l depósito de cadáveres se hallaba en el sótano del Hospital General de Vancouver. Henry supuso que se regía por el mismo principio que las criptas bajo las catedrales: a mayor profundidad, más fría la temperatura ambiente, y menos probable que el olor a podredumbre se filtrara al resto del edificio.

Los hospitales nunca habían sido uno de los lugares favoritos de Henry. No porque mantuvieran un grado de iluminación dolorosamente elevado para ojos adaptados a la oscuridad. Ni siquiera a causa del omnipresente y desagradable olor a antiséptico mezclado a fondo con el de enfermedad.

Era la desesperanza.

Flotaba en los pasillos como humo; de los pacientes que sabían que estaban muriendo, de los que temían estar muriendo. Que la medicina moderna diera como resultado muchos más éxitos que fracasos importaba bien poco.

Los depredadores vivían a costa de los débiles. Los indefensos. Los desesperados.

Aunque ya se había alimentado, el Hambre se afanaba por librarse del control de Henry mientras este transponía el umbral y entraba en el edificio. Su impulso no era alimentarse; era matar, matar porque podía, porque estaban todos prácticamente pidiéndole que lo hiciera. Al cerrarse la puerta detrás de él, pudo sentir cómo se desprendía el pellejo de civilización, exponiendo el Hambre de debajo.

Había decidido acceder a través de Urgencias, razonando que podía ocultar sus movimientos en el caos que siempre parecía existir en esa parte de los hospitales de grandes ciudades. Hasta cierto punto, el razonamiento era acertado, pero el aroma de la sangre cerniéndose sobre la abarrotada sala de espera estuvo muy cerca de desencadenar el Hambre. Intensamente consciente de los débiles y heridos alrededor de él, sus vidas latiendo en una atmósfera que hedía a desesperanza, Henry se alejó de la puerta y se adentró en el edificio.

Nadie intentó detenerle.

Aquellos que lo vieron desviaron la mirada rápidamente.

Pasando tan deprisa como era posible a través de la atestada sala de espera de urgencias, se deslizó sin ser advertido por el primer hueco de escalera que encontró. El aire era más limpio allí, pero no tenía tiempo para serenarse.

Folclore aparte, los vampiros no sólo se reflejaban en los espejos, sino también en las cámaras de seguridad.

Hay veces, pensó, corriendo escaleras abajo a toda velocidad, un oscuro parpadeo atravesando un inalcanzable monitor, en las que odio este siglo.

Dos tramos de escalera abajo, abrió una puerta con el rótulo: DEPÓSITO DE CADÁVERES / APARCAMIENTO NIVEL DOS y entró agradecido en un corredor débilmente iluminado. Aunque sospechaba que los recortes presupuestarios eran la razón de que dos de cada tres fluorescentes estuviesen apagados (no habría pacientes deambulando por ahí abajo a fin de cuentas y, dada la hora, poco personal), era difícil no apreciar la atmósfera creada por la falta de luz. El pasillo que conducía al depósito debía estar sumido en sombras.

Mostrando los dientes, pero más cómodo de lo que había estado desde que dejara su coche, Henry siguió el rastro de sangre hasta una puerta abierta. Poniéndose un par de guantes de conducir de cuero, atravesó en silencio un despacho exterior entrando en el auténtico depósito.

Allí, respiró con mayor facilidad todavía. En aquellos cuartos, la sangre derramada carecía de vida y los muertos estaban más allá del miedo.

Sólo seis de los cajones refrigerados estaban en marcha. Cinco llevaban una etiqueta con el nombre del ocupante. El sexto albergaba el cuerpo de un hombre sin manos sacado del puerto de Vancouver.

Su rostro había recibido golpes (aunque no estaba nada claro si había sucedido en el agua o antes) pero conservaba suficientes partes reconocibles para que Henry identificara a su fantasma. En caso de haber tenido alguna duda, el borroso tatuaje casero azul de una daga goteante en el antebrazo izquierdo le habría convencido.

Aunque había archivos informáticos asimismo, las copias impresas de los informes de la reciente autopsia estaban guardadas en un enorme fichero apoyado contra una pared de la oficina. Sólo costó un momento casar el número del cajón con el de la carpeta en cuestión y un instante más poner la primera página en la fotocopiadora.

Oyó el tintineo de llaves en el pasillo justo después de apretar el botón de imprimir.

sep

Kevin Lam se lanzó las llaves del coche de mano a mano mientras se apresuraba pasillo abajo. Había sido un turno horrible y todo lo que quería era ir a casa, comer algo que no supiese a desinfectante, y ver si por casualidad echaban un partido de béisbol. En realidad no le gustaba tanto el béisbol, pero un turno de diez horas le había dejado el encefalograma tan plano que imaginaba que era la única trama en la tele que sería capaz de seguir.

Una vez esté en el coche, estoy a salvo. No pueden volverme a llamar. Puedo ir a casa. Con la vista enfocada en la entrada al garaje al final del pasillo, casi no vio el resplandor de la oficina del depósito.

La supuestamente vacía oficina del depósito.

El cristal mate de la mitad superior de la puerta estaba oscuro. Desde el pasillo, parecía que nadie estaba trabajando hasta tarde.

—¿Entonces quién diablos está usando la fotocopiadora?

Kevin echó un vistazo hacia el garaje y suspiró. Si llamaba a seguridad, podía quedarse allí durante horas aunque resultase no ser nada. Y si resultaba no ser nada, sería el blanco de todas las bromas sobre el depósito del hospital.

—Mejor me limito a abrir la puerta y encender la luz, ver que no es nada, y luego me voy a casa.

¿Y si pasa algo?, se preguntó mientras se metía las llaves en el bolsillo y tendía una mano hacia la puerta. Negó con la cabeza. SI, claro. Como si alguien fuese realmente a estar en un depósito de cadáveres a medianoche a oscuras haciendo fotocopias.

Henry disponía de tiempo de sobra para esconderse. Sencillamente no se molestó.

En el instante en que la silueta del enfermero apareció por la puerta abierta, tanteando en busca del interruptor de la luz, Henry le agarró por la pechera del uniforme, lo arrastró dentro del cuarto, y cerró la puerta.

El Hambre rugió en sus oídos, sus ataduras en carne viva por la presencia de Vicki, y luego aún más desgarradas por su paso a través de la desesperanza y el olor a sangre concentrados en la parte superior del edificio. El instinto de conservación apenas la mantuvo a raya cuando empujó al joven haciéndole caer sobre el escritorio.

No estaba del todo oscuro en el cuarto. Había indicadores luminosos brillando sobre varios aparatos y una luz de salida lucía sobre la puerta. Kevin vio el pálido óvalo de un rostro inclinarse sobre él, se sintió abismarse en las insondables honduras de unos ojos oscuros, y contuvo un chillido cuando una voz helada le ordenó que siguiera en silencio.

Unos fuertes dedos aferraron su muñeca, el toque a la vez gélido y ardiente, las sensaciones corriendo por su brazo con su pulso y haciendo martillear su corazón. Su respiración se aceleró. Quizá fuese miedo. Quizá fuese algo más sombrío.

No comprendió cuando la pálida faz se retiró y esa misma fría voz murmuró:

—Y la acusaba a ella de comportarse como una niña.

Cuando el rostro retornó, cuando la voz le mandó olvidar, olvidó agradecido.

sep

Tony había salido justo después de Henry. Vicki había mandado a Celluci a la cama hacia las dos. Todas las luces estaban apagadas salvo una pequeña lámpara con forma de media luna sobre un estante de la entrada.

Con las cortinas descorridas, la ciudad se derramó dentro del cuarto de estar, desterrando toda oscuridad en ciernes para los que vivían de noche. Habiendo puesto a un lado con cuidado el correo sin abrir de dos días, Vicki se sentó en el escritorio de caoba clavando la mirada en una hoja de papel en blanco y esperando a Henry.

Pronto estaría de vuelta. Tenía que estar si quería darle alguna oportunidad de estudiar el informe de la autopsia y llegar tal vez a alguna conclusión antes del alba.

Si pensaba en esperar a Henry, se sentía bien. Cuando comenzaba a pensar en lo que era Henry, sus pensamientos se teñían de rojo.

Vampiro.

Pero él siempre lo había sido… no era él quien había cambiado.

Jugueteó nerviosa con la maciza estilográfica que había encontrado en uno de los cajones del escritorio, haciendo rodar el liso y negro peso una y otra vez, encontrando cierto consuelo al hacerlo.

De acuerdo. No soy lo que fui, pero sigo siendo quien era. Acepté las limitaciones de la retinitis pigmentaria… vale, no de buen grado, la obligó a admitir su sinceridad, pero las acepté. No dejé que me impidiera vivir mi vida tal como yo quería. Estoy aquí para encontrar a un asesino, y no voy a permitir que Henry Fitzroy cambie la forma en que funciono. ¡Es mi amigo, y vamos a comportarnos como amigos aunque tenga que destriparlo y alimentarme de sus humeantes entrañas!

La pluma se partió entre sus dedos.

—¡Mierda!

Respirando pesadamente, Vicki se abstuvo a duras penas de arrojar los pedazos a un lado y rociar de tinta un cuarto lleno de tapicerías carísimas. Temblando a causa del esfuerzo, puso ambas mitades de la pluma con suavidad en mitad del escritorio, luego se puso en pie de repente y apartó la silla con saña de una patada.

Mientras una vocecita en la parte posterior de su cabeza se preguntaba a qué demonios se debía aquello, se dirigió a la puerta, alzándose su Hambre. Con los ojos brillando plateados en el espejo de pared de la entrada, buscó el pomo y advirtió otro corazón latiendo al unísono con el de ella.

Henry.

En el pasillo. Casi en la puerta.

Vampiro.

Entonces le vino a la memoria la opinión de Celluci.

Escritor de novela rosa.

Vicki se aferró a aquello y lo usó para obligar a golpes a su respuesta instintiva a volver a las sombras. Su respiración se tranquilizó y el rugido en sus oídos se aplacó hasta dar paso a un sordo gruñido. Los vampiros no compartían el territorio con otros vampiros, pero no había nada que dijera que los vampiros no podían compartir un territorio con escritores de novela rosa.

Como había dicho Tony. Era una cuestión de actitud.

Y si hay algo en lo que despunto, es actitud. Asiéndose con fuerza a esa idea, abrió la puerta y dijo:

—¿Por qué diablos has tardado tanto?

Henry reculó un paso ante la proximidad de ella, sus ojos ensombreciéndose, un gruñido retirando los labios de sus dientes.

—No sigas por ahí, Vicki.

—Eh… —Ella abrió las manos, sirviendo el gesto a la vez para conceder énfasis y estar preparada en caso de que necesitase buscar la garganta de él—. Sólo te he hecho una pregunta, tú eres el que está exagerando. —De alguna forma sonó como un desafío, lo cual no era en absoluto lo que ella pretendía. Había sido más fácil con la puerta entre ellos; cara a cara, su reacción visceral a la amenaza que él representaba era más difícil de pasar por alto—. Mira, Henry, se estaba haciendo tarde, empezaba a preocuparme; ¿de acuerdo?

—¿Preocuparte por qué?

Porque eres viejo y le estás volviendo lento… ¿De dónde diablos ha salido eso? Sorprendida, Vicki volvió a meter el pensamiento en su subconsciente.

—Olvídalo. ¿Qué has averiguado?

Olvidar era más seguro para los dos que responder. Él había visto aflorar la amenaza, la había visto empujarla a un lado. Teniendo en cuenta el breve tiempo que había pasado en la noche, su control era poco menos que increíble. Un ligero asomo de envidia ante el hecho de que ella pudiera poner a un lado con tanta facilidad la llamada de su naturaleza se añadió al torbellino emocional bajo su superficie en calma apenas conseguida.

—El fantasma tiene un cuerpo. Conforme pediste, hice una copia del informe de la autopsia y agregué una descripción completa.

—Gracias. —Los dedos de ella estrujaron la carpeta y, retrocediendo, cerró la puerta entre ellos una vez más. Agudamente consciente del momento que él permaneció allí, cuando por fin lo oyó alejarse y entrar en su propio apartamento, se aflojó contra el cedro tallado—. Demasiado para la táctica del escritor de novela rosa. —Los viejos instintos le decían que fuera y arreglara las cosas. Los nuevos instintos le decían que fuera y lo destruyera.

Apoyándose en la puerta, inspiró profundamente hasta que el olor de él se entremezcló del todo con la mezcolanza de olores caros e inofensivos del apartamento.

—Esto está empezando de verdad a fastidiarme. Nada dirige mi vida así. ¡Nada! —Volviendo al escritorio, golpeó con la arrugada carpeta sobre la madera pulida—. Voy a superar esto…

Atrapó el final de la frase entre sus dientes. Dadas las circunstancias, añadir «aunque me mate» parecía tentar demasiado a la suerte.

sep

En el otro extremo del pasillo, Henry se quedó mirando fuera al West End, frotándose las pulsantes sienes. Podía haber sido mucho peor… había esperado que fuese mucho peor. Ninguno de los dos había atacado en realidad, y su conversación, aunque breve, había sido en esencia civilizada. Comenzaba a parecer como si Vicki hubiese tenido razón desde el principio. Tal vez las viejas reglas podían cambiarse.

Después de todo, los coyotes habían sido cazadores solitarios durante siglos y estaban aprendiendo a cazar en manadas. Un rincón de su boca se retorció de pronto hacia arriba al recordar una noticia reciente sobre coyotes comiendo animales domésticos en Vancouver Norte.

—Pensándolo mejor, tal vez no sea la más halagadora de las comparaciones —murmuró a la noche.

La fortaleza de Vicki le había sorprendido, aunque suponía que no debería… su fortaleza venía de quién era, no de qué. Una vez logró superar su envidia, encontró que una tenue fe en esa fortaleza empezaba a arrinconar sus expectativas, permitiéndole empezar a tener fe en sí mismo.

El deseo de expulsarla de su territorio en sangrientos pedazos persistía, pero, por primera vez, comprendió que no tenía por qué obrar con arreglo a ese sentimiento.

De pronto optimista, se dirigió a la ducha para quitarse el persistente hedor del hospital.

sep

—Mike, despierta. Tenemos que hablar antes del amanecer. —Sólo la experiencia le permitió traducir la mascullada respuesta de él como «estoy despierto», pero puesto que sus ojos seguían cerrados y su respiración apenas había cambiado, eligió no creerle.

En lugar de usar una cama prestada, había extendido su saco de dormir en el centro del enorme lecho pero no se había molestado en cerrarlo. Arrodillándose a su lado, Vicki metió la mano por la abertura y cerró sus dedos alrededor de la parte más caliente de su anatomía.

—¡Jesús, Vicki! ¡Tienes las manos heladas!

Ella sonrió burlona, habiéndose retirado demasiado deprisa para que el rápido movimiento de él la alcanzase.

Ahora estás despierto.

—No me digas. —Entornando los ojos para mirar más allá de ella, logró enfocar el reloj al lado de la cama—. 4:03. Sencillamente magnífico. Cualquier cosa de la que tengamos que hablar mejor que sea endiabladamente importante.

—¿De verdad me has oído decir que teníamos que hablar?

—Te he dicho que estaba despierto. —Bostezó y arrastró otra almohada para apoyar la cabeza—. ¿Así que de qué se trata?

—Si es nuestro caso, entonces deberíamos discutirlo.

—¿No podías haberme dejado una nota?

—¿Qué, y dejarte dormir? —Cogiendo la carpeta del extremo de la cama, cruzó las piernas y empezó a leer—. El fantasma de Henry era un varón caucásico entre veinte y veinticinco años, fumador, que probablemente murió de una paliza que recibió algo antes de caer al agua, y al que le había sido extraído quirúrgicamente un riñón en el pasado mes, lo cual, por cierto, no lo había matado. Tras la muerte, sus manos, muñecas, y en tomo a cinco centímetros de antebrazo le fueron amputados, puede que con un hacha. Su cuerpo fue hallado más tarde en el puerto de Vancouver. —Frunció el ceño a la copia de las fotos de la autopsia—. Podemos suponer, puesto que sigue sin nombre en el depósito, que la policía contrastó su foto con sus archivos sin resultado. Llegados a este punto, hay tres cosas que deberían estar haciendo.

Alzando las cejas ante su discurso (estaba seguro de que a la policía de Vancouver le encantaría oír lo que debería estar haciendo), él le hizo un gesto para que siguiera.

—Deberían estar mostrando las fotografías en distintos hospitales, con la esperanza de que alguien pueda identificarlo por lo del riñón.

—Y estoy seguro de que han pensado en eso —murmuró Celluci—. No puede haber muchos sitios por ahí en los que saquen riñones.

—Depende de lo que consideres por ahí —le recordó Vicki—. Este tipo podía haber estado en cualquier parte del mundo justo horas antes de venir a Vancouver y que lo mataran. —Sonriendo abiertamente, le dio en el pecho con la carpeta—. Por suerte, sabemos algo que la policía no sabe. El cuerpo estaba desnudo cuando lo sacaron del agua, pero según la descripción de Henry, su fantasma viste una camiseta con propaganda de una banda local. Podemos pasar por alto cualquier cosa fuera de las cercanías.

—¿Entonces no deberíamos decirle a la policía que este tipo es residente local? En caso de que lo hayas olvidado, ocultar evidencias es un delito.

—Muy bien. Digámoselo. —Ella hizo como si llamara por teléfono—. ¿Aló? ¿Crímenes violentos? ¿Saben el fulano sin manos que tienen en el depósito? Bien, es de aquí. ¿Cómo lo sé? Su fantasma se le está apareciendo a un vampiro amigo mío, y este reconoció su camiseta. —Colgando un imaginario auricular, resopló—. Creo que no. De todas formas, también deberían estar investigando su tatuaje. —Pasó una página de imágenes fotocopiadas.

Él suspiró, encendió una luz, y estudió la colección.

—Le dieron una buena paliza. ¿Lo identificó Henry por el tatuaje?

—No le he preguntado.

Dado que el tono de ella sugería que no preguntara por qué, se limitó a devolverle la página.

—Parece un trabajo hecho por alguien de la calle. No mucho por donde empezar. ¿Y lo tercero?

—Deberían estar comprobando la implicación de las bandas.

—¿La qué?

—Bueno, ¿por qué crees que le amputaron las manos?

Celluci se encogió de hombros.

—En alguna parte sus huellas están archivadas.

—Entonces también su foto.

—No con ese aspecto —desplegó las fotocopias—. El ordenador no va a soltar ninguna coincidencia con una cara como esa y revisar fotos de archivo lleva un tiempo precioso del que nadie dispone, de forma que pasa a tener una prioridad realmente baja.

Yo creo que le amputaron las manos porque querían usarlas.

—¿Huellas de un muerto?

—Es una posibilidad. Y el crimen organizado encaja con tu teoría de tráfico de órganos.

—¡Eh! No es mi teoría —protestó él—. Yo sólo repito lo que oí en aquel programa de televisión por cable.

—Tiene sentido, Mike. El crimen organizado siempre está buscando nuevas maneras de hacer pasta. Proporcionan los cuerpos de forma que los ricos puedan comprar órganos para su trasplante; luego, con su propia y retorcida variante de reduce, reutiliza y recicla, emplean las manos para dejar huellas en las armas que usan en los golpes. Eso explica incluso por qué fue encontrado el cuerpo en el puerto. La autoridad portuaria está del todo sindicada, y los sindicatos siempre han mantenido lazos con el crimen organizado.

—¿Qué? ¿Cuando Jimrny Hoffa desapareció, se mudó a Vancouver? —Celluci lanzó los papeles sobre la cama y se pasó bruscamente ambas manos por el pelo—. Te estás pasando de verdad, Vicki.

—De acuerdo, olvida a los sindicatos. Pero sigo diciendo que la explicación más sencilla suele ser la correcta.

—¿Crees que hay una explicación sencilla? —preguntó él, exagerando sólo un poco el tono de incredulidad—. Y en caso de que no te hayas dado cuenta, sólo ha habido un cadáver. No se hace mucha pasta con eso.

—Sólo ha habido un cadáver hallado. O bien sólo están empezando y su forma de eliminarlos todavía es un poco descuidada, o este fue llevado por la corriente equivocada. Sea como sea, nadie va a montar algo tan complicado sólo por un riñón.

—Si el riñón tiene algo que ver con el asesinato y no se trata sólo de una coincidencia. ¿Recuerdas lo que son, no, Vicki?

Ella lo pasó por alto.

—Además, tenemos que empezar por alguna parte, y Dios sabe que no tenemos una mierda por donde continuar. Investigaré el tema de las bandas mañana por la noche. Dado el reciente incremento de inmigrantes chinos, hay bastantes posibilidades de que esté presente una tríada por lo menos.

—Por desgracia, no puedo discutir con eso…

La boca de ella hizo una mueca sarcástica.

—Pobrecito.

—… pero pienso que, tal vez, si todo esto es lo que la policía debería estar haciendo, quizá deberíamos dejárselo a ellos. Sabes tan bien como yo que lo último que los oficiales encargados del caso van a querer es un investigador privado forastero… y un policía forastero de vacaciones —añadió deprisa cuando los ojos de ella empezaron a bañarse de plata— metiéndose donde no les llaman y jodiendo el caso.

—Normalmente, estaría de acuerdo contigo. —Frunció el ceño ante su expresión de evidente incredulidad—. Lo estaría. Por desgracia, el fantasma de Henry parece ser bastante explícito en cuanto a que este le vengue, así que hemos de hallar al asesino antes de que lo haga la policía, o puede que Henry tenga que jugar a las preguntas con el muerto por toda la eternidad.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —bufó Celluci, deleitándose en la posibilidad de tener a Henry acorralado en un rincón.

—Yo no.

Y así era.

—¿Entonces por qué habría de importarle a un fantasma quién le venga?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

—No permitiré que Henry juegue al vampiro justiciero.

—Nadie te lo está pidiendo.

—Es demasiado pronto para discutir sobre eso —medio ahogó un bostezo—. Pero lo haremos. Te lo prometo. Las ranas criarán pelo antes de que yo deje que Henry se tome la justicia por su mano.

—¿De nuevo? —preguntó Vicki con sorna.

—Sólo porque lo haya hecho antes, no significa que tenga razón. —Empujado por su conciencia, Celluci se movió inquieto en el sitio. La línea entre la justicia y la ley tenía tendencia a desdibujarse en torno a Henry Fitzroy. No le gustaba aquello, pero hasta el momento no había hecho absolutamente nada para detenerlo. ¿Dónde, se preguntaba, marco la nueva línea?

Inspirando profundamente, alzó la vista tratando de enfocar a Vicki, deseando que estuviese dentro del círculo de luz a fin de poder distinguir su expresión en vez de sólo el pálido óvalo de su rostro.

—Imagino que tengo que hacerte algunos recados de día, ¿no?

Ella asintió, trazándole indolentes círculos con un dedo sobre el pelo del pecho.

—Quiero que preguntes a la entrevistadora del cable por qué cree ella que se trata de tráfico de órganos. ¿En qué basa su teoría? Tal vez sabe algo, o ha oído algo…

—O tal vez se lo está inventando sobre la marcha.

—Tal vez. Y tienes razón —le dio una palmada y él reculó fingiendo sobresalto—: el riñón de menos podría ser una coincidencia, pero sigo queriendo oír las razones de ella para sacarlo a colación.

—¿Y si sus razones tuviesen que ver más con los índices de audiencia que con los hechos?

—Entonces todavía podemos trabajar desde la perspectiva de las bandas.

El destello de sus ojos provocó en Celluci otro profundo suspiro.

—Estás deseando hacer algo que inquiete a esos cabrones, ¿no?

—No seas ridículo.

—Sigues siendo una pésima mentirosa, Vicki. —Tendiendo una mano, envolvió la de ella—. Trata de recordar que eres inmortal, no invulnerable.

Vicki se echó hacia delante y cubrió su boca con la de ella. Unos ardorosos instantes después, se retiró lo justo para poder hablar.

—Tendré cuidado si admites que mi teoría podría ser válida.

—Ya me conoces, siempre he sido un hombre de espíritu abierto.

Ella le rozó los labios con la lengua.

—Si no fueras tan buen mentiroso, podría incluso creerte.

sep

La alarma sonó a las 5:00. Ronald Swanson alargó el brazo para apagarla de un manotazo antes de recordar que no molestaba a nadie sino a él. Volviendo a hundirse contra las almohadas, alisó inexistentes arrugas en el otro lado de la gran cama y pensó en la llamada telefónica que estaba a punto de hacer.

La infraestructura básica había sido dispuesta durante meses. Los detalles habían sido resueltos por un empleado de confianza del este la noche pasada. Esa mañana, cerraría el trato.

Probablemente sería más seguro mantenerse a distancia de aquel lo así como de los donantes, pero no podía. Un toque personal, su pulgar manteniendo siempre el pulso de la compañía, le había hecho ganar una inmoral cantidad de dinero, y los hábitos del éxito eran difíciles de romper.

—Si no está roto, no lo arregles —murmuró, retirando la única manta y balanceando las piernas fuera de la cama. Marcando los pies en la alfombra de felpa a cada paso, anduvo a grandes zancadas hasta el baño adjunto, cerrando la puerta detrás de él por la costumbre antes de encender la luz.

En el oscuro y vacío dormitorio, el reloj marcaba las 5:03.

sep

—¿Tony? Soy Mike Celluci. ¿No te he despertado, no?

Tony pestañeó medio dormido mirando el reloj de la estantería y se incorporó como pudo apoyándose contra el respaldo del sofá cama.

—Sí. Lo has hecho. Sólo son las ocho. ¿Qué pasa?

—Sólo son las ocho —repitió la frase entera con un implícito y fastidioso niños—. ¿No trabajas hoy?

—Sí, pero hasta las diez no. —Bostezó y se rascó la barba sin afeitar—. Me sobra tiempo.

—Bien. Necesito saber en qué canal del cable daban el programa que estaba viendo ayer.

—¿Programa? —Mirando a través del estudio a la ventana francesa en parte oculta detrás de las plantas que colgaban, se perdió intentando resolver si las ondas estaban en el cristal o en su visión.

—Fue ayer por la noche antes de que Henry viniera a casa. Patricia Chou estaba entrevistando a un hombre de negocios llamado Swanson sobre riñones.

—Ah, sí. —Comenzando a despertar, decidió que las ondas estaban en el cristal—. ¿Y?

La voz de Celluci se oyó lenta y deliberada por el hilo telefónico.

—¿Qué canal era?

—¿El número?

—No, el nombre, Tony.

Tony volvió a bostezar, recordando de pronto por qué nunca le había gustado demasiado el sargento detective Celluci.

—Creo que se llama The Community Network. ¿Algo más? ¿Quieres que te coja cita?

—No, gracias; pero mantén los oídos abiertos hoy. Si, según se empeña la actual teoría de Vicki, de verdad hay una banda dedicándose al tráfico de órganos —su tono dejó claro que lo consideraba sumamente improbable—, habrá algún rumor de algún tipo en la calle.

—Seguro, pero yo pasaré ocho horas en una tienda de vídeo, y el único rumor que es probable que oiga hoy será mientras rebobino las cintas del fin de semana devueltas por gilipollas desconsiderados que no saben leer los contratos que firman.

—Tienes que ir allí y volver a casa. Y tienes que ir a almorzar. Vicki dice que eres el mejor, Tony. Si corre un rumor por ahí, tú lo oirás.

Ardiéndole las mejillas, Tony musitó su conformidad.

—Mis disculpas a tus anfitriones si también los he despertado.

Dejando el auricular de nuevo en el soporte, Tony se estiró y deseó poder borrar su cinta personal tan fácilmente como las de la tienda. Pese a lo lejos que había llegado, algunas reacciones todavía parecían imposibles de controlar.

—Me dan una palmadita en la cabeza y soy igualito que un puto perro callejero. —Suspiró, inspiró una bocanada de aire perfumado con el aroma de café con crema de avellana recién preparado, y se dijo que por qué no levantarse dado que Gerry o John estaban sin duda en la cocina. Poniéndose de cualquier manera una camiseta a juego con los calzones con los que había dormido, se dio cuenta de que iba a disfrutar teniendo a alguien con quien compartir el desayuno.

Sobre todo porque él no estaba en el menú.

sep

The Community Network estaba en el sótano de un edificio de tres pisos de tejado inclinado en la esquina de Tenth Avenue y Yukon Street, justo en la parte trasera del ayuntamiento. Lo cual tenía cierto sentido, se dijo Celluci mientras conducía despacio a lo largo del edificio en busca de aparcamiento, puesto que la mayor parte de su negocio parecía tener que ver con difundir comunicados del gobierno de la ciudad.

—Por qué no quedarse cerca de la fuente —habló solo—. Asqueroso hijo de puta —añadió a través de unos dientes crispados cuando un vehículo más pequeño e infinitamente más manejable se coló delante de él, ocupando el único sitio vacío que había visto. Si bien no tan kamikazes como los conductores de Montreal, los de Vancouver eran cualquier cosa menos tranquilos. Aunque odiaba hacerlo, acabó dejando la camioneta en un aparcamiento municipal y sólo se alegró al recordar que Henry pagaría la multa.

Nueve escalones abajo, más entresuelo que sótano, la recepción de The Community Network había sido pintada de un crema neutro y luego cubierta de prospectos, notas, mensajes y carteles de todo tipo. La recepcionista llevaba cuatro lápices atravesándole el pelo justo por encima del elástico que sujetaba una cola de caballo rubio fresa, y estaba tomando notas con un quinto. Sonaba como si estuviese ocupándose de un problema con la agenda, y la conversación se tomó menos cortés y más tajante de su lado del teléfono a medida que transcurría la llamada. Por lo que podía oír, Celluci se vio obligado a admirar el control que lograba mantener.

—¿Entonces, en resumen, lo que está diciendo es que el concejal no tendrá tiempo para una entrevista hasta que la presente sesión termine? —Sus notas desaparecieron bajo varias cruces negras—. Pero una vez la sesión termine, no necesitaremos hablar con el concejal sobre el cambio en la zonificación porque estará hecho. Bien, sí, le agradecería que me llamara. —El auricular volvió a su soporte con un poco más de fuerza de la necesaria—. Enano besaculos mojigato.

Inspirando a fondo, alzó la vista, sonrió de forma jovial a Celluci y dijo:

—¿Podría por un casual olvidar lo que ha oído?

Él devolvió la sonrisa con una deliberadamente encantadora de las suyas.

—¿Oír qué?

—Gracias. Veamos, ¿qué podemos hacer por usted?

—He venido para hablar con Patricia Chou. —Cuando la expresión de ella comenzó a cambiar, continuó deprisa—. Me llamo Michael Celluci. Llamé antes.

—Es verdad, ella le mencionó. —Levantándose, le tendió la mano—. Soy Amanda Beman. Su productora.

Tenía una forma de dar la mano que le recordó la de Vicki… antes de adquirir la inoportuna habilidad de romper huesos.

—¿Suelen trabajar los productores en recepción?

—¿Está bromeando? Con nuestro presupuesto, también limpio la mesa y vacío las papeleras. Vamos. —Los lápices temblando, hizo un gesto brusco con la cabeza hacia una puerta adornada con sólo dos hojas de papel. Dado lo cubierto de las paredes circundantes, en esencia estaba desnuda. La hoja superior decía: Si no hay nadie en recepción, por favor llame al timbre. El cartel de debajo anunciaba, en letras verde pálido sobre un fondo verde oscuro: TIMBRE FUERA DE SERVICIO. POR FAVOR LLAME A LA PUERTA.

—Estamos muy ocupados al final del día —explicó Amanda mientras le conducía a lo largo de un pasillo vacío—. Nuestra programación matinal es toda cintas educativas de la Universidad de la Columbia Británica, así que funcionamos con el personal justo hasta el mediodía más o menos —le lanzó una irónica mirada—. Y con poco más después.

—Sin embargo, la señorita Chou fue la primera aquí.

—Estará aquí la última, también. A nuestra pequeña Patricia le gustaría ser Geraldo Rivera cuando sea mayor.

—Y usted está aquí…

—Siempre estoy aquí. —Deteniéndose delante de una puerta de acero sin marcas, alzó una mano y bajó la voz—. Debe haber sido bastante persuasivo para conseguir que Patricia hable con usted a esta hora, y parece que puede arreglárselas solo, pero no podría vivir con mi conciencia si no le advirtiera antes acerca de un par de cosas. Primera, si le invita a llamarla Patricia, eso es exactamente lo que quiere decir. Patricia, nunca Pat. Segunda, nada de lo que le diga a ella es confidencial. Si puede encontrarle un uso, lo hará. Tercera, si puede encontrarle un uso a usted, lo usará asimismo, y, dado que no lleva casco, tal vez sea inteligente ofrecer un blanco en movimiento. —Llamó a la puerta y se apartó, haciendo ademán a Celluci de que entrara—. Buena suerte.

—Me siento como si debiera llevar un látigo y una silla —dijo en voz baja yendo a coger la manija de la puerta.

—Una pastilla de cianuro quizá fuese más práctica —le dijo Amanda alegremente—. La necesitamos. No le necesitamos a usted. Recuerde, siga moviéndose.

Mientras la puerta se cerraba detrás de él, la oyó canturreando «Ding Dong, the Witch is Dead[3]»; no oyó nada en absoluto cuando el pesado acero interrumpió todo sonido procedente del pasillo. Asi que imagino que nadie será capaz de oírme si grito.

El cuarto había sido originalmente un amplio rectángulo de ladrillo ceniza, pero habían utilizado estanterías para dividirlo en dos espacios de trabajo más pequeños, uno considerablemente más pequeño que el otro y sin ventana, además. Decantándose por lo que parecía ser una apuesta segura, entró en el mayor de los dos.

La mujer trabajando ante el terminal de ordenador no se dio por enterada de su presencia de forma alguna, aunque tenía que haber oído los golpes de su productora y la entrada de él. Celluci tuvo la impresión de que no era un menosprecio deliberado, sino más bien que, simplemente, él no era tan importante como su trabajo en marcha. Ligeramente más insultante si se paraba a pensarlo. Tras una decena de años trabajando en la policía, no obstante, los insultos significaban poco salvo que fueran acompañados de enérgicos signos de puntuación.

Con las manos cogidas a la espalda, echó una ojeada alrededor.

Las estanterías no sólo formaban la pared divisoria sino que cubrían dos de las otras tres y subían hasta el borde inferior de las ventanas en la pared restante. Su contenido parecía dividido más o menos por igual entre libros, vídeos y carpetas con varias fotos enmarcadas apoyadas delante.

Patricia Chou aceptando algo del alcalde de Vancouver. Patricia Chou siendo felicitada por el actual primer ministro de la Columbia Británica. Patricia Chou con un hombre serenamente sonriente al que Celluci reconoció como el pro derecho a la vida que le había metido una bala de 7.62 mm con un rifle de alta velocidad a un tocólogo de cincuenta y siete años porque se oponía a que el doctor llevara a cabo abortos legales en hospitales de la ciudad. Aunque la señorita Chou seguía sonriendo en esa fotografía en particular, su expresión mientras contemplaba al pistolero esposado parecía sugerir que acababa de aplastar algo desagradable que había encontrado bajo una roca y estaba contenta de haberlo hecho.

El sargento detective Celluci personalmente creía que el mundo sería un lugar sensiblemente mejor, y su trabajo muchísimo más fácil, si las victimas recibieran la clase de tratamiento que solían obtener los criminales y si estos últimos fueran desatendidos por la prensa, sin que sus nombres y fotos salieran nunca publicados fuera de los informes de huellas dactilares y los documentos del juzgado. No aprobaba que se les concediera tiempo en programas de entrevistas, sin que importase lo local que fuera la audiencia.

—Usted es Michael Celluci. —Cuando él se volvió, ella se echó una sedosa cascada de pelo negro como la medianoche sobre el hombro y continuó antes de que tuviera oportunidad de responder nada—. Quería hablar conmigo sobre el programa de ayer. —Su tono sugería que no le hiciera perder el tiempo.

Estudiando su rostro, Celluci descubrió lo que las cámaras habían camuflado; era joven. Salida no hacía mucho de la universidad. No el tiempo suficiente para que las afiladas aristas de ambición, intelecto y ego hubiesen sido embotadas por el mundo.

Muy parecida a Vicki la primera vez que se encontraron.

He estado allí. Tengo las cicatrices.

—Como dije por teléfono, señorita Chou, tengo un amigo que quiere saber por qué cree usted que el cuerpo hallado en el puerto de Vancouver era una víctima del tráfico de órganos.

—Y como dije yo por teléfono, me gustaría saber por qué su amigo quiere saber por qué.

—Mi amigo cree prácticamente lo mismo que usted.

—Su amigo es la única otra persona de la ciudad que lo cree. Usted no.

Celluci se encogió de hombros, el gesto cuidadosamente neutro.

—Intento mantener una mente abierta.

—¿Una mente abierta? —repitió ella en un tono que rozaba la burla—. ¿Por qué no quiere su amigo hablar conmigo? ¿Por qué enviarlo?

—Estaba atareada.

—Atareada —repitió ella, sus ojos entornándose. Reclinándose en su silla, clavó la mirada en él por un largo instante y luego alzó una ceja de ébano—. No pertenece al departamento de policía local, ¿no?

Él le devolvió la mirada ceja por ceja, empezando a lamentar haberle dicho su verdadero nombre.

—¿Qué le hace pensar que formo parte de algún departamento de policía?

—Primero, su mirada está recorriendo constantemente tic, tic, tic el cuarto. Segundo, modas aparte, la vuelta del pantalón está lo bastante suelta para poder acceder a una funda de pistola en el tobillo. Tercero, aunque resulta menos evidente en persona, por el teléfono su forma de hablar es cumplimiento de la ley puro. Cuarto, no pertenece a la policía local o se habría identificado antes. —Su mirada se tornó ferozmente especulativa, casi como la de un escualo—. ¿Es federal, no? Esto es más gordo de lo que pensaba, ¿no? Quizá incluso a nivel internacional.

Su ambición ardió tan fuerte que él casi pudo sentir el calor. Si la teoría de Tony era correcta, y Patricia Chou estaba buscando una historia lo bastante importante para conseguirle un programa de difusión nacional, parecía creer (por razones poco claras para Celluci de momento) que esta era la historia. Aunque quién diablos pensaba que era él, no tenía ni idea.

—Si le digo lo que su amiga quiere saber —prosiguió ella, echándose hacia delante, los ojos llameando—, consigo los derechos exclusivos de esta historia cuando termine.

Celluci suspiró.

—Señorita Chou, podría no haber historia.

—Derechos exclusivos —repitió ella sin dejar lugar a la negociación.

Él sabía cuándo rendirse… en especial cuando le daba exactamente lo mismo. En su opinión, había tantas posibilidades de que el fulano del puerto de Vancouver hubiese sido asesinado por traficantes de órganos como de que Henry Fitzroy ganase el Premio del Gobernador General en el apartado de novela.

—De acuerdo. La historia es suya. —Alzando una mano en señal de advertencia, añadió—. Siempre que haya una historia.

Ella asintió y se sentó cómoda.

—Así que quiere saber por qué creo que el riñón que falta es la razón del asesinato del joven. Sencillo, hay un montón de gente que los necesita, dando a un traficante de órganos una gran base de datos de la cual elegir su comprador… una base de datos que puede rastrearse con bastante facilidad dado que cada uno de ellos está en diálisis.

—Aguarde un momento —una mano levantada la interrumpió—. Ha dicho compradores.

—No creo que vayan a regalarlos, señor Celluci. Y, teniendo en cuenta que puede dar lugar a infecciones, apoplejías, ataques al corazón y peritonitis, creo que no me equivoco al decir que la diálisis es una mierda. Estoy segura de que podrían encontrar a gente dispuesta a pagar mucha pasta para librarse de ella. Es más, puesto que los trasplantes de riñón tienen un porcentaje de éxito del noventa y ocho por ciento, puedes poco menos que garantizar tu producto. Por eso sólo se llevaron un riñón y no el corazón, los pulmones ni las córneas ni todas las otras cosas que la gente necesita tan desesperadamente. El riñón izquierdo (el que falta en el cuerpo) es el usado más a menudo para trasplantes. Además, es uno de los trasplantes más fáciles de realizar, brindándote una base de datos mayor de doctores para elegir, y cuantos más doctores tengas, más posibilidades hay de que encuentres a uno que pueda ser sobornado.

—Eso son dos sistemas informáticos del todo distintos a los que acceder; no puede ser tan fácil.

—Estamos en los noventa, señor Celluci. Jóvenes de veintidós años entran en los sistemas de defensa internacional a diario.

Por desgracia, carecía de argumentos contra eso.

—El periódico decía que la incisión para extraer el riñón estaba bastante curada.

Ella cogió un lápiz e hizo rebotar la goma del extremo contra su escritorio.

—¿Qué quiere decir?

—¿Por qué cree que lo mantuvieron vivo tanto tiempo? ¿Por qué no limitarse a coger el riñón y dejarlo morir?

—Imagino que lo mantuvieron vivo lo suficiente para estar seguros de que el cuerpo del comprador no rechazaba el riñón. Si lo hacía, bueno, con él todavía disponible, tendrían un repuesto y podrían intentarlo de nuevo.

—¿Entonces por qué amputar las manos?

—Huellas dactilares. —El tono de ella añadió un silencioso: No te hagas el tonto conmigo—. Una identidad hace mucho más sencillo para la policía reunir la información que podría llevar a la persona o personas responsables.

—¿Y qué tiene que ver el señor Swanson con esto?

—Swanson era sólo el portavoz de la Sociedad de Trasplantes de la Columbia Británica. Estaba tratando de conseguir a alguien en posición de ser tenido por experto para que admitiera la posibilidad.

Al parecer la señorita Chou tenía respuesta para todo, pero aquella no era en absoluto una respuesta completa. Le recordaba más a Vicki por momentos.

—¿Y?

Ella se inclinó un poco hacia delante y mostró los dientes.

—Y he decidido que no me gusta. Cuando estuve investigándolo para esa entrevista descubrí que no sólo es asquerosamente rico, sino que no tiene ningún vicio en absoluto. Trabaja muy duro, dona un montón de dinero, y eso es todo.

—¿No está permitido que los ricos sean trabajadores y buenas personas?

—No en estos tiempos. Ahora bien, no estoy diciendo que sea parte de este asunto del tráfico de órganos, pero sin duda tiene, como ustedes dirían, un móvil y la posibilidad —alzó un enfático dedo después de otro—. Su esposa murió de un fallo renal esperando un trasplante. Tiene más dinero que muchos gobiernos, y con bastante dinero tienes la posibilidad de hacer cualquier cosa.

—También parece creer que eso del tráfico de órganos no es posible. Sus argumentos tienen muchísimo sentido.

Ella volvió a sentarse cómoda y agitó una mano contradiciéndole.

—¿Lo tenían, no? ¿Sabía que financió una clínica privada en la que gente en el último estadio de un fallo renal espera un riñón?

Celluci empleó un instante en desear que nunca decidiera que él no le gustaba.

—No, no lo sabía. Supongo que la policía encontró sus teorías poco útiles.

Los labios de ella se curvaron en una sonrisa de desprecio.

—La policía poco menos que me acusó de hacer sensacionalismo de una leyenda urbana en beneficio propio.

¿Cómo es posible que pensaran semejante cosa?, se preguntó Celluci con guasa.

—Cuenta con un montón de conjeturas, señorita Chou, pero no con hechos.

—¿Y con qué cuenta su amiga?

Él esbozó media sonrisa, acusando el golpe.

—Más conjeturas. Pero también dice que, dado que no tenemos una mierda, hemos de empezar por alguna parte. Gracias por su tiempo. —Tendiéndole la mano, añadió—: En cuanto sepamos algo cierto, se lo haré saber.

La mano de ella desapareció dentro de la suya y sin embargo daba la impresión de que ella era la que mandaba en el gesto. Poniéndose de pie, resultó ser mucho más baja de lo que su personalidad sugería. Cuando sonrió, mostró suficientes dientes para recordarle que mucha de la gente con la que se había topado en los últimos dos años no era del todo humana.

—Me aseguraré de que lo haga.

Así dicho sonaba bastante agradable, pero era una amenaza al fin y al cabo. Jódeme, y tú serás la historia. No será divertido.

En otras circunstancias, tal vez hubiera reaccionado de otra forma, pero las mujeres pequeñas le hacían sentirse vagamente incómodo, así que se limitó a ir hasta la puerta… contándose los dedos en el pasillo para asegurarse de que los tenía todos.

Unos instantes después, estaba sentado en la camioneta repasando lo que sabía.

Un cuerpo sin manos al que le faltaba un riñón extraído quirúrgicamente había sido hallado en el puerto de Vancouver.

La información de Patricia Chou sobre por qué el riñón podía haber ido a parar a un trasplante ilegal era del todo verosímil, aunque su aversión hacia Ronald Swanson no lo fuese.

El crimen organizado desde luego había usado huellas de muertos antes, lo cual explicaría las manos desaparecidas. Y Vicki tenía razón al decir que el crimen organizado siempre andaba buscando nuevas formas de ganar pasta. Alguna especie de comercio delictivo de cuerpos tenía más sentido que un respetado hombre de negocios con conciencia social vendiendo órganos usados como si fueran radios muy caras sustraídas de coches aparcados.

Según Patricia Chou, había un mercado de riñones ahí fuera.

Apoyando la frente contra la parte superior del volante, Celluci cerró los ojos. Estupendo, están consiguiendo que empiece a creerlo