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EL BANQUETE DE MODESTO

Ya he escrito algo sobre el tío de Belisario, Modesto, con sus modales romanos y el ampuloso retoricismo de su charla plagada de retruécanos y alusiones recónditas. Lo vi sólo una vez, hace casi sesenta años, pero después Belisario refrescó a menudo mi recuerdo de esa ocasión, pues una de sus diversiones favoritas en privado era parodiar a Modesto y hacer reír a mi ama Antonina. También he heredado un volumen de poemas de Modesto y otro con sus cartas, penosamente compuestas al estilo de Plinio, ambos con una dedicatoria para Belisario. Más aún, cuando estuve en Roma durante el sitio conocí muchos romanos nobles que hablaban y se comportaban en forma muy semejante, de modo que conozco bien a la gente de ese tipo.

El escenario es el comedor de la villa de Modesto. Están presentes: el mismo Modesto, el burgués Simeón, el maestro Malto, tres dignatarios locales, Bessas (un oficial de caballería godo, fuerte y corpulento, acantonado en la ciudad), Símaco (un profesor ateniense de filosofía), Belisario, ahora con catorce años de edad, junto con Rufino y Juan de Armenia y Uliaris y Paleólogo, el preceptor. Todo está dispuesto exactamente al viejo estilo romano, pues Modesto es anticuario y no comete errores: puede justificar cada detalle con citas de uno u otro autor latino de la Edad de Oro. Sus huéspedes se sienten un tanto incómodos, especialmente Simeón, que es un cristiano convencido y se siente algo turbado ante la lascivia del friso pintado que hay entre las ventanas y el cielo raso, cuyo tema es Baco, dios del vino, que regresa, ebrio, de la India. Por deferencia a los deseos que Modesto ha expresado en su carta de invitación, la mayor parte de los huéspedes están vestidos a la moda romana, con túnicas de lana, largas, blancas y de mangas cortas. Pero el burgués Simeón ha conservado la blusa de lana oscura, y los pantalones flojos que usan todos los habitantes corrientes de la Tracia, cuando no son clérigos; y Bessas viste una túnica de lino con anchas franjas verticales amarillas, verdes y rojas, y pantalones hechos de pieles cosidas, pues es godo. Bessas también lleva una capa militar amarillo pardusca, sujeta con un gran broche de amatista que centellea magníficamente cuando le da la luz.

Están reclinados en divanes ante una mesa redonda de antigua madera de zumaque; a Bessas le resulta incómoda, pues está acostumbrado a sentarse a la mesa militar en un banco duro. Envidia a los jóvenes que, por no ser mayores de edad, se sientan en sillas, no en divanes, a una mesa lateral. Ahora son las cuatro, según el reloj de agua de Modesto, del cual él está tan orgulloso pese a que es tan poco exacto, y sirvientes griegos traen los aperitivos: platos de olivas, puerro picado, cebollas tiernas, atún en vinagre, camarones, salchicha en rodajas, lechuga, mariscos. Malto ha sido designado maestro de vinos, pero el alto rango militar de Bessas le da derecho al asiento consular, en el extremo de la medialuna ante la cual están reclinados. Símaco, el filósofo, deplora que se otorguen los principales honores a la capa amarillo pardusca de Bessas, un bárbaro, y no a su gris capa profesoral; pero no se atreve a demostrar abiertamente sus sentimientos.

El deber de Malto consiste en cerciorarse de que la copa de cada hombre esté llena y regular la proporción de vino y agua: es un deber que ha cumplido a menudo para Modesto. Se puede confiar en que susurrará «Más vino» al sirviente que tiene la jarra de vino y el botijo de agua cuando la conversación se torne formal y fría, y «Más agua» cuando la conversación se vuelva demasiado impúdica o espinosa y sea preciso aplacar los ánimos. Una bailarina contratada en el Teatro de Constantinopla, con una guirnalda de rosas en la cabeza, las piernas desnudas y una túnica muy corta, entrega las copas, haciendo entretanto simpáticas bromas.

Ahora Simeón, el burgués, le habla en voz baja a Paleólogo (que está reclinado a su izquierda), señalando el friso con una crítica inclinación de la cabeza. Paleólogo responde con un gesto de advertencia, y Modesto exclama:

—Vaya, caballeros, ¿es ésta la camaradería propia de un banquete? ¿Acaso Petronio el Árbitro no declaró hace cientos de años en su famosa novela satírica que a una mesa cortés todos los comentarios ofensivos debían hacerse en voz alta? ¡Adelante, oigámoslo! ¿Qué defecto encontráis en mi friso? Es la reproducción de una obra capital de Górgaso, el pintor de murales, realizada por un talentoso copista contemporáneo. El original estaba en Corinto, pero ahora está destruido, lo cual otorga doble valor a éste, para mí y para todos los conocedores. —Luego continúa, con voz monótona—: Observad cómo Baco, tras haber devastado la India, la tierra donde los sabios, llamados faquires, vestidos solamente con taparrabos, duermen (orando a sus dioses) sustentados por la nada a tres pies del suelo reseco y plagado de serpientes; cómo el gran Baco, siempre juvenil, unce los tigres a su carro triunfal, decorado con pámpanos, con parras por bridas. De la cabeza rizada le brotan cuernos dorados, símbolo del valor, de donde a su vez brotan rayos… los mismos rayos con los cuales Jove lo engendró en la atónita Semele. Sus tersas sienes, notaréis, están adornadas con amapolas…

—Si disculpas esta ruda interrupción de tu encantador y elocuente discurso —interviene Malto, pues ve que los huéspedes, que hasta ahora han bebido poco, se están inquietando ante la perspectiva de una prolongada y hueca declamación clásica, y él conoce el único modo de silenciar a Modesto—, ésas no son amapolas, sino asfodelos. Las amapolas son apropiadas para Morfeo, Ceres y Perséfone, pero para Baco lo es el asfodelo. Górgaso era un artista demasiado culto para cometer tamaño error en los atributos florales. —Luego, volviéndose urgentemente al criado—: ¡Muchacho, sirve de nuevo, y que todo sea vino!

Modesto se disculpa; quiso decir asfodelos, desde luego.

—Un desliz, ¡ja, ja! —Pero ha perdido la confianza; vacila en reemprender la declamación.

Simeón considera que las mujeres semidesnudas del friso, el séquito de Baco, no son ornamentos adecuados para un comedor cristiano. Mirándolas, uno podría imaginarse en un burdel de Tiro o Sidón o cualquiera de esos lugares paganos, se queja.

—Nunca fui cliente de semejantes casas —dice ácidamente Modesto—, pero quizá tú seas más experto. Al mismo tiempo, permíteme decirte que considero que la actitud hacia la desnudez prueba el propio nivel de civilización. Los bárbaros detestan el espectáculo de sus propios cuerpos desnudos: al igual que las canoras, iletradas y salvajes confraternidades de monjes.

Nadie acepta el reto a salir en defensa de los monjes, ni siquiera Simeón, pero Bessas responde gravemente:

—A los godos nos parece ridículo el espectáculo de una persona desnuda, tal como a ti el de una persona que no sabe firmar con su propio nombre, como ocurre con muchos nobles godos, yo entre ellos.

Modesto, pese a sus excentricidades, es hombre cordial y no quiere entablar una riña con un huésped. Asegura a Bessas que le sorprende que un hombre con nombre tan noble no pueda estamparlo en papel o pergamino.

—¿Para qué se crearon los secretarios griegos? —ríe Bessas, dispuesto a la conciliación.

A continuación, Modesto comunica a sus huéspedes tracios que está muy orgulloso, pese a ser un romano de alcurnia, de residir en Tracia, otrora morada del gran Orfeo, el músico, y cuna del noble culto de Baco.

—Esas mujeres desnudas, Simeón, son tus antepasados, las mujeres tracias que piadosamente descuartizaron el rey Penteo porque desdeñó el don del vino otorgado por el dios.

—¡Todos mis antepasados vestían batas largas, gruesas y decentes! —exclama Simeón; y su indignación provoca una risa general.

Mientras se llevan los aperitivos, la bailarina demuestra su talento para danza acrobática. Como culminación de sus brincos y cabriolas, camina sobre las manos y luego, curvando el cuerpo y arqueando las piernas por encima de la cabeza, recoge con los pies una manzana del suelo. Sin dejar de andar sobre las manos, e incluso palmeando el suelo al ritmo de la canción que está cantando, finge debatir consigo misma a quién premiará con la fruta. Pero su decisión está tomada de antemano: pone la manzana en la mesa junto al joven Belisario, quien se sonroja y la guarda en la pechera de la túnica.

Simeón cita un texto del Génesis, en que Adán dice: «La mujer me dio la manzana y yo comí»; y Modesto, un texto del poeta Horacio: «Galatea, muchacha inconstante, arrójame una manzana», y todos se sorprenden ante la unanimidad de la literatura sacra y la profana. Pero la bailarina (que era mi ama Antonina) se sorprende ante su repentina predilección por ese joven alto y apuesto que la mira con la misma admiración ingenua que según cuentan sintió Adán cuando vio a Eva por primera vez.

Ahora bien, esta predilección, creo, se parecía mucho al amor, una emoción contra la cual la madre de mi ama la había prevenido siempre, como un obstáculo para su profesión. Antonina tenía entonces casi quince años, uno más que Belisario, y ya había vivido una vida de libertinaje durante tres años, algo inevitable en actrices y bailarinas. Siendo una muchacha saludable y vivaz, se había divertido inmensamente sin sufrir efectos nocivos. Pero divertirse con los hombres es muy diferente de enamorarse, y aquello que la mirada que le dirigió Belisario le hizo sentir no fue exactamente arrepentimiento por la vida que había llevado —el arrepentimiento es la declaración de que se han cometido errores, y Antonina nunca actuó así— sino un repentino pudor, como para igualar el pudor de Belisario, y al mismo tiempo orgullo de sí misma.

Yo estaba, entretanto, acuclillado en el suelo, al fondo, sirviendo a mi ama; entregándole, cuando ella batía las palmas, atuendos u objetos de su baúl de trastos.

Modesto retomó su descripción, penosamente antojadiza, del significado del friso.

—Allí, observaréis, cautivo de la jocunda deidad del vino, va el río-dios Ganges con su aire verde y acuoso y las mejillas empapadas por lágrimas que hinchan poderosamente su caudal reducido por el calor, y a su zaga una compañía de atezados prisioneros con bandejas atiborradas de variados tesoros, marfil y ébano y oro y relucientes gemas (zafiro, berilo, sardónice) arrebatados a pechos renegridos…

De modo que mi ama Antonina se ganó la gratitud de todos los presentes cuando pidió el laúd.

Cantó una canción de amor, obra del poeta sirio Meleagro, con acompañamiento lento, de timbres solemnes. Al concluir, sin haberse vuelto una sola vez hacia Belisario, clavó los ojos en él y desvió rápidamente la mirada; y él se sonrojó de nuevo, en la cara y el cuello, y cuando se le disipó el rubor palideció. Nunca en la vida cantó ella mejor, en mi opinión, y hubo un entusiasta retintín de copas en su honor. Hasta Simeón contribuyó con un «bravo», aunque no le gustaba demasiado la música pagana y había tratado de demostrar indiferencia mientras ella bailaba. Símaco, el filósofo, felicitó a Modesto, exclamando:

—Nos has mostrado un fenómeno de veras insólito: una muchacha que canta sin desentonar con el instrumento ni con la voz, que acentúa las palabras correctamente, que prefiere Meleagro a esas tontas baladas callejeras, y es hermosa. No he oído ni visto nada mejor en la misma Atenas. ¡Ven, muchacha, deja que te abrace un anciano agradecido!

Si la invitación hubiera sido de Belisario, mi ama habría acudido a su regazo de un brinco, echándole los brazos al cuello. Pero no tenía ningún favor que otorgar al enjuto, afectado y pedante Símaco. Bajó los ojos. Durante el resto del banquete, aunque cantó y bailó y bromeó mejor que de costumbre, no consintió que nadie se tomara libertades con ella, ni siquiera Bessas, aunque era hombre de mundo y bien parecido y fuerte, en verdad el individuo que en otras circunstancias habría considerado un amante con quien valía la pena pasar la noche. Se comportó modestamente; y esto no era por afectación, pues no se sentía audaz como de costumbre.

Cuando se traen los platos principales, servidos en fuentones de antigua plata maciza —un cordero asado, un ganso, un jamón, tortas de pescado—, Modesto resplandece de satisfacción. Inicia un discurso largo y abstruso, haciendo para Bessas el elogio de su sobrino Belisario, como un joven que se propone seguir la carrera de las armas y que devolverá, espera, el viejo lustre al noble militar romano.

—Hace muchísimos años que un soldado con auténtica sangre romana en las venas no conduce los ejércitos del Emperador. En nuestros días, los más altos mandos han caído, por una u otra razón, en manos de bárbaros mercenarios —godos, vándalos, gépidos, hunos, árabes—, y el resultado es que el viejo sistema militar romano, que en un tiempo construyó el mayor imperio que ha conocido el mundo, ha degenerado finalmente más allá de lo reconocible.

Paleólogo, reclinado junto a Bessas, se siente en la obligación de tirar de la túnica rayada y susurrar:

—Varón generoso entre los varones, por favor, no prestes atención a las palabras de nuestro huésped. Está ebrio y confundido y sus ideas son tan anticuadas que rayan en la demencia. No se propone insultarte.

—No temas, anciano —ríe Bessas—. Es mi anfitrión, y el vino es bueno, y este cordero es excelente. Los bárbaros podemos soportar que los romanos se quejen un tanto de nuestros éxitos. No entiendo ni una cuarta parte de esa jerigonza, pero sí entiendo que se está quejando.

Modesto, incoherentemente, pasa a señalar la gran semejanza —¿ha reparado Malto en ella? —entre su villa y la villa favorita de Plinio, el célebre autor.

—El vestíbulo, sencillo pero no mezquino, que conduce a un pórtico en forma de D, con las mismas ventanas de color y los mismos aleros voladizos que en la morada de Plinio, y de allí al vestíbulo interior y el comedor, con ventanas y puertas plegables en tres lados. El mismo panorama de colinas boscosas al sudeste; pero al sudoeste, en vez del paisaje marino que tenía Plinio (cuando hacía mal tiempo, las rompientes solían elevarse hasta el mismo comedor, lo cual debía de ser tan alarmante como inconveniente), el valle del río Hebro y la fértil llanura tracia, amada por las ebrias adoradoras del dios-vino, que correteaban con los senos al descubierto, la cabellera suelta al viento, llevando en las apasionadas manos varas adornadas con laurel y coronadas por piñas… Vaya, observad, así las veis en el friso encima de la ventana; también amada por Orfeo, retratado con su laúd, quien hizo bailar rocas que debieron estar quietas, y aquietó aguas que debieron bailar, las aguas de ese mismo río Hebro que rueda más allá. Aquel aquietamiento de las aguas fue una proeza que ningún hombre ha realizado antes ni después…

—¿Quién dividió el mar Rojo? —interrumpe Simeón, indignado—. ¿O quién cruzó más tarde el Jordán sin mojarse el calzado? En cuanto a las piedras danzantes, ¿no escribe David, el salmista?: «¿Por qué brincáis así, altas colinas?», sorprendido ante el poder de su propia melodía sagrada.

—La llanura tracia —prosigue Modesto con una mueca de desprecio—, anexada a Roma sin derramamiento de sangre por ese culto emperador que conquistó la neblinosa Britania y añadió Marruecos al Imperio —Claudio era su nombre—; ah, habitantes de la mitad oriental del Imperio que habláis griego, oh, confusa multitud, no olvidéis que fuimos los romanos, no los mestizos griegos, quienes ganamos para vosotros dominios de que ahora os ufanáis…, fueron nuestros Mumio, Paulo, Pompeyo, Agripa, Tito, Trajano…

—Un grupo de caballeros de lo más abnegados, por cierto —interrumpe el burgués Milo, un tracio, secamente; y él también se siente en la obligación de adular a Bessas, murmurándole algo, al tiempo que se cubre la boca con una mano.

—¡Bebe, señor! —ordena Malto—. Una nueva ronda de vino está por comenzar. ¡Brindemos todos por Roma, nuestra madre común!

—Desde luego, maestro —accede hoscamente Simeón—. Aquel vino que se sirvió 33 en las bodas de Caná de Galilea no debía de compararse a éste en cantidad ni en calidad; y en cuanto a estas tortas de pescado, vaya, ni la milagrosa multiplicación de los peces podría nunca…

De modo que nuevamente se sortea una situación desagradable, pero Modesto no puede resistirse a continuar con el tópico de los imbatibles soldados romanos.

—Ahora decidme, doctos amigos de ese extremo de la mesa, y galantes amigos de éste… ¿cuál fue el secreto del sin igual triunfo de los soldados romanos? ¡Decídmelo! ¿Por qué ganaron batalla tras batalla en las arenas del sur, en las nieves del norte, o contra los pintarrajeados bretones y los dorados persas? ¿Por qué Roma, la capital del mundo, nunca necesitó murallas y casi las únicas fortalezas de todo el Imperio eran blocaos en las remotas fronteras? ¿Por qué? Os lo diré, mis galantes y doctos amigos. Hubo tres razones. La primera: estos romanos confiaban en sus dioses tutelares y visibles, las águilas doradas de sus legiones, que los custodiaban y a las cuales custodiaban, y no en una hipotética divinidad celeste por encima de las nubes. La segunda: confiaban en sus poderosos brazos para arrojar proyectiles, las afiladas jabalinas, no en las inconstantes cuerdas de los arcos; y con la mano derecha empuñaban la espada corta y mortífera, el arma del hombre valeroso y civilizado, no la cobarde lanza ni la bárbara hacha arrojadiza. La tercera: confiaban en sus ágiles piernas, no en las timoratas patas de los caballos.

—Jo, jo, jo —ríe Bessas—. Mi honorable anfitrión, distinguido señor Modesto, perdona mi franqueza si te digo que sólo estás diciendo pamplinas. Dejaré que tus huéspedes más religiosos discutan tus elogios del poder divino de las águilas, que, por cierto, aunque no soy experto en esos asuntos, me parecen no sólo blasfemos sino exagerados, Pero tengo serias objeciones en cuanto a lo demás. En primer lugar, entiendo que desprecias el arco sin ninguna razón…

—¿No cuento para ello con la autoridad de Homero, quien presenta a sus héroes más nobles luchando en Troya (apeándose de sus carros) cuerpo a cuerpo, con jabalina y espada? En Troya, el arco era el arma del afeminado y taimado Paris, y de Teucro de Salamina, quien se ocultó tras el escudo de su hermano Ayax, y a quien más tarde se le negó el permiso para regresar honrosamente a su patria, una ciudad isleña perfumada de violetas, porque no había vengado la muerte de su hermano Ayax como lo hubiera hecho cualquier guerrero decente con escudo y espada. En verdad, en el único pasaje donde figura la palabra «arquero» en todas las divinas obras del ciego Homero, se la utiliza como término despectivo. En el Libro Undécimo, Diomedes llamaba a Paris «Un arquero, un bufón, un petimetre con rizos a quien deslumbran las muchachas»; y «arquero» era el insulto más grueso. En los poemas homéricos, el arquero se oculta tras el escudo del camarada, repito, o tras un montículo, o pilar, o lápida, y el guerrero con escudo y espada deplora su existencia, como si robara a la batalla (en la cual nunca entra) algo que no le pertenece. ¿No es verdad, oh, eruditos? Malto, Símaco, Paleólogo, apelo a vosotros.

Ellos admiten que Modesto no ha citado ni interpretado erróneamente a Homero.

Pero Bessas gruñe y pide oír más.

—Háblanos de los guerreros romanos de tu edad dorada. Confiaban en sus piernas, ¿verdad? ¿Tal vez por eso eran jinetes tan torpes?

A Modesto se le inflaman los ojos.

—El infante es el rey reconocido del campo de batalla. Los caballos son útiles para los exploradores, y para trasladar rápidamente a los generales y asesores de un lugar a otro de la batalla, y para arrastrar carretones y máquinas de guerra, y, sí, esto te lo concedo, podemos consentir una pequeña proporción de caballería por cada cuerpo numeroso de infantería, para dispersar a los merodeadores enemigos que, desde un flanco, pueden entorpecer el firme avance de las filas de nuestras legiones a pie. Pero los romanos de antaño desdeñaban tanto la caballería que, en cuanto sus conquistas lo permitieron, obligaron a naciones sometidas a realizar esa tarea servil, así como dejaron de manejar el arado o plantar coles, confiando tales menesteres a esclavos y hombres de razas inferiores. ¿No es así, Malto, Símaco, Paleólogo?

Admiten que los romanos pronto pasaron a depender de la caballería aliada. Pero Malto, por honestidad histórica y por ser justo con Bessas, añade:

—Pero pienso que ninguna nación desdeña aquello en que se destaca. La caballería romana nunca fue muy diestra. En España, en la última ocasión en que se la empleó como fuerza de ataque, dio un espectáculo lamentable; o eso leemos. Análogamente, ni los griegos ni los troyanos de los tiempos de Homero parecen haber sido arqueros capaces, de acuerdo con las pautas modernas. Estiraban la cuerda del arco sólo hasta el pecho (no hasta la oreja, como los hunos o los persas), y el poder de penetración de las flechas era, al parecer, muy débil. Ulises tuvo más éxito, os lo aseguro; pero sus arqueros lo protegían de los perseguidores a poca distancia, y disparaban contra hombres desprevenidos, sin armadura.

Luego opina Bessas. Habla despacio y juiciosamente, pues es de esos hombres a quienes el vino inspira prudencia, no precipitación.

—Modesto, mi generoso anfitrión, vives en un mundo muerto hace mucho tiempo, encerrado en esa biblioteca. No tienes noción de la naturaleza de la guerra moderna. En toda época hay mejoras. En ésta, los godos hemos descubierto un modo más perfecto de luchar: No es mi deseo denigrar los triunfos de los romanos, tus ancestros, en otros tiempos… son innegables. Es obvio que hicieron una virtud de su torpeza como jinetes perfeccionando la disciplina de sus infantes. Pero, obviamente, ganaban las batallas pese a su desconfianza ante los caballos, no gracias a ella. Si hubieran sido jinetes por naturaleza y hubieran aplicado su valor y sensatez a la evolución de la caballería, bien podrían haber conquistado no sólo todo el mundo occidental, sino la India, creo yo, y Bactriana, e incluso China, que por tierra está a un año de viaje. Pero, en cambio, confiaban en su infantería, y finalmente sus ejércitos se toparon con una nación valerosa que además era una nación de jinetes —una nación, por otra parte, que obedecía a sus jefes—, la nación… de los godos, mi nación. Aquél fue el final de las legiones romanas. Estas llanuras tracias, distinguido Modesto, han visto cosas más graves que mujeres ebrias y piedras danzantes. Simeón, Milo, Teudas —éste era el otro tracio, un terrateniente—, y vosotros, muchachos, como futuros soldados, ¿digo o no la verdad?

Admiten que está diciendo la verdad, y Teudas añade:

—Por cierto, Bessas tiene razón, debió de ser una matanza espantosa. Cuarenta mil infantes romanos aniquilados, con todos sus oficiales, y con ellos el mismo Emperador Valente. En un terreno que hoy es de mi propiedad, unas ocho millas al norte de esta ciudad, se libró la batalla. Ese labrantío de treinta acres todavía está lleno de huesos, calaveras, y fragmentos de armaduras, y puntas de flechas y jabalinas, y tachones de escudo, y monedas de oro y plata: todas las primaveras desenterramos algo.

De pronto, Modesto pierde la seguridad. La gran batalla de Adrianópolis es una calamidad histórica que él logra olvidar de cuando en cuando, pero nunca por mucho tiempo; y ahora la citan a su propia mesa. Se estremece, dirige una mirada suplicante a los que están de su parte, y por una vez habla en un lenguaje llano:

—Fuimos traicionados. Fue nuestra caballería ligera tracia, en el flanco izquierdo, la que cedió primero. Estábamos próximos a ganar la batalla. Nuestros legionarios se abrían paso a través de la barricada de carromatos enemigos y en media hora habríamos ahuyentado del campo a sus tropas principales, pero inesperadamente los escuadrones de caballería pesada de los godos, que se habían alejado en busca de forraje, regresaron y se lanzaron sobre los tracios, que se dispersaron en todas las direcciones: Así, los godos aplastaron a nuestra infantería aliada y arrinconaron a los sobrevivientes contra nuestros valientes legionarios, quienes ya estaban bastante ocupados luchando entre los carromatos. Luego, la caballería que presuntamente debía proteger nuestra ala derecha (caballería del País Bajo, creo) huyó vergonzosamente; y, por último, la gran masa bárbara salió de detrás de los carromatos. Atacó por el frente, la retaguardia y el flanco, y nos trituró, como en el súbito abrazo de una furibunda osa de montaña…

—La mayor parte de los legionarios no podía alzar los brazos para asestar un golpe —admite Bessas—, pues estaban apretados hombro con hombro, como la turba del Hipódromo, y algunos ni siquiera podían apoyar los pies en el suelo. Las lanzas se partían a izquierda y derecha, porque los lanceros no podían sacarlas de la multitud apiñada y oscilante, y más de uno murió ensartado accidentalmente en la punta de la espada de su camarada de retaguardia. El día entero, hasta el anochecer, mis ancestros, jinetes natos, hombres valerosos, diestros con la lanza y la espada, mataron y mataron y mataron. Nuestra infantería disparaba flechas. El campo polvoriento estaba resbaladizo de sangre.

Modesto murmura de nuevo, mientras una lágrima le resbala por la mejilla hasta la copa:

—Nuestra caballería aliada nos traicionó. Eso fue todo. Las legiones pelearon hasta la muerte del último hombre.

—Pero, querido Modesto —pregunta Malto—, ¿acaso no sucedió lo mismo anteriormente, en la guerra con Cartago? ¿La caballería pesada de Aníbal no hizo trizas a la caballería ligera romana en Canas, de modo que nuestra caballería aliada del otro flanco también huyó? ¿Las legiones no fueron comprimidas en una masa y exterminadas? Los romanos debieron aprovechar esa lección. Pues aunque no eran jinetes natos, según la opinión general, tampoco eran marinos natos como los cartagineses; pero al encontrar una nave de guerra cartaginesa abandonada construyeron otras similares, y practicaron la guerra naval en la seguridad de sus propios puertos, y por último salieron al encuentro de la flota enemiga frente a Sicilia, y la destruyeron. Debieron haber criado caballos de tiro corpulentos para reemplazar a sus elegantes jacas gálicas, y montar en sus lomos robustos disciplinándolos para la caballería pesada… en la seguridad de las murallas de Roma si era necesario.

Bessas se compadece de Modesto, que está sollozando de nuevo.

—¡Valor, distinguido señor Modesto! Fuisteis los romanos quienes enseñasteis a los bárbaros las artes militares con las cuales os derrotamos en Adrianópolis. Fuisteis vosotros quienes nos enseñasteis a coordinar nuestros movimientos, y nos mostrasteis la importancia de la armadura defensiva y de luchar en formación regular. Y aunque tuvimos la suerte de derrotar a vuestro principal ejército, no destruimos vuestro Imperio; al contrario. Admirábamos demasiado vuestras costumbres civilizadas, vuestras sólidas carreteras y vuestros imponentes edificios, vuestra buena comida, vuestras útiles manufacturas y vuestra extensa red comercial; de modo que fuisteis vosotros los conquistadores, a fin de cuentas. Nuestros nobles se transformaron en súbditos juramentados de vuestro Emperador, el sucesor del Emperador que habíamos matado, y pocos años después marcharon con él para liberar Italia de los rebeldes galos, a quienes vencimos en batallas campales, de nuevo la caballería contra la infantería. Eso fue en tiempos de mi abuelo. Desde entonces, nos hemos quedado dentro del Imperio Romano, para protegerlo contra las nuevas naciones bárbaras que asedian las fronteras y contra los antiguos persas, vuestros vecinos.

Pero Modesto sigue sumido en la melancolía. Evoca otros incidentes de la batalla. Las legiones luchaban con el estómago vacío, a causa de un idiota ayuno cristiano…

Luego, Belisario pide permiso a Bessas para hablar; pues, al ser tan sólo un joven, está obligado a callar, a menos que se dirijan a él. Bessas da su consentimiento y Belisario dice, tartamudeando ligeramente a causa de la turbación, lo que está pensando.

—«Romano» es el nombre que llevan cientos de miles que nunca han visto la ciudad de Roma, y que nunca la verán; y así era, creo, en los días más gloriosos del Imperio. Ser romano no es pertenecer a Roma, una ciudad de Italia, sino al mundo. Los legionarios romanos que perecieron con Valente eran galos y españoles y bretones y dálmatas y de muchos otros pueblos; entre ellos no puede haber habido muchos cientos de romanos nativos. Luego, yo no pienso que la perfección en el equipo y las tácticas militares la haya conseguido el lancero godo. El lancero godo es hombre valeroso, y su carga es terrible por el peso del caballo y por la pesada armadura que viste: coraza, yelmo, grebas. Pero el jinete huno es también hombre valeroso y puede soltar una lluvia de flechas en pleno galope; sólo que su caballo es demasiado ligero para cargar con un hombre con armadura completa. De modo que el huno tampoco ha conseguido la perfección. No obstante, noble Bessas, ¿no fue el temor a los hunos lo que obligó a los godos a cruzar el Danubio internándose en la Tracia? Pues vuestros arqueros a pie no podían vencerlos, y tampoco podían vuestros lanceros resistir sus andanadas de flechas. Ahora bien, supongamos que se combinaran el arquero huno y el lancero godo en un solo guerrero y se lo civilizara como romano, sometiéndolo a una disciplina militar adecuada. Creo que eso equivaldría a crear un soldado lo más cercano posible a la perfección. Y sería romano tanto en nombre como en espíritu. Me propongo mandar tropas así algún día.

Belisario habló con tanta sinceridad y cordura que todos lo aplaudieron con entusiasmo, y el corazón de mi ama Antonina desbordó repentinamente de inequívoco amor por él.

A los postres, Antonina hizo una exhibición de danza con espadas al viejo estilo espartano. Para entonces ya había terminado la disputa, pues era obvio que Belisario había tenido la última palabra y que el futuro de la guerra les pertenecía a él y a sus jóvenes compañeros. Modesto, ebrio, llamó a su sobrino y lo abrazó.

—Cuando yo muera, esta villa será tuya… las mesas, la platería, el friso, y todo. No podría dejarla en mejores manos. —De hecho, el pobre hombre murió poco después y cumplió con su palabra. La propiedad era muy valiosa.

No queda mucho más por decir sobre el banquete, que duró hasta horas tardías. Todos estaban muy ebrios, salvo mi ama y Belisario —incluso Malto—, y el joven Uliaris perdió la chaveta y cogió un trinchante y hubo que desarmarlo. Modesto reanudó sus disquisiciones delirantes y se metió en tales atolladeros que conquistó casi tantos aplausos como mi ama con su última danza, cuando se contorsionaba tanto que las piernas parecían los brazos, y el vientre las nalgas. Repleto de vino, olvidó por completo que era cristiano y se permitió los insultos y blasfemias más escandalosos sobre el Hijo (ya tuviera una, dos o muchas naturalezas), aunque no sobre el Padre, a quien generosamente identificó con Júpiter, la deidad suprema de su propia raza. Pasó a contar cómo había sobrevenido la ruina de Roma con el abandono de los dioses antiguos y la adopción del impostor galileo, cuya filosofía dócil y pacifista había contaminado al Imperio de parte a parte, de modo que para defender el Imperio era preciso contratar bárbaros incultos no sólo para los rangos inferiores del ejército, sino también para los puestos de coroneles, generales y aun comandantes.

Ahora, mientras me ocupo de este tema, permitidme transcribir del libro de poemas de Modesto un ejemplo de sus endecasílabos latinos, la métrica que él prefería. Mostrará tanto la flaqueza como el ocasional vigor de sus versos. La flaqueza, en los continuos retruécanos y juegos de palabras: cuneus, columna militar o falange, y cuniculus, conejo; rupibus, rocas, y ruptis, rotas; late, extensamente, y laret, se oculta. El vigor, cuando, excepcionalmente, un contraste antitético (el triunfo de los conejos, o sea de los cristianos, mediante su docilidad pacifista) se expresa con noble y sincera repulsión. Creo que Corazín es la aldea de Galilea que maldijo Jesús, pero aquí se usa en sustitución de «Galilea», la parte por el todo, de acuerdo con la convención poética.

DE CUNICULOPOLITANIS

Ruptis rupibus in Chorazinanis

Servili cuneo cuniculorum

Late qui laiet, allocutus isto

Adridens BASILEUS, inermis ipse…

SOBRE LOS HABITANTES DE CONEJOPOLIS

A la servil falange de conejos

que en Corazín se oculta, en rocas rotas,

el desarmado REY dijo sonriente:

«Sed pues cobardes hasta la osadía

y huid del enemigo presurosos,

a menos que él ya antes haya huido».

En la Ciudad Eterna estos roedores

enclenques y fecundos recalaron,

y encontrando refugio en lo más hondo

de oscuras y propicias catacumbas

en la humedad prolífica crecieron,

el suelo acribillando de boquetes.

Las conejeras, cargo de discordia,

arruinaron cosechas de frontera

en tierras donde antes, cual arado,

las espadas romanas abrían surcos

internándose fieras en las filas

de bárbaros e inmundos saqueadores.

Pronto el hervidero de alimañas

se fue multiplicando por la tierra,

y a una esposa coneja Constantino

unióse en matrimonio, así colgando

de su manto purpúreo un rabo blanco,

luciendo orejas largas por laureles.

Conejopolitanos despreciables

sobornáis armiño, hurón y zorro,

porque en nombre de Roma os protejan

y cuiden vuestra tosca madriguera:

y así corre la sangre a borbotones

de vuestros cuellos tersos y velludos.

A la mañana siguiente, mi ama estaba pensativa y callada, y le pregunté qué le preocupaba.

—¿Te fijaste en ese joven, Belisario? —repuso—. Anoche, después del banquete, me declaró su amor.

—No hubo nada de malo en ello, ¿verdad, ama? —pregunté.

—¡Qué declaración tan extraña! Imagínate, Eugenio, que habló de casarse conmigo si yo tenía la paciencia de esperarlo, y dijo que entretanto no se fijaría en ninguna otra mujer. ¡Vaya, un niño de catorce años! Y sin embargo, no pude reírme.

—¿Qué le respondiste?

—Le pregunté si se daba cuenta de quién era yo, una bailarina, la hija de un auriga, una esfinge megarense, y me respondió: «Sí, una perla en la ostra manchada de lodo». Evidentemente, ignoraba que el matrimonio entre un hombre de rango y una mujer de mi profesión está prohibido por la ley. No supe qué contestarle al pobre niño. Ni siquiera pude besarlo. Era una situación ridícula.

—Y ahora estás llorando, señora. Eso es aún más ridículo.

—¡Oh, Eugenio, a veces quisiera estar muerta! —gimió.

Sin embargo, el ataque de melancolía pasó pronto cuando estuvimos de vuelta en Constantinopla.

Contaré cómo llegué a criado de la bailarina Antonina, mi ama.

Había un mercader sirio de Acre llamado Barak, que traficaba en reliquias cristianas. Si alguna de aquellas reliquias era genuina, se debía a la casualidad, pues no recuerdo que nunca haya manipulado un artículo por el cual tuviera que pagar un precio excesivo. Su principal talento consistía en investir un objeto sin valor de una santidad espuria. Por ejemplo, en un viaje a Irlanda llevó consigo una reliquia que había atribuido confiadamente a San Sebastián, martirizado en tiempos de Diocleciano. Era una gastada bota militar (apropiada, pues Sebastián había sido capitán del ejército) recogida en la calle de un arrabal de Alejandría. Barak se había tomado el trabajo de arrancar los clavos herrumbrosos del talón de la bota, reemplazándolos por clavos de oro, y de enlazar los botines con cordeles de seda púrpura, y de buscar un estuche de madera de cedro con guarniciones carmesíes para esta hermosa reliquia. También traía consigo el áspero y pesado taparrabos de Juan el Bautista, encerrado en un cofre de plata y cristal. No estaba hecho de lino sino de asbesto, una sustancia que puede cortarse en jirones para hilar un paño tosco resistente a las llamas. Para los ignorantes irlandeses era un innegable milagro el que el taparrabos pudiera pasar por un fuego abrasador sin cambiar de color ni sufrir daños. También llevaba consigo la tibia, con incrustaciones de rubí, del mártir San Esteban; y el espinazo de un tiburón, las vértebras enlazadas por alambre de oro, que según decía era la columna vertebral del gigante Goliat, muerto por David; y un trozo redondeado de sal de piedra, montada en plata, que era un presunto antebrazo de la mujer de Lot; y muchos otros prodigios semejantes. La riqueza de los estuches parecía demostrar la autenticidad de los objetos mismos, y traía consigo testimonios de obispos orientales en pergaminos que referían detalladamente los milagros curativos que ya habían obrado las reliquias. Todas las cartas eran falsas. Los reyezuelos irlandeses pagaron sumas enormes para poseer estos tesoros, y pronto las iglesias donde fueron depositados informaron sobre la realización de milagros genuinos.

Barak regresó pasando por Cornualles, al cabo más occidental de Britania, y tocó las islas del canal, donde me compró a un capitán de piratas sajones. Yo tenía seis años, y mi nombre era Goronwy, hijo de Geraint, quien era un noble británico. Los sajones me habían secuestrado junto con mi joven aya, en una incursión imprevista en el estuario de Severn. Recuerdo la torre gris, amarilleada por los líquenes, del castillo de mi padre, y a mi padre mismo, un hombre grave y barbinegro vestido con capa moteada y pantalones azafrán, con una cadena de oro y ámbar en el cuello; y recuerdo a los arpistas en el salón con juncos esparcidos en el suelo, y hasta algunos fragmentos de las baladas que cantaban.

Mi amo Barak me hacía pasar hambre y me trataba con suma crueldad, y me llevó consigo a Palestina, donde me cambió el nombre por «Eugenio» y me castró. Luego, con el dinero que había ganado en Irlanda, sobornó a los obispos que gobernaban los Santos Lugares para que lo designaran supervisor general de monumentos y guía principal de los peregrinos. Con la venia de ellos, exageró enormemente el prodigio de los altares, y se hizo muy rico. Fue él quien puso dos cántaros de piedra en la cámara nupcial de Caná de Galilea. Estaban construidos de tal modo que, si se les vertía agua en la boca, daban vino a cambio. Pues había una partición en cada recipiente, justo debajo del cuello, y el agua penetraba por un conducto en una parte del recipiente y no se mezclaba con el vino que ya estaba guardado en la otra. Barak también proporcionó al Campo del Alfarero, llamado Aceldama, la cadena de hierro original con la cual se colgó el apóstol Judas; y como los peregrinos de la iglesia de Constantino, en el monte Gólgota, preguntaban con frecuencia por la esponja que sirvió para dar a beber vinagre a Jesús durante la Crucifixión, Barak redescubrió esta esponja, y los peregrinos podían beber agua de ella si daban una buena propina al asistente. En la sinagoga de Nazareth también depositó el libro de cuerno con el que había aprendido el alfabeto el Niño Jesús, y el banco donde Él se sentaba con otros niños. Mi amo Barak solía decir a los peregrinos: «Cualquier cristiano puede mover o levantar este banco sin dificultad, mas ningún judío puede hacerlo». Siempre tenía un par de judíos a mano para demostrar la verdad de la mitad de su afirmación; los peregrinos mismos podían demostrar la otra mitad, si pagaban por el privilegio.

A la iglesia del Santo Sepulcro mi amo Barak no tuvo que hacerle añadidos piadosos, pues la lámpara de bronce que una vez había alumbrado el cuerpo de Jesús ya estaba allí, ardiendo día y noche; y la piedra que selló la tumba también estaba allí, en la entrada. Era enorme como una piedra molar, y tenía incrustaciones de oro y piedras preciosas. De varas de hierro colgaban en las paredes del altar brazaletes, pulseras, cadenas, collares, cintillos, cíngulos, cinturones, coronas donadas por Emperadores, de oro puro y con rubíes indios, y un sinfín de diademas enjoyadas donadas por Emperatrices. Toda la tumba (que evocaba el poste de llegada del Hipódromo el día de Año Nuevo, adornado con los premios para las Apuestas Inaugurales) estaba revestida de plata sólida: las paredes, el suelo y el techo. Había un altar frente a la tumba, bajo lámparas colgantes de oro con forma de soles.

Barak visitó Constantinopla un verano (pues las temporadas de peregrinación eran la primavera y el otoño) para vender reliquias a los monjes. Había fraguado un documento que pretendía ser un testimonio del Patriarca de Alejandría según el cual determinado diván era el mismo en que Jesús se había reclinado en la Ultima Cena. Pedía diez piezas de oro a cambio. Sucedió que el secretario privado del Patriarca acababa de llegar a la ciudad y, al enterarse del asunto, denunció que el testimonio era un fraude. Pero mi amo Barak, que no deseaba que lo azotaran y mutilaran como prescribía la ley, huyó de inmediato y se embarcó, y durante muchos años no lo vieron más en la zona oriental del Imperio. Luego, el propietario a quien había alquilado una casa amueblada entabló un pleito contra él. Este propietario era un auriga del Hipódromo, el padre de Antonina. Le debía una considerable suma de dinero, y el juez le permitió echar mano de todos los bienes que Barak hubiera dejado. Pero Barak se las había ingeniado para llevarse todas sus posesiones menos mi persona, pues me habla enviado a hacer un recado y yo me había perdido en las calles de la ciudad. Cuando al fin llegué a casa, muy tarde, temiendo que me azotaran, descubrí que mi amo Barak se había ido. Así pasé a ser propiedad del auriga, quien me entregó a su esposa —que más tarde me regaló a su hija Antonina, a quien serví fielmente durante más de cincuenta años—, para que la ayudara en la cocina.