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UNA CABALLERÍA MEJORADA

Aquellos años iniciales del siglo sexto de la era cristiana fueron aciagos para el Imperio. Podemos disculpar a la madre de Belisario por su supersticiosa creencia de que el Demonio estaba en la cumbre de su poder. El Emperador reinante era el viejo Anastasio, conocido como «Anastasio Ojos Raros», porque uno de los ojos era castaño y el otro azul (una peculiaridad que se advierte ocasionalmente en los gatos domésticos pero nunca antes, que yo sepa, en seres humanos); o como «Anastasio el Ujier», porque en un tiempo había sido funcionario de los ujieres de la corte de su predecesor. Era un gobernante enérgico y capaz, pese a la edad, y no podían achacársele a él la mayor parte de los infortunios de su reinado, como los terremotos, que causaron grandes estragos en las ciudades más ricas de sus dominios, la primera aparición en el Bósforo de la ballena Porfirio, la peste que se propagó desde Asia, la pérdida de grandes cosechas, y un recrudecimiento de la rivalidad entre Azules y Verdes que condujo al motín y a la sedición. Todas estas cosas ocurrieron aproximadamente durante el año en que nació Belisario, a la vez que se libraban cruentas guerras con los sarracenos, en el interior de Palestina, y con salvajes hunos búlgaros que hacían incursiones más allá del Danubio. Los cristianos ortodoxos atribuían tantas calamidades a un portento religioso, a saber, la aparición simultánea de dos Papas rivales, arguyendo que era blasfemia que dos Vicarios de Cristo existieran simultáneamente. La elección de un Papa, en Constantinopla, se efectuó exactamente el mismo día que la del otro en Roma; la lentitud de las comunicaciones entre las dos ciudades capitales provocó la involuntaria confusión. Pero, una vez en posesión de las llaves del reino, ninguno de los rivales quiso cederlas al otro: el Papa romano defendía una rígida ortodoxia en la (para mí) absolutamente caprichosa controversia sobre la naturaleza única o doble del Hijo, mientras el otro, el protegido de Anastasio, propugnaba una amable conciliación. Cada cual anatematizó al otro como antipapa, y los paganos del Hipódromo nos divertíamos ante el espectáculo y exacerbábamos el conflicto tomando partido, los Verdes por un Papa, los Azules por el otro.

Como si estos problemas no bastaran, Anastasio entró en guerra con Cabades, rey de los persas, quienes destruyeron por completo uno de nuestros ejércitos y saquearon calamitosamente la Mesopotamia romana. Anastasio se vio obligado a comprar la paz al precio de ochocientas mil piezas de oro, y en una época en que el oro escaseaba más que nunca, a causa del agotamiento de las principales minas europeas y asiáticas.

En el año en que Belisario fue a la escuela de Adrianópolis, los hunos búlgaros estaban devastando nuevamente la Tracia oriental, y de hecho sus caballos pacían en los huertos y parques de la Constantinopla suburbana. Anastasio puso manos a la obra y construyó una gran muralla defensiva a treinta y dos millas de la ciudad, cruzando el istmo. Esto nos ha dado tranquilidad desde entonces, aunque la muralla se ha descuidado y no es difícil de sortear en ninguno de los extremos.

En cuanto a las disputas religiosas, Anastasio, aunque inclinado por la teoría de la naturaleza única, había considerado político, como he explicado, nombrar un Papa que favoreciera una conciliación entre este punto de vista y el ortodoxo, que defendía la doble naturaleza. Los Azules eran ortodoxos por razones políticas; los Verdes propiciaban una conciliación con el monofisismo o el monofisismo sin más. Un día, estas diferencias religiosas provocaron tales disturbios en el Hipódromo que el Emperador tuvo que acercarse como suplicante al poste (al igual que Teodora y su familia unos nueve años antes) y ofrecer su renuncia al trono. Los Azules lo apedrearon, pero los Verdes lo defendieron, pues a ellos, siendo la facción más fuerte, el emperador les había asignado las mejores graderías del Hipódromo. Agradecido, Anastasio dio todo su apoyo a la causa monofisita. Pero poco después los Azules masacraron a una partida de arrogantes monjes monofisitas y, como Anastasio no se atrevió a vengar sus muertes, los Azules se impusieron en la ciudad y el Senado. Luego, Vitaliano, un griego de ascendencia patricia, organizó un ejército de cuarenta mil tracios monofisitas y los condujo contra los Azules, sitiando la ciudad. Temiendo por su vida, Anastasio anunció que llamaría a un concilio general para resolver la controversia religiosa; ante lo cual Vitaliano disolvió su ejército sin presentar batalla. Pero Anastasio no cumplió con su palabra.

Estas cuestiones se relacionan con mi historia más de lo que parece a primera vista, porque el extraño Justiniano desempeñó un papel destacado en las negociaciones entre el Emperador, los Azules y Vitaliano, éste en representación de los Verdes. Justiniano representaba a la facción Azul, y aseguró a Vitaliano que el problema podía arreglarse honorablemente para satisfacción de ambos colores y ambos dogmas y del Emperador mismo. Incluso celebró la Eucaristía junto a Vitaliano como prueba adicional de las buenas intenciones de la facción Azul, e hizo un juramento de hermandad por el Pan y el Vino. A Justiniano le ofrecieron el patriciado por sus servicios, pero no quiso aceptar ese honor hasta no haberse casado con Teodora, quien todavía lo deslumbraba. Sin embargo, su tía, la esposa de Justino, una vieja y virtuosa campesina que no sabía o sabía muy poco griego, se oponía al matrimonio, horrorizada de que el sobrino pudiera unirse a una mujer que había sido prostituta. De modo que Justiniano estaba ante un dilema: una vez que hubiera aceptado el rango de patricio no podría casarse con Teodora, y sin embargo habría parecido desleal rechazar el honor, y tenía miedo de su tía. Consultó con Teodora, quien sonrió y le dijo:

—Acepta el patriciado, ya que no puedo interponerme en tu camino.

Teodora también visitó a la tía para decirle lo mismo: la anciana quedó tan complacida que dejó de oponerse a la amistad de Justiniano y Teodora, siempre que ella abandonara sus aposentos en el establecimiento, como ya lo habría hecho una María Magdalena arrepentida de veras. De modo que Teodora nos dejó por una bonita mansión, con una servidumbre numerosa y buenos muebles, que le dio Justiniano, y se paseaba en un carruaje tirado por un par de mulas blancas. Justiniano usaba un carro con ruedas y caja de plata, con cuatro caballos negros uncidos.

Poco después, Belisario vino a Constantinopla para estudiar en la escuela de cadetes, pero mi ama Antonina no lo veía. Ella y las otras damas habían abandonado el establecimiento, que les había dejado suculentas ganancias. Crisómalo se había casado con un rico vinatero, e Indaro había ido a vivir con Teodora, como acompañante. Mi ama pensó que ella también debía casarse. Encontró a un sirio sólido y maduro que prometía un trato indulgente, una vida corta y una buena herencia al morir. Lo conoció por accidente: él estaba en Constantinopla en un viaje de negocios y había alquilado una casa amueblada cerca de los muelles, de esas que los propietarios alquilan, con esposa incluida, mientras ellos se divierten ruidosamente en las tabernas. En este caso, la esposa alquilada había muerto de golpe y el mercader se quedó sin compañera de lecho y sin ama de casa. Antonina accedió a servirlo temporalmente; y él quedó tan complacido que se casaron legalmente a los pocos días. No tiene mucha importancia en esta historia, pues (para ser franco) ni siquiera fue el padre de los dos hijos de mi ama que sobrevivieron —el niño Focio y la niña Marta— y sólo de uno de los dos que murieron. Pero hizo lo que se esperaba de él en la vida y la muerte, y parece que mi ama lo satisfizo como la mejor de las esposas, pues así lo hizo constar él en su testamento.

Su hogar estaba en Antioquia, donde era tesorero de los Azules en el Hipódromo local y presidente del gremio de mercaderes de seda. Resultó que era mucho más rico de lo que suponíamos. Paz a su memoria. Fue para complacerlo que mi ama se hizo bautizar, junto con otras tres mujeres. Fue una ceremonia memorable, al entusiasta estilo sirio, con la presencia de un joven sacerdote y un joven diácono. Las mujeres fueron inmersas desnudas, pero por razones de decencia no se permitió la presencia de ningún hombre, excepto los sacerdotes. Yo no fui excluido, por ser eunuco. El caso es que los procedimientos de ese bautismo incluyeron muchas bromas, tragos, besos, y algo de ceremonial cristiano. Los siete terminamos en el agua.

En el segundo año de nuestra vida en Antioquia, que es una ciudad que me gusta en extremo (especialmente cuando uno puede huir del calor del verano, como lo hacíamos nosotros, retirándonos a una finca campestre en el Líbano, entre flores y cedros), nos enteramos de la muerte del viejo Emperador Anastasio. Poco después llegó la asombrosa noticia de que el sucesor no sería uno de sus indignos sobrinos, canallescos facciosos Verdes, sino Justino, el veterano comandante de la Guardia Imperial. El chambelán había entregado a Justino una enorme suma de dinero para que, mediante el soborno, persuadiera a los guardias de que apoyaran a su propio candidato al trono. Justino tuvo la honestidad de dar el dinero a los guardias, pero engañó al chambelán: él mismo vistió los mantos purpúreos con paños de tela de oro, y las medias púrpura, y las sandalias escarlata enjoyadas, y la túnica de seda blanca, y la bufanda carmesí, y la diadema de perlas con las cuatro grandes perlas colgando detrás. Los guardias lo vitorearon con entusiasmo. El nombre de bautismo de Justino había sido Istok y no tenía apellido, pero se las ingenió para que lo adoptara la antigua y noble familia de los Anicios. Su esposa, sin embargo, dijo que tanta pompa era ridícula para una mujer como ella: rehusó vestir sus atuendos imperiales, o mudarse a los aposentos imperiales, hasta que Justino le hubiera dado un nombre nuevo en reemplazo del viejo. De modo que de Lupquina (que significa «primor») pasó a ser Eufemia, y provocó mucha hilaridad en la ciudad con sus modales rústicos. Constituía todo un espectáculo distribuyendo limosnas dominicales entre los pobres en la catedral de Santa Sofía, con su elegante séquito de mujeres y eunucos detrás. Lupquina tenía una noción muy precisa del poder adquisitivo del dinero, pero no se hacía a la idea de que ahora disponía de cientos de miles de piezas de oro con sólo pedirlas. De modo que entregaba solemnemente piezas de plata a la larga hilera de mendigos aprobados, y si alguna vieja, tras recibir la moneda, se ponía nuevamente en el final de la fila, Lupquina no dejaba de reconocerla y le tiraba enérgicamente de las orejas; como todavía tiraba de las orejas a Justiniano si hablaba sin permiso o cometía alguna otra impertinencia.

Justino era ortodoxo y simpatizaba con los Azules. Creyó necesario librarse de un par de Verdes peligrosos; entre éstos estaba Vitaliano. Justiniano hizo asesinar a Vitaliano en un banquete, en el cual estaban presentes él y su imperial tío. Justificó la ruptura del juramento hecho en la Eucaristía mediante alguna argucia teológica cuya conclusión era que la palabra dada a un hereje no tenía validez. Justiniano resultó inestimable como ministro de Justino, quien no sabía leer ni escribir, y tenía que firmar todos los documentos con la ayuda de una matriz de oro que delineaba las letras L E G I, o sea «lo he leído y aprobado». Justino lo adoptó como hijo, concediéndole la dignidad del consulado y designándolo comandante de los ejércitos de Oriente; pero no era soldado, y prefería quedarse en Constantinopla con Teodora. Los Verdes se levantaron en armas para vengar la muerte de Vitaliano, pero Justiniano se mantenía al tanto de sus secretos gracias a Juan de Capadocia, aunque Verde, tenía inclinaciones ortodoxas y justificaba con esto su traición; como Justiniano vio hacia dónde soplaba ahora el viento, lo recompensó con cuantiosas sumas de dinero y una posición importante en la corte. Teodora podía darse el lujo de esperar para vengarse de él.

Entretanto, la rencilla con el Papa se había solucionado, pues Justino era más ortodoxo que el mismo Papa, como solía alardear puerilmente; y todos los obispos y sacerdotes monofisitas fueron destituidos. Resultaba curioso el hecho de que Teodora, aunque muy leal a los Azules, o, mejor dicho, muy vengativa con los Verdes, fuera intelectualmente monofisita, al igual que Juan de Capadocia, quien aunque Verde, era intelectualmente ortodoxo. Adoptó el punto de vista, que personalmente me parece sensato, de que si algo tan singular como una doble naturaleza había caracterizado al Hijo, al menos alguno de los evangelistas o los padres apostólicos lo habrían mencionado, cuando no el Hijo mismo; pero nadie lo había hecho. Según el argumento opuesto por Justiniano, una doble naturaleza era algo bastante corriente; aunque en los hombres ordinarios era, más habitualmente, en parte humana y en parte demoníaca. (Lo cual era bastante cierto en su propio caso). Teodora respondía:

—Los demonios son muchos, y admito que hasta siete pueden ocupar simultáneamente el cuerpo de un hombre. Pero Dios es eternamente Uno, por un axioma teológico, y, por lo tanto, si Jesús era Dios, también Él era Uno.

Belisario —que era ortodoxo, aunque sin llegar al fanatismo— se graduó con honores en la escuela de cadetes y demostró ser un excelente oficial de la Guardia. Su uniforme era ahora la túnica verde forrada de rojo, el cuello dorado, el escudo rojo bordeado de azul y constelado de negro. No se enredaba en la política de las facciones ni perdía el tiempo en la ociosidad, de modo que Justino lo consideró apto para una promoción rápida y lo alentó a elaborar un nuevo sistema de entrenamiento de caballería con los hombres que tenía bajo su mando. Llevó a cabo el proyecto que había insinuado durante aquel banquete en Adrianópolis: el de armar a la caballería pesada con arco y lanza, para que los jinetes fueran eficaces en las escaramuzas y como tropas de choque. Justino era un soldado con experiencia, y las ideas de Belisario le complacían; además, admiraba la unanimidad que percibía entre Belisario y sus compañeros de promoción: Rufino, Juan de Armenia y Uliaris. Cuando llegó a Emperador les permitió adiestrar una compañía de reclutas en el nuevo estilo y emprender una campaña más allá del Danubio.

Belisario, pues, armó a todos sus hombres con lanza y un arco rígido, que no era fácil de disparar pero podía incrustar una flecha en cualquier armadura. También les dio un escudo pequeño y manejable, sujeto al brazo, que actuaba como receptáculo de media docena de dardos afilados. Estos dardos eran útiles a poca distancia. Se tomaban por el extremo emplumado, se alzaban como una antorcha, y se arrojaban moviendo el brazo hacia delante y hacia abajo; las puntas eran pesadas y las plumas les impedían desviarse del blanco. Como arma final, para utilizar cuando hasta la lanza fallaba, llevaban un pesado espadón en una vaina sobre el muslo izquierdo. Controlar todas estas armas, y el caballo al mismo tiempo, requería muchos meses de práctica. El arco, por ejemplo, es un arma que requiere ambas manos; de modo que Belisario entrenó a sus hombres para guiar los caballos sin riendas, presionándolos con las rodillas y los talones. Pero también introdujo un novedoso artefacto, los estribos de acero, que iban colgados por correas de la silla, para ayudar a montar y conducir los corpulentos caballos que él propiciaba. (Ahora los estribos son de uso común en todo el ejército, aunque al principio se los despreció por afeminados). Por último, proveyó a sus hombres de sillas anchas, rellenas, ante las cuales iban sujetas, cuando no se usaban, las capas de lana para el tiempo frío o lluvioso. Vestían cotas de malla, sin mangas, que llegaban hasta los muslos, y botas de cuero altas. Cuando no se utilizaba, el arco iba colgado de la espalda; las flechas se guardaban en una aljaba, cerca del espadón; la lanza se llevaba en una cuja, del lado derecho.

El recluta era entrenado para hacerlo todo metódicamente, de modo que se habituara a cada acto: por ejemplo, la acción de tensar el arco se realizaba primero con el caballo al paso, luego al trote, luego al galope. La mano derecha se tiende hacia atrás en busca del arco, lo toma, apoya la punta con el cordel en el pie derecho, y curva el arco presionándolo hacia abajo. La mano izquierda, que entretanto ha tomado una flecha de la aljaba, desanuda el cordel y lo desliza sobre el enganche; luego la mano izquierda baja al centro del arco, transfiriendo la flecha a la mano derecha, y en un momento el arco está en acción. Belisario aprendió este método de los hunos. De los godos aprendió el manejo apropiado de la lanza y el escudo, y enseñó a sus hombres a pelear entre sí con lanzas ligeras y romas. El ejercicio final del coracero adiestrado consistía en galopar a través de un campo desde cuyo extremo se acercaba el Colgado, una figura suspendida de una polea en un carromato bajo; el carromato se deslizaba por un declive suave. El jinete tenía que tensar el arco mientras cabalgaba, lanzar tres flechas a la figura oscilante, y luego prepararse para atacarla con lanza o con dardos. Los ascensos, sueldos y raciones se distribuían de acuerdo con la preeminencia en estos y otros ejercicios. Belisario exigía a sus oficiales facultades excepcionales: aprovechamiento habilidoso del terreno en las maniobras, celeridad y precisión para informar al cuartel general, apreciación rápida de una dificultad o ventaja táctica, pero, por encima de todo, la capacidad para controlar a sus hombres, tanto en grupo como dispersos. Esta capacidad es más natural a ciertos hombres que a otros; y ninguno de aquellos que la poseen deja de granjearse el respeto de sus hombres mediante la destreza corporal. Por lo tanto, Belisario insistía en que cada oficial tenía que ser cuando menos tan eficaz con arco, lanza, dardos y espada, y tan buen jinete, como el mejor de los hombres a su mando.

Justino había preguntado a Belisario:

—¿Qué reclutas quieres? ¿Prefieres alguna clase o raza en particular?

—Dame —respondió Belisario— hombres que puedan beber agua hedionda y comer carroña. Que sea una fuerza compuesta por montañeses, marineros, hombres de las anchas llanuras. No quiero reclutas de las fincas, excepto con privilegio de elección, ni miembros de facciones, ni hombres que hayan servido como soldados en otros cuerpos.

Justino aprobó la respuesta. En ciertas campañas, la enfermedad eliminaba más, hombres que las heridas y, en general, las víctimas eran quienes no estaban acostumbrados a comida y agua en mal estado. Los montañeses solían ser osados, recios, independientes, con vista y oído agudos; eran inestimables como exploradores y guías en terreno escabroso. Los hombres de las llanuras sabían manejar los caballos y dominaban el arte de la guerra en campo abierto. Los marineros eran habilidosos con las manos y sabían sentirse a sus anchas en lugares extraños y entenderse con los extranjeros. Cada una de estas clases de hombres podía aprender de la otra; cuanto más diversos los ingredientes de la mezcla, mejor sería la disciplina en cualquier escuadrón, y mejor se entenderían los escuadrones entre sí. Pues los vínculos estrechos de raza y religión que unen a los hombres bajo un mismo estandarte, a menudo incitan al motín, al descontento, y a las pendencias con otros cuerpos. Alistarse en el ejército tendría que ser como adoptar la ciudadanía de un mundo enteramente nuevo, no como mudarse del centro a los suburbios de la ciudad natal. Ésta era la opinión de Justino y de Belisario. Belisario no quería reclutas de las fincas —o sea, siervos cedidos por los terratenientes en lugar de impuestos— porque los terratenientes en general mandarían a los más débiles e inútiles; pero había añadido «excepto con privilegio de elección», sabiendo que en esas levas a veces se incluían hombres demasiado emprendedores e independientes para complacer a su señor, y bien manejados podían transformarse en buenos soldados. Por último, no había querido miembros de facciones, porque eran un elemento perturbador dondequiera que fuesen, ni hombres con servicio militar previo en otros cuerpos, porque siempre creían saber más que los oficiales y sargentos de su presente escuadrón o compañía, y enseñaban a los reclutas trucos tradicionales para escapar a las obligaciones, robar y medrar a costa de otros.

Justino permitió a Belisario elegir entre los reclutas llegados ese año de Tracia, Iliria, Asia Menor; escogió de acuerdo con las especificaciones que había hecho.

Con un escuadrón bien entrenado, Belisario penetró más allá del Alto Danubio en el verano del año de Nuestro Señor de 520. Se enfrentó con los gépidos, una aguerrida raza germánica que estaba instalada en la región hacía cien años. Los gépidos peleaban a caballo con largas hachas de guerra y hablaban a voz en grito y se engrasaban el pelo amarillo con manteca rancia. Estaban organizados, como casi todas las tribus germánicas, en gaus, comunidades de cinco mil almas o más, cada cual bajo un noble, que contribuían con un millar de guerreros armados al ejército nacional. El millar de cada gau estaba subdividido en «centenares», tropas de hombres libres a caballo que habían jurado lealtad personal a un noble menor y que formaban parte de un solo clan, o grupo de familias entre quienes existía un intercambio regular de mujeres para el matrimonio.

El propósito de Belisario era enfrentarse a pequeñas tropas de gépidos, tomar prisioneros, no perder hombres, enseñar a esta nación a respetar nuevamente al Imperio. Logró todos sus cometidos. Aun los gépidos más nobles vestían poca armadura, protegiéndose con chaquetas de cuero, yelmos y escudos de mimbre forrados de cuero; y sólo los infantes, que eran siervos o esclavos, usaban el arco. La táctica de Belisario consistió en separar a la caballería gépida de la infantería, y mantenerla a tiro de flecha; no permitirles que se acercaran con sus hachas de guerra y jabalinas cortas hasta que las bajas los hubieran desmoralizado; derribar primero la mayor cantidad posible disparando a los caballos. Luego cargaría, pero no los apremiaría persiguiéndolos, sino que se limitaría a capturar a los jinetes caídos y a los que aún defendieran el terreno. En esa campaña de verano, sobre la cual no puedo suministrar detalles geográficos, porque no hay ciudades ni otras características conocidas en el distrito para indicar su extensión, Belisario operó en una distancia de cuatrocientas millas. La comida que sus hombres llevaban consigo era torta de cebada y tasajo de cabra, siempre una ración para diez días. Tenía un barco de aprovisionamiento en el río, con depósitos de flechas y un taller de reparaciones: ésta era su base. Hacia el fin de la campaña le habían herido a tres hombres, y uno se había ahogado en una ciénaga; pero había capturado no menos de cuarenta gépidos, todos los cuales, antes que ser vendidos como esclavos para tareas serviles, prefirieron solicitar permiso para alistarse bajo su mando personal como jinetes de caballería. Fueron los primeros reclutas bárbaros del Regimiento Personal de Belisario, pues el agradecido Justino rebautizó así a la fuerza, permitiendo a los hombres que juraran lealtad personal a su comandante.

Estos gépidos tienen escasez de metales, no sólo de oro sino de hierro, y sus joyas son de valor insignificante.

Muchos de los oficiales que más tarde se distinguieron al mando de Belisario en sus cuatro guerras principales se entrenaron en esta campaña, o en la expedición punitiva que emprendió en el verano siguiente contra los hunos búlgaros del Bajo Danubio, que últimamente había vuelto a las andadas en nuestro lado del río. En esa ocasión, llevó consigo seiscientos jinetes, no doscientos. Con los búlgaros, que son arqueros a caballo, el problema era cómo llegar al cuerpo a cuerpo, no cómo mantenerlos a distancia. Decidió valerse de un señuelo, un pequeño grupo de jinetes con caballos ligeros, y atraer a los codiciosos búlgaros a una posición desfavorable donde pudieran cortarles la retirada. Los búlgaros, como los gépidos, protegían sus comunidades, cuando hacían un alto en la marcha, con barricadas de carromatos. Belisario se acercaba a contraviento y les prendía fuego con flechas incendiarias. A los búlgaros les causó muchas bajas y les tomó muchos prisioneros, pero el botín de los campamentos capturados fue escaso.

Por sus hazañas, Belisario fue promovido de «patricio distinguido» a «patricio ilustre». Justiniano era ahora comandante de la Guardia Imperial al mando de su padre adoptivo, el Emperador Justino. Sin embargo, no era soldado, y los asuntos militares los controlaba todavía Justino. Por lo demás, Justino no comprendía los asuntos de estado ni los civiles, y dejaba que los funcionarios estatales actuaran más o menos a su antojo, bajo la supervisión de Justiniano.

Belisario actuaba ahora como supervisor general de entrenamiento militar, y pasó los cuatro años siguientes yendo de una guarnición a otra en la mitad oriental del Imperio, escribiendo informes detallados sobre la condición de las tropas que inspeccionaba y la capacidad de los oficiales, y haciendo recomendaciones para la mejora del adiestramiento y el equipo. Se granjeó muchas amistades entre los fervorosos oficiales veteranos cuyo trabajo elogió, y los activos oficiales jóvenes a quienes recomendó para un ascenso; pero más fueron los enemigos que ganó. Siempre se negaba a hacer la vista gorda ante la incompetencia o las deficiencias en el equipo, y tenía fama de insobornable.

Aún conservaba el favor de la corte, pero cuando lo urgían a casarse con tal o cual mujer de alcurnia siempre se excusaba con el pretexto de que no llevaba una vida sedentaria. Cuando se asentara se casaría, decía. Pero no se enredaba con mujeres casadas ni solteras, y se abstenía de visitar el suntuoso burdel que había construido Constantino y que era el lugar de encuentro obligado del ingenio y la moda en Constantinopla. Sus enemigos insinuaron que no le gustaban las mujeres sólo porque prefería a su propio sexo, pero era una mentira estúpida. Según mi opinión, desde luego parcial, no se casó porque mi ama Antonina no se había borrado de su memoria; y se abstenía del burdel porque concurrir allí iba contra la ley cristiana que él había jurado observar. Además, su trabajo bastaba para ocuparle la mente, y si deseaba divertirse salía a cazar con sus oficiales. El que escasearan los venados, las liebres u otras presas, no le molestaba demasiado: estaba igualmente dispuesto a cazar halcones del cielo o serpientes de los setos, y con la misma precisión. Estimulaba esa práctica en sus oficiales; pues la caza, decía, era una forma de adiestramiento. Recomendaba especialmente la caza de jabalíes con lanza.

Fue dos veces a Antioquia, llevado por sus deberes, pero en la primera ocasión mí ama y su esposo estaban en su villa del Líbano, y en la segunda, ella tampoco lo vio, aunque ansiaba hacerlo. El esposo de Antonina lo invitó a cenar en su casa, pero él rehusó aduciendo deberes oficiales. Sin embargo, escribió una carta de su puño y letra como cumplido particular al esposo de mi ama. Mi opinión, desde luego parcial, fue que le habría incomodado encontrarse de nuevo con mi ama como esposa de otro hombre.

Esta historia puede parecer extravagante, pero más tarde supe una similar en Italia: un joven patricio se había enamorado de una mujer casada cuando sólo tenía trece años. No sólo se abstuvo de amar a cualquier otra mujer, sino que se marchó al bosque y vivió en una caverna, y más tarde formó una sociedad de monjes ermitaños que ahora se llaman benedictinos, pues el desesperado joven se llamaba Benedicto. Era una fraternidad decente, con sólo tres cometidos a saber: la adoración de Dios, la lectura, el trabajo manual; se abstenían de comer carne, de la política y del vicio. Pero llegaron a sostener con Benedicto que el hombre y la mujer no sólo deberían ser extraños entre sí sino enemigos naturales e irreconciliables, lo cual para mí es un disparate. Una vez, visité su ermita de altas murallas en Monte Cassino, sobre la vía Latina, entre Roma y Nápoles, y todo estaba sometido a la disciplina más estricta y exacta. Informé de lo que había visto a mi ama, a quien las normas del monasterio impidieron entrar, y le comenté, aludiendo a Benedicto:

—Con él se ha perdido un buen soldado.

Belisario, que estaba presente, me respondió con un sentido cristiano:

—No, Eugenio, se ha ganado un buen soldado.

El tal Benedicto estuvo una vez al borde de la derrota: la mujer de quien estaba enamorado al fin se apiadó de él y contrató una partida de mujeres del teatro para que la acompañara una noche al monasterio; una mujer por cada monje. Golpearon el portón; y cuando el portero les abrió —un godo gigantesco— lo asaltaron con brazos acariciantes y lo ahogaron con besos perfumados, y lo tomaron prisionero. El ataque se llevó a cabo con gran energía, y todos los monjes sucumbieron, excepto dos o tres, que se encerraron en sus celdas y arrojaron las llaves por la ventana para librarse de la tentación: como se inmovilizó Ulises, según cuentan, ordenando a sus marineros que lo amarraran al mástil de pies y manos para protegerlo de la tentación de las sirenas. Sólo Benedicto se mantuvo firme. Tomó de la mano al jefe enemigo y le habló con afectuosa sinceridad, haciendo que se avergonzara absolutamente de su acción. Si la historia es cierta, Benedicto tenía un temperamento tan recio como el de Belisario. O la mujer había perdido su hermosura en el entretanto; pues sin duda era bastante mayor que él, y las mujeres patricias de Roma son glotonas y perezosas y no tardan en engordar como las carpas cautivas en sus estanques.

De un modo u otro, Belisario llevaba una vida recta y regular, y en estos años sólo fracasó en una expedición: la que emprendió contra Porfirio, la famosa ballena que desde hacía veinticinco años dificultaba la navegación en el Bósforo y el mar Negro, pues nadie podía matarla, ni capturarla. Porfirio fue la única ballena de la que se sepa que haya entrado en el Mediterráneo. Ballenas mucho más grandes, llamadas cachalotes, se ven con frecuencia en el Atlántico, y una de gran tamaño quedó una vez varada en Cádiz. Los mercaderes del mar Rojo ven otras aún mayores en el Océano Índico, cuando navegan anualmente a Ceilán con el viento de los monzones; de estas ballenas se extrae la barba de ballena, y a menudo tienen cuatrocientos pies de longitud. Porfirio no tenía más que un octavo de ese tamaño, pero al contrario de las ballenas indicas, que son criaturas tímidas y esquivan los barcos, emprendió una guerra destructiva contra el Imperio. Las ballenas no comen, como uno podría suponer, peces grandes y delfines y focas y tiburones, sino sólo los animalejos más pequeños: se lanzan aguas abajo con la boca abierta y engullen millones cada vez. Porfirio patrullaba por el mar Negro alimentándose de las colonias de peces de las profundidades, y a veces desaparecía meses enteros. Pero siempre regresaba para apostarse en el Bósforo o el Helesponto y dejar que la corriente le llenara la boca con multitud de peces. En la primera aparición de Porfirio sucedió que un audaz pescador, irritado por sus redes destrozadas, atinó a clavar un pesado arpón en el flanco de la ballena al pasar a su lado en una embarcación pequeña. Ésta era una declaración formal de guerra, y Porfirio, cuyas intenciones habían sido bastante pacíficas hasta el momento, persiguió el bote y lo partió de un coletazo. Luego se comprendió que Porfirio no era una ballena joven de las especies comunes y apacibles, sino un ejemplar adulto de orca o ballena asesina, según las llaman, como aquellas que los marineros que viajaban a la India han visto guerrear contra las ballenas grandes, haciéndolas trizas en repetidos ataques.

Porfirio acechaba en las profundidades del mar y aparecía de golpe, escupiendo agua por un agujero de la cabeza, y se lanzaba contra cualquier bote o barco que viera, destrozándolo con la cola. También hundió dos buques de tonelaje considerable, en diferentes oportunidades, elevándose repentinamente desde debajo de ellos y aflojando el maderamen con el topetazo. Sin embargo, esto quizá haya sido un accidente.

Los estragos de Porfirio merecieron toda suerte de explicaciones. Los ortodoxos sostenían que lo habían enviado como castigo por el pecado herético del monofisismo, pero los monofisitas decían que era imposible, pues Porfirio atacaba a ortodoxos y monofisitas por igual. (Y en la época a la cual me refiero, la discordia con Roma ya se había solucionado). Otros decían que estaba buscando a un Jonás, y más de un marinero impopular, ya fuera ortodoxo o monofisita, había sido arrojado a sus fauces en sacrificio. Se habían enviado obispos de ambas opiniones para predicarle desde la costa, y corriente abajo flotaban textos escritos en tiras de papel conminándola en nombre de la Trinidad a regresar al océano de donde venía. Pero Porfirio no sabía leer ni estaba bautizada, y no hizo ningún caso.

Belisario se ofreció como voluntario para cazar a Porfirio. Se apostó en la entrada del mar Negro en la época en que se esperaba el regreso de la ballena a su paraje de pesca habitual. Iba en un buque de tamaño mayor que el de los que Porfirio estaba acostumbrado a atacar, armado con una catapulta de las que no arrojan el habitual proyectil con cuñas de madera, sino una lanza larga y pesada. Justiniano ofreció, para el manejo de la catapulta, un destacamento de milicianos de la facción Azul —la responsabilidad de la defensa de las murallas de Constantinopla se dividía entre el demarca de los Azules y el demarca de los Verdes—, quienes iban con ánimos de ganar gloria para su color mediante la muerte de Porfirio. Los tripulantes del buque también eran Azules. Pintaron de azul las lanzas de la catapulta, y también los flancos del buque y las palas de los remos.

Al fin llegaron informes de que habían avistado a Porfirio a cierta distancia a lo largo de la costa norte, avanzando lentamente hacia la ciudad y de humor beligerante. Belisario ordenó que se mantuviera una guardia alerta y puso a prueba la catapulta, entrenando a los milicianos para que la manejaran a la perfección. Los instruyó haciéndoles disparar contra un tonel que habían arrojado por la borda hasta que pudieron calcular al dedillo la fuerza propulsora de las cuerdas cuando las tensaban con una manivela. Pronto el vigía avistó a la chorreante Porfirio a media milla de distancia. Porfirio se acercó, nadando en la superficie, y enfiló directamente hacia el buque como si quisiera embestirlo. Era un animal inteligente e ingenioso, y sabía que gozaba de una terrible reputación: al avistarlo, los buques solían huir a toda vela, aprovechando el viento, y a veces se desviaban cincuenta millas o más de su derrotero. Pero este buque siguió su curso.

La bestia se acercó más y más, y al fin Belisario dio la orden de disparar. La lanza hendió el aire y atravesó limpiamente el tonel al cual los prudentes milicianos, temerosos de la cólera de Porfirio, aún preferían apuntar. Porfirio se contentó con un coletazo elegante —que partió una veintena de remos— y luego se zambulló y desapareció. Pero antes de que se fuera, Belisario le había incrustado una pesada flecha con un rígido arco de acero como los que se utilizan en los sitios contra los enemigos que intentan forzar las puertas de la ciudad al amparo de escudos extremadamente gruesos. Apuntó adonde calculaba que estaría el cerebro; pero la anatomía de la ballena es peculiar, y la flecha se perdió de vista en una capa de grasa protectora.

Ésa fue la última vez que los cazadores vieron a Porfirio; después de patrullar durante unos días regresaron. Los tripulantes deliberaron, y fraguaron una historia que satisfacía su orgullo. Según ellos, Belisario había disparado con el arco pero había errado, y entonces ellos habían accionado la catapulta. La lanza había entrado directamente en las fauces abiertas de Porfirio, pero la bestia había partido el asta y se había alejado bramando, con la punta de la lanza hundida profundamente en la garganta. «Pronto morirá por sus heridas», alardearon, «y reconoceréis nuestra punta de lanza por el color». Los Verdes se negaron a aceptar estas declaraciones, sobre todo porque Belisario no las había respaldado. Simplemente decía: «Los milicianos usaron la catapulta enérgicamente y demostraron que eran buenos tiradores. He elevado un informe oficial a Su Serenidad el Emperador. Sin duda, él lo publicará oportunamente». Pero, por el honor de los Azules, Justino retuvo el informe.

Porfirio siguió destruyendo redes y navegando muchos años después de esto. Los Verdes, aunque convencidos de que los Azules se habían portado cobardemente, no ansiaban ponerse en ridículo ofreciéndose como voluntarios para eliminar a Porfirio.