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EL SECRETO DE LA SEDA

La parte del palacio adonde condujeron a mi ama Antonina era el vestíbulo, llamado la Morada de Bronce. El techo es de tejas de bronce, y hay una imagen de Cristo sobre la puerta. Aquí están acuartelados los cuatro batallones de la Guardia Imperial; aquí también se encuentran la sala del trono y los salones de banquetes estatales, y la prisión estatal para hombres y mujeres acusados de traición. Los otros edificios principales del palacio son el Dafne, donde se atienden casi todos los asuntos imperiales, y el Sigma, donde el Emperador y la Emperatriz tienen sus dormitorios, y la Residencia de los Eunucos. También hay un pequeño palacio cuadrangular con techo piramidal, construido con mármol moteado de púrpura —los otros son de mármol blanco, amarillo, rojo o verde—, donde todas las Emperatrices deben, de acuerdo con una antigua norma, dar a luz a sus niños, de quien luego se dice que «han nacido en la púrpura». Teodora dio allí una hija a Justiniano, pero la niña murió en la infancia. El palacio y sus anexos y terrenos cubren un décimo de la superficie total de la ciudad, ocupando un triángulo de tierra entre el Bósforo y las aguas del mar de Mármara.

Mi ama tuvo que esperar horas en la sala de recepción de la Morada de Bronce, un aposento pequeño y maloliente, y la interrogaron varias personas relevantes e irrelevantes, casi todas eunucos, y cada cual intentó sucesivamente quebrar su empedernido silencio. La Emperatriz, le aseguraron una y otra vez, se negaba a atender a los solicitantes a menos que declararan expresa y detalladamente qué los traía. Mi ama respondió que si la Emperatriz se enteraba de que estaban demorando a una solicitante de tal importancia, los castigaría por interferir. Ya podían juzgar por la seriedad de su persona que no importunaría a la Emperatriz por nimiedades.

Al fin tuvo éxito. La admitieron en la cámara revestida de seda de la Emperatriz en la segunda audiencia, que empezaba a las dos. Llevaba consigo, además del cesto, a Focio y a Marta; y los niños estaban enfurruñados y lloriqueaban porque no habían almorzado, pues los habían retenido en la sala de recepción desde antes de las ocho. Mi ama reconoció a un par de funcionarios y oficiales de la guardia de los tiempos del establecimiento, pero se cuidó de que nadie la reconociera a ella. La elegante cruz de oro que le colgaba sobre el pecho y las ropas de viuda eran disfraz suficiente; y además había engordado bastante desde sus días de bailarina acróbata. Llevaba diez años alejada de esta parte del mundo.

Mi ama observó los preliminares de la audiencia, que Teodora celebraba en horarios diferentes de los de Justiniano para que los principales funcionarios de Estado estuvieran libres para asesorarla. Un sacerdote inició el procedimiento con una breve plegaria, y se cantaron unos responsos, durante los cuales Teodora se recortó las uñas con un cuchillo diminuto, haciendo un mohín de desprecio. Luego, funcionarios retirados y mujeres notables se acercaron al trono uno por uno con gran reverencia, para besarle el ruedo del manto o el empeine del pie. Ella los recibió glacialmente. Luego se anunciaron los primeros solicitantes. Teodora escuchó a algunos con atención y a otros con impaciencia, enarcando las cejas. Sus decisiones eran lacónicas y precisas. «Un presente de oro para esta mujer», «Esta apelación debe presentarse a Su Clemencia el Emperador», «Llevaos a este sinvergüenza y azotadlo». Todos parecían amedrentados por Teodora.

Sin embargo, no había cambiado en absoluto, pensó mi ama. Por último, Narses, el chambelán eunuco, la anunció a Teodora con tono de disculpas:

—Antonina, viuda de Tal y Cual, traficante de sedas, ex tesorero de la facción Azul en Antioquia: con una apelación personal. Se niega obstinadamente a especificar de qué se trata, pero insiste en que es importante para el Estado y para Su Esplendor.

Mi ama se adelantó e hizo una profunda reverencia.

Teodora escuchó desdeñosamente, la cabeza ladeada en una actitud familiar. Mi ama estuvo por perder la cabeza y dar un brinco para abrazar a su vieja amiga; se le llenaron los ojos de lágrimas. Sentada en el trono dorado con tal gracia y seguridad.

Teodora interpeló a mi ama.

—Qué niña tan guapa. ¿Es hija tuya?

—Sí, Su Esplendor.

—¿Cómo se llama?

—Marta, Su Esplendor.

—¿Por qué Marta?

—Un nombre cristiano, Majestad. La niña está bautizada.

—¿Pero por qué no María? ¿O Isabel? ¿O Dorcas? ¿O Ana? ¿O Zoe?

Mi ama ganó confianza.

—La llamé Marta por la hermana de ese Lázaro que resucitó de entre los muertos. Me han dicho que Marta prefería la rutina práctica de la vida doméstica a la participación en discusiones religiosas tal vez heréticas.

Los sacerdotes se escandalizaron, pero Teodora rió suavemente y dijo al mayordomo:

—Que se marchen todos, y pronto. Quiero entablar una conversación privada con esta viuda inteligente y piadosa.

Antes de que los últimos solicitantes y guardias hubieran abandonado la sala, la Emperatriz había bajado del trono para correr hacia Antonina y estrecharla tiernamente, llorando de alegría.

—Oh, querida Antonina, creí que estabas muerta. ¡Me dijeron que habías perecido en el terremoto de Antioquia! No te reconocí hasta que hablaste. ¿Por qué no viniste antes? Eres la mejor amiga que tuve jamás, querida Antonina.

Mi ama pidió disculpas, explicando que no había sabido si Teodora querría ver a viejas amistades ahora que había llegado a una posición tan encumbrada.

—Has sido injusta —dijo Teodora, abrazándola de nuevo. Acarició la cruz que llevaba mi ama—. ¿De modo que tú también te has hecho cristiana? Nunca lo hubiera esperado de ti, bruja pagana.

Mi ama había recobrado por entero la confianza.

—Lo aprendí de Teodora —bromeó.

Teodora la acarició ligeramente, y parodió una mueca de disgusto. Mi ama, que ya no sentía ninguna ansiedad ni embarazo, le comentó que los niños no habían comido nada desde el desayuno. Teodora llamó de nuevo al mayordomo y le dijo que castigara a la persona responsable de matar de hambre a sus huéspedes. También dijo que la audiencia no proseguía esa tarde, y que los demás solicitantes debían regresar al día siguiente. Luego condujo a mi ama y a los niños a sus aposentos privados, junto al salón de banquetes, donde les sirvieron una maravillosa comida de una fuente de oro con incrustaciones de amatista. Luego evocaron plácidamente los viejos tiempos. Mi ama se enteró de que Indaro había contraído un matrimonio ventajoso y se había mudado a Esmirna, pero que Crisómalo todavía estaba aquí; la llamarían enseguida. ¿Y qué pensaba mi ama de convertirse en camarera de la Emperatriz, con rango de patricia, como Crisómalo, y de vivir también en palacio?

Mi ama no se atrevió a hacer preguntas a Teodora sobre sus relaciones con Justiniano, pero Teodora le contó bastante por propia iniciativa.

—Es un individuo inteligente, pusilánime, indeciso, manejable. La única dificultad que tengo con él consiste en que es religioso, culposamente religioso, y ansía ante todo mantener su alma limpia de cualquier mancha herética. Ambos hemos pactado dejar que se conozcan nuestras disensiones teológicas pero sin tirar en direcciones opuestas. Esto conserva la paz general y atrae a nuestro lado a intrigantes de ambos bandos, el ortodoxo y el herético; almacenamos información.

—¿Y Juan de Capadocia? —preguntó mi ama.

—Nuestro juramento aún sigue en pie.

—¿Reducirlo a la mendicidad absoluta?

—Pronto, pronto. Antonina, mi querida amiga, supongo que te casarás de nuevo.

—¿Por qué no?

—Tengo en mente un esposo para ti.

—Oh, Teodora, espero que sea uno adecuado.

—Un hombre que es demasiado piadoso y recto, un hombre que evita el matrimonio con toda suerte de excusas, aparentemente temeroso de caer en pecado si hace una elección errónea. Deseo haceros un servicio a él y a ti.

—¿Un patricio?

—Un patricio. Joven, apuesto, buen soldado… el mejor comandante de caballería que tenemos.

Mi ama se echó a reír.

—Oh, Teodora, obviamente, ambas hemos pensado en el mismo candidato. ¿Pero si Belisario se negara?

—No se negará. Se lo impondré como una orden, en nombre del Emperador.

En su alegría, mi ama recordó el cesto.

—Teodora —dijo—, éste es el día más afortunado de mi vida. Pero tengo en mis manos un presente para el Emperador y para ti que, según creo, recompensará cien veces tu amabilidad.

Extrajo unas hojas de morera y mostró a Teodora tres gusanos alimentándose de ellas.

—El secreto de la seda —dijo.

La Emperatriz miró con aire incrédulo. Pero luego mi ama le mostró los capullos de seda donde los gusanos, cuando desean convertirse en mariposas, acostumbran envolverse; y le contó la historia de cómo había llegado a sus manos esa preciosa mercancía, de este modo:

—Mi difunto esposo era nestoriano en sus opiniones religiosas, pues había nacido en Antioquia, donde se originó esa herejía… —No era preciso explicar a Teodora qué era el nestorianismo, pero a mis lectores deseo aclararles que no era más que otra de las tantas opiniones concernientes a la naturaleza del Hijo, y un credo lógico antes que místico. Los nestorianos afirman que el Hijo tenía dos naturalezas plenas, humana y divina, y que cada cual era completa, y cada cual personal, por lo tanto, siendo la personalidad una parte esencial de una naturaleza completa; y que en consecuencia era inconcebible que ambas naturalezas estuvieran unidas (como lo entendía la doctrina ortodoxa), sino sólo articuladas. En cuanto a la naturaleza divina del Hijo, se trataba de una inhabilitación del Padre en Él, comparable a la inhabitación del padre en los santos, aunque en los santos se daba un grado muy inferior. Este parecer se condenó porque rebajaba la dignidad del Hijo y se aproximaba peligrosamente a la herejía plotiniana, que niega brutalmente al Hijo toda divinidad—. Un día, dos monjes nestorianos visitaron secretamente a mi esposo y se quejaron de que su monasterio del Líbano había sido clausurado por orden del Patriarca de Antioquia y ahora erraban por el mundo. Se proponían ir a un país remoto (India o Abisinia o China) y predicar allí la palabra de Dios. Pero no tenían dinero, y sus sandalias ya estaban gastadas y sus túnicas raídas, y escaseaban las limosnas. De modo que mi esposo los sacó de apuros, disponiendo que partieran con una de sus caravanas rumbo a Persia, y les dio dinero para seguir viaje, si así lo deseaban, hasta China misma, donde había grandes posibilidades para los misioneros y ya existía una comunidad nestoriana. De modo que alabaron a Dios y agradecieron a mi esposo y preguntaron si podían retribuirle los favores de alguna manera. Él respondió, medio en broma: Orad por mí todas las mañanas y las noches, y cuando regreséis, traed el secreto de la seda; pues eso os granjeará libertad religiosa por el resto de vuestras vidas.

»Estos hombres simples fueron a China, sufrieron mucho durante el trayecto, y permanecieron allá un año, predicando la buena nueva. Confiaban en que el don de lenguas descendería sobre ellos como sobre los primitivos apóstoles, para poder hacerse entender por los nativos. Pero no se les concedió; y la lengua china es muy difícil de aprender por medios humanos, pues consiste en muy pocas palabras que varían continuamente de significado según cómo se las acentúe al hablar. Estos monjes, pues, sólo podían suspirar y arrugar el entrecejo y señalar el cielo y hablar fervorosamente en dialecto sirio, mientras vagaban de aldea en aldea. Algunos aldeanos reían, otros los compadecían, otros los tomaban por santos varones y les daban limosna.

»Un día atravesaron una plantación de moreras sin custodia y vieron mujeres en un cobertizo cercano que desenrollaban seda de los capullos y la enrollaban en tallos. Robaron un capullo, lo entreabrieron y encontraron adentro un gusano semejante a los que habían visto en gran cantidad sobre las hojas de morera, y dedujeron cuál sería el ciclo: larva, gusano, capullo, mariposa, huevo y de nuevo larva. Esperaron en las inmediaciones hasta la temporada de las mariposas; entonces regresaron a la plantación y recogieron los que en su opinión eran huevos de gusano de seda y los ocultaron en un tallo de bambú hueco, tal como la leyenda cuenta que Prometeo escondió el fuego robado del cielo en un tallo de hinojo hueco. Tras sellar el tallo con cera, emprendieron el largo viaje de regreso, tomando la ruta de Persia. Llegaron a Antioquia un año y dos meses después de haber sellado los huevos, pero éstos se abrieron en cuanto los pusieron en un ambiente cálido; las larvas se alimentaron con hojas de morera que los monjes les tenían preparadas. Como ves, ya se han formado algunos capullos.

Podéis imaginar con cuánto deleite recibió Teodora la historia de mi ama. Los monjes habían observado atentamente la rutina de la industria de la seda, y era obvio que con estos modestos comienzos podía fundarse una industria de la seda que eventualmente nos evitaría depender no sólo de Persia, sino de China. Los establecimientos para tejer y teñir de seda en bruto ya existían en muchas de nuestras ciudades. Teodora promovió a los monjes a abades de monasterios ortodoxos, y escribió una carta al Patriarca de Antioquia informándole que estaban bajo su protección. Estos dos monasterios se convirtieron en criaderos de gusanos de seda, con bosques de moreras jóvenes, y los abades, aunque no renunciaron a sus opiniones nestorianas, estaban demasiado atareados para discutir sutilezas dogmáticas con los monjes. Los escándalos de la herejía son producto del ocio.

Pronto Justiniano mandó al Rey Cabades, como presente, un costoso manto de seda teñido de púrpura de Tiro que, afirmaba en carta adjunta, estaba hecho con gusanos de seda sirios; y como prueba le envió capullos de gusanos de seda. Fue una gran desilusión para Cabades, quien también se había enterado recientemente del secreto de la seda: se lo había comunicado uno de sus vasallos, casado con una princesa china, pues ella había ocultado unos cuantos huevos en su turbante al abandonar su país. Pero Cabades no había procurado explotar su conocimiento. Era más seguro dejar que las cosas siguieran como antes, cubriendo los gastos de su gran consumo de seda con las ganancias que obtenía como intermediario con el oeste, en vez de iniciar una nueva industria y arriesgarse a que nosotros la observáramos y copiáramos. Ahora había sucedido lo peor: su monopolio había terminado y, cuanto más elevado fuera el precio que nos pidiera, mayor estimulo tendrían nuestros criaderos sirios. Por lo tanto, informó a los chinos que Persia y Constantinopla conocían el secreto de la seda y no querían pagar en el extranjero precios tan altos por lo que podían hacer en casa sin mayores gastos. El precio bajó un poco, pero aun ahora nuestros criaderos no pueden vestirnos sin la colaboración de China y Persia; pues la cría de los gusanos no es en modo alguno una tarea sencilla. Justiniano transformó la venta y manufactura de la seda en monopolio estatal.

A los dos días de su llegada a la corte, mi ama Antonina fue nombrada patricia, la ilustre camarera Antonina, y presentada a Justiniano, quien la trató con condescendencia pero fingió no conocerla. Entretanto, Antonina se había enredado en una aventura alarmante. En la noche del día en que se celebró su audiencia con Teodora, se fue de palacio y caminó hasta la costa más cercana del Bósforo, para alquilar un bote que la llevara a su casa, pasando los muelles del Cuerno de Oro. Pero un sujeto corpulento y barbinegro con trazas de mercader la detuvo en la calle. La llevó aparte y le preguntó si se llamaba Antonina, pues quería hablar con ella.

—Soy funcionario de palacio —le dijo.

Mi ama rehusó acompañarlo a una casa cercana, como él sugirió, porque el hombre podía ser un impostor que abrigara el propósito de raptarla a ella y a sus hijos, después de drogarlos, y venderlos como esclavos a algún reyezuelo de Cólquida o Crimea o alguna otra comarca salvaje. Había un considerable tráfico de mujeres y niños secuestrados a partes remotas de la costa del mar Negro.

—No —repuso ella—, entra conmigo en esa iglesia. Allí podremos hablar en privado.

Él accedió, y entraron.

—Ahora, muéstrame tu documentación —dijo ella—. ¿Cómo puedo estar segura de que eres de palacio?

Él extrajo un documento escrito con tinta púrpura, sólo utilizada por el Emperador. Explicaba que el leal y amado patricio, el distinguido Tal y Cual (pero el sujeto tapó el nombre con el dedo), podía desempeñarse como superintendente de la policía secreta de la ciudad de Constantinopla por gracia de Su Santísima Clemencia el Emperador Justiniano. Mi ama la leyó sólo a la luz fluctuante de las largas velas perfumadas que ardían trémulamente ante el altar de uno u otro mártir, pero parecía genuino.

—Bien, ¿qué quieres de mí? —le preguntó.

—Un relato de todo lo que sucedió esta tarde entre la Emperatriz y tú.

Ella rió, resuelta a no demostrar el menor temor.

—Por cierto, sería mejor preguntarle a la Emperatriz. Tengo una memoria pésima para las entrevistas reales.

—La prisión y la tortura la mejorarían —amenazó él—. Y hay otra cuestión aún más importante que Su Clemencia el Emperador ansia saber, y que tú, como ex colega de la Emperatriz…

—Si la Emperatriz —interrumpió mi ama— me ha concedido la gracia de recordar ciertos servicios triviales que le presté antes que ella llegara al trono, es cosa de ella. Yo no los recuerdo.

Él bajó la voz y dijo:

—Sin rodeos, te lo suplico. ¿Es verdad que en sus días de actriz la Emperatriz tuvo un hijo ilegítimo de un mercader del mar Rojo que visitaba con frecuencia vuestro establecimiento?

Mi ama soltó un grito, y acudieron dos monjes que merodeaban en las sombras.

—Este hombre está insultando al Cristo —dijo—. Es un idólatra, un maniqueo, un vil sodomita, y no sé qué más. ¡Protegedme de él, piadosos monjes!

El superintendente exhibió la autorización.

—Esta mujer miente —dijo—. Estoy interrogándola en nombre del Emperador. Ved, soy superintendente de policía. Idos, santos hermanos, y permitidme realizar este interrogatorio en privado. Tengo soldados esperando afuera.

—¿De quién dependen las donaciones de esta iglesia de Santa María Magdalena? —preguntó mi ama a los monjes—. ¿De su Sagrada Clemencia el Emperador, o de su Sagrado Esplendor la Emperatriz?

Los monjes hicieron una reverencia reconociendo su deuda con Teodora.

—Yo estoy al servicio de la Emperatriz —les advirtió ella. Luego preguntó al superintendente, extendiendo el índice—: ¿Reconoces este anillo? —Era un pequeño anillo de oro con un ojo humano azul pintado en el esmalte, y en el iris del ojo había una diminuta inicial dorada, una theta mayúscula. Teodora se lo había dado a mi ama, como señal de que ella era ahora persona de su confianza.

Él intentó quitárselo del dedo. Mi ama se resistió y le dio una patada en la entrepierna y escapó. Corrió con sus hijos a refugiarse en el altar mayor, donde él no se atrevió a perseguiría. Luego dijo al más joven de ambos monjes:

—Corre a palacio, hermano en Cristo, y comunica inmediatamente a la Emperatriz que la mujer de las hojas de morera corre peligro aquí en tu iglesia.

—No puedo abandonar la iglesia sin órdenes de mi superior —se excusó el aterrado monje—, y él está celebrando misa en la catedral.

—¿Temes más a la Emperatriz o a tu superior? —preguntó mi ama—. Andando, y cuanto antes partas, antes regresarás.

Él se recogió la túnica y echó a correr. Luego, el superintendente abandonó la iglesia con mal ceño, y dijo:

—Caerás en desgracia ante Su Clemencia.

—O quizás en gracia ante Su Esplendor —replicó mi ama.

Pronto una compañía entera de guardias vino para escoltar a mi ama hasta palacio, donde contó a Teodora algo de lo ocurrido, pero no todo: con toda discreción calló lo referente al hijo ilegítimo. No obstante, Teodora parecía preocupada. Pidió una descripción del individuo, pero su corpulencia, su barba negra y un ligero acento de provincias eran las únicas señas particulares.

—No es uno de los agentes habituales del Emperador —dijo ella—. O bien se trata de alguien con una misión secreta, o bien es un impostor. Lo averiguaré enseguida.

Pero no pudo descubrirlo, aunque interrogó a los monjes y les sonsacó una descripción del sujeto. Un monje sugirió que tal vez el acento fuera siciliano, pero mi ama no estaba de acuerdo.

Mi ama no tuvo más encuentros con el presunto superintendente de policía, pero empezó a advertir que constantemente le vigilaban los movimientos. Antes de que ella la abandonara, alguien penetró en la casa de Blaquernas y su cofre de papeles privados fue robado; afortunadamente, ninguno de ellos era comprometedor en lo más mínimo, ni moral ni políticamente. Mi ama no había llevado últimamente, lo admito, una vida particularmente casta; y habiendo entrado en conflicto con la ley a causa de ciertas propiedades del esposo, había tenido que comprar justicia en un tribunal inferior a un funcionario de la facción Verde que lo controlaba. Por lo demás, su conciencia estaba limpia, y no existía ninguna constancia escrita de sus deslices. Era una mujer que nunca escribía ni conservaba cartas de amor, nunca pedía ni daba recibos de dinero cuando la transacción era cuestionable. Pero pronto comprendió que debía conducirse aún con más circunspección que de costumbre si quería evitar que la perjudicaran enemigos secretos que aparentemente trataban de atacar a Teodora a través de ella.

Mi ama sintió toda la presión de ese asedio un día de fiesta. Tras asistir a la audiencia matinal de Teodora, la siguió de cerca en la habitual procesión real hasta la iglesia catedral de Santa Sofía. (Ésta era la vieja iglesia, un edificio espléndido aunque imposible de comparar con la actual iglesia del mismo sitio, que ha sido reconocida como el más bello edificio sagrado del mundo entero). Iba vestida con sus mejores sedas floreadas, con todos los añadidos escarlata y púrpura que ahora le consentía su rango de Ilustre Antonina, y lucía sus joyas más macizas y exquisitas, parte de ellas regalo de Teodora, quien tenía, en un sentido literal, «una generosidad tan grande como la boca». Naturalmente, también llevaba una peluca rojiza exquisitamente rizada y recogida, con varios tirabuzones oscilando gratamente sobre el cuello, como suplemento de su propio cabello rojizo, hermoso pero no abundante. Mi ama siempre había disfrutado de estas procesiones, a menos, desde luego, que estuviera lloviendo; aun las que se hacían hasta iglesias distantes en el día del santo al cual estaban dedicadas. Para tales ocasiones, el superintendente de las calles de la ciudad hace barrer empedrados y aceras, y toda la población viste atuendos festivos y se presenta con las caras y las manos y los pies limpios y se postra reverente cuando pasan el Emperador y la Emperatriz; y paños bordados cuelgan de las ventanas, y por doquier hay ingeniosos decorados de mirto, laurel, romero, boje y flores silvestres, formando letras que unen el honor imperial y el del santo. Los monjes de la procesión entonan alegres himnos, y por toda la ciudad se oye el tamborileo rítmico de los mazos en las tablas, llamando a los fieles a la oración; cada iglesia tiene un ritmo diferente y característico.

En esta ocasión, mi ama estaba del buen humor de costumbre al llegar a Santa Sofía. Atravesando en el atrio la hilera de penitentes, que tienen prohibida la Eucaristía y no pueden acercarse más, subió las escaleras y se sentó junto a Crisómalo, en la fila frontal de bancos de galería, que estaba reservada para mujeres. Se inclinó sobre el alféizar labrado y se puso a hacer alegres señas a sus amigos de la nave inferior, pues con la ayuda de la mano y el pañuelo pueden intercambiarse así muchos mensajes íntimos. En Santa Sofía, como en la mayor parte de las iglesias de moda, la naturaleza sacra de la ceremonia no se toma con demasiada solemnidad: las vestimentas y los chismes constituyen el mayor interés de la galería, y un bordoneo de discusiones políticas o religiosas en la nave ahoga invariablemente la lectura de las Escrituras. Sin embargo, el canto de los eunucos del coro se escucha en general con cierto respeto, y casi todos participan cuando se entona la Confesión General y otras oraciones; y si el sermón lo da un predicador enérgico, con frecuencia es recibido con aplausos y risas de apreciación o con absoluto silencio. La Eucaristía se dispensa al final, y luego se da la bendición, y se sale nuevamente. «Sería una tontería protestar contra funciones cristianas tan civilizadas y sociables», decía mi ama, «pues son meramente una variedad apacible de las representaciones del Teatro».

El predicador de ese día era un obispo a quien no habíamos oído antes, pero que tenía fama de ser muy admirado como teólogo por Justiniano. Tenía una sede en Italia, y era bien parecido, a su manera afectada. Tomó como texto los versículos de la primera epístola del apóstol Pablo a los corintios, donde se afirma que los hombres tendrían que usar el cabello corto y no rezar con las cabezas cubiertas, pero que las mujeres tendrían que usar el cabello largo y no rezar con las cabezas descubiertas. Se demoró gravemente en el versículo «Pues si una mujer no se cubriere, que se le corte el cabello»; lo cual quería decir que si una mujer asistía a misa sin cubrirse la cabeza merecía ser castigada con el corte del cabello al rape. La audiencia se preparó para una homilía entretenida, aunque en muchos rostros había expresión de ansiedad, tanto masculinos como femeninos. Pues había muchas mujeres que sólo tenían cubierta la cabeza con algunas joyas, y muchos hombres con el cabello cortado a la moda huna que se usaba entonces, el frente cortado hasta la altura de las sienes y la parte de atrás larga hasta los hombros. ¿Y si el obispo persuadía al Emperador o a la Emperatriz de tomar severas medidas contra los transgresores? No obstante, no eran éstos el blanco de las denuncias del obispo: pues el sermón, muy ilógicamente, iba dirigido contra las mujeres que usaban peluca. ¡Cómo si una peluca no cubriera la cabeza del modo más complicado y eficaz!

Empezó suavemente, con voz musical, a lanzar ideas generales sobre el tema del cabello de las mujeres, citando apreciativamente a los poetas paganos de ambas lenguas, para dejar bien claro que era hombre de educación cortés, no un predicador ignorante, de mente estrecha, criado en un monasterio. Citó que Ovidio había dicho tal cosa, y Meleagro tal otra, en elogio de una hermosa cabellera. Estos elogios no contradecían las Escrituras, destacó: pues el apóstol Pablo en persona, en el mismo pasaje del cual derivaba el texto, había escrito: «Si una mujer tuviere cabello largo es una gloria para ella». Y al elogiar la longitud, el apóstol, sin duda, se proponía elogiar la fuerza y el brillo, pues el cabello que no es fuerte ni brillante no puede alcanzar una longitud recomendable.

Pero —dijo, poniendo un énfasis tremendo en la palabra—, pero, durante cualquier ceremonia religiosa y en cualquier ocasión salvo las más privadas, este cabello largo, fuerte, brilloso y bello debe estar decentemente cubierto, por respeto a los ángeles.

»Pues los ángeles cristianos —procedió a explicar, como si hubiera tenido una larga y problemática relación con ellos— son todos eunucos; miran desde el Cielo a los adoradores humanos, y desde ese ángulo vertical ven poco más que cabezas y hombros.

»Cualquier persona honesta que haya tenido alguna experiencia con eunucos —continuó, con una ojeada furtiva al coro y al largo corredor reservado al Servicio Civil y eunucos personales al servicio de cortesanos eminentes, como es mi caso—, cualquier persona honesta me respaldará cuando aseguro que la carencia de los órganos masculinos de la generación no libera el corazón, como podría pensarse, de los afectos carnales. ¡De ninguna manera! En verdad, rara vez he conocido a un eunuco que pudiera confesar sinceramente que las manos, los ojos, los pies y el cabello de las mujeres no le despertaban tiernos sentimientos… ¡Pero especialmente el cabello! Conozco a muchos eunucos ricos y cultos que pasan sus ratos de ocio, frívola y vergonzosamente, peinando lentamente el cabello de alguna mujerzuela de la servidumbre. Podéis reír, hermanas, pero sabéis que es verdad, y cometéis un gran pecado si os entregáis así a la estéril concupiscencia de los castrados. Los ángeles no son menos objeto de tentación que los eunucos: el Archidemonio mismo era un ángel que perdió la Gracia… ¿tal vez por deleitarse en el cabello de alguna hija de la Tierra? Por lo tanto, por respeto a esos ángeles benditos pero amantes de la belleza, a quienes no se debe distraer del religioso deber de cantar hosannas y aleluyas perpetuos, el primer deber de todas las mujeres cristianas con cabello hermoso es mantenerlo bien cubierto. Por cierto, ya es maligno distraer a adoradores humanos de sus devociones mediante un impertinente despliegue de la gloria que corona a las mujeres, sin arrastrar ángeles a la tierra y así acrecentar la raza de los demonios, que, como Dios sabe, ya son bastantes.

»Pero aun los petas paganos —citó a Marcial, Propercio y Juneval— habían escrito con sumo horror de las mujeres que usaban una cabellera que no era la propia. De manera que las pelucas no sólo ofendían las leyes de la Iglesia, sino los cánones seculares de la belleza y el buen gusto.

»En cuanto al punto de vista ortodoxo de los Santos Padres, no podría ser más claro, y puede sintetizarse así: las pelucas masculinas se diseñan en general para cubrir la calvicie; por lo tanto, son como un cuero cabelludo y proporcionan una cobertura; por lo tanto, son anatema. Las pelucas de las mujeres, en cambio (pues una mujer calva es una rareza), están diseñadas para sumar cabello al que ya tienen en las cabezas, para realzar y mejorar su efecto; por lo tanto, no constituyen una cobertura, y son anatema. Las pías protestas de la Iglesia, concilio tras concilio, siempre han atacado las pelucas de ambos sexos: tanto la afeminada peluca masculina como la impúdica peluca femenina. Tertuliano ha dicho… ¿pero qué no ha dicho Tertuliano contra estas monstruosidades con costurones y rizos? Ha dicho, entre otras cosas, que todo disfraz personal es adulterio ante Dios. Pelucas, pinturas, polvo, maquillaje, senos postizos, son disfraces e inventos del demonio.

»Más aún, mis descarriadas hermanas —prosiguió el obispo, señalando de golpe y con toda rudeza a Crisómalo y a mi ama, cuyas pelucas, después de la de Teodora, eran las dos monstruosidades más elegantes en Santa Sofía ese día—, Tertuliano apela enérgicamente a vuestro sentido común y vuestros escrúpulos religiosos. Escribe: «Si no queréis arrojar ese impío cabello postizo por deleznable ante el cielo, quizá pueda hacéroslo odiar acudiendo a vuestro discernimiento mundano, recordándoos que esos rizos lascivos y comprados quizá hayan tenido un origen abominable. Tal vez fueron cortados del cadáver de una mujer muerta por la peste, y todavía retengan las semillas de la peste vivas en ellos; o, peor, quizá hayan adornado la cabeza de una blasfema condenada implacablemente por el Cielo y lleven consigo la terrible ineluctable maldición de Dios».

»¿Qué dice el sabio San Ambrosio de las pelucas? “No me habléis de las pelucas rizadas: son las alcahuetas de la pasión, no las preceptoras de la virtud”. ¿Qué dice el recto San Cipriano? “Escuchadme, oh mujeres. El adulterio es un pecado deplorable; pero quien usa cabello postizo es culpable de un pecado aún más grave”. ¿Qué dice el célebre San Jerónimo? Nos cuenta una historia instructiva, en cuya verdad él compromete su reputación de maestro cristiano… sí, si esta historia es un invento, el gran nombre de Jerónimo debe borrarse de los dípticos como si fuera un hereje o un embaucador. Nos cuenta de una matrona respetable a quien él conocía, llamada Pretexta, que tenía la desgracia de estar casada con un pagano. Se sabe que una esposa debiera obedecer en todo a su marido, y en verdad este mismo texto de los corintios lo expresa claramente, cuando dice: “la cabeza de cada hombre es el Hijo pero la cabeza de la mujer es el hombre”. Pero hay una reserva implícita en la primera frase, a saber, que si el esposo no es cristiano, el Hijo, no él, pasa a ser la cabeza de la mujer en asuntos espirituales; así, con las viudas, el Hijo pasa a ser su única cabeza, a menos que ellas se casen de nuevo desdeñando al Hijo.

»Este esposo, pues, cuyo nombre era Himecio, dijo un día a Pretexta: “Nuestra sobrina huérfana, Eustaquia, a quien hemos criado tiernamente en nuestro hogar, no es una muchacha mal parecida. Nada le costaría encontrar un esposo rico, y así aliviarnos de los gastos de una dote, excepto por un defecto de su apariencia: ese cabello frágil y desaliñado. Por lo tanto, buena esposa, repara ese defecto de la naturaleza yendo secretamente a un peluquero y encargando para ella un hermoso tupé rizado”. Así lo hizo Pretexta, esperando que ese gasto de cinco piezas de oro les ahorrara mil o más, y se olvidó por completo de su deber para con Dios y su respeto por los ángeles. Esa misma noche, cuando yacía junto al esposo, pensando con satisfacción en la notable transformación de Eustaquia, bajó a ese lecho pecaminoso un alto ángel, gorjeando en un furibundo falsete. “Pretexta”, exclamó el ángel, “has obedecido a tu esposo, un incrédulo, y no a tu Señor crucificado. Has adornado el cabello de una virgen con rulos superfluos, dándole aspecto de ramera. Por ello, ahora te atrofiaré las manos, y les ordenaré que reconozcan la enormidad de tu delito por la medida de su sufrimiento. Sólo vivirás cinco meses más, y luego el Infierno será tu destino; y si tienes el atrevimiento de tocar nuevamente la cabeza de Eustaquia, tu esposo y tus hijos morirán antes que tú”. ¡Oh, mis hermanas descarriadas, qué pecado fue aquél, y cuán plenamente merecía la angustia del castigo corporal!».

Era natural que mi ama Antonina riera un poco ante esta historia. No le interesaba demasiado que el nombre de ese San Jerónimo se conservara en los dípticos, y, por cierto, merecía que se lo borrara, pensó, por una fábula tan ultrajante. Si las manos de Pretexta en verdad se habían atrofiado, ¿qué posibilidad tenía de usarlas nuevamente en la cabeza de la sobrina? Le comentó esto a Crisómalo, que también rió y, haciendo una seña a su marido en la nave inferior, agitó dramáticamente las manos, como si también estuvieran atrofiadas. Esa liviandad enfureció al obispo. Empezó a lanzar invectivas contra mi ama y Crisómalo, mencionándolas por el nombre pese a que era un forastero en la ciudad: lo cual nos hizo bastante evidente que algún enemigo de la corte lo había instigado a predicar contra ellas. Las amenazó con excluirías de la Eucaristía, y acusó a mi ama de ser una viuda desvergonzada e impúdica que se pintarrajeaba la cara y vivía tan alegremente como la Gran Prostituta de Babilonia en vez de vestir ropas tristes y llorar por sus pecados y asistir a los pobres, como correspondía a una viuda. Dijo que mi ama acarreaba deshonor a la Pía Soberbiamente Bella Soberana que la empleaba, y sobre toda la ciudad de Constantinopla; y que si se propagaba una repentina pestilencia desde la abominable peluca de mi ama y los mugrientos rizos rojizos que colgaban de ella, los fieles de la ciudad sabrían a quién agradecerlo.

Esta rudeza fue demasiado para Teodora, quien estaba sentada al lado de Justiniano. Se levantó, se excusó con una reverencia respetuosa ante el Emperador, y echó a andar por la nave, seguida de sus pajes, sin esperar la Eucaristía ni la bendición. La etiqueta exigía que las damas de la galería se levantaran para acompañarla. El obispo ahora estaba exigiendo que las cabezas de mi ama y de Crisómalo fueran rasuradas hasta quedar lisas como un huevo de avestruz. Teodora le respondió indirectamente, pues haberle respondido directamente habría sido un insulto a Justiniano, quien guardaba silencio. Se detuvo en su marcha, para decirle a Juan de Capadocia, por encima de los bancos:

—Te ruego que le recuerdes a tu elocuente amigo de la barbilla lisa que no es apropiado que la Navaja lance anatemas contra el Peine… ni prudente.

Las damas bajaron ruidosamente de la galería, y sólo quedaron hombres y eunucos en la iglesia para escuchar el final del sermón. Pero, en el rumor de charlas airadas o excitadas que siguió, el obispo creyó conveniente redondear su argumento, con una abyecta disculpa a Su Clemencia si tal vez había hablado con demasiada franqueza y había ofendido personalmente a su muy casta, graciosa y adorable Emperatriz, cuyas glorias superaban el talento de los poetas, tanto cristianos como paganos, y no cabían en sus melodiosos versos. El obispo estaba en verdad en una posición peligrosa, y nunca se habría atrevido a dar semejante sermón si alguien no le hubiera asegurado privadamente que Crisómalo y mi ama eran mal vistas en la corte. En cuanto a la Navaja y el Peine: Teodora insinuaba que el obispo mismo estaba ofendiendo las leyes de la Iglesia al aparecer con la barbilla rasurada. Sólo las tijeras podían tocar el rostro de un sacerdote. Además, llevaba el cabello irreligiosamente engomado, pues era un típico petimetre de Rávena. Antes de que hubiera terminado el día, lo habían embarcado en un pequeño buque comercial y navegaba de regreso a Italia. Teodora dejó bien claro a Justiniano que respaldaba a sus antiguas socias, mientras permanecieran leales al trono, con la misma firmeza con que se aferraba a sus convicciones sobre la naturaleza única del Hijo.

Estos acontecimientos produjeron una gran impresión en Constantinopla, y el nombre de mi ama fue tema de muchas anécdotas falsas, aunque no del todo inverosímiles, en el Bazar. Su historia ya era bien conocida, y que Teodora la hubiera reconocido como amiga recriminando públicamente a un obispo fortaleció muchísimo su posición. No obstante, para protegerla contra actos de violencia, se le asignó una guardia permanente de dos mujeres que la acompañaban cuando salía a pasear, y un destacamento entero de guardias cuando, poco después, la enviaron a la frontera persa como emisaria de Teodora ante Belisario, en circunstancias que se explicarán en el capítulo siguiente.