LA NIÑEZ DE BELISARIO
Cuando Belisario tenía siete años, su madre, que era viuda, le dijo que había llegado el momento de dejarlos, a ella y a la servidumbre de la finca de Tchermen, en Tracia, para ir a la escuela de Adrianópolis, una ciudad a pocas millas de distancia, donde estaría bajo la tutela del hermano de ella, el eminente Modesto. Obligándolo a jurar por las Sagradas Escrituras —era cristiana de rito ortodoxo—, lo comprometió a cumplir con el juramento bautismal realizado en nombre del niño por los padrinos de Belisario, que habían muerto recientemente. Belisario juró, renunciando al mundo, la carne y el demonio.
Yo, el autor de este trabajo en griego, soy persona de poca importancia, un mero doméstico; pero pasé casi toda mi vida al servicio de Antonina, esposa del tal Belisario, y debéis dar crédito a lo que escribo. Ante todo, permitidme citar una opinión de mi ama Antonina sobre este juramento de Tchermen: ella aseguraba que era descabellado comprometer a niños pequeños mediante semejantes juramentos espirituales, especialmente antes que hubieran asistido a la escuela o hubieran tenido una mínima experiencia del mundo de los hombres, las mujeres y los clérigos. Era tan antinatural, decía, como obligar a un niño a cargar con un objeto molesto: por ejemplo, a llevar siempre consigo, dondequiera que fuese, un pequeño tronco; o a no volver nunca la cabeza sobre los hombros, girando en cambio todo el cuerpo, o bien a mover los ojos, tal vez, independientemente de la cabeza. Por cierto, éstos serían grandes inconvenientes, pero ninguno tan grande como los que implica el juramento solemne de renunciar al mundo, la carne y el demonio para un joven noble destinado al servicio de su Sagrada Majestad, el Emperador de los Romanos de Oriente, quien reina en Constantinopla. Pues, o bien, cuando el niño llega a la adolescencia, rompe el juramento, víctima de las tentaciones, y el corazón se le llena de remordimientos, en cuyo caso pierde confianza en su propia fortaleza moral, o bien rompe el juramento, de la misma manera, pero sin remordimiento alguno, porque el mundo, la carne y el demonio le parecen deliciosos, en cuyo caso pierde toda noción de la naturaleza solemne de un juramento.
Pero Belisario era un niño tan excepcional, y llegó a ser un hombre tan extraordinario, que ninguna dificultad que le entorpeciera el camino podía haberle preocupado demasiado. Por tomar el ejemplo absurdo que daba mi ama: habría adaptado fácilmente el cuerpo a la norma de no volver nunca la cabeza sobre los hombros y habría dado al hábito un aire de nobleza, no de rigidez. O habría trajinado con el tronco siempre a cuestas y lo habría hecho parecer el objeto más conveniente y necesario del mundo —un arma, un taburete, una almohada—, de tal modo que incluso habría iniciado una moda urbana de troncos elegantemente tallados y taraceados. Y, por cierto, esa moda no sería más tonta ni supersticiosa que muchas de las hoy en boga entre los jóvenes petimetres de las facciones rivales del Hipódromo, y muchas más que han pasado transitoriamente en este siglo fatigoso: modas en barbas, capas, juramentos, juguetes, perfumes, juegos de azar, posturas camales, expresiones de afecto, afrodisíacos, argumentos y opiniones religiosas, relicarios, dagas, confituras.
Belisario, de todas maneras, encaró este peligroso juramento con el mismo candor resuelto con que el joven Teseo de Atenas juró ante su madre, viuda, que vengaría la muerte de su padre enfrentándose al monstruoso Minotauro del Laberinto de Creta, que comía carne humana.
Si fue fiel o no al juramento lo juzgaréis vosotros después de leer esta historia. Pero permitidme aseguraros, si sois cristianos, o tal vez clérigos quienes leéis esto, que Belisario no compartía en absoluto vuestros hábitos mentales, y daba poca importancia al dogma; y que cuando llegó a estar al frente de una gran corte prohibió todas las disputas eclesiásticas dentro de las paredes de su hogar, pues las consideraba infructuosas para el alma y dañinas para la paz familiar. Al principio, la decisión fue de mi ama Antonina, pero al cabo de un tiempo él la aprobó y adoptó, e incluso sometió a la misma disciplina a los obispos y abates, cuando los recibía como huéspedes.
De modo que éste fue el primero de sus tres juramentos; el segundo fue el de lealtad a su Emperador, el viejo Emperador Anastasio, en cuyo reinado nació, y más tarde a los dos sucesores de Anastasio; y el tercer juramento fue el de lealtad a mi ama Antonina, su esposa. Estas observaciones servirán como prefacio al texto que sigue, que estoy escribiendo en mi extrema vejez en Constantinopla en el año del Señor de 571, o sea mil trescientos seis años después de la fundación de la Ciudad de Roma.
Belisario nació en el año 500 de Nuestro Señor, y a su madre esto le pareció de mal agüero. Pues al Diablo, creía ella, se le permitiría dominar esta tierra mil años, y al cabo de ese periodo la Humanidad sería al fin redimida: por lo tanto el año del nacimiento de su único hijo coincidía, como ella decía, con el centro mismo de la larga y negra noche que separaba el primer día de gloria del segundo. Pero yo, Eugenio el Eunuco, confieso que tales opiniones me parecen supersticiosas y absolutamente indignas de gentes sensatas, y no otra era la opinión de mi querida ama Antonina en estos asuntos.
El joven Belisario se despidió obedientemente de su madre y sus servidores, quienes (juntando esclavos con hombres libres y contando los niños y los viejos) sumaban unas doscientas almas; y montando su elegante caballo blanco cabalgó hacia Adrianópolis. Lo acompañó Juan, el hijo del mayordomo, un muchacho armenio de su misma edad que había sido teniente de Belisario en el pequeño ejército privado que él había formado con los niños que vivían en la finca; y Paleólogo, un preceptor griego que ya le había enseñado los rudimentos de la lectura, la escritura y la aritmética; y dos esclavos tracios. Paleólogo iba desarmado, pero los esclavos llevaban espadas, y Belisario y Juan de Armenia empuñaban arcos ligeros, adecuados a su fuerza, con unas pocas y certeras flechas. Ambos niños eran ya muy diestros con el arco, tanto a pie como a caballo; lo cual era de esperar. Pues los armenios son una raza belicosa y Belisario era de ascendencia eslava, según lo indica su nombre, Beli Tsar, que significa «el Príncipe Blanco»; los eslavos paganos, que viven allende el río Danubio, son arqueros y jinetes notables. La familia de su padre se había instalado en Tchermen cien años atrás, y estaba totalmente romanizada y había ascendido al segundo de los tres rangos de nobleza.
El viaje desde Tchermen fue a campo traviesa, no por la carretera principal entre Constantinopla y Adrianópolis, que pasa cerca de esta aldea. Varias veces, Belisario y Juan, con el permiso del preceptor, se alejaron del camino para cazar; y Belisario tuvo la suerte de capturar una liebre, que les sirvió de comida esa noche en la posada donde se proponían alojarse. Era sólo una posada pequeña, poco frecuentada, y la vieja posadera estaba profundamente consternada: el esposo había muerto hacía poco, al caer sobre él la rama de un olmo mientras cuidaba las vides, y luego el esclavo había huido, robando el único caballo de los establos, y ahora podía estar en cualquier parte. Sólo le quedaba una joven esclava, que cuidaba con poca pericia de los animales y las vides mientras ella hacía las faenas domésticas. Los viajeros entendieron que en esa posada ellos mismos debían proveerse de alimentos y cocinarlos. De los dos esclavos, uno era porteador, un hombre fuerte y valeroso, sin conocimientos ni versatilidad, y el otro, Andreas, era un joven a quien habían educado como asistente de baños; ninguno de los dos sabía adobar una liebre. Paleólogo envió al porteador en busca de leña y agua, y ordenó a Andreas que frotara con arena la mesa grasienta. Él mismo desolló y troceó la liebre, que pronto estuvo cociéndose en una olla con hojas de laurel, col, cebada y un poco de sal. Juan de Armenia revolvía la olla con una cuchara de cuerno.
—Tengo un paquete de granos de pimienta negra de Ceilán que mi madre envía como presente a mi tío Modesto —dijo Belisario—. Me gusta esta pimienta india. Produce picazón en la boca. El presente no perderá mucho valor si muelo unos pocos granos en el molinillo que los acompaña, para aderezar nuestra sopa de liebre.
Abrió la alforja y extrajo el paquete de pimienta negra y el molinillo y se puso a moler. Siendo sólo un niño, molió demasiado para una comida de cinco personas; hasta que Paleólogo, observándolo, exclamó:
—¡Muchacho, aquí hay pimienta suficiente para un Cíclope!
Luego, mientras se cocía la liebre, Paleólogo les contó la historia, que ellos nunca habían oído, de Ulises en la caverna del Cíclope, y de cómo encendió una estaca en el fuego y, embriagando al Cíclope, le perforó el único ojo con la punta llameante. Los niños y los esclavos escuchaban riendo, pues Paleólogo, citando la obra de Eurípides, imitó con mucha gracia al Cíclope enceguecido. Luego pusieron la mesa para tres —los esclavos comerían aparte, más tarde— y sirvieron en las copas vino de una jarra de arcilla ahumada que habían encontrado en un aparador. El esclavo Andreas cortó para ellos rebanadas de pan con su cuchillo de monte.
Al fin, la comida estuvo prácticamente lista, pues a la liebre sólo le faltaba unos minutos de cocción. Paleólogo le había añadido dos o tres cucharadas de vino, una pizca de pimienta, una ramita de romero y un poco de acedera amarga que la vieja trajo del huerto. De vez en cuando, probaban la sopa con la cuchara de cuerno. Habían encendido cuatro velas de sebo, y Andreas debía despabilarlas cuando la mecha se entreabría. Pero en ese momento feliz se oyó un gran ruido en la puerta e irrumpieron seis hombres armados hasta los dientes, griegos asiáticos por la lengua, y lo echaron todo a perder.
Con ellos traían a un joven de rasgos delicados, decentemente vestido, atado de pies y manos de tal modo que no podía caminar. Parecía un artesano o un comerciante acaudalado. El cabecilla, un tipo muy corpulento, cargaba al prisionero al hombro como un costal de grano y lo arrojó en el rincón junto al fuego, supongo que porque era el lugar más alejado de la puerta, en caso de que quisiera escapar. El hombre estaba evidentemente desesperado y sin duda pensaba que lo asesinarían. Más tarde supieron que se llamaba Simeón y era un burgués de ese distrito. Le había tocado en suerte presentarse en nombre de los otros burgueses de la zona ante un poderoso terrateniente llamado Juan de Capadocia, para suplicarle que pagara el impuesto territorial que debía, o al menos una parte, pues hacía tiempo que aquel joven rico evadía esa obligación. Ahora se exigía al distrito el pago de tantas libras anuales de oro al erario imperial, y las tierras de Juan de Capadocia estaban tasadas en un valor que era inferior al real, pero que equivalía a un tercio del impuesto total del distrito. Los burgueses, a causa de las malas cosechas y una reciente incursión de saqueadores hunos de Bulgaria, con propiedades que estaban tasadas muy por encima de su valor real —el gobierno les había cedido terrenos yermos, todos ciénaga y piedra, pero valuados como buena tierra de labranza—, estaban tan enormemente endeudados que quedarían en la ruina si Juan de Capadocia no accedía a pagar su parte. Pero él siempre se negaba. Tenía un séquito de hombres armados, casi todos capadocios, como estos seis, que insultaban y aporreaban a los representantes de los burgueses cuando iban a su castillo a exigirle el pago.
Quizás en mi historia haya muchos Juanes, además del armenio y el capadocio, pues Juan es el nombre que comúnmente adoptan los extranjeros cuando se convierten a la fe cristiana (toman el nombre de Juan el Bautista o Juan el Evangelista), o el que los amos cristianos dan a sus esclavos. También es frecuente en los judíos, entre quienes se originó. Así que distinguiremos a estos Juanes por la patria de origen o, en caso de que sea insuficiente, por sus apodos de costumbre: Juan el Bastardo, Juan el Epicúreo y Juan el Sanguinario, entre otros. Pero hay un solo Belisario en mi historia, y es tan fuera de lo común como su nombre.
Aparentemente, pues, por los alardes de los capadocios y las quejas del desdichado prisionero, Simeón había tenido la osadía de ir con una partida de alguaciles armados al castillo de Juan de Capadocia, con el propósito de persuadirlo de pagar al menos una parte razonable de la deuda, pero guardias armados con espadas y mazas lo habían atacado en las puertas. Los alguaciles habían abandonado a Simeón de inmediato, y él había sido capturado. Juan de Capadocia, que pasaba el otoño cazando en su finca, salió con su aire fanfarrón y preguntó al sargento de la guardia quién podía ser ese individuo. Los guardias hicieron una reverencia ante Juan, quien les infundía el mismo respeto que infunde normalmente un patriarca o el gobernador de una diócesis, y respondieron:
—Un recaudador de impuestos algo extraño, alteza.
—Pues dadle un fin algo extraño —exclamó Juan de Capadocia—, para que ningún recaudador de impuestos vuelva a molestarme en mis propiedades tracias.
Entonces, seis de ellos, capitaneados por el sargento, ataron a Simeón de pies y manos, lo tendieron sobre la grupa de un caballo y partieron con él al momento, ansiosos de complacer al amo con su prontitud.
Mientras cabalgaban, conversaron sobre el destino que correría el cautivo. El sargento invitó a sus hombres a hacer sugerencias.
—Atémosle una piedra al cuello y arrojémoslo a una laguna —dijo uno.
—Es un crimen ante Dios envenenar el agua —objetó Simeón—. Mi cadáver propagaría una peste. Además, lo que propones no es una muerte extraña: es la muerte común que las esclavas dan a los cachorros. ¡Pensad otra cosa! —El sargento dio la razón a Simeón, y siguieron cabalgando.
Luego, otro capadocio propuso sujetarlo a un árbol y atravesarlo a flechazos.
—¿Blasfemarías —interrumpió de nuevo Simeón— infligiendo a un mero recaudador de impuestos la misma muerte que sufrió el santo mártir Sebastián de Milán? —Esta objeción también les pareció digna de respeto, y siguieron cabalgando. Un tercer hombre sugirió empalarlo, y un cuarto despellejarlo, y el quinto propuso enterrarlo vivo. Pero en cada ocasión Simeón se mofaba de las sugerencias, y les decía que sin duda el amo los castigaría si regresaban para informarle que lo habían ejecutado por medios tan corrientes y triviales. El sargento intervino y dijo al fin:
—Si puedes sugerirnos una muerte lo bastante insólita, te lo agradeceré y la llevaré a cabo según tus deseos.
—Que tu amo pague su deuda voluntariamente —repuso Simeón—. Te aseguro que entonces moriré de asombro, y jamás se habrá sabido de una muerte más extraña en la diócesis de Tracia.
El sargento le golpeó en la boca por su impertinencia, pero aún no había decidido cómo matarlo. Empezó a llover, y los capadocios vieron luz en la posada, de modo que ataron los caballos en el establo y entraron para beber un poco de vino y seguir deliberando.
Paleólogo les oyó mencionar el nombre del amo, a quien conocía por su reputación de hombre rencoroso y pendenciero, y no quiso hacer nada que ofendiera a los esbirros. Les preguntó si le harían el honor de beber vino a sus expensas.
El rudo sargento no respondió, pero, como estaba cerca de la olla, que despedía un aroma muy tentador, se volvió a sus compañeros y exclamó:
—¡Estamos de suerte, amigos! Este viejo barbudo ha previsto nuestra llegada y nos ha cocinado una liebre.
Paleólogo fingió tomarlo a broma.
—Oh, griego entre los griegos —le dijo al sargento—, esta liebre no basta para diez adultos y dos niños, uno de los cuales, para colmo, es un noble. Pero si tú, y quizás algún otro, queréis uniros a nosotros…
—Viejo insolente —replicó el sargento—, sabes bien que esta liebre no te pertenece. Es robada, sin duda propiedad de mi amo Juan, y no probarás bocado de ella. Más aún, cuando hayamos terminado de comer me pagarás a mí, como representante de mi amo, una multa por el robo. Me entregarás diez piezas de oro o todo lo que te encuentre en los bolsillos. En cuanto a tu noble, nos servirá. ¡Amigos, vigilad la puerta! ¡Desarmad a los dos esclavos!
Paleólogo comprendió que era inútil resistirse. Ordenó a Andreas y al porteador que entregaran sus armas pacíficamente, y así lo hicieron. Juan de Armenia y especialmente Belisario, que había cazado la liebre y ansiaba saborearla, estaban muy furiosos. Pero callaron. Luego Belisario recordó la caverna del Cíclope y decidió embriagar a aquellos rufianes para contar con ventaja si tenían que luchar contra ellos.
Muy cortésmente empezó a oficiar de copero, escanciando el vino sin añadirle agua, y diciendo:
—Bebed, caballeros, es buen vino, y no tenéis que pagar.
Como la pimienta volvía la sopa muy picante para los capadocios, bebieron quizá más vino del que habrían bebido en otra ocasión. Brindaron por él, llamándolo su Ganímedes y quisieron besarlo, pero él los eludió. Luego, uno de ellos entró en la cocina para manosear a la esclava y empezó a quitarle el vestido, pero ella escapó de la casa y se escondió entre los arbustos, donde él no pudo encontrarla; de modo que regresó.
Los capadocios se pusieron a discutir sobre el dogma religioso mientras bebían. Es el mal del siglo. Cualquiera esperaría que los campesinos, por ejemplo, hablaran de animales y cosechas cuando se reúnen, y los soldados de batallas y deberes militares, y las prostitutas quizá de ropas y afeites y de su éxito con los hombres. Pero no, dondequiera que se reúnen dos o tres, en tabernas, barracas, burdeles o cualquier otra parte, inmediatamente se ponen a discutir con aire erudito sobre algún aspecto abstruso de la doctrina cristiana. Y como las principales controversias de las diversas Iglesias cristianas siempre se han relacionado con la naturaleza de la Deidad, ese tema tan tentador del debate filosófico, aquellos capadocios ebrios empezaron con toda naturalidad, y no sin blasfemias, a explayarse sobre la naturaleza de la Santísima Trinidad y especialmente de la Segunda Persona, el Hijo. Eran todos cristianos ortodoxos, y esperaban que Paleólogo interviniera. Pero Paleólogo no intervino, pues compartía las mismas opiniones.
Sin embargo, Simeón no tardó en revelarse como monofisita. Los monofisitas fueron una secta poderosa en Egipto y Antioquia, y durante las últimas dos generaciones habían puesto en jaque al Imperio. Pues los emperadores de Constantinopla estaban obligados a elegir entre ofender al Papa de Roma, que era el sucesor reconocido del apóstol Pedro y había condenado a la secta por herética, u ofender al pueblo de Egipto, de cuya buena voluntad dependía el grano de Constantinopla. Algunos emperadores habían tomado una posición y otros la contraria; algunos habían intentado lograr un acuerdo. A causa de esta controversia se habían producido disturbios destructivos, y guerras, y escándalos en las iglesias; y en la época de la cual escribo había un claro cisma entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. El emperador reinante, el viejo Anastasio, tendía a favorecer a los monofisitas; por lo tanto, el burgués Simeón, para irritar a los capadocios, equiparó su lealtad al emperador con su monofisismo.
Simeón los superó en elocuencia, aunque todos gritaban a un tiempo, de modo que llamaron a Paleólogo para que con su erudición defendiera el punto de vista ortodoxo en nombre de ellos, a lo cual el griego accedió satisfecho. Juan de Armenia, incitado por Belisario, les sirvió más vino mientras escuchaban la disputa.
Paleólogo citó las palabras del Papa León, que yo no recuerdo, si alguna vez las oí, pero que, según deduzco, venían a sostener: que el Hijo no es Dios solamente, como opinan los dementes acuanitas; ni hombre solamente, como opinan los impíos plotinianos; ni hombre en el sentido de carecer de alguna cualidad divina, como opinan los necios apolinarianos; sino que tiene dos naturalezas unidas, la humana y la divina, de acuerdo con los textos «Yo y Mi Padre somos uno» y también «Mi Padre es más grande que Yo»; y que la naturaleza humana, por la cual el Hijo es inferior al Padre, no rebaja la naturaleza divina, por lo cual el Hijo es igual al Padre.
Los capadocios vitorearon a Paleólogo cuando declamó esta decisión, golpeteando con las copas en la mesa o entrechocando los cuencos de madera de haya. No advirtieron que Belisario, bajo la mesa, les estaba sujetando los pies con una resistente cuerda de bramante, no tan ceñidamente como para impedirles mover los pies, pero sí lo suficiente para incomodarlos bastante si todos trataban de levantarse al mismo tiempo; pues los había atado en un círculo estrecho.
Luego, Simeón ridiculizó a Paleólogo, y dijo que desechar la falsa doctrina de acuanitas, apolinarianos o plotinianos de ningún modo equivalía a enunciar una doctrina verdadera; y que ser elegido Papa de Roma no daba a ningún sacerdote el derecho de sentar definitivamente la ley cristiana; y que un Papa podía decir y hacer cosas por razones políticas que eran ultrajantes para su Dios y su Emperador. Simeón también dijo que la naturaleza del Hijo no podía partirse en dos como se parten astillas a hachazos. Los hechos y sufrimientos del Hijo no eran del todo divinos ni del todo humanos, sino de una sola pieza, actos de un Dios-hombre. Así: el Hijo caminó sobre las aguas en Galilea, lo cual fue un acto realizado mediante la carne, pero trascendiendo las leyes de la naturaleza de la carne.
Hasta ahora, mis dos fuentes concuerdan en cuanto al orden de los acontecimientos, pero aquí surge una diferencia. Primero, permitidme contar la historia tal como me la refirió un hombre de Adrianópolis muchísimos años después; a él se la había referido, dijo, el hijo mayor de Simeón.
Según este adrianopolitano, Simeón cerró su exposición con las siguientes palabras:
—Pero el Papa León también subrayó al respecto (puedo citar sus palabras literalmente): Ardescat in foco ferrum. Sunt vincula mea solvenda. Mox etiam pugionibus er pipere pugnandum esr. Tace! ¿Cómo podéis acatar una tontería tan flagrante, hombres de Capadocia?
El sargento de los capadocios, pretendiendo que entendía latín, gritó con temeridad:
—El Santo Papa León habló muy sensatamente. Cada una de sus palabras era cierta. Te has refutado por tu propia boca. —Pues ninguno comprendió que Simeón había comunicado a Belisario que calentara el espetón en los rescoldos, le cortara las ligaduras, y se preparara para combatir con dagas y pimienta.
Pero, según la versión que oí de Andreas, no muchos años después, fue Belisario quien pronunció las palabras latinas, fingiendo que refutaba a Simeón, y exclamando:
—Ardescit in foco ferrum manibus tuis propinquum. Vincula solvam. Mox eriam pugionibus et pipere pugnabitur…
Ante lo cual (dijo Andreas) los ignorantes capadocios saludaron al niño como un recio campeón de la fe verdadera. Estas palabras de Belisario, si alguna vez las pronunció, comunicaban a Simeón que el espetón ya se estaba calentando en el fuego cerca de sus manos, que le cortaría las ligaduras, y que pronto se libraría un combate con dagas y pimienta.
Un impedimento para aceptar la versión de Andreas es esa conocida tendencia de los viejos a exagerar o distorsionar las experiencias de la juventud, especialmente cuando aluden a una persona que luego alcanzó la celebridad. Así, San Mateo supo por ciertas habladurías que el Niño Jesús una vez le había resucitado un gorrión cuando jugaban juntos, y ha registrado esto en su segundo Evangelio junto con otras extravagancias, como que el Señor hablaba en el vientre de su Madre y regañaba a su padrastro José. Pero en favor de esta versión puedo decir que no llegó de tercera sino de primera mano, y que por lo que sé de Andreas, era hombre digno de confianza. Tampoco puede objetársele el hecho de que un niño tan pequeño como Belisario pudiera hablar un buen latín, el latín de Roma: pues el buen latín era la lengua materna de la madre. Su padre había sido un senador romano que había abandonado Italia con su familia cincuenta años antes de estos sucesos, cuando el rey vándalo Genserico saqueó los templos y las moradas nobles de Roma; emigró a la parte oriental del Imperio Romano en busca de seguridad, y su familia conservó el buen latín. De modo que Belisario hablaba ya tres lenguas: el tracio vernáculo de la finca familiar, el latín en que su madre y el capellán conversaban siempre con él, y el griego, la lengua común del Imperio de Oriente, aunque el griego aún no con mucha fluidez.
Bien, fuera quien fuese el general en esta ocasión, al menos puedo contaros cómo fue la batalla. Primero, Belisario cortó furtivamente las cuerdas de Simeón con la daga. No lo vieron los capadocios, quienes ya habían terminado la carne pero todavía estaban sentados bebiendo vino. Luego, indicando a Juan de Armenia que se preparara, tomó un gran puñado de pimienta molida, y, acercándose a la mesa, lo arrojó a las caras de los hombres, cegando a los seis. Simeón se incorporo con un rugido, blandiendo el espetón al rojo que Belisario había puesto en el fuego; y los tracios, Andreas y el porteador corrieron en busca de sus armas, que estaban apiladas a poca distancia.
Los capadocios rugieron como toros, de dolor y furia impotente. Estaban embrutecidos por el vino, enredados por la cuerda, cegados por la pimienta, y paralizados por los estornudos. En el primer encontronazo, Simeón asestó a dos de ellos unos tremendos golpes en la cabeza con el espetón al rojo vivo; de modo que aunque Paleólogo no intervino en la lucha, los capadocios quedaron en inferioridad numérica, cuatro contra cinco. Les quitaron los taburetes y cayeron al suelo, despatarrados. Los niños y los esclavos los amenazaron con las espadas desenvainadas y las dagas en alto.
Simeón se apresuró a traer correas del establo y los maniató uno a uno. Era talabartero de oficio, y experto en nudos. Anudó, como quien dice, cada ligadura con un argumento monofisita, comentando:
—Escapa de este razonamiento, señor, si te es posible. —O bien—: Aquel texto pesa sobre tu conciencia, ¿verdad?
—Por amor de Cristo, buen hombre —respondían ellos—, trae una esponja y agua, o quedaremos ciegos por culpa de este polvo ardiente.
Pero él se puso a cantar con voz potente el Himno del Serafín con aquellas interpolaciones al estilo monofisita que habían provocado escándalos, disturbios y derramamiento de sangre en muchas iglesias cristianas. Cuando todos estuvieron maniatados, Simeón les informó que Cristo lo había exhortado a perdonar a sus enemigos; y les enjugó los ojos inflamados, tiernamente, diciendo:
—En el nombre del Cristo de una sola naturaleza. —Y le dieron las gracias.
Cuando Simeón se enteró por Belisario de cómo había planeado la batalla, se volvió a Paleólogo y le dijo:
—Lo había considerado un simple milagro, y por lo tanto no me asombraba demasiado, como pienso que tampoco se asombró demasiado el profeta Balaam cuando su asno le habló de pronto en nombre de Dios. Pues todas las cosas son posibles con Dios, y no habría que sorprenderse más ante obvias irracionalidades como asnos parlantes o alimentos para doce hombres que alcanzan para cinco mil (y hasta dejan restos), que ante el rebuzno natural de los asnos o los habitantes de una ciudad que mueren naturalmente de hambre porque se quedan sin alimentos. Pues en un caso está Dios, cuya función es trascender lo imposible, y en el otro está la Naturaleza, cuya función es obedecer los mandatos que Dios ha señalado para las bestias y los hombres. Pero uno queda francamente azorado antes casos como el presente, donde la Naturaleza se supera a sí misma sin auxilio de Dios ni del Demonio. Si este niño llega a la edad adulta, será un general de primer orden, pues tiene las seis virtudes principales para el mando: paciencia, coraje, inventiva, control de sus fuerzas, combinación de armas diferentes en el ataque, y destreza para asestar el golpe decisivo en el momento oportuno. Estuve con las remontas en las guerras persas y conocí a generales buenos y malos y entiendo del asunto.
—Sin embargo —respondió Paleólogo—, si no añade a éstas la virtud de la modestia, no será nada. —Lo cual era, a su modo, una sabia observación, y una séptima virtud apropiada para coronar el resto.
No quedaba nada de la liebre, y casi nada de pan fresco, pero en las alforjas había galleta y salchichas, de modo que no sufrieron hambre. Les pareció poco seguro pasar la noche en la posada, pues alguien podía dar la alarma en el castillo de Juan: de modo que ataron a los capadocios a sus caballos, y Simeón y los esclavos condujeron cada uno a dos de ellos, atando las cabezas de los caballos. La vieja había huido de la posada cuando empezó la lucha; cuando regresó y encontró domados a esos individuos intratables, fue toda gratitud, como si todo lo hubieran hecho por ella. No obstante, le pagaron bien.
Belisario abrió la marcha con Paleólogo, y Juan de Armenia cuidó la retaguardia. Al amanecer descansaron en un bosque, donde uno de los capadocios murió de las heridas de la cabeza. Los otros maldecían y juraban sin cesar, pero no intentaron la fuga. Más tarde ese día llegaron sin más peripecias a Adrianópolis, donde Simeón entregó a los capadocios al juez. Los burgueses del distrito de Simeón lo recibieron con alegría y asombro, pues los alguaciles habían informado de su captura.
Los hombres fueron encerrados en la cárcel, donde los retendrían hasta que Juan pagara el rescate. No podían acusarlos de asesinato ni en verdad, de nada más grave que el robo de una sopa de liebre, pues no estaba claro si se habían propuesto llevar a cabo la ejecución ordenada por Juan. Éste envió un mensaje diciendo que tenía buenas razones para maniatar y echar a Simeón, quien había cometido la insolencia de entrar en su propiedad privada.
El juez no podía permitir que se acusara a Juan de ningún delito, por temor de malquistarse con otros terratenientes poderosos. También sabía que, por razones de honor, Juan no podía consentir el castigo de sus servidores y compatriotas. Sin embargo, la acusación contra el amo y los esbirros era bastante seria. De modo que se llegó a un acuerdo amistoso por el cual se liberó abiertamente a los hombres, pero Juan pagó secretamente la mitad de su deuda, que ascendía a doscientas libras de oro al peso —más de catorce mil piezas de oro—, y de esa manera el honor de Juan quedó a salvo y los burgueses también se salvaron de la ruina. Este Juan de Capadocia, cuya avaricia, rudeza, y frecuentes devociones en la iglesia eran notables en un hombre tan joven, llegó más tarde a comandante de la Guardia Imperial y a intendente de ejército, y como tal perjudicó bastante a Belisario.
Belisario, Juan de Armenia, Paleólogo y los esclavos se dirigieron a la villa de Modesto, el tío de Belisario, guiados por Simeón, quien lo conocía. Se hallaba situada cerca de la ciudad, junto a un arroyo con truchas, en terrenos frondosos. Allí, Belisario saludó al tío, que era un hombre alto, delgado y apacible, aficionado a la literatura, y le dio lo que había quedado de la pimienta. El niño recibió la bienvenida, y con él Juan de Armenia y Paleólogo. Conversaron en latín, y Modesto oyó la historia de la batalla.
—Bien hecho, sobrino —fue su comentario—, bien hecho. Lo concebiste al mejor estilo romano…, el estilo de Mario, Metelo y Mumio. Pero tu latín contiene muchos términos y giros bárbaros, que suenan como pronunciados por el morro resoplante de un rinoceronte africano, y me raspan el oído. Tenemos que erradicarlos, cultivando en cambio la lengua elegante de Cicerón y de César. Afortunadamente, mi amigo Malto, a cuya escuela irás, es hombre de gusto y erudición considerables. Te explicará la diferencia entre el buen latín de los paganos nobles y el latín vil de los monjes innobles.
O éste, al menos, fue su comentario una vez traducido a palabras llanas. Pero Modesto no podía permitirse jamás la menor observación sin emperifollarla con una alusión literaria acreditada, una paradoja o un retruécano, o las tres cosas a la vez; de modo que a Belisario le costó bastante entenderle. Por mi parte, desisto de reproducir las afectaciones que barbotaban sus labios, porque ningún disparate escrito sería lo bastante absurdo para hacerles justicia, si en verdad era justicia lo que merecían. Lo cierto es que mientras el griego es una lengua flexible, apta para las vueltas y sinuosidades de la metáfora y las humoradas de la comedia, el latín es duro y no se presta fácilmente a tales usos. De la retórica latina se ha dicho: «El falsete de un travestido».
La escuela de Malto estaba en el centro de la ciudad de Adrianópolis, y no era una de esas escuelas monásticas donde la educación se limita mezquinamente al pan y al agua de las Sagradas Escrituras. El pan es bueno y el agua es buena, pero la desnutrición corporal que puede observarse en los prisioneros o los pobres labriegos reducidos a esta dieta tiene su paralelo en la desnutrición espiritual de ciertos clérigos. Éstos pueden recitar la genealogía de David, rey de los judíos, hasta el Diluvio de Deucalión, y más allá del Diluvio hasta Adán, sin equivocarse, o pueden repetir capítulos enteros de las Epístolas de San Pablo con tanta fluidez como si fueran poemas con metro; pero en todo lo demás son tan ignorantes como los peces o las aves. Una vez, cuando yo estaba con mi ama Antonina en Rávena, Italia, conocí a un obispo incapaz de comprender una alusión al piadoso Eneas, el héroe troyano, y su traición a la reina Dido de Cartago. Bien, el cielo me libre de alardear de docto, pues soy un mero doméstico cuya única educación ha consistido en escuchar la conversación de personas inteligentes. No obstante, me avergonzaría admitirme tan ignorante como ese obispo. No sabía siquiera de qué hablaba mi ama. «¿Eneas?», repitió «¿Eneas? Conozco bien el texto de los Hechos de los Apóstoles; pero te aseguro, hermana mía en Cristo, que no encontrarás allí ninguna declaración, ni siquiera una glosa de un comentador bien informado, de que el piadoso Eneas de Lida, a quien el apóstol Pedro curó de una perlesía (aunque hacía ocho años que guardaba cama), haya visitado después a ninguna reina Dido de Cartago, y mucho menos de que la haya traicionado».
En la escuela de Malto, que estaba bajo control imperial, se daban, naturalmente, algunas lecciones sobre las Escrituras; tal como el pan y el agua aparecen en la mesa aun en los banquetes. Pero lo más importante era la literatura latina y griega de buenos autores. Esos libros estimulan en los niños la expresión precisa, y por lo tanto el pensamiento claro; y al mismo tiempo les proporcionan un conocimiento extenso de la historia, la geografía y las costumbres extranjeras. He oído afirmar que los soldados no tendrían que educarse, pues las naciones bárbaras más vigorosas, como las de los godos y los francos, cuyos varones principales son todos soldados de profesión, desprecian la cultura libresca. Pero el proverbio «cada estudioso ganado es un soldado perdido» sólo es aplicable, en mi opinión, a los soldados rasos, no a la oficialidad. En cualquier caso, nunca ha existido, que yo sepa, ningún general célebre en ninguna nación del mundo que no fuera cultivado hasta cierto punto, o que, en caso contrario, no lamentara su incultura.
Posteriormente, Belisario contó a sus amigos que el relato de Tucídides sobre la prolongada guerra entre Atenas y Esparta, y el relato de Jenofonte sobre las luchas en Persia (ambos leídos y comentados en la escuela de Malto en Adrianópolis) le enseñaron más sobre los principios de la guerra que todo lo que aprendió en la academia militar de Constantinopla. En una academia militar, la instrucción se limita a ejercicios y tácticas simples, como la utilización de máquinas de sitio y los deberes de los oficiales superiores y la etiqueta militar, asuntos, por cierto, inferiores a las artes mayores de la guerra. Las artes mayores son la estrategia y el empleo del poder civil y de la política para contribuir a los objetivos militares y, especialmente, el arte en el cual Belisario aprendió a sobresalir, el de inspirar amor, confianza y obediencia en las tropas, y así convertir a una masa indiferenciada en un ejército disciplinado. Belisario sostenía que la estrategia era una suerte de geografía aplicada y, en años posteriores, gastó mucho dinero para proveerse de mapas precisos: tenía un cartógrafo profesional, un egipcio, incluido siempre en la plana mayor.
Belisario decía también que las enseñanzas que le había brindado la escuela de Malto sobre contabilidad, retórica y leyes le habían sido utilísimas: pues los funcionarios del gobierno, que sobresalen en estas artes civiles y siempre forman círculos cerrados, se divierten ridiculizando a los comandantes militares bárbaros, cuyas principales cualidades son el coraje, la destreza con las monturas y la habilidad con la lanza o el arco. Les hizo ver que no era ningún bárbaro, pese a su nombre y pese a sus hazañas en combates cuerpo a cuerpo, algo a lo cual lo obligaba en ocasiones, contra su voluntad, la pequeñez o cobardía de las fuerzas a su disposición. Con frecuencia revisaba los libros contables de los hombres bajo sus órdenes, y si encontraba alguna discrepancia la señalaba con gravedad, como un maestro. Tampoco en asuntos legales ordinarios, como las normas de procedimiento de un tribunal civil y los derechos de las diversas clases de ciudadanos y aliados, era presa fácil de las argucias de los abogados profesionales. Además sabía lo suficiente de retórica para exponer un caso con sencillez y persuasión, y para no dejarse embrollar por argumentos alambicados. En este sentido reconocía su gran deuda con Malto, a quien le importaban poco las alusiones rebuscadas, los tropos antojadizos y las trampas y aporías de los atenienses. Malto comentaba que unas pocas palabras bien armadas en formación disciplinada derrotarían siempre a palabras apiñadas en una turba desorganizada y entusiasta.
El primer día de escuela, Belisario no llegó a las siete de la mañana, la hora habitual, sino poco después del mediodía, durante la hora de recreo, cuando los niños estaban almorzando en el patio, al menos los que no vivían tan cerca como para comer en casa y regresar pronto. Ahora bien, sucede que en Adrianópolis no era costumbre, como en Constantinopla, Roma, Atenas y las grandes ciudades de Asia Menor, que un niño asistiera a la escuela acompañado por un preceptor y, además, por un esclavo que le llevaba el saco con los libros. Ni siquiera estos esclavos eran comunes en esa escuela. De modo que los niños pensaron equivocadamente que Belisario era un ricachón consentido, pues entró en el patio con Paleólogo a su lado, y con Juan de Armenia a la zaga, y con Andreas teniéndole el saco.
Un mozalbete corpulento, llamado Uliaris, exclamó, señalando al venerable Paleólogo:
—Decidme, amigos, ¿este abuelo viene a traer a nuestra escuela a sus nietos para que aprendan su hic, haec, hoc… o es al revés?
Se apiñaron alrededor de ellos, mascando pan y fruta y huevos duros, y un muchacho que se había quedado atrás le arrojó un higo a Uliaris, para provocarlo. El higo estaba blando y agrio con el calor, y parecía fatalmente destinado a ser usado como proyectil. Pasó a poca distancia de Uliaris, pero reventó contra el hombro de la toga de Paleólogo, recién comprada y de un paño de lana especialmente fino. Entonces estalló una risotada aún más estruendosa; pero inmediatamente Belisario se abrió paso con furia por entre la multitud de niños y se agachó para recoger una piedra grande y redondeada que algunos de ellos habían usado para hacerla rodar hacia atrás y adelante en las lajas lisas del patio; y antes de que el niño que había arrojado el higo se diera cuenta de lo que sucedía, Belisario ya se había lanzado hacia su banco, le había golpeado en la cabeza con la piedra, y le había dejado caer hacia delante aturdido. Belisario, sin decir una palabra y sin soltar la piedra, volvió al lado del preceptor.
Paleólogo temblaba, temiendo que los otros vengaran al compañero, y, en efecto, algunos avanzaban ahora amenazándoles con gritos y gestos.
Belisario no retrocedió ni se disculpó.
—Si algún otro se atreve a insultar a este anciano, mi preceptor —dijo—, haré de nuevo lo que hice.
Como demostraba coraje, un grupo de niños acaudillados por Uliaris se le arrimó.
—¿Cuál es tu color, pequeño? —preguntó Uliaris—. Nosotros somos Azules. El que golpeaste Rufino, es líder de los Verdes. —Suponían que también se declararía Azul, para protegerse, y que sería útil a su facción en alguna oportunidad.
Pero, por extraño que parezca, la educación de Belisario en Tchermen había sido tan poco mundana que jamás había oído hablar de la rivalidad de las facciones Azul y Verde en las carreras de carros; lo cual era casi tan extraño como si nunca hubiera oído hablar de los apóstoles Pedro y Pablo. Pues en ambas mitades del Imperio Romano se habla constantemente y por doquier de las facciones, y tampoco son un invento nuevo, sino que se remontan por lo menos al reinado del Emperador Tiberio, que fue contemporáneo de Jesucristo.
—Pertenezco a los Blancos —respondió Belisario—, y éste es mi lugarteniente. —Señaló a Juan de Armenia. Belisario había utilizado un estandarte blanco acorde con su nombre en la tropa de niños de su finca, de modo que la tropa se llamaba «La Tropa Blanca».
Le explicaron, sorprendidos ante sus palabras, que cada cual debía ser Azul o Verde, o un desertor, o un contemporizador. Era cierto que originalmente había una facción Roja y una Blanca en el Hipódromo, que representaban los colores del verano y el invierno, tal como el Verde representaba la primavera y el Azul el otoño. Pero ahora las carreras de carros se corren con dos carros contra dos, y no con cuatro carros contra todos los demás; de modo que los Blancos y los Rojos ya no existen, pues hace tiempo que se afiliaron respectivamente al Azul y al Verde.
Belisario comprendió que lo que había dicho sonaba tonto, pero no obstante decidió atenerse a sus palabras.
—Si todavía no hay Blancos en esta escuela —respondió—, Juan de Armenia y yo tendremos que ser los primeros.
Entonces se enfurecieron, tanto los Azules como los Verdes, y le dijeron que en el patio estaba estrictamente prohibido usar cuchillos, piedras y otras armas peligrosas en las refriegas, y sólo se permitían las manos y los pies, y proyectiles blandos como los de barro o los de nieve.
Belisario se burló de ellos y les dijo:
—¡Y vosotros me llamasteis afeminado!
Esto provocó una ruidosa reacción contra él y Juan de Armenia. Pero Andreas soltó el saco y corrió al rescate. Entretanto, Paleólogo había ido a buscar ayuda; pronto apareció el encargado y evitó nuevos enfrentamientos, pues indujo a Rufino a hacer las paces con Belisario.
Rufino se había recobrado del golpe y, siendo un niño de carácter noble, dijo que admiraba a Belisario por vengar lo que parecía un insulto al preceptor.
—Si tú y tu camarada queréis ser miembros de la facción Verde —dijo a Belisario—, sois bienvenidos.
—No —gritó Uliaris—, que se unan a nosotros. Fuimos los primeros en pedírselo.
Era inaudito que dos líderes de facción como Uliaris y Rufino compitieran por el apoyo de un recién llegado. Normalmente, los nuevos sólo conseguían ser admitidos en una facción con esfuerzos y sobornos: tenían que esperar muchos meses rondando servilmente a la facción preferida.
Belisario agradeció a Rufino la invitación, pero se excuso con el pretexto de que era Blanco; y Juan de Armenia hizo lo mismo. Rufino rió. No se mostró ofendido, sino que dijo:
—Si tu numeroso ejército Blanco necesita ayuda contra los Azules, ya sabes con qué aliados puedes contar.
El episodio terminó más apaciblemente de lo que había empezado, y cuando los niños se enteraron de que Belisario y Juan de Armenia eran quienes habían librado la batalla de la pimienta contra los capadocios, gente adulta, los trataron con respeto. Belisario trabó amistad con Uliaris y Rufino por separado; e incluso logró que ambos trabajaran juntos cuando acaudillaba alguna aventura. Desempeñaron un papel importante en una famosa batalla con bolas de nieve que dirigió Belisario contra los niños de una escuela monástica cercana.
La historia, aunque infantil, puede ser de interés. Los alumnos del monasterio eran oblatos, es decir, niños destinados por sus padres a la vida monástica. Había en la pared del monasterio una brecha por donde los oblatos, armados con garrotes como los monjes egipcios del desierto de Sinaí, solían bajar y sorprender a alumnos de la escuela imperial que regresaban de almorzar en sus casas, para darles una tunda. Un día de nevisca, Belisario, con Juan de Armenia y Uliaris como señuelos, atrajo a una buena cantidad de oblatos a una emboscada, en una maderería perteneciente al padre de Rufino. Allí, las facciones Azul y Verde, en paz para la ocasión, estuvieron a punto de ahogarlos con nieve y tomaron prisioneros a veinte niños, encerrándolos en el gimnasio del patio de la escuela imperial. Pero lamentablemente a Uliaris lo habían capturado cerca de la brecha de la pared.
Entre quienes lucharon con Belisario ese día había un pequeño cuerpo de aliados, o sea cuatro o cinco esclavos, Andreas entre ellos, y media docena de niños pobres conocidos como «siervos». Éstos no eran estudiantes regulares, pero se les permitía sentarse aparte en el fondo del aula y recibir instrucción gratuita. A cambio, realizaban ciertas tareas menores, tales como limpiar los baños de la escuela y fregar el aula cuando habían terminado las clases, y distribuir tinta cuando hacía falta, y alisar la cera de las tablillas usadas de otros estudiantes, y cuidar el horno que, mediante cañerías situadas bajo el suelo, caldeaba las habitaciones en invierno. Estos siervos eran desdeñados por los estudiantes comunes y tratados como intrusos. Pero Belisario les prometió en privado que, si luchaban bien y obedecían las órdenes, él vería que su condición mejorara.
Se puso a la cabeza de estos aliados y los condujo a la carrera hacia el monasterio, hasta la poterna que había detrás de la cocina. Era allí donde a esa hora del día, pobres de todas las edades recibían un almuerzo gratuito de sopa, pan duro y carnes sobrantes. Belisario y su banda entraron calladamente, fingiendo que eran mendigos, pero luego sortearon las cocinas y atravesaron el huerto de coles de los monjes, sin encontrarse con nadie, y llegaron hasta el edificio de la escuela. Allí encontraron a Uliaris, en un cobertizo, atado de pies y manos, y con la cabeza ensangrentada. Nadie lo vigilaba, pues los enemigos estaban ahora reunidos ante la brecha de la pared, preguntándose ansiosamente por los suyos. Uliaris sugirió un ataque inmediato a los oblatos por la retaguardia. Pero Belisario lo consideró peligroso, pues sería difícil escapar si los oblatos pedían auxilio a los monjes y los hermanos laicos. Opinaba que debían retirarse rápidamente por donde habían entrado.
Así escaparon, llevándose consigo, como botín legítimo, manzanas, nueces, tortas de miel y bollos con especias tomados de una hilera de bolsas que colgaban de ganchos en el cobertizo. (Estaban en carnestolendas, cuando entre los oblatos se distribuían manjares para disponerlos a los inminentes rigores de la Cuaresma). Cantando el himno de victoria, regresaron a su escuela y dividieron justamente el botín entre los estudiantes. Pero Belisario no consintió que se diera nada a los pocos que se habían alejado de la lucha; y uno de ellos, llamado Apión, el alumno más laborioso de Malto, guardó un duradero rencor contra Belisario. En cuanto a los veinte oblatos capturados, quedaron en libertad por orden de Malto, pero su abad los excomulgó por un mes entero.
Belisario (cuya madre murió hacia esa época) llegó a ser un mozo alto y fuerte, de hombros muy anchos. Tenía rasgos nobles y regulares, el cabello negro, grueso y rizado, y una sonrisa franca y una risa clara. Sólo los pómulos, que eran un poco altos, evocaban su ascendencia bárbara. En la escuela satisfizo a sus maestros con la vivaz atención que prestaba a sus estudios, y a sus compañeros con el coraje y la destreza que demostraba en la lucha y los juegos de pelota. También era un nadador resistente. Formo una pequeña tropa de veinte jinetes con los niños mayores de la escuela, suministrándoles jacas de su propiedad si no podían costearse una montura, y los adiestró en el parque de su tío. Se ejercitaban principalmente con arcos y lanzas, disparando contra bolsas rellenas colgadas de las ramas de un roble. Pero no eludían trabarse en torneos y escaramuzas entre sí, usando armas romas; e incluso en batallas navales en miniatura, con botes, en el río Hebro, que corre junto a la ciudad de Adrianópolis. Así se convirtieron en soldados eficaces antes de ir a la escuela de cadetes de Constantinopla, cosa que todos hicieron en grupo, negándose a entrar en el Servicio Civil. Algunos de ellos, hijos de mercaderes y obligados por decreto a seguir con sus ocupaciones hereditarias, tuvieron que comprar la dispensa con sobornos en palacio.