ntes incluso de que el día lo hubiera liberado por completo, Henry pudo sentir el frío dibujando congeladas formas sobre su piel en una macabra parodia de la caricia de un amante. Abriendo los ojos, casi creyó poder ver las heladas corrientes flotando en el aire como niebla invernal.
Aquello sabía que estaba despierto. Podía sentirlo esperando.
Bajando las cejas airado, encendió la lámpara y se incorporó.
No le esperaba. Le esperaban.
El segundo fantasma era un poco más joven; menos de veinte años en vez de poco más de esa edad. Un anillo de metal centelleaba en una de las ventanas de su nariz. La blanca calavera impresa sobre la camiseta negra sin mangas sonreía burlona a Henry como si apreciase la ironía de la cabeza de la muerte vestida por el muerto. Por lo que Henry podía distinguir, su anatomía era correcta; aquel segundo espectro había conservado las manos.
—Jesús bendit… —En el último instante, comprendió que no debería haber hablado en voz alta, pero para entonces era demasiado tarde.
Ningún sonido audible salió de ambas bocas abiertas mucho más de lo que los límites de la piel y el hueso habrían permitido. Cuando aullaron, el alma pudo oír el tormento que los oídos no podían.
El corazón de Henry empezó a acelerarse hasta latir casi a ritmo mortal, pero la repentina ira le proporcionó una barrera contra las oleadas de desesperación. ¿Cómo se atrevían a hacerle responsable de las vidas que le rodeaban? ¿Cómo se atrevían a comprar su ayuda por medio del chantaje? ¿Cómo se atrevían…?
Un entrecortado gemido procedente del exterior de su santuario se abrió paso hasta donde los espíritus no podían. Lo arrastró fuera de la cama y a través del cuarto. Tony… Henry trató torpemente de abrir los cerrojos, sorprendido al ver que sus manos temblaban, más afectado por los aullantes muertos de lo que estaba dispuesto a admitir. Se giró deprisa para hacerles frente, pero se habían ido; sólo el efecto de su grito permanecía.
Arrancando el último cerrojo de la madera, abrió de un tirón la puerta.
—¡Tony!
Encogido en posición fetal en el centro del pasillo, Tony estaba golpeándose la frente una y otra vez contra las rodillas y lloriqueando, siguiendo el estridente sonido al ritmo del movimiento. Agachándose junto a él, Henry le envolvió la cabeza con ambas manos y le obligó a detenerse.
—Tony, ya pasó. Escúchame, ya pasó.
Suave, pero incontestablemente, giró la cabeza de Tony hasta que pudo mirar el interior de unos ojos llenos de espanto. No comprendió lo asustado que había estado de lo que pudiera ver hasta que el alivio volvió sus músculos gelatina y se aflojó hacia atrás sobre los talones desnudos. La locura no habría sido ninguna sorpresa, de hecho, casi la había esperado.
—Estás bien. Te tengo.
—¿H… Henry?
—Sí. Soy yo. —Deslizando un brazo por debajo de sus temblorosos hombros, Henry lo alzó apoyándolo contra su pecho.
—Estaba más oscuro…
Henry descansó su mejilla contra el cabello húmedo de sudor.
—Lo sé.
Tony suspiró y ejerció fuerza contra el cuerpo de Henry (como si estuviera comprobando su aguante como escudo), luego se humedeció los labios y se echó hacia atrás justo lo suficiente para encontrar la preocupada mirada de este.
—¿Henry?
—¿Sí?
—¿Qué diablos le has preguntado?
—Eso mismo me preguntaba yo.
Henry logró contener el gruñido pero sólo porque sintió la reacción de Tony cuando se tensó.
—No «le» —dijo, levantando la cabeza, advirtiendo con su expresión a Vicki para que no se acercara más—. «Les».
—¿Tu coro griego de plañideras de reserva? —Cuando él negó con la cabeza y las implicaciones del gesto hicieron mella, Vicki atravesó con el puño la pared de yeso—. ¡Joder, mierda puta!
Tony dio un respingo al oír el impacto.
Henry estrechó su agarre.
—Eso no sirve de nada —gruñó.
—Lo sé. Lo siento. —Tomó una profunda bocanada de aire y luchó por calmarse de forma visible—. ¿Estás bien, Tony?
Este tragó saliva y se encogió de hombros, todavía dentro del círculo de los brazos de Henry.
—He estado mejor.
El ulular de distantes sirenas acercándose interrumpió la contestación de Vicki. Tony cerró los ojos y añadió:
—Podía estar peor.
Cuando las sirenas cesaron y los sonidos de los equipos de emergencia se perdieron en el edificio insonorizado, Henry acunó a Tony contra su hombro y encontró la mirada de Vicki.
—¿Ha sido afectado Celluci?
—No. Por suerte, todavía no ha vuelto.
—¿Vuelto de dónde?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? Puedes preguntarle tú mismo cuando aparezca.
—Con él o sin él, tenemos que hablar.
Ella asintió y se alejó.
—¡Vicki!
Un paso adelante se convirtió en un pivote.
—¿Adónde vas?
—A vestirme. —Una mano mantenía cerrada un arrugado albornoz rosa, al menos dos tallas pequeño y sin duda tomado del guardarropa que había dejado la señorita Munro. La otra, con los nudillos blancos de polvo de yeso, la agitó hacia él—. Algo que tú también podrías considerar.
Entonces fue cuando recordó que estaba desnudo.
—Nos reuniremos contigo en una media hora.
—Pensaba que era más seguro si sólo nosotros usábamos tu apartamento.
—No somos los únicos implicados. —Observó su expresión suavizarse mientras interpretaba su razonamiento. Echando un vistazo a Tony, que necesitaría poner algo de distancia entre el terror y él mismo, Vicki asintió, y se fue.
Tony esperó hasta que oyó cerrarse la puerta antes de comenzar a soltarse del abrazo de Henry.
—Henry, no puedo…
Le costó un momento comprender.
—No lo esperaba —dijo Henry dulcemente, preguntándose si alguna vez había dado motivo a Tony para que diera por supuesto que sus necesidades podían ser tan desconsideradas.
—Pero has dicho… le has dicho a Victoria media hora.
—Lo sé. —Se levantó y casi puso a Tony de pie—. He pensado que podrías querer ducharte.
Tony bajó la vista hacia la mancha oscura en la parte delantera de sus pantalones de ciclista, de pronto consciente de lo que significaba. Sus mejillas se sonrojaron.
—Oh, tío… ¿Crees que Victoria se ha dado cuenta?
De nada serviría recordarle que Vicki gozaba del sentido del olfato de un depredador, así que Henry mintió.
—¿Todavía no ha vuelto?
Vicki bufó mientras encabezaba la marcha al interior del apartamento.
—Ya sabes que no. Y el sol se ha puesto del todo; tiene que saber que estoy despierta.
—Probablemente estará siguiendo una pista.
—Lo sé, Henry.
Henry se detuvo a un lado del sofá, dejándola poner el largo del cuarto de estar entre ellos. Aparte de los sucesos de la noche anterior, la distancia seguía siendo lo mejor para ambos.
—¿Estás preocupada?
—No. Estoy molesta. El muy bastardo ni siquiera ha dejado una maldita nota. —A su espalda, Henry y Tony cruzaron una expresiva mirada. Vicki se volvió a tiempo de discernir el final de la misma—. ¿Qué?
—Tu lenguaje siempre empeora cuando estás preocupada —le recordó Henry.
Vicki levantó el dedo corazón hacia él.
—Empeora esto.
—Vicki…
—Perdona. —Se volvió y apoyó la frente contra la ventana, la mano derecha estrujando unas cortinas de raso de época—. Tus fantasmas me ponen nerviosa, eso es todo. No hay ninguna razón por la que tenga que estar aquí con el ocaso. Tiene casi cuarenta años, por Dios; como si no supiera cuidar de sí mismo.
—Yo diría que es muy bueno cuidando de sí mismo.
—No necesito que me tranquilicen —dijo gruñendo.
Tony abrió la boca, pero Henry alzó una mano admonitoria, y volvió a cerrarla.
Un latido después, Vicki suspiró.
—Muy bien. Sí, lo necesito. —Soltando las cortinas, miró alrededor buscando sus notas, las encontró sobre la mesa auxiliar junto a las rodillas de Henry, avanzó un paso, y se detuvo.
La mirada de Henry bajó hasta el cuaderno de espiral, luego subió para fijarse en la de Vicki.
Ella cambió el peso sobre las puntas de los pies, lista para cualquier cosa que él eligiera hacer pero reacia a realizar el primer movimiento. La inesperada conclusión de la carnicería de la pasada noche le recordó lo que creía al llegar a Vancouver. Si estaban dispuestos a intentarlo, podían llevarse bien. De acuerdo, si estamos dispuestos a matar a una docena de personas, podemos llevarnos bien, rectificó en silencio ante la punzada del recuerdo.
Sin volver a bajar la vista, Henry se inclinó, cogió el cuaderno y se lo ofreció.
El vello de la nuca de Tony se erizó y siguió haciéndolo hasta que sintió como si cada pelo de su cabeza estuviera de punta. Santo Dios, podría tocarse «Dueling banjos[5]» con la tensión entre los dos. Combatió el impulso del todo irracional de alargar la mano y asió el aire mientras esperaba preguntándose qué debía hacer, de poder hacer algo. Sabía lo que quería hacer; quería encender otra lámpara. Ellos nunca tenían en cuenta que la gente que los rodeaba tenía miedo de las sombras.
Despacio, cada paso envarado y torpe, Vicki atravesó el cuarto. Sus dedos se cerraron en torno a la libreta.
El pie para la música ominosa. Demasiado afectado emocionalmente para aguantar, Tony cerró los ojos.
—¿Tony? ¿Estás bien?
Este abrió los ojos. Vicki estaba sentada en una silla tapizada junto a la ventana, el cuaderno en la rodilla. Henry había apoyado un muslo sobre el brazo del sofá. Miró a uno y otro y volvió a mirarles. Más que nunca, le recordaban a gatos; presumidos, haciéndose los inocentes, y con idéntica expresión cautelosa.
—Nos alimentamos en exceso la noche pasada —dijo Henry cuando Tony volvió una interrogativa mirada hacia él—. Parece servir.
—¿Alimentaros os hace menos territoriales? —Eso no le sonaba bien. Los dos se habían alimentado la primera noche; no había servido.
—Una comida cuantiosa —reiteró Vicki, sin levantar la vista.
Tony tuvo la incómoda sensación de que, si ella hubiese podido, se habría ruborizado. Si bien tenía curiosidad acerca de qué podía avergonzar a Victoria Nelson, decidió no insistir. Los once cuerpos hallados en el almacén de Richmond habían salido en primera plana en las noticias, explayándose la prensa de mil amores en los detalles escabrosos, y si Vicki o Henry eran responsables, no quería saberlo. Algunos días, apenas podía contener el conocimiento de que existían los vampiros… Cuantos menos detalles tuviese que guardar bajo llave con dicho conocimiento, mejor.
—Ni siquiera sé por qué estoy aquí —suspiró, frotándose el pelo con la mano y dejándose caer sobre un taburete.
—Formas parte de esto, Tony.
—¿Yo? —Se restregó las manos en los vaqueros y se quedó mirando las huellas de humedad de sus palmas—. Sí, supongo que sí.
Henry se puso de pie y avanzó un paso. Tony se había duchado y cambiado e insistía en que estaba bien, en que el alarido del fantasma no le había causado verdadero daño, pero estaba claro que no lo estaba y que sí se lo había hecho.
—¿Entonces qué hay del otro espectro? —preguntó Vicki antes de que Henry pudiera hablar.
Sorprendido de que ella pudiera ser tan insensible a lo que Tony estaba pasando, Henry se giró mirándola furioso. Ella le miró a los ojos y movió la cabeza. Las cejas de él se hundieron hasta el puente de la nariz. Cómo se atrevía. Mantente al margen de esto. Tony es mío, no tuyo. Las palabras se agolpaban en su boca, listas para ser proferidas cuando miró en dirección a Tony y comprendió que ya no era cierto.
Lo peor de todo, no le sorprendió demasiado.
Cuatrocientos cincuenta y tantos años viviendo camuflado entre mortales le permitieron ocultar su reacción.
—El segundo espectro —dijo con calma, respondiendo a su pregunta puesto que en realidad no había nada más que pudiera decir, no allí, no entonces— es un hombre más joven, con manos. Parece un chico de la calle, la nariz perforada, botas militares…
—Una calavera sonriente en una camiseta negra sin mangas. —Una repetición del alarido asomó en la voz de Tony.
—¿Lo conoces? —Vicki se inclinó hacia delante. Henry gruñó por lo bajo y ella se giró rauda, mostrando sus propios dientes—. ¿Cuál es tu problema? Si Tony lo conoce, eso resolverá el caso.
—Si Tony lo conoce, acaba de perder a un amigo.
—¡Y estamos en condiciones de asegurarnos de que no pierda ninguno más!
—¡No lo conocía, ni era un amigo! ¿De acuerdo? —Los codos sobre las rodillas. Tony enterró la cara en sus manos—. Sólo lo vi en la calle. Eso es todo. No lo conocía.
—No es lo que se dice una pinta única. —Manteniendo parte de su atención sobre Vicki, Henry cruzó la habitación y se agachó sobre una rodilla al lado de Tony. Así que las cosas estaban cambiando (habían cambiado) entre ellos; no lo bastante para impedirle ofrecer consuelo—. Tal vez no fuera él.
—Era él.
—¿Estás seguro?
Estaba tan seguro de ello como nunca lo había estado de ninguna otra cosa en su vida. No le habría sorprendido en absoluto si Henry hubiera dicho que la calavera se había unido al alarido.
—Sí. Estoy seguro. Estaba diciendo adiós a uno de sus colegas enfrente de la tienda. Se dieron la mano… por eso lo recuerdo. No se dan muchas manos cuando vives en la calle. —Se encontró a sí mismo extrañamente reacio a hablarles de la manera en que la calavera le había sonreído. Habían visto cosas más extrañas (qué diablos, ellos eran cosas extrañas) y había muchas posibilidades de que le creyeran, pero había sido demasiado fantástico y había tenido bastante por esa noche.
—¿Crees que podrías encontrar a su amigo? —preguntó Vicki antes de que Henry pudiera hablar otra vez.
—No sé. —Alzó la cabeza—. Supongo que lo reconocería si lo viera. ¿Crees que sabe dónde fue el f… el tipo muerto?
—Creo que vale la pena probar suerte.
—Si eso te causa dolor —comenzó a decir Henry, asiendo el hombro de Tony—, no…
—Lo haré. —Cambiando de posición sobre el taburete, miró a Henry a los ojos—. Tengo que hacer algo. No puedo quedarme sentado sin más y esperar a que se vaya.
Vicki sintió cómo la tela del sofá comenzaba a rasgarse bajo sus dedos y rápidamente obligó a su mano a relajarse. Henry de rodillas siempre la había impresionado mucho. Tal vez por eso Cazamos solos, pensó, mientras él se levantaba y acariciaba la mejilla de Tony. Juntos existe el constante recuerdo de que la embriagadora intimidad compartida antes del cambio te está por siempre jamás negada. Cualquier otro vampiro se convierte en tu ex.
—Siento interrumpir —dijo con un gruñido; pareció algo sorprendida de su tono, y trató de cambiarlo—, pero la noche es corta, y tenemos mucho que hacer.
—¿Tenemos? —Henry dejó caer la mano de nuevo a su costado.
—Hay casi tres millones de personas en esta ciudad, Henry. Y Tony no cuenta con tus ventajas.
—Voy con él.
—Eso no es inteligente.
—No debería ir solo.
—¡Eh! No estoy solo ahora. —Soltando el aire con energía. Tony se puso de pie y los miró con fuego en los ojos—. Y de verdad odio esa mierda arrogante de «yo sé qué es mejor porque soy una criatura no muerta de la noche». Relajaos los dos de una maldita vez. Me vuelvo a mi cuarto a ponerme con una facha más elegante para la calle. Si tú —apuntó con un dedo hacia Henry— quieres venir conmigo para encontrar al compañero del fantasma, bien. Puedo aprovechar tu ayuda. Si no…
—Sólo estábamos preocupados por ti, Tony.
Este suspiró y puso los ojos en blanco.
—Bien. Gracias. ¿He dicho que no lo estuvierais? —Encorvando los hombros, las manos hundidas en los bolsillos de delante de los vaqueros, mascullando todavía, salió del apartamento.
Un embarazoso silencio siguió al cerrarse de la puerta.
—Bueno —musitó Vicki tras un largo instante—, como uno de mis viejos profesores de sociología solía decir, el cambio es una constante.
—Excepto para nosotros. Nosotros no cambiamos.
—Eso es una tontería, Henry, y además melodramática. Cambias, te adaptas, o mueres.
O mueres. El instinto territorial se abrió paso a través de la superficial cortesía que habían logrado mantener. Los ojos de Henry se ensombrecieron y su voz se volvió helada.
—¿Estás amenazándome?
Vicki pudo sentirse respondiendo a su desafío. No quería, quería aferrarse a la débil tregua que la matanza y el sexo habían provocado; no sólo porque ello significaba que ella estaba en lo cierto desde el principio y los vampiros podían coexistir, sino porque se trataba de Henry, y lo (los) quería de vuelta. No me rindo fácilmente, advirtió al mundo en general. ¡Vamos a llevarnos bien aunque tenga que matarlo! Sosteniendo la mirada de él, aplastó una reacción instintiva poniéndola de nuevo bajo control consciente.
—No —dijo cuando pensó que podía confiar en su voz—. No estoy amenazándote.
El teléfono sonó.
—Será Celluci viniendo. Si me disculpáis.
El lápiz que Vicki todavía tenía en la mano derecha se partió, pero logró deshacer el contacto visual y volverse para coger el teléfono. Había estado cerca, y si Henry presionaba, podía ir directo a través de las endebles barreras que apenas contenían el deseo de atacar de ella, pero aquella vez, al menos, no iba a rendirse ante la biología. Nunca se había dejado vencer por ella durante el día y que la colgasen si la dejaba gobernarla una vez el sol se había puesto. Era, como ellos decían, hora de recibir a la noche. El auricular crujió bajo su presa pero el plástico aguantó.
—¡Qué!
Henry se obligó a girarse y alejarse, recordándose a cada paso que no estaba cediendo a otro el territorio que había reclamado como suyo. Para su sorpresa, fue más fácil de lo que había sido otras noches. Como la mayoría de las cosas en la vida, incluso en una vida inmortal, parecía que la práctica marcaba una diferencia. Para cuando sus talones resonaron contra la pizarra mejicana del vestíbulo, la razón se había llevado el gato al agua. Se trata de Vicki, hizo saber a su imagen en el espejo de marco dorado. Ella no quiere tu territorio.
Su reflejo le devolvió una torcida sonrisa. Se trata de Vicki, explicaba bastante bien la situación. Había sido única como mortal… nada que hiciera entonces debería sorprenderle. Durante el corto tiempo que habían estado juntos, él había hecho cosas que nunca habría considerado hacer por sí solo. Tal vez no haga falta ser tan drástico. No se trataba de San Pablo de camino a Damasco, pero sí de una Epifanía en todo caso. Tal vez, repitió pensativo para sí mismo.
—No era Celluci. Era alguien que no sabía que la señorita Evans había muerto.
Henry regresó al arco que separaba el cuarto de estar del vestíbulo. Por amor de la no agresión mutua, no pasó de allí.
—Estás preocupada por él.
—No me digas, Sherlock. —Extendiendo ambas manos contra el cristal, se quedó mirando a la ciudad, dejando de ser en aquel instante el depredador que contempla a la presa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Sólo… —Se encogió de hombros tímidamente.
—¿Tienes una corazonada? —la instó Henry, deseando poder cruzar el cuarto y estar a su lado.
—Sí. Una corazonada. No parece muy vampírico, ¿no?
—Lo es si tú tienes una.
Vicki se volvió para lanzarle una mirada furiosa, llevando una mano hacia las gafas que ya no llevaba en un gesto no del todo olvidado.
—¿Te estás burlando de mí?
—No. No me burlo. —Aunque se dio cuenta de que podía sonar como si lo estuviera haciendo—. Vicki, nadie te dijo nunca cómo ser humana, lo fuiste sólo siéndolo. No dejes que nadie te diga cómo ser lo que eres ahora.
—¿Ni siquiera tú?
—Ni siquiera yo, ya no. Te enseñé lo que necesitabas saber en el año siguiente al cambio. El resto es… —Fue su turno de encogerse de hombros.
—¿Ego?
Los ojos de él se entornaron, y su mentón se alzó.
—Tradición. Pero sólo porque siempre hayamos obrado de igual forma, no significa que tengamos que hacerlo.
De no haber estado la ventana justo detrás de ella, habría retrocedido con fingido sobresalto. Como no era así, levantó ambas manos a la altura de los hombros y exclamó:
—¡Dios mío, Henry, estás evolucionando!
—No sigas.
Las palabras llegaron sombreadas con una oscura advertencia que habría provocado un gruñido como respuesta de no haber reconocido el sentido de la justicia de Vicki que no era sino lo que se merecía. Ah, diablos, bien valía un gruñido.
Reclinándose contra el cristal, enganchó los pulgares en las vueltas del cinturón, la postura menos agresiva que podía conseguir. Todavía tenían el largo del cuarto de estar entre ellos, puede que siempre necesitasen distancia física entre los dos (salvo en las raras y embriagadoras ocasiones de carnicería en masa y sexo irreflexivo empapado en sangre), pero en aquel momento pareció como si otras distancias pudieran no ser insuperables.
—Es mejor que te pongas en marcha. Tony estará esperando.
Tony. La mutua conciencia de una relación que se deshacía se cernió en el aire. Henry la apartó a un lado.
—¿Qué hay de Michael?
—No sé. Supongo que esperaré aquí a que llame; o algo parecido.
—Se supone que no tenía que ser así, ¿no? Tú esperando aquí, yo fuera investigando.
—Bueno, no puedo hacerlo todo yo sola.
Unas cejas pelirrojas se elevaron.
—Parece que no soy el único que evoluciona. —El pequeño cojín con borlas casi le dio de lleno en la cara—. ¿Tienes el número de mi móvil? Recuerda que las conversaciones pueden captarse en onda corta —le advirtió él cuando ella sacó la tarjeta de Henry del bolsillo y la agitó hacia este.
Vicki resopló, apartando la tarjeta.
—¿Te parezco un miembro de la familia real?
El hijo bastardo de Enrique VIII le lanzó el cojín a la cabeza y salió fuera del apartamento antes de que ella lo cogiera.
Aunque Vicki lo habría negado de haberlo sacado alguien a relucir, le alegró que se fuera. Estando más o menos cerca, las complejas fuerzas que los ligaban dominaban sus pensamientos, y en aquel momento ello la hizo sentirse infiel a Celluci.
¿Sabes lo mucho que querías que Henry y yo dejáramos de lanzarnos zarpazos el uno al otro? Bien, participamos en una orgía en absoluto premeditada, matamos a no sé cuánta gente, y acabamos jodiendo casi encima de un cadáver. Parece que ha servido de algo. Resopló. No lo creo.
Su ausencia la roía, y no podía quedarse quieta. No tenía ninguna razón para creer que pudiera estar en un apuro, pero tampoco la tenía para no creerlo. Viéndose en el dormitorio principal, se dejó caer sobre el borde de la cama y recogió el saco de dormir de él, envolviéndose en su aroma.
¿Estaría tan preocupada, se preguntó, si no me sintiera culpable? No importa. Una pregunta estúpida.
Volviendo al cuarto de estar, se arrellanó en la silla junto a la ventana y cogió su libreta. Siempre la había ayudado escribir las cosas… eso no había cambiado, aunque echaba en falta el peso de una taza de café en la mano izquierda. Escudriñando la descripción que había garrapateado del segundo fantasma, pasó a la siguiente hoja en blanco y echó un vistazo alrededor en busca de su lápiz. Ambos pedazos estaban junto a la ventana.
—Oh, maldita sea.
Vio la punta de un lápiz asomando de las páginas amarillas en la mesa del teléfono. A punto de sacarlo, se detuvo y abrió el libro en cambio. No lo había puesto ella, así que tenía que haber sido Mike.
Su dedo recorrió de arriba abajo las columnas de clínicas privadas. O bien Vancouver gozaba de una de las poblaciones más sanas del país o era una floreciente colonia de hipocondriacos. Al parecer Celluci había hecho lo que ella había sugerido y había ido a buscar la instalación en la que habían extraído el riñón. La Clínica East Hastings entre East Hastings y Main había sido rodeada con un círculo y «comenzar aquí» estaba garabateado al lado en el margen.
Suponiendo que levantara el culo de la cama a las diez o las once como muy larde, si fue allí en primer lugar, no hay razón para que siga allí. Echó un vistazo a su reloj. Eran más de las nueve de la noche. Michael Celluci ha sido policía durante catorce años, sabe cuidar de sí mismo. Tal vez encontró a alguien en alguno de esos sitios y se fue a cenar con él.
—Oh, mierda. —Echando los pedazos del lápiz a un lado, se llamó a sí misma idiota de varias formas. Tiene que comer, Vicki. Sólo porque Henry y tú… bien, eso no significa que él lo haya hecho.
Pero no estaba allí cuando ella despertó ni la había llamado y sabía que ella querría saber lo que había encontrado, de hallar algo.
La Clínica East Hastings entre East Hastings y Main.
Le había dicho a Henry que esperaría hasta que Mike llamara. O algo parecido.
Parecía que ese algo se había presentado.
A falta de otra cosa, tenía un sitio por donde empezar.
—¿Hacia dónde ahora? —Henry aminoró el BMW para dejar a un ciclista espacio de maniobra alrededor de una hilera de coches aparcados. Habían comenzado su búsqueda del acompañante del fantasma en la tienda de vídeo y habían escudriñado un amplio círculo sin suerte alguna. Ninguno de los residentes locales había visto a nadie que encajase con su descripción.
—El Centro Juvenil del Eastside. Si no está allí, probablemente alguien lo conozca.
—¿Eso está al este de Gastown, no?
La mirada de Tony siguió apuntada al exterior a través de la ventana del coche.
—Sí. ¿Y qué?
—Es sólo que está algo lejos. Si lo viste aquí, en este barrio…
—El Centro es un lugar seguro, Henry. Un tío irá más lejos con tal de encontrar uno.
—Tony.
Aunque no estaba usando su voz de Príncipe de las Tinieblas, algo en la forma en que Henry dijo su nombre le hizo girar la cabeza.
—Sigues a salvo conmigo.
—Lo sé. —Para variar, apartar la mirada habría sido lo más sencillo; los ojos pardos no albergaban asomo alguno de oscuridad, nada que le obligara a continuar. Tony tragó saliva y halló la fuerza necesaria para decir—: Tal vez demasiado a salvo. —Durante un latido, creyó que Henry se burlaba de él, luego comprendió que la sonriente respuesta de este contenía tanta tristeza como humor.
—Imagino que estás hablando de la vida en general y no de nuestras circunstancias inmediatas.
—¿Qué circunstancias? ¿Quieres decir tú conduciendo sin mirar la carretera? —Su voz se elevó en la última palabra mientras se agarraba al salpicadero y veía cómo el mundo se estrechaba hasta convertirse en un corredor de metal en movimiento—. ¡Dios mío, Henry, eso era un camión! ¡Eso dos!
Henry volvió a meter hábilmente el coche en el carril.
—Lo sé.
—Mira, tío, si no querías hablar de eso, no deberías haberlo sacado a relucir.
¿Lo había hecho a propósito? Henry no lo creía; había visto un hueco en el tráfico y lo había aprovechado. ¿No? Lo hubiese o no pretendido, el momento de compartir confidencias había pasado.
Como cualquier otra ciudad de su tamaño, Vancouver tenía su parte de barrios ruinosos. La zona al este de Gastown, muy citada en reportajes sobre el crimen y la pobreza, era una de las peores. En teoría, la asistencia social pagaba la mayoría de las facturas, pero la realidad era bastante menos amable.
La línea divisoria entre los ricos y los pobres era increíblemente abrupta. Dejando las luces y atracciones turísticas de Gastown a un lado de la intersección, Henry empezó a dejar atrás edificios de piedra abandonados y cubiertos con tablas (antaño las sucursales principales en Vancouver de los siete bancos autorizados) alzándose hombro con hombro junto a sórdidos hoteles y pensiones. En los años cincuenta y sesenta, aquello era el bullicioso centro de la ciudad, pero este se había movido al oeste dejando sólo la arquitectura detrás.
Mientras conducían por Cordova, donde los hoteles y los bares en idéntico mal estado parecían ser los únicos negocios florecientes, Tony echó una ojeada a Henry y frunció el ceño ante la expresión del vampiro.
—¿Por qué tienes cara de preocupado? Aquí no hay nada que no puedas manejar.
—En realidad —admitió Henry con su peculiar sentido del humor—, me preocupa un poco dónde aparcar el coche.
Tony resopló.
—Es un BMW. A mí me preocuparía mucho.
Un hombre sin afeitar con una chaqueta de pijama, pantalones de vestir y chancletas de goma bajó del bordillo, pasó por alto el chirrido de neumáticos y deambuló sin rumbo por la calle.
Observando a los peatones con algo más de atención, Henry volvió a pisar el acelerador.
—Otros quince centímetros y le habría dado.
—Probablemente no se habría dado cuenta.
A medida que se aproximaban al Centro Juvenil, las aceras se encontraban más atestadas. Un grupo de adolescentes de la First Nation[6], con las espaldas contra la ventana cubierta de alambre de una tienda de ultramarinos en estado de sitio, los observó al pararse junto al bordillo, volviendo las cabezas al unísono.
—No lo cierres —le recomendó Henry a Tony cuando este tendió la mano para bajar el seguro.
—¿Estás loco?
—No. Sólo prefiero que no destrocen las ventanillas. Si alguien abre la puerta, estaré de vuelta aquí antes de que se lleven el coche a ninguna parte.
El Centro Juvenil estaba al lado del Cordova Arms.
—¿Vive gente aquí de verdad? —musitó Henry al echar un vistazo a la fachada del edificio.
—Eh, esta es una ciudad cara —contestó Tony, luchando por evitar que sus hombros se encorvaran adoptando la vieja postura recelosa—. ¿Qué otro sitio puede permitirse uno que vive de la beneficencia?
Con los siglos, Henry desde luego había visto lugares peores. Desde un punto de vista histórico, la zona no era particularmente violenta ni indigente. El problema era que no se trataba del siglo XV. Nunca había cazado en aquel barrio y nunca lo haría… a diferencia de la mayoría de los depredadores de cuatro patas, prefería no alimentarse de los heridos o los enfermos.
Evitando pisar las piernas de un borracho dormido, aceleraron el paso cuando el acre olor a orines viejos y vómito reciente flotó por el aire junto a ellos en un cálido hálito.
Comparado con las calles, el Centro estaba terriblemente limpio. La decoración de contrachapado y plástico podía indicar falta de fondos pero no falta de entrega.
Tony se quedó inmóvil nada más cruzar la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó Henry con suavidad, avanzando hasta pegarse detrás de él y poniéndole una mano en cada hombro.
—Sí. No. Es sólo, bueno, recuerdos… —Se adelantó de repente, soltándose de Henry, tratando de no tomar a mal el hecho de saber que no podría haberse liberado de no haberlo permitido este—. Vamos. A ver quién manda aquí.
—Él. —Henry cabeceó hacia un hombre alto de cabello grisáceo echado hacia atrás lejos de una cara picada de viruelas.
—¿Cómo lo sabes?
—El poder reconoce al poder.
—Ah, joder qué profundo —comentó Tony, siguiendo a Henry a través del gentío. Pudo sentir el vello de la nuca erizándosele, y tuvo que luchar contra la sensación de que los dos últimos años habían sido una mentira, que era allí adonde pertenecía, que no podía ser libre.
Henry se volvió y alcanzó a ver la mirada de Tony antes de que pudiera apartarla.
—Estás fuera —dijo—. Has ido demasiado lejos para volver.
—¿De qué estás hablando?
—Puedo oler tu miedo.
—¿Qué? —Tony sacudió la cabeza de uno a otro lado—. ¿En medio de este montón? —Cuando Henry asintió, Tony suspiró—. Santo Dios, creo que voy a cambiarme de camisa cuando llegue a casa. —Mantuvieron sus posiciones por un latido, luego Tony se encogió de hombros—. Mira, gracias, ¿de acuerdo?
No dijo por qué. Henry no preguntó.
Salvo por estar más limpio que la mayoría de la gente en el recinto, tanto física como químicamente, Joe Tait, el director del Centro, podría haber sido uno de los muchos que bebían café gratis y esperaban pasar una o dos horas sin miedo. Tenía un filo que sólo podía haber adquirido en la calle, un aire que decía no soy uno de ellos siendo ellos las personas que hablaban de cómo tenía que hacerse algo y no hacían nada.
—Sí, puede que los conozca. —Tait había escuchado en silencio la descripción de los dos jóvenes a los que Tony había visto hablando enfrente de la tienda de vídeo, y después estudió primero a Tony y luego a Henry a través de entornados ojos—. ¿Por qué están buscándolos? ¿Tienen problemas?
—Uno de ellos. Creemos que el otro puede ayudar.
—¿Haciendo qué?
—Esperamos que pueda decirnos adónde fue su compañero.
Tait cruzó unos brazos musculosos sobre un ancho pecho.
—¿Qué clase de problema tiene?
—Un problema mortal —dijo Henry, dejando que el Hambre se alzara. No tenían tiempo para pasarse toda la noche jugando a las preguntas con un hombre cuyas sospechas, por muy justificadas que estuviesen en otras circunstancias, seguían levantando barricadas—. Necesito saber sus nombres y dónde puedo encontrarlos.
—Kenny y Doug —cedió de mala gana—. No sé dónde.
—¿Quién es quién?
—¿Cuál ha desaparecido?
—El chico blanco.
—Doug. Pero sigo sin saber dónde pueden encontrar a Kenny. —Torció el labio mientras señalaba hacia todo el recinto—. Son libres de preguntar por aquí, pero no esperen demasiado. Estos chicos no tienen razones para confiar en nadie.
Henry asintió y cambió de máscara, liberándolo.
—Gracias.
Al irse este al interior de la estancia, Tait cerró unos gruesos dedos (al parecer nada sobrecargados por anillos de plata maciza) alrededor del brazo de Tony.
—Sólo un minuto, chico.
Aquellas palabras trajeron de vuelta a Henry, los ojos entrecerrados bajo el ceño fruncido, pero Tony le hizo señas para que se apartase. Fuera lo que fuese, no corría ningún peligro.
Tait aflojó su presa y apoyó un muslo sobre una mesa de contrachapado. Juntos aguardaron hasta que Henry se puso a hablar con una mesa de quinceañeras.
—¿Estás bien?
—¿Yo?
—Sí. Tú. Ese tipo con el que vas, conozco a los de su clase. Por aquí los llamamos depredadores. —Alzó una callosa mano cuando Tony abrió la boca para protestar—. No digo que no sea bueno contigo, pero es evidente que es el que tiene el poder.
—Todo va bien. —Tony luchó contra un deseo casi histérico de reír. Había sido una larga noche, y ni siquiera había transcurrido la mitad de ella—. De verdad. No es de esa clase de depredadores.
—¿Estás seguro?
Su pulgar derecho frotó la minúscula cicatriz de su muñeca izquierda.
—Estoy seguro.
Nadie en el Centro sabía más de lo que Tait les había contado, aunque Henry estaba seguro de que tres de las personas con las que habló estaban mintiendo.
—Puede que la mitad de ellos los conozcan de vista —explicó Tony cuando se marcharon—, pero no saben los nombres ni nada más. Te pegas a tu propio grupo de gente cuando estás en la calle, y ni siquiera te abres a ellos. Es más seguro así. ¿Ahora qué hacemos?
—Podría esperar a que salgan los mentirosos, hacerles algunas preguntas en privado.
—Sí. O podrías preguntar a esos tíos que están junto al coche.
Había tres de ellos. Tony oyó a Joe Tait diciendo «por aquí los llamamos depredadores». De no haber visto a uno de verdad, habría tenido miedo. Así las cosas, no eran sino copias baratas, peligrosos pero de ningún modo tan terroríficos como creían ser… al menos no en comparación.
—Tengo un vampiro a mi lado —murmuró—, y no me da miedo usarlo.
Henry sonrió y alzó una especulativa ceja.
—¿Vemos lo que quieren?
—Yo diría que es obvio —suspiró Tony, cogiéndole el paso.
El mayor de los tres levantó el trasero del capó y enganchó los pulgares en el cinturón de sus vaqueros, haciendo ondular el complicado patrón de tatuajes azules que le cubrían ambos brazos desnudos.
—Hemos oído que has estado haciendo preguntas.
—¿Sí?
Oh, qué ingenioso, suspiró Tony en silencio, reconociendo la voz que Henry empleaba para tratar con idiotas. Provócalos. Como si lo necesitaran.
Los tres cruzaron triunfantes miradas, luego el mayor volvió a hablar.
—A lo mejor tenemos algunas respuestas.
—¿De verdad?
—Los dos que estáis buscando. Se llaman Kenny y Doug. Trabajan para mí. Si los quieres, tienes que pasar por mí.
—¿Trabajan para ti?
—Sí. Para mí. —Su sonrisa impúdica dejó claro el significado. Apretando las manos, Tony resistió el vivo deseo de ponerse detrás de Henry, de usarlo como escudo. Ya no soy ese chico.
La voz de Henry se tornó afilada. Podía oler el resurgir del miedo de Tony y sabía la causa. Ello hacía difícil mantener cualquier clase de modales… incluso las distantes, arrogantes maneras que había estado empleando.
—¿Sabes dónde están?
—Claro. Podemos llevaros hasta ellos. Por un precio.
—Pagaremos cuando los veamos.
Los tatuajes ondularon de nuevo cuando se encogió de hombros.
—Como quieras.
El intento de Tony de emular la indiferencia de Henry mientras los cinco caminaban hacia un callejón se vio estorbado por su certero conocimiento de lo que estaba a punto de pasar.
Un contenedor de desechos, apenas más estrecho que la calle, lo convertía a todos los efectos en un callejón sin salida.
La boca seca, Tony se encogió en un rincón.
Henry le tocó ligeramente el hombro y se dio la vuelta.
—A no ser que estén en el contened… —Atrapó el puño que se dirigía hacia su rostro y tensó su presa. Los huesos crujieron.
El tipo de los tatuajes se quedó mirando pasmado al cuerpo que rodaba chillando sobre la inmundicia a sus pies.
—¡Maldito cabrón!
Sacó un cuchillo y se abalanzó.
Su otro compañero hizo lo mismo.
Henry dejó caer la máscara. Tras la matanza en el almacén, no tenía necesidad de alimentarse, pero liberó el Hambre de todas formas, espoleándolo con la rabia provocada por el temor de Tony. Aquellos tres vivían de la juventud de los niños a los que explotaban. Eran la clase de parásito más inmunda, y estaban a punto de recibir un castigo demasiado ligero para lo que hacían. Sólo iban a morir.
Un instante después, se agachó junto al primero, el del puño aplastado, y aferró su mandíbula, obligándolo a mirarle. El alarido dejó paso a un gimoteo.
—Tus amigos están muertos —le dijo Henry con voz queda—. Igual que tú.
El maloliente hedor del callejón se tornó más fétido cuando el herido descargó sus tripas.
—¿Dónde está Kenny?
—Samson tiene un cuarto que usa él, calle abajo. Doug… Doug se ha ido.
—¿Ido adónde?
—No sé. Alguien le dio dinero. Montones de dinero. Miles. —Las palabras se derramaron en una aterrorizada avalancha, como si pudieran comprar la redención—. Kenny dice que eso es todo lo que le contó Doug. No es la primera vez. Dicen que hay un tipo que te compra en la calle. Te da otra oportunidad. Dicen que tienes que ser especial.
—¿Lo sabe la policía?
—¿Quién carajo habla con la policía?
Henry tuvo que admitir que, teniendo en cuenta la fuente, era un argumento válido.
—¿Es eso todo lo que sabes?
—Sí. Eso es todo. —No podía mover la cabeza, así que meció su cuerpo adelante y atrás, cayéndole lágrimas por ambas mugrientas mejillas—. No quiero… ¡No quiero morir!
La mano de Henry fue de la mandíbula a la garganta.
—Henry. —Tony tropezó con un cuerpo tendido, agradecido por la falta de luz, y tocó suavemente el rígido perfil del hombro de Henry, devolviendo el consuelo que Henry le había ofrecido hacía un buen rato—. No. Por favor.
—Si estás seguro.
—Lo estoy.
Inclinándose hacia delante hasta que la oscuridad engulló la voluntad del herido, Henry dijo en voz baja:
—No nos recordarás, pero sí lo que ha pasado aquí esta noche. Recuerda por qué pasó. Búscate otro tipo de trabajo. —Enderezó las piernas, volviendo a ajustarse la máscara en su sitio—. ¿Estás bien?
—¿Yo? No he participado en la pelea. —Rozándole al pasar, Tony se apresuró a ir al rectángulo gris de luz al final del callejón, incapaz de hacer otra cosa que alegrarse de que el chulo estuviera muerto y sin gustarse a sí mismo demasiado a causa de ese sentimiento—. Vamos, antes de que te limpien el coche.
Cuidando de no tocar el picado metal, Henry tiró los dos cuerpos al contenedor. Consciente de la dicotomía en la voz de Tony, mantuvo la suya esmeradamente neutra.
—Con suerte, los carroñeros estarán esperando para ver si estos tres regresan a reclamar el premio. Tengo la impresión de que no era gente agradable.
—No me digas.
Las inmediaciones parecían misteriosamente desiertas cuando salieron a la calle.
—Si no lo ven, no tienen que mentir a los polis al respecto —explicó Tony mientras corrían hacia el coche.
El BMW estaba bien, aunque un gato callejero había rociado los neumáticos junto al bordillo.
—¿Crees que alguien ha tomado nota de la matrícula? —preguntó Henry, arrancando el motor y cargándose casi el embrague mientras abandonaba el aparcamiento.
—Sí. Seguro. Llevan todos ordenadores de bolsillo para apuntar sus observaciones. Sé realista, Henry, la mayoría de esta gente no puede fijar su atención en el coche, no digamos en la matrícula. —Imitó el gesto de cascar un huevo—. ¿Te suena «esto es tu cerebro drogado»? —Al no contestar Henry, soltó un profundo suspiro y cerró los ojos—. Siendo optimistas, Doug no es el segundo tío que desaparece, pero tú sólo tienes a dos de los fantasmas.
—¿Por qué habría nadie de venderse a un extraño sin saber qué es lo que está vendiendo?
—Se lo harán con un extraño por veinte pavos. Por mil, ¿quién va a hacer preguntas? —Limpiándose las palmas en los vaqueros. Tony abrió los ojos—. ¿Ahora adónde?
Parándose en un cruce, Henry se encogió de hombros.
—No lo sé… —Su cabeza se giró hacia la ventanilla abierta.
—¿Qué?
—Ese olor…
—Quieres decir hedor.
—No. Quiero decir Vicki.
La clínica estaba cerrada, la sala de espera oscura y vacía, pero Vicki podía sentir una vida en el edificio. Una línea de luz, apenas visible en torno al perímetro de una puerta interior indicaba que alguien estaba trabajando hasta tarde en la parte de atrás. Un sistema de alarma bastante sofisticado la disuadió de intentar un ataque frontal.
—Tiene que haber otra entrada —masculló—, aunque sólo sea para tener contento al jefe de bomberos.
Pegándose a las sombras, dobló por Columbia y luego se metió por el callejón que dividía en dos el edificio. Había dos personas durmiendo en el primer contenedor junto al que pasó.
Una anciana estaba sacando comida del segundo. Dejó caer su palo cuando se acercó Vicki, asiendo una grasienta bolsa de arroz frito con carne con una mano y un pedazo de tubería con la otra.
—¡Malditos chicos! ¡Dejarme en paz!
No estaba borracha ni drogada (Vicki habría olido ambas cosas, incluso por encima del hedor combinado de la callejuela y sus habitantes), así que lo más probable era que fuese uno de los miles de pacientes psiquiátricos a los que los recortes presupuestarios habían puesto en la calle.
—¡Os digo que os vayáis!
Vicki atrapó la tubería, un poco sorprendida por la fuerza del golpe, y metió dos billetes de diez bajo los dedos de la anciana. Dinero culpable de la clase media blanca, lo llamaba Celluci. Tal vez. No servía para resolver el problema, pero era mejor que no hacer nada. Un poco.
La anciana olfateó el dinero, luego se lo arrojó de vuelta a Vicki.
—No voy contigo —dijo—. Aunque traigas al tipo grande.
—¿El tipo grande?
—El que suele ofrecer el dinero. Un tipo grande. Muy grande. Tiene ojos de vaca como si no hubiera roto un plato, hace que confíes en él, pero es perverso por dentro. Lo sé. —Su cerebro giró en redondo, y el dinero desapareció bajo al menos tres capas de ropa—. Ten cuidado con el tipo grande, tú. —De repente, se acuclilló al pie de la pared, se metió la tubería bajo un brazo, y comenzó a comer—. Malditos chicos —añadió.
Vicki siguió andando.
La clínica tenía un sitio para aparcar, reducido incluso para el minúsculo coche importado que lo llenaba, y una puerta trasera hecha de acero industrial. Pestañeando para apartar las lágrimas bajo el resplandor de la luz de seguridad, Vicki advirtió las abolladuras. Marcas de botas en su mayoría aunque alguien había probado sin éxito con una palanca en la parte junto al cerrojo. Un pequeño letrero decía: Cuando la luz esté encendida, lo que el timbre. Vicki supuso que los caracteres chinos de debajo decían algo muy parecido.
Por qué no. Oyó el timbre sonando dentro del edificio, sintió la vida acercándose.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarla?
Era una voz de mujer y no muy mayor además. Vicki dirigió una mirada neutra a la rejilla del interfono.
—Me llamo Vicki Nelson. Soy detective privada y estoy buscando a Michael Celluci.
—¿Michael Celluci? —La sorpresa en su voz no parecía deberse al nombre en sí sino más bien al hecho de oírlo de nuevo.
—Sí. Tengo razones para creer que vino a verla hoy. Es mi compañero, y presiento que está en un apuro.
—Un minuto, por favor.
Bien, Vicki, si esta mujer ha tomado parte en lo del riñón, acabas de saltar dentro de la cazuela. Eso ha sido brillante.
La puerta se abrió con un crujido.
Pero al menos he entrado.
Los cerrojos volvieron a resonar al ser echados de nuevo detrás de ella y una figura con una blusa holgada apareció perfilada a la luz del final del corto pasillo.
—Soy la doctora Seto. Dirijo esta clínica. Por favor, pase al despacho.
Cuando Vicki dobló la esquina, sus ojos se habían acostumbrado a la luz.
—Oh, Dios mío…
La doctora Seto frunció el ceño, levantó la mano del respaldo de una vieja silla de oficina de madera y se echó un mechón de cabello de ébano detrás de la oreja.
—¿Cómo?
Inconsciente de haber hablado en voz alta hasta oír la reacción de la doctora, Vicki musitó una disculpa, dando gracias por no poder sonrojarse ya. Si eres uno de los malos, Celluci está en un buen lío. El muy cabestro es pan comido para las mujeres pequeñas y hermosas.
—Usted, esto, no es lo que esperaba.
La doctora suspiró, sus fosas nasales se contrajeron, acostumbrada y molesta por la reacción que su aspecto suscitaba.
—El sargento detective Celluci no mencionó que estuviese trabajando con una detective privada. Tal vez debería enseñarme alguna credencial.
—Debería haberlo comprobado antes de dejarme entrar —le hizo notar Vicki, buscando en el bolsillo lateral de su bolso de bandolera.
—Lo habría hecho si hubiese sido un…
—¿Hombre? —terminó la frase Vicki, entregándole la funda doblada de plástico.
—Sí. —Visiblemente enfadada consigo misma, la doctora Seto echó un vistazo al carné y se lo devolvió. Ahora estamos iguales, decía su expresión con tanta claridad como si lo hubiera pronunciado en voz alta. Prosigamos—. ¿Debo suponer que el detective ha desaparecido? —Cuando Vicki asintió, ella se apoyó contra el borde del escritorio y cruzó los brazos—. Estuvo aquí esta mañana, hacia las 11:30. Agarró a uno de mis chicos de la calle que estaba tratando de largarse con una caja de condones. Almorzamos juntos. Le enseñé la clínica. Yo tenía trabajo y se fue.
¿Almorzasteis juntos?
—¿No sabe adónde fue?
—No.
¿Almorzasteis juntos?
—¿Está segura?
—En realidad no le vi marcharse. Tenía pacientes ingresando.
Bien, así que almorzaron juntos. Fantástico. Él tiene que comer. Vicki fijó la mirada en un póster con la imagen de un estómago ulcerado, sabiendo que si miraba a la doctora le arrancaría las respuestas a la fuerza.
—¿No recordará de qué hablaron el detective y usted durante el almuerzo, por un casual?
—No gran cosa. La mayor parte trivialidades.
¿Trivialidades? Celluci nunca había conseguido que una conversación intrascendente no se volviera un interrogatorio en su vida. O desde que ella lo conocía, que era la parte de su vida que importaba.
—Ya sabe, comparando Toronto y Vancouver. —El prolongado silencio puso nerviosa a la doctora—. En ningún momento dijo que estuviera trabajando en un caso; supuse que estaba de vacaciones.
—Técnicamente, lo está. Sólo me está ayudando.
—¿Le conoce desde hace mucho?
Con independencia de lo que hubiera pasado entre ellos, el tono de la pregunta dejó claro que la doctora Seto no era responsable de la desaparición de Celluci. Si ella pretendía dejarlo sin sentido y arrojarlo al sótano, no seria porque quisiera sus riñones. Vicki se dio la vuelta (no pudo evitarlo), atrapó la mirada de la doctora y la sostuvo.
—Sí. Mucho, mucho tiempo.
La doctora Seto parpadeó, se tambaleó y puso una mano sobre el escritorio para sujetarse. Por un momento, había sentido como si estuviese abismándose dentro de una plateada oscuridad, zarandeada de uno a otro lado por oleadas de energía pura apenas bajo control. Tengo que dormir más.
—Me temo que no puedo ayudarla a encontrarle —musitó, enderezándose—. Sencillamente no sé a dónde fue después de dejar la clínica.
Lógicamente, habría ido a las otras clínicas… ¿pero a cuáles y en qué orden? El rastro se había enfriado hacía horas. Vicki hizo a un lado una entumecedora sensación de futilidad y rebuscó en las profundidades de su bolso hasta dar con una de las tarjetas de Henry.
—Gracias por su tiempo. En caso de que recordarse algo más, ¿podría llamar a este número de móvil?
—En realidad no hay nada más que recordar, señorita Nelson.
—En caso de, doctora.
—Muy bien. En caso de.
—Creía que Victoria estaba esperando en el apartamento a que llamara Celluci.
—Tal vez haya llamado.
Tony resopló.
—Tal vez ella se cansó de esperar.
—Yo no lo dudaría. —Con la cabeza ladeada hacia la ventanilla, Henry cribó los persistentes olores del Eastside y los igual de penetrantes aunque infinitamente más agradables aromas de Chinatown, tratando de no reaccionar ante el conocimiento cierto de que otro acechaba en su territorio—. Es más fuerte aquí. —Apretando los dientes, detuvo el coche sobre el bordillo.
Tony clavó la mirada más allá de él en las oscuras ventanas de la Clínica East Hastings.
—¿Crees que ha ido allí?
—Creo que es la que está en la esquina.
Incluso entornando los ojos, Tony sólo pudo distinguir una vaga figura.
—Oye, ¿por qué sales del coche?
Henry sonrió misteriosamente.
—Necesito espacio de maniobra.
Aunque ella sabía que la única forma de que Celluci siguiese en la Clínica East Hastings era estando prisionero, Vicki descubrió que estaba enojada por su ausencia. ¡Podía haberlo liberado de estar prisionero!
—Cuando lo agarre, mejor que esté esposado, o le voy a meter el teléfono público más próximo por el…
Se giró rápidamente para encarar la brisa, las manos a los costados, el peso echado sobre las puntas de los pies.
—¿Ha llamado?
—No.
Henry asintió despacio. Era, después de todo, la respuesta que había esperado.
—Te cansaste de esperar.
—Encontré unas notas que había dejado que indicaban que podría estar aquí, en esta clínica.
—¿Y estaba?
—No. —Escupió la palabra sobre la calle que los separaba, cambiando su ira de Celluci a Henry, sólo porque estaba allí. En otro instante, estaría lanzándose sobre su garganta; podía sentirse tensándose, disponiéndose a atacar.
Él se preparó para hacerle frente, siéndole más sencillo controlarse porque el que mantuviera el control vencería.
—Eso no sirve de mucho, Vicki.
—¿Crees que no lo sé? —gruñó ella—. Y no tienes ni idea de lo mucho que me cabrea que no pueda enfurecerme contigo sin tratar de matarte. —Una mano alzada interrumpió la réplica de él. Ella permaneció inmóvil, obligándose a recordar cómo había sido tras la matanza para volver a serenarse. Para su sorpresa, funcionó. Casi del todo—. Entonces —dio un paso adelante, dirigiéndose al coche—, ¿habéis conseguido dar con el testigo de Tony?
—En cierta forma. —Henry cogió el paso al lado de ella, a un prudente brazo de distancia—. El fantasma se llama Doug. Tuvimos una pequeña charla con su chulo.
—A quien mataste. —No era una pregunta; podía oír la muerte en su voz. La parte de ella que todavía recordaba la persona que había sido se preguntó dónde había estado esa clase de justicia fortuita durante los años que había pasado tratando de quitar a esa escoria de las calles. Estaba sentado en su apartamento escribiendo novelas rosa. No importa. Siento haberlo preguntado—. ¿Te dijo algo?
—Sólo que alguien está pagando mucho dinero a gente especial.
—¿Especial en cuanto al mismo grupo sanguíneo que el comprador del riñón?
—Tal vez. ¿Pero cómo lo averiguarían?
Vicki esperó hasta que el estruendo de un camión los dejó atrás, luego movió la cabeza hacia la clínica.
—Acceso a los historiales.
—¿Qué? ¿A través de Hackers de Alquiler?
—Si puedes comprar un riñón, Henry, sin duda puedes permitirte comprar a alguien con esa clase de habilidad elemental para entrar en los ordenadores. —Le refirió su conversación con la anciana del callejón—. Suena como si hubiesen adquirido algo de músculo con perversos ojos de vaca.
—Toro.
—¿Toro? —El tono de ella aconsejaba una rápida explicación.
—Era una broma, Vicki. Un hombre tendría ojos de toro.
—Creo que me gustaba más cuando estábamos tratando de matarnos el uno al otro. ¿Y ahora qué?
Henry se detuvo junto al coche, con la mano en la puerta del conductor.
—Volvemos al apartamento y vemos si Celluci ha regresado.
—No lo ha hecho. —Agachando la cabeza, hizo un gesto de saludo a Tony—. Si hubiera vuelto sin estar nosotros, llamaría al móvil.
El móvil sonó.
—Hablando del rey de Roma —murmuró Henry, tendiendo la mano a través de la ventanilla abierta.
Tony articuló una silenciosa advertencia mientras le entregaba el estridente aparato de plástico. Si es Celluci, sé amable.
Alzando las cejas en un exagerado ¿quién, yo?, Henry abrió de golpe el micrófono.
—Fitzroy.
—Soy la doctora Seto, de la Clínica East Hastings. He estado hablando con una tal señorita Nelson hace un momento; me dio este número, y…
—Un minuto, doctora. —Sonriendo, ofreció el teléfono a Vicki—. Es para ti. —Su sonrisa se desvaneció al descubrir que era casi imposible soltarlo, darle a otro algo de su propiedad. Gruñendo, volvió a meterlo dentro del coche—. Tony, dale el teléfono.
Resistiendo el deseo de aplastar algo tan impregnado por otro depredador bajo su tacón, Vicki se lo acercó a la cara.
—¿Diga?
—¿Señorita Nelson?
—Me he encontrado con el señor Fitzroy por casualidad, doctora —contestó Vicki a la pregunta tácita—. Pasaba conduciendo cuando salí a East Hastings.
—Ah. —Su tono sugería que era una casualidad en la que no creía demasiado—. Es que he recordado algo que pasó tras el almuerzo. No fue nada importante pero he pensado que podría interesarle saberlo.
—¿Tras el almuerzo?
Los dos hombres cruzaron una mirada interrogativa.
—¿Qué tiene contra el almuerzo? —susurró Tony.
Henry se encogió de hombros. Podía oír seis latidos distintos saliendo del sótano del apartamento enfrente de la clínica, pero los aparatos electrónicos le impedían escuchar otra cosa.
—Sí. Al volver a la clínica, vimos a Patricia Chou junto al Centro Cultural y…
—La reportera de televisión por cable.
—Eso es. El detective mencionó que había visto su entrevista con Ronald Swanson y…
—¿Ronald Swanson, el agente inmobiliario?
—Es más que un simple agente inmobiliario, señorita Nelson. —Su tono era cortante, quizá en defensa de Ronald Swanson, más probablemente en respuesta a las interrupciones—. Ha donado dinero a mil causas por toda la ciudad. Nos donó el sistema informático de la clínica y es más o menos cien por cien responsable del Proyecto Esperanza.
—¿De qué se trata?
—Es un centro de asistencia en el límite de Vancouver Norte donde los pacientes esperan a que haya riñones disponibles. Es una especie de capilla dedicada a su esposa muerta. Un lugar precioso, silencioso, tranquilo.
—¿Esposa muerta?
—Sí, murió de un fallo renal antes de que encontraran un donante para ella.
Vicki pestañeó, algo desconcertada.
—¿Le contó esto a Celluci?
—No, pero sí que hablamos sobre trasplantes de riñón aunque sólo para saber si yo los realizaba de hecho.
—¿Realiza trasplantes, doctora?
—Esta es una clínica popular, señorita Nelson, ¿usted qué cree? —continuó antes de que Vicki pudiera decírselo—. Es curioso, sin embargo, el detective me preguntó eso mismo. Tal vez me esté metiendo del todo donde no me llaman, pero ¿tiene que ver su investigación con el cuerpo sin manos que hallaron en el puerto, al que le falta un riñón?
—No estoy autorizada para hablar de eso.
—Muy bien. Pero ya le digo, si está investigando a Ronald Swanson, se equivoca de plano. Está regalando continuamente su dinero. Por aquí, casi se le tiene por santo.
—No hay muchos santos que ganen millones en bienes inmuebles —apuntó Vicki con ironía.
—No tengo intención alguna de discutir con usted al respecto, señorita Nelson. Sólo he pensado que si estaba buscando al detective Celluci, tal vez le interesara hablar con la gente del Proyecto Esperanza.
—Si recuerdo bien, doctora, ha dicho antes que no le habló de ellos.
—Es un detective, señorita Nelson —su tono sugería que era el único detective implicado—. En esta ciudad, el señor Swanson y los trasplantes de riñón juntos la llevarán derecha al Proyecto Esperanza.
Mostrando los dientes, Vicki dio las gracias a la doctora por llamar, colgó y puso a Henry y Tony al corriente de la conversación.
—¿Así que quién se viene conmigo a echar un vistazo al Proyecto Esperanza?
Henry movió la cabeza.
—Demasiada coincidencia, todas las piezas encajando tan bien en su sitio. Creo que estás sacando conclusiones precipitadas.
—En realidad, yo creo que estoy formulando una hipótesis. —Sus ojos se bañaron de plata por un instante—. La cual pretendo comprobar yendo al Proyecto Esperanza y averiguando cuánto tiempo tiene que esperar realmente esa gente sus riñones. Y si reconozco algo en la nevera, voy a destrozar el lugar.
—¿Ir al Proyecto Esperanza? ¿Los tres? —La mirada de Tony fue rápidamente de Henry a Vicki y de nuevo a Henry—. ¿En un coche? ¿Es seguro?
—Buena pregunta —reconoció Henry—. ¿Vicki?
—Nos las arreglaremos —saltó ella con impaciencia—. Mientras tengamos la cabeza ocupada en encontrar a Mike, y exista la posibilidad de que haya violencia al final del viaje.
—Ah. —Tony cerró los ojos por un momento y respiró hondo. Hablando tanto para sí mismo como para la noche, se quejó—. No creo que esté preparado de verdad para la violencia. —Otra profunda inspiración, y salió del coche, volviéndose para mirar a través del techo a Henry—. Yo, esto, volveré al apartamento, y si viene, te llamaré.
Permanecieron así un largo instante.
—Si estás seguro —dijo Henry por fin.
—Sí. Estoy seguro. —Tragó saliva con fuerza y se balanceó adelante y atrás, de un pie al otro—. Lo siento, Victoria. Simplemente no puedo.
Ella inspiró hondo y dejó salir el aire despacio. Cuando habló, su voz era la más amable que Henry le había oído desde el cambio.
—Entiendo. Y no hay razón para que debas ponerte en peligro porque no podamos comportarnos como personas civilizadas. —Dando la vuelta al coche en cuestión de un latido, cogió la cara de Tony entre sus manos—. ¿Te importa si te dejamos aquí? ¿O te llevamos a casa primero?
Él le rozó el dorso de las muñecas y ella bajó las manos.
—Tienes que encontrar al detective Celluci.
—No pienso cambiarte por él.
Los ojos de él se llenaron de lágrimas al comprender que lo decía de veras. Admitiendo únicamente que estaba más cansado de lo que creía, se las quitó restregándose.
—No hay problema. Puedo coger un taxi al lado de uno de los restaurantes de Chinatown.
—¿Tienes suficiente dinero?
—¡Maldita sea, Henry! —Ardiéndole las orejas, retrocedió alejándose hasta el borde de la acera—. ¿Por qué no os vais ya?
Abrieron las ventanillas dejando que la brisa les diera en la cara. Eso bastaba. Pero sólo lo justo.
—¿Crees que está allí? —preguntó Henry mientras adelantaban a un viejo taxista errático, aunque veloz, y se dirigían al puente.
—Sé que fue allí. Sé cómo piensa. No hay casualidades en el trabajo policial; una vez Ronald Swanson se convirtió en un personaje recurrente en este pequeño drama, Mike fue a investigarlo. Supo del Proyecto Esperanza, y luego fue a investigarlo.
—¿Crees que está en un apuro?
Al considerar la posibilidad, sintió como si alguien estuviera acariciando su piel expuesta con un cepillo de alambre.
—Estoy segura de ello.