4:09 —Celluci cambió su mirada apenas enfocada del reloj a Vicki—. ¿Apuras un poco, no?
Se había quedado en la ducha más tiempo del que había pretendido, hasta que el inminente amanecer la sacó de debajo del azote del agua. Y entonces, envuelta en toallas prestadas, se había quedado dudando al lado de la cama, reacia a despertarle, temerosa de que viera… ¿Viera qué? La sangre se había escurrido en remolinos alrededor de sus pies desagüe abajo. No había nada más a la vista. Al menos, ella no creía que estuviera a la vista.
—¿Vicki? —Cuando la cabeza de ella se alzó con una sacudida, él suspiró y se apoyó contra la cabecera, el ante gris suave y blando contra su espalda. Puede que la dieta de Vicki hubiera cambiado, pero sus costumbres no, y en aquel preciso instante trataba de ocultarle algo—. ¿Qué pasa?
—Nada.
Frunciendo ligeramente el ceño ante el tono de ella, tendió una mano y la envolvió alrededor de la suya. Para su sorpresa, estaba casi caliente.
—¿Estás bien?
—Si quieres decir si me han herido, estoy bien. —Nadie la había tocado. Excepto Henry—. No tenemos mucho tiempo —el sol aguardaba justo del otro lado de la cresta de las montañas—, así que iré directa al grano. Si hay alguien recolectando órganos, no se trata del crimen organizado. La gente con la que Henry y yo hablamos no sabía nada al respecto. No estaban haciéndolo, ni habían oído rumores de ningún otro que lo hiciera.
—¿Estás segura de que decían la verdad?
Alzando despacio la cabeza, ella fijó la mirada directamente en él.
—Lo estoy.
Estaba sentada justo más allá del limitado alcance de la lámpara para leer situada sobre la mesa de noche. Un par de chispas plateadas aparecieron dentro del óvalo en sombras de su rostro y volvieron a desaparecer antes de que Celluci sintiera su atracción.
—Muy bien. Estás segura. —No sabía cuáles eran las limitaciones de toda aquella historia del Príncipe de las Tinieblas (aunque sospechaba que no era algo tan todopoderoso como Vicki y Henry querían que creyera), pero Vicki había interrogado a tantos delincuentes con el paso de los años que debía confiar en su habilidad para saber cuándo estaba mintiendo alguien—. Esperemos únicamente que no les dieras ideas —añadió con guasa.
—No sobre tráfico de órganos.
La voz de ella le erizó el vello de la nuca e hizo que preguntar qué ideas les había dado resultara innecesario.
—Si el crimen organizado no está implicado, entonces nos quedamos sin nuestro principal argumento para considerar la venta de órganos como el móvil. Al fantasma de Henry pueden haberlo matado por muchísimas razones.
—Cierto. Pero como le sigue faltando un riñón, sigamos con esta hipótesis de momento. Tal vez tu Patricia Chou tenga razón sobre Ronald Swanson.
—No es mía en absoluto, y Swanson lleva una vida del todo inmaculada en lo que a la ley se refiere.
—Entonces, tendrá que empezar por alguna parte.
—Matar gente para hacerse con sus riñones me parece un pelín ambicioso. —Ella se encogió de hombros como si no quisiera pronunciarse, pero estaba claro que no iba a dejarlo pasar. Los polis se ponían así en ocasiones, aferrándose a una teoría basada en poco más que una corazonada, a menudo encontrando oposición. Cuando resultaba que tenían razón, se decía que gozaban de habilidades intuitivas más allá de lo normal. Cuando resultaban estar equivocados, lo cual era lo más frecuente, se decía que eran testarudos, se movían de acuerdo a sus propios intereses, y no estaban dispuestos a cumplir con el trabajo rutinario preciso para resolver el caso. Que Vicki hubiese tenido razón más veces de las que se equivocaba no la volvía menos testaruda.
—¿Ahora qué?
—Creo que deberíamos dejar de ocuparnos de quién y echar un vistazo al dónde. —Imposible ya pasar por alto el sol. Los hombros de ella se encorvaron como esperando un golpe por detrás—. Mike, tengo que irme.
Él levantó una mano para tocarse la parte de la mejilla en la que un mechón de cabello húmedo la había rozado. Eso, la prolongada presión de la boca de ella y el débil sabor a pasta de dientes fue todo lo que permaneció como señal de que había estado en el cuarto. El reloj marcaba las 4:15. Sesenta segundos para el amanecer.
Tendida sobre la espalda en la cama del dormitorio rosa, con una toalla doblada a toda prisa bajo la cabeza para mantener la almohada seca, Vicki se preguntó por qué no sentía ninguna culpa por la… por la… Frunció el ceño, comprendiendo que no tenía una idea clara de a cuántos hombres había matado en el almacén. El número había sido borrado con sangre.
No importaba. Porque no importaban. A ella no. Ni sus vidas. Ni sus muertes.
Pero Henry…
—Así que la violencia está bien, pero el sexo constituye un problema. —Suspiró y se quitó de un golpe una gota de sudor que escurría de la sien a la oreja—. Bien, acaso no resume eso la no…
4:16.
Amanecer.
Celluci alargó un brazo y apagó la lámpara. Se alegraba cuando llegaba el pleno verano y las noches comenzaban a hacerse más largas. Disponer de más tiempo no volvía a Vicki más comunicativa, pero le daba a él más oportunidades para sacarle la verdad.
—Buenos días, doctora Mui. Llega temprano.
Ella echó un vistazo a su reloj.
—Son casi las 6:45. No precisamente temprano. ¿Ha llegado ese análisis de sangre del laboratorio?
La enfermera de noche le entregó un sobre manila.
—Todos han tenido una noche tranquila.
—No he preguntado. —Metido el sobre bajo un brazo, la doctora pasó a la sala de espera y dejó la puerta del despacho de la enfermera meciéndose abierta detrás de ella.
Puta. Pero nada de esa opinión se mostró a través de su sonrisa por si la doctora Mui volviera la vista atrás a través de las persianas abiertas que constituían la mitad superior de las paredes del despacho… el intento de la clínica de crear a la vez tanto una sensación de seguridad en sus pacientes como de evitar que el lugar se pareciera demasiado a un hospital. En tiempo de severos recortes en asistencia sanitaria, el trabajo estaba demasiado bien pagado para ponerlo en peligro. Por lo que estaban pagándole, fingirse amistosa con la dama dragón era lo mínimo que estaba dispuesta a hacer.
Desviando la mirada de los helechos y los grabados de Laura Ashley que adornaban la sala de espera, la doctora Mui la atravesó yendo hasta la más próxima de las dos consultas, sacando el informe de laboratorio del sobre mientras andaba. Para cuando llegó al escritorio, estaba claramente descontenta.
—Estúpido, estúpido muchacho. ¿Cómo pudo ser tan estúpido?
Se hundió en la silla y dejó que la hoja cayera sobre la mesa de trabajo. Aquello lo cambiaba todo.
El teléfono sonó justo cuando estaba sirviendo el té. Aunque bebía café en la oficina, bebía té en casa porque Rebeca siempre había preferido el té al café… salvo cuando viajaban a los Estados Unidos.
—Donde —había comentado ella— empezaron a prepararlo en el puerto de Boston con agua fría salada y todavía no le habían cogido bien el truco de hacerlo de otra forma.
Retiró el auricular de su soporte, se lo metió bajo la oreja y vociferó un lacónico «hola» mientras iba al refrigerador a por leche.
—Soy la doctora Mui. Tenemos un problema con el donante. El análisis de sangre que le hice pasar la noche anterior revela que es VIH positivo.
—¿No estaba limpio?
—Lo estaba. Supongo que cuando supo la buena noticia, salió a celebrarlo.
—Esto va a ser muy embarazoso. —Cogió la leche de la nevera y cerró deprisa la puerta. Sólo costaba unos centavos dejarla abierta, pero no había amasado una fortuna regalando dinero a BC Hydro—. El receptor y su padre llegarán en un avión en menos de dos horas.
—Sería mucho más embarazoso si le contagiamos.
Ambos sopesaron las consecuencias por un momento.
—De acuerdo. —Tomó un sorbo de té y luego dejó la taza sobre la mesa junto al jarro de flores frescas que Rebeca siempre había insistido en tener en la cocina—. Llamaré. Mientras no esté ya en el avión, puedo comunicar con el teléfono móvil de su padre. ¿Y el donante?
—No queremos que hable…
—No. Por supuesto que no. Entendido, ninguna diferencia entre él y los demás, entonces. Sólo sacarlo de la clínica tan pronto como sea posible.
Cuando la doctora colgó y la leche fue devuelta a la nevera, apretó el botón de encendido y marcó de memoria el número del comprador. La conversación fue, como había previsto, muy embarazosa. Sin embargo, a fin de amasar una considerable fortuna en bienes raíces (incluso en el movido mercado de Vancouver) era preciso ser un agente de ventas condenadamente bueno. Aunque no había vendido en persona una propiedad hacía un tiempo, las viejas habilidades todavía seguían afiladas, y sin duda no venía mal que fuera todavía la única oportunidad del chico.
Cuando volvió a su té, ya estaba frío. Se lo bebió de todas formas. A Rebeca nunca le había importado tomarlo frío y a menudo lo había compartido con el gato. El gato había muerto sin causa aparente tres meses después que Rebeca. El veterinario se había encogido de hombros dando a entender que podía haber sido de pena.
Envidiaba al gato; su luto había acabado.
—Y en las noticias de la ciudad, la violencia relacionada con el crimen organizado ha alcanzado su punto culminante la pasada noche con un número de víctimas que alcanza los dobles dígitos.
Deteniendo el tenedor lleno de huevos revueltos a medio camino de su boca, Celluci se quedó mirando la radio.
—Once hombres, incluyendo al señor del crimen David Eng, fueron hallados muertos en un almacén de baldosas de Richmond cuando los empleados del mismo llegaron al trabajo esta mañana. Algunos habían recibido disparos, pero otros parecían haber sido atacados por un animal. Dado que algunos de ellos se sabe pertenecen a la organización dirigida por Adán Dyshino, la policía supone que alguna clase de negociación estalló en violencia. Todavía no saben con certeza si la muerte de Sebastien Carl en Vancouver Este está relacionada y están tratando en estos momentos de dar con su esposa. Se ruega a cualquiera que disponga de información sobre estos u otros crímenes que contacte con los Grupos de Prevención del Delito o la policía local.
—Sí. Claro. —Resopló y siguió comiendo. Nadie ofrecía nunca información sobre la violencia de bandas; lo malo del crimen organizado era que estaba organizado. Los testigos eran eficientemente despachados.
Así que Vicki estaba a salvo.
Y luego comprendió de pronto. Once hombres. Tal vez doce. Tal vez más; sin mucha publicidad, hecho para parecer un accidente o por causa natural.
De repente, se le quitó el apetito. Se quedó mirando los huevos, buscando respuestas en el patrón que dibujaba la salsa contra el amarillo. Once hombres. Tal vez doce. Todos miembros de una organización criminal y, con bastantes posibilidades, puede que todos asesinos. Todos hombres sin los cuales el mundo estaba mucho mejor.
Y sin embargo…
La ley tenía que aplicarse a todos, o a ninguno. Quienquiera que hubiese matado a esos hombres, sin importar lo mucho que pudiera haber mejorado las cosas el eliminarlos, había quebrantado la ley. Probablemente varias leyes. Si se trataba de Vicki…
—Estás adelantando conclusiones —se dijo con un gruñido, apartando la silla de la mesa—. Henry estaba ahí fuera, asimismo. No tiene que haber sido Vicki necesariamente.
¿De haber sido Henry, arreglaba eso algo las cosas?
No tenía por qué haber sido ninguno de los dos.
—Dos bandas juntas en un espacio cerrado, esa clase de cosas pasa. Probablemente tenían perros con ellos. —Abriendo y cerrando los armarios de la cocina, tratando de no golpearlos para no hacer añicos el cristal grabado de las puertas, encontró tres juegos completos de platos pero ninguna bolsa de basura. El vago recuerdo de un cuarto de lavandería le hizo ir pasillo abajo. Estaba detrás de la segunda puerta que abrió y era evidente que había sido usado aquella mañana.
La lavadora era un modelo europeo, se suponía que gastaba la mitad de agua. Todavía eran increíblemente caras en Norteamérica y Celluci, que había tenido que oír a una de sus tías ensalzando sus virtudes, se preguntó qué pasaría a los cinco años cuando el sello cediese e inundasen la lavandería. Las ropas de Vicki (vaqueros, camisa, jersey, ropa interior, calcetines, botas de caña alta; todo lo que había llevado la noche anterior) estaban metidas en un húmedo montón en el tambor de la lavadora.
Once hombres. Puede que doce.
Puede que eso significase barro. Puede que otras cien cosas.
Puso la ropa en la secadora, agarró una bolsa de basura del armario trastero del rincón y volvía sobre sus pasos hasta la cocina cuando oyó un golpecito en la puerta del apartamento.
La mujer de pie en el pasillo parecía como si estuviera a punto de gritar.
—Lo siento —dijo esta, moviendo una mano más o menos hacia la puerta abierta mientras metía la otra en su bolso en busca de un pañuelo de papel—. Es sólo que venir aquí me lo ha recordado todo.
—¿Señora Munro? —aventuró Celluci.
La señora Munro se sonó la nariz y asintió.
—Eso es. Siento ser tan llorona, pero es que de alguna forma se me pasó por la cabeza de pronto, al pasar por aquí, que la señorita Evans se ha ido de verdad.
Celluci sabía que debía apartarse de en medio. Que no había ninguna buena razón en ese momento para que ella no entrase. Tengo a un vampiro dormido aquí dentro, así que le importa volver después de la puesta de sol simplemente no valía.
—Sólo he venido a por algunas cosas que olvidé llevarme la noche que la señorita Evans falleció. —Alzó la mirada hacia él, expectante—. No será mucho rato, mi hija está esperándome en el coche.
No parecía haber nada más que él pudiera hacer, así que se echó a un lado.
—Así que usted es un amigo del señor Fitzroy. —Soltando un profundo suspiro, cruzó resueltamente el vestíbulo, pasando la mirada de uno a otro lado con rapidez como si tuviese miedo de dejarla posarse durante mucho tiempo sobre cualquier objeto—. La señorita Evans tenía un altísimo concepto del señor Fitzroy. Él coqueteaba con ella, sabe, y eso la hacía sentirse joven. No me importa dejar que amigos suyos se queden aquí. ¿Y usted es un detective de la policía, no? Igual que en la televisión. ¿Están teniendo usted y su amiga una agradable estancia en Vancouver?
Preguntándose qué era lo que Henry le había contado exactamente, Celluci dijo que sí y luego, mientras ella iba derecha al dormitorio rosa, alargó el paso para adelantársele, añadiendo deprisa con una voz calculada para desarmar a mujeres de mediana edad.
—Esto, señora Munro, tenemos un pequeño problema.
Ella se detuvo, con la mano cogiendo el pomo de la puerta, y frunció el ceño ligeramente.
—¿Un problema, detective?
—Mi, eh, amiga está dormida ahí dentro.
—¿Aún? —Su reloj lucía grandes números negros sobre una plana y blanca esfera—. Son casi las diez. ¿No estará enferma, no?
—No, no lo está. —Y a continuación, puesto que no había nada como la verdad para sonar sincero, añadió—. Le sentó mal la comida.
—Qué lástima.
—Y ha pasado una mala noche. —Encontró la mirada de ella y le sonrió esperanzado, una expresión que había hecho a innumerables testigos recordar de pronto abundantes detalles—. Esperaba que pudiese dormir un par de horas más.
—Bueno…
—Si deja una lista, podríamos hacer que Henry lleve todo lo que necesite a casa de su hija esta noche.
—No, no, no hay necesidad de molestar al señor Fitzroy. Ya ha sido más que generoso, y, bueno… —sus pupilas se dilataron cuando recordó la inesperada visita—, me pidió que no viniera mientras están ustedes aquí.
El corazón de Celluci comenzó a latir de nuevo cuando ella dejó caer la mano y se volvió desde la puerta. Mi persuasión fue, en su mayor parte, monetaria, oyó decir a Henry. En su mayor parte.
—No necesitaba nada importante. No habría siquiera venido de no ser porque estábamos en el vecindario y mi nuera es de lo más persuasiva.
Más de lo que te imaginas. Si su nuera había sido capaz de imponerse a una de las peticiones de Fitzroy, incluso momentáneamente, formidable no sería la palabra para describirla. Había otras palabras, pero Vicki le había obligado más o menos a dejar de usarlas.
—Le estamos muy agradecidos por permitirnos emplear su casa.
La cara de ella se quedó inmóvil mientras echaba un vistazo al cuarto de estar.
—Sí. Supongo que es mi casa ahora. La señorita Evans me la dejó, sabe.
—No, no lo sabía.
—Sí, pero imagino que la venderé. —Cogió una pequeña escultura de bronce, se la quedó mirando como si nunca la hubiera visto antes, y volvió a dejarla despacio—. Esto es demasiado grandioso para mí. Me gustan las cosas un poco más acogedoras.
«Acogedor» no era la palabra que Celluci habría usado para describir el dormitorio rosa. De hecho, la única que le venía a la mente era abrumador. La siguió en silencio mientras volvía a la puerta del apartamento.
—Siento haberle molestado, detective. Si pudiese usted pedir al señor Fitzroy que me llame a casa de mi hijo cuando se vayan…
—Si somos una molestia, señora Munro…
—No, en absoluto. —Le sonrió de un modo tranquilizador, luego se detuvo, arrugándosele la frente con súbito desconcierto—. Pensaba que usted estaría usando el dormitorio principal.
—En realidad, estoy usándolo.
—Ah, claro. —Su tono sugirió que aquello lo explicaba todo—. ¡Usted es amigo del señor Fitzroy!
Para cuando Celluci comprendió lo que eso significaba, la señora Munro se había ido… lo cual fue lo mejor porque su reacción fue sucinta y procaz.
El desayuno había sido bastante bueno para ser comida de hospital. No había sido copioso, pero al menos no había salido de un contenedor de basura. Sentándose con las piernas cruzadas sobre la cama, fumó un cigarrillo y deseó que le hubieran vuelto a traer su ropa. O sólo sus botas. Había tenido que robar a turistas durante casi una semana el verano pasado para conseguirlas, y si no se las devolvían se iba a armar la gorda, pero bien. Cierto que tenía bastante dinero ahora para comprar todo lo que quisiera, pero esa no era la cuestión. Esas botas eran suyas.
Aplastó la colilla en un picado cenicero de metal y encendió otro. Era algo extraño que le dejaran tener sus cigarrillos, pero como no iban a usar sus pulmones imaginó que no importaba.
Cuando la puerta se abrió, sopló una nube de humo hacia ella, sólo para demostrar que le daba igual; que no estaba afectado por lo que había aceptado hacer.
Los labios fruncidos en una fina línea, la doctora Mui se paró en seco antes de adentrarse en la tenue bruma gris y lo miró fijamente con disgusto.
—Es hora de tu inyección.
Él no pudo evitarlo y soltó una risita nerviosa. Se parecía mucho a algo salido de una película mala de horror.
—Ees hoga de tu inyección —repitió con exagerado acento alemán—. ¿Y luego robas mi cerebro y se lo pones a un robot, eh?
—No. —La sílaba única no dejó espacio para otra opinión.
—Joder, tía, tranqui. Era una broma. —Moviendo la cabeza, fue a apagar el cigarrillo, pero la doctora levantó la mano.
—Puedes acabar.
—Gracias, seguro. —Pero no pudo, no con ella observando. Dio dos largas caladas y pellizcó el extremo, volviendo a meterlo todavía caliente en el paquete para luego—. Muy bien. —Levantó la barbilla y le brindó su mejor mirada de me importa un carajo todo—. Hazlo.
—Échate.
Él resopló pero hizo lo que le decía, murmurando:
—Tía, espero que tengas mejores modales en la cama con los clientes de pago.
Sintió los dedos de ella fríos contra su piel mientras subía la manga de su chaqueta de pijama, y miró al techo cuando le frotó el codo con un algodón mojado en alcohol.
—¡Eh! ¿Vas a sacar más sangre?
—No.
Algo en la voz de ella le hizo bajar la mirada del techo hasta su rostro, pero sus ojos estaban concentrados en el líquido que llenaba la jeringa. Cuando estuvo satisfecha, la retiró del frasquito marrón que sostenía en la mano izquierda, volvió a metérselo en el bolsillo de su bata de laboratorio, y bajó los ojos hacia él.
El vello de su nuca se le erizó. De pronto, no quería esa inyección.
—He cambiado de idea.
—No tienes posibilidad de elegir.
—Mala suerte. —Mientras hablaba, salió disparado de la cama y tan lejos de ella como pudo sin dejar el cuarto; su espalda presionó con fuerza la pared del exterior, los puños alzados a la altura de la cintura.
La doctora Mui miró con intención a la bolsa de deporte metida detrás de la almohada.
—Cogiste el dinero —le recordó—. ¿Me lo llevo?
—¡No! —Dio un paso adelante, se detuvo, y se quedó mirando la bolsa. Dinero suficiente para irse. No sabía a dónde, pero sabía más que de sobra de dónde y no quería volver nunca. Tras un instante, dijo «no» de nuevo, en voz más baja. ¿De qué diablos tenía miedo de todas formas? No iban a hacerle nada. Le necesitaban sano. Sintió el suelo frío bajo sus pies descalzos mientras volvía andando a la cama. Se estremeció y se deslizó bajo las mantas.
—¿Ya está? —preguntó, negándose a soltar un respingo cuando la aguja le perforó la piel.
—Sí. —Con un sólo y experto movimiento, hizo bajar el émbolo—. Ya está.
Abandonó el cuarto mientras el sedante obraba efecto.
—No queremos que se repita lo que pasó la noche anterior —dijo al enfermero que la aguardaba en el pasillo, con un tono que insinuaba que lo que ella quisiera o no quisiera era todo lo que debería preocuparle a él. La expresión de este sugirió que estaba de acuerdo—. No me importa cómo muere, pero hay que deshacerse de él debidamente. ¿Comprendes?
—Sí, doctora.
—Bien. —Se apartó alejándose de la puerta—. Adelante.
Él avanzó como un perro al que sueltan la correa.
Resistiendo el impulso de quedarse en el apartamento en caso de que la señora Munro volviera mientras estaba fuera, Celluci echó la llave y se dirigió al ascensor. Cuanto antes resolvieran aquel asunto, más pronto podrían volver a casa y seguir con sus vidas.
La hipótesis de ambos sobre los responsables de la aparición del fantasma de Henry carecía de fundamento. Por desgracia, ahora que sabían que el crimen organizado no estaba implicado, ello dejaba sólo a un par de millones de posibles sospechosos. Tal vez algunos menos si las bandas estaban creciendo tan rápido como referían los medios de comunicación.
Por supuesto, también quedaba Ronald Swanson. Multimillonario, filántropo, afligido esposo, y un buen tipo en todos los aspectos.
El ascensor llegó casi al instante.
Vicki insistía en que continuaran dando por sentado el tráfico de órganos. Dado que la policía no había identificado aún el cadáver, parecía obvio que no había perdido el riñón mediante cirugía convencional. Puesto que ellos sabían que lo había perdido en esa zona, el tráfico de órganos estaba comenzando a cobrar más sentido. ¿Y el motivo para extraer el órgano? Esa era la única respuesta sencilla. Lucro.
Asi que tal vez deberíamos buscar a un ferengi[4], resopló mientras apretaba el botón del aparcamiento subterráneo.
La camiseta de la banda de garaje del fantasma indicaba que había vivido, y muerto, en los alrededores. Como todavía no había sido identificado, evidentemente se trataba de alguien a quien no echarían de menos. Por desgracia, los alrededores ofrecían un amplio abanico de potenciales donantes. Como Tony había hecho notar, un invierno en la costa oeste era preferible a congelarse hasta la muerte en Toronto o Edmonton.
Dado que los centros de trasplante no estaban implicados, tenía que ser una clínica privada; aquellos interesados en comprar órganos, sin duda, no estarían dispuestos a almacenar partes de cuerpos cortadas al aire en el sótano de cualquiera. Había una lista de una hoja y media de clínicas en las páginas amarillas de Vancouver, pero dieciséis de ellas podían descartarse de inmediato pues dudaba mucho que existiera una «forma holística» de extraer un riñón. La Clínica de la Vena de Vancouver resultaba intrigante pero no tanto como un anuncio de un cuarto de página prometiendo análisis de células sanguíneas en vivo. Una foto adjunta mostraba a una mujer sonriente de cabello largo y oscuro, a todas luces muy contenta con su sangre. No pudo decidir si debía mencionárselo a Vicki o no molestarla en absoluto.
Un hombre medio calvo con un polo de golf y pantalones blancos montó en el tercer piso. Celluci saludó con la cabeza, advirtió el Rolex y la cara loción de afeitado, luego adoptó la postura de ascensor: la mirada enfocada en ninguna parte a mitad de altura de las puertas.
La lista de compradores con la combinación precisa de necesidad, dinero contante y voluntad de mantener la boca cerrada sería necesariamente limitada. Por tanto, resultaría ineficaz elegir a un vagabundo al azar y esperar que fuese compatible. Necesitarían alguna clase de información médica.
Saliendo al aparcamiento subterráneo, anduvo hacia la imponente mole de la furgoneta, escuchando el eco mientras lanzaba las llaves de una a otra mano.
Había una clínica popular en Vancouver Este que parecía atender a un vecindario menos que selecto y ofrecía, según su anuncio, pruebas de VIH.
Era un lugar por donde empezar.
Cerró la puerta de la camioneta y ajustó el retrovisor, tratando de no pensar en un fardo de ropa mojada y en lo bien que disimulaban las manchas los asientos oscuros.
De haberse parado a pensarlo, habría cogido un taxi. La clínica estaba en la esquina de East Hastings y Main, encajada entre el falso Gastown histórico y las bulliciosas tiendas de Chinatown en una de las partes más viejas de la ciudad. Las calles eran estrechas, el tráfico caótico, y los aparcamientos muy buscados.
Llegando al cruce de Pender con Carrall Street, Celluci miró ceñudo la señal de «dirección única/se prohíbe la entrada» que le impedía avanzar. La costumbre le hizo anotar el número de matrícula de los dos coches delante de él que giraron a la izquierda después de que el semáforo pasara del ámbar al rojo, luego se quedó sentado, tamborileando con los dedos sobre el volante, esperando un corte en el constante flujo de peatones que le permitiera ir a su derecha. Mientras aguardaba, contempló a la gente que se encaminaba hacia el Centro Cultural Chino y esperó que el trío de mujeres de mediana edad, envueltas con cámaras y diciendo bonito en voz alta a todo, incluyendo las señales bilingües de la calle, fuesen turistas americanas.
Cuando el semáforo cambió, avanzó hasta la intersección sólo para verse bloqueado por peatones cruzando Pender. Pasada la mitad del tiempo del verde, se aprovechó de un grupo de adolescentes lo bastante ágiles para quitarse de en medio y dobló la esquina al fin. Mientras el tráfico avanzaba despacio sorteando un camión de reparto, aparcado no exactamente en doble fila, aspiró una agradecida bocanada de aire caliente. Pescado fresco, jengibre, ajo, y gases del tubo de escape; familiar y reconfortante. Antes de su cambio, Vicki había vivido en el borde del Chinatown de Toronto y aquel aire, atrapado entre los edificios fuera del alcance de todo salvo la brisa más persistente del océano, evocaba recuerdos de una vida menos complicada.
Antes de llegar a Columbia Street, a una sola manzana, ya había tenido suficiente nostalgia. Cuando una plaza de aparcamiento apareció de forma milagrosa, dio vuelta a la camioneta para meterla, subió las ventanillas, cerró las puertas, echó un vistazo para asegurarse de que el hombre tendido contra la base de la Shing Li’ung Trading Company respiraba, y todavía fue capaz de golpear al coche que había detrás llevándolo hasta la esquina.
La clínica East Hastings estaba a menos de una manzana, pero incluso tan corta distancia bastaba para dejar atrás la prosperidad de Chinatown.
Las dimensiones de las ventanas (hechas de cristal reforzado con alambre) insinuaban que el edificio había tenido antaño un escaparate. De pie en la acera, Celluci se asomó al interior y barrió con la mirada a tres ancianos asiáticos sentados en las omnipresentes sillas naranjas de vinilo y los perfiles de un adolescente ceñudo, discutiendo con una mujer de aspecto preocupado detrás de un mostrador que le llegaba hasta la cintura. Mientras observaba, la mujer señaló hacia una silla vacía, ordenó de manera inconfundible a este que se sentara, y desapareció en la parte trasera.
Todavía ceñudo, el chico la siguió con la mirada por un momento. Luego, echando a un lado un estante de cartón con folletos del gobierno, agarró una cajetilla de detrás del mostrador y corrió hacia la puerta.
Celluci lo pilló antes de que traspusiera el umbral.
—¡Vete a la mierda, tío! ¡Suéltame!
—Creo que no. —Manejando a su forcejeante cautivo de vuelta al interior de la clínica, se interpuso entre el adolescente y la puerta.
—¡Esto es agresión, gilipollas! ¡Déjame ir antes de que llame a un poli!
—¿Te gustaría ver mi placa? —preguntó Celluci con calma, aflojando su presa sobre la fina camiseta.
El chico se apartó de un tirón, se giró deprisa para apoyarse contra el mostrador y alzó la vista. Tuvo que alzarla mucho.
—Joder —suspiró filosóficamente cuando comprendió que no era una pregunta retórica.
—¿Qué está pasando aquí?
Celluci abrió la boca para contestar y la dejó abierta mientras bajaba la mirada, clavándola en la mujer más hermosa que había visto nunca.
—Estás perdiendo el tiempo, tío. —Con una amplia sonrisa, el chico se volvió y tendió la mano. En equilibrio sobre la palma había una caja rectangular de condones—. Decidí no esperar a la charla sobre sexo seguro, doctora. Este tipo me echó el guante cuando salía.
La doctora levantó unos ojos de ónice hacia el rostro de Celluci.
—¿Y usted es…? —preguntó.
—Esto, Celluci. —Movió la cabeza y logró recuperar el control de su cerebro—. Sargento detective Michael Celluci, policía de Toronto.
El adolescente le miró furioso sin creerle.
—¿Toronto? No vaciles, tío.
—¿No está un poco alejado de su jurisdicción, detective? —Reflejos azul marino bailaron a través de un sedoso velo de cabello ébano al ladear ella la cabeza.
Su explicación relativa a cómo había visto al chico echar mano detrás del mostrador omitió el hecho de que la clínica había sido su destino. Cuando acabó, la doctora pasó a mirar al muchacho.
—Estás robando a esta clínica, y estás robando a tus amigos.
—¡Eh! ¡Ibas a dármelos!
—No toda la caja. —La abrió, sacó seis envoltorios de plástico y se los dio—. Ahora siéntate. Las normas dictan que se entregan junto con una charla, y vas a escucharla antes de irte.
Metiendo las manos en los bolsillos de unos holgados vaqueros, se sentó.
La doctora volvió a poner la caja detrás del mostrador y volvió a alzar la vista hacia Celluci, sus pestañas arrojando desflecadas sombras contra la curva de porcelana de sus mejillas.
—Me ha hecho un favor, detective. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—¿Almorzar conmigo? —Sus ojos se ensancharon cuando comprendió que era su propia voz la que pronunciaba la invitación. La doctora parecía ser más de treinta centímetros más baja que él. Siempre había encontrado amedrentadoras a las mujeres de baja estatura. Su abuela apenas sobrepasaba el metro cincuenta. ¿Almorzar? ¿En qué estaría yo pensando?
Uno de los viejos murmuró algo en chino. Los otros dos soltaron una risita.
La perfecta curva de la barbilla de la doctora se elevó en un ángulo desafiante.
—Por qué no.
El Palacio del Jardín de Jade era un restaurante chino que no había sido «descubierto» por los turistas. Aquellos que encontraban por casualidad aquella descuidada calle lateral, si no se veían disuadidos por la pared verde de ladrillo aislante, echaban un vistazo a la baldosa que faltaba justo en la entrada y a las rayadas mesas de fórmica y normalmente decidían probar con algún lugar algo menos colorido. Aunque la doctora y el detective llegaron en lo que debería haber sido la hora punta del almuerzo, los únicos clientes eran un viejo con zapatillas de felpa y una acosada madre con dos niños de menos de tres años. La chica estaba mascando un bollo relleno. Lo mismo que el anciano.
—Suelo tomar tres empanadas de cerdo frito a la pequinesa, tofu muy hecho con gambas, y un rollito de primavera —dijo la doctora mientras se sentaba.
—Suena bien. —Celluci cambió su silla por una con cuatro patas operativas y se sentó con cuidado sobre el asiento gris moteado. El lugar olía sensiblemente mejor de lo que parecía—. Pero el doble para mí.
—Tienen un par de marcas de cerveza china, si le interesa.
—No bebo.
—¿No es poco usual para un oficial de policía? Siempre he oído decir que ustedes eran un puñado de alcohólicos.
—Algunos lo son. —El camarero depositó una tetera de acero inoxidable—. Otros tenemos otras formas de embotarnos.
Observó, hipnotizado, cómo las cejas de ella se alzaban, cual alas de un esbelto mirlo.
—¿Y cuál es su forma, detective?
—Peleo con una amistad.
Ella pestañeó.
—¿Cómo?
—Tengo peleas a gritos con una amistad.
—¿Que se los devuelve?
Él sonrió, comenzando a relajarse.
—Oh, sí. Es muy catártico. —Quitando el envoltorio de papel de sus palillos chinos, los rompió—. Ahora que me doy cuenta, no me ha dicho su nombre.
Las mejillas de ella cobraron color.
—Oh. Lo siento mucho. Eve Seto.
—No tiene por qué. Después de todo, sólo ha venido a almorzar conmigo porque los viejos de la clínica han dicho que no lo haría.
—¿Tan evidente es?
Celluci esperó hasta que la camarera dejó la bandeja de rollitos de primavera y un plato llano de salsa de judías negras, luego se encogió de hombros.
—Soy el único varón de mi generación y tengo una abuela de noventa y tres años. Créame. Conozco el poder de la edad.
La doctora Seto le miró fijamente por un momento, luego se cubrió la boca con la mano y se rio.
Con el rollo de primavera a medio camino hacia la salsa, de pronto a Celluci se le hizo difícil respirar. No era una respuesta sexual, exactamente, era más bien que su belleza obtenía el cien por cien de su atención, sin dejar lugar a preocupaciones tan mundanas como inspirar y espirar. Tras un instante, se obligó a sí mismo a mojar, masticar y tragar, encontrando un cierto equilibrio en la comida familiar.
En lo que respecta a conseguir información, el almuerzo fue un completo desastre. La doctora Seto pareció a la vez sorprendida y aliviada por el tono claramente ligero de la conversación.
Yendo de vuelta a la clínica, agotadas las trivialidades sobre las que hablar, Celluci se volvió agradecido cuando la doctora se hizo sombra en los ojos con una mano y susurró:
—Me pregunto qué está pasando allí.
Allí, en el Centro Cultural Chino, una furgoneta amarillo chillón de la televisión por cable se había parado sobre el ancho paso peatonal y sus ocupantes estaban ocupados en arrojar montones de material de grabación.
—Es como ver a los payasos saliendo del cochecito del circo —dijo Celluci mientras otra pila de indistinguibles cajas negras era puesta en precario equilibrio encima del montón. Dejando su carga de cables, un hombre alto y delgado con cola de caballo enderezó la pila en el último instante y comenzó una enérgica discusión con alguien que seguía en la furgoneta… una discusión que se vio interrumpida antes de empezar en realidad cuando Patricia Chou salió como una fiera del edificio.
Segundos después, los cables volvieron a tenderse y el equipo siguió siendo descargado. La doctora Seto parecía intrigada.
—Me pregunto qué es lo que ha dicho.
—¿Conoce a la señorita Chou? —Algo en la voz de ella sugería que sí.
La doctora asintió.
—Hizo un reportaje en mi clínica, hace dos o tres meses. En conjunto, un reportaje favorable pero un poco como ser operado sin anestesia. —Su tono se volvió especulativo mientras se alejaron del Centro—. Sin embargo, me sorprende que la conozca. ¿No me ha dicho que lleva en Vancouver sólo un par de días?
—No la conozco exactamente. Vi su entrevista con Ronald Swanson…
—¿No será el Ronald Swanson agente inmobiliario?
De pronto, Celluci recordó por qué había ido a la clínica en un principio. Por qué había invitado a almorzar fuera a la doctora Seto.
—Ese es. ¿Lo conoce?
—No es amigo mío, si es eso lo que quiere decir, pero nos conocemos. Su compañía donó los ordenadores que usamos en la clínica, y hay varias organizaciones benéficas en la ciudad que dependen de su generosidad. Trabaja incansablemente para la sociedad de trasplantes.
—Eso me pareció entender en la entrevista. —Entonces, antes de que ella pudiera cambiar de tema, añadió—. Todo ese asunto me parece asombroso… que puedas sacar un órgano de una persona, cosérselo dentro a otra, y salvar una vida.
—No es así de sencillo, me temo. —Apretó el botón de peatones y ambos esperaron mientras el semáforo cambiaba. Luego aguardaron un momento más cuando un camión naranja de mediados de los setenta se saltó el ámbar.
—¿Lo ha hecho usted? —la instó Celluci, bajándose del bordillo.
—Detective, piénselo. Si fuese un cirujano de trasplantes, ¿estaría ejerciendo la medicina popular?
—No. Supongo que no.
—Puede estar seguro de ello.
—He oído que los trasplantes de riñón no son tan difíciles.
—De trasplantar. Después, conllevan el mismo riesgo de rechazo o infección que cualquier otro trasplante, y la infección mata. —Se volvió a medias alzando la vista hacia él desde debajo de una cascada de sedoso cabello—. ¿Sabe cuál fue el mayor avance en medicina del siglo XX?
—Convencer a los doctores para que se lavasen las manos. —No pudo evitar hincharse un poco ante la súbita sonrisa de ella—. Eh, no soy tan estúpido como parezco.
Vicki se habría aprovechado de semejante pie. La doctora Seto parecía tan horrorizada de que él pudiera creer que ella pensaba que lo era, que Celluci se encontró disculpándose y desviándose de su camino para mostrarse encantador durante el resto del paseo.
De nuevo en la clínica, la doctora accedió de buena gana a guiarlo en una rápida visita.
—Siempre que sea muy rápida.
Los mismos tres ancianos, al menos Celluci creía que lo eran, observaron cada uno de los movimientos de ambos.
A no ser que hubiera un quirófano oculto en el sótano, no trasplantaban riñones en el edificio. Sin embargo, muchos de los pacientes de la clínica eran de la clase de gente que podía desaparecer sin que se hicieran preguntas. Varios de ellos lo habían hecho.
—Sencillamente nunca regresan. —La doctora Seto suspiró mientras volvía a enfundarse la bata de laboratorio—. Resulta descorazonador.
—¿Tiene alguna idea de adónde pueden haber ido?
—De vuelta al este, tal vez. Es de esperar que a casa. —Sus ojos contemplaron rostros que él no podía ver—. Por desgracia, me temo que demasiados de ellos han acabado formando parte de las estadísticas policiales de una u otra clase.
Cuando él sacó la arrugada fotocopia de la foto de la autopsia, ella negó con la cabeza.
—No. No es uno de los míos.
Celluci había visto embusteros igual de sinceros y casi tan hermosos, pero la creyó.
Una mujer claramente colocada entró tambaleándose, se dobló de dolor y aulló pidiendo un médico. Celluci musitó un adiós que dudó oyera nadie, y se fue. Volviendo al coche, luchó con una creciente melancolía. Él y Vicki solían ir a un chino más o menos una vez al mes. A menudo eran los dos únicos caucásicos en el restaurante de dos plantas y dominaban al resto de la clientela. Las mujeres entradas en años que servían la comida de cuando en cuando se acercaban hacia ellos, moviendo la cabeza y murmurando:
—Usted no quiere.
Era algo que nunca podrían volver a hacer.
Una multa de aparcamiento de veinte dólares no mejoró su humor.
El tráfico no disminuyó hasta que estuvo casi en la biblioteca.
En aquellos tiempos en los que iba de uniforme, un viejo sargento de la División 14 solía decir:
—Si surge el nombre de alguien tres veces durante una investigación, puedes ir a por la sentencia, porque ese es el hijo de puta que cometió el crimen.
El nombre de Ronald Swanson había salido a relucir dos veces ya.
Un poco de excavación desenterró el nombre de la clínica que había mencionado Patricia Chou, «… una clínica privada en la que gente en el último estadio de un fallo renal espera un riñón…». Según antiguos números del semanario Business in Vancouver, Ronald Swanson había sido responsable de su construcción, formaba parte de la junta directiva y aportaba una gran parte del soporte económico.
Proyecto Esperanza no figuraba en la lista de clínicas de la guía telefónica, pero no era nada sorprendente pues probablemente se necesitaba la recomendación de un médico para conseguir entrar.
Frotándose los ojos, Celluci dejó el cubículo de estudio individual de microfichas, extrajo su tarjeta telefónica y llamó a la clínica desde el vestíbulo de la biblioteca. Sin identificarse, preguntó si tenían algún cirujano de trasplantes en plantilla. Fríamente profesional, la enfermera de guardia dijo que sí. Celluci le dio las gracias y colgó.
Móvil. La esposa de Swanson había muerto de un fallo renal mientras esperaba un trasplante. Swanson podía querer vengarse contra el sistema que le había fallado. O tal vez la muerte de ella le había hecho fijarse en un mercado aguardando a ser explotado.
Medios. Swanson tenía acceso a las instalaciones y los fondos precisos para comprar a cualquier talento que quisiera.
Oportunidad. ¿Y si la doctora Seto no supiese que estaba suministrando los donantes? La compañía de Swanson le había donado sus ordenadores. ¿Podía volver a acceder a ellos en busca de la información que necesitaba? Según Patricia Chou, los hackers experimentados estaban a diez centavos la docena, y su anterior experiencia probaba que uno de cada doce ciudadanos honrados podía ser comprado.
—Con bastante dinero tienes la posibilidad de hacer cualquier cosa.
Un argumento difícil de rebatir, pero no tenía nada que pudiera llamarse evidencia por mucho que dejara correr la imaginación. Nada que pudiera ofrecer a la policía que justificase un arresto e impidiera a Henry Fitzroy tomarse la justicia por su mano.
Pero, si bien circunstancial, la conexión entre Ronald Swanson y el fantasma de Henry era lo bastante sólida para que valiera la pena un viajecito hasta Proyecto Esperanza.
Mientras volvía a meterse en la camioneta, Celluci se preguntó de dónde habían salido los ordenadores de la sociedad de trasplantes. En Toronto, donde su placa significaba algo, habría tenido dónde apoyarse para investigar. De no estar implicados Vicki y Henry, habría controlado los bares donde lo más selecto de Vancouver pasaba el rato y averiguado adonde les estaba llevando su investigación.
Salvo que, por supuesto, yo no me vería implicado si ese bastardo real de vampiro no muerto escritor de novela rosa, Henry Fitzroy, no hubiese implicado a Vicki.
—No tenías por qué venir —le recordó la vocecita en su cabeza.
—Si. Claro —resopló mientras arrancaba y se perdía en el tráfico—. Como si ella pudiera hacerlo todo sola. —De forma deliberada eligió no pensar en lo que Vicki podía o no haber hecho entre el ocaso y el alba la noche anterior.
Por desgracia, no estaba en Toronto, había vampiros implicados, y no se le ocurría ninguna razón plausible para que nadie debiera contarle nada.
Proyecto Esperanza ocupaba una parcela de tierra bastante grande en el extremo este de Vancouver Norte. Celluci aparcó la camioneta a un lado de Mt. Seymour Road, desplegó un mapa sobre el volante y adoptó una expresión confundida por si aquellos que pasaban cerca se preguntaban qué estaba haciendo. Desde donde estaba sentado, a unos ciento cincuenta metros más allá de la larga avenida sobre una ligera pendiente, podía ver un edificio de una planta diseñado de forma tan a propósito para no parecer institucional que no podía parecer otra cosa, un aparcamiento medio lleno, un contenedor de desechos, y varios bancos vacíos diseminados en torno a terrenos agradablemente ajardinados. La orientación del edificio le permitía ver un lado y parte de la trasera. La distancia desde la carretera hacía que no pudiera ver una mierda en cuanto a detalles.
Soltando un suspiro, sacó un juego de prismáticos en miniatura plegable de la guantera. En uno de sus momentos más caprichosos, Vicki había encargado un par anunciado en una revista que aseguraba eran exactamente como los usados por la KGB. Celluci ponía en duda la conexión con la KGB, pero tuvo que reconocer (aunque no a Vicki) que, para su tamaño, no estaban mal.
Una inspección más de cerca le hizo saber que todas las ventanas tenían persianas y que Eliminación de Residuos Dailow vaciaba el contenedor dos veces por semana.
—¿Así que cuánto tiempo me quedo aquí? —preguntó a su reflejo en el espejo retrovisor. La vigilancia lejos de una multitud que hiciera de cobertura siempre era una lata, y hacerse pasar por un turista perdido no resultaría verosímil durante mucho tiempo—. Tal vez debería entrar y preguntar direcciones. Ver si pueden echarme una mano… Vaya.
Un hombre grande con vaqueros claros y una camiseta roja cruzó el aparcamiento y se metió en uno de esos híbridos tan modernos entre deportivo y utilitario que parecía conducir una de cada dos personas en la costa. A través de los prismáticos, Celluci lo observó llevando marcha atrás el vehículo hacia la clínica. Cuando se detuvo, el ángulo del edificio lo tapó del todo salvo un trozo del parachoques delantero derecho.
—¿Por qué das marcha atrás hacia un edificio? Porque estas cargando algo en el maletero. —Entornar los ojos no servía. La clínica seguía en medio—. ¿Y qué estás cargando? Esa es la cuestión, ¿no?
Podía ser cualquier cosa.
Las probabilidades de que fuese un cadáver con un sólo riñón eran ínfimas.
—Pero la vida es jugársela, y a veces tienes suerte. —Siguió al coche mientras este bajaba por la avenida, arrojó los prismáticos sobre el asiento del pasajero y puso en marcha la camioneta. Aparentando todavía estudiar el mapa, dejó que el hombre de la camiseta roja pasara junto a él, luego arrancó para seguirle a una distancia prudencial. Su ruta llevaba directamente al Mt. Seymour Provincial Park.
Cuando su presa giró por un camino forestal, Celluci siguió detrás. Incluso él era incapaz de confundirse con el tráfico cuando no había ningún tráfico con el que confundirse. Un giro ilegal de ciento ochenta grados después, aparcó sobre el arcén tan lejos como le pareció seguro, esperando que/los arbustos ocultasen la camioneta en caso de que el coche reapareciera de repente.
No fue exactamente de repente. Una hora y diez minutos más tarde, el coche asomó su delantera de nuevo sobre Mt. Seymour y se dirigió hacia la ciudad.
—Muy bien, donde quiera que haya ido, no hay más de treinta y cinco minutos.
Pasados catorce minutos, Celluci comenzó a darse cuenta de que, pese a que estaban tan próximos a una gran zona metropolitana, había un buen montón de nada ahí fuera. No se le daba bien la nada. Comprendía el asfalto y el cristal, pero los árboles eran un misterio para él.
Transcurridos otros dieciséis minutos, otro camino forestal formaba ángulo con el primero. Había claras huellas de neumáticos en el sendero, a todas luces dejadas con la última lluvia. Lanzó mentalmente una moneda y subió por el camino nuevo; las huellas tenían que ser recientes, la última lluvia había caído para el almuerzo, abriéndose los cielos, descargando y aclarando en el tiempo que le había llevado encargar la comida y comérsela.
Pasados otros ocho minutos, paró en lo que parecía ser un campamento forestal abandonado.
—Jesucristo, puede enterrarse a un ejército en este revoltijo. —Los cuerpos sepultados en tierra virgen solían ser encontrados porque la zona había sido removida. Aquella zona en particular no podía resultar más removida: los hombres que habían talado su espacio vital en esta parte del bosque no habían sido cuidadosos. Marcas de neumáticos, viejas y nuevas, entrecruzaban el claro artificial, y las huellas de botas no le decían nada—. Estupendo. Dónde está el equipo de identificación cuando lo necesitas… quiero moldes en yeso de esas pisadas, y quiero que espolvoreéis todo este lugar en busca de huellas.
Resopló y movió la cabeza. Podía remover cada pedazo de mugre fresca que encontrara, o bien…
—¿Me estás buscando?
Con una amplia sonrisa, Celluci se volvió.
—Estoy buscando a alguien que pueda orientarme. —El hombre de la camiseta roja era un poco más grande que él. Eso no sucedía a menudo. Y no es muy normal que suceda ahora. Tenía las proporciones familiares de los hombres que pasan su tiempo en prisión levantando pesas: la parte superior musculada de manera impresionante sobre las piernas de un tío normal. Sus ojos grandes y castaños parecían fuera de lugar en su expresión agresiva, aunque la pistola semiautomática de nueve milímetros que empuñaba, casi tragada por un enorme puño, encajaba a la perfección. Esperando todavía librarse hablando de lo que fuera en lo que se había metido, Celluci le miró fijamente con asombro—. ¡Eh! ¿Y esa pistola?
—Estabas aparcado observando la clínica. Me has seguido hasta aquí. Dímelo tú.
—No sé de qué está hablando. Sólo soy un tipo de Ontario que se ha perdido buscando la casa del guarda.
—Échame tu cartera.
—Ah. Ah, entiendo. Estoy en medio de ninguna maldita parte y estoy siendo asaltado. —Celluci se sacó de un tirón la cartera del bolsillo trasero y la lanzó al suelo a los pies del hombre. La carterita de cuero que contenía su credencial de la policía seguía en su bolsillo. Tenía una oportunidad—. ¿Quiere las llaves de la camioneta también? Consume una barbaridad, así que la tiene a su disposición.
—Cállate. —Sin dejar de mirar con sus mansos ojos la cara de Celluci, el pistolero se acuclilló y recogió rápidamente el billetero. Hojeó todos los compartimentos, miró más de cerca todas las tarjetas de crédito, sin distraerse nunca lo bastante para que Celluci pudiera actuar.
Entonces hizo una pausa y metió un dedo en un hueco interior y enganchó una fotografía. Sus labios se recompusieron en una triunfante sonrisa sarcástica, y algo brilló en lo hondo de sus ojos de cachorrito.
—¿La que está a tu lado es tu abuelita, agente Celluci?