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LAS ESFINGES MEGARENSES

Quizá os haya desconcertado la expresión «Esfinge Megarense»: ése era el nombre que algún autor de epigramas había dado a las prostitutas de Constantinopla. La esfinge era un monstruo voraz que guardaba celosamente sus secretos, y los primeros colonos de Constantinopla habían llegado de la ciudad griega de Megara. Según se cuenta, un oráculo aconsejó a los futuros colonos navegar hacia el noreste, hasta la orilla opuesta a la «ciudad de los ciegos»; allí fundarían su propia ciudad, que llegaría a ser la más hermosa del mundo. De modo que cruzaron el Egeo rumbo al nordeste, y remontaron el Helesponto hasta llegar al Bósforo, y allí fundaron su ciudad, en la orilla europea, frente a Hierón, que ya estaba colonizada. Éste era obviamente el sitio designado, pues los hombres de Hierón habían construido la ciudad en la orilla menos favorable, donde las corrientes eran turbulentas, la pesca escasa, y el suelo yermo, cuando pudieron haber elegido la otra orilla con su cómodo puerto natural, el Cuerno de Oro, tan ciegos eran. Ahora, después de tantos siglos, Hierón es todavía una localidad pequeña, pero la ciudad de los megarenses se ha transformado en un lugar de un millón de habitantes, con magníficos edificios cercados por una muralla triple. Es la ciudad de múltiples nombres —para los griegos «Constantinopla» oficialmente, «Bizancio» familiarmente; para los literatos italianos «Nueva Roma», para los godos y otros bárbaros germánicos «Micklegarth», para los búlgaros «Kesarorda», para los eslavos «Tsarigrad»—, la maravilla del mundo que considero mi hogar.

Mi amo, el padre de Antonina, era, como he dicho, un auriga de la facción Verde de Constantinopla. Se llamaba Damocles, y me trataba amablemente. Ganó muchas carreras para su color antes de morir, cuando era muy joven, en circunstancias que requieren un relato detallado. Era un tracio de Salónica, hijo de un auriga del Hipódromo de allá, donde el nivel de las carreras es muy alto, aunque no tanto, admito, como en Constantinopla. Un día reparó en él un acaudalado simpatizante de los Verdes que había ido a Salónica en busca de un talento; y, a cambio de una cuantiosa suma de dinero para el fondo de la facción local, transfirió sus servicios a la capital. Allí conducía el segundo carro en las carreras importantes, y en general su tarea consistía en llevar el paso y desviar a los carros Azules del camino para que el primer carro Verde, el de caballos más veloces, tuviera la oportunidad de adelantarse sin obstáculos. Era muy diestro en esta especialidad. Tenía un gran talento para sacar partido de caballos difíciles o perezosos. Además, era entre todos los de su profesión el más hábil con el látigo: era capaz de liquidar certeramente una abeja en una flor o una avispa en la pared a cinco yardas de distancia.

Damocles tenía un amigo, Acacio de Chipre, por quien sentía gran afecto, y una de sus condiciones para venir a Constantinopla fue que Acacio recibiera algún puesto en el Hipódromo: lo suficiente para una vida decente, pues era casado y tenía tres hijas. La condición se cumplió fielmente, y Acacio fue designado asistente del maestre de osos de los Verdes. Más tarde recibió la maestranza principal de osos, un puesto muy responsable y lucrativo. Aquí debo retroceder en la historia, para que todo quede bien claro.

El año de Nuestro Señor de 404, exactamente cien años antes de la historia que tengo que contar, fue señalado por dos novedades lamentables. En primer lugar, los libros proféticos sibilinos, que el Senado consultaba cada vez que había motivos de perplejidad y peligro nacional, y que se habían conservado cuidadosamente en la Biblioteca Palatina de Roma desde el reinado del Emperador Augusto —estos tesoros preciosos e irremplazables— fueron vergonzosamente quemados con pretextos religiosos por un cristiano iletrado, un general germano al servicio de Honorio, Emperador de Occidente. Esta estupidez estaba prevista en los libros mismos; pues se dice que el grupo final de hexámetros sentenciaba:

Cuando el mundo dos necios se dividen,

el mayor (de la región más joven)

prohíbe con su Hipódromo la sangre

y trae sangre. En la más antigua Roma

el menor, a bárbaros rendido,

en humo ve disuelta su sapiencia.

Arcadio, el Emperador de los romanos de Oriente («la región más joven») cumplió su parte de la profecía ese mismo año. Un día, en el Hipódromo de Constantinopla, un monje loco se interpuso entre dos gladiadores cuando habían llegado al momento más interesante del combate. Los exhortó en voz alta a abstenerse del asesinato, en el santísimo nombre de Cristo. Los gladiadores se negaron a matar al monje, pues les habría traído mala suerte (los gladiadores son supersticiosos por naturaleza). Se separaron y, por señas, preguntaron al Emperador, que hacía las veces de presidente, qué debían hacer a continuación. Los espectadores estaban enfurecidos por esa impertinente intromisión del monje en su entretenimiento; desbordando la barrera, arrancando terrones de cemento y ladrillos de los asientos, apedrearon al monje hasta matarlo. Arcadio también se enfureció cuando el público usurpó su autoridad de presidente. Tomó la severísima medida de prohibir todos los juegos con gladiadores durante un período indefinido. Este decreto provocó tumultuosas protestas, en castigo por lo cual Arcadio disolvió por completo el gremio de gladiadores y permitió que el monje, cuyo nombre era Telémaco, fuera proclamado mártir e incluido honrosamente en los dípticos. Las consecuencias no fueron afortunadas.

En primer lugar, como parece haber previsto la Sibila, el populacho, viéndose privado del habitual placer de presenciar cómo los hombres se mataban pública y profesionalmente, buscó satisfacción en luchas extraoficiales en calles y plazas, entre los jóvenes petimetres de las facciones Azul y Verde. En segundo lugar, la desaparición de los gladiadores de los juegos del Hipódromo elevó las luchas con osos de una posición subalterna a una posición descollante. Los mastines que peleaban con los osos no pertenecían, añadiré, a una facción, como los osos y los caballos, sino que los entrenaban privadamente entusiastas acaudalados. También se escenificaban ocasionalmente enfrentamientos entre un león y un tigre (el tigre ganaba siempre) o entre lobos y un toro (los lobos ganaban siempre, si gozaban de buena salud, atacando los genitales del toro) o entre un toro y un león (una pelea igualada, si el toro era fuerte) o entre un jabalí y otro jabalí. Pero las funciones con osos eran por lo general las más atractivas, y eran aún más populares que los espectáculos, todavía permitidos en algunos Hipódromos, en que criminales armados intentaban, con más o menos ineptitud, protegerse de los ataques de estas diversas fieras.

Los cristianos más devotos se levantaban del asiento o cerraban los ojos durante esas peleas programadas, y había alguna encíclica que prohibía a los cuidadores de osos y leones, los aurigas y otros profesionales del Hipódromo la práctica del cristianismo. O, mejor dicho, les prohibía participar de la Eucaristía, pues se suponía que sus profesiones eran ruines y excitaban las mentes de los hombres apartándolos de la tranquila contemplación de la Ciudad Celestial. Por esta razón, los profesionales del Hipódromo eran hostiles por naturaleza a la religión cristiana, pues despreciaba sus vocaciones tradicionales, de las cuales no estaban avergonzados en absoluto. Les complacía crear rumores para desacreditar al cristianismo, especialmente sobre la conducta hipócrita de los cristianos devotos. Había más de un alto funcionario de la Iglesia que solía enviar secretamente un regalo en dinero al maestre de danzas Verde, o al Azul, pidiéndole que seleccionara una mujer vivaracha para animar una cena; y sin embargo, en las calles, esos mismos hombres alzaban la túnica horrorizados si se topaban con una actriz, como temiendo contaminarse.

En este sentido, yo compartía la opinión de la gente del Hipódromo: las experiencias hechas junto a mi ex amo Barak habían despertado en mí, profundas sospechas sobre la Iglesia, sospechas que todavía conservo. Es algo que está arraigado en mí y no podrá extirparse; tal como el color Verde estaba arraigado en el alma de mi amo Damocles. Pero he conocido a algunos varones honorables entre los cristianos, de manera que en verdad no puedo escribir nada contra el cristianismo en sí, sino sólo contra quienes lo han usado para sus propios fines y han hecho gala de santidad para medrar en el mundo. En cualquier caso, existía esta hostilidad contra la Iglesia entre las gentes del Hipódromo (incluyo aquí a los actores del teatro, que estaban estrechamente relacionados con el Hipódromo); y sus habitaciones y despachos eran un santuario para los pocos sacerdotes de los Antiguos Dioses que sobrevivían, y de los hechiceros y adivinos egipcios y sirios, y de los magos persas, expertos en la interpretación de los sueños. Sólo los maestres de danza, que actuaban como intermediarios nuestros ante la administración de la facción y, por lo tanto, ante la corte y la Iglesia, eran, por tradición, cristianos; y por cierto eran un hato de hombres taimados y deleznables.

El amigo de Damocles, el maestre de osos Acacio, murió en cumplimiento de su deber. Los machos se excitaron con la presencia de una osa en una celda vecina. Se pusieron intratables. Uno de ellos atinó a romper la cadena y luego derribó la puerta de la celda, ansioso por llegar a la osa. Acacio le ofreció un panal con una vara, e intentó persuadirlo de que regresara apaciblemente a su encierro. Pero el oso pareció ofenderse ante la oferta de una cierta dulzura cuando tenía otra en mente, y atacó a Acacio con petulancia, aunque sin intención de herirlo gravemente, y le arrancó el brazo. La herida se infectó y Acacio murió esa misma noche, para gran dolor de los simpatizantes de la facción Verde, y especialmente de mi amo Damocles, y para dolor, me han contando, del oso, quien lo lloró como un ser humano.

El asistente del maestre de osos, Pedro, era un primo lejano de Damocles —casi todas las gentes del Hipódromo estaban emparentadas por lazos matrimoniales— y se decidió que debía casarse con la viuda de Acacio e integrarse a la administración de la facción para ser designado maestre de osos en su lugar. Así se hizo; y aunque esa boda, celebrada tan poco después de la muerte del maestre de osos, parezca de pésimo gusto, la imponían las circunstancias. Entre los Verdes, nadie pensó mal de ninguno de los contrayentes.

Pero el periodo de actuación del maestre muerto había sido tan exitoso —había mejorado la capacidad defensiva de los osos, sometiéndolos a ejercicios regulares y a una dieta cuidadosa, en vez de mantenerlos siempre encerrados y a oscuras, como antes era costumbre— que la administración, en votación reciente, había adoptado que se le duplicara el salario. Ahora ascendía a quinientas piezas de oro por año, propinas aparte. Esta prodigalidad se justificaba por el enorme incremento de las apuestas cuando luchaban los osos, pues el tres por ciento de las ganancias iba al fondo de la facción. Quinientos por año era una suma tentadora, y el maestre de danzas, como correspondía a su calaña, no deseaba cederla por nada. Cuando Juan de Capadocia, que casualmente era un Verde destacado, ofreció mil por el puesto en nombre de un servidor suyo, el maestre de danzas no fue sordo. El asunto se arregló fácilmente, pues Juan de Capadocia era presidente del comité de designaciones. El maestre de danzas declaró en la reunión que el único candidato restante era Pedro, el asistente del maestre de osos, quien no sólo no merecía un ascenso sino que ni siquiera merecía conservar su puesto actual. Insinuó al comité que tal vez Pedro hubiera tenido algo que ver con la fuga del oso que mató a Acacio, y dio visos de indecencia al apresuramiento de Pedro para casarse con la viuda del maestre muerto.

El comité no sólo rechazó la solicitud de Pedro, sino al mismo Pedro. Cuando Damocles se enteró de la decisión, se irritó; y con razón. Fue a quejarse a los otros aurigas. Les pidió que firmaran una petición dirigida a los regentes del Hipódromo, cuya autoridad era mayor que la de la administración Verde, quejándose de la doble injusticia cometida con la viuda del maestre de osos y sus tres hijas, y con el asistente del maestre de osos.

Los aurigas, sin embargo, no tenían interés en intervenir en el asunto, pese a que el nuevo maestre de osos capadocio había alardeado abiertamente de que le habían comprado el puesto, y a que era un advenedizo que nunca había tenido conexiones con el Hipódromo. El motivo era que a ellos no les interesaban los espectáculos con osos, pues eran aurigas; que Juan de Capadocia era un hombre poderoso en la corte y la facción; que les parecía poco razonable exponer un asunto que afectaba el honor de los Verdes ante los dirigentes, entre quienes también había Azules.

Damocles se negó a olvidar el asunto. Conversó con otros Verdes prominentes, tratando de interesarlos en el caso, pero ninguno quiso escucharlo.

Los Azules no tardaron en enterarse de la historia y enviaron a dos aurigas para que sondearan a Damocles en secreto. Le preguntaron si podían ayudarlo de algún modo para que se hiciera justicia. Damocles estaba tan fuera de sí que respondió amargamente:

—¡Ya lo creo! Aceptaría ayuda de cualquiera, aun de los Azules, y aun de esos condenados monjes cristianos, si pudieran denunciar las intrigas de ese maestre de danzas y ese capadocio.

—Sugiere a la mujer y sus hijas que se pongan guirnaldas en la cabeza y lleven ramilletes en las manos para salir como suplicantes, escoltadas por Pedro, hasta el poste inferior justo antes de que empiece la pelea de osos —dijeron los aurigas—. Los Verdes mejor intencionados intercederán en su favor; y podemos prometer que los Azules respaldarán a voz en cuello la apelación.

Él aprobó el plan, que, desde luego, no era más que una estratagema de los Azules para desacreditar a la administración Verde; no tenían ningún deseo genuino de ayudar a la mujer ni a las hijas. Pero cosas extrañas empezaron a suceder. En primer lugar, por rara coincidencia, el maestre de osos de los Azules cayó muerto esa misma tarde mientras atravesaba la Plaza de Augusto. En segundo lugar, Tomás, el tesorero de los Azules, tuvo esa noche un sueño en el que un gran oso negro, con una insignia Verde y montado por una niña con una guirnalda en la cabeza, entraba dando tumbos en el salón del comité Azul, se arrancaba la insignia, la pisoteaba, y empezaba a distribuir coronas y palmas de victoria y puñados de dinero recién acuñado.

Al día siguiente, en cuanto las suplicantes se hubieron presentado ante el poste, como habían sugerido los aurigas Azules, Juan de Capadocia envió una partida de Verdes para echarlas. Los Azules soltaron un clamor formidable, y la mayoría de los Verdes de la audiencia no entendían de qué se trataba: de modo que, en vez de mostrarles simpatía, abuchearon a las pobres criaturas mientras las empujaban entre los bancos Verdes. Damocles se enfureció más que nunca.

La última carrera de esa tarde era importantísima. Era el aniversario de la investidura del Emperador y había prometido regalar una obra de arte, un equipo completo en plena carrera (los caballos esculpidos en plata, el carro y el conductor en oro), a la administración de la facción ganadora. Sería una carrera disputada, a juzgar por las apuestas. Damocles decidió granjearse el aplauso popular conduciendo como nunca antes. Sabía que cuando los líderes de la facción lo llevaran, adornado con guirnaldas y una cruz de flores en la mano, a postrarse respetuosamente para aceptar el premio de manos del Emperador (como ocurría si contribuía a ganar la carrera), tendría oportunidad de pedir una reparación. El Emperador Anastasio era un hombre afable, y proclive a hacer justicia en casos como éste.

Sería inoportuno narrar la carrera en detalle, pero al menos dejadme describir la séptima y última vuelta. Primero, un color llevaba la delantera; luego, el otro; luego, otra vez el primero. Hacia el fin de la quinta vuelta, cuando los competidores ya habían recorrido una milla completa, el primer carro Verde estaba en el carril interior, bordeando la barrera central; el segundo carro Azul, que había llevado el paso magníficamente, lo seguía a poca distancia, en el carril contiguo. Luego venía el carro de Damocles, el segundo Verde, en el carril exterior, seguido de cerca por el primer carro Azul, en el carril contiguo al interior. Ahora la victoria parecía segura para los Verdes, y los ocupantes de las graderías Azules se veían desanimados ante la proximidad de la última curva. Pero entonces Damocles comprendió repentinamente que sus caballos estaban exhaustos: ni sus alardes de habilidad con el látigo ni sus exhortaciones de viva voz los impulsarían a mayor velocidad. La distancia entre los dos carros del medio, el primer Verde y el segundo Azul, y los dos exteriores, el primer Azul y el segundo Verde, se había reducido enormemente aunque conservaban las mismas posiciones relativas. El primer Azul avanzaba ahora a gran velocidad y era capaz de quitarle no sólo la victoria a Damocles, en el segundo Verde, sino a los dos líderes. De modo que Damocles tomó una rápida decisión en la curva: se cruzó ligeramente en el trayecto del primer Azul y luego frenó de golpe. Su intención, desde luego, era chocar contra la rueda derecha del carro enemigo para eliminarlo de la competencia, de modo que su camarada del carril interior se asegurara la victoria. Este truco es legítimo, pero rara vez se pone en práctica, por el peligro que representa para la vida del hombre que lo utiliza: hay posibilidades de que el carro vuelque y el auriga se rompa una pierna, o fuera pisoteado, o estrangulado por las riendas, que le ciñen estrechamente la cintura, antes de poder liberarse de ellas con el puñal. Damocles, sin embargo, afrontó el riesgo, y estaba tan concentrado en su objetivo, y había tal polvareda y griterío, que no advirtió lo que estaba sucediendo en los dos carriles interiores. Su camarada, el primer Verde, había sido empujado por el segundo Azul y se había estrellado contra el poste, quedando fuera de combate; pero el caballo guía del segundo Azul se había torcido un tendón durante la maniobra, obligando al equipo a detenerse. Como resultado, el primer Azul pudo sortear el peligro de la rueda de Damocles, como no habría podido hacerlo si su compañero hubiera estado delante: viró elegantemente hacia dentro y se libró de él, ganando por un buen trecho a Damocles, quien había frenado.

Era, obviamente, un caso de mala suerte, como habría concedido cualquier juez con discernimiento; pero los Verdes estaban tan defraudados que tuvieron que buscar un chivo expiatorio. El chivo expiatorio no fue el primer auriga Verde, quien yacía atontado en el suelo entre los restos de su carro, sino mi amo Damocles. Pues Damocles, después de estrellarse su compañero, había quedado en la posición delantera, a sólo cien yardas de la victoria, e inexplicablemente había frenado. Podréis imaginar que Juan de Capadocia pintó esa conducta con las peores tintas, y lo acusó de vender la carrera a los Azules. Sustentó su acusación en dos hechos: que habían visto a dos aurigas Azules hablando con Damocles la mañana anterior en una taberna de la ciudad, y que Damocles estaba resentido con la administración a causa del asunto de la maestranza. De modo que, en una reunión de comité celebrada inmediatamente después de la carrera, lo suspendieron por un año; y esa noche Damocles se mató, después de atacar al maestre de danzas Verde, a quien arrancó un ojo de un latigazo lanzado desde el otro extremo del vestuario de los aurigas.

Entonces nuestra fortuna pareció en plena decadencia, pues mi amo Damocles había sido generoso con sus ganancias y no había ahorrado prácticamente nada; y su esposa y Antonina fueron echadas de la facción como familiares de un auriga que había avergonzado a su color. En cuanto a mí, corría el riesgo de ser vendido nuevamente a otro amo. Pero todo terminó bien porque, en una reunión de la administración Azul, dos días más tarde, Tomás, el tesorero, contó su sueño del oso. Aseguró al comité que la niña que había montado a lomos del oso en el sueño era una de las hijas del difunto maestre de osos Verde, quienes habían acudido como suplicantes al poste. Los incitó a ofrecer el puesto vacante de maestre de osos Azul a Pedro, quien era ahora el padrastro de esas niñas: pues era obvio que así los Azules tendrían buena suerte.

Hubo cierta oposición ante la sugerencia, pero Tomás destacó que Pedro estaba bien entrenado con los animales Verdes, y que eligiéndolo se beneficiarían ellos, además de avergonzar a los Verdes. Pedro fue designado maestre de osos Azul y demostró gran habilidad en su profesión, y la familia entera se convirtió de Verde en Azul, lo cual es muy infrecuente entre las familias del Hipódromo. Para demostrar su gratitud a la familia de Damocles, nos concedió alojamiento y comida en su propia casa; y su esposa e hijas, además de él mismo, juraron por el dios Poseidón (el juramento más respetado por las gentes del Hipódromo) que harían cuanto estuviera a su alcance para ayudarnos. Así salimos de apuros, y la viuda de Damocles no necesitó venderme. Pero para no ser una carga para Pedro, persuadió al maestre de danzas de los Azules de que la empleara como actriz en el Teatro; no como actriz dramática para el escenario, pues no tenía experiencia suficiente, sino como actriz de variedades en la orquesta. Sabía bailar algo y no rasgueaba mal el laúd y tocar bastante bien el tamboril, de modo que él la aceptó. Ella adiestró a su hija Antonina desde sus primeros años como música, malabarista, bailarina y acróbata, y Antonina se crió tan Azul en sus sentimientos como Verde había sido su padre, Damocles. Antonina no tardó en ser muy requerida en cenas como la de Modesto en Adrianópolis, y en los banquetes comunitarios de los jóvenes petimetres de la facción Azul, a los cuales cada miembro contribuía con comida o bebida.

Antonina mantuvo una estrecha amistad con las tres hijas de Acacio. Se llamaban Comito, Teodora y Anastasia. Pero, de las tres, quiero escribir principalmente sobre Teodora, la del medio, quien llevaba a Antonina dos años de edad y se convirtió en su amiga íntima. Cuando las tres niñas crecieron, se iniciaron todas en el teatro. Comito era una criatura impecable, de soberbia factura, y tuvo gran éxito con los hombres, pese a ser mala actriz. Empezó a tratar con desdén a Teodora y a Anastasia, pues ninguna de ambas tenía su belleza, pero pronto murió de la enfermedad de su profesión. Anastasia también se contagió, y perdió casi toda la dentadura en una riña durante un banquete comunitario. Pero Teodora era inmune a todos los males. Era opinión generalizada que tenía un demonio dentro, un demonio implacable e insaciable. ¡Cuán a menudo, posteriormente, tuvo Antonina ocasión de agradecer a los dioses que Teodora fuera su aliada, no su enemiga!

Mi primer recuerdo de Teodora es de cuando ella tenía seis años, vestía una pequeña bata sin mangas como las que usan los hijos de esclavos y llevaba el taburete plegable de su madre al lugar de la orquesta antes de una representación. Provocaba o mordía a los otros niños que veía; su madre decía que habría que colgarle del cuello un cartel como los que se ven en las celdas de osos para prevenir a los visitantes: «Este animal es peligroso». Teodora estaba resentida por las burlas que le habían infligido sus ex-amiguitas Verdes por esa infortunada historia de la muerte del padre y el nuevo matrimonio de la madre.

Antonina también recibía insultos, como hija de un auriga que había vendido una carrera a los Azules. Pero ella no sabía pelear como Teodora, que se enfrentaba a sus ofensores con uñas y dientes. Se vengaba de otras maneras: principalmente —cuando creció un poco más— asustaba a sus enemigos convenciéndolos de que eran víctimas de sus poderes mágicos. Finalmente ella misma llegó a creer en la magia. Por cierto, tuvo un par de éxitos notables con ella. Un día el maestre de danzas de los Verdes, Asterio, cuyas maquinaciones habían sido la causa originaria de todo el problema, la pateó brutalmente por detrás. Ella modeló una imagen de sebo de Asterio —panzón, narigudo, tuerto—, elevó ciertas plegarias a Hécate, que es la antigua diosa que se encarga de estos asuntos, y luego le arrancó el ojo restante con un alfiler. Antes de que la luna hubiera llegado al tercer cuarto, ese villano estaba ciego: un huso que una mujer furibunda arrojó a su esposo lo hirió accidentalmente a él, cuando pasaba por delante de su puerta. Teodora admiró mucho a Antonina por este acto, y juntas trataron de destruir también a Juan de Capadocia. Pero supongo que como él oraba tanto en la iglesia entorpeció la intervención de Hécate, pues continuó prosperando. Luego juraron por el Cascabel Sagrado —un juramento terribilísimo— que no descansarían hasta que una u otra hubieran reducido a Juan a la desnudez y mendicidad que le correspondían. Lo que sucedió se contará antes de que este libro haya terminado.

Un viejo hechicero siriofenicio, de quien mi ama Antonina había aprendido su magia —mi amo Damocles había trabado amistad con él—, preparó un día los horóscopos de las dos muchachas, que lo asombraron y aterraron por su brillantez. Dijo a Teodora que estaba destinada a casarse con el Rey de los Demonios y reinar con más gloria que ninguna mujer desde la reina Semíramis, y que nunca le faltaría oro. En cuanto a Antonina, se casaría con un patricio, el único hombre bueno en un mundo de maldades; y, en tanto Teodora sufriría su cuota de infortunios en la primera parte de su vida, los infortunios de Antonina quedarían postergados hasta la extrema vejez, y terminarían pronto.

Teodora frunció el ceño y le dijo:

—¿Quieres halagarnos con tus trucos de costumbre? ¿Ignoras, para empezar, que los hombres de estirpe no pueden casarse con mujeres de nuestra profesión por dictamen de una antigua ley? ¡Confiesa que mientes!

Él tembló, pero no se retractó de su palabra, invitándola a mostrar las cifras de los horóscopos a cualquier astrólogo de reputación. Así lo hizo ella, y el segundo astrólogo, un griego alejandrino, llegó a deducciones muy parecidas.

Entonces Teodora dijo a mi ama Antonina, riendo:

—Querida muchacha, lo que tu esposo no pueda conseguirnos con su bondad, intentaré que el mío lo consiga con sus poderes demoníacos.

También recuerdo a Teodora entrando en el Teatro sin llevar nada encima, salvo el taparrabos obligatorio y un gran sombrero. Lo hizo cuando su cuerpo estaba casi en plena madurez. Fingía que el taparrabos se le desataba siempre: lo tomaba en la mano y se lo llevaba al atareado funcionario que conducía a las personas a sus asientos, quejándose de que «ciertos hombres de Belial» se lo habían arrancado groseramente. Deseaba que la escoltara hasta algún sitio privado y la ayudara a ponérselo de nuevo. Entretanto, se cubría modestamente los muslos con el sombrero. Su gravedad, su fingida desesperación, su insistencia, exasperaban al funcionario, para delicia de las graderías.

Teodora era menuda y de tez cetrina. No era especialmente hábil para bailar ni tocar instrumentos ni hacer acrobacia; en verdad, en todas estas actividades era bastante mediocre. Pero poseía una extraordinaria agilidad mental y una carencia absoluta de pudor sexual: parece que en efecto exhibía una inventiva singular en sus juegos carnales, de modo que el «Aprendí esto de Teodora» era una broma corriente bajo la Estatua de Venus, el principal lugar de citas del barrio de los prostíbulos. Y mientras aparentemente sólo se dedicaba al dinero y a los placeres, Teodora estudiaba afanosamente al Hombre; y no hay mejor manera de estudiar este asunto que como esfinge megarense, a quien jóvenes y viejos revelan sus verdaderas personalidades mejor que a sus más castas madres, hermanas o esposas. Mi ama Antonina también era una estudiosa del Hombre, y ella y Teodora pronto aprendieron a despreciar aun a los clientes más serios por su inagotable petulancia, credulidad, ignorancia y egoísmo, y a sacar partido de estas características. Mediante encantamientos y remedios, ambas se las ingeniaron para evitar la preñez, excepto Teodora, que tuvo que abortar en un par de ocasiones, pero sin consecuencias perjudiciales.

Sólo tenían dos amigas intimas, Indaro y Crisómalo, muchachas del mismo grupo, con quienes, unos seis meses después de la visita de Antonina a Adrianópolis, planearon abandonar las tablas, si podían conseguir permiso y trabajar independientemente. El permiso era muy difícil de conseguir, pero Crisómalo y Teodora tuvieron la buena suerte de conquistar los favores del demócrata de los Azules, quien controlaba el aspecto político de la facción, mientras Indaro y Antonina asediaban exitosamente al demarca, quien controlaba el aspecto militar. La norma habitual era que el esposo de cualquier actriz que abandonara las tablas para casarse tenía que pagar una onerosa contribución al fondo. No se aceptaba ninguna otra excusa, excepto la penitencia, pero ninguna penitente podría regresar a su antiguo empleo, so pena de ser encerrada en una casa de corrección por el resto de sus días. No obstante, estas cuatro muchachas consiguieron permiso para renunciar, siempre y cuando siguieran siendo Azules leales. Con sus ahorros y dinero que pidieron prestado a sus simpatizantes, se unieron para alquilar varias habitaciones lujosamente amuebladas en un elegante edificio, cerca de la Estatua de Venus, e inaugurar allí una casa de entretenimientos: como la facción lo respaldaba oficialmente, pronto se transformó en el establecimiento más concurrido de Constantinopla. Para entonces, la madre de mi ama Antonina había muerto; Antonina me había heredado de ella. Me confiaron el trabajo de camarero. Como profesionales independientes, las damas ya no estaban obligadas a ceder una elevada proporción de sus ganancias privadas al maestre de danzas; en cambio, se convirtieron en miembros plenos de la facción, pagando regularmente la suscripción al fondo. Indaro y Crisómalo eran muy diestras, la primera como bailarina acrobática y malabarista, la segunda como cantante e instrumentista; y mi ama Antonina era comparable a ambas en esas especialidades. Teodora era la administradora y la comediante. Las cuatro pasaron juntas momentos muy felices, divertidos y absolutamente impúdicos, y me alegra consignar que conservaron su amistad entonces y más tarde; y yo, que las he sobrevivido a todas, lamento sus muertes.

Un día Teodora nos contó —pues a mí me trataban más como amigo que como esclavo, y todas me tenían confianza— que la habían invitado a acompañar a Pentápolis a un patricio llamado Hecébolo, donde lo habían designado prefecto, y que esta oportunidad de ver mundo a sus anchas era demasiado buena para perderla. Todos rogamos a Teodora que no nos abandonara, y Crisómalo le advirtió que Hecébolo no era hombre de fiar. ¿No era de origen tirio y, por lo tanto, embaucador nato? Teodora replicó que sabía cuidarse y que su única preocupación era cómo nos arreglaríamos sin ella. Partió; después de un par de divertidas cartas desde ciudades del camino a Pentápolis, no tuvimos más noticias de ella ni sobre ella por muy largo tiempo. Luego un oficial vino con licencia de Pentápolis y nos contó que una noche Teodora había perdido la paciencia con Hecébolo, quien trataba de encerrarla en una especie de jaula para él solo: ella le había vaciado una tina de agua sucia sobre la túnica bordada, mientras él se vestía para la cena. Hecébolo la había echado de la residencia inmediatamente, negándose incluso a dejarle llevar sus ropas y joyas. El oficial creía que luego Teodora había persuadido al capitán de un barco de que la llevara a Alejandría de Egipto; pero no pudo darnos más noticias.

La Teodora que llegó cojeando a Constantinopla muchos meses más tarde era muy diferente. Los infortunios profetizados por el siriofenicio se habían concentrado en un solo año, y habían sido muy amargos. Nuestra alegre y confiada Teodora, que nunca había dejado de contarnos sus aventuras más descabelladas y dolorosas, guardó absoluto silencio sobre sus experiencias en Egipto y su humillante viaje de retorno a Cesárea, Antioquia, y el interior de Asia Menor. Con nuestros cuidados, su salud fue mejorando, pero aun cuando aparentemente recobró la fortaleza física, no se sentía con ánimos para reiniciar su trabajo en el establecimiento.

—Preferiría hilar lana todo el día a comenzar de nuevo esa vida —lloriqueó.

Para nuestra sorpresa, compró en efecto una rueca y aprendió a utilizar ese instrumento melancólico, aunque útil, en la soledad de su cuarto. Las otras damas no se burlaron, pues ella era su amiga y evidentemente había sufrido casi más de lo humanamente soportable. De modo que el ruido monótono de la rueca se oía ahora en el establecimiento a todas horas del día y la noche; y cuando los clientes preguntaban: «¿Cuándo dejaremos de oír ese condenado gimoteo?», las damas respondían: «Es sólo la pobre Teodora, que se gana el sustento honestamente». Pero lo tomaban a broma. Nunca la veían.

Uno de nuestros clientes era un sujeto extraño, mofletudo, sonriente y lascivo llamado Justiniano, sobrino del ilustrado comandante bárbaro de la Guardia Imperial, Justino. Justino había mandado buscar a Justiniano cuando era joven, a la aldea montañesa de Iliria donde él mismo había sido pastor tiempo atrás, y le había dado la educación que él lamentaba no haber tenido. Justiniano —cuyo nombre de bautismo era Uprauda, «el Recto»— todavía hablaba griego con un fuerte acento extranjero y tenía marcada preferencia por el latín, la lengua oficial de su provincia natal. Ninguna de las damas sabía cómo habérselas con Justiniano y, aunque era cortés y divertido y parecía destinado a ser una persona importante, las hacía sentir vagamente incómodas, como si no fuera del todo humano. A ninguna de ellas le gustaba llevarlo a su aposento privado. Mi ama Antonina, por lo pronto, logró evitarlo en todas las ocasiones, sin granjearse su hostilidad. Indaro contó una historia insólita: cómo una noche se había dormido mientras Justiniano estaba con ella en el lecho y, despertando de pronto y encontrándose sola, había visto una rata enorme escurriéndose por la colcha y saltando por la ventana. Yo vi con mis propios ojos algo aún más insólito. Justiniano dijo una noche, mientras conversaba con las damas:

—Oí ruidos en la puerta delantera. —Pero todos tenían demasiada pereza para investigar, y yo estaba ocupado haciendo algo detrás del mostrador. Entonces noté que una emanación brotaba de los hombros de Justiniano, una cabeza espectral que se escabulló por la puerta y regresó enseguida. Justiniano dijo: —El ruido no fue nada. Continuemos nuestra charla—. Las damas no habían visto lo que yo vi; pero era típico de esos fenómenos que nunca los viera más de una persona a la vez, de modo que cada cual dudaba de sus sentidos y era imposible determinar la autenticidad de ninguna visión en particular.

Él era cristiano y disfrutaba de las disputas teológicas tanto o más que de los chismes de facción y las bromas y cuentos procaces; y solía ayunar regularmente. Siempre llegaba al establecimiento al fin de sus días de ayuno y comía y bebía a más no poder. A veces había ayunado, decía, tres días seguidos, y su apetito habría hecho honor a su alarde aunque hubiera dicho tres semanas. Pero nunca perdió esa complexión rosada hasta el día de su muerte, en la extrema vejez. Mi ama Antonina lo llamaba Fagón, por el célebre glotón que una vez, haciendo una exhibición ante el emperador Aureliano, devoró de una sentada un cerdo, una oveja, un jabalí y cien panes de tamaño regular.

Justiniano también se quejaba del gimoteo de la rueca y se burlaba de nuestra explicación. Pero una mañana, cuando él estaba de visita, Teodora entró en el establecimiento para calentarse las manos al fuego, pensando que no habría huéspedes a esa hora. Cuando vio a Justiniano reclinado en un diván, detrás de la puerta, se dispuso a marcharse, pero él le tiró del vestido y le suplicó que se quedara. De modo que ella se quedó y se calentó las manos. Justiniano inició una discusión religiosa con Crisómalo, a quien le gustaban esas cosas, y la estaba derrotando, como de costumbre, cuando Teodora intervino de pronto con un sereno comentario que la reveló como muy versada en la doctrina de la encarnación de Cristo, el tema de la controversia.

—Muy ingenioso, pero también muy heterodoxo —exclamó Justiniano con admiración, y volvió sus ataques contra ella.

Siguieron discutiendo interminablemente, e incluso olvidaron comer a mediodía, hasta que Justiniano se levantó y nos dejó apresuradamente ante el sordo golpeteo de un mazo contra una tabla, con que se convoca habitualmente a las oraciones públicas en la ciudad. La ortodoxia de Justiniano también se debía a los viajes por el extranjero: había vivido unos años en el centro de la ortodoxia, Roma, como rehén del rey godo Teodorico. Teodora lo venció de un modo sorprendente para nosotros, pues al parecer había aprovechado su permanencia en Alejandría para aprender esas sutilezas doctrinales de los eruditos de allá. Así se iniciaron las relaciones entre estos dos, y él estaba tan fascinado por ella como si fuera una Magdalena arrepentida. ¿Acaso Santa María Magdalena no había sido también prostituta? Cuando venía al establecimiento, Justiniano iba ahora directamente al cuarto de Teodora. Lo que hubo entre ellos, además de discusiones sobre la naturaleza de la Trinidad y el destino de las almas de los niños no bautizados y temas similares, lo ignoro; de un modo u otro, la rueca estaba muy silenciosa durante esas entrevistas. Las otras damas se alegraron de no tener que aguantar la compañía de Justiniano ni el sonido de la rueca.