parcando en mitad de una vía de acceso, Vicki logró encontrar espacio en el bordillo a sólo dos manzanas de la tienda de vídeo donde trabajaba Tony.

Celluci abrió la puerta del pasajero, luego volvió a cerrarla.

—¿Harás algo por mí?

—Lo que sea.

El resoplido de él fue un elocuente testimonio de su incredulidad.

—Intenta tener cuidado, nada más. No esperes nada tan civilizado como El Padrino

—¿Ni siquiera la parte en la que se cargan a Sonny o cuando estrangulan al cuñado? ¿O cuando arrojan a Fredo al lago? —Su ceño se arrugó dramáticamente—. ¿Y no mataban al Papa en la tercera parte?

—Vicki…

—Michael —remedó ella—. Mira, fui policía. Ayudaba a guardar los cuerpos en bolsas. que no son los buenos.

—Si, bueno, el crimen organizado ha cambiado en los últimos años. —Se retorció en el asiento hasta quedar de frente a ella—. La mayor parte de la vieja escuela está bajo tierra, de una u otra forma, y la nueva promoción es un grupo de matones jóvenes y depravados que matan porque pueden. Antes había ciertas reglas. Las reglas han desaparecido. —Antaño, habría pensado que estaba cogiéndole el brazo con demasiada fuerza. En aquel momento, no creía que pudiera cogerla lo bastante fuerte—. El poder es un fin para estos tíos recién llegados, no sólo un medio.

Ella sonrió, sus dientes destellando anormalmente blancos a la luz del tráfico que pasaba.

—El poder no será ningún problema.

—Puede. Ten en cuenta sólo dos cosas, ¿lo harás? Estás aquí para hacer unas preguntas, no para limpiar las calles. —No le gustó la forma en que las cejas de ella se alzaron, pero lo pasó por alto porque no tenía demasiada elección. Por poco que le gustara, tenía que confiar en su buen juicio—. Y no olvides la diferencia entre inmortal e invulnerable. —Se inclinó hacia delante y la besó, luego salió de la camioneta antes de que pudiera rendirse al impulso de preguntarle qué es lo que iba a hacer exactamente.

—No correré ningún riesgo estúpido, Mike —el pálido óvalo de su rostro parecía más lejano de lo que la sola distancia podía explicar—. A riesgo de sonar como un héroe de batalla tarado, volveré.

Al menos no le había dicho que no se preocupase.

—El sol sale a las 4:16.

sep

—¿Qué c…?

—¿Qué qué, Bynowski?

—No sé. —El entrecejo fruncido, Frank Bynowski se inclinó sobre el monitor que mostraba una toma larga de la entrada delantera—. Algo parpadeaba…

La alarma de la puerta principal sonó.

Dos pares de ojos se concentraron en la pantalla conectada a la cámara sobre dicha puerta. En vez de haber una sólida barrera entre la casa y el mundo, la puerta de acero reforzado giraba despacio de acá para allá sobre sus goznes.

Gary Haiden lanzó una rotunda y acusadora mirada a su compañero.

—¡El jefe te dijo que echaras la llave!

—¡Eso hice!

Gary sacudió la cabeza hacia la imagen.

—No lo parece. —Su tono insinuaba que daría parte del error, que Bynowski pagaría por ello, y que él, Haiden, no se preocuparía demasiado.

—¿Sí? Echa un vistazo más de cerca, sesos de mosquito.

Ambas mitades del candado habían sido retorcidas en ángulos imposibles.

El monitor que mostraba el vestíbulo principal (la única vista del interior de la casa) parpadeó, pero ninguno de ellos lo advirtió. Habían roto a patadas demasiadas puertas para no comprender el significado de un candado partido.

—¡Mierda, mierda, mierda, joder! —Bynowski alargó la mano hacia el botón del interfono. Una mano revestida de cuero se cerró sobre su dedo antes de que hubiera cubierto del todo la distancia. Soltó un gruñido cuando el hueso se quebró, demasiado asombrado para chillar. Cuando levantó la vista y se perdió en unos ojos plateados, deseó haber tenido tiempo porque chillar podría haber ayudado. Un golpe con el revés de la mano que no vio llegar lo lanzó de la silla para ir a chocar contra la pared más alejada y resbalar sobre su propia sangre hasta el suelo.

Haiden se giró con rapidez para presenciar el arco del vuelo de su compañero y aprovechó el impulso del movimiento para ponerse de pie. El instinto se impuso aunque la razón protestaba, y su pistola estaba fuera de la funda para entonces. Sus ojos vieron a una mujer alta, vestida toda de negro. Su cerebro hizo todo lo posible para convencerle de que era lo último que iba a ver si no se largaba de inmediato. Haiden no le hizo caso. No había salido de las calles rindiéndose al miedo, y no iba a empezar en aquel instante.

La pálida mirada de ella se posó en su pistola, luego volvió a su rostro.

—No —dijo con suavidad.

Mucha gente le había dicho «no» con los años. Unos habían suplicado. Otros habían gritado. Algunos lo habían repetido, incapaces de creerlo, una y otra vez. En todas sus variantes, la palabra había contenido miedo, pero nunca había sido una advertencia. Así que, aunque era un claro aviso esta vez, no se dio cuenta.

Había sido un depredador toda su vida; era la primera vez que hacía de presa. Todavía tenía mucho que aprender.

Un latido después, farfulló aterrorizado mientras las puntas de unos dedos marcaban albas medialunas en su garganta. Los huesos de sus manos habían sido rotos, pero el dolor se perdió detrás de la sonrisa de un blanco reluciente de la que no parecía poder apartar los ojos.

—¿Está el jefe en casa? —dijo la sonrisa.

Hasta ese momento, Gary Haiden había estado convencido de que daría su vida por proteger a Sebastien Carl, que miraría a la muerte a la cara y diría «Que te jodan». En lugar de eso, se encontró diciendo:

—Él y su esposa están en el piso de arriba, en el dormitorio grande de atrás, vistiéndose para cenar. —Deseó que bastase.

sep

El señor Carl estaba solo en el dormitorio, poniéndose un par de calcetines negros de seda. Un secador de pelo en marcha en el baño adjunto indicaba la situación de su esposa.

Aunque Vicki sabía que nunca lo había visto antes, había algo familiar en Sebastien Carl. Cruzó el cuarto y le atenazó la garganta con una mano antes de comprender qué. Tenía una conciencia de su propio poder de una intensidad casi vampírica. Todo esto es mío, proclamaba. Tú no eres nada a no ser que decida utilizarte.

Casi lo mató antes de poner bajo control el súbito arranque de rabia.

—Yo no soy como tú —gruñó, sin hacer caso de las manos que arañaban su muñeca—. Sólo quiero hacerte unas preguntas. —Un talón cubierto de seda la alcanzó justo bajo la rodilla—. Para.

Más listo que Haiden, paró. La miró con odio con unos ojos entornados, los dedos envolviéndole la muñeca, el pecho subiendo y bajando en rápidos y superficiales jadeos, todo lo que su tráquea le permitía. La muerte es mi arma, decía su expresión. No la tuya.

Ella dejó alzarse más al Hambre, impidiendo a duras penas que saltara libre.

—Tráfico de órganos. ¿Estás haciéndolo?

—No. —Su respuesta fue poco más que una espiración espetada a modo de negativa. Pues aunque pudiera oponerse a la Muerte en los plateados ojos que apresaban los suyos, no podía mentirles.

—¿Sabes quién lo está haciendo?

—No.

Con la mano libre, se sacó del bolsillo una de las copias que había hecho Henry de las fotos del informe de la autopsia, la desplegó sacudiéndola, y se la enseño.

—¿Has visto a este tipo antes?

—No. —Adelante, la desafiaba su mirada. Haz lo que quieras.

Frustrada, lo arrojó a la cama. Él dio un brinco, rodó al otro lado de la colcha de satén rojo y se alzó disparando la pistola del calibre 22 que había estado al lado de su ropa. Antes de que hubiese apretado el gatillo una segunda vez, estaba muerto.

sep

Apagando el secador de pelo, Jenna Carl se apartó el cabello de mechas doradas de la cara y arrugó la frente.

—¿Sebastien? —preguntó saliendo del baño—. ¿Te pasa…? Oh, mierda.

Nada ajena a los negocios de su marido, el cuerpo en el suelo no la sorprendió mucho. No se sorprendió mucho más cuando resultó ser su esposo. Lo que sí la sorprendió mucho fue descubrir que no estaba, como había supuesto al verle la cara, tendido de espaldas. Alguien…

O algo, porfió una gimoteante vocecita en la parte posterior de su cabeza mientras reprimía un alarido.

… le había vuelto la cabeza del revés por completo.

Saltando sobre el cadáver, se arrastró sobre la cama y abrió torpemente la caja fuerte empotrada en la acolchada cabecera. Estaba todo. Respirando pesadamente, aferró los fajos de billetes e intentó pensar. Todavía podía salir de esta. Todo lo que tenía que hacer era llevar el cuerpo de Sebastien al pie de las escaleras… gracias a Dios le había chafado el plan de construir un bungalow. Un terrible accidente. Los abogados de él sabrían qué hacer, a quién pagar. Un rápido funeral, y ella cogería el dinero y…

—Nunca lo conseguiré. —Si los polis no se mataban por seguirle la pista, los socios de su marido lo harían mientras desgarraban su imperio en sangrientos jirones—. Bien, que se jodan.

Veinte minutos más tarde, vacía la caja, el Porsche de ella rugió saliendo del garaje y desapareció por Marine Drive.

Haiden y Bynowski fijaban una vacía mirada en los monitores.

sep

La parte de Vancouver conocida como Kitsilano había pasado a ser claramente yuppie cuando los últimos nacidos del boom de natalidad (agentes de bolsa, desarrolladores de sistemas, analistas de seguridad, señores del crimen) en sus mejores años de ganancias se habían establecido con una hipoteca y niños. Pese a todos ellos, era un barrio agradable y no el lugar en el que Henry habría esperado estar Cazando esa noche.

Gabriel y Lori Constantine estaban haciendo una barbacoa. De pie inmóvil en las sombras, Henry inhaló la brisa y sofocó enérgicamente el deseo de estornudar ante el persistente olor a calamar quemado. Como anfitrión, Gabriel Constantine estaría entre los seis presentes junto a la casa.

Dos coches, cada uno conteniendo un par de pistoleros, y dos hombres que sin duda alguna no eran una pareja caminando por la playa, le convencieron de que haría mejor optando por una aproximación indirecta. Unos instantes después, se subió sobre el contenedor de residuos orgánicos del vecino, saltó la cerca y fue a parar a un fondo de profundas sombras arrojadas por un macizo de lilas, frunciendo el labio ante el perfume de flores marchitándose.

El patio podía haber sido como cualquier otro patio que había cruzado. La casa difería sólo superficialmente del resto de las de la calle. La reunión podía haber estado teniendo lugar en cualquier parte de la manzana.

Salvo por la gente implicada.

Henry sospechó que los Constantine rara vez recibían a sus vecinos más cercanos. A fin de cuentas, los depredadores tienen una sola razón para tener tratos con la presa.

Cuatro hombres grandes vistiendo chaqueta sobre polo patrullaban el patio. Henry esperó hasta que uno llegó al límite de las sombras y se movió hacia delante lo justo para interrumpir el constante movimiento de barrido de la mirada del matón. Justo antes de que este fuera consciente, Henry apresó el sencillo patrón de sus pensamientos y lo retorció haciéndole adoptar nuevas formas.

—Dile al señor Constantine que hay algo que debería ver junto a la cerca. No le digas que es peligroso, sólo que pensabas que debería echar un vistazo.

La mayoría de la gente atrapada en la Caza reaccionaba como un conejo sorprendido por las luces delanteras: seguía consciente pero del todo sobrecogida ante su inminente e incontestable muerte. Aquellos susceptibles de un control más ostensible eran muy pocos, pero al estar preparado para seguir órdenes y sólo eso, el matón asintió, se volvió y se abrió camino hacia la piscina. Aquello no duraría mucho. Pero por otro lado, tampoco hacía falta.

Henry, que podía oír el latido del niño que dormía en el dormitorio del piso de arriba, no tuvo ninguna dificultad para escuchar las conversaciones en el otro extremo del patio. Colegios privados y clases de música y lo difícil que era encontrar un ama de llaves de confianza y coches importados contra nacionales y lo cierto que era que la gente nunca comprendía que los gastos estaban subiendo, todo envuelto como una historia enredada. Era muy inocente; un oyente casual nunca sabría cómo pagaban las facturas. Por fin, pudo oír el hilo que tenía que ver con su encuentro con Gabriel Constantine.

Frunciendo el ceño, posponiendo una pregunta de uno de sus invitados, Constantine indicó al matón que fuera primero. Había algo ahí fuera, lo había leído en la cara de este, pero confiaba en su seguridad y en la normalidad del vecindario.

¿Qué podría dañarle aquí?, se preguntó Henry mientras se acercaban. Aquí, rodeado por antenas parabólicas, barbacoas de gas y césped cuidado por Mr. Weedman. ¿Qué podría tocarle en medio de todo esto? Sonrió cuando los dos hombres llegaron al macizo de lilas. Había sido, después de todo, una pregunta retórica.

Ignorante de que la mente de su gorila tenía dentro menos de lo habitual, Constantine lo puso en guardia y lanzó una escéptica ojeada a las sombras. Para su horror, las sombras se la devolvieron.

—Si te mueves, te mataré.

Toda la muerte que él había repartido regresó para darle la bienvenida. Si su visión nocturna hubiese sido lo bastante buena, sus invitados tal vez hubiesen podido ver los hombros de él atiesándose y una creciente mancha de sudor oscureciendo su camiseta. Puesto que les daba la espalda, no pudieron distinguir la expresión de horror que sorbió la sangre de su rostro.

Unas discretas preguntas, expresadas en voz demasiado baja para oídos curiosos, sirvieron para decidir que no sabía nada de vender órganos para sacar beneficio ni de la identidad del fantasma. Pero sí sabía un montón sobre otras cosas desagradables.

Pese a ciertos incidentes que habían ocurrido durante el año que Vicki había sido su amante mortal, Henry nunca se había considerado a sí mismo un Batman vampiro, un héroe de tebeo rondando la noche para acabar con el mal. Aunque dispuesto a destruir a cualquiera que se pusiera en su camino, igual que haría con una cucaracha que hiciera otro tanto, no tenía ningún deseo de pasar la inmortalidad en busca del mal para destruirlo. Sencillamente había demasiado.

Por consideración al niño dormido, Henry dejó vivir a aquella cucaracha, limitándose a sugerir que, a cambio, se dedicase a otro tipo de trabajo.

sep

—Ha sido una buena comida. —Celluci se echó a un lado de la puerta del restaurante y casi fue atropellado por un trío de jovencitas. Dos de ellas se hicieron a un lado, la tercera lo miró de arriba abajo, sonrió, y corrió para ponerse a la altura de sus amigas… cuya risa tonta había doblado la esquina de Robeson Street. Sin duda alguna no hacían la carrera (con el paso de los años había registrado a bastantes prostitutas como para no reconocerlas en cualquier circunstancia), y no parecían lo bastante mayores para salir tan tarde.

—¿Te sientes viejo?

Sorprendido, se quedó mirando a su compañero.

—¿Lo he dicho en alto?

Tony negó con la cabeza.

—No. Has suspirado.

—Sí, bueno, es algo que los viejos hacen. —Inspiró profundamente para limpiar la atmósfera del restaurante de los pulmones—. Al menos todavía conservo todos los dientes. Y disfruto de verdad con una buena comida.

—Pensaba que si venías a la costa, deberías comer marisco. Al menos una vez.

—¿Sí? Supongo que Fitzroy pide marineros los viernes.

Con los pálidos ojos abiertos, Tony alzó la mirada clavándola en el detective.

—Tío, has cambiado. No eres tan… eh… —Durante la pausa, obtuvo sólo una cortés expresión interrogante—. Bueno, tan estirado como solías ser.

—Han cambiado muchas cosas en los últimos años.

—¿Sí? ¿Como qué?

—Vicki.

—Ah. ¿Ella cambia, y tú cambias porque la amas?

—Algo así. —Celluci volvió a suspirar y recorrió con ojos entornados Thurlow Street hasta las distantes aguas de English Bay—. ¿A cuánto estamos de tu casa? De casa de Fitzroy, es decir, no de donde estás ahora.

Tony se encogió otra vez de hombros, dejando pasar la pregunta sobre de quién era la casa.

—Hay un paseíto.

—¿Factible?

—Claro. Derecho por Thurlow hasta Davie, bajas por Davie hasta Seymour y llegas a casa. Voy por ese camino en mis patines. —Bajó la vista a sus pies y movió la cabeza—. Esta noche llevará un poco más. Mejor que no tengas prisa.

En alguna parte al sur, se oyó una sirena.

La boca de Celluci formó una delgada línea.

—No tengo ninguna. —Alejándose del restaurante, trató con escaso éxito de no oír los distantes sonidos de la noche—. No se me da muy bien cruzarme de brazos y esperar.

sep

El hombre que respondía al segundo nombre de la lista de Vicki había dejado la ciudad por unos días.

—… no sé más que eso. ¡No sé más! ¡Por favor!

El tercero había estado trabajando hasta tarde. Lo atrapó justo cuando dejaba la oficina.

Sólo había un gorila entre ellos. Luego sólo hubo el persistente olor de una penetrante loción de afeitar. Después…

Sus otros tres muchachos lo encontraron unos instantes después, acurrucado detrás de un contenedor de escombros en el callejón próximo a la oficina. Se levantó despacio cuando se aproximaron, sobreponiéndose visiblemente.

—¿Jefe? ¿Qué ha pasado?

—La noche —dijo, luego hizo una pausa para tragar el miedo. Regueros de sudor que nada tenían que ver con la fría brisa que soplaba en la calle refulgieron bajando por ambos lados de su rostro—. Me ha cogido la noche.

El más viejo de los tres lanzó una asustada mirada a sus compañeros, pero pasó del chino al inglés si eso era lo que el jefe quería.

—¿Dónde está Fang? —Unos ojos entrecerrados buscaron detrás de los tres pares de hombros, alejándose asustados de las sombras—. Se suponía que me protegía.

—Él, eh, desapareció. Justo cuando usted lo hizo.

Sus dedos se retorcieron en forma de puños para ocultar su temblor, pero el persistente terror aguzó su voz con el filo de una navaja.

—¿Entonces dónde cojones estabais?

sep

El volante chirrió una protesta. Vicki lo miró, arrugó la frente y obligó a sus dedos a relajar su presa. Cada vez le resultaba más difícil no alimentarse, no embeberse del terror con la sangre.

Una vez desarrollas el gusto, la había advertido Henry, el deseo te llevará a exceso tras exceso. Sé muy, muy cuidadosa.

—Sí. Bien. «Una vez te vuelvas hacia el lado oscuro, este siempre dominará tu destino». Cierra el pico, Obi Wan. —Hizo una mueca, aceleró el motor, se saltó un semáforo en ámbar, y dobló la esquina a toda prisa, con las dos ruedas todavía en contacto con la calzada protestando ruidosamente.

La frustración crepitaba a lo largo de cada nervio. Era como tener sexo durante horas sin ningún orgasmo a la vista.

—Es mejor que Celluci esté bien descansado cuando vuelva; va a necesitar su fuerza.

sep

Yuen-Zong Chen, conocido por sus socios como Harry, esperó en el pasillo mientras uno de sus muchachos examinaba el lavabo de hombres… no tanto por miedo de ser asesinado como porque le disgustaba en grado sumo mear delante de espectadores. Se hizo a un lado cuando dos de los clientes menos distinguidos del club eran escoltados fuera.

—Todo despejado, señor Chen. —Cuando el señor del crimen entró, el matón asintió hacia un compañero en el extremo del pasillo y se apostó fuera al lado de la puerta, marcando con un zapato de la talla 42 hecho a mano el ritmo que palpitaba por todo el club.

Dentro, Harry Chen se alivió, soltó un profundo suspiro de satisfacción y atravesó el cuarto hasta la hilera de lavabos de acero inoxidable. Movió la cabeza con sincero disgusto ante los restos de polvo blanco. Sólo los débiles idiotas se destruían a sí mismos con drogas. Débiles idiotas que le habían ayudado a hacerse rico, tal vez, pero que no eran por ello menos débiles, ni menos idiotas.

Pasó las manos bajo el grifo y, cuando el agua caliente se vertió sobre ellas, alzó la mirada hacia su reflejo en el espejo.

—Nunca hay una maldita luz cuando… —El resto de la frase se quedó atrapada en su garganta. La muerte miraba por encima de su hombro.

Detrás de él, Henry sonrió, mostrando los dientes.

—¿Harry Chen, supongo?

Se agarrotó, dándose cuenta de que no era una pregunta y de que el hombre de cabello claro sabía exactamente de quién era la vida que asía. Tendiendo las goteantes manos desde los costados, se volvió.

—Si pides ayuda, estarás muerto antes de que digas una sola palabra —le dijo Henry cuando él abrió la boca.

—Estoy muerto de todas formas. —Pero todavía no lo estaba, así que mantuvo la voz baja, sin hacer caso del temblor de esta porque no podía evitarlo, la esperanza luchando con el miedo—. ¿Quién te ha enviado? ¿Ha sido Ngyn, ese capullo vietnamita? No —se respondió a sí mismo—. Ngyn no usaría a un put… —Comprendiendo de pronto que unos insultos racistas tal vez no fueran acertados en aquellas circunstancias, Chen volvió a empezar—. Ngyn no te usaría. Mira, ¿eres un profesional, no? Yo también. Te envíe quien te envié, puedo pagarte más. Mucho más. Dinero. Drogas. Chicas. Lo que te salga de los cojones, tío. Puedo conseguírtelo. —Reuniendo valor en el silencio, alzó los ojos. La pequeña parte de su mente que no gritaba se dijo que era muy afortunado al haberse aliviado hacía un momento—. Tú… no… eres… posible.

La protesta emergió palabra por palabra con cada corto jadeo. Incluso Henry tuvo que esforzarse por escucharla.

—¿No lo soy? —preguntó con calma, impresionado por su fuerza de voluntad a pesar del desprecio que sentía por él—. ¿Entonces no corres peligro, no?

—Sólo… hazlo… hijo de puta.

—No hasta que contestes a unas preguntas.

Tragó saliva y luchó contra el impulso de levantar su barbilla.

—Que te… jodan.

Henry gruñó por lo bajo.

Unos minutos más tarde, cuando comenzaba otra canción, el matón junto a la puerta la abrió una rendija.

—¿Está bien, señor Chen? ¿Señor Chen?

No había señales en el cuerpo. Nada que revelase cómo había muerto.

sep

Harry Chen no sabía nada. Henry arrojó los guantes de conducir de cuero sobre el asiento de al lado, metió de golpe la marcha del BMW y lo hizo avanzar a tirones entre el tráfico. Necesitaba alimentarse, necesitaba dejar libre al Hambre para borrar el recuerdo de los hombres a los que había interrogado con sangre. Apenas había sido capaz de impedirse a sí mismo alimentarse de Harry Chen.

Pero alimentarse de semejante hombre significaría hacerlo de todas las vidas que había destruido, y eso no lo haría.

Pero necesitaba alimentarse.

sep

Los bares estaban cerrando. Los clubes nocturnos, embutidos dentro de entreplantas y detrás de portales, estaban abriendo. Había mucho más tráfico en las calles del que Celluci había esperado.

—Eso es porque la gente vive en el West End, no sólo beben y compran aquí. —Tony agitó una mano para incluir a las torres de apartamentos que se elevaban tapando las estrellas en medio de las casas de caliza roja de cinco y seis pisos apiñadas a lo largo de ambos lados de la calle—. No es como Toronto, está todo mezclado. El otoño pasado, algunos tipos estadounidenses vinieron de Seattle para ver cómo hacemos para que funcione tan bien.

Celluci sonrió ante el «hacemos», luego se hizo a un lado bruscamente cuando un estrépito de latas cayendo, un ruido sordo y palabrotas variadas se derramaron por el callejón que acababan de pasar.

—Tranquilo. —Tony le asió el brazo—. Sólo son buceadores de la basura.

—¿Sólo son que? —preguntó Celluci, permitiéndole que le parara.

—Gente de la calle que recorre los contenedores buscando algo que puedan vender. Algunos usan ganchos, otros se meten sin más de cabeza. —Se metió las manos en el bolsillo delantero de sus vaqueros y pateó un pedazo desprendido de acera. Aunque su cara estaba en sombras, Celluci tuvo la impresión de que se sentía avergonzado de su relativa prosperidad—. Muchos sin techo aquí. Bueno, ¿tiene sentido, no? Quiero decir, se te congela el culo hasta la muerte allá en el este. —Qué te importa a ti, añadió su tono.

Pero Celluci, que había metido en bolsas los cuerpos de aquellos que se congelaban hasta morir cada invierno amontonados al pie de las torres de despachos de millones de dólares, con la piel expuesta pegada a las rejillas de acero de los conductos de ventilación del metro, se limitó a decir:

—Muy cierto.

Anduvieron en silencio durante unos minutos.

—Tengo una nueva vida aquí —proclamó Tony de repente—. Tengo un trabajo, tengo el instituto, tengo una oportunidad; y no la tendría si no fuese por Henry.

—¿Y sientes que se lo debes?

—Bueno, ¿no es así?

—¿Te ha insinuado Henry que le debes algo? —Celluci sabía condenadamente bien que no lo había hecho. Henry Fitzroy podía ser un escritor de novelas rosa arrogante y no muerto, pero no era de los que imponen una obligación al alma de un hombre.

—No tiene que hacerlo. Yo lo siento así. —Se palmeó el pecho con una mano para un mayor dramatismo—. Aquí.

—Muy bien, ¿y qué hay de lo que tú has hecho por él?

Tony resopló.

—¿El qué?

—Lo que ha de hacerse a la luz del día. La gente con la que tiene que tratar. Los arreglos que deben hacerse en horas de oficina. —Bajó la mirada para encontrar los ojos azul claro de Tony clavados en su cara—. Dejando aparte otros aspectos de la relación —su pulgar derecho frotó la diminuta cicatriz de su muñeca izquierda—, creo que descubrirás que las cosas no han sido tan desiguales.

—Él me confía su vida. —Casi sonó como una pregunta.

—Tú le confiaste la tuya.

Sobre ellos, una farola zumbó, el éxito reciente de una banda grunge local vibró a través de una oscura pero abierta ventana, y ambos retrocedieron de un salto cuando un Ford Mustang descapotable bramó a lo largo de Granville Street hacia el puente.

—¿Qué significa sesenta kilómetros para ti, gilipollas? —chilló Tony, brincando a la calzada y agitando un dedo hacia el coche mientras el parachoques reforzado de brillante amarillo desaparecía en la noche—. Los idiotas con coches rápidos creen que el puente es una maldita autopista —murmuró cuando cruzaron al otro lado—. Probablemente no bajarían la velocidad aunque te estuvieran atropellando.

—¿Te sientes mejor?

No sabiendo si Celluci se refería a su arranque o a la conversación precedente a este, Tony se encogió de hombros y descubrió que, ciertamente, se sentía mejor.

—Sí. —Una vez dejaron atrás otra manzana, añadió—. Gracias.

sep

Cuando Vicki abrió la puerta del almacén, el olor a sangre se derramó en la noche. Tragó saliva con dificultad y luchó por mantener el control. Aunque una voz incrédula en la parte posterior de su cabeza exigía saber qué pensaba que estaba haciendo, traspuso el umbral y se movió en silencio a lo largo del oscuro pasillo creado por dos estanterías con baldas del suelo al techo abarrotadas de baldosas para la industria.

En el primer cruce encontró un cuerpo. Le habían disparado cuatro veces en la espalda a quemarropa… a la manera de los profesionales, pues amortiguaba la detonación y disminuía las posibilidades de ser oído.

Pudo oír movimiento delante y el bajo y monótono tono de voces más allá. Sonaba justo como si las voces estuvieran siendo rodeadas. El creciente Hambre hacía difícil pensar, difícil planear. Debería irse. Esta cacería no era asunto suyo.

Se restregó la cara con una mano, tratando de cerrar el paso a la distracción que suponía la sangre derramada, se quedó inmóvil y echó una ojeada arriba a las vigas de acero. Nadie parecía haber tomado el camino principal. Sonriendo, tendió la mano hacia la riostra sobre la estantería más próxima y comenzó a trepar.

sep

—No. En resumen, si las armas salen de esta ciudad, yo las saco. Yo. No tú y yo. —El más viejo de los dos hombres sentados a la mesa se echó hacia delante, frunciendo el ceño—. ¿Qué años tienes, veintiséis? ¿Veintisiete? Has llegado lejos, David Eng, y crees que eres la hostia, pero todavía no lo eres lo bastante para eliminarme y lo sabes.

El otro hombre asintió, pero el gesto fue más el reconocimiento de un hecho que la aceptación del mismo.

—Las guerras callejeras son malas para el negocio, señor Dyshino.

—Cojonudas, es lo que son. Por eso vamos a resolver esto tú y yo aunque tengamos que quedarnos sentados aquí hasta que amanezca.

La mesa se encontraba en mitad del área despejada donde solían guardarse las carretillas elevadoras. Habían encendido una parte de las luces del techo, pero no lograban iluminar del todo el suelo manchado de aceite. Las sombras de los seis hombres de pie se mezclaban con la que los circundaba.

—No tienes por qué aceptar eso —anunció uno de los seis con voz agresiva desde detrás del hombro izquierdo de David.

—Oigamos lo que tiene que ofrecer el señor Dyshino.

Adán Dyshino puso los ojos en blanco.

—No voy a ofrecerte nada, estúpido. Vas a dejarlo.

Una cuidada mano se alzó para interrumpir la protesta de su enfurecido segundo.

—Ciertamente, la venta de armas es una parte muy pequeña de lo que hago, pero no deseo dejar de hacerlo. Parece que hemos llegado a un punto muerto otra vez.

sep

Desde su apostadero en las vigas del techo, Vicki observó a los hombres de Eng tomar posiciones justo en el límite del área despejada.

Sonriendo salvaje, disfrutó de la escena. Si esas alimañas querían matarse unas a otras, por ella estupendo.

El inesperadamente cercano susurro de metal contra metal atrajo su mirada hasta la parte superior del estante más próximo. Un pistolero tendido boca abajo, barriendo con la mira el perímetro de la luz, se hallaba medio oculto detrás de un cajón de embalaje de baldosas de vinilo «estilo parqué». Escrutando con atención las sombras, localizó a otros tres.

Esto se está poniendo interesante…

David Eng tenía ventaja en cuanto a número, pero los hombres de Dyshino controlaban las alturas.

sep

Deteniéndose en seco ante el olor de Vicki, Henry se preguntó qué diablos estaba pasando. Sofocando un gruñido, abrió de golpe la puerta del almacén. El aire del interior olía a sudor, miedo y expectación.

sep

—¡No hemos llegado a nada, inmigrante novato! —Dyshino se puso en pie de repente—. Esto no es Hong Kong, esto es Canadá, y te digo…

Una bala de 9 mm procedente de una ráfaga de ametralladora le alcanzó en el hombro derecho y le hizo girarse. El resto de la ráfaga mató al hombre que tenía detrás. Cayó al suelo y rodó bajo la mesa mientras se desencadenaba el infierno.

sep

Agazapado junto al hombre al que habían disparado por la espalda, Henry dio un respingo ante el súbito estruendo de los disparos. Antes de que hubieran recibido respuesta, estaba de pie y corriendo hacia el sonido. Vicki

sep

Vicki contempló estupefacta cómo Henry irrumpía dentro de la zona iluminada, el rostro y el cabello un pálido borrón sobre la fugaz sombra de su cuerpo. El pistolero del anaquel más próximo murmuró algo que sonaba como «¡Policía!» cuando ella se dio cuenta de que tenía a Henry en su punto de mira.

Disparó justo cuando ella le golpeó lanzándolo por el aire. El aullido de dolor de Henry ahogó el sonido de un melón maduro que hizo la cabeza del pistolero al entrar en contacto con el suelo de cemento, nueve metros más abajo.

El aroma de la sangre de Henry se hizo más intenso eliminando el olor a azufre quemado de la pólvora, el olor a metal caliente de los casquillos gastados, y el cálido, carnoso olor de los hombres de abajo. La sangre de Henry, la sangre que la había creado.

El Hambre saltó fuera de todo control.

sep

El tiempo pareció ir más despacio mientras Henry miraba fijamente de la mancha roja a través de los dedos de su guante derecho al agujero en su brazo izquierdo. No parecía doler. Estoy conmocionado, pensó. Cuando levantó la cabeza, vio a un joven de fría mirada haciendo oscilar una metralleta hasta apuntar en su dirección… cada movimiento calculado y distinguible. Sintiendo como si estuviera moviéndose bajo el agua, Henry alargó la mano, agarró el cañón y estrelló el arma contra la cara del pistolero.

Cuando el cuerpo cayó, la herida palpitó una vez, enviando una onda de dolor que recorrió el cuerpo de Henry, y el tiempo volvió a recobrar su ritmo normal.

Sintió, más que oyó, el grito de rabia de Vicki, y no tuvo fuerza suficiente para abstenerse de responder.

sep

Cogiéndose el hombro, Dyshino miró fuera desde debajo de la mesa con horror cuando otro de sus hombres caía al suelo. Este estaba muerto antes del impacto.

Los disparos rebotaron en las vigas de metal.

Zumbándole la cabeza debido a la adrenalina, uno de los hombres de Eng se situó detrás de una carretilla elevadora y, con una amplia sonrisa, soltó una lluvia de balas más o menos en dirección al guardaespaldas de Dyshino. Algunos de los muchachos pensaban que estaba loco, pero le encantaba esta clase de cosas: el ruido, el caos, la forma de ser tan del todo impersonal de la muerte. Era como estar dentro de un videojuego. ¿Qué diversión había en acechar en silencio y disparar un solo tiro?

De pronto su sonrisa se retorció, dejando paso a una mueca de dolor cuando una presa irrompible se cerró sobre su hombro y lo alzó en vilo lanzándolo dentro de la cabina de la máquina.

Gritó.

Su dedo apretó el gatillo.

Envió a la Muerte en una impersonal visita a dos de sus compañeros.

sep

Ambas partes comprendieron que tenían un enemigo común más o menos a la vez.

Por desgracia, para entonces era demasiado tarde.

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El último francotirador bajó como pudo de los estantes, tratando desesperadamente de correr más que su propia muerte. Resbaló, logró detener su caída y cayó de pie al suelo echando a correr.

Un paso, dos…

Vicki tendió una mano y le aferró por la nuca, haciéndole ponerse de rodillas y dejando al descubierto su garganta en un solo movimiento.

sep

Aquella no era la carnicería que David Eng había planeado. Agachado detrás de un rollo de suelo de vinilo sin encerado, aferró el hombro de su segundo y agitó su Ingram hacia las distantes puertas.

—¡Vámonos pitando de aquí!

Su lugarteniente asintió y empezaron a abrirse camino pasillo abajo, espalda con espalda, cada uno protegiendo la retirada del otro. Casi estaban en la puerta cuando una pálida faz surgió de la oscuridad.

—Creo que no —gruñó Henry. Rodeando el cañón de la Ingram con su mano, lo empujó hacia el suelo. Cuando la recámara se vació en una lluvia de trozos de cemento, se la quitó a Eng de las manos de un tirón y la lanzó lejos.

Aullando de miedo, su lugarteniente comenzó a retroceder por donde habían venido y se topó con los abiertos brazos de Vicki.

Unos instantes después, esta dejó caer el cuerpo y se limpió la boca con la manga del jersey. Cuando se dio cuenta de que Henry la miraba, con Eng tendido sin vida a sus pies, sonrió, con ojos de brillante plata.

—Quedan unos pocos.

Él se volvió a medias hacia el interior del almacén, luego movió la cabeza.

—No. No vale la pena el riesgo.

—Nos han visto…

—Han visto algo, pero no a nosotros. No quieren vernos cuando Cazamos; les recuerda por qué temen los niños a la oscuridad.

—¿Entonces cuál es el riesgo? —Ella avanzó hacia él, inspirando profundas bocanadas del rico, carnoso aire que olía a sangre. Otro paso y puso la palma plana contra el pecho de él—. No pueden hacernos frente. —Inclinándose, lamió un poco de sangre de la comisura de la boca de él. Desde los primeros días que siguieron al cambio, cuando el mundo había sido un caleidoscopio de nuevas sensaciones, no se había sentido tan viva.

Él atrapó la lengua de ella entre sus dientes, con cuidado de no arañarle la piel.

Ella le rodeó con los brazos. La mano buena de él se enredó en su cabello.

Ella gimió contra su boca y empujó el cuerpo de David Eng apartándolo con el lateral del pie.

Terminó muy deprisa.

La oscuridad comenzó a abandonar los ojos de Henry cuando este tendió una mano a Vicki para ayudarla a levantarse.

—Es mejor que salgamos de aquí antes de que alguien informe del tiroteo.

—Pero…

Pudo ver las muertes pendientes destellando en los ojos de ella.

—No. —Cuando Vicki retrocedió un paso hacia la luz, la cogió por el brazo—. Vicki. Escúchame. Tenemos que irnos antes de que llegue la policía.

Esa era la voz que la había guiado a través del año de caos que siguió al cambio. La plata se apagó. A regañadientes, ella dejó que la llevara fuera del almacén.

La brisa del océano dispersó el olor a sangre que los envolvía.

Vicki gruñó en voz baja ante el contacto de Henry, pero cuando él la soltó, siguió donde estaba, mirándole a la cara.

—¿Qué?

—Sólo recordaba. —El tono de ella afirmaba claramente que él no lo recordaría—. Es casi el amanecer. Espérame en el aparcamiento e iremos juntos. Creo que deberíamos hablar. —Luego ella se fue.

Quitándose deprisa unos guantes que ya estaban empezando a ponerse rígidos, Henry movió la cabeza.

—Ella cree que deberíamos hablar —le dijo a la noche. Antaño, antes de Vicki, había pensado que no quedaba nada que le sorprendiera. Estaba equivocado.

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Aquellos todavía vivos dentro del almacén, dos de los hombres de Eng y Adán Dyshino, se juntaron bajo la luz y esperaron, sin saber exactamente por qué, al alba.

sep

Vicki estaba esperándolo en la plaza de aparcamiento de él, sin mostrar ningún signo aparente de la carnicería ni de sus consecuencias.

—Toallitas de mano y cepillo para el pelo —explicó cuando Henry alzó una pelirroja ceja ante la cara limpia de ella y el pelo alisado hacia atrás—. Y creo que he descubierto por qué vestimos de negro.

Se mantuvieron a tres precavidos metros de distancia de camino al ascensor. Una vez dentro, en las esquinas opuestas, Henry la examinó con atención.

—¿Estás bien?

—Creo que tengo un cardenal en el culo. —Se lo frotó y resopló—. La próxima vez, te pones tú debajo.

—La próxima vez. —Desde el momento en que se habían conocido, Vicki Nelson había disfrutado volviendo su mundo del revés, pero aquello, aquello sí que no lo esperaba—. No debería haber habido un «esta vez». Va en contra de todo…

—¿De qué? ¿Del manual? Olvídalo, Henry. Uno —levantó un dedo—, el sexo es una reacción bien conocida a la violencia, y dos —un segundo dedo se alzó—, a todas luces el olor a sangre era abrumador, así que tal vez si nos ponemos tapones en la nariz, podamos ir tirando, y tres —sus ojos comenzaron a brillar de nuevo—, ha sido tan espléndido poder dejarse llevar por fin…

—¿Has disfrutado con ello? —Cuando ella comenzó a sonreír abiertamente, él levantó su mano—. No. Quiero decir el dejarte llevar.

—Sí, lo he disfrutado. ¿Y qué hay de malo en ello? Eran gángsteres, Henry. Dejando aparte lo que hayan hecho con anterioridad, esta noche estaban planeando matarse unos a otros.

—Supón que no hay ningún gángster cerca la próxima vez que quieras experimentar esa sensación.

—Yo no…

—¿Estás segura?

La plata se apagó.

—Podía haberme controlado si no te hubiesen disparado. —Si hubiera sido capaz todavía, se habría sonrojado al darse cuenta de pronto de lo que acababa de decir—. Esto, a propósito, ¿estás bien?

—La bala sólo me ha rozado. —Se metió la mano izquierda bajo el cinturón para sujetar el brazo herido—. Para la puesta de sol de mañana ya no podrás ver la herida.

—¿Por qué demonios has salido corriendo a descubierto así?

Él se encogió de hombros e hizo una mueca de dolor.

—Al oír los disparos, pensé que estabas en un apuro.

Vicki resopló.

—Jesús. Eres igual que Celluci. Puedo cuidar de mí misma.

—Lo sé, pero no has vivido en la noche durante mucho tiempo.

—Henry, lamento comunicártelo, pero fue el tipo con siglos de experiencia el que saltó en medio de una guerra de bandas.

Salieron al decimocuarto piso y aumentaron la distancia entre ellos hasta el ancho del pasillo.

—¿Entonces qué ha pasado esta noche?

—Nos alimentamos los dos —dijo Henry con aire pensativo pero sin mucha convicción.

Vicki movió la cabeza.

—Creo que es más que eso. Creo que una vez aflojamos el control, nos libramos de todo lo que este acarrea. Parece que mientras estemos concentrados en la destrucción en masa, nos llevamos bien.

—Entonces tal vez por eso somos cazadores solitarios. Si lo que ha pasado esta noche es lo que sucede cuando nuestra especie une fuerzas, pronto acabaríamos con nuestro suministro alimenticio.

Llave en mano, ella se detuvo junto a la puerta del apartamento prestado.

—¿Qué pasa mañana por la noche?

—¿Contigo y conmigo? No lo sé. —Sonrió, e hizo ademán de acariciarle la curva de la mejilla en el aire porque estaban demasiado alejados para tocarse—. Pero no tengo ninguna duda de que será toda una experiencia averiguarlo.

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Celluci estaba profundamente dormido. Vicki entró apenas en el dormitorio principal y se quedó observándolo. Contempló el subir y bajar de su pecho. Dibujó la curva del brazo que había puesto sobre su cabeza. Escuchó su latido.

Cambió de posición y un rizo de pelo le cayó sobre la cara.

Ella avanzó, la mano tendida para apartárselo, pero se detuvo cuando el movimiento hizo subir la empapada bocamanga de su jersey por su muñeca, dejando una oscura mancha sobre la pálida piel.

De repente no quiso que Mike la viera así.

Sus ropas, todas ellas incluyendo las deportivas, fueron a parar a la lavadora… lavado en frío, aclarado en frío, más detergente del necesario.

Luego se metió en la ducha y contempló el agua corriendo roja por el desagüe.