antén los oídos abiertos…
Tony embutió otra cinta en el rebobinador con más fuerza de la absolutamente necesaria. Hasta el momento había oído una excusa del todo increíble acerca de una cinta destruida, una conversación que podía usarse como guión de un mal telefilme, y tres interminables críticas de un vendedor de maquinaria de oficina que expresaba su opinión sobre lo que alquilaba el fin de semana cada lunes. No era lo que se dice un rumor en la calle.
Vicki dice que eres el mejor…
—Sí, bueno —musitó, fijando la vista en el exterior de la ventana. Aunque no era lo bastante estúpido para desear volver al frío, el hambre y el miedo, no podía evitar sentirse desconectado de lo único que hacía bien.
Del otro lado de Robeson, dos quinceañeros estaban apoyados contra el edificio de un banco absorbiendo el sol. Uno era delgado y negro. El otro, delgado y blanco. El color de la piel era la única diferencia visible. Ambos vestían pantalones mugrientos del ejército, unas Doc Martens gastadas y camisetas negras sin mangas… una con un símbolo de la paz rojo, la otra con una blanca calavera. Aros de acero destellaban en ambas narices sobre sus bocas en movimiento.
Contrariado, Tony entornó los ojos (la lectura labial no era tan fácil como parecía en la televisión) y empezó a improvisar las palabras que no podía oír.
—¿Sabes algo de esa banda que vende órganos? Sí, tío, voy a quitarme un riñón mañana.
—¿De qué diablos estás hablando, Foster?
Tony dio un salto y se giró rápidamente para quedar de frente a su jefe, que había vuelto, sin ser advertido, del almacén. Chafando la persistente e instintiva respuesta de la calle que consistía en gruñir «No es asunto tuyo», dijo en voz baja:
—Nada.
Su jefe movió la cabeza y le entregó una pila de estuches para volver a guardarlos.
—Ya te lo he dicho antes, y lo diré otra vez; eres un tipo raro. Vuelve al trabajo.
Vicki dice que eres el mejor…
No se trataba tanto de defraudar a Vicki, más bien de que había perdido una parte de sí mismo.
Recogiendo deprisa los estuches, rodeó el extremo del mostrador justo cuando uno de los quinceañeros al otro lado de la calle tendía su mano al otro. Era un gesto tan inusual que llamó su atención y se detuvo por un momento a observar. Se estrecharon las manos ceremoniosamente, con inquietud, luego se separaron. Cuando uno de ellos se volvió de cara a la tienda, la blanca calavera sonrió.
Tony se frotó los ojos con la mano libre y volvió a mirar. Era una camiseta, vieja y descolorida y nada más.
Claro que sonreía la calavera, idiota. Las calaveras siempre sonríen. Tony Foster, has estado yendo con vampiros demasiado. Pero un reguero de sudor escurrió helado como el hielo por el centro de su espalda, y la mano que colocaba los estuches de vídeo sobre los estantes estaba temblando.
—¿Tienes mi dinero?
La sonrisa del conductor resultó casi estúpida de puro inofensiva.
—Está en la bolsa.
La bolsa llevaba una imitación barata del logotipo de los Vancouver Grizzlies. Había al menos un millón de ellas por la ciudad. Tras un breve forcejeo con una cremallera que parecía decidida a atascarse, se abrió para mostrar varios fajos de billetes usados de diez y de veinte.
—¡Muy bien! —Teniendo en cuenta cuántos sueños albergaba, la bolsa no pesaba casi nada cuando la levantó del suelo—. ¡Eh! ¿De qué cojones te ríes?
La sonrisa del conductor se ensanchó mientras conducía el sedán oscuro sobre el Lion’s Gate Bridge dirigiéndose a Vancouver Norte.
—Sólo me alegro cuando alguien deja las calles.
Unos delgados brazos se estrecharon en torno a la bolsa.
—Ya, como si fueses todo un maldito buen samaritano —frunció el entrecejo hacia el salpicadero—. Oye, ¿no ibas en un coche gris antes?
—¿No creerás que estoy usando mi propio coche para esto, no? —El tono era burlón, condescendiente.
—No. Supongo que no.
Siguieron en silencio a lo largo de la Costa Norte, el único sonido el bajo zumbido del aire acondicionado. Cuando el coche se desvió por Mt. Seymour Parkway hacia Mt. Seymour Road, el quinceañero en el asiento del pasajero se removió inquieto.
—¿No debería ir con los ojos vendados o algo así?
—¿Porqué?
—Para que no pueda, ya sabes, contar nada de esto a nadie.
—¿Contar a quién? —preguntó el conductor tranquilamente.
—A nadie, tío. Joder… —Contrariamente a la creencia romántica, quienes vivían en la calle en realidad sabían muy poco de la vida. La sola y única lección que los supervivientes aprendían era cómo sobrevivir. Si no lograban aprenderla, entonces por definición no eran más que otra triste estadística. El chico del coche se creía un superviviente. Identificaba una amenaza en cuanto la oía. De repente hubo algo más en el gorila detrás del volante que aquellos enormes, amistosos, perrunos ojos.
Dejando húmedas huellas con las palmas de las manos en la bolsa de nailon barato, miró sin ver a través del parabrisas tintado y construyó una agradable fantasía en la que hundía a golpes la presumida cara del conductor. Sus ojos se abrieron un poco cuando pasaron una verja de seguridad y viraron por un camino particular. Se abrieron más aún cuando la clínica apareció a la vista.
—Esto no parece ningún hospital.
—Correcto. —Una señal del lado del conductor decía «Sólo personal»—. A nuestros clientes no les gusta pensar que están en un hospital, y pagan muchos dólares para mantener la ilusión de que no es así.
—Joder, ¿qué clase de clientes tienes?
El conductor sonrió.
—Ricos.
Ricos. Su mano derecha acarició los bultos rectangulares que estiraban el costado de la bolsa. Ricos como él.
El procedimiento policial acostumbrado aseguraba que una visita personal lograba obtener más información que una llamada telefónica. No sólo las expresiones faciales eran más difíciles de fingir, sino que los pequeños detalles del entorno circundante eran pistas a menudo inestimables. Cuando Mike Celluci abrió de golpe la puerta que daba a las oficinas de la Sociedad de Trasplantes de la Columbia Británica, admitió que ningún aspecto de aquel «caso» se parecía al procedimiento policial acostumbrado, pero en última instancia, no tenía otra cosa que hacer.
—¿Puedo ayudarle? —La mujer tras el mostrador de recepción de la Sociedad de Trasplantes fijó en él la penetrante y sensata mirada del voluntario profesional. Celluci sintió como si estuviese siendo evaluado en busca de una posible utilidad y casi pudo oírla pensar: Qué bien, músculos. Seguro que tengo algo por aquí que necesita moverse.
—¿Está Ronald Swanson?
Los ojos de ella se entornaron.
—¿Tiene que ver con esa horrible mujer?
—Si se refiere a la entrevista por cable…
—Mire, es usted la decimocuarta persona que pregunta por eso desde que llegué… aunque los otros trece se conformaron con llamar. —Dos puntos de rubor ardieron a través de los polvos de sus mejillas—. Le diré lo mismo que les dije a ellos; no hay absolutamente nada de cierto en todo lo que Patricia Chou dijo, y deberían procesarla por difundir una historia tan, tan horrible. Los órganos donados van a parar a las personas más necesitadas de la lista. Nunca se venden al mejor postor. Nunca.
Algo desconcertado, Celluci separó las manos y compuso su mejor expresión de obtener información.
—No dentro del sistema, no, pero si alguien lo burlara…
—Eso no sucede.
—Pero podría.
—Creo que el señor Swanson dejó del todo claro que una idea tan horrorosa es imposible.
—No, señora. Solamente dijo que sería difícil y costoso. Por eso quería hablar con él. —Casi había estado tentado de deambular adentrándose en una de las partes más peligrosas de la ciudad y ver si podía encontrar algo de acción por parte de alguna banda, pero pensándolo bien decidió que prefería vivir algo más de tiempo. Aunque no tenía ninguna duda de que sobreviviría a las bandas, Vicki lo mataría por correr el riesgo.
Contrayendo las fosas nasales, la recepcionista puso ambas manos sobre el escritorio y se echó hacia delante.
—Somos en extremo afortunados de que un hombre con el dinero y la posición social del señor Swanson esté dispuesto a hacer tanto por la sociedad, pero dado lo ocupado que está su tiempo, no pasa sus días aquí. Si quiere hablar con él, tendrá que llamar a su oficina. Encontrará Bienes Raíces Swanson en las páginas amarillas.
Era una despedida tan efectiva como si hubiese colgado sobre él. Agradeciéndole su tiempo, Celluci se volvió y dejó la oficina.
Compadezco al decimoquinto que llame, pensó mientras esperaba el ascensor.
Bienes Raíces Swanson aparecía en realidad en la guía, y a juzgar por el tamaño del anuncio adjunto, a Ronald Swanson sin duda le iban muy bien las cosas. Por desgracia, no había forma de que una compañía de esa envergadura hiciera pasar una llamada al propietario a no ser que quien llamaba se identificase como detective de homicidios. Lástima que sólo fuese un tipo de vacaciones.
Frunciendo el ceño, Celluci dejó que la guía volviese a caer en su funda de plástico y salió de la cabina. Por primera vez, tenía una idea bastante aproximada de cómo se había sentido Vicki cuando su deteriorada visión la obligó a salir del cuerpo. No le gustaba mucho la sensación.
Por suerte, no era importante que hablara con Ronald Swanson. Había querido reunirse con él más que nada para su propia tranquilidad de espíritu. Puesto que este sin duda había dedicado algún tiempo a pensar en la imposibilidad de montar una operación de tráfico de órganos, Celluci esperaba poder conseguir que se extendiera en su razonamiento.
Patricia Chou casi le había convencido de que Vicki tenía razón acerca del tráfico de órganos, y eso significaba que (vendetta personal de la señorita Chou aparte) Swanson era tan sospechoso como los señores del crimen sin rostro de Vancouver.
Pero un cuerpo, un riñón, no iban a producir mucho en cuanto a beneficios.
Entonces, en alguna parte, tenía que haber más cuerpos.
O iba a haber más cuerpos.
No le gustaba demasiado ninguna de las alternativas.
El cuarto era pequeño con una sola ventana alta cerca del techo. La mitad inferior de las paredes era de un rosa pálido, al igual que el cobertor de la cama. Se dijo que se suponía que sería tranquilizador, pero le hacía pensar en el Pepto Bismol y eso no le gustaba mucho.
Tampoco le gustaba mucho el pijama, pero el conductor había dejado del todo claro que contaban con que se duchara, y luego se lo pusiera.
Al menos el hijo de puta no se había quedado para mirar.
Cerró la puerta del cuarto de baño detrás de él antes siquiera de desatarse las botas y entró y salió de la ducha tan rápido como pudo, incapaz de hacer frente a una mayor exposición. Por desgracia, el pijama no le hizo sentirse mucho más seguro.
Al menos no tienen un agujero enfrente para que asome colgando mi polla.
La bolsa de dinero apretada con fuerza al costado, trató de abrir la puerta de salida. Cerrada. Pero lo esperaba. No le querrían deambulando por ahí molestando a sus pacientes ricos.
Cuando el pomo empezó a girar bajo sus dedos, lo soltó a toda prisa y volvió a la cama, con el corazón martilleándole. Sólo se relajó un poco cuando la figura familiar de la doctora entró en el cuarto empujando un carrito de acero inoxidable.
—Buenas tardes, Doug. ¿Estás cómodo?
—Estoy bien. ¿Para qué es eso? —miró con recelo el instrumental puesto sobre la bandeja superior.
—Las transfusiones de sangre procedentes del mismo donante aumentan las probabilidades de que el injerto prospere. Así que —rompió el envoltorio de una torunda con brutal eficiencia— voy a necesitar sacar algo de sangre.
Más tarde, cuando aquello acabó y estaba tendido en la cama sintiéndose débil y mareado, sus dedos tiraron de la bolsa en busca de consuelo. No sería tan malo, pensó, negándose a reconocer el miedo que estrechaba su garganta y yacía frío y húmedo contra su piel, sólo con que pudiera mirar por la ventana…
Arrancado bruscamente del sueño, Celluci se arrastró a través de la enorme cama hacia el teléfono que sonaba. El reloj al lado de este marcaba las 7:04 de la tarde. Cuarenta minutos para la puesta de sol. Se había echado a las tres para dormir una siesta de media hora, pero por lo visto estaba más cansado de lo que creía. El elegante y femenino auricular casi desapareció dentro de su mano, pero al final se puso el extremo correcto en la oreja. Un rápido vistazo a la pantalla de llamadas le mostró un número familiar.
—¿Qué tienes para mí, Dave?
Del otro lado de la línea, su compañero, el sargento detective Dave Graham, soltó un profundo suspiro.
—Estoy bien, Mike. ¿Cómo estás tú? Tengo los nombres y direcciones que querías.
—Gracias. ¿Cómo es que llamas desde casa?
—Tal vez porque salía de la oficina cuando llamaste. Tal vez conseguir sacar esas cosas del sistema costó algún tiempo y quería pasar lo que quedaba de la tarde con mi familia. Tal vez pensé que no querías a toda la oficina preguntando por qué estabas interesado de pronto en las bandas y agentes inmobiliarios de Vancouver. Elige.
Celluci sonrió burlón.
—¿Me puedes repetir las opciones?
—Que te jodan también, compañero. ¿Tienes un lápiz a mano?
—Aguarda. —Pulsó el botón de espera y fue a la cocina donde había visto un bloc y un pote con lápices al lado de una réplica en extremo cara de un antiguo teléfono de pared—. De acuerdo. Adelante.
—Observarás que no te estoy preguntando por qué quieres estas cosas.
—Y lo agradezco, Dave.
—Quiero decir, estoy dispuesto a creer que lo único que estás preparando es algún excitante plan de vacaciones y no vas a verte envuelto en una de las extrañas investigaciones de Vicki, hechas para salir en la Fox.
—Gracias, Dave.
—Sí, bien, voy a creérmelo. Trata de que no te maten.
La primera mitad de la lista, desde los que estaban firmemente asentados hasta los que prometían, era más larga de lo que había esperado. No habla nada en absoluto sobre Ronald Swanson. No parecía que tuviera ni siquiera una multa de aparcamiento sin pagar.
Henry despertó furioso, pero era de esperar mientras el olor de Vicki (el olor de un intruso, un depredador rival) siguiera impregnando el dormitorio. Había estado tendido con el labio superior medio alzado en un gruñido, y le llevó un momento despegar la carne de los dientes secos de estar al aire.
—Apuesto a que Brad Pitt nunca tiene este problema —murmuró, tendiendo la mano hacia la luz.
El fantasma sin manos aguardaba impaciente al pie de la cama. El cuerpo del depósito había resultado menos perturbador… sólo estaba muerto. Aquel espíritu había ido más allá de la muerte, y las sombras se aferraban a él. Sombras preternaturales, se encontró pensando Henry y movió la cabeza para desalojar el pensamiento. Oh, es justo lo que necesitaba… ahora estoy usando adjetivos sacados de H. P. Lovecraft.
El fantasma se dispuso a levantar sus mutilados brazos, pero antes de que pudiese abrir la boca para gritar, Henry dijo con un gruñido:
—¿El del depósito eras tú, no?
Los brazos todavía alzados, su expresión rayó en el mal humor mientras desaparecía.
Solo de nuevo, Henry balanceó las piernas fuera de la cama; luego, cuando tocaron la alfombra, se detuvo. El persistente olor de un segundo vampiro había sido reconocido si no superado. El fantasma había sido expulsado por un ocaso más. Y sin embargo, su inquietud persistía. Había algo más.
O para ser más preciso, algo menos.
Tony.
Aunque podía oír el palpitante latido de la ciudad circundante, ningún canto de sangre le llamó desde dentro de los límites de su santuario. Con tantas otras cosas allí, la ausencia de Tony destacaba con un afilado relieve.
Henry fijó la mirada en su reflejo y se dio cuenta de que se sentía sorprendentemente bien al estar solo.
—¿Qué estás mirando tan entusiasmada?
—¿Yo? Nada. —Con la negativa, el brillo de anticipación en los ojos de Vicki se apagó.
Celluci frunció el ceño. Lo que ella pensaba que tenía que ocultarle nunca era bueno. De hecho, la mayoría de las veces no era nada bueno. La observó con atención mientras cruzaba el cuarto de estar, sacaba una silla de respaldo de tablas y se sentaba a horcajadas, pero no pudo ver nada que pudiera proporcionarle alguna explicación.
—Esa silla es una Stickley —refunfuñó cuando ella la inclinó hacia delante sobre dos patas y alargó la mano sobre la mesa hacia sus notas—. Trata de no romperla.
—Tranqui, Michael. No sé por qué piensas que no puedes confiarme muebles caros. ¿Qué tienes?
Él empujó una hoja de papel hacia sus tanteantes dedos.
—Las razones por las que la señorita Chou cree que el riñón desaparecido es nuestro móvil.
Vicki examinó la letra familiar.
—Es bastante convincente.
—Yo no he dicho que necesites ser convencida. —Antes de que ella pudiera responder, le entregó otra hoja—. Las razones por las que el señor Ronald Swanson cree que no es factible.
—¿Has hablado con él?
—No. Es lo que recordaba del programa del cable.
—Si Swanson trabaja para el programa de trasplantes, en beneficio propio tiene que refutar esa clase de especulaciones, así que no es lo que se dice una opinión imparcial.
—Es de gran interés para la srta. Chou promover el escándalo. No es una opinión parcial tampoco.
—Pero es el único posible móvil que tenemos y por ello debería ser investigado.
—¿Y si es un simple ajuste de cuentas entre criminales, y han cogido las manos para usarlas más tarde?
—¿Y le han sacado el riñón? —Ella le dirigió una serena y del todo fingida sonrisa mientras cogía un papel y una hoja en blanco—. Tenemos el qué: un cadáver al que le faltan las manos y un riñón. Tenemos dónde: gracias a la vestimenta del fantasma de Henry que nos indica que es residente local. Tenemos por qué…
—Tenemos un posible por qué —la interrumpió Celluci.
—Muy bien. Un posible por qué: un riñón desaparecido equivale a sacar provecho de órganos. Así que… —Lanzando el lápiz al aire, ella lo observó subir hacia el techo, luego lo cogió mientras caía—. Lo siguiente de la lista, quién. Nuestra única pista la constituyen las manos desaparecidas, unas manos desaparecidas con frecuencia significan bandas que siempre están buscando nuevos beneficios y que sin duda pueden encontrar y costear hackers deshonestos, doctores deshonestos, y gorilas leales. —El brillo de anticipación había retornado—. Creo que eso resuelve las objeciones de tu señor Swanson.
—¿Y qué hay del propio señor Swanson?
—¿Por qué habría de andar el señor Swanson cortando manos?
—Odio que contestes una pregunta con otra pregunta —gruñó Celluci.
—Lo sé. Se me ocurren dos razones para que el asesino se lleve las manos. Una, las huellas están en el archivo, y deshacerse de ellas evitará la identificación… una creencia que demuestra un abrumador desconocimiento de la labor forense de la policía moderna. Si ese cuerpo tenía antecedentes, ya habrá sido identificado. O, dos, las huellas no pertenecen a nadie con antecedentes y son útiles a causa de ello. Lo cual nos hace volver a las bandas. Podemos tener esta historia resuelta por la mañana.
—¿Cómo?
—Me entero de quiénes dirigen las bandas principales en esta honrada ciudad —mostró los dientes, demasiado largos y blancos— y les hago unas preguntas. Los jefes siempre saben qué andan haciendo las demás bandas… por eso siguen siéndolo.
A Celluci se le apareció de súbito una imagen de un montón de sangre derramada sobre trajes muy caros.
—¿Cómo vas a enterarte de quiénes son los líderes?
—Haré algunas preguntas a la parte más baja del escalafón.
Había ciertos aspectos de la nueva naturaleza de Vicki que encontraba tan difíciles de comprender que ni siquiera se molestaba en intentarlo. Aquel no era uno de ellos.
—¿Estás deseándolo, no?
—¿Y por qué no habría de hacerlo? —Su tono era tanto defensivo como desafiante—. No tienes ni idea de lo difícil que es contenerse siempre. ¡Ser menos de lo que eres capaz de ser!
—¿Qué? ¿Menos violenta? —Se inclinó hacia ella, apoyando del todo los antebrazos sobre la mesa, sus bíceps tensándose contra la tela de su polo de golf—. Siento mucho explotar tu burbuja, Vicki, pero todos tenemos que vivir con eso. Es el precio que pagamos por la civilización.
—Déjalo, Celluci. —Se echó asimismo hacia delante—. ¡No me jodas dándotelas de santo! No es posible que sientas lástima por la clase de miserables con los que voy a… —Cuando los ojos de él se entornaron, ella se detuvo por espacio de un latido— negociar. ¿Qué es eso? —Miró suspicaz la lista que él le ofrecía.
—Es una alternativa más fácil. Hice que Dave sacase del ordenador los nombres y direcciones de la gente que querías.
—Oh. —La hoja colgó entre pulgar e índice.
Si él hubiese querido arriesgarse a complacer su deseo de violencia desencadenada, le habría recordado que todavía tenía que llegar hasta aquella gente atravesando lo que sin duda sería una férrea seguridad. Como tampoco quería recordarle su potencial para la violencia ni recordarse a sí mismo el posible peligro para ella, dijo en tono neutro:
—Hay muchos nombres para una noche. ¿Por qué no los repartes con Henry?
—¿Henry? —Sus ojos se platearon—. No. Henry no. ¡Esta es mi caza! ¡Mía!
—Por mucho que deteste decirlo, no es del todo incompetente. Incluso ha hecho esta clase de cosas para ti antes.
—Antes —le recordó Vicki, la última sílaba más un gruñido que algo inteligible.
Celluci la miró fijamente por unos segundos, luego se echó atrás en su asiento, moviendo la cabeza.
—Así que él tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Sobre tu incapacidad infantil de trabajar con él. —Pese al a veces escaso control que ella tenía sobre aquello en lo que se había convertido, Celluci siempre había creído que Vicki nunca le haría daño. Se preguntaba de vez en cuando, al aguijonear los límites de su nueva naturaleza, si él mismo ponía a prueba esa creencia de forma deliberada. Se lo preguntó en aquel momento cuando ella se puso de pie despacio. Parecía más alta de lo que él sabía que era. El vello de los brazos se le erizó y sintió su mentón empezando a alzarse, una rendición instintiva que soslayaba su control consciente. Lo obligó a volver a bajar.
Con ojos llameantes, Vicki avanzó un paso, estrechó sus manos en torno a la silla en la que había estado sentada y la hizo astillas, trozo a trozo de madera. Un momento después, respirando pesadamente (no por el esfuerzo de destruirla sino por el necesario para recuperar el control), dijo con un gruñido:
—¿Ves lo que me has obligado a hacer?
—¿Yo te he obligado? —Su corazón latía tan fuerte que incluso él podía oírlo. Teniendo en cuenta lo muy acorde que estaba ella con esa clase de sonido, le sorprendió un poco que pudiera oír su voz por encima de él—. No lo creo.
—No. —Los ojos de ella volvían a ser casi grises. El resto de plata podía haber sido cosa de la luz—. Supongo que no. —Tendió una mano sobre la mesa y le apartó el rizo de pelo de la cara—. Pero no tienes ningún derecho a acusarme de vivir peligrosamente.
—No. Supongo que no. —Prendiendo la mano de ella, le besó la fría piel del lado interno de la muñeca, un reflejo exacto de una postura que habían adoptado un centenar de veces—. ¿Ahora qué?
—Ahora, voy a llamar a Henry.
—¿Llamar?
—Sí. Por teléfono. —Se soltó y le palmeó suavemente ambas mejillas—. No eres el único que ha pensado una forma más sencilla de conseguir pasar por esto, rodillitas.
Él arrugó la frente mientras ella se alejaba.
—¿Rodillitas?
—¿… y si uno de ellos resulta ser el hombre que estamos buscando? —preguntó Henry mientras doblaba la lista y la deslizaba dentro del bolsillo. Había tratado de no sonar ni sarcástico ni condescendiente y, considerándolo bien, había obtenido un notable éxito en ambos aspectos. Ahora bien, siempre había sido capaz de manejarse por teléfono.
—¿Qué? ¿Quieres que suponga que uno de tus… sujetos dice «Sí, yo soy el que buscan. He estado vendiendo órganos a lo largo de toda la costa oeste. Solemos arrojarlos al mar, pero ese cuerpo del puerto debe de haber sido arrastrado por las mareas»?
Con un esfuerzo, él impidió que su sonrisa se reflejara en su voz… Vicki parecía increíblemente indignada ante la sola posibilidad de que él pudiese dar con la información antes que ella.
—Sí. Supón que uno de mis… sujetos dice eso. Al haberme dado la mitad de la lista, las probabilidades están al cincuenta por ciento.
—No necesitas decirme las probabilidades, Henry. Puede que sea un vampiro joven…
Oyó protestar a Celluci en segundo plano y se alegró mucho de no haber entrado en la anterior disputa.
—… pero he estado haciendo esto de vivir mucho más tiempo del que lo hiciste tú, y desde luego he sido investigadora muchísimo más tiempo.
—No pretendía insinuar lo contrario.
—Oh, no, sólo pretendías insinuar que no me necesitabas aquí para nada.
Frunciendo ligeramente el ceño, él retomó la conversación y trató de resolver cuándo había llegado ella a esa conclusión en particular.
—Vicki, puede que sea capaz de emplear mano dura con los señores del crimen, pero nunca se me habría ocurrido hacerlo.
—Ah.
—Si quiero deshacerme de mi nada jovial espíritu, te necesito aquí.
—Ah —la oyó suspirar—. No puedo decidir si estás siendo adulto o paternalista.
—¿Qué prefieres?
—Sabes, esa es una pregunta muy de Celluci. No quiero veros rondando juntos nunca más.
Pero él pudo oír su sonrisa, así que todo iba bien.
—Lo comprendo.
Ella resopló, un sonido del todo humano.
—No creo que puedas. Quien vuelva primero deja un mensaje en el contestador del otro.
—¿No crees que deberíamos encontrarnos? —Experimentó un inesperado recuerdo del pulso que latía en la base de la garganta de ella, su suave piel bronceada acariciada por el sol que nunca volvería a ser así, y no oyó su réplica a causa de la súbita oleada de soledad.
»Lo siento, yo…
La voz de ella fue la más amable que había escuchado desde el cambio.
—También yo lo siento, Henry.
—¿Todo ha ido bien?
Apoyando la mano sobre el teléfono, Vicki se volvió hacia Celluci y se encogió de hombros.
—Le he dado a Henry los demás nombres. Sabe lo que necesitamos averiguar. Como tú has dicho, no es del todo incompetente.
Las cejas de Celluci se juntaron ante el asomo de melancolía en su voz.
—¿Y por teléfono bien?
—No hay razón para que no sea así, ¿no? Al otro lado del país, o del pasillo, básicamente es lo mismo.
¿Le echas de menos, no? Pero no era tan estúpido como para hacer esa pregunta. Ella no echaba de menos a Fitzroy (el bastardo real no muerto seguía por ahí), echaba de menos lo que habían compartido, y no quería recordárselo porque ella nunca jamás podría volver a compartirlo, y aunque él se regocijaba con tal certeza, no tenía intención alguna de dar la impresión de ser un gilipollas insensible.
—¿Necesitas alimentarte? —preguntó en cambio.
Desaparecida la melancolía, ella sonrió y sus ojos se cubrieron de escarcha.
—No, gracias, voy a cenar fuera.
—Sí. Bueno. —En realidad, encontraba la idea de ella hartándose de la sangre de los señores del crimen de Vancouver menos problemática que sus comidas más amables. Esas eran las noches en las que no quería pensar. Levantándose de pronto, la acompañó de camino a la puerta—. Espera y voy contigo hasta el vestíbulo. Tony trabaja hasta las nueve. Creo que iré a la tienda de vídeo y veré si quiere unírseme para tomar un bocado. —Cuando las cejas de ella se alzaron, él suspiró—. Sabes, antes comer no daba lugar a tantos dobles sentidos.
Vicki se giró a medias para contestarle mientras él cerraba la puerta. Cuando se dieron cuenta de que no estaban solos en el pasillo, era demasiado tarde para hacer nada que no pareciese una retirada.
—Henry.
—Vicki.
Oh, mierda. Sin embargo, parecen casi locuaces, así que tal vez esto no resulte un completo desastre. Ambos vestían vaqueros negros y camisetas negras. Vicki llevaba deportivas y un jersey negro de algodón. Él sabía que era algodón; se lo había comprado. Fitzroy llevaba botas de explorador y una chaqueta negra de lino. Celluci sabía que era de lino; tenía una igual que esa, de la que iba a deshacerse en cuanto llegara a casa. Nunca había advertido lo mucho que se parecían.
No se trataba de la ropa. Miles de aspirantes a vampiro de todo el mundo vestían con un estilo más de no muerto que ellos dos.
No era el color del pelo. Aunque ambos eran rubios, el cabello de Fitzroy era más rojo y Vicki era fuera de toda duda rubia ceniza. Eso decía en la caja del tinte.
Era sola, lisa, pura y llanamente la forma de ser. Compartían una belle morte, una mortífera belleza. Celluci no estaba seguro de por qué le venían las palabras en italiano; sólo lo hablaba en familia, y no era un idioma en el que pensara nunca, pero de alguna forma el inglés (el viejo y llano inglés de cada día) no parecía suficiente.
Y no sólo una mortífera belleza; también compartían una total y absoluta seguridad en sí mismos y en su lugar en el mundo.
De seguridad, Vicki nunca había ido escasa, pero su marcada e irascible creencia de que ella tenía más razón que nadie había sido refinada durante el tiempo en que cerró filas con Henry Fitzroy; refinada y aguzada hasta adquirir el filo de una cuchilla. Fitzroy, por supuesto, siempre había sido así. Era una de las cosas que Celluci siempre había odiado. A la que siempre había reaccionado.
Su corazón empezó a latir al ritmo del poder que palpitaba entre ellos. Que los rodeaba. Que le rodeaba. En aquel pasillo, en aquel instante, viendo cómo los dos se observaban, comprendió la afirmación: Yo soy.
¡Y con eso basta y sobra! ¡Podía soportar los adjetivos italianos llovidos del cielo, pero blasfemar era otra cosa! Perdóname, Padre, porque he pecado; hace dos años desde mi última confesión, pero únicamente se debe a que he estado durmiendo con un vampiro. Si. Bien.
Cuando un musical repique rompió el silencio, levantó el pie derecho, lo volvió a bajar y, casi milagrosamente, siguió el movimiento con el izquierdo… caminando justo a través de la línea de visión de ellos dos.
—Detesto arruinar un momento Kodak, chicos, pero el ascensor está aquí.
Durante un latido el poder se concentró en un nuevo punto. Pudo sentirlo azotándole la espalda, fría y caliente a un tiempo, y tuvo una breve visión de los pálidos dedos de Vicki haciendo trizas la silla. Algo sorprendido de que todavía fuera capaz de moverse, cruzó el umbral metiéndose en el ascensor y se dio la vuelta. Como esperaba, ambos estaban clavando la mirada en él. La boca de Vicki se alzaba retorciéndose en una media sonrisa, arrollando su sentido del ridículo al melodrama. Fitzroy llevaba puesta su cara de Príncipe de las Tinieblas. Celluci se cuadró de hombros, resistiendo el tirón. Nadie sobrevivía a una relación con Vicki Nelson (vivo o muerto) sin un sentido igualmente poderoso del yo y no iba a hincar la rodilla ante el puto Henry Fitzroy.
—¿Vienes, Vicki?
Cuando ella asintió y anduvo hacia el ascensor, retrocedió para dejarle espacio.
Ella se detuvo, nada más entrar, y su sonrisa se endureció.
—¿Vienes, Henry?
Incluso Celluci pudo oír el desafío. Diablos, un sordo en el edificio de al lado podría haberlo oído.
—Vicki…
Una pálida mano se alzó. Un príncipe indicando que no había necesidad de implicar a las masas.
—Creo que no. No.
—¿Por qué no? ¿Miedo de perder tu cacareado control? ¿Demasiado viejo para aguantar?
—¡Vicki! —Le habría dado igual no desperdiciar su aliento. Las palabras fueron lanzadas con toda la sutileza de una burla de patio de recreo y resultaron igual de imposibles de pasar por alto.
Con la espalda contra la pared, y Vicki entre él y la salida, Celluci contempló a Henry avanzando hacia el ascensor. Quiso agarrarla y sacudirla y preguntarle para saber qué diablos pensaba que estaba haciendo. Sólo que lo sabía. Vicki siempre haciendo valer sus argumentos a fuerza de martillazos. Debería haber bajado por las malditas escaleras.
Cuando la puerta se cerró, el tejido de la chaqueta de Henry susurró contra ella.
—Aparcamiento nivel uno, por favor.
La cabeza ligeramente ladeada, los plateados ojos clavados en la sombra, Vicki pulsó el botón sin mirar al panel.
No fue el ascensor lo que se puso en movimiento dando tumbos, comprendió Celluci; era su corazón.
Los dos cambiaron de posición de forma simultánea, demasiado rápido para que un simple mortal los viera moverse. Un segundo antes estaban frente a frente (la espalda de Henry contra la puerta) y al siguiente Vicki se hallaba a la izquierda de Celluci y Henry a su derecha. Siguieron encarándose pero habían logrado lo que podría ser una distancia de seguridad entre ellos. Un sordo gruñido de advertencia, sentido en lugar de oído, vibró a través del cerrado espacio y erizó cada pelo del cuerpo de Celluci… una sensación nada agradable. Dándose cuenta de lo poco que costaría romper el equilibrio convirtiéndolo en un sangriento caos, resistió el impulso de rascarse. Ahora con que podamos llegar al vestíbulo sin que nadie más entre…
El ascensor se detuvo en el séptimo piso.
Las puertas se abrieron.
Ambos vampiros giraron raudos para hacer frente a la intrusión.
Celluci no supo exactamente qué vio la pareja que esperaba en el séptimo piso ni quiso saberlo. Sus caras palidecieron y la mancha extendiéndose por la parte delantera de un caro par de pantalones de seda ofreció a su imaginación información suficiente. Apretando los dientes, se lanzó hacia delante y hundió un dedo en el panel.
Al cerrarse las puertas interrumpieron un creciente e involuntario gemido. De pronto, ya no le preocupaba que alguno de sus acompañantes perdiera el control. Él mismo lo perdió.
—¡Basta! —gruñó al volverse—. Estoy hasta aquí —cortó el aire con el canto de la mano sobre su cabeza— de vosotros dos. ¡Podéis meteros esa mierda de criatura-de-la-noche donde os quepa! ¿Habéis visto lo que les habéis hecho a esos dos chicos? ¿Eh? ¿Alguno de los dos se ha dado cuenta cuando se han puesto en medio de vuestra insignificante lucha de poder?
—¿Insignificante? —comenzó a decir Vicki, pero él la interrumpió.
—Sí. Insignificante. ¡A nadie le importa un huevo quién de los dos es el vampiro jefe salvo a vosotros dos! ¡Y no habría mayor problema de no ser porque hay todo un maldito mundo alrededor de vosotros y a ninguno de los dos parece importaros un carajo quién resulta alcanzado por la metralla!
—Tú sigues vivo…
Se giró rápidamente hacia Henry.
—Bueno, ¡me cago en la puta! —Demasiado furioso para pensar en las consecuencias, desafió a la sombría mirada a que hiciera lo peor.
Los labios de Henry descubrieron sus dientes.
Vicki se movió para rechazarlo.
Celluci empujó con ambos brazos. Sus músculos se tensaron mientras los mantenía apartados, una mano en cada pecho, permitiéndole la misma temeridad del gesto tener éxito durante un latido. Dos. Tres. Con los dientes apretados, se negó a ceder. Su visión comenzó a desenfocarse.
Contenidos de manera imposible, el recuerdo se alzó para doblegar al Hambre.
Los tres acababan de enterrar a la madre de Vicki por segunda vez. Ellos dos estaban físicamente heridos y emocionalmente desollados, pero Vicki se moría. Henry había hecho lo que había podido, pero no había sido lo bastante fuerte para terminar; necesitaba más sangre. Michael Celluci le había ofrecido la suya, aun cuando creía que ello significaba perderla.
En más de cuatrocientos cincuenta años viviendo como un espectador en medio de la humanidad, había sido lo más asombroso que Henry Fitzroy había presenciado nunca.
Hasta aquel preciso instante.
El sargento detective Michael Celluci era muy grande y muy fuerte; pero no fue su fortaleza física lo que detuvo el Hambre. Fue la actitud de «¡no lo permitiré!» que osó proclamar, incluso sabiendo que, como él mismo podría decir, tenía tantas posibilidades de ser escuchado como un copo de nieve en el infierno.
Una vez más, Henry descubrió qué clase de hombre era, y se avergonzó de que tuviera que recordárselo.
Los ojos todavía clavados en los de Henry, Vicki recordó lo mismo que este y sintió lo que él. Por primera vez en su presencia se vio obligada a pensar en alguien más. Apartando súbitamente la mirada, fijándola horrorizada en el pulso que latía entre los músculos del cuello de Celluci, sustituyó la vergüenza de Henry por la suya propia.
Celluci los sintió rendirse y dejó caer los brazos. No tenía demasiada elección. Sin ejercer presión contra ellos, no podía sostenerlos. La atmósfera todavía le hacía estremecerse, pero extrañamente no parecía venir de Vicki o Henry.
—Creo que hemos olvidado —dijo una voz tranquila que casi no reconoció— que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
—Creo que he olvidado lo que importa. —Sin lugar a duda la voz de Vicki, pero con un tono atormentado que no oía a menudo.
—Lo mismo digo. —Para su sorpresa, Henry, sólo Henry, un hombre al que Celluci de pronto recordó que había llegado a respetar e incluso apreciar, tendió una pálida mano—. Mis disculpas, detective. Ojalá pudiera prometer que no volverá a pasar, pero no puedo. Prometo hacerlo mejor en el futuro.
Su apretón era frío, como el de Vicki.
Luego desapareció.
—¿Dónde…?
—Nivel uno del aparcamiento. La camioneta está en el dos. Supongo que uno de nosotros va a usarla.
Él pestañeó para quitarse el sudor de los ojos, y le dejó que le pasara el hombro bajo el brazo, soportando la mayor parte de su peso.
—Cógela tú. Nunca encontraré aparcamiento.
—Te dejaré allí.
—Muy bien. —El garaje tenía la húmeda frialdad del aire no acondicionado venido de lo más profundo. Celluci se descubrió pensando en tumbas—. Vicki. ¿Qué acabo de hacer?
—Has saltado un rascacielos de un solo salto.
—No quiero decir físicamente…
Ella suspiró. No era algo que hiciera muy a menudo; había perdido la costumbre al desaparecer la necesidad de respirar a escala mortal.
—Nos has recordado que seamos más, en vez de menos.
Él se detuvo y bajó la mirada hacia ella.
—Inténtalo otra vez.
—Nos has obligado a dejar de portarnos como idiotas.
—Sí, lo sé, pero no soléis escuchar.
—Esta vez… —Ella hizo una pausa, luego alzó una mano y le apartó el rizo de la cara.
Henry ha escuchado.
Envolviéndole con sus brazos, apoyó la mejilla contra su pecho y buscó cuanto consuelo podía encentrar en el firme latido de su vida.
—Te quiero, Mike.
—Eh, te creo. —Descansando su mentón sobre la cabeza de ella, se preguntó qué era lo que ella no le había dicho.