enry, los ojos entornados, miró con furia al manco fantasma al pie de su lecho. Con movimientos rígidamente precisos, plegó la sábana y se incorporó. Si aflojaba siquiera una fracción la férrea presa que mantenía sobre su rabia, esta se derramaría en una lluvia de airadas acusaciones y otro inocente moriría.
Observó y aguardó, esperando a que el espíritu se cansara de preguntas sin sentido. Cuando resultó evidente que no era así y este se dispuso a gritar, Henry gruñó:
—¿Tu madre era una mujer?
Unos translúcidos rasgos se retorcieron formando un contrariado ceño, pero obedeció las reglas y se desvaneció en silencio.
—Tío, eso es un espectro cabreado.
Henry se detuvo, una mano en la puerta del servicio, y se giró hacia el rincón del pasillo donde Tony se apoyaba ocioso en una pared.
—¿Has podido sentirlo?
—¿Sentirlo? —resopló Tony, cubriendo su miedo con una bravata—. Casi he podido ver las oleadas de cabreamiento saliendo de tu cuarto. Sólo, ya sabes, me preguntaba si estabas bien.
—Estoy bien. En realidad no puede afectarme.
—Mmm. ¿Por eso acabas de aplastar el pomo?
Abriendo los dedos, Henry dejó caer su mirada hasta la irreconocible pieza de bronce que sobresalía de la puerta del cuarto de baño.
—Quizá estoy un poco… irritado. Estoy seguro de que me sentiré mejor después de una ducha. —Dio medio paso adelante (un pie desnudo sobre la baldosa, el otro sobre la alfombra) y se detuvo—. ¿No sueles trabajar los sábados por la tarde?
Tony inspiró a fondo, alzó su mentón, y cruzó una mirada de lleno con Henry.
—He cambiado el turno —le informó con aire de desafío—. Para poder estar aquí cuando Vicki llegara.
Unas cejas pelirrojas se alzaron.
—¿Para protegerla de mí?
—Puede. —Esperando ira, y sabiendo cuan peligrosa podía ser esa ira. Tony la habría preferido a la inexpresada diversión que podía sentir en la voz de Henry—. O para protegerte de ella.
Dándose cuenta de que había herido los sentimientos del joven, Henry suspiró.
—Agradezco la intención, Tony, de verdad que sí, pero por tu propia seguridad, si ocurre algo, cualquier cosa, no te interpongas entre nosotros. Aunque nunca te haría daño de forma intencionada, no estoy seguro de cuánto puede servir mi determinación.
—¿Entonces por qué te has quedado? Estás listo para ir a la cabaña, podías haberte ido cuando ella viniera aquí.
—Si me hubiese ido cuando ella llegase, Vicki nunca creería que dos vampiros son incapaces de estar juntos. Seguiría pensando que estoy exagerando, que puede vencerse una respuesta innata a nuestras naturalezas. —Sus ojos se ensombrecieron y un aura de antiguo poder pareció congregarse en torno a él… pese al albornoz de terciopelo verde—. Al quedarme en casa la primera mitad de la noche, al encontrarme de verdad con ella, confirmaré mi teoría de la única forma que ella la aceptará.
Tony asintió despacio. Habiendo conocido a Vicki desde que era un chico de la calle de quince años, la explicación tenía absoluto sentido.
—Apuesto a que ella era de la clase de chica que se metía judías por la nariz.
—¿Cómo?
—Ya sabes —su voz se aguzó en un estridente falsete—. Oye, Vicki, no te metas judías por la nariz.
Henry sonrió burlón.
—No apuestes.
—¿Así que te has quedado para confirmar una teoría?
—Eso es.
—¿No porque querías verla de nuevo?
—Los vampiros no mantienen lazos afectivos una vez se rompe el vínculo padre-hijo. —El tono de Henry finalizó la discusión. Para más énfasis, se metió en el cuarto de baño y cerró con fuerza la puerta.
La manija cayó y rebotó por el pasillo.
Agachándose para recogerla, Tony ajustó los dedos en los pliegues que habían hecho los dedos de Henry. No te interpongas entre nosotros, repitió en silencio. Sí, como si tuviese la costumbre de interponerme entre Terminator y la madre de Alien…
Michael Celluci contempló a Vicki paseándose de acá para allá en el ascensor (tres pasos atrás, tres pasos adelante) y mantuvo la boca firmemente cerrada. Más que cualquier otra cosa, quería saber si ella había tenido en cuenta siquiera la posibilidad de que Henry pudiese estar en lo cierto. Por desgracia, aunque las palabras se le agolpaban contra los dientes, no podía preguntar porque, por su expresión, obviamente lo había hecho.
—Su olor está por todo este edificio —murmuró ella, las fosas nasales dilatadas.
—No me digas que ha estado meando en las esquinas.
Los dientes de ella parecieron más largos de lo habitual cuando dijo gruñendo:
—Eso no es lo que quería decir.
—Era una broma. —Cuando ella se dio la vuelta con rapidez para lanzarle una mirada furiosa, él separó las manos—. Sólo trataba de quitar hierro al asunto.
—Ah. —El timbre del decimocuarto piso sonó. Vicki volvió a girarse para quedar de cara a la puerta.
Siguiéndola por el pasillo, Celluci movió la cabeza.
—No hace falta que me des las gracias.
Como los nombres de ambos estaban en la lista de seguridad de la entrada, les habían hecho ademán de que pasaran directamente sin tener que llamar, así que no tenía ni idea de lo que estaban a punto de afrontar. Dada la reacción de Vicki hasta el momento, si Henry había sido lo bastante estúpido como para quedarse en casa, iba a resultar un anochecer explosivo. Se encontró a sí mismo deseando haber traído su pistola… aunque no tenía ni idea de a quién pretendía disparar.
—Ya viene. —Henry se volvió hacia la puerta y Tony pensó que parecía un gato, observando las sombras en busca de un movimiento que nadie más podía ver. Un momento después, tres golpes secos iguales y espaciados, que de modo inconfundible decían la policía, rompieron el expectante silencio en pequeños y afilados pedazos.
—Es mejor que contestes. —Las manos trabadas a la espalda, Henry se abrió camino hasta el lado más apartado del cuarto de estar—. Creo que será mejor si mantengo la distancia.
Casi con miedo de cortarse con los fragmentos de anticipación, Tony anduvo hasta la puerta, tomó aliento y la abrió de par en par.
Celluci, a punto de volver a llamar, bajó la mano.
Vicki, que se había quedado mirando fijamente pasillo abajo, se giró.
Si Tony no hubiera pasado los últimos dos años compartiendo espacio vital con un vampiro, habría huido, gritando. Así las cosas, tragó saliva, trató de impedir que sus piernas cedieran y obligó a su boca a formar lo que esperaba fuese una aproximación a una sonrisa.
—¿Qué pasa, Victoria? Tienes buen aspecto.
El miedo rezumó de su voz. Había un buen montón de gente de cuyo miedo Vicki disfrutaba bastante, pero Tony no era uno de ellos. Limitémonos aprobar la teoría de Henry por él, ¿eh?, gruñó para sí misma mientras luchaba por mantener el control. ¡Yo no seré dominada por el ciego instinto!
Tony, contemplando el apagarse de la plata de los ojos de ella, cambió una cauta mirada con Celluci, quien añadió un infinitesimal encogimiento de hombros. Antes de que ninguno de los dos pudiera hablar, no obstante, Vicki encontró su voz.
—Acabo de pasar cuatro días en la carretera, necesito una ducha y parezco una mierda, pero gracias por mentir. —Ladeó la cabeza y miró arriba y abajo; ante la sorpresa de Tony la inspección no le hizo sentirse como un filete poco hecho—. Tú, por otra parte, tienes buen aspecto. Has engordado, cogido algo de color… —Sus cejas descendieron—, pero llevas el pelo demasiado corto.
—Es la moda —protestó él indignado, frotando una palma sobre su corte al rape.
Vicki suspiró.
—Tony, tampoco le quedaba tan bien a Keanu Reeves. Vamos a ver, ¿vas a invitarnos a entrar, o vas a dejarnos de pie en el pasillo?
Con las orejas coloradas, Tony se apartó de la puerta.
—Perdón.
—Es culpa mía tanto como tuya —admitió Vicki. Mirando de forma apreciativa alrededor de la entrada (Henry había comprado el apartamento en Pacific Place después de que ella regresara a Toronto), hizo un gesto con la cabeza hacia el arco porticado—. ¿Al salón por ahí?
—Sí, pero… —Cuando ella desapareció, dejó que su voz se desvaneciera y elevó la mirada hacia el sargento detective Michael Celluci. Durante sus años en la calle no se habían llevado precisamente bien, pero a juzgar por la expresión del detective, esa noche el pasado había sido enterrado bajo su presente común.
—¿Está él ahí dentro?
Tony soltó un suspiro.
—Sí.
—¿Por qué, si cree en eso del instinto territorial?
—Quiere probar su teoría.
Como Tony antes que él, Celluci comprendió.
—No puedo decir que le culpe. Esperemos que todos sobrevivamos.
Caminaron juntos dentro del salón, esperando ambos que el silencio fuese una buena señal.
Henry estaba de espaldas a la ventana, las luces de Granville Island comenzando a traspasar el crepúsculo detrás de él. La cabeza alta, los brazos cruzados sobre el pecho, vestía una camisa de seda azul, unos vaqueros desteñidos y zapatillas para correr blancas. Sus labios estaban fruncidos en una delgada línea. Sus ojos eran oscuridad.
Vicki se quedó junto a la ultramoderna mesa de comedor, los dedos de la mano derecha apretando con fuerza el cristal verde. La cabeza alta, la mano izquierda abriéndose y cerrándose a su costado, vestía una camisa de seda azul, unos vaqueros desteñidos y zapatillas para correr blancas. Sus labios estaban lo bastante retirados para mostrar las puntas de los dientes. Sus ojos eran plata.
De pie en un lado del cuarto, Tony pudo sentir la tensión aumentando. En un momento, sin mediar palabra, aumentaría más allá del punto de ruptura. Cuando eso ocurriera, no tenía la menor idea de lo que podía hacer para evitar la inevitable violencia ni de si tendría el valor para hacerlo aunque supiese el qué. ¿Cómo lucharían? ¿Habría derramamiento de sangre? ¿No se negarían los vampiros por instinto a desperdiciar tan precioso recurso?
A su lado, Celluci recorrió con una cínica mirada el cuarto, resopló, y dijo:
—Veo que tenéis un uniforme, amigos. ¿Qué viene después? ¿Chaquetas y gorras del equipo?
Tony le lanzó una espantada mirada y se retiró justo lo suficiente para usar la mole del detective como escudo.
El cuadro se rompió. Mientras Henry gruñía y daba un paso adelante, el sentido del ridículo de Vicki la empujó más allá de sus respuestas instintivas. Se quedó mirando las ropas de Henry, luego las suyas, y soltó una risita.
—Jesús, parecemos los hermanos Bobbsey[2] no muertos.
Henry, las fosas nasales dilatadas, se detuvo y se giró para encararla de nuevo.
Su interrumpida carga lo había alejado de la ventana. Con la sonrisa retorciéndose en un gruñido, Vicki retrocedió rodeando la mesa.
—¡No te acerques más! —Ella no quería atacar, pero no creía ser capaz de detenerse a sí misma si se acercaba. Luchó por ver más allá del instinto al amante, al amigo, al maestro que le había enseñado a sobrevivir dentro de los parámetros de su nueva existencia, pero el conocimiento de lo que antaño habían sido el uno para el otro seguía perdido detrás de lo que eran.
—Este es mi territorio, Vicki. —Henry se acercó un paso más: airoso, mortal—. No el tuyo. No me digas lo que he de hacer en mi territorio.
—Al menos están hablando —musitó Celluci para nadie en particular—. Algo es algo.
Los vampiros hicieron caso omiso de él, y Tony deseó fervientemente que se hubiese callado.
Un músculo saltó en la mandíbula de Vicki.
—¡Me pediste que viniera!
—Tú insististe en que podíamos trabajar juntos —le recordó él con sorna.
—¡Podríamos si dejaras esa chorrada del Príncipe de las Tinieblas y te largaras!
—No pienso hacer nada, Vicki. Soy más viejo que tú. Más poderoso que tú. Sólo puedes verme como una amenaza. No puedes sino reaccionar.
—¿Y como me ves tú? —dijo ella con un gruñido, atizada la ira por la insinuación de que él no la veía a ella como una amenaza.
—Algo que ha de ser eliminado. —Sus cejas se juntaron y su voz se volvió mordaz—. No quiero mi cacería arruinada por un niño.
Vicki saltó sobre la mesa, casi antes de que hubiera decidido atacar. Sus manos buscaron la garganta de Henry aferrando sólo aire. Se giró mientras tocaba suelo, pero, perdido el equilibrio, no tuvo ninguna posibilidad de atajar el golpe de Henry. Este la lanzó contra la pared más lejana y cayó sobre ella, los dedos ajustándose a la garganta de ella antes de que golpease el suelo.
Cuando Tony avanzó, una gran mano se cerró sobre su hombro y lo retuvo.
—No —dijo con voz queda Celluci—. Que lo resuelvan.
Sorprendido, Tony alzó la vista hacia el detective. No podía creer que Michael Celluci dejase que aquello pasara, mas aunque fruncía el ceño, ni su mirada ni su presa flaquearon.
Los hombros bajo las rodillas de Henry, la garganta en sus manos, Vicki se quedó inmóvil, prendida en sus ojos y reconociendo la derrota.
—No podemos trabajar juntos —le dijo Henry, toda la fachada de su voz ida, dejándola plana y cansada—. Y como debes quedarte aquí para hacer tu trabajo, yo me voy. He pedido prestada una cabaña en Grouse Mountain a un amigo. Me iré de inmediato y volveré cuando hayas resuelto el caso.
Sin que sus ojos abandonaran los de ella en ningún momento, le soltó la garganta y se puso de pie.
—Tenías razón. —Vicki se levantó despacio, una mano soportando su peso contra la pared—. ¿Contento?
Él suspiró y una de las comisuras de su boca se retorció en lo que casi era una sonrisa.
—En realidad, no.
—Quédate aquí —murmuró Celluci, soltando por fin el hombro de Tony—. No la pierdas de vista, pero no te acerques a ella hasta que se haya calmado.
—¿Parezco estúpido? —preguntó el joven con los ojos desorbitados temblando por la subida de adrenalina—. ¿Adónde vas?
—Necesito hablar con Fitzroy.
—¿Sobre qué? —Entonces siguió la mirada de Celluci hasta donde estaba Vicki, los ojos cerrados, respirando pesadamente, los dedos de la mano izquierda hundidos hasta los nudillos en la tapicería de cuero del sofá—. Oh. No importa.
Cuando Henry intentó dejar el apartamento, con una maleta negra de lona colgada sobre un hombro, Celluci estaba esperando en la puerta. El primero se detuvo a una apreciable distancia de la entrada. Más cerca y tendría que alzar la mirada hacia el segundo, mucho más alto.
—¿Tienes algo que decir, detective?
—Lo has hecho a propósito.
—¿Qué?
—Has provocado una pelea. Sabías que ella tenía que atacarte, o nunca se convencería de que tenías razón.
—Muy perspicaz por tu parte, detective. —Henry escrutó el rostro de Celluci, no del todo seguro de lo que veía—. ¿Vas a decírselo?
—No lo he decidido. Pero me gustaría preguntarte algo; ¿y si te equivocases?
Henry frunció el entrecejo.
—¿Equivocarme?
—Por lo que sé, esto es algo nuevo en la historia de los… eh…
—¿Vampiros?
Celluci se sonrojó.
—Sí. Vampiros. Por primera vez, dos de vosotros estáis cara a cara sin luchar por el territorio porque Vicki no quiere tu territorio. ¿Y si hubieseis podido arreglarlo? —Separó las manos y se apartó de la puerta—. Ahora, nunca lo sabrás.
Ahora, nunca lo sabrás.
Las palabras del detective resonaron en sus oídos mientras Henry se abría camino bajando a su coche. El olor de Vicki seguía distrayéndolo, en el ascensor, en el aparcamiento subterráneo. Era el olor de otro depredador en su territorio. Era también el olor de una mujer a la que había amado.
Por desgracia, el instinto seguía insistiendo en que se trataba de dos personas diferentes.
Se deslizó dentro del BMW y apoyó la cabeza por un momento sobre el volante. La diferencia entre el olor que le rodeaba y el que recordaba sólo servía para traerle a la memoria cuánto había perdido.
Hizo falta todo su poder, acumulado y refinado durante cuatrocientos cincuenta años, para alejarse conduciendo.
Dejando a otro vampiro al mando de su territorio.
Dejando a Vicki.
Tony les enseñó el apartamento rápidamente, luego retiró sus patines en línea y su casco del armario del pasillo.
—Se está haciendo tarde y, eh, me tengo que ir. —Cuando las cejas de Celluci se alzaron, le miró incómodo y dijo—. Me quedo con unos amigos. Henry pensó que sería más seguro, puesto que Vicki no está acostumbrada a despertar oliendo sangre.
—Yo seguiré aquí.
—Oh, sí. Yo, esto, supongo que imagina que puedes cuidarte de ti mismo.
—¿Ha pensado en todo, no? —resopló Celluci. Contempló a Tony mirando a Vicki mientras esta se acercaba quedándose junto a la ventana y clavando la mirada en la ciudad. Era la postura que Henry solía adoptar allá en Toronto, y Celluci pudo darse cuenta por la expresión de Tony de que Henry seguía adoptándola. Tal vez sólo era algo propio de vampiros (inspeccionar el territorio, el cazador situándose en un puesto elevado), pero odiaba cuando Vicki le recordaba a Henry.
—Henry está habituado a salirse con la suya.
A Celluci le costó un momento comprender que la serena afirmación de Tony era una réplica a su pregunta retórica. Antes de que pudiera pensar una respuesta, Vicki se volvió dando la espalda a la ventana.
—¿Estarás aquí mañana con la puesta de sol, no? —preguntó ella, dejando claro que así lo prefería.
Sorprendido más complacido, Tony asintió.
—Si estás segura de que me quieres…
—La última, y única vez que estuve en Vancouver, no presté mucha atención a la ciudad. —No había prestado mucha atención a nada salvo controlar el Hambre… podía recordar la sangre pero poco más—. Si vamos a conjurar a ese espectro, vamos a necesitar a alguien que sepa moverse por aquí.
—Hay todo un montón de planos de la ciudad y demás material sobre la mesa del comedor —empezó a decir él, pero Vicki le interrumpió.
—Todo lo que un plano nos dirá es dónde están las calles, no qué se cuece en ellas —se cruzó de brazos y se reclinó contra el cristal—. A no ser que el título del instituto lo entreguen con una venda y tapones para los oídos, no me creo que no sepas lo que está pasando ahí fuera. Eras mi mejor informador de la calle, Tony.
Aunque todavía parecía complacido, se encogió de hombros con aire de disculpa.
—Ya no estoy en las calles.
—Sigues viendo cosas. Sigues oyendo cosas. Y tienes un don para atar cabos.
—¿Para qué?
—Para dar con un patrón en el aparente caos.
—¿De verdad?
—Sí. De verdad.
Las orejas coloradas, hizo a un lado el cumplido, tratando, sin éxito, de ocultar lo mucho que significaba.
—¿Quieres orden salido del caos? Trata de estar presente la tarde del sábado cuando vienen los vídeos de la noche del viernes. Mira, de verdad me tengo que ir, pero volveré mañana con la puesta de sol. Hay una lista con todas las preguntas estúpidas que Henry ha hecho al espectro sobre la mesa con los mapas. El número de donde voy a estar y el de mi trabajo están en el tablero junto al teléfono. Es estupendo volverte a ver, Victoria. —Sonrió, y algo de su antigua presunción de chico callejero asomó en el gesto—. A ti también, detective.
Se detuvo en la puerta, los patines en una mano, el casco en la otra, la mochila colgando de un hombro.
—A Henry no le gusta que guarde mucha comida aquí, pero hay algo congelado en la nevera y una tiendecita escaleras abajo en el aparcamiento si tienes hambre. Está abierta hasta medianoche.
—¿Congelados? —preguntó Vicki con incredulidad.
—No para ti, para Celluci —se rio con disimulo y cerró la puerta.
Tratando de desterrar la imagen de bolsas de sangre de la Cruz Roja, etiquetadas, apiladas y congeladas, Vicki volvió a la ventana y a la vista de la ciudad. Del territorio de Henry.
—Bien. —Celluci apoyó un muslo sobre el respaldo del sofá—. ¿Te importa decirme a qué viene darle tanta coba?
—¿De qué estás hablando?
—Vicki, soy yo. Corta el rollo.
Ella se encogió de hombros sin volverse.
—Le necesitamos. Tony conoce la ciudad. La conoce más que nosotros, en cualquier caso.
—¿Y?
—Y tal vez no quería perderle, tampoco. Henry es…
—¿Diferente?
—No. No ha cambiado, yo lo he hecho. Sé lo que sentía por él… está todo dentro, pero no puedo llegar hasta allí. Amigo, amante; son sólo palabras. Cuando lo miro, no significan nada. Henry tenía razón, Mike. Él tenía razón y yo estaba equivocaba, y por encima de todo… —sus palabras adoptaron un énfasis familiar—. Por encima de todo, odio estar equivocada.
Celluci palpó los agujeros que Vicki había hecho antes en el cuero verde y decidió no mencionar su conversación con Henry.
Aunque sus gafas de sol impedían el paso de la mayor parte de la luz del tráfico que venía en dirección contraria, Henry torció gustoso por el camino de acceso sin pavimentar alejándose del constante fastidio. Dejando las gafas sobre el asiento del pasajero, se reclinó y soltó la tensión de sus hombros. Redujo ligeramente la velocidad cuando, en una marcada depresión del camino, el cárter rozó un poco una protuberancia de la montaña.
Había comprado el BMW de 1976 nuevo, lo había mimado durante los salados inviernos de Toronto, y no tenía ningún interés en reemplazarlo. La mayoría de los habitantes de Vancouver parecían compartir su postura. Desde que se mudara a la Columbia Británica, se había visto sorprendido de forma constante por la cantidad de coches de hacía veinte años en la carretera… muchos con la mano de pintura original como salida de fábrica. Eran coches que en el este habían ido a parar a los depósitos de chatarra hacía mucho o eran conservados por amorosos coleccionistas, pero allí, en la costa oeste, seguían siendo conducidos a diario. En una o dos ocasiones, mientras contemplaba la ciudad, Henry casi había olvidado qué década era.
Redujo todavía más cuando un mapache, al parecer indiferente a las toneladas de lanzado acero, cruzó el haz de su luz delantera con un majestuoso contoneo. Acostumbrado a los mapaches como animales urbanos, le sorprendió ver a aquel tan lejos en el campo. Estaban por todo Vancouver, lo bastante domesticados en Stanley Park para pedir comida, y Vicki incluso tenía una familia de ellos viviendo en el ático del edificio de tres pisos donde estaba su apartamento en el centro de Toronto.
Vicki.
Debería haber sabido que sus pensamientos al final describirían un círculo hasta ella.
¿Y si estuviese equivocado?
Ahora, nunca lo sabrás.
Es mejor así. El volante chirrió bajo su presa. Sí me hubiese quedado y hubiera perdido el control, podría haberla matado.
O podría haberte matado ella, murmuró una vocecita dentro de su cabeza, recordándole que Vicki ya había matado para conseguir un territorio durante el corto tiempo que había rondado la noche.
Hubiera sido un combate que ella no debiera haber ganado, no contra un oponente mucho más viejo y más experimentado. Pero bueno, Vicki sobresalía en poner patas arriba las convenciones.
A Henry le habían dicho, había creído y había vivido bajo la idea de que, cuando el vínculo padre/hijo se desvanecía, los vampiros no mantenían ningún otro contacto con aquellos a los que habían cambiado. Vicki había usado las ventajas del siglo XX (teléfono, faxes, correo electrónico) para borrar algo que él había dado por sentado durante más de cuatrocientos cincuenta años. Le llamaba, le mandaba faxes, le enviaba sarcásticos monólogos por correo electrónico, seguía en contacto y le importaba un cuerno lo que los vampiros hacían o no hacían.
A pesar de todo, puesto que Vicki se había negado a que fuese de otra forma, habían seguido siendo amigos.
—A distancia —añadió él, aminorando el coche con cuidado por una senda llena de baches—. La proximidad física es otra cosa.
Mantuviste el control, apuntó la vocecita. Estabas furioso, pero eso fue todo. Si no la hubieras provocado, tal vez ella, pese a su juventud, podría haberlo mantenido asimismo. Ella creía que podía, y sabes que con Vicki eso suele bastar.
Ahora nunca lo sabrás.
—¡Calla! —Con un giro salvaje, Henry apagó el motor y se quedó sentado contemplando la pequeña cabaña iluminada por sus faros delanteros. Un par de ventanas cobijadas bajo el alero parecían devolverle una burlona mirada.
»Lo que está hecho está hecho —musitó, apagando las luces y saliendo a la noche del exterior. Se quedaría en la cabaña hasta que Vicki hubiese resuelto el caso y, al trasladarse él mismo a un nuevo territorio, por lo menos, no interrumpiría su concentración. Con vidas inocentes dependiendo de sus habilidades, aquel no era el momento para poner a prueba límites convencionales.
Apareciendo ante él, el fantasma lo había hecho responsable de las muertes que causaba. Nombrado Duque de Richmond y Somerset a los seis años, Henry había sido educado para tomar sus responsabilidades muy en serio.
Celluci salió de la ducha, envolviéndose en la toalla que Vicki sostenía para él, y suspiró satisfecho.
—Lo necesitaba.
—Lo sé. —Le quitó de un golpecito una gota de agua de la cara—. Estabas empezando a oler.
—Creía que te gustaba cómo olía.
—A ti te gusta el olor a cuero, pero no vas por ahí con una piel de vaca hasta la nariz. —La punta de un dedo trazó húmedos círculos en el vello en torno al ombligo de él mientras, los ojos medio cerrados, Vicki inspiraba profundamente—. Créeme. Hueles mucho más apetitoso ahora.
Él trató de cogerle la mano, pero ella le esquivó fácilmente.
—Vicki, de verdad necesito una buena noche de sueño en una cama que no se mueva.
—¿Así que quieres que pare?
Él jadeó al extender ella el círculo.
—No he dicho eso. —Un momento después, fuera en el pasillo, él se plantó y murmuró—. En la cama de Fitzroy no. —Un instante después de aquello, mientras la cama de Tony se mecía bajo su peso combinado, él le envolvió una mano alrededor de la mandíbula y le apartó la cabeza de su cuerpo—. Si lo arrancas de un mordisco —gruñó—, no volverás a jugar más con él.
Tony ocupaba el dormitorio principal y, a la luz que entraba a través de la pared de cristal que los separaba de la ciudad, Vicki podía ver con tanta claridad como si las luces del cuarto estuviesen encendidas. Se deslizó saliendo de debajo del brazo de Celluci y se incorporó, moviendo las almohadas a fin de poder apoyarse cómodamente contra la pared.
—Resulta extraño estar aquí.
El ¿por qué? de Celluci fue un murmullo casi inarticulado mientras rodaba sobre el costado.
—Porque he luchado por el territorio y he perdido, pero Henry es el que se ha ido. —Alzando las rodillas, se rodeó las piernas con los brazos y frunció el ceño a la noche—. No quiero este territorio, pero me siento como si lo hubiera ganado. Salvo que no lo he hecho. Henry ganó. Pero estoy aquí. ¿Tiene algún sentido? —No se molestó en esperar una contestación—. Parece como si faltase algo, pero no sé qué. Como si algo estuviera equivocado, pero no sé qué hace falta para corregirlo. Oh, Dios. —Dejó que su cabeza cayera sobre sus rodillas—. Estoy componiendo música country otra vez. Lo odio cuando me pasa.
Con su cálido aliento contra la piel de la cadera de ella, Celluci dijo en voz baja algo que podría haber sido sarcástico.
—¿Mike? —Ella tendió la mano para agitarlo, se detuvo, la mano en el aire, y cambió de idea. Necesita dormir. Mejor me visto y echo un vistazo rápido a lo que ofrece Vancouver.
Pero no lo hizo.
Acariciándole suavemente el pelo con los dedos, se arrebujó en el familiar consuelo de su vida y dejó que la noche pasase sin ella.
—Tenemos otro candidato.
—¿Tan pronto? —Frunció el entrecejo a los papeles extendidos sobre su escritorio, a la cuidada simetría de sus uñas, al teléfono. Le gustaba trabajar tarde, teniendo el despacho para él solo; normalmente, ello significaba que nadie le molestaba—. ¿No es peligroso?
—¿Peligroso? ¿En qué sentido?
—En que podría llevar a descubrirnos.
—Se lo he dicho antes, el momento propicio es del todo aleatorio. No tengo ningún control sobre cuándo surgen los candidatos. O sucede, o no. —La voz de mujer que salía del diminuto altavoz logró sonar por completo neutra con respecto a ambas opciones—. Pero si esa nueva lista que me ha enviado es precisa…
—Debería serlo. Pagué bastante por ella.
—… entonces tengo un joven en el archivo que encaja con uno de sus posibles clientes.
Tamborileando con los dedos contra la pulida caoba, sopesó las opciones.
—¿Y cree que aceptará?
—Si los abordas de la forma correcta, siempre aceptan.
—Sí, claro. —La interrumpió antes de que ella pudiera decir nada más. No quería saber de los donantes; no eran asunto suyo—. Muy bien, hágale la oferta. Cuando acepte, hágamelo saber de inmediato de forma que pueda comenzar las negociaciones con el comprador.
Para cuando el alba hizo sentir su presencia, el coche de Henry había sido cuidadosamente guardado en el cobertizo y todas las señales de su estancia borradas del exterior de la cabaña. Era improbable que el día trajera compañía, pero sobrevivir durante más de cuatrocientos cincuenta años le había enseñado a ser cauto ante todo. En caso de que alguien apareciera recorriendo el camino de tierra, la cabaña parecería desierta. En opinión de Henry, tenía menos que temer de los vándalos que de los vecinos; los vándalos rara vez deambulaban tan lejos del camino trillado.
Con terrazas en voladizo asomándose sobre el borde de un acantilado, la cabaña quedaba a la vez aislada y justo encima de un suministro de alimentos. Aunque el amigo de quien era la propiedad se quejaba amargamente de cuánto había depreciado el valor de la misma el Centro de Recreo Familiar del Valle de la Brisa, personalmente Henry apreciaba la vista. Cada cabaña de color pastel al abrigo del pie del acantilado contenía al menos una comida.
—¿Y por qué no habría de pasar un par de semanas en el campo? —se preguntó a sí mismo ceñudo mientras cerraba el porche.
Porque eres un vampiro. Porque este no es tu territorio. Porque otro vampiro está cazando en tu territorio. Porque Michael Celluci podría tener razón…
—Y… —sus dientes se cerraron de golpe sobre las palabras— justamente por eso voy a quedarme donde estoy.
Era una pobre excusa (hacía mucho que había superado la necesidad de mentirse a sí mismo), pero sirvió para hacer descarrilar argumentos que describían un círculo.
El armario empotrado fuera del dormitorio principal, por desgracia, había sido revestido de cedro. Respirando superficialmente por la boca, deseando haber traído algo de ropa sucia de Tony para atajar el olor, Henry aseguró la puerta con una cuña y se acostó sobre la cama plegable que había montado antes. Como precaución añadida, había puesto una teatral cortina negra sobre el colgador para que cayera alrededor de la cama como un opaco mosquitero.
La última vez que había pasado el día en un armario había sido justo después de la muerte y desaparición de la madre de Vicki. Entonces, igual que esta vez, lo había preparado para eliminar tanto riesgo como fuese posible.
De repente frunció el entrecejo, tratando de recordar el último riesgo que había corrido.
Era vampiro.
Rondador nocturno.
Príncipe de las Tinieblas.
¿Entonces por qué de pronto la vida parecía tan burguesa? ¿Tan segura?
Cada riesgo que había corrido en los últimos años podía vincularse de forma directa a Vicki Nelson.
La ropa de cama había sido cambiada, pero el olor de Henry todavía cubría el cuarto. El instinto combatió con la necesidad de refugio, y la necesidad venció aunque las manos de ella temblaban al echar el cerrojo a la puerta. No era la primera vez que Vicki pasaba el día en el refugio de otro, pero como su experiencia previa había tenido lugar justo después de que hubiese usado un banco de rayos UVA para convertir al anterior ocupante en hueso chamuscado y cenizas, supuso que no tenía mucha base para comparar.
Los recuerdos que el olor de Henry evocaba lucharon con las reacciones instintivas de la naturaleza de ella, de ambos. Intentó calmar a esta última examinando a conciencia la habitación.
—¿Ves? —Le costó un esfuerzo, pero mantuvo su voz baja… era inútil, a fin de cuentas, chillar a su propio subconsciente—. No hay nadie aquí. Nadie en el armario. Ningún diminuto competidor en los cajones. Nadie bajo la cama.
Con el amanecer tendiéndose hacia ella, abatió la cama y se deslizó entre las sábanas. Tratando de oír el reconfortante sonido del latido de Celluci, ella…
Celluci durmió profundamente hasta pasadas las once y se quedó en la cama otra hora más porque podía. Pese a Henry Fitzroy, eran sus vacaciones. Cuando se levantó por fin, le palpitaba la cabeza y le dolían partes que no recordaba haber usado. Una cama cómoda parecía haber compensado algo las cuatro noches de sueño atrasado en la carretera.
Otra larga ducha caliente ayudó.
La cafetera y el café que encontró encima de la nevera ayudaron más aún.
—¿Quieres hacer que Norteamérica se detenga? —resopló mientras el aroma empezaba a llenar la cocina—. Secuestra a Juan Valdés.
Llenó una taza con el logotipo de una radioemisora pública de Seattle, sacó el montón de periódicos de la papelera de reciclaje, y lo llevó todo al cuarto de estar donde se puso cómodo en uno de los dos enormes sillones de cuero.
Cuanto antes se librasen del fantasma, antes podrían él y Vicki pasar algún tiempo de auténticas vacaciones. Por lo menos, antes podrían irse a casa.
—Y donde hay un fantasma —murmuró, abriendo de golpe el periódico más viejo—, en alguna parte tiene que haber un cuerpo.
¿Cedro?
A Henry le costó un instante darse cuenta de dónde estaba. Cuando comprendió, hizo una mueca. Hasta aquel momento, el del cedro había sido un olor que le gustaba.
—No me extraña que las polillas se alejen de él.
El despertar no había aportado una nueva perspectiva. Tal vez la mente mortal encontrara soluciones durante el sueño mas, con la eternidad ante ellos, los vampiros se veían obligados a ocuparse de sus problemas noche tras noche. Durante el día, sus subconscientes se paraban con todo lo demás.
Antes incluso de que se sacara a sí mismo de los pliegues de la cortina negra, Henry supo que sus problemas no habían cambiado. Impulsándolo la ira fuera de la cama, tiró de la cadena que encendía la luz del armario.
Con tan poco espacio, estaban nariz contra nariz.
Lagrimeándole los ojos bajo el súbito resplandor, Henry gruñó.
—¿Estás siguiéndome?
El fantasma desapareció en silencio.