GUERRA CON PERSIA
El Emperador de los romanos y el Gran Rey de los persas son viejos enemigos; no obstante, se consideran, juntos, los ojos gemelos del mundo y los faros unidos de la civilización. Cada cual encuentra en la existencia del otro un consuelo para la soledad de su oficio sagrado, y hay un matiz de camaradería que reaparece constantemente en las cartas reales que se intercambian, en tiempos de guerra no menos que en tiempos de paz. Se saludan como dos veteranos jugadores de backgammon que juegan todos los días en la taberna por el precio de los tragos del día. Un ojo, o un faro, brilla sobre buena parte de Europa, y sobre Asia Menor, y parte de África; el otro, sobre territorios inmensos del Asia Mayor. Es verdad que en ambos casos la soberanía ejercida sobre muchas regiones es sólo nominal. Los persas no pueden controlar satrapías tan distantes como Bactriana y Sogdiana y Aracosia; y los romanos, en la época de la cual escribo, habían perdido, en todos los sentidos menos el nominal, Britania ante los pictos y sajones, Galia ante los francos y burgundios, África del Norte ante los vándalos y moros, España ante una nación de godos, e Italia, con Roma misma, ante otra. No obstante, el verdadero control de una gran parte del mundo aún estaba, y sigue estando, en poder de uno u otro, y también el control nominal de otra gran parte.
Afortunadamente para la paz del mundo, hay desiertos de arena y grandes elevaciones rocosas entre los dos reinos casi todo a lo largo de la frontera común, que va desde el extremo oriental del mar Negro, atravesando Armenia y pasando por detrás de Siria y Palestina, hasta el extremo septentrional del mar Rojo. Rara vez en la historia del mundo los ejércitos occidentales han logrado conquistar territorios asiáticos más allá de estos límites, ni ejércitos orientales inundar Europa o África. Y cuando esto ha sucedido, la invasión no ha sido duradera. Jerjes, el persa, no logró conquistar Grecia, pese a los inmensos ejércitos que trajo a Europa por sus pontones del Helesponto; Alejandro el griego conquistó Persia, pero su inflado Imperio no sobrevivió a su muerte. Con más frecuencia los invasores de ambas partes han sido derrotados cerca de la frontera; o, cuando tuvieron éxito, no intentaron retener los territorios ocupados, sino que emprendieron el regreso tras exigir tributos de una u otra especie. Casi todos estos conflictos han sucedido en la Mesopotamia, en la región entre los cauces superiores del Éufrates y el Tigris. Éste es el territorio más conveniente para una campaña, si bien favorece a los persas en lo tocante al acceso a provisiones y guarniciones.
Durante varios siglos después de Alejandro, el Imperio Persa fue conocido como Imperio Parto porque los Arsácidas, la dinastía reinante, eran de origen parto; pero cien años antes de que Constantino se convirtiera al cristianismo y transfiriera la capital del Imperio de Roma a Constantinopla, un descendiente de los antiguos reyes persas, llamado Artajerjes, se había rebelado y derrocado a los Arsácidas. Esta nueva dinastía, los Sasánidas, había devuelto el nombre y la tradición persa al Imperio y desde entonces había conservado el poder. (En la época de la cual escribo, Cabades, el decimonoveno descendiente, llevaba la diadema real). Los Sasánidas habían purificado y fortalecido la antigua religión de los persas, que es el culto del fuego de acuerdo con la revelación del profeta y mago Zoroastro. Esta religión había sido muy corrompida por la filosofía griega, tal como había ocurrido con las antiguas religiones romana y judía, e incluso con la cristiana. (Comparad la hermosa y simple historia narrada en los cuatro Evangelios, obviamente nacida entre labriegos y pescadores iletrados que nunca habían estudiado gramática ni retórica, con el fatigoso cristianismo filosófico de nuestros tiempos). Pero el rey Artajerjes desterró del reino a todos los filósofos. Regresaron a nosotros con ideas persas e infligieron al cristianismo una nueva herejía, el maniqueísmo. Los maniqueos han dado con una teoría absolutamente original sobre la naturaleza de Cristo. Sostienen que era dual, y no sólo dual sino contradictoria: Jesús, el hombre histórico, imperfecto y pecador, y Cristo, su contrapartida espiritual, Un Salvador Divino. Los maniqueos son odiados tanto en Persia como en la Cristianidad, y no tengo nada que alegar en su defensa. Los persas fomentan su presencia sólo en la Armenia persa, para debilitar los lazos de unión religiosa entre ese país, que es cristiano, y la Armenia romana, que también es cristiana y rígidamente ortodoxa.
Prohibiendo la charlatanería innecesaria —para una persona práctica como yo, la filosofía no es otra cosa— y ordenando el regreso a una primitiva llaneza de acción, lenguaje y pensamiento Artajerjes restauró el poder nativo de los persas, tanto en el aspecto civil como en el militar del gobierno. Se declararon grandes guerras entre sus descendientes y los sucesivos emperadores romanos, en las cuales los persas llevaron generalmente las de ganar. Pero el decimocuarto descendiente fue Bahram el Cazador, así llamado porque le apasionaba la caza del asno salvaje del desierto. Se lanzó a guerrear contra nosotros porque perseguía a los cristianos casi tan fanáticamente como nosotros a nuestros prójimos; y fue vencido en batalla y obligado a jurar por su honor de rey que mantendría la paz durante cien años. Sus hijos y nietos, por temor a provocar la furia de su fantasma, mantuvieron la paz estrictamente, y los cien años no expiraron hasta los tiempos modernos. Luego, como ya he mencionado, la guerra estalló nuevamente, y el ejército de Anastasio, vergonzosamente dirigido, fue vergonzosamente derrotado. Ésta era la campaña que había presenciado el burgués Simeón.
El conflicto había tenido varias causas, pero la principal era el precio al por mayor de la seda. La seda es un material de confección muy superior en frescura, ligereza y elegancia a cualquier otro que se conozca. Lo descubrió una primitiva reina china, y durante siglos la han importado de China por mar y por tierra para uso de ricos y encumbrados y de bailarinas, prostitutas y demás; y de un lujo extraño se ha transformado en una vanidad ordinaria. La seda es fácil de teñir, especialmente con la púrpura de los crustáceos. El algodón es otro artículo útil de Oriente, y se importa principalmente de la India; es la flor fibrosa de un arbusto de pantano, y con ella puede hilarse un paño ligero y tosco, más fresco que las lanas y fácil de lavar. Sin embargo, el algodón no tiene el brillo ni la tersura de la seda. El algodón nunca fue un misterio, pero la naturaleza y origen de la seda no las conocía nadie excepto los chinos, quienes no querían revelar el secreto porque deseaban preservar su monopolio más valioso. La seda en bruto nos llegaba en madejas amarillentas enrolladas sobre tallos de hierba, y cada madeja contenía cierta cantidad de fibra. Los naturalistas conjeturaban que la hebra era obra de una araña china gigantesca, pero otros creían que era una fibra extraída de cierta especie de palmera, y aun otros que estaba hecha con filamentos de la parte velluda de las hojas de la mora. Sin embargo, nadie pudo demostrar que su teoría fuera la correcta, porque nuestras relaciones con China siempre se han establecido a través de intermediarios, excepto por un breve período, hace cuatrocientos años, cuando nuestras naves atracaban directamente en los puertos de la China meridional. Hemos tratado con la colonia de mercaderes persas de Ceilán, por mar, o con Persia misma, por tierra. Las caravanas con seda de la China tardan ciento cincuenta días en llegar a la frontera persa por Bucara y Samarcanda, y otros ochenta en llegar a la frontera persa por Nisibis, sobre el alto Éufrates; desde allí, un viaje de veinte días trae la seda a Constantinopla. El viaje por mar es quizá menos arriesgado, pero la seda debe pasar por las manos de los mercaderes abisinios del mar Rojo, y por lo tanto paga tarifa doble.
Cuando la demanda aumentó, los mercaderes chinos elevaron el precio de la seda en bruto; y los persas, que no querían que los chinos fueran los únicos beneficiarios, subieron el precio de reventa más de lo justo. Entonces nuestros mercaderes, que no podían obtener ninguna ganancia si compraban a esos precios, decidieron traficar directamente con los chinos, en lo posible, reabriendo una vieja ruta comercial que pasaba al norte de los territorios persas, más allá del mar Caspio: esta ruta, larga pero practicable, entraba en nuestro territorio a través de un paso angosto de las montañas del Cáucaso, al este del mar Negro y en el límite de la Cólquida, una tierra fértil y amigable. Fue a la Cólquida adonde antaño se dirigió Jasón con los Argonautas para buscar el Vellocino de Oro; que era, creo yo, una parábola de las riquezas orientales que venían por la ruta septentrional. Al decidirse a reabrirla, nuestros mercaderes sabían que debían pagar un portazgo a los salvajes hunos cuyo territorio atravesaban, pero esperaban conformarlos con menos dinero que a los persas. La más cercana y poderosa de estas tribus era la de los hunos blancos, así llamados porque tenían aspecto de europeos, a diferencia de los otros hunos, que a nosotros nos parecen animales amarillos y malignos. Vivían entre el mar Caspio y el mar Negro y eran enemigos inveterados de los persas. Más de una vez, un regalo oportuno dado a estos hunos blancos para que atacaran a Persia desde el norte había salvado nuestras fronteras de invasiones importantes.
Pero el plan de los mercaderes falló. Los persas se enteraron y persuadieron a los chinos de que traficaran sólo con ellos. Luego el rey Cabades escribió sarcásticamente al Emperador Anastasio que los hunos blancos ahora lo hacían responsable del portazgo que los romanos habían prometido pagar por la utilización de la ruta del norte. Si Anastasio aún quería comprar seda, pues, primero debía prestar dinero al gobierno persa para apaciguar a los defraudados hunos. Anastasio, desde luego, rechazó esta exigencia con indignación, de modo que Cabades invadió la Armenia romana con un ejército pequeño pero bien adiestrado, sitiando la importante ciudad de Amida, sobre el Alto Tigris. Anastasio despachó un ejército de cincuenta y dos mil hombres en su auxilio, pero confiando el mando no a un solo general inepto, como era la costumbre, sino a varios generales ineptos del mismo rango, que constantemente estorbaban los planes de los colegas y no se ponían de acuerdo en nada. Esta enorme fuerza fue por lo tanto derrotada, división por división, en diversas batallas campales; y algunas partes huyeron sin atreverse siquiera a combatir. Así, nuestro hombre cayó en tal descrédito en el este que si una invasión de los hunos del norte no hubiera distraído a Cabades —Anastasio había comprado los servicios de los hunos blancos pagándoles el doble de lo prometido—, el rey persa, sin duda, hubiera intentado arrasar toda Siria y Asia Menor, y por cierto lo habría logrado. Ya había tomado Amida tras un largo sitio, por culpa de la negligencia de unos monjes armenios, presuntamente de guardia en una de las torres, que habían comido y bebido copiosamente después de un largo ayuno y se habían dormido; los persas entraron en la torre por un viejo pasaje subterráneo que habían descubierto y mataron a todos los monjes. Durante el asalto, el mismo Cabades demostró una gran energía para un hombre de sesenta años. Subiendo a una escalerilla, espada en mano, amenazó con traspasar a cualquier persa que huyera. Se dice que los magos persas lo habían disuadido de levantar el sitio, como él había resuelto cuando se prolongó demasiado, a causa de una señal: un grupo de rameras había azuzado a los persas desde las murallas levantándose las faldas y exclamando: ¡venid a gozar! Los magos interpretaron el episodio como señal de que la ciudad pronto les revelaría sus secretos; y el descubrimiento del pasaje oculto les dio la razón. Cabades, regresando para combatir a los hunos blancos, dejó en Amida una guarnición de mil hombres que lograron defender la ciudad contra los refuerzos romanos y sólo consintieron en evacuarla, dos años después de la captura, a cambio de setenta mil piezas de oro.
Anastasio y Cabades pactaron una paz de siete años, pero duró mucho más, porque Anastasio estaba demasiado debilitado y Cabades demasiado preocupado para continuar la lucha. Pero se cometieron dos actos hostiles, uno de cada bando. Cabades capturó las Puertas del Caspio, el paso a través del Cáucaso que debían utilizar nuestras caravanas para ir en busca de seda; y Anastasio fortificó la ciudad abierta de Daras, cerca de la frontera persa, que dominaba la carretera principal entre ambos países.
Daré una explicación del significado de estos actos. Las Puertas del Caspio tienen gran importancia estratégica. Son el único paso practicable a través de la imponente y terrible cordillera del Cáucaso, que configura una barrera de muchos cientos de millas entre las vastas estepas asiáticas, donde merodean los nómadas hunos, y nuestro mundo civilizado. Alejandro Magno había sido el primero en apreciar cabalmente la importancia del paso, que tiene siete millas de longitud y empieza, en el extremo de nuestro lado, con una puerta natural entre abruptos peñascos que puede ser defendida por una guarnición pequeña. Allí construyó un castillo, que ha pertenecido a muchos príncipes diferentes en los últimos ocho o nueve siglos. El actual condestable era un huno cristianizado, y el castillo protegía sus tierras de pastoreo de este lado de la montaña contra los hunos paganos del otro.
Este hombre sintió la cercanía de la muerte y, no pudiendo confiar demasiado en la discreción o coraje de sus hijos, escribió a Anastasio, quien le había hecho muchos favores, y le ofreció la venta del castillo y el paso por pocos miles de piezas de oro. Anastasio reunió a sus principales senadores y les pidió opinión sobre el asunto, y ellos respondieron lo siguiente: «Las Puertas del Caspio te habrían sido de gran importancia comercial, oh Sagrada Majestad, si hubieras podido usar la ruta del norte para comerciar directamente con China; pero, como las intrigas persas te lo han impedido, de nada pueden servirte. Comprenderás que el condestable actual, o sus hijos, continuarán defendiendo la fortaleza sin que tú los persuadas, simplemente para impedir que los merodeadores de las estepas les arrasen la comarca. Más aún, apostar allí una guarnición romana sería peligroso y caro, pues las Puertas del Caspio están situadas a doscientas millas del extremo oriental del mar Negro, y aún a más distancia de la diócesis del Ponto, que es la más próxima a tus dominios personales, oh Clemencia, en las costas meridionales de ese mar: en medio está la satrapía persa de Iberia. Por lo tanto, te aconsejamos, oh Grandeza, que agradezcas cortésmente a este huno y le envíes una dádiva valiosa, pero que no despilfarres el dinero; la frontera oriental ya ha costado demasiado al Imperio».
Anastasio cometió la imprudencia de escucharlos. El condestable murió poco después y los hijos riñeron por el testamento. Entonces el hijo menor, a quien despojaron de su herencia, escribió a Cabades sugiriendo que un poderoso ejército persa capturara las Puertas, y que lo nombraran a él mismo condestable con un generoso salario anual. Cabades envió el ejército, capturó las Puertas, mató a todos los hijos, el menor incluido, y se felicitó de tener sus dominios más occidentales a resguardo de los hunos. Si Anastasio hubiera tenido el coraje de guarnecer las Puertas, podría haber despachado partidas que se aventuraran en la Armenia persa con la facilidad con que un jardinero quita una compuerta de la represa del jardín para inundar las acequias.
Eso en cuanto a las Puertas del Caspio. En cuanto a la fortificación de Daras: un antiguo tratado prohibía a ambos bandos construir nuevas fortificaciones en la frontera. A los persas les disgustó muchísimo esta acción, pero Anastasio fortificó inclusive la aldea de Erzerum, en la Armenia romana, transformándola en una poderosa ciudad. También esto les cayó mal a los persas, así como las intrigas de Anastasio con los monjes maniqueos de la Armenia persa con el pretexto de que se había convertido secretamente a su secta.
Cuando Anastasio murió, y le sucedió Justino, Cabades empezó a inquietarse por el futuro. Sabía que Justino era un soldado capaz y presentía que él mismo moriría pronto. Como tantos reyes orientales, odiaba a su heredero natural, que se llamaba Caus. Tenía debilidad por su hijo menor, Cosroes, vástago de su segunda esposa, quien se había sacrificado para permitirle escapar del llamado Castillo del Olvido, donde un usurpador lo había encerrado durante dos años. Ella había cambiado las ropas y el lugar con él, y, cuando se descubrió el engaño, la ejecutaron mediante suplicios crueles. Antes de escapar, Cabades le había jurado que, si alguna vez recuperaba el trono, el hijo de ella sería el sucesor. Además de Caus había otro hijo varón, Jamaspes, que era el soldado más capaz de toda Persia y tenía la confianza de toda la nobleza; pero no podía aspirar al trono porque había perdido un ojo en una batalla con los hunos. En Persia no se permite que gobierne ningún hombre con deformidades o mutilaciones, y las leyes persas se caracterizan porque nunca pueden anularse ni enmendarse. Cabades caviló durante años cómo librarse de Caus, quien contaba con el leal apoyo de su hermano Jamaspes, pero no encontraba ninguna solución al problema. Sólo cuando murió Anastasio, y Justino llegó a Emperador, tomó una resolución. Escribió a Justino una extraña carta, acompañándola con presentes muy hermosos de joyas y obras de arte. La cito aquí con unas pocas omisiones sin importancia.
«Cabades de los Sasánidas, Hermano del Sol, Gran Rey de los persas, Emperador reconocido de Media, Iraq, Transjordania, la Arabia interior, Persarmenia, Kirman, Jorasán, Mekrán, Omán, Sind, Sogdiana, y gran cantidad de otras tierras que sería inconveniente enumerar en esta breve misiva, envía saludos a Justino, Emperador Cristiano de los romanos, residente en Constantinopla.
»Real primo, por mano de tu padre Anastasio hemos padecido grandes injusticias, como tú mismo serás uno de los primeros en reconocer con tu célebre nobleza de alma. No obstante, hemos considerado oportuno cancelar todas las graves acusaciones que podríamos hacer a los romanos, confiando en que durante la vida de tu Real Padre deploraras tanto como nos sus actos insensatos, aunque por piedad filial te hayas abstenido de mitigar sus efectos. Y estamos seguros de que la verdadera victoria acompaña a quien pese a todo está dispuesto, aunque sepa que ha sido víctima de abusos, a ser persuadido por sus enemigos cuando le suplican amistad. Tal es la propuesta de Cabades, quien está dispuesto a unirse a Justino mediante los lazos de amistad más estrechos posible.
»Nuestro real primo no puede desconocer la notable transacción que tuvo efecto entre su antepasado el Emperador Arcadio, y el mío, el gran Yesdijerd, quien se llamó a sí mismo (en su gran humildad ante el Dios Sol, a quien nosotros adoramos) “El pecador”. Arcadio, estando gravemente enfermo y sin tener hijos varones adultos, sino sólo un niño, llamado Teodosio, temía que el niño fuera despojado de su derecho al trono por algún poderoso general o uno de sus ambiciosos parientes. También temía que sus súbditos sacaran partido de la incertidumbre política que con frecuencia caracteriza el reinado de un Emperador de tierna edad. Por lo tanto, escribió osadamente a nuestro antepasado Yesdijerd y le rogó que lo tomara bajo su tutela hasta que el niño alcanzara la mayoría de edad, y que le preservara el trono de todos los rivales. Nuestro noble antepasado, llamado “Pecador”, pero virtuoso en sus actos, aceptó la responsabilidad y escribió al Senado de Constantinopla una carta amenazando con la guerra a cualquier usurpador del trono de Teodosio. Luego mantuvo una política de profunda paz con Roma hasta su muerte.
»En conmemoración de esta noble historia, que honra a Arcadio no menos que a nuestro antepasado, y con la esperanza de otro siglo de paz como el que el Emperador Teodosio pactó a continuación con nuestro antepasado Bahram el Cazador, y que ha poco acaba de concluir, queremos hacerte la siguiente proposición: que tú, Justino, hagas de nuestro amado hijo Cosroes, quien es nuestro sucesor elegido para el trono, tu hijo adoptivo. Hazlo y te amaremos, y nuestros súbditos amarán a los tuyos, y el Gran Rey y el Emperador de los romanos ya no serán primos, sino hermanos. Salud».
Imaginaréis que Justino, y Justiniano como futuro sucesor, estarían encantados con esta carta, pues prometía una feliz solución a todas sus dificultades, incluyendo aún la vieja disputa sobre el precio de la seda; y no os equivocáis. No obstante, les pareció aconsejable convocar a los principales senadores para pedirles consejo, como lo había hecho Anastasio ante el problema de las Puertas del Caspio. Es bien sabido lo que ocurre en tales ocasiones. La conclusión más simple y obvia se rechaza, por ser indigna de expertos en sabiduría como estos ancianos ingeniosos y venerables, y una alternativa abstrusa se debate acaloradamente y luego se rechaza; por último, se descubre y acepta por unanimidad una conclusión absolutamente rebuscada y prodigiosamente inadecuada. Hay una historia popular que viene al caso. Una vez, dos sagaces policías atenienses perseguían a un ladrón tebano hasta los límites de la ciudad cuando se toparon con un letrero: «La Posada de la Uva. Bienvenidos los tebanos». Uno dijo: «Se habrá refugiado aquí». «No», exclamó el otro, «éste es precisamente el lugar donde supondrá que lo buscaremos». «Exacto», replicó el primero, «y por lo tanto habrá resuelto entrar pensando que descartaríamos un escondite tan obvio». De manera que registraron intensamente el lugar. Entretanto, el ladrón tebano, que no sabía leer, había salido de la ciudad y estaba a salvo. Así discutía ahora sobre Cabades el sagaz Senado. ¿Su carta revelaba simpleza, astucia o malevolencia? ¿Y qué otra cosa?
Se examinaron diversos puntos de vista y, por último, el canciller, como experto en leyes, emitió la madura opinión de que Cabades estaba ocultando una artimaña extrema con el disfraz de la simplicidad extrema: se proponía que Justino adoptara a Cosroes como hijo para que éste pudiera reclamar legalmente el Imperio a la muerte de Justino. Cualquier persona corriente —pero no había allí ninguna persona corriente— habría comprendido al momento que el argumento era absurdo. En primer lugar, los persas son personas francas, y el Gran Rey habría sido incapaz de rebajar su dignidad real con una triquiñuela tan mezquina. En segundo lugar, ningún persa tenía la menor posibilidad de ser aceptado como candidato para el trono romano, ni siquiera si se avenía a convertirse al cristianismo, lo cual, desde luego, le impediría formar parte de su comunidad de adoradores del fuego. Lo cierto era que Cabales estaba haciendo una oferta sincera y familiar (un faro lanzando un destello a otro faro), tal como en una ocasión lo había hecho Arcadio. Pero la opinión del canciller intimidó a Justino, quien no deseaba tener rivales en la sucesión; y ni siquiera Teodora, que había tomado la carta por lo que era, pudo persuadirlo de considerar el asunto con sensatez. De modo que Justino se vio obligado a enviar a Cabades una respuesta inepta en la cual se ofrecía a adoptar a Cosroes por la ceremonia de las armas, pero no por decreto imperial. El primer método de adopción se estila principalmente entre los godos. El padre adoptivo regala un caballo y una armadura completa al hijo adoptivo y pronuncia la sencilla fórmula: «Eres mi hijo excelente. Este día, según el uso de las naciones y de manera viril, te he engendrado. Mis enemigos sean tus enemigos; mis amigos, tus amigos; mi carne, tu carne». La diferencia entre esta fórmula y la adopción civil por decreto consiste en que con ella la ley romana no reconoce al hijo ningún derecho al patrimonio, considerándola sólo un contrato de protección legal por una parte y de obediencia filial por la otra.
Antes de convocar al Consejo, Justiniano había asegurado privadamente al embajador persa que pensaba que el Emperador aceptaría sin dilaciones; y por lo tanto el embajador había despachado un mensaje pidiendo que Cosroes estuviera listo en la frontera, desde donde prontamente sería escoltado hasta Constantinopla para la ceremonia de adopción. Pero ahora, desde luego, las cosas eran diferentes. Cosroes se sintió profundamente insultado por la timorata respuesta que un emisario romano llevó a su representante de Nisibis, en la frontera. Un simple «no» habría sido mucho menos ultrajante que un «no» disfrazado de «sí». ¿De veras Justino esperaba que el gobernante del reino más antiguo y grandioso del mundo civilizado permitiera que su hijo favorito, su sucesor elegido, un príncipe por cuyas venas circulaba la sangre de Artajerjes y de Ciro, fuera tratado como un bárbaro germano? La guerra estalló poco después; y en ella recibió Belisario su primer mando importante.
Antes de relatar sus hazañas, debo contaros algo más sobre mi ama y yo en Antioquia. Un día, a mediodía —era el 29 de mayo—, del año en que estalló esta nueva guerra persa, estábamos sentados en el porche del jardín de la casa, esperando que anunciaran el almuerzo. Era un lugar fresco, bellamente embaldosado de azul, con una fuente que jugueteaba sin cesar y una piscina de mármol blanco llena de peces multicolores, rodeada por tiestos con flores, algunas de ellas ejemplares muy raros importados del Lejano Oriente. Mi ama, somnolienta, sostenía en la mano un bordado, sin poder coser a causa del bochorno del día; yo también sentía una penosa flojera física y mental. De pronto empecé a marearme. La tierra entera parecía jadear y oscilar. Me aterré: ¿sería el cólera? ¿Moriría en pocas horas? El cólera estaba causando estragos en las barriadas más pobres de la ciudad, matando cinco mil personas por día. A poca distancia había un magnífico templo de estilo corintio que en un tiempo había estado consagrado a la diosa Diana (que es también la diosa siria Astarté), pero ahora hacía cien años o más que se usaba como cuartel general oficial de la facción Azul. Mirando desde el porche, traté de fijar los ojos en el ancho peristilo de ese edificio sólido y sus columnas de mármol amarillo de Numidia alineadas en filas altas. Pero también éstas se mecían ebriamente y en una sacudida especialmente violenta todas parecieron volcarse de costado y, de pronto, el peristilo se desmoronó con un estruendo ensordecedor. Repentinamente comprendí que no era yo quien estaba mareado, sino nuestra madre, la Tierra. Lo que estaba experimentando era un terremoto de violencia inmensa y horrible. Recogí a Focio y la pequeña Marta, los hijos de mi ama, que estaban jugando en el suelo cerca de mí, y corrí al jardín seguido por Antonina. Lo hicimos justo a tiempo: la tierra tembló aún más bruscamente, arrojándonos a todos al suelo, y con un fragor nuestra bella, costosa y cómoda casa se derrumbó en una confusa masa de escombros y maderas rotas. Un objeto volador me golpeó la cabeza y automáticamente me encontré braceando como un nadador, como si acabara de caer al mar desde un barco que se hundía y forcejeara contra olas gigantes. En verdad, en ese mismo momento, aunque yo lo ignoraba, muchos miles de ciudadanos también nadaban y con desesperación. Pues el gran río Orontes, crecido por las aguas primaverales, se había desviado de su curso con las convulsiones de la tierra, y ahora inundaba la parte baja de la ciudad hasta veinte pies de altura, arrasándolo todo a su paso.
Cuando me despejé un poco, tomé a mi ama de la mano y corrimos de vuelta hacia donde había estado la casa, llamando frenéticamente a los dos hijos mayores, y también sus preceptores y los otros domésticos. Pero todos estaban sepultados bajo las ruinas polvorientas excepto dos jardineros y un lacayo que habían huido por la puerta trasera cuando se sintió la primera conmoción, y una doncella malherida. Tratamos de liberar a alguien que gruñía cerca de nosotros en las ruinas —creo que era la cuñada de mi ama—, pero se levantó un viento repentino, y las llamas se propagaron por la estructura destruida, imposibilitando el rescate. Una vez creí oír los chillidos del hijo mayor de mi ama, pero cuando acudí no llegué a escuchar nada. Después, los temblores disminuyeron paulatinamente. Pocas horas más tarde pudimos hacer una estimación de los horrores del día.
Antioquia, la segunda ciudad del Imperio de Oriente (aunque Alejandría, Corinto y Jerusalén le disputaban enconadamente el título), yacía en ruinas. De los supervivientes de sus tres cuartos de millón de habitantes, todos habían quedado sin hogar, salvo unos pocos miles; pues un incendio furibundo había devorado las casas de madera perdonadas por el sismo. Ninguna iglesia ni edificio público quedó a salvo de los daños. Fisuras inmensamente profundas y largas habían cuarteado la tierra, devorando calles enteras. La mayor catástrofe fue en los barrios Ostracino y Ninfeo, pero la mayor cantidad de vidas se perdió en los baños públicos (que llevaban los nombres de Adriano y Trajano), que estaban atestados en el momento de la primera sacudida. No faltaron los males que acompañan normalmente un terremoto de tamaña magnitud: pillaje, disturbios, contaminación del agua, difusión de enfermedades infecciosas entre los habitantes (el cólera con fuerzas renovadas), y acerbas controversias religiosas en cuanto a la causa del desastre. Afortunadamente, teníamos un gobernador capaz, que mantuvo la confianza de los mejores entre los supervivientes. Organizó partidas para librar a las víctimas atrapadas en las ruinas, para combatir los incendios, para enterrar a los muertos, para construir refugios provisionales, y para recoger y distribuir alimentos. De no haber contado con él, nuestra situación habría sido francamente desesperada.
El colapso del templo de Diana había sorprendido al esposo de mi ama, y su cadáver nunca se identificó; pero pudimos recuperar una generosa suma en oro de los sótanos de la casa, y su testamento estaba a buen recaudo en la cripta de una iglesia de Seleucia, a cargo de los sacerdotes, y el depósito donde él almacenaba sus partidas de seda no se había derrumbado ni incendiado. La villa del Líbano no había sido afectada por el desastre. Decidimos que todo podía haber sido peor. De los cuatro hijos de mi ama, aún quedaban dos. Sufrió las angustias normales en una madre por los dos que había perdido, diciéndose que eran sus predilectos y los más bellos e inteligentes de los cuatro; pero ignoro si en verdad era así. Lo cierto es que Focio no resultó ser un buen hijo, pero yo lo prefería a él y no al hermano que murió.
Cuando a Justino le informaron del desastre, que había afectado no sólo a Antioquia sino a la gran ciudad de Edesa, en el camino de Persia, y a Anazarba, y a Pompeyópolis, y en el oeste, a Durazzo y a Corinto, todas ciudades importantes, lo abrumó el dolor. Se quitó la diadema de la cabeza y se puso una gran capa de luto, y ofreció sacrificios en un altar fuera de las murallas de la ciudad, y se abstuvo de bañarse y afeitarse durante un mes entero. También cerró los teatros y el Hipódromo por decreto, durante el mismo lapso. Donó dos millones de piezas de oro para la reconstrucción de Antioquia y una suma proporcional a las otras ciudades; también las eximió de impuestos durante varios años. La pérdida para el erario imperial fue considerable.
En cuanto a mi ama, Antonina, esperó dos años en Antioquia, hasta que las condiciones hubieran mejorado lo suficiente para devolver un valor razonable a las tierras. Luego vendió todas las propiedades que había heredado de su esposo y regresó a Constantinopla con sus dos hijos, acompañada por mí. Compró una pequeña casa en el suburbio de Blaquernas, frente a las aguas del Cuerno de Oro, y no anunció su presencia en la ciudad a Teodora ni a ninguna de sus amistades anteriores, optando por vivir en la reclusión.
Poco después de nuestra llegada, Justiniano sucedió a Justino en el trono imperial. Teodora ya era su esposa, pues la tía de Justiniano había muerto y él había persuadido a Justino de que cancelara la ley que impedía a los patricios el matrimonio con ex actrices.
De modo que la ex socia de mi ama ceñía ahora la enjoyada corona de oro de la Emperatriz, y collares de perlas sobre los hombros y un manto de seda púrpura, y una blusa roja con bordados de oro, y sandalias doradas, y medias verdes. Mi ama juzgó más conveniente dejar que Teodora la buscase, si era su deseo, que ir a visitarla. Pues pensamos que quizá deseara olvidar o destruir todas las evidencias de su vida anterior.
Mi ama siguió ansiosamente las noticias de la guerra persa, y llegó a enorgullecerse secretamente de las proezas de Belisario. Él y otro joven comandante llamado Sittas habían penetrado en la Armenia persa tomando gran cantidad de prisioneros. Éste fue el único triunfo de los romanos en la guerra, que hasta entonces sólo nos había deparado desastres. Los súbditos íberos de los persas, que eran cristianos, se habían rebelado contra Cabades porque el Gran Rey había intentado obligarlos a adoptar las prácticas funerarias persas. Los cristianos cavan tumbas y los paganos queman a los muertos, pero los persas exponen los cadáveres en torres para que las aves de carroña se alimenten de ellos: consideran al fuego y la tierra elementos demasiado sagrados para contaminarlos con carnes en descomposición. Constantinopla había enviado a los íberos un auxilio que consistía en un distinguido general, dinero y una pequeña tropa de hunos amigos de las fronteras de Cólquida; pero esto no bastó para impedir que los persas conquistaran nuevamente a los íberos.
En la estribación montañosa entre Iberia y Cólquida hay dos pasos dominados por antiguas fortalezas. Los hombres de Cólquida que defendían estos fuertes aprovecharon la excusa de la guerra para enviar un embajador a Constantinopla y pedir que les pagaran por ese arduo e ingrato servicio, pero diciendo que si el Emperador prefería defender los fuertes con sus propios hombres estaba en libertad de hacerlo. Esto sucedió cuando Justino aún estaba vivo, aunque senil. Justiniano, que ahora tomaba personalmente todas las decisiones importantes, estaba resuelto a no repetir el error cometido por Anastasio con las Puertas del Caspio. Sin convocar al Senado, informó al embajador que Justino aceptaría la segunda alternativa. Los habitantes de Cólquida, por lo tanto, retiraron sus guarniciones y se enviaron tropas imperiales para suplantarlos. Pero al contrario del castillo de las Puertas del Caspio, que era de fácil acceso y estaba situado en una región bastante fértil, estas fortalezas se encontraban en una comarca agreste y yerma, y las provisiones necesarias no podían trasladarse siquiera a lomo de mula, pues sólo porteadores humanos podían escalar las rocas. No crecía nada comestible en millas a la redonda, excepto una especie de mijo que los pobladores de Cólquida consumían pero que nuestros hombres consideraban alimento para pájaros. Los porteadores de Cólquida cobraban tanto por el traslado de pan, aceite y vino a las guarniciones imperiales, que los dos comandantes pronto agotaron su asignación para subsistencia, y como los soldados se negaban a probar el pan de mijo tuvieron que retirarse a las llanuras. Cuando los persas de Iberia se enteraron de la retirada, capturaron las fortalezas y les pareció conveniente alimentar a las guarniciones con los mejores comestibles que pudieran procurarles. Justiniano debió haber dejado las guarniciones en manos de los lugareños, pagándoles bien por sus servicios.
Otro error de nuestra parte fue una incursión en territorio enemigo cerca de Nisibis, emprendida por un general tracio al mando de las tropas de Daras. El objetivo de una incursión, como decía Belisario, es internarse en territorio enemigo lo más posible sin poner en peligro la retirada y, mientras se está allí, causar todos los daños militares que se pueda; pero hay que evitar los actos de crueldad innecesarios. Una incursión exitosa alarma al gobierno del territorio en cuestión y lo desacredita ante sus habitantes: la alarma y el descrédito son las medidas del éxito. Así, los jinetes de Belisario y Sittas, en la temporada anterior, se habían adentrado cien millas en el valle del Arsanias, habían cruzado el río por un puente, destruyéndolo después, y se habían retirado lentamente por la otra margen —saqueando sistemáticamente sobre la marcha— ante el avance de una numerosa columna persa. Eran sólo unos cientos, todos hombres entrenados. Pero este tracio emprendió su incursión con una fuerza numerosa y poco selecta de caballería e infantería, y obligó a los caballos a adecuarse al paso de los hombres de a pie. No llegó a ningún lugar importante, cometió varios actos de crueldad insensatos, y, ante el informe no confirmado ni veraz de que refuerzos persas venían por la carretera de Nisibis, volvió grupas y regresó con las manos vacías a Daras, de donde había partido.
Tanta cobardía e imbecilidad anularon el saludable efecto de la incursión previa. Por lo tanto, se ordenó a Belisario y Sittas que saquearan nuevamente el valle del Arsanias; y obedecieron. Pero los persas estaban alertas esta vez, y pronto sorprendieron a un escuadrón de Sittas, cuyos hombres no sólo estaban entorpecidos por el cuantioso botín, sino ebrios. Belisario tuvo que realizar una dificultosa maniobra de retaguardia para cubrirles la retirada, y tuvo suerte de poder huir con la mayor parte de su fuerza intacta tras causar muchas bajas a los persas. Pero dejó una gran cantidad de caballos capturados y muchos prisioneros persas de alto rango en manos del enemigo. Fue después de esta incursión, en la cual sus ex compañeros de escuela se distinguieron enormemente, cuando Belisario proclamó su severa reglamentación contra la ebriedad durante el servicio activo: la pena era la muerte sin apelaciones, y una muerte acorde con el método más humillante instituido en la nación del culpable; la sentencia la ejecutarían los propios compatriotas.
Uno de los primeros actos de Justiniano cuando subió al trono fue quitar el mando al tracio y nombrar a Belisario gobernador de Daras para reemplazarlo. Oímos un rumor, que inquietó muchísimo a mi ama, de que Belisario había medrado socialmente comprometiéndose con Anastasia, la hermana de Teodora, pese a que era desdentada y enfermiza; pero no era verdad. El afortunado era Sittas.
Un día, cuando todavía estábamos en guerra, el curso de la fortuna de mi ama fue alterado nuevamente por la llegada de dos monjes ojerosos y harapientos a nuestra casa; el mayor con un cesto pequeño. Habían descubierto nuestro paradero tras muchas dificultades, pues habían venido caminando desde Antioquia, donde pensaban encontrarla a ella. Sólo tras muchas averiguaciones infructuosas de un extremo a otro de la ciudad, y tras muchas plegarias, habían descubierto su casa. Cuando echamos el primer vistazo al cesto sólo parecía contener unas hojas de mora recién arrancadas. Pero en esas hojas había una fortuna de tamaño colosal. Inmediatamente mi ama las llevó a palacio y pidió una audiencia con Su Esplendor la Emperatriz Teodora. Se había puesto ropas ordinarias, presentándose como la piadosa viuda de Tal y Cual, difunto tesorero de los Azules en Antioquia, no como Antonina la bailarina. Se negó a especificar qué la traía allí, pero dijo que era un importante asunto de estado y que si lo anunciaba no la creerían. Conocía bastante a Teodora para estar segura de que esa declaración le resultaría irresistible.