban en Crimea; eran arqueros, muy rápidos para disparar, y para luchar cuerpo a cuerpo llevaban lanzas y espadones. Vestían chaquetas de cuero de búfalo, con ligeras placas metálicas cosidas, pero ninguna otra armadura. (La caballería ligera es esencial para el trabajo de avanzada en la frontera, sostenía Belisario, pero hay que apoyarla con una pequeña fuerza de choque de caballería pesada acantonada a poca distancia. El Imperio era pobre en caballería ligera, como puede deducirse del hecho de que los hunos hérulos y masagetas vivieran a muchos cientos de millas de la frontera romana).

Belisario se apostó frente a Daras, más allá del terreno que bordea la fosa. Diseñó un sinuoso sistema de trincheras de seis pies de profundidad y doce de ancho, con un puente angosto cada cien pasos. El sistema, visto desde las almenas de la fortaleza, se parecía al dibujo de un sombrero de alas anchas y copa cuadrada, con la parte superior de la copa en el linde exterior de la plaza de armas. Como esta batalla se libraría por elección de los persas, y como el objetivo de ellos era capturar y desmantelar Daras, Belisario podía darse el lujo de permanecer a la defensiva; y, en verdad, haber tomado la ofensiva con esas tropas habría sido muy imprudente.

Alrededor de los tres lados del cuadrado central abierto, o entrante, del sistema de trincheras, Belisario apostó la infantería, con falanges de lanceros custodiando los puentes, apoyados por lanzadores de jabalinas, y con arqueros alineados a lo largo de la trinchera intermedia. La trinchera estaba erizada de estacas afiladas en toda su extensión y era demasiado ancha para que un jinete la cruzara de un salto. Sobre las alas, detrás de las trincheras avanzadas (el ala del sombrero), apostó caballería pesada. Los puentes de las trincheras eran un poco más anchos aquí, para permitir un movimiento más rápido. Como enlace entre el centro y las alas, había seiscientos hunos masagetas apostados dentro de cada esquina del entrante, listos para descargar una lluvia cruzada de flechas contra el enemigo si avanzaba contra la infantería, o acudir en auxilio de cualquier ala de caballería que se encontrara en apuros. Como reserva, tenía a su propio Regimiento Personal, agrupado nuevamente, y los hunos hérulos.

Éstas fueron sus disposiciones. Todos las aprobaron en el consejo de guerra ante el cual se explicaron. Los hombres gozaban de excelente salud, pese al bochornoso tiempo de julio: la esperada epidemia de disentería y otras enfermedades favorecidas por el calor, casi inevitables en Daras a esa altura del año, no se habían presentado. Lo cierto es que Belisario había promulgado reglas muy estrictas sobre la mezcla de todo el agua potable con vinagre para purificarla; y sobre la limpieza de las letrinas y cocinas de campaña; y, especialmente, sobre las medidas para impedir la aglomeración de moscas, pues decía que Belcebú, el Señor de las Moscas, era el principal demonio de la destrucción y que donde había moscas había enfermedad. Más aún, todos los ejercicios militares se habían realizado de madrugada, antes de que el sol quemara demasiado, después de lo cual los hombres dormían hasta mediodía. Al oscurecer, los había despachado a realizar marchas nocturnas para mantenerlos en buenas condiciones físicas, o los había puesto a cavar. Belisario nunca permitía que sus hombres holgazanearan. Ahora estaban con ánimos adecuados para la lucha, y tenían suma confianza en el joven comandante.

Al amanecer del día siguiente al de la llegada del mensajero de Firuz, los vigías de las almenas anunciaron que habían avistado nubes de polvo a lo largo de la carretera de Harmodio, una aldea cercana a Migdon en dirección de Nisibis. Pronto se avistaron las columnas persas, formadas en orden cerrado, fuera del alcance de los arcos romanos, la infantería al centro, protegida por enormes escudos ovales, y la caballería a ambos flancos. Se estimó ese ejército en unos cuarenta mil hombres. Pero el comentario de Belisario fue:

—Hay pocos generales capaces de controlar a cuarenta mil hombres en batalla. Sin duda, Firuz estaría más tranquilo si ambos ejércitos tuvieran igual número de soldados.

Los persas trataron de incitarlos al ataque mediante desafíos y gritos de burla, pero los romanos se quedaron quietos y callados. Ni siquiera se retiraron para el almuerzo, como era la costumbre; se les repartió comida fría —puerco salado, tortas de trigo y vino— en sus puestos. Firuz había creído que la visión de sus numerosas fuerzas enloquecería de miedo a nuestros hombres, y que la hora del almuerzo sería una excusa más que suficiente para que los comandantes más pusilánimes retiraran sus fuerzas. Todavía no preveía un combate serio.

—Esperad —dijo—. Son sólo romanos. Pronto se arrepentirán. —Pero nada ocurrió.

A última hora de la tarde, las tropas personales de un persa llamado Pituazes, que mandaba el flanco derecho, cargaron contra la caballería tracia de Butzes, que estaba frente a él. Butzes había jurado a Belisario que ese día lucharía en cooperación leal con el resto de las fuerzas, sin emprender aventuras individuales. Tal como lo habían acordado, pues, se retiró ligeramente de la trinchera en cuanto los hombres de Pituazes, todos montados sobre caballos grises, se lanzaron sobre él. Su objetivo era atraer a los persas y luego volverse y atacarlos mientras todavía estaban apiñados ante los puentes, sin haberse desplegado adecuadamente. Los persas, sin embargo, no se arriesgaron a cruzar la trinchera de modo que, pese a todo, Butzes y sus hombres regresaron a sus puestos, disparando desde la silla mientras cabalgaban. Los persas se retiraron. Estos jinetes persas tienen armas y escudos muy ornamentados y aljabas especialmente hermosas, y usan guantes (por lo cual nuestros hombres los ridiculizan), pero no yelmos. También llevan látigos de montar; a nuestros hombres los látigos no les sirven de nada en la batalla.

Siete persas cayeron en esta escaramuza, y Butzes envió una partida más allá de la trinchera, para traer los cuerpos. Luego, los dos ejércitos siguieron observándose mutuamente unos minutos más, en silencio. Se dice que Firuz comentó a sus comandantes que los romanos mantenían un orden sorprendente, pero que mandaría a buscar la guarnición de Nisibis diez mil hombres más, y sin duda su llegada, al día siguiente, tendría por efecto el minar la obstinación del enemigo. Luego, un joven persa, cuyo nombre ignoro, un aristócrata por su atuendo y sus armas, salió al galope montado en un hermoso caballo castaño, hacia el centro de las defensas romanas. Sabía un poco de griego y, frenando de golpe, desafió a un combate individual, prometiendo que haría trizas a cualquier caballero romano que se atreviera a enfrentarlo.

Nadie aceptó el reto, pues había orden general de no romper las filas bajo ningún pretexto. El joven continuó gritando y blandiendo la lanza y riendo despectivamente. De pronto, hubo un murmullo en la trinchera lateral de la izquierda romana. Un jinete, agazapado sobre el pescuezo del caballo, atravesó un puente a la carrera, pasando junto a los hunos masagetas del ángulo, y cargó sobre el persa. El persa reaccionó demasiado tarde. Trató de eludirlo, lanzando el caballo hacia delante, pero la lanza le dio de lleno en el lado derecho del tórax y lo derribó. Quedó atontado. El romano, desmontando rápidamente, lo degolló como a un animal sacrificial. Un grito estentóreo brotó del ejército romano, y de las murallas de Daras, que estaban atestadas de gente de la ciudad. Al principio se pensó que el héroe era Butzes, vengando la captura de su hermano Cutzes. Pero cuando el vencedor regresó, cruzando la trinchera al paso, conduciendo el caballo persa con el persa muerto echado sobre la silla, se vio quién era: el audaz Andreas, el asistente de baño.

Pues Andreas, cuyos deberes eran ligeros y cuyo carácter era enérgico, hacía un tiempo que, sin que lo supiera Belisario, participaba en los ejercicios matinales de caballería con Butzes, quien ahora era maestre de caballería de Belisario; y su entrenamiento como luchador lo había transformado en un combatiente formidable. Belisario le envió un oficial superior para felicitarlo, con un casco de acero con penacho blanco y una lanza con pendones blancos como presente y una cadena de oro como señal de que deseaba darle rango de sargento entre sus coraceros personales. Pero el maestre de oficios, que hacía las veces de mariscal de Belisario, deploró la ruptura de la disciplina, aunque estaba encantado con el triunfo de Andreas. Comunicó a todos los comandantes de escuadrón que nadie más debía responder a otro desafío individual, bajo pena de una severa azotaina. Belisario recriminó al maestre de oficios esa amenaza, pues no podía cumplirse. El hombre que saliera a aceptar el reto resultaría victorioso, en cuyo caso habría una protesta popular contra su castigo, o derrotado, en cuyo caso, el persa se llevaría el cuerpo fuera del alcance de los azotes romanos.

Pronto hubo un segundo desafío. Era otro persa, que se sentía insultado porque el primer retador había tomado la iniciativa contra las reglas de la cortesía. Pues existe una etiqueta estricta sobre estos asuntos en el ejército persa: el retador siempre debe pertenecer a la familia más noble representada en la batalla. El segundo retador, por lo tanto, salió al campo para reafirmar el orgullo de su familia, más que por ansias de combatir. No era un joven, sino un hombre maduro; manejaba el caballo y las armas con aire de experimentada decisión. No gritaba con entusiasmo como el joven muerto por Andreas, sino que hacía restallar el látigo con un seco «¡Ho, ho!» de vez en cuando, mientras cabalgaba frente a las líneas romanas. En un momento frenó y gritó algo en persa, que aparentemente era una invitación para que Belisario mismo saliera a enfrentarse a él. Pero cuando un oficial de la plana mayor comunicó esto a Belisario, urgiéndolo a aceptar el combate por el efecto alentador que esto surtiría en la tropa, él respondió despectivamente:

—Si busca la muerte, ¿por qué no mete la cabeza en un lazo, por su cuenta, en vez de tratar de implicarme a mí como accesorio?

De modo que, por un largo rato, nadie atacó al segundo retador. Ya emprendía el regreso a las líneas persas, tal vez aliviado de haber cumplido con una obligación honorable para su familia sin serias consecuencias personales, cuando, como antes, se elevó un murmullo: de nuevo un jinete, esta vez con un casco de penacho blanco y una lanza con pendones blancos, cruzó el puente a la carrera. El persa se volvió, empuñó la lanza, espoleó el caballo y encontró al retador a toda carrera. Cada lanza chocó contra la armadura bruñida hacia la cual apuntaba; pero por alguna razón los caballos, en vez de seguir de largo como ocurre normalmente en estas justas, se estrellaron de frente con un clamor de frontales y pectorales y cayeron sobre las ancas. Los jinetes fueron catapultados hacia delante y chocaron en el aire, rodando al suelo en un ovillo. Todos los espectadores contuvieron el aliento. El romano fue el primero en recobrarse y, cuando el persa se hincó de rodillas, le golpeó la cara con el puño, le asió los pies y lo arrojó de cabeza en el célebre estilo de las escuelas de luchadores; y lo despachó de una sola puñalada. Entonces, un rugido se elevó de entre los romanos, detrás de las trincheras y sobre las murallas, aún más estentóreo que antes, y se vio que era de nuevo Andreas, con uniforme de sargento del Regimiento Personal de Belisario, quien había asumido el deber de mantener el honor de Roma. Los persas se retiraron a su campamento, considerando que el día era poco auspicioso; y los romanos entonaron el canto de la victoria y se replegaron tras las murallas de Daras.

Pero Andreas renunció a su rango de sargento en el Regimiento. Había realizado una gran hazaña ese día en presencia de setenta mil hombres, y repitiéndola había probado que la debía a la destreza, no al azar; por mucho que viviera, nunca podría superar esas proezas gemelas, que siempre serían recordadas en campamentos y tabernas, y en las historias escritas de la guerra. Por lo tanto, regresó a sus toallas y esponjas y hornillos, de nuevo un simple asistente de baño, y nunca más vistió armadura, excepto en una ocasión muy singular y urgente a la cual me referiré en el momento oportuno.

Al amanecer de la mañana siguiente llegó la guarnición de Nisibis, aumentando las fuerzas persas a cincuenta mil hombres de todas las armas, el doble de las fuerzas de Belisario.

—Si son pocos los generales capaces de controlar en batalla un ejército de cuarenta mil hombres —comentó Belisario en cuanto se enteró—, menos aún son capaces de controlar cincuenta mil. —Su conjetura de que Firuz no las tenía todas consigo a causa del tamaño descomunal de sus fuerzas parecía justificada. Pues ahora estaban reorganizadas en dos líneas de batalla similares, una respaldando a la otra. Belisario comentó—: La solución de un sargento instructor. Pudo haber utilizado las formaciones frontales para cubrir Daras, y atacar con el resto mis comunicaciones. —Entretanto, él y el maestre de oficios enviaron una carta conjunta a Firuz, sugiriéndole que retirara el ejército persa a Nisibis en vez de lanzarse a una batalla desesperada e innecesaria. Casi toda la carta la redactó Belisario, y se ha conservado una oración característica: «Nadie que posea un mínimo de sentido común gusta de combatir, aun cuando combatir sea necesario; y el general que inicia las hostilidades tiene una grave responsabilidad, no sólo ante los hombres bajo su mando, sino ante su nación entera, por las angustias y horrores que son inseparables de la guerra». El maestre de oficios añadió un pasaje explicando que Justiniano pronto reanudaría las negociaciones de paz y su embajador estaba ahora en camino desde Antioquía, pero que un encontronazo en Daras pondría fin inmediatamente a toda esperanza de un arreglo pacífico.

Firuz respondió que las declaraciones de paz de los embajadores romanos habían engañado tan a menudo a Persia que su país había perdido la paciencia: la guerra era ahora el único remedio para esos males. Ningún tratado de paz podía tomarse en serio, especialmente si lo garantizaban juramentos romanos.

Belisario y el maestre de oficios respondieron que habían dicho cuanto podía decirse sin mengua del honor, y que esa correspondencia sería cosida al estandarte imperial al día siguiente —copias auténticas de sus cartas y la respuesta persa—, como testimonio ante el Dios de los cristianos de que los romanos habían hecho todo lo posible para evitar una batalla innecesaria.

Firuz respondió: «Los persas también tienen un Dios, más antiguo que el vuestro, y más poderoso, y mañana nos permitirá entrar triunfantes en Daras».

Belisario se dirigió entonces a sus tropas, que estaban apiñadas masivamente detrás de la trinchera central. Elevó la voz y habló despacio y claramente, para que cada hombre lo oyera tan claramente como en una conversación en un aposento privado; y habló llanamente, primero en latín macarrónico y luego en griego, para que todos pudieran entenderle. Explicó que si en el pasado los romanos no habían podido derrotar siempre a los persas, que eran inferiores a todos ellos en coraje, armamento y físico, se debía simplemente a que la disciplina era defectuosa; y eso se remediaba fácilmente. Si cada hombre obedecía a sus oficiales durante el avance y la retirada, la derrota sería imposible. El soldado raso debía pelear en batalla como si se tratara de una maniobra, y en una maniobra era más fácil obedecer que romper filas o actuar por iniciativa propia. El control táctico de la batalla debía descansar en las manos responsables del general en jefe, o sea él, y él había dado instrucciones claras y alternativas a sus oficiales subalternos sobre cómo comportarse en tal o cual circunstancia. El soldado raso debía concentrarse en sus propias armas, y en conservar la formación, para no tener tiempo de especular ociosamente sobre el desarrollo general del combate. Debía confiar plenamente en la inteligencia y la lealtad probadas de los oficiales. También hizo una alusión burlona a la infantería enemiga, sólo a medias integrada por soldados entrenados.

—Los reclutas romanos habéis aprendido en poco tiempo a hacer bien una cosa, que es disparar con fuerza y rectamente; sus reclutas también han aprendido un solo arte militar, el de protegerse tras esos escudos enormes. Son meras multitudes de campesinos adiestrados para impresionar, como los ejércitos del Teatro, y constituirán una seria dificultad para el generalísimo antes de que el día haya terminado. Llevan lanzas en la mano, es verdad, pero no por ello son lanceros, como no serían encantadores de serpientes por el mero hecho de llevar flautas.

Desde la torre de observación anunciaron que los persas estaban empezando a congregar sus fuerzas, de modo que, con vítores entusiastas para Belisario, las tropas partieron. La caballería pesada pasó a ocupar sus puestos en los flancos, la caballería ligera se apostó en dos ángulos de la entrante, los arqueros se alinearon nuevamente ante las trincheras más próximas, las falanges de lanceros se apostaron en los puentes con los lanzadores de jabalinas detrás y al costado. Entonces Faras, el jefe menudo y patizambo de los hunos hérulos, trotó hasta Belisario y le dijo en el griego comercial casi ininteligible que usan esos salvajes de Crimea:

—No daño persas, no mucho, aquí abajo altos muros: manda a mí detrás de colina izquierda, lejos. Oculto a mí detrás de colina. Cuando vienen persas, ataco retaguardia; galopo, disparo, disparo.

Belisario miró fijamente a Faras, quien bajó los ojos. Faras obviamente dudaba del desenlace de la batalla y quería mantenerse en una posición neutral; lanzaría su carga final contra el bando que aparentemente estuviera ganando. Belisario notó que el dedo de Farras sangraba a causa de un ligero rasguño: se apresuró a tomarlo, pues estaban rodilla contra rodilla, y lo sorbió metiéndoselo en la boca. Luego dijo:

—He bebido tu sangre, Faras: serás mi anda, mi hermano de sangre. Ve ahora, querido Faras, mi anda, y haz como dices. Ocúltate tras la colina y carga contra los persas, ni demasiado pronto ni demasiado tarde.

—¡Bebes mi sangre, ahora dame tuya, anda! —se quejó Faras con un gimoteo. Pues con ese acto unilateral había quedado (de acuerdo con la superstición de los hunos) bajo el poder mágico de Belisario. Pero Belisario replicó:

—Después que hayas atacado tendrás tu parte. Ahora no tengo sangre para desperdiciar, anda. —De esa manera se había asegurado la lealtad de Faras.

Los persas se mantuvieron en sus posiciones toda la mañana, hasta que oyeron en las fortificaciones los trompetazos que indicaban que los encargados de las raciones debían llevar el almuerzo a las trincheras. En cuanto Firuz calculó que la distribución de alimentos estaba por empezar, lanzó el ataque. Los soldados persas están acostumbrados a comer al caer la tarde, y en consecuencia no sienten hambre hasta que el sol baja en el cielo, mientras a los romanos se les despierta el apetito cuando suena la trompeta a mediodía. Sin embargo, Belisario había previsto un ataque a mediodía y había aconsejado a las tropas que se llenaran bien el vientre con el desayuno; de modo que no pelearon con menos vigor. La caballería persa avanzó hasta un tiro de arco de la caballería romana de las alas y empezó a disparar; y una masa de arqueros a pie también se adelantó hacia la entrante y empezó a disparar nubes de flechas contra la infantería romana y la caballería ligera de los ángulos de las trincheras. Los arqueros a pie avanzaban en filas de uno paralelas, con un paso de distancia entre las filas. En cuanto el hombre a la cabeza de la fila había disparado una flecha, se retiraba al fondo y luego volvía gradualmente a la cabeza; y por ese medio el caudal de flechas era constante. Superaban muchísimo en número a nuestros arqueros, pero sufrían tres grandes desventajas. Primero, los arcos rígidos que usaban los reclutas de Belisario tenían mayor alcance que los arcos livianos persas; segundo, el viento soplaba del oeste, de modo que las flechas persas perdían velocidad y tenían trayectorias cortas; por último, les disparaban desde el frente y de ambos flancos, y estaban tan apiñados que casi todos los disparos al azar de los romanos daban en el blanco. La presión de las tropas de refresco que venían detrás los obligó a avanzar más de lo que deseaban, y aunque esto daba mayor eficacia a sus disparos, sufrían más bajas. Un intento poco entusiasta de los lanceros para capturar dos de los puentes simultáneamente, fracasó; los lanzadores de jabalinas los ahuyentaron. Pero un par de horas después, cuando ambos bandos habían agotado sus armas arrojadizas, hubo batallas desesperadas en los puentes a lo largo de toda la línea con lanzas y espadas, y tentativas de cruzar las trincheras con planchas. Belisario frustró un peligroso avance con jinetes desmontados, del escuadrón del flanco derecho de hunos masagetas, llamados a ese lado de la trinchera.

Por último, los atacantes obtuvieron una pequeña ventaja sobre los tracios de Butzes, a la izquierda. Atravesaron un puente y lograron desplegarse en el otro lado. Las tropas enemigas eran de auxiliares sarracenos, bien montados y feroces. Butzes luchó enérgicamente, pero el desenlace fue dudoso hasta que el escuadrón izquierdo de hunos masagetas, que, como el derecho, había sido llamado a las trincheras, acudió en su ayuda. Acababan de recibir una provisión de flechas persas que una multitud de niños de la ciudad había recogido apresuradamente en todas partes, atándolas en gavillas de cuarenta. Los sarracenos tuvieron que retirarse por el puente con cuantiosas pérdidas, y no habían tenido tiempo de reagruparse cuando Faras y su medio escuadrón de hérulos bajaron imprevistamente de la colina, atacándolos por la retaguardia. Se dice que los hombres de Faras mataron más enemigos, en proporción a su número, que cualquiera de las fuerzas que batallaron ese día. Ahora usaban sus espadones y, entre ellos, los tracios de Butzes y los hunos masagetas, la caballería persa de ese ala perdió tres mil hombres. Los supervivientes se retiraron al cuerpo principal; pero Butzes no tenía instrucciones de perseguirlos y regresó obedientemente a su trinchera.

Belisario llamó inmediatamente a los hunos masagetas y a los hombres de Faras. Abrazó a Faras y concluyó la ceremonia de hermandad de sangre permitiendo a Faras sorber el tajo que una flecha le había abierto en el dorso de la mano. Estos magníficos combatientes se necesitaban ahora con urgencia en el otro flanco, a donde Firuz acababa de enviar a «Los Inmortales» —el Real Cuerpo de Caballería Pesada, formado por diez mil hombres— para que quebraran la defensa a toda costa. «Los Inmortales» lograron tomar dos puentes. Nuestra caballería, integrada en esa zona casi totalmente por armenios, se retiró lentamente, pero, de acuerdo con las instrucciones, en diagonal hacia la derecha. Esto dejó el campo libre para un vigoroso contraataque romano desde el centro. El escuadrón derecho de hunos masagetas, de nuevo a caballo y reunido con los compatriotas que acababan de triunfar en el ala izquierda y con los hérulos de Faras, y el incomparable Regimiento Personal de Belisario, salieron al trote largo, y luego al galope. La fuerza de la carga, que sorprendió a los persas por el flanco, fue tan demoledora que atravesó la columna, hendiéndola.

El general persa al mando de aquella ala era el tuerto Baresmanas, un primo del rey Cabades. Cabalgaba cómodamente con su plana mayor a la zaga de lo que él creía una victoriosa persecución de la desbaratada ala derecha romana, cuando, de pronto, de su lado ciego, oyó gritos y exclamaciones salvajes, y los hunos masagetas se abalanzaron sobre él con sus lanzas cortas y resistentes y blandiendo espadones. Estos hunos tenían buenas razones para odiar a Baresmanas, pues él era el general que les había arrebatado las tierras de pastoreo en el este. En venganza habían viajado muchos cientos de millas para alistarse en el ejército romano. Su jefe, Sunicas, embistió con la lanza al gran portaestandarte, que estaba unos pasos delante de Baresmanas, y lo hirió en el brazo levantado, de modo que el estandarte carmesí bordado con el León y el Sol se ladeó de golpe y cayó. Un aullido de furia y alarma, procedente de detrás, detuvo a «Los Inmortales» de delante; en cuanto vieron que el gran estandarte había caído, se precipitaron al rescate. Pero era demasiado tarde. Sunicas, ebrio de gloria, había buscado al mismo Baresmanas y lo había matado de un lanzazo en el costado, y ante ese espectáculo los persas de la retaguardia emprendieron la fuga. El cuerpo principal de «Los Inmortales» estaba ahora rodeado, pues los armenios se habían repuesto y de nuevo combatían fieramente; y cinco mil de estos nobles persas cayeron antes de que terminara el día.

Pronto, el flanco desprotegido de los persas se partió y retrocedió en tropel hacia Nisibis, y los reclutas de la infantería persa confirmaron la mala opinión que Belisario tenía de ellos arrojando los grandes escudos y las lanzas cuando el principal cuerpo romano los persiguió. Los reclutas romanos, aunque sólo entrenados en arquería, recogieron las lanzas caídas y jugaron a ser lanceros; las filas persas estaban tan desordenadas que aun ese torpe ataque con lanzas transformó la retirada en pandemonio.

Pero Belisario no permitió que la persecución se prolongara más de una milla, pues tenía por principio no acosar al enemigo vencido al punto de la desesperación; la cual también había sido una máxima de Julio César. Así preservó la pureza de la victoria. Era la primera vez en más de cien años que los romanos derrotaban decisivamente a un ejército persa; y habían luchado con una gran desventaja numérica. El gran estandarte de Baresmanas, teñido de sangre, fue recogido del campo de batalla, y Belisario lo envió a Justiniano junto con los despachos adornados con laurel que anunciaban la victoria.

El ejército persa no se recobró de la sorpresa y la humillación en mucho tiempo. Sólo hubo escaramuzas el resto del año en esa región de la frontera, pues Belisario no podía arriesgarse a atacar Nisibis ni a intentar siquiera reconstruir el Castillo de Migdon. En cuanto a Firuz, Cabades lo acusó de cobardía y lo privó del listón dorado que usaba en el cabello como señal de alto rango.

Para ser más preciso en cuanto a los hunos. Hay muchas naciones de ellos, y ocupan todas las comarcas agrestes, al norte de los Imperios Romano y Persa, desde las montañas de los Cárpatos hasta China. Hay hunos blancos y hunos masagetas y hunos hérulos y hunos búlgaros y tártaros y muchos más. Todos tienen las mismas costumbres generales, excepto los hérulos, que se han convertido recientemente al cristianismo. Los hunos tienen tez trigueña, con ojos oblicuos y hundidos (siempre inflamados por el viento y el polvo), narices chatas, mejillas gordas, cabello lacio y negro que llevan corto por delante, trenzado sobre las orejas y largo detrás, pantorrillas pequeñas, brazos vigorosos, pies menudos vueltos hacia dentro. Navegan por el desierto como los marineros por el mar, en largas caravanas de carromatos cubiertos de paño negro. Sus caballos pueden galopar veinte millas sin detenerse, y recorrer cien millas en un solo día. De algunos carromatos cuelgan grandes cestos de mimbre forrados con fieltro negro, donde almacenan la totalidad de sus tesoros personales; y de otros cuelgan tiendas acampanadas del mismo material, que son sus únicos hogares. Yerran de pasto en pasto con el cambio de las estaciones; en un año recorren una distancia quizás equivalente a un viaje de ida y vuelta entre Constantinopla y Babilonia. Cada tribu y cada clan de cada tribu tiene sus propios pastos hereditarios. Casi todas sus guerras se originan en contiendas por derechos de pastoreo. En verano marchan al norte, siguiendo al pinzón de las nieves; en invierno regresan al sur. No trabajan la tierra, pero obtienen grano por trueque o como tributo de sus vecinos sedentarios. Su principal refresco es la leche de yegua, que ellos llaman kosmos y consumen fresca, o como leche de manteca, o como suero, como el embriagador kavasse. Detestan el agua. Comen todas las carnes, pero ellos sólo se abastecen de caza y carne de caballo, pues cerdos y bueyes morirían en el crudo viento de las estepas que recorren. Curan la carne secándola al sol y al viento, sin sal. Su afición por la carne de caballo los hace abominables para las gentes civilizadas.

Los hunos usan gorros de piel de zorro y en invierno se abrigan con dos chaquetones de piel, uno con la pelambre vuelta hacia afuera, el otro con la pelambre vuelta hacia dentro. El rango de un hombre se conoce por la clase de piel que viste: la persona ordinaria viste piel de perro o lobo; el noble, piel de marta. Los pantalones son de piel de cabra. En los puños llevan gerifaltes para la cetrería, mediante la cual cazan gran cantidad de gansos salvajes y otros animales. Su otro deporte principal es la lucha a caballo. Son muy belicosos; sin embargo, cuando dos hombres pelean, ningún tercero se atreve a intervenir para separarlos, ni siquiera el hermano ni el padre de un contendiente. El asesinato se castiga con la muerte (a menos que el asesino estuviera ebrio en el momento), y también la fornicación, el adulterio y el robo, y el orinar en la hoguera de un campamento, y ofensas aún menores, a menos que se cometan fuera del clan o tribu o confederación de tribus, en cuyo caso todo está permitido. Son sucios por hábito, y no se lavan, sino que se embadurnan la cara con grasa de caballo. Adoran el cielo azul y tienen magos y, por temor a los malos espíritus, ninguno de sus enfermos puede recibir la visita de nadie, excepto de sus sirvientes. Los aterran el trueno y el rayo, y durante las tormentas se esconden en sus tiendas. El matrimonio se celebra mediante el rapto o el rapto fingido, y el hijo hereda todas las esposas del padre, salvo su propia madre. Sus armas, como he dicho, son arcos ligeros y flechas, y lanzas resistentes y espadones curvos. En batalla, los más nobles visten chaquetas de cuero acorazadas al frente con láminas superpuestas; mas no detrás, porque lo consideran cobardía. Hablan una lengua casi ininteligible, y gorjean como pájaros.

La mayor parte vive en pie de guerra, tribu contra tribu y clan contra clan, pero ocasionalmente un noble llega a príncipe, sometiendo a muchos clanes, y lo llaman Khan. Cuando surge un Khan, ambos imperios deben cuidarse de las incursiones fronterizas.

Esto es todo en cuanto a los hunos.