l sargento detective Michael Celluci cerró la sólida puerta de metal sin hacer ruido detrás de él y entró con cuidado en el apartamento en sombras. Un débil haz de luz que se derramaba desde el despacho debajo del desván era engullido por el techo de cinco metros del cuarto principal. El edificio había sido un taller de vidrio antes de que una recesión lo hubiese vaciado y una renovación urbana lo había llenado de nuevo con apenas espacio vital aprovechable para la periferia elegante de Toronto. La mayoría de los inquilinos vestía exclusivamente de negro y los más tenían que ver de alguna forma con «las artes»… aunque algunas de esas formas eran bastante tangenciales en la en absoluto humilde opinión de Michael Celluci.

Sin hacer ningún ruido con sus zapatos de suela blanda sobre la alfombrilla que delimitaba un paso libre a lo largo de una pared, se movió hacia la luz.

—¿Y qué hay del tipo que ves? ¿Qué es, el enlace sindical? —El silencio determinó la respuesta—. Lo siento. Estoy tomando esto en serio. No, yo. Hazle preguntas inofensivas hasta que yo llegue allí. —La vieja silla de despacho de madera crujió de forma alarmante al ser echada hacia atrás sobre dos patas—. Hazle preguntas a las que sabes que tendrá que responder «sí».

Justo bajo el borde del desván, a un brazo de distancia de la silla, Celluci tendió una mano para agarrar un hombro vestido con una sudadera. Justo antes de que sus dedos se cerrasen sobre la tela, fueron capturados en una inquebrantable presa.

La mujer que lo sujetaba le lanzó un displicente buen intento con la mirada y siguió convenciendo al teléfono.

—Mira, ¿tan difícil es? ¿No fuiste un hombre? ¿Estás muerto ahora? ¿Estuviste vivo alguna vez?

—¿Estuviste vivo? —articuló Celluci mientras ella lo empujaba rodeando la silla y lo hacía caer sobre un rincón del revuelto escritorio.

Frunciendo el ceño, ella reconoció que había oído correctamente con una sola inclinación de cabeza, luego trató de tranquilizar a su comunicante.

—No importa que sean preguntas estúpidas con tal que conteste «sí». Estaré allí tan pronto como pueda. Yo… —Suspirando, volvió a acomodarse con una expresión que Celluci reconoció: la primera vez que la había visto, ambos habían ido de uniforme, y había ido dirigida a él. Sólo podía existir una explicación para la misma en ese momento; la persona del otro lado de la línea estaba osando realmente dar consejos a Vicki Nelson.

Nunca se había tomado bien un consejo. Ni cuando iba de uniforme y se consideraba a sí misma un regalo de Dios para la Policía Metropolitana de Toronto. Ni cuando se había hecho detective. Ni cuando la retinitis pigmentaria la había obligado a abandonar un trabajo que ella amaba y en el que sobresalía. Ni durante el tiempo que había sido detective privada. Ni desde el cambio.

Si no lo supiera, pensó, observando sus rasgos cambiar de la impaciencia a la irritación, nunca caería en la cuenta de lo que es.

Parecía más o menos la misma, sólo un poco más delgada y mucho más pálida. Se comportaba más o menos igual, habiendo sido siempre altiva, arrogante y terca.

Bueno, pero antes no bebía sangre…

—¡Basta! —La irritación se había convertido en enfado y, por su tono, había cortado un prolongado monólogo—. Estaré allí tan pronto como pueda, y si no estás en casa cuando yo llegue, me vuelvo directa a Toronto. —Colgando mientras la última «o» dejaba su boca, volvió su atención hacia Celluci y dijo—: Henry tiene un fantasma y quería que yo me librase de él en su lugar.

Unos helados dedos acariciaron la nuca de Celluci.

—¿Henry Fitzroy?

—El mismo.

—¿No sigue en Vancouver?

Unos ojos gris perla se entornaron al alzar ella la mirada hacia él.

—Sí.

—¿Y acabas de aceptar salir de viaje cruzando el país para ocuparte de su… —Pese a todo por lo que habían pasado (pese a los demonios, hombres lobo, momias y a la reanimación de los muertos, pese a los vampiros) retorció el labio— fantasma?

—Sí.

—Y ya que me lo has expuesto como un fait accompli, he de asumir que cualquier cosa que yo tenga que decir resulta irrelevante…

Vicki frunció el ceño ligeramente.

—Ese fantasma está asustando a la gente hasta matarla, Mike, y va a seguir haciéndolo hasta que alguien averigüe por qué y lo detenga. Henry no está entrenado para esa clase de investigación. —Cuando él abrió la boca, ella alzó una mano como advertencia—. Y no te atrevas a decir que yo tampoco. Estaré deteniendo a un asesino. No importa que esté muerto.

No. No importaría. Pero el fantasma tenía poco o nada que ver con su reacción. Se puso de pie de un salto y la dejó allí, saliendo del despacho al cuarto principal donde tendría suelo suficiente para pasearse.

—¿Sabes lo lejos que está Vancouver?

—Unos 4500 kilómetros.

Anduvo pisando con fuerza hasta la puerta y volvió.

—¿Te das cuenta de lo corta que es la noche en esta época del año?

—Menos de nueve horas. —La voz de ella indicó a las claras que tampoco se sentía complacida al respecto.

—¿Y recuerdas lo que pasa cuando te pilla fuera el sol?

—Me aso a la parrilla.

Separando las manos, él se meció deteniéndose delante de ella.

—¿Así que vas a ir a 4500 kilómetros, en turnos de menos de nueve horas, sin ningún refugio del sol? ¿Tienes alguna idea de lo absurdamente peligroso que es?

—He estado pensando en comprar una camioneta usada y hacer unos pequeños cambios.

—Unos pequeños cambios —repitió él con incredulidad, tratando de enterrar el miedo con ira—. Serás una presa fácil todo el día, no importa dónde aparques… ¡una briqueta de carbón esperando a arder!

—Entonces ven conmigo.

—¿Ir contigo? ¿Como un favor para el puto Henry Fitzroy?

Ella se puso de pie despacio y alzó una mirada furiosa hacia él a través de entornados ojos.

—¿De eso es de lo que se trata en realidad? ¿Henry?

—¡No! —Y no lo era; no del todo.

—Se trata de ponerte en peligro innecesariamente. ¿No tienen investigadores privados en la Columbia Británica?

—Ninguno que pueda ocuparse de algo como esto y ninguno en quien Henry confíe —sonrió, con algo de ironía; luego le puso una mano abierta contra el pecho y añadió, sus palabras ralentizadas al ritmo de su latido—: No quiero convertirme en una briqueta de carbón. Podrías serme útil, Mike.

La boca de él se cerró de golpe sobre el resto de la diatriba. La antigua Vicki Nelson nunca había sido capaz de pedir ayuda. Cuando Henry Fitzroy le hubo entregado su sangre, la había cambiado de más formas aparte de la evidente. Celluci odiaba al bastardo real no muerto escritor de novelas románticas por eso.

—Déjame pensarlo —musitó—. Voy a hacer café.

Vicki le oyó entrar pisando fuerte en la diminuta cocina y empezar a abrir y cerrar puertas de alacenas con más fuerza de la estrictamente necesaria. Inspiró a fondo, saboreando su aroma. Siempre había olido a bárbaro; una especie de encendido olor a macho que solía ponerla increíblemente caliente en cuanto percibía su rastro. De acuerdo, todavía la ponía caliente, se corrigió con una amplia sonrisa. Pero en aquel momento también la ponía hambrienta.

—¿No sacas nunca la basura? —refunfuñó él.

—¿Por qué habría de hacerlo? No dejo ninguna.

Mike no tenía necesidad de alzar la voz. Ella podía haberle oído si hubiese susurrado. Podía oír su sangre latiendo a través de sus venas. A veces pensaba que podía oír sus pensamientos. Aunque pudiera estar de veras preocupado por los peligros del viaje, a fin de cuentas, no quería ir a Vancouver con ella porque no quería hacer a Henry Fitzroy ningún favor. Ni quería que ella fuera a Vancouver, y de ese modo a reunirse con Henry Fitzroy, sin él.

Acabada la contabilidad que había estado haciendo al llamar Henry, Vicki guardó el fichero y esperó a que Mike se decidiera, preguntándose si se daba cuenta de que no tenía intención alguna de ir sin él.

Que Henry estuviese siendo rondado por un fantasma que jugaba a las preguntas con mortales resultados no la sorprendía. Nada la sorprendía demasiado ya. Hay más cosas en cielo y tierra… Lo había hecho imprimir en sus tarjetas de visita. El señor Shakespeare no tenía ni idea.

Que Henry hubiese llamado, queriendo emplearla para resolver su pequeño misterio, la había sorprendido. Había sido tan categórico al decir cuando se separaron que no volverían a verse nunca más, que no podrían verse de nuevo…

Como si hubiera estado leyendo sus pensamientos, Celluci eligió aquel momento para volver al despacho y refunfuñar:

—Pensaba que los vampiros eran incapaces de compartir un territorio.

El mentón de Vicki se alzó.

—Me niego a ser controlada por mi naturaleza.

Celluci resopló.

—Ya. Bien. —Tomó un trago de humeante café—. Díselo al vampiro que vivía aquí antes.

—Estaba dispuesta a negociar —protestó Vicki, pero sintió retorcérsele el labio descubriendo los dientes. La otra vampira le había echado en cara la muerte de un amigo y había reclamado el centro de Toronto. Cuando Vicki la mató por fin, no sintió ningún remordimiento, ninguna culpa, ni la menor necesidad de referirle al sargento detective Michael Celluci todos los detalles de lo que había pasado. No sólo por lo que él era (no sólo porque era humano), sino por quién era. No habría comprendido, y ella no creía poder soportarlo si la miraba de la forma en que a veces miraba a Henry.

Así que le dijo sólo que había ganado.

Entonces trocó su incipiente gruñido en algo más cercano a una sonrisa.

—Henry y yo nos las arreglaremos para entendernos.

Celluci ocultó su propia sonrisa tras la taza de café. Reconoció el tono y se preguntó si Henry tenía la menor idea de cuán poca elección estaba a punto de tener en el asunto. No quería que Vicki fuese a Vancouver, pero puesto que ya había tomado su decisión, no podía detenerla… ni era lo bastante suicida para intentarlo. Dado que ella iba a ir, no obstante, no quería que fuera sola. Además, disfrutaría al contemplar cómo su real bastardeza chupasangre era avasallado por la tajante negativa de Vicki a hacer lo que se esperaba de ella.

—Muy bien. Tú ganas. Voy contigo.

sep

—… hay poco trabajo ahora mismo, y dispongo del tiempo.

El inspector Cantree bufó.

—Siempre dispones del tiempo, detective. Lo único que me sorprende es que de verdad quieras usar parte de él.

Celluci se encogió de hombros.

—Ha pasado algo con un amigo de Vicki del oeste.

—Un amigo de Vicki. Ah. —El inspector miró fijamente hacia la aceitosa espuma de la parte superior de su café, la maciza taza de gres casi parecía delicada en su enorme mano—. ¿Y qué tal está «Victoria» Nelson últimamente? He oído que ha estado ocupándose de algunos casos extraños desde que volvió a la ciudad.

Celluci volvió a encogerse de hombros.

—Alguien tiene que hacerlo. Al menos si la llaman a ella, no nos llaman a nosotros.

—Cierto. —Los ojos de Cantree se entornaron, y la mirada que lanzó a su interlocutor era francamente especulativa—. Nunca me dio la impresión de ser del tipo de los que se ven envueltos en esas chorradas de lo paranormal y lo oculto.

Celluci apenas se contuvo de alzar los hombros por tercera vez.

—La mayor parte de su trabajo es la misma mierda aburrida de siempre. Cónyuges infieles. Fraudes al seguro.

—La mayor parte —repitió Cantree. No era del todo una pregunta, así que Celluci no la respondió.

El inspector Cantree había escapado por poco de convertirse en el encantado acólito de un antiguo dios egipcio. Los otros afectados por el hechizo habían creado sus propias explicaciones, pero él había insistido en oír la verdad. Como nunca había vuelto a mencionarlo, Celluci seguía sin saber cuánto había creído.

El recuerdo se cernió en el aire entre ellos por un momento, luego Cantree lo rechazó, con un gesto que afirmaba tan claramente como si lo hubiese dicho en voz alta: Cuarenta y siete homicidios en lo que va de año; tengo bastante de lo que encargarme.

—Cógete tus vacaciones, detective, pero quiero tu trasero de vuelta aquí en dos semanas listo para trabajar.

sep

—Vicki, nunca llegaremos a Vancouver en eso.

—Sé que no parece gran cosa… —Las manos en las caderas, Vicki barrió con la mirada la mugrienta furgoneta azul y decidió no mencionar que probablemente tendría peor aspecto a la luz del día. Ya parecía bastante malo bajo la luz de seguridad del camino de entrada de Celluci— pero tiene una mecánica sólida.

—¿Desde cuándo entiendes algo sobre mecánica sólida?

—No entiendo. —Se volvió y le sonrió burlona, encontrando su mirada y permitiendo que el poder se alzara por un momento en la de ella—. Pero ya nadie me miente.

Puesto que había sido usada para reparto, el interior de la furgoneta no tenía ventanas que tapar. Vicki había dispuesto un compartimento con amplias juntas de goma situado detrás de los asientos y otro justo bajo las puertas traseras.

—¿Lo has hecho bastante rápido, no? —Celluci quitó el polvo de serrín en la base de la barrera delantera y frunció el ceño ante los cerrojos interiores que aseguraban que no hubiese visitantes inoportunos—. ¿Qué ocurre si hay un accidente y tengo que sacarte?

—Espera hasta el ocaso y yo misma saldré.

—No hay ventilación, y es probable que se ponga más caliente que el infierno ahí dentro.

Ella se encogió de hombros.

—Dudo que me dé cuenta.

—¿Lo dudas? —Su voz comenzó a elevarse, y la obligó a bajar, recordándole las ventanas oscuras de las casas circundantes que los vecinos todavía dormían y lo más seguro era que quisieran seguir así—. ¿No estás segura?

—Estoy segura de que no lo sentiré. Aparte de eso…

Había ciertas cosas relativas a ser un vampiro que tenía que ir descubriendo a medida que surgía la circunstancia. Henry le había enseñado cómo alimentarse sin causar daño, cómo cambiar con cuidado los recuerdos de aquellos que proporcionaban alimento, y cómo mezclarse con los mortales que caminaban de día, pero nunca le había explicado que nadar era imposible debido a que el aumento de densidad ósea la hacía hundirse como una roca… asustando mortalmente al salvavidas de la YMCA. Ni había mencionado lo que podía suponer viajar todo el día en la trasera de una furgoneta cerrada.

—… La SPCV aconseja dejar una ventanilla de atrás bajada un poco y aparcar lejos del sol.

Celluci se la quedó mirando confundido.

—¿La qué?

—La Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Vampiros. Era una broma. —Le palmeó el brazo—. No importa. ¿Qué te parece la cama?

Echó un vistazo por encima del hombro de ella. El lecho tenía los lados acolchados hasta un palmo de altura.

—Parece un ataúd sin tapa. No pienso usarlo.

—Como quieras, pero recuerda quién está conduciendo por las noches mientras tú duermes —hizo el gesto de girar el volante en una esquina y consiguió una imitación bastante buena de neumáticos chirriando contra la carretera.

Como la forma de conducir de Vicki rondaba entre la de un kamikaze y la de un taxista de Montreal, Celluci se estremeció y consultó su reloj. Por desgracia, si pensaban partir antes del alba, no tenían tiempo para discutir sobre la cama o la conducción de Vicki… y si bien no podía hacer nada al respecto de lo segundo, desde luego no iba a insistir en quitar el acolchado de la primera.

—En marcha, entonces. Son las cuatro y doce y el sol sale en menos de cuarenta y cinco minutos. —Cuando Vicki alzó ambas cejas, sacó un ajado libro de bolsillo de su bolsillo trasero—. Almanaque del agricultor. Te dice el amanecer y la puesta de sol de todo el año. Pensé que lo mejor sería estar preparado.

—¿Para qué? —Vicki se irguió hasta su uno setenta y cinco, su expresión peligrosa y puramente humana. Esta discusión, o variantes sobre el tema, databan de mucho antes del cambio—. ¿Qué pasa, Mike? ¿Todavía crees que no puedo cuidar de mí misma?

—No entre el amanecer y el ocaso —le recordó con suavidad, negándose a entrar en disputa.

Vicki se desinfló. Por desgracia, él estaba completa, absoluta e irrefutablemente en lo cierto. Odiaba aquello, no tanto que tuviera razón, sino que no le diese ningún pie para discutir.

Y él lo sabía. Arrugando los rabillos de los ojos, volvió a meterse el libro en el bolsillo.

Dando un paso adelante, ella le apartó el rizo de pelo castaño oscuro demasiado largo de la frente y murmuró:

—Llegado el anochecer, sin embargo, nadie se mete conmigo.

sep

Yaciendo en el lecho semejante a un ataúd, vibrando junto con el motor de seis cilindros de la furgoneta, que ya no cumplía del todo las especificaciones de la compañía, enclaustrada en una cálida oscuridad tan profunda que la envolvía como negro terciopelo, Vicki podía sentir el sol. La carne entre sus hombros se encogió. Dos años siendo un vampiro y todavía no se había acostumbrado a la llegada del día.

Es como ese instante final, justo antes de que alguien te golpee por detrás, cuando sabes que va a suceder y no puedes hacer un cuerno al respecto. Sólo que dura más tiempo

A Celluci no le había impresionado la analogía, y ella se dijo que no podía culparlo… a ella tampoco le impresionaba mucho. Mientras él había parado la camioneta bajo la luz de seguridad y comprobado de forma metódica la inexistencia del menor agujero que pudiese dejar entrar el sol, ella casi se había vuelto loca por la necesidad de ponerse a cubierto. No la había escuchado al decirle que ya los había comprobado, pero por otro lado, él siempre había creído que ella corría riesgos estúpidos.

Riesgos, sí.

Riesgos estúpidos, nunca.

De acuerdo, casi nunca.

Preguntándose por qué estaba siempre haciendo números del HMS Pinafore[1], se lamió los labios y saboreó el recuerdo de la boca de Celluci contra la suya. Este había querido aguardar a la salida del sol antes de empezar a conducir, pero Vicki había insistido en que comenzase justo después de encerrarse ella en su santuario móvil. No creía que pudiera hacer frente a ambos aguardando al…

… olvido.

A esa hora de la mañana, el tráfico se dirigía hacia Toronto, no fuera de ella, y, pese a toda su mala pinta, la furgoneta respondía bien. Plenamente consciente de que no sería capaz de explicar el aparente cadáver en la trasera en caso de ser detenido por la Policía Local de Ontario, Celluci condujo a unos precavidos cinco kilómetros por encima del límite y se resignó a ser adelantado por casi todos los demás coches en la carretera.

—Que te hagan la foto —murmuró cuando un viejo y oxidado utilitario le pasó zumbando. Por desgracia, el nuevo gobierno de Ontario había retirado las camionetas con foto por radar, insistiendo en que no mostraban ningún efecto positivo. Celluci no tenía ni idea sobre dónde habían reunido su información los idiotas de Queen’s Park, pero su experiencia personal le decía que la amenaza de las camionetas había mantenido a los conductores paranoicos por debajo del límite de velocidad.

Paró en Barrie para desayunar y aprovechar la oportunidad para estirar las piernas. Un accidente con el remolque de un tractor lo retuvo durante una hora justo al salir de Waubaushene y, cuando se detuvo para almorzar en el Centennial Diner en Bigwood, había oído a Sonny y Cher cantar «I Got You Babe» en tres emisoras de viejos éxitos y se estaba preguntando por qué estaba sometiéndose al infierno del rock and roll por el puto Henry Fitzroy.

—Debería haberme esforzado más por disuadirla. —Sacó de un tirón un mondadientes con borla de su bocadillo vegetal con pollo y bacon. Y qué si no había ningún investigador privado en la costa oeste en quien Fitzroy pudiese confiar—. ¿Cómo se supone que ha de hacer nuevos amigos si nunca habla con extraños?

—¿Algo va mal?

Celluci fabricó una sonrisa y se la lanzó a la camarera adolescente.

—No. Nada. —Viendo cómo le miraba de vuelta a la cocina, suspiró. Estupendo. No sólo espera que Vicki arriesgue su vida viajando a través de tres cuartos del país, sino que ahora me tiene hablando conmigo mismo.

En la radio llena de cagadas de mosca encima de la bandeja del pastel, Sonny Bono declaró una vez más su amor ante todo lo que decían.

sep

—¿WaWa? —Los nudillos en las caderas, Vicki se apartó los rizos de los hombros—. ¿Por qué WaWa?

Celluci se encogió de hombros, con ojos que seguían con atención los movimientos de ella.

—¿Por qué no WaWa? Pensaba que querrías ver el ganso.

—¿El ganso? —Despacio, ella se giró y alzó la vista hacia la escultura de acero de nueve metros de altura recortada contra un cielo gris veteado de naranja—. Muy bien. Lo he visto. Espero que no estemos compartiendo tu momento más interesante del día.

—Casi —admitió él—. ¿Cómo te sientes?

—Como si mi cuerpo pasase el día rebotando por todas partes dentro de una caja acolchada. Aparte de eso, bien.

—Estás, esto… —dejó de hablar avergonzado mientras un coche se detenía en el pequeño aparcamiento y un par de niños saltaban fuera de la parte trasera y venían corriendo por el camino hacia los servicios.

—¿Hambrienta? —Dando un paso al interior del círculo de su calor corporal, ella sonrió—. Mike, puedes decir hambrienta delante de niños… supondrán que iré a tomar un Big Mac, no a Ronald MacDonald.

—Qué asco.

—En realidad, me ha abierto el apetito.

Él la agarró por los brazos, haciéndola parar.

—Olvídalo, Vicki, soy demasiado viejo para uno rápido en la trasera de una camioneta. —Pero su protesta carecía de fuerza, y una vez los chicos y el coche desaparecieron, se dejó convencer.

No llevó mucho tiempo.

Veinte minutos después, cuando subían a los asientos delanteros, Vicki tendió una mano y cogió un mosquito a punto de aterrizar en la espalda de él.

—Olvídalo, hermana —dijo entre dientes, aplastando al insecto entre pulgar e índice—. Ya ha hecho su donación.

sep

—¿Acabamos de pasar Portage la Prairie? —Celluci levantó la vista del mapa de Manitoba frunciendo el ceño. No había dormido bien, y el termo de café que Vicki le había dado cuando había salido tambaleándose de la furgoneta podía desprender los restos de un camión de la basura. Lo bebió de todas formas; tras quince años tomando café de la policía podía beber cualquier cosa… pero no estaba contento. Lo último que necesitaba que le dijeran era que habían ido considerablemente más allá del punto donde se esperaba que él tomase las riendas—. ¡Tienes que haber hecho ciento veinticinco o ciento treinta kilómetros por hora!

—¿Qué quieres decir?

—Comencemos por restarle a eso la velocidad límite de cien kilómetros por hora. Sencillamente no es una buena idea —añadió con sorna, pugnando por volver a plegar el mapa—. Es la ley.

Vicki apretó los dientes con fuerza quejándose de que cien kilómetros por hora para alguien con su velocidad de reacción era ridículamente lento, y se limitó a encogerse de hombros. Lo que opinara ella no hacía que el límite de velocidad dejara de ser ley. Si él hubiese insinuado que había estado conduciendo de manera peligrosa, entonces ella podría haberle servido una discusión.

Volviendo a apoyarse contra la furgoneta, Vicki fijó la mirada fuera, en las tierras de cultivo que rodeaban el aparcamiento de la gasolinera. Con esta cerrada y la única iluminación procedente de las estrellas y la linterna de Celluci, parecía como si fueran las últimas personas vivas en el mundo. Odiaba esa sensación y la había sentido durante la mayor parte de la noche mientras se alejaba conduciendo del Lago Superior hacia Kenora y la frontera de Ontario y Manitoba. A las tres de la mañana, incluso en Winnipeg había poca gente en movimiento, salvo por un soñoliento empleado en la gasolinera/tienda de donuts donde había llenado el depósito y dos transeúntes que había visto durmiendo al abrigo de un paso a nivel. Había atajado por el centro de Portage la Prairie en lugar de coger la circunvalación de la Autopista Trans-Canadá, pero todavía era demasiado temprano para que hubiese alguien por las calles.

Acostumbrada a vivir, y cazar, en medio de tres millones de personas, de las cuales al menos un millón no parecía dormir nunca, el aislamiento la hizo sentirse vulnerable, expuesta.

—Dame eso. —Alargó una mano y le arrebató de las manos el mapa en parte doblado—. Todo lo que tienes que hacer es seguir los pliegues originales. ¿Por qué es tan difícil?

Vulnerable, expuesta, y de un humor realmente malo.

Respondiendo al sorprendido ceño de Celluci con un movimiento del mapa en señal de media disculpa, gruñó:

—Todo este paisaje está empezando a afectarme.

sep

Comprendiendo que en un tramo de carretera del todo recto y por completo llano nadie iba a conducir a cien kilómetros por hora, la velocidad límite de parte a parte de Saskatchewan era ciento diez. Casi todo el mundo iba a ciento veinte. Teniendo en cuenta su carga, Celluci consintió en ir a ciento quince.

Toda una vida de campos de trigo más tarde, a las 7:17 de la tarde hora local, hizo un alto en un restaurante de carretera justo en las afueras de Bassano, Alberta, y apagó el motor preguntándose si volvían Sonny y Cher y no se había enterado. Si oía «I Got You, Babe» una vez más, iba a tener que pegar a alguien. Aparcando la furgoneta de manera que Vicki pudiese salir sin ser vista, caminó entumecido cruzando el asfalto hasta el restaurante. El ocaso tendría lugar a las 8:30, así que tenía poco más de una hora para comer.

El caldo del día era de carne y cebada. Se quedó mirando el tazón y recordó todas las comidas que él y Vicki habían hecho juntos, lodos los litros de café, todas las salchichas rancias cogidas a la carrera. De repente, pensar que nunca volverían a salir para tomar empanada china, ni pollo con paprika, ni siquiera pedir una pizza mientras veían por televisión Hockey Night in Canadá, le hizo sentirse increíblemente deprimido.

—¿Hay algún problema con el caldo? —Una mujer de mediana edad con un delantal blanco inmaculado lo miró con cierta preocupación desde detrás del mostrador.

—El, eh, el caldo está bien.

—Me alegra oírlo. No sale de una lata, ¿sabe? Lo hago yo misma. —Como él no logró responder de inmediato, ella movió la cabeza y suspiró—. Vamos, amigo, anímese. Parece como si hubiese perdido a su mejor amigo.

Celluci frunció el entrecejo. No la había perdido exactamente. Vicki seguía siendo para él todo lo que había sido siempre, excepto una compañera de cena, y sopesado con el resto aquello no debería significar mucho. Pero en aquel preciso instante, sí. Pensaba que lo había superado

Apenas se dio cuenta cuando la camarera retiró el tazón vacío y lo sustituyó por una fuente con un filete y carne picada frita con patatas y col.

Vampiro, rondador nocturno, nosferatu… Vicki ya no era humana. De acuerdo, se había entregado a él como nunca había sido capaz antes del cambio, pero lograda la inmortalidad, ¿cuán importantes podían ser los pocos años de la vida de él?

El pastel de ruibarbo sabía a serrín y dejó la mitad en el plato.

Encorvado de hombros y con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, se dirigió de vuelta a la camioneta cruzando el aparcamiento. Vagamente consciente de que estaba sumiéndose en la autocompasión, no parecía poder dejar de hacerlo.

Cuando el motor de la camioneta arrancó con estrépito, le cogió del todo por sorpresa. Quedándose a un metro del parachoques delantero, Celluci clavó la mirada a través de una delgada capa de cuerpos de insectos en el parabrisas y en el rostro orgulloso de un joven de unos veinte años. No comprendió lo que estaba pasando hasta que el joven hizo retroceder la camioneta alejándola de él, dio vuelta al volante, y dejó caucho a lo largo de todo el camino hasta la carretera.

La camioneta estaba siendo robada.

El instinto le hizo correr detrás, pero a medio camino a través del aparcamiento, el hecho de que no tenía ninguna oportunidad de alcanzarla se impuso y se detuvo. Consultó su reloj. 8:27.

Vicki estaría despierta en tres minutos.

Sabría de inmediato que algo iba mal, que él no conducía. Arrancaría de un tirón el tabique detrás de los asientos…

… y el joven ladrón de coches estaba a punto de recibir toda una sorpresa.

Viendo cómo la sucia trasera de la furgoneta robada desaparecía en el ocaso por una carretera secundaria, Celluci se puso a reír. Su única pena era que no estaría allí para ver la cara del pobre hombre cuando Vicki despertase. Seguía riéndose cuando la camarera se le unió en la puerta del restaurante, con un preocupado ceño arrugando las suaves curvas de su rostro.

—¿No era esa su furgoneta?

—Lo era —le sonrió, sintiéndose mejor de lo que había estado durante horas.

—¿Quiere usar nuestro teléfono para llamar a la policía?

—No, gracias. Pero querría otro trozo de ese delicioso pastel de ruibarbo.

Del todo confundida, ella lo siguió a lo largo del restaurante y lo contempló con los ojos abiertos mientras se dejaba caer sobre un taburete de la barra. Negó incrédula con la cabeza mientras él miraba su reloj y disimulaba la risa. Parecía un hombre muy agradable, y aunque le alegraba ver que lo que fuera que le había estado molestando a todas luces ya no lo hacía, no podía comprender su actitud.

—¿Pero qué hay de su furgoneta?

Las comisuras de la boca de Celluci se curvaron hacia arriba mientras alcanzaba un tenedor.

—Volverá.

sep

Algo iba mal.

Vicki yació en la oscuridad y escudriñó sonidos, olores y sensaciones.

La camioneta seguía moviéndose. Celluci había insistido, por seguridad, en que estuviesen aparcados al menos media hora antes del alba y el ocaso. Por alguna razón, teniendo en cuenta la bulla del todo innecesaria que había montado al respecto, Vicki dudaba de que hubiera cambiado de opinión. O bien había perdido su librito, o no había podido salir de la autopista, o no era él el conductor.

El olor del motor (gasolina y aceite y metal caliente), que descansaba sobre el persistente aroma de Celluci pegado al acolchado del lecho, volvía su mejorado sentido del olfato casi inútil. Podían estar conduciendo los tres cerditos, y ella no sería capaz de detectarlos.

Arrodillándose junto a la barrera de contrachapado, filtró los sonidos de combustión interna y pudo oír el latido de un desconocido.

Contuvo un gruñido. Resistiendo el impulso de atravesar la barrera haciéndola pedazos y arrancar el corazón al desconocido, Vicki soltó en silencio los cerrojos. La ira no le daría las respuestas que necesitaba. La ira no descubriría que le había pasado a Mike Celluci. Primero, consigo algunas respuestas

Para el joven al volante, pareció como si un segundo antes el asiento del pasajero estuviera vacío y al siguiente hubiera una mujer sentada en él, sonriéndole. Su sonrisa era aterradora.

—Hazte a un lado —le dijo suavemente.

Más asustado de lo que nunca había estado en su vida, frenó y se desvió hacia el arcén. Para cuando consiguió detener la camioneta, su corazón latía de forma tan violenta que apenas podía respirar.

—Para el motor.

Gimoteó mientras giraba la llave. No sabía por qué, pero no podía impedir que el sonido saliera. Cuando unos fríos dedos le asieron por la barbilla e hicieron volverse a su cabeza, lloriqueó otra vez.

—¿Dónde está el hombre que conducía este vehículo?

Sus ojos eran imposiblemente plateados a la luz del crepúsculo. No sabía cómo era el resto de ella porque todo lo que podía ver eran sus ojos.

—Está… está en el Ruby’s Steak House. A unos ocho kilómetros.

—¿Ha sido herido?

Aunque no era un joven imaginativo, experimentó una súbita visión de lo que podía ocurrirle en caso de que respondiera que sí. Su estómago tuvo un espasmo, y su garganta se puso en marcha.

—Si vomitas —le dijo ella—, te lo comerás. Ahora responde a mi pregunta.

—Estaba b-b-bien. De verdad. —Como ella parecía estar esperando algo más, añadió—: Miré a-a-atrás y estaba riéndose.

—¿Riéndose?

—Sí, señora.

Frunciendo el ceño, Vicki soltó la mandíbula del joven. ¿Por qué estaría riéndose Celluci? Nunca había sospechado que «Loca escapada a las Vegas» le resultara divertida. Muy bien, para, para cenar y alguien robó la furgoneta. ¿Por qué pensaría que era gracioso? Entonces alzó la mirada hacia las bandas de oro y rosa que quedaban en el horizonte. De repente, supo dónde estaba la gracia.

Si el Ruby’s Steak House estaba sólo ocho kilómetros atrás, aquel pobre bobo había partido con un vampiro dormido momentos antes de la puesta de sol.

Cuando reparó en que este estaba manoseando el cierre de la puerta, le agarró el brazo.

—No tan rápido —murmuró, la amenaza suavizada pero todavía ahí—. ¿Cómo te llamas?

K-Kyle.

Era bastante atractivo en realidad a su manera de delincuente sin afeitar. Esbelto pero con bonitos músculos. Preciosos ojos azules. Siguió con la mirada el pulso de su garganta.

—¿Cuántos años tienes, Kyle?

—V-veintidós.

Lo bastante mayor. Dejó que el Hambre se alzara.

Kyle vio su sonrisa cambiar. Casi lo comprendió. El rostro de ella era muy pálido. Sus dientes, muy blancos.

sep

—En realidad, creo que el joven Kyle ha decidido abandonar el robo de coches.

—¿Ah sí? —Celluci sonrió hacia el perfil de ella, apenas visible a la tenue luz verde del salpicadero—. ¿Qué te hace pensar eso?

—Bueno, creo que tomó la decisión cuando le hice notar lo afortunado que había sido.

—¿Afortunado?

—Claro. Cuando cogió la furgoneta, todo lo que obtuvo fue a mí. —Vicki se volvió para mirar hacia su compañero, dejando que la camioneta avanzara por la autopista sin guía por un momento. Sus ojos destellaron y había una promesa en su voz—. Me limité a advertirle que en otra ocasión, podría irse conduciendo con algo… peligroso.

sep

La salida del sol a la mañana siguiente fue a las 4:56, hora del Pacífico. A las 4:30, Vicki se hizo a un lado del camino con una hermosa vista del desierto y detuvo la furgoneta. Conduciendo hacia el oeste por las Montañas Rocosas, había ganado una hora de noche. Desde que salieron de casa, había ganado tres, pero esta sería la última. Habían entrado en la Columbia Británica durante la noche y llegarían a Vancouver antes del anochecer. A partir de entonces, el amanecer y el ocaso tendrían lugar en el mismo huso horario.

Girándose en el asiento del conductor, fijó la mirada en las sombras de su santuario. Celluci se negaba a dormir con el tabique delantero levantado y ella se dijo que no podía culparle aunque el canto de su sangre detrás de ella era una constante distracción. Teniendo en cuenta las exigencias de la carretera al atravesar dos parques nacionales y cruzar la mayor parte de una sierra, era una suerte que, habiéndose alimentado a placer del joven Kyle, hubiese sido capaz de mantener casi toda su atención en conducir.

El sueño alisó los estratos de líneas y sombras depositados sobre el rostro de él por quince años de trabajo en la policía de forma que parecía mucho más joven que sus treinta y ocho años.

Treinta y ocho.

Tenía unos cuantos cabellos grises en la sien derecha.

¿Cuántos años iban a tener? ¿Cincuenta? ¿Cuarenta? ¿Y qué iba a hacer ella el resto de la eternidad sin él? Haciendo frente a la inmortalidad, se vio a sí misma llorando la inevitable muerte de él mientras seguía vivo. Henry la había advertido de caer en esa clase de desesperación fatalista, pero era una advertencia difícil de recordar mientras escuchaba el latido de un mortal tocando con fuerza los años que le restaban.

¡Oh, por Dios, Vicki, cálmate! Inclinándose, asió el hombro de Celluci y le sacudió con fuerza.

—¿Qué…?

—El sol sale en veinte minutos, Mike. Te dejaré solo para que te broncees. —Saliendo de la camioneta, se acercó caminando hasta el pretil y alzó la vista contemplando las Rocosas. Elevando sus majestuosas siluetas contra el cielo gris que precedía al alba, tenían tal aspecto de montañas que casi parecían una imitación.

Esto es inmortalidad, reconoció Vicki. Comparada con semejantes pedazos de roca, yo sólo voy a vivir un poco más de la media. Oyó a Mike dando la vuelta desde el otro lado de la camioneta y dijo:

—Dejé un mensaje en el contestador de Henry al parar para echar gasolina. Sabe que llegaremos a su ciudad hoy.

—¿Sí? ¿Estará allí todavía?

Los ojos entornados, ella giró sobre un talón.

—¿Por qué no habría de estar?

—Ah, no lo sé. A lo mejor él quiere reconocer sus limitaciones.

Tres noches en la carretera habían dejado a Celluci cansado y rígido, y ni todo el esplendor de un amanecer de primavera en mitad de uno de los más hermosos paisajes del mundo iba a impresionarle hasta que hubiese meado y tomado un café.

—Estará allí.

—¿Qué te hace estar tan segura?

—Le dije que no se fuera.

Deberla haberlo imaginado, se dijo en voz baja, siguiendo a Vicki hasta la camioneta. Le cogió la muñeca al alzar ella la mano para frotarse la nuca.

—¿Se te ha ocurrido siquiera pensar que Henry Fitzroy sabe mejor que tú lo que significa ser un vampiro?

Ella se giró sujeta aunque ambos sabían que podía haberse zafado fácilmente.

—Tal vez sí, pero Henry Fitzroy no sabe lo que significa ser yo, y no me trago esa chorrada del instinto territorial.

Puesto que podía ver la duda en los ojos de ella, lo dejó pasar. Lo averiguarían muy pronto.

sep

Al oír retirarse los cerrojos y el tabique delantero, Celluci lanzó lo que quedaba de su hamburguesa a una gaviota que patrullaba la zona de paseo del aparcamiento y subió la ventanilla. No podía ver a nadie al alcance del oído, pero lo último que necesitaban era un curioso.

Con ojos de plata salpicados del postrero oro del sol poniente, la mirada de Vicki rozó la suya.

—¿Dónde estamos?

—Cariboo Street, en la parte este de la ciudad. He pensado que te gustaría estar despierta cuando llegáramos.

Vicki se quedó mirando por la luna delantera, a través de Vancouver, hacia el océano, hacia Henry Fitzroy. Después miró a Mike Celluci, lo miró de verdad.

Este tuvo la extraña sensación de que nadie le había visto nunca con tanta claridad, y pudo sentir cómo empezaba a sudar. Justo cuando pensaba que no podría resistir otro instante así, ella sonrió, tendió la mano y le apartó el largo rizo de pelo de la cara.

—Gracias. Bastante detallista para un tío que graba Las vigilantes de la playa.