ony cogió el teléfono al primer toque.

—¿Henry?

—¿Estabas esperando?

—Sí, bueno, puse la alarma para que sonara media hora antes del amanecer, de forma que si llamabas, pudiera responder enseguida. —Bostezó y se sentó derecho contra la almohada—. ¿Encontrasteis a Celluci?

—El detective Celluci ha vuelto, sano y salvo bajo la protección de Vicki, y ella ha insistido en que pase el día recuperándose en la cama.

—¿Recuperándose de qué?

—De la pérdida de sangre sobre todo.

—¿El qué?

—Al parecer hizo algunas donaciones involuntarias.

Tony hizo una mueca.

—Tío, apuesto a que Victoria está cabreada.

—No hace falta que apuestes. Es más, tenemos a Swanson.

—¡Muy bien! Entonces, ¿no más fantasmas?

—Si Dios quiere. Esto, Tony…

La turbación en la voz de Henry ofreció a este una idea bastante acertada de lo que iba a seguir. Pese a lo mucho que el hijo bastardo de Enrique VIII había abrazado el siglo XX, había algunas cosas a las que no acababa de acostumbrarse.

—… me preguntaba si podrías pasarte por aquí y poner el vídeo para grabar los programas de noticias del día.

—Te he enseñado cómo hacerlo cien veces.

—Lo sé.

Conteniendo otro bostezo, Tony deseó haber pensado en prepararse un termo de café.

—Santo Dios, Henry, ¿qué vas a hacer cuando me haya ido? —Ido. Aquella última palabra pareció resonar en el silencio que la siguió. Ido. No era así como había querido decirlo. Oh, tío, es condenadamente pronto para que mi cerebro funcione. Cerró los ojos—. ¿Henry?

—¿Habré de luchar por conservarte? —Las palabras poseían el seductor peligro del agua oscura aunque casi parecía como si se hiciese la pregunta a sí mismo.

—Henry, no… —¿No qué? Tony no lo sabía, así que dejó que la protesta se desvaneciera.

—Cuando te hayas ido —dijo Henry un momento después, la voz no de Príncipe de los Hombres ni de Príncipe de las Tinieblas, sino Henry, sin más— te echaré de menos. E insistiré, como hace Vicki, en que la distancia no es ninguna razón para que la amistad termine. Si ella y yo somos capaces de encontrar una forma de estar juntos, tú y yo podemos encontrar otra de estar separados.

Tanteando junto al sofá cama en busca de algo con lo que sonarse la nariz, Tony logró soltar una trémula risa.

—Eh, ¿no he dicho yo siempre que nuestra Victoria era un vampiro inteligente?

—Decías que era un vampiro espeluznante.

—Da lo mismo. Esto, ¿te volveré a ver antes de irme?

—Sí.

Se estremeció ante la promesa de aquella palabra.

sep

Detenida a un lado de la avenida de su edificio, esperando a que se despejase el tráfico, la doctora Mui se vio sorprendida por unos golpecitos en su ventanilla.

Patricia Chou pegó el micrófono de contacto contra el cristal.

—Doctora Mui, Ronald Swanson fue descubierto esta mañana con el cadáver de Richard Sullivan, un enfermero que trabajaba con usted en el Proyecto Esperanza. —Ni siquiera la ingeniería alemana podía impedir que penetrara su voz—. ¿Desea hacer una declaración?

Negando con la cabeza incrédula, la doctora Mui bajó la ventanilla apenas dos centímetros y, evitando el contacto visual con el objetivo que asomaba sobre el hombro de la reportera, saltó:

—¡Usted está enferma! —Deseó fervientemente atropellar unos cuantos dedos mientras se alejaba en el coche.

Había más reporteros esperando al final de la avenida de la clínica, pero giró sin aminorar y los dejó atrás sin problema. Pocos periodistas descuidaban su seguridad personal tanto como Patricia Chou.

Dentro de la clínica, un par de policías de paisano aguardaban junto al puesto de enfermeras.

—¿De qué se trata? —preguntó, cruzando a grandes pasos la sala de espera. Más tarde sentiría los efectos de una prolongada subida de adrenalina, pero en aquel preciso instante se sentía extraordinariamente tranquila. Era sólo cuestión de mantener el control.

Los detectives se identificaron y sugirieron entrar a su despacho.

Se les quedó mirando por un momento, frunciendo el ceño, luego dijo:

—No me digan que aquel parásito sabía de verdad de lo que estaba hablando.

El más joven de los dos miró a su compañero, luego a la doctora.

—¿Parásito?

—Patricia Chou trató de meterse en mi coche esta mañana con la ridícula historia de que Ronald Swanson había sido descubierto con el cuerpo de Richard Sullivan, un enfermero de esta clínica.

—Patricia Chou —suspiró el primero.

—Qué raro que no me sorprenda —suspiró el segundo.

Habiendo visto a sus colegas siendo entrevistados por Patricia Chou, se ablandaron de forma considerable y se mostraron casi solícitos cuando la doctora Mui sugirió, un tanto preocupada, que tal vez fuese mejor que entrasen los tres a su despacho a fin de que el resto del personal pudiese trabajar algo.

sep

—Doctora, ¿cuándo fue la última vez que habló con Ronald Swanson?

—Justo pasadas las tres de esta madrugada —contestó con prontitud, consciente de que la llamada podía ser localizada fácilmente.

—¿Recuerda lo que dijo?

—No tengo ni idea de lo que dijo. Me despertó de un profundo sueño, balbució de manera histérica un buen rato, y colgó antes de que pudiera entender de qué estaba hablando.

—¿Está segura de la hora?

—Detective, cuando alguien me despierta en mitad de la noche, miro mi reloj. ¿Usted no?

Ambos admitieron que sí.

No tenía ni idea de por qué estaba Richard Sullivan en la casita de huéspedes de Ronald Swanson, aunque cuando salieron a colación las correas, alzó una intrigada ceja.

—¿No trabajó usted con Richard Sullivan en la Penitenciaría Federal Stony Mountain? —preguntó el detective más viejo, dejando claro por su tono que ya sabía la respuesta.

—Cierto; era un recluso enfermero en el hospital de la prisión. Le conseguí este trabajo cuando fue liberado, y me encargo de que cumpla con las obligaciones de su libertad condicional. Aparte de eso —añadió con disgusto—, no soy responsable de su vida.

—¿Podemos saber por qué pidió a la dirección del hospital que lo contratara, doctora?

—Hacen falta enfermeros para llevar a cabo ciertas tareas desagradables. El señor Sullivan las cumplía sin quejarse y eso, caballeros, hacía que valiera la pena concederle una segunda oportunidad. —Arrugó la frente, encontrando la mirada del agente más joven y sosteniéndola—. Se me ocurre que no me han dicho de qué murió.

—Eh, no señora. —La expresión «mirada de basilisco» le vino de pronto a la mente—. No estamos, esto, autorizados a divulgar esa información, señora. —Lanzó una expectante mirada a su compañero—. ¿Tenemos todo lo que necesitamos?

Antes de que se fuesen los detectives, le sugirieron que hablase con los periodistas congregados si quería quitarlos del camino de entrada. Aunque no creyó que sirviera de nada, la doctora preparó una breve declaración y la leyó. Para su sorpresa, le hicieron algunas preguntas, luego recogieron cámaras y micrófonos y volvieron a la ciudad. Al parecer, ella no era suficiente noticia.

Aún.

No habiendo dejado nunca la clínica anticipadamente durante el tiempo que había estado al cargo, permaneció en el edificio hasta las 4:15, yendo de un lado a otro, concentrándose en los pacientes por si estuviese bajo vigilancia. Por fin, tras apuntalar su posición todo lo posible, metió algunas carpetas en su maletín y salió hacia su coche.

Con el tiempo, aunque Ronald Swanson nunca recobrase la consciencia, la policía le haría otra visita. Había dejado las menos evidencias posibles detrás de ella, pero no era tan arrogante como para dar por supuesto que nunca la descubrirían. Una mujer menos segura de sí misma habría ido derecha al aeropuerto. La doctora Mui, que no tenía intención alguna de abandonar ninguna de sus inversiones, condujo directa a casa y pasó la tarde haciendo planes.

sep

Henry no tuvo ninguna necesidad de abrir los ojos para saber que aquel ocaso no era distinto de los seis anteriores. Los muertos seguían al pie de su cama, esperando justicia.

—¿Sabéis que Ronald Swanson ha sido detenido?

Al parecer, lo sabían.

Al parecer, no importaba.

Lo cual les trajo a la memoria lo de la venganza con tripas fuera.

sep

—El multimillonario magnate inmobiliario, Ronald Swanson, sigue en coma en el Lion’s Gate Hospital. La policía no ha querido revelar la identidad, ni la causa de la muerte, del cuerpo hallado con él hasta notificarlo a sus parientes más cercanos. Por el momento, la policía se encuentra desconcertada a causa de las circunstancias que rodean el caso, aunque el detective Post nos asegura que la investigación prosigue su curso.

El detective, un hombre atractivo de unos treinta y cinco años, se movía ante la cámara como un profesional.

—Por desgracia, contamos con muy pocos hechos probados en este momento. Ronald Swanson fue encontrado a primera hora de esta mañana justo al otro lado del linde de Mt. Seymour Park en compañía de un cadáver y una pala. Al ser descubierto, el señor Swanson sufrió lo que los doctores llaman un infarto grave. El resto, me temo, son especulaciones. —Sonrió de modo tranquilizador al público de las noticias—. Por supuesto, sabremos más cuando el señor Swanson recobre la consciencia y podamos hacerle algunas preguntas.

Henry hizo avanzar rápido el resto de las Noticias del Mediodía de la CBC; cuando dio con las Noticias de las Seis, puso la cinta a velocidad normal.

—Dentro de nuestras historias destacadas de hoy, el multimillonario filántropo, Ronald Swanson, permanece en coma en el Lion’s Gate Hospital. A primera hora de esta mañana…

Si la policía había descubierto algo nuevo entre el mediodía y las seis, no iba a contárselo a los medios de comunicación.

—¿Por qué diablos no se limitan a excavar el resto del maldito claro? —gruñó Celluci, cambiando inquieto de postura en el sofá. Los muebles diseñados para pequeñas y viejas damas siempre le resultaban demasiado pequeños para su trasero. Supuso que debía agradecer a Henry haber traído la cinta, pero no podía reunir la energía necesaria.

Vicki alargó la mano y le volvió a meter el brazo izquierdo en el cabestrillo.

—No hay ninguna razón por la que deban excavar. Por lo que sabe la policía, se trata de un incidente aislado. Un momento de violencia. Una pelea de enamorados que se fue de las manos. Ni siquiera han presentado cargos todavía. —Arrugó la frente, y miró de manera ausente hacia las imágenes que parpadeaban en la televisión—. Si Swanson en coma bajo custodia policial no basta para los fantasmas de Henry, me pregunto qué más quieren.

—No qué más —dijo Celluci de pronto, haciendo un gesto brusco hacia la televisión—. A quién. ¡Fitzroy! Rebobina y pon la parte de la mujer hablando.

—… estoy, desde luego, consternada por lo que ha ocurrido. Richard Sullivan era un diligente miembro de nuestro equipo que había logrado rehacer su vida tras un desgraciado pasado.

—Prisión —aclaró Celluci sin más—. Y esa es ella. Es la doctora que…

—Te sacó sangre. —La afirmación tenía unos bordes tan afilados que cortaban—. La doctora Mui. Ahora lo sabemos a ciencia cierta. —Vicki se levantó. Y se detuvo. Despacio, muy despacio, volvió la cabeza y bajó la mirada hacia Michael Celluci.

Él tendió una mano y tomó la de ella.

—La quiero yo, también —dijo torvamente—. Pero no así. No puedes matarla.

Vicki se estremeció, una sola vez, recorriendo el movimiento su cuerpo como una ola.

—Estas volviéndote de lo más insistente de un tiempo a esta parte —masculló cuando hubo acabado. Luego, cogiendo todavía su mano como un ancla, volvió a sentarse.

—Estoy impresionado por tu control.

—Al diablo con tu paternalismo, Henry. —Alzó la barbilla, pero logró retener su ira aunque todos sus instintos le decían que le arrojara algo y después lo tirara a él por la ventana—. ¿Ahora qué hacemos?

—¡Soy idiota!

Bañándose sus ojos de plata sólo lo justo para impedir que Henry hiciese algún comentario, Vicki dio una palmada sobre los vaqueros que cubrían la rodilla de Celluci con la mano libre.

—No seas tan duro contigo mismo —le sugirió—, y dime en qué estás pensando.

—Ronald Swanson no era el responsable de esas muertes. Por eso los fantasmas de Henry siguen rondando.

—Puede que no los matara por su propia mano, pero proporcionó los recursos.

Celluci negó con la cabeza.

—Proporcionó los recursos para comprar riñones a los pobres y venderlos a los ricos… pero los pobres pueden funcionar bien con un solo riñón. Esta clase de cosas sucede en algunos países del tercer mundo.

—¿Que pretendes decir?

—La doctora Mui, que ya se ganaba un buen dinero haciendo los trasplantes ilegales, vio una forma de ganar un poco más. El donante no sobrevive, y ella se embolsa el precio de compra. Sencillo.

—Sí, pero…

—Si no tenía que ocultar las muertes a Swanson, ¿por qué esperar hasta que sanaban? Y sabemos que esperaba debido al cuerpo que encontraron en el puerto. —Miró a Vicki, luego a Henry y se respondió él mismo—. Tenía que conservar a los donantes hasta que se acercase el momento en que normalmente se deshacían de ellos o Swanson sospecharía.

—¿Entonces él no sabía que ella estaba matándolos?

—Ella misma me dijo que era partidaria de dejar que la gente supiera sólo lo necesario para hacer su trabajo. Esto, ¿Vicki? Ya no siento los dedos. —Cuando ella soltó su mano, él empezó a moverla para hacer volver la sangre a las pálidas yemas de sus dedos—. La labor de Swanson era proporcionar el dinero y los compradores.

—Muy bien… —No estaba de acuerdo. Ni siquiera estaba admitiendo que él tuviese algo de razón—. ¿Qué hay de las manos que le faltan al primer fantasma?

—Sullivan se encargaba de los cuerpos… descubrió que el tipo no estaba fichado, y se le ocurrió una forma de conseguir dinero extra. Probablemente hizo muchos contactos con el hampa en prisión.

Vicki movió la cabeza.

—Del todo circunstancial.

—Y del todo irrelevante. La ausencia de las manos nos distrajo al principio, haciéndonos ir tras las bandas, y no quiero que eso vuelva a suceder. —Henry se movió hasta quedar junto a las ventanas. Siempre pensaba con más claridad al mirar a la ciudad de fuera. Su ciudad… pese al extraño dibujo de luces de abajo. Su apartamento dominaba False Creek, el de Lisa Evans dominaba el aparcamiento entre los edificios—. Creo que Mike tiene razón en lo de que la doctora Mui estaba al mando. La noche pasada, Swanson sufrió un ataque de nervios al encontrar el cuerpo.

—Sí, seguro —resopló Vicki, todavía menos dispuesta a dejar meter baza a Henry—, tenía miedo de que la operación, por llamarla así, hubiese sido descubierta.

—No lo creo. —Pudo sentir a Vicki enojándose detrás de él, así que siguió escrutando el tráfico en Pacific Boulevard—. Lo primero que preguntó la doctora Mui a Swanson fue si había llamado a la policía. Si Swanson estaba al tanto de las otras muertes, eso es algo que nunca se le habría ocurrido, y la doctora lo sabía. Cuando ella se enteró de que no había llamado a nadie aparte de ella, comenzó a planear la forma de ocultarlo.

—La doctora Mui tenía tanto la oportunidad como el motivo —indicó Celluci—. Ronald Swanson dejó caer la oportunidad en su regazo, y ella se volvió codiciosa.

—Poco convincente —murmuró Vicki—, muy poco convincente. Te tenían en una de las casas de invitados de Swanson, ¿recuerdas?

—Eso no significa que él supiera por qué estaba allí. Ella podía haberle contado cualquier cosa.

—Lo más importante —concluyó Henry—, nada de lo que ocurrió la noche anterior ha tenido efecto alguno en los fantasmas. Ni la muerte de Sullivan, ni el infarto de Swanson.

La doctora Mui había sacado sangre a Celluci. Vicki estaba dispuesta a condenarla sólo por eso. Asintiendo, como si acabase de ser convencida, se cruzó de brazos y dijo con sorna:

—Así que todas las evidencias indican que la doctora no sólo es la mano ejecutora, es una zorra oportunista, asesina, hipócrita y sin escrúpulos. Y si no puedo matarla, ¿qué se supone que hemos de hacer con ella? Llamar a la policía desde una cabina con un soplo anónimo. —Bajó la voz teatralmente—: No me conoces, pero deberías investigar las finanzas de la doctora Mui. Obligarla a explicar de dónde procede el dinero.

—Probablemente tendrá alguna explicación. Esa mujer tiene pe… —Celluci hizo una pausa al lanzarle Vicki una plateada mirada— ovarios de acero. Tiene respuesta para todo.

—Bien, también tiene una pequeña fortuna guardada en países seguros, e imagino que va a largarse. Si no lo ha hecho ya.

—No lo creo. —Henry, la cabeza ladeada, recorrió con la mirada un plantío de ralo césped que trazaba el límite entre su edificio y el de la doctora Mui—. Una furgoneta de la televisión por cable acaba de pararse en la casa de al lado, y creo que es Patricia Chou la que está saliendo.

—¿Cómo diablos puedes ver quién es desde aquí arriba? —se burló Celluci. Entonces recordó. Henry, igual que Vicki, tenía muy buena visión nocturna—. No importa. Una pregunta estúpida. Si es Patricia Chou, entonces la policía la habrá ahuyentado del lecho de Ronald Swanson. Habrá estado rondándole como un buitre todo el día.

Vicki se quedó mirando a Celluci con teatral sorpresa.

—Creía que era amiga tuya.

—Pasando por alto de momento que sólo la he visto una vez, ¿desde cuando no tengo en cuenta los defectos de mis amigos?

Vicki tomó nota mentalmente del intencionado énfasis. Pagaría por él una vez se curase.

—Entonces, si la señorita Chou está allí, la doctora Mui está también… así pues, como decía, ¿ahora qué?

Henry se volvió de espaldas a las ventanas, con ojos oscuros.

—Utilicemos a la señorita Chou para estar seguros de que la doctora está en su apartamento mañana con el ocaso y dejemos que los únicos testigos de que disponemos se encaren con la acusada. ¿No es eso lo que exigiría la ley, detective?

Celluci se sintió cogido por la oscuridad y se liberó de una sacudida; en los últimos días había sido demasiado sencillo olvidar la ley.

—No, en realidad, es justo lo contrario. Los acusados tienen derecho a encararse con sus acusadores.

—De acuerdo —asintió Henry—. Eso también.

—Mira, Fitzroy, no puedes…

—¿Por qué no? ¿Existe alguna ley que prohíba dar voz a los muertos?

—Sabes de sobra que no. Sólo que…

—No puedes encararla con los fantasmas, Henry —le interrumpió Vicki, con un tono que insinuaba que la suya sería la última palabra—. Si el radio de su… eh, efecto fuese lo bastante grande, ya se habrían enfrentado a ella. Tendrías que acercarte más, y no puedes.

—Sí que puedo.

—Aparecen con la puesta de sol. Eso significa que tendrías que acercarte con el amanecer.

—Lo sé.

Este sería mi territorio, entonces. Más que hacer callar el pensamiento, ella lo aniquiló.

—Olvídalo. Resultaría demasiado peligroso.

—¿Y qué hay del peligro de no librarme nunca de esos fantasmas, de tener que hacer la pregunta adecuada noche tras noche, sabiendo que si cometo un error, morirán inocentes?

—Entonces llévala a ella junto a los fantasmas.

—¿Y cómo… —había estado a punto de decir «nos libramos de su cuerpo después», cuando un vistazo a la cara de Celluci le hizo cambiar de idea— hacemos venir a la policía? —Como Vicki no respondió, continuó—. Mi plan traerá a Patricia Chou de inmediato y desde luego hasta ahora ha sido… —consideró y descartó varias formas posibles de describirla— útil.

Celluci gruñó para significar que estaba de acuerdo. Utilizar a los fantasmas para arrojar a una asustada doctora en los brazos de los medios de comunicación, usar estos una vez más para informar a la policía… eso podía aceptarlo.

—Eso también te involucra a ti, Henry. ¿Cómo piensas sobrevivir a tu plan?

La preocupación de ella era sincera; podría haber estado hablando de cualquier amigo, de cualquier amigo mortal. Como medida de lo lejos que habían llegado en tan corto tiempo, era poco menos que milagroso.

—No te quedes callado como un pasmarote, Henry. Contesta la maldita pregunta.

Él negó con la cabeza, un poco aturdido por la velocidad a la que estaban yendo las cosas.

—Yo, esto, pasaré el día con los vecinos de la doctora, Carole y Ron Pettit.

—¿Amigos tuyos?

—Todavía no. —Haciendo caso omiso de la interrogativa y ceñuda mirada de Celluci, cogió el teléfono y tecleó el número que había anotado durante su anterior visita.

Como Henry no parecía dispuesto a explicar nada, Celluci se inclinó y cuchicheó «¿Qué está haciendo?» al oído de Vicki.

—¿Recuerdas la forma en que Drácula hacía que Lucy saliera de la casa?

—¿Se quedaba fuera en el jardín y la reclamaba?

—Bien, eso es lo que está haciendo Henry.

—Drácula no usaba el teléfono.

—Los tiempos cambian.

—Hola, Carole. Carole, necesito que hagas algo por mí. Necesito que quites el cerrojo de tu puerta, Carole. Eso es, Carole, ya sabes quién soy.

El cuarto pareció de repente muy caliente. Celluci tiró de sus vaqueros. Cuando Vicki se inclinó y le rozó levemente el lóbulo con la lengua, él rehusó la invitación con una sacudida.

—No —dijo con voz ronca—. Aquí no, ahora no.

—Quita el cerrojo de tu puerta, Carole, y disponte a tener compañía. No importa que no estés sola. Eso es, Carole, quita el cerrojo. Estaré ahí en un momento, Carole. Espérame.

—¿Eso es todo? —preguntó Celluci cuando Henry volvió a poner el auricular en el soporte.

Henry se encogió de hombros, recordando la gárgola.

—Algunas personas necesitan menos reclamo que otras.

Deseando haber llevado unos pantalones más holgados, Celluci gruñó para salir del paso y se dispuso a convencerse a sí mismo de que no había respondido en absoluto.

sep

Vieron salir a Henry por el vestíbulo y le observaron cruzar al otro edificio.

—Supongo que va a sugerir a Carole y compañía que dejen el apartamento.

—Si fuera yo, les sugeriría que se fuesen al amanecer y no volviesen en menos de veinticuatro horas.

—Queda mucho hasta el amanecer, Vicki. ¿Qué va a hacer mientras tanto?

Ella se volvió y se le quedó mirando.

Las orejas de él enrojecieron.

—No importa. Mejor que hables tú con la señorita Chou.

—¿Por qué?

—Porque puedes hacer que olvide la conversación, y te olvide a ti. Yo no.

—Bien, muchas gracias por devolverme mi caso. —Dándole golpecitos en la mejilla, se dirigió hacia la furgoneta de la televisión por cable. Pretendía hacer exactamente lo que Celluci había sugerido. Olvidará la conversación. Y te olvidará a ti.

sep

—Limítate a asegurarte de que ella está en su apartamento con la puesta de sol.

Incluso perdida en los plateados abismos de los ojos de Vicki, Patricia Chou tuvo la suficiente voluntad para protestar.

—¿Y cómo se supone que debo hacerlo?

—Por lo que he oído, la mayor parte de la ciudad se quedaría en casa antes de hacerte frente.

—Bueno, ella nunca va a la clínica los viernes…

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé casi todo y pretendo averiguar el resto. Por eso me odia la mayor parte de la ciudad —sonrió.

Vicki había visto esa sonrisa antes… la había visto hacía tres noches, reflejada en los ojos de Bynowski y Haiden justo antes de que muriesen. Patricia Chou disfrutaba con su trabajo. Y Henry preocupándose por compartir un territorio conmigo.

sep

Henry corrió a toda prisa por el pasillo dejando atrás a la mujer de pie en su puerta, a todas luces esperándole.

Una vez a salvo dentro, recuperó el aliento y pronunció dulcemente el nombre de ella.

Ella se volvió. Pasados los cuarenta, y sin resistirse a su edad, había tratado de hacer juego con su decoración seudogótica pero estaba demasiado bronceada y tenía un aspecto en exceso saludable para conseguirlo.

—Entra, Carole, y cierra la puerta.

sep

El Hambre se alzó en respuesta al hambre en el rostro de ella.

Al final, se aburrirá y se irá. O surgirá un nuevo escándalo en otra parte de la ciudad y se irá. La doctora Mui, de pie en su solárium, miraba ceñuda al techo de la furgoneta de la televisión por cable que acababa de ver en el aparcamiento de abajo, el rectángulo amarillo destacando con irritante claridad contra el pavimento gris. O alguien dejará caer un objeto pesado sobre su cabeza y se IRÁ.

Patricia Chou había alterado de forma drástica sus planes del día.

Al final de la mañana había hecho todo lo que podía desde el ordenador de su apartamento. Aunque sus líneas telefónicas eran tan seguras como su hacker de alquiler podía volverlas, sabía que no existían cosas tales como una línea del todo segura; los ordenadores de la clínica del Eastside y el centro de día eran seguros en teoría, pero ese mismo hacker había accedido a ellos con aparente facilidad. A fin de poder abandonar el país, con su dinero intacto, y sin dejar huella, había varios asuntos que requerían un toque personal.

Debería haber podido llevar a cabo todo lo necesario en un par de horas, pero desde el momento en que había dejado el aparcamiento, el reflejo de la furgoneta de la televisión por cable había ocupado su retrovisor. La reportera en persona la había seguido, tal cual, a distancia… sin violar ninguna ley, sin llegar a convertirse en una molestia demasiado grande, sin irse en ningún momento.

Sólo dos de las tres diligencias habían sido hechas. La tercera, no tenía intención alguna de realizarla delante de un testigo y había vuelto a casa, con Patricia Chou todavía en sus talones.

Su emisora no la dejará quedarse ahí sentada para siempre. Cuando se haya retirado, haré mi jugada. Casi todo ha sido preparado, y no hay razón para ser presa del pánico. No corres ningún peligro de ser descubierta si permaneces tranquila. Sus uñas rechinaron contra el cristal y sus dedos se cerraron en forma de puños. Apenas si podía distinguir una delgada pierna con pantalones vaqueros saliendo del interior de la furgoneta. Quién tuviera un camión para pasar por delante y amputársela a la altura de la rodilla

Estuvo vigilando toda la tarde mientras Patricia Chou aprovechaba el reconocimiento local y entrevistaba a casi todos los que entraban o salían del edificio.

Había sido una tarde muy larga.

—Patricia, por favor —suplicó Brent, hundiéndose los nudillos en unos ojos inyectados en sangre—. Vámonos. No vamos a conseguir nada más hoy, y estoy hecho polvo.

—Sólo un poco más.

El cámara suspiró, volvió a derrumbarse contra una bolsa de equipo.

—Llevas diciendo eso una hora.

—Esta vez lo digo de verdad. —Se retorció asomándose fuera hasta poder ver el vientre de las nubes veteado de rojo y oro—. Espera sólo hasta la puesta de sol.

—¿Por qué? ¿Qué va a suceder con la puesta de sol?

Entre un latido y el siguiente, una sombra de plata parpadeó en sus ojos.

—No tengo ni idea…

—¿Entonces por qué…?

—… porque me han prometido una historia.

sep

7:43. Celluci alzó la vista de su reloj y miró por la ventana entornando los ojos. El ocaso había vuelto el otro edificio de brillante oro blanco. Fuese lo que fuese lo que iba a pasar, no sucedería en otros cinco minutos. Todavía tenía tiempo para impedirlo.

Su pulgar derecho frotó la costra del pinchazo en el hueco de su codo izquierdo.

Cuatro minutos.

Todavía había tiempo.

Tres minutos.

No se trataba de que ella fuese responsable de, como mínimo, las muertes de dos jóvenes cuyos espíritus rondaban a Henry. Ni de lo que le había hecho a él en persona.

Se había aprovechado de su esperanza cuando esperanza era todo lo que esa gente tenía.

Dos minutos.

La ley podía encargarse del asesinato, pero si los fantasmas de Henry no tenían el derecho de encargarse de la muerte de la esperanza, ¿quién lo tenía?

Vio el fallo en el plan a las 7:47. Para entonces, era demasiado tarde.

sep

Henry había pasado el día envuelto en una teatral cortina negra, tendido en el suelo del armario ropero. Aunque muy predispuestos a la sugestión, no había sido fácil deshacerse de los Pettit. Habiéndolo encontrado, querían quedarse con él. Apenas había tenido tiempo de llegar a su refugio y retorcer la manija de la puerta convirtiéndola en un inservible trozo de metal cuando el amanecer lo reclamó.

7:48. Ocaso.

Estaban allí. Podía sentir su presencia con más fuerza que nunca. El aire en torno a él era uniformemente frío, y cuando lo inspiró por primera vez, pareció entrar de mala gana en sus pulmones, recubriendo el interior de su boca y su garganta con una capa glacial.

Amargura y hiel. Tragó a regañadientes.

Su mano descansaba sobre el interruptor de la pequeña lámpara de escritorio que había metido dentro del armario con él. Una iluminación demasiado brillante no resultaría de mayor utilidad que la oscuridad; la luz del techo le cegaría y volvería a los espíritus casi invisibles.

Cuando apretó el interruptor, pudo ver a los dos fantasmas que le habían rondado desde el principio pegados a sus pies. Rodeándolos por completo (rodeándolo por completo) había otros. No podía calcular su número, aparecían y desaparecían de su vista sin cesar: aquí una joven con la comisura del labio superior perforada, allá unos ojos atormentados asomando de debajo de un flequillo. Rostros. Cuerpos. El invisible coro se manifestó.

Miedo.

Brotó de ellos como el humo, sobrecargando el espacio demasiado para que incluso Henry lo resistiera.

sep

La doctora Mui se apartó de la ventana y escudriñó las sombras de su apartamento. Alzó una mano, protegiéndose de forma involuntaria contra la súbita sensación de que no estaba sola.

—Debería encender alguna luz.

Su voz no fue más allá del confín de su boca, incapaz de hacer mella en el silencio.

Un paso atrás. Dos.

Sus hombros presionaron contra el cristal.

sep

Henry se vio encogido contra el rincón sin recordar cómo había llegado allí. El armario se había llenado con las informes figuras de los muertos, manteniendo la forma original sólo los dos originales. Y parecían estar esperando.

Esperando.

¿A qué?

Él sólo quería que se fueran. Había abierto la boca para exigirles que lo dejaran en paz cuando recordó. No era a él a quien querían.

sep

—¿Quién está ahí?

Se estaba acercando, quienquiera que fuese.

—Hay una caja fuerte en el fondo del cajón izquierdo de mi escritorio. Coged el dinero y dejadme tranquila. —La última palabra escapó de su control y sonó casi como un gemido antes de desvanecerse.

Los pies de la doctora seguían presionando contra las baldosas mejicanas del suelo. La ventana crujió detrás de ella.

sep

Pudo sentir la vida de ella. No estaba en la habitación contigua, pero no importaba. Su corazón latía tan fuerte que podría haberla oído desde el otro edificio si el suyo propio no hubiese estado martilleando casi lo bastante fuerte para ahogarlo.

Soy Henry Fitzroy, antaño Duque de Richmond y de Somerset, Conde de Nottingham y Caballero de la Orden de la Jarretera. Mi padre fue un rey y yo me he convertido en la Muerte. No me acobardo ante los muertos.

El Hambre se alzó para unirse al miedo y le hizo ganar suficiente terreno para ponerse en pie. Sus oscuros ojos se entornaron.

—Bien —preguntó—, ¿vais a dejarla salir impune?

Sólo había, por supuesto, una respuesta.

sep

La doctora Mui había repartido vida y muerte con brutal eficiencia, protegida de los ocasionales remordimientos de conciencia por una armadura forjada de egoísmo dura como el diamante. La acusación en los ojos de los donantes cuando comprendían que su huida de la pobreza y de las calles no era la huida que habían soñado nunca la había conmovido.

No tenía nada que ver con ella.

Hasta ahora. Cuando tenía todo que ver.

sep

Los muertos aullaron su desaprobación; un aullido desgarrado de los que habían visto primero una frágil esperanza traicionada y luego habían perdido lo único que les quedaba, sus vidas, ni siquiera arrebatadas con la excusa de la pasión.

sep

La doctora echó la cabeza atrás contra el cristal, una y otra vez. El cristal aguantó, pero aparecieron rosetones carmesí con cada impacto.

La desesperación le hizo cerrar los ojos, cerró su boca, su nariz, sacó el aire de sus pulmones, se cerró sobre ella como un manto de tierra húmeda. Sofocándola. Sepultándola.

Cayó hacia delante de manos y rodillas, jadeando y sufriendo arcadas, trazando las mojadas puntas de su cabello sangrientas líneas sobre el rostro.

—Yo… no… acabaré… así. —Una armadura tan soberbiamente fraguada no se traspasaba tan fácilmente—. Yo soy —espiró—. Yo vivo. Y vosotros estáis muertos.

Triunfante, alzó la cabeza y vio moverse a las sombras. Vio a los dos últimos chicos, el que no habían usado, el que habían descargado sin miramientos en el puerto, los otros, todos los otros…

La miraron con desprecio.

Y estaban muertos.

Sus bocas estaban abiertas. Chillaban desaprobación. Desesperación. Venganza.

Obligándola a reconocer la muerte que ella les había dado.

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El cuerpo golpeó el techo de la furgoneta con un húmedo crujido. Una pierna colgó fláccida sobre el lateral, se balanceó adelante y atrás, y se quedó inmóvil.

A tres metros de distancia en el aparcamiento, milagrosamente ilesa de la lluvia de cristal, Patricia Chou aferró el brazo del cámara tan fuerte que sus nudillos palidecieron.

—¿Lo has cogido? —jadeó, pasando por alto una garganta destrozada por la intensidad de su primera reacción. Profesional o no, tenía derecho, creía, a un alarido de conmoción y horror. Más tarde, se preguntaría si había intentado ahogar el grito de la mujer que caía, prefiriendo recordar el sonido de su propia voz en vez del frenético «no» que se había vuelto más estridente a medida que la gravedad vencía, pero por el momento tenía otras preocupaciones más apremiantes—. ¿Lo has cogido?

Brent asintió, mirando todavía a través del ocular con el distanciamiento de los cámaras de Irlanda del Norte al Líbano.

—Creía que las ventanas de estos edificios nuevos eran irrompibles.

—Los cristales irrompibles pueden romperse.

—¿Sí? ¿Entonces con qué los ha roto ella?

Había caído cristal y, con el cristal, el cuerpo… vivo mientras caía, pero nada más que un cuerpo pese a todo.

Reportera y cámara permanecieron en silencio por un momento, luego, dándole a Brent su teléfono móvil y sugiriéndole que llamara a la policía, Patricia Chou corrió hacia la furgoneta, haciendo una lista mental de qué hacer y a quién llamar y cómo aprovechar al máximo la luz que desaparecía rápidamente.

—Ahora —dijo, mientras buscaba dentro su micrófono, esquivando el pie colgante que brindaría un telón de fondo convenientemente macabro— sí que tengo una historia.

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—Todos sabíamos lo que iba a pasar —dijo Celluci, las palmas de las manos pegadas contra el cristal—. Todos lo sabíamos.

Vicki lo apartó de un tirón de la ventana y le hizo darse la vuelta.

—No, no lo sabíamos —le dijo con dulzura.

—Sí, lo sabíamos. Sabíamos que los fantasmas mataban. Han matado antes.

—Ella saltó a través de una ventana irrompible, Mike. No la empujaron.

—Lo sabíamos —repitió, negando con la cabeza—. Lo sabíamos.

Vicki cogió su rostro entre sus manos y le hizo bajar la mirada para encontrar la de ella. Fulguraba de plata.

—No, no lo sabíamos —dijo.

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Cuando llegó la policía para tomarles declaración (junto a cualquiera en un piso desde el que pudiera verse el accidente), recibieron una agradable sorpresa.

—¿Michael Celluci? El nombre me suena mucho. —El joven agente arrugó la frente—. ¿Dio parte del robo de su furgoneta, detective?

—No es su furgoneta, es la mía. —Vicki se adelantó, deseando en silencio que Celluci estuviese callado. Le resultaba demasiado fácil olvidar que la policía no estaba necesariamente de su parte—. Dijo que la había extraviado. Que sabía dónde la había dejado, sólo que había acabado en el otro lado de la ciudad y no había vuelto a buscarla todavía.

—Ya no hace falta que vuelva a por ella, porque no está allí. Un par de agentes de uniforme la encontraron justo cuando estaba a punto de ser desmantelada. Las tuercas estaban sueltas, pero no faltaba nada. Y la única identificación que pudieron encontrar fue Michael Celluci garabateado en un papel arrugado en la guantera. Probablemente ya hayan identificado la matrícula, pero no lograban dar con usted, señorita en… —comprobó sus notas—, Nelson.

¿Probablemente ya hayan identificado la matrícula? —repitió Vicki, alzando las cejas en un sardónico arco.

El agente se sonrojó y no pudo evitar responder como una especie de novato idiota en vez de un veterano con tres años en el Departamento de Policía de Vancouver.

—Bueno, ha habido un montón de violencia de bandas últimamente, y ha habido mucho ajetreo, y el sistema se estropeó hace dos días, y acabamos de volver a hacerlo funcionar esta mañana.

—¿Pero mi furgoneta está bien?

—Sí, eh, hasta donde yo sé, sí.

—Bien.

Cuando ella le sonrió, se alegró de repente de tener su libreta de notas en el regazo. Había algo en ella que le hacía desear rodar sobre la espalda y menear la cola mientras ella le rascaba el estómago.

—Ahora, esto, sobre la caída…

—En realidad, no vimos nada.

—¿Nada?

—Estábamos ocupados.

—¿Ocupados? —Se sintió enrojecer de nuevo—. Oh. Se marchó poco después; envidiando la suerte del detective y esperando que el corazón del carroza estuviese a la altura.

—Todo el mundo está haciéndose más joven —gruñó Celluci cuando la puerta se cerró detrás del irritante joven novato de uniforme azul—. No es que me entusiasme.

Vicki le rodeó la cintura con los brazos y se apoyó contra su pecho.

—Para lo que importa, no te estás haciendo más viejo, te estás haciendo mejor.

—No me digas —resopló alzándole la barbilla para poder mirarla a la cara.

—¿Qué?

Siempre has sido una pésima mentirosa, pero ese agente se ha creído todo lo que le has contado.

—¿Mike?

—Nada. —Suspirando, descansó la mejilla sobre la cabeza de ella—. Me siento viejo, nada más.

Ella lo estrechó con más fuerza hasta resonar con su latido.

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—Entonces, tú y Henry estáis, esto… —Celluci bajó la mirada a su ensalada de espinacas sin encontrar respuestas, así que volvió a alzarla hacia Tony para ver sonreír al joven—. ¿Qué?

—Estás viviendo con un vampiro, Celluci. ¿Por qué te suponen tanto problema dos hombres?

—No estamos lo que se dice viviendo juntos, pero entiendo lo que quieres decir. Supongo que es un poco ridículo. —Pinchó algo verde que no pudo identificar. ¿Por qué diablos no podía comer patatas fritas con su hamburguesa? En Vancouver todo era condenadamente saludable; se alegraría de irse—. Pero no has respondido a mi pregunta.

—Me traslado a otra parte. Pero seguiremos siendo amigos.

—¿Entonces te quedas aquí en Vancouver?

Tony se encogió de hombros.

—Mi vida está aquí. Tengo un trabajo, tengo amigos, voy al instituto; ¿por qué habría de marcharme?

—Él está aquí. —Apoyando los antebrazos sobre la mesa, Celluci se inclinó hacia delante—. Nunca te verás libre de él, ¿sabes? Creerás verlo en cada sombra. Separar tu vida de la suya no será así de fácil.

—No soy de su propiedad, detective, sin importar lo que pueda haber parecido. Era el momento de que me fuera, y los dos lo sabíamos. —Tony jugueteó con su ensalada un momento, comenzó a hablar, se detuvo, luego dijo por fin, derramándose las palabras unas sobre otras en un torrente—: Y no es tan difícil. Tú también podrías irte.

Tras un instante, Celluci sonrió y movió la cabeza, recordando todos los días y todas las noches que habían transcurrido.

—No. No podría.

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—¿Ni siquiera vuelven para darte las gracias?

—Si a ti no te importa, a mí me alegra igual que se hayan ido. —Los muertos habían cesado de gritar cuando el corazón de la doctora hubo dejado de latir. Y sólo el de la doctora. Esta vez, a pesar del aumento de intensidad, nadie más había muerto. Al final, la venganza, o la justicia, había sido quirúrgicamente precisa. Henry, ya fuese por estar próximo o por ser consciente de ellos, había sido la única otra víctima. Temblando entre arcadas, tuvo que obligarse a salir fuera del armario andando… había querido arrastrarse. Comprendía perfectamente por qué se había tirado la doctora desde el undécimo piso para librarse de aquel sonido.

Vicki pudo leer parte de su experiencia en su rostro y tendió la mano. Sólo por un instante, cubrió la mano de él con la suya.

Henry se quedó mirando su propia mano, luego la de ella. Hacía menos de una semana, habría querido matarla por eso. En ese momento lamentaba que el contacto pudiera durar tan poco tiempo. Seis días en cuatrocientos cincuenta años y habían cambiado la forma en que él definía lo que era.

—¿Siempre rehaces las reglas?

—Si son malas reglas.

Él movió la cabeza.

—Me pregunto cómo nos las hemos arreglado todos estos años antes de que aparecieras.

Vicki resopló.

—Apareciéramos. La mayor parte de nuestra especie cambia por causa de la pasión, Henry, tú mismo me lo dijiste, y nadie se apasiona como un adolescente. Tú tenías diecisiete años. ¿Qué edad tenía el resto? Puede que yo sea el primer adulto que surge en siglos.

—Sigues siendo una niña en esta vida.

Ella sonrió burlona.

—No te enfurruñes, Henry. Es poco atractivo en un mortal y nada atractivo en uno de los inmortales no muertos.

—Siglos de tradición —empezó a decir él, pero ella le interrumpió.

—No lo han cambiado demasiado. Seguimos siendo depredadores solitarios, pero ahora sabemos por qué. El olor de la sangre de otro nos hace perder peligrosamente el control. Mataríamos de forma tan indiscriminada que resultaría imposible pasar por alto. Con el tiempo, seríamos encontrados y destruidos, sin que nuestra fuerza sirviese de defensa contra su número. Por el bien de todos nosotros, tenemos que Cazar separados. Pero no tenemos por qué estarlo. Con el tiempo suficiente, los instintos territoriales pueden vencerse.

Henry alzó la mano, con la palma hacia ella. Cuando ella imitó el gesto, él la movió hacia la suya. No llegaron a tocarse.

—Vencerse en su mayor parte —dijo con una triste sonrisa, dejando caer el brazo al costado.

Vicki asintió, su sonrisa acaso más compasiva que triste.

—En su mayor parte —convino—. Antes de que vuelva Mike, quiero agradecerte lo que hiciste en el claro. —La expresión de ella cambió al volver atrás a aquella noche, a lo que casi había destruido—. No podía detenerme. Iba a matar a Sullivan sin importar lo mucho que me habría odiado Mike por ello.

—Lo sé. Puede que fueras adulta cuando comenzaste esta vida, pero sigues siendo una niña en ella. Con el tiempo llegará un mayor control. Es lo más difícil que nuestra especie ha de aprender. —Bajando la vista hacia las luces de la ciudad, su ciudad, escuchó por un momento el latido de esta—. Eso, y cómo ocultar lo que somos sin convertirnos en menos de lo que somos. —Volvió a hacer una pausa y luego prosiguió en tono grave—. No puedes permitir que el detective sepa de lo que eres capaz, Vicki. No podría soportarlo.

—¿De qué estás hablando? Él sabe…

—No. Cree que sabe. No es lo mismo. Dime, ¿cómo te sentiste aquella noche en el almacén?

—Deberías saberlo, eran tus manos las que me hacían sentir.

—¡Vicki!

Cruzando los brazos sobre el pecho, ella movió la cabeza.

—No me gusta pensar en ello.

Él se volvió para encararla, y sus ojos eran oscuros.

—¿Cómo te sentiste?

—No sé.

—Sí, lo sabes.

Tras un momento afrontando su mirada, dijo en voz baja.

—Libre. Me sentí libre.

La oscuridad se retiró.

—¿Puede enterarse él? —Henry no esperó a que respondiera—. Hay muy pocos a los que podamos confiar lo que somos, y entre estos, menos todavía a los que podamos contar todo lo que somos.

—Tú eras Misterio para mí… —El recuerdo brotó de su vida mortal.

—Entonces sé Misterio para él.

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—¿No vas a acompañarnos hasta la furgoneta? —preguntó Vicki mientras Celluci se echaba su bolsa de hockey al hombro.

Henry negó con la cabeza, echando un vistazo al apartamento prestado.

—No, creo que no. Me despediré aquí y empezaré a limpiar.

—¡Eh! ¡He limpiado!

—¿Quién ha limpiado? —gruñó Celluci.

Vicki le dio un codazo en las costillas, con cuidado pero con la fuerza suficiente para que lo sintiese.

—Yo he ayudado.

—Seguro que lo has hecho —intervino Henry antes de que comenzasen a pelear—. Sólo quiero estar seguro de que no hagan preguntas después.

—¿No puedes confiar en que me haya ocupado de eso?

—No es cuestión de confiar, Vicki. Es cuestión de responsabilidad. Mi territorio, mi responsabilidad. Si te visito en Toronto, será responsabilidad tuya.

Celluci se sobresaltó.

—¿No lo dirás en serio, Fitzroy? Quiero decir, ¡santo Dios, ella ya era territorial antes de cambiar!

—Tranquilízate, Mike, o romperás algo. Estaba bromeando. —La expresión de ella retó a Henry a contradecir sus palabras—. Adiós, anciano, te llamaré cuando llegue a casa.

Henry asintió y adoptó su mismo tono… mejor restarle importancia. No había, a fin de cuentas, necesidad de un adiós entre lágrimas.

—Cuídate, chica, y trata de recordar que no lo sabes todo.

Vicki sonrió burlona.

—Todavía. Vamos, Mike.

—Un minuto. Quiero hablar con Fitzroy. —Cuando ella se detuvo, él le dio un empujón hacia la puerta—. A solas.

—¿Conversación masculina? —Los miró a los dos. Henry tenía un aire enigmático, pero eso apenas era sorprendente. Celluci tenía un aspecto agresivo, lo cual era menos sorprendente todavía. Si no podía fiarse de dejarlos solos, entonces Henry y ella no habían logrado nada en realidad. Sólo porque Mike no pudiera fiarse de ella y Henry a solas…—. De acuerdo. —No sonó como «de acuerdo», pero ella lo soltó y era lo que importaba—. Te veo en la furgoneta.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, ninguno de los dos habló. Tras unos instantes, Henry dijo:

—Está en el ascensor.

—Asegurémonos de que se queda en él. —Tras un momento, cuando Henry asintió, dijo—: Quería preguntarte sólo una cosa. Esa noche en el claro, ¿por qué mataste a Sullivan?

—Si Sullivan hubiese vivido, ¿qué habríamos hecho con él?

—No tenías que hacer nada con él. Lo peor que podía haber hecho era contar a la doctora que yo había escapado… algo que ella descubrió de todas formas cuando Swanson encontró el cuerpo.

—Y sin ese cuerpo, la señorita Chou nunca habría filmado nada que poder revelar.

—Aparte de eso —observó Celluci ceñudo—. ¿Por qué lo mataste?

—Esa no es la pregunta que quieres hacerme, detective. —De improviso abandonó las maneras de Príncipe de los Hombres. Michael Celluci merecía algo más sincero que eso—. No te daré la respuesta que estás buscando, Mike. Tendrás que preguntárselo a ella.

—¿Me lo dirá?

—Es vampiro. Rondador nocturno.

—Como tú.

Henry casi sonrió, lo habría hecho de no haber sonado Celluci tan dolorosamente serio.

—No —dijo amablemente—. No como yo. De hecho, estoy dispuesto a creer que no es como ninguno de nosotros. Pero sigue siendo la mujer a la que amabas.

—¿Y la mujer a la que amabas tú?

El vínculo emocional, el amor, si quieres llamarlo así, que nos lleva a ofrecer nuestra sangre a un mortal nunca sobrevive al cambio. —Era lo que le había dicho a Vicki durante su primera conversación. Abrió la boca para repetirlas y se encontró diciendo «Sí», en cambio.

Para sorpresa de Henry, Celluci le ofreció la mano.

—Adiós, Fitzroy. Gracias.

Henry la cogió, la soltó, y se quedó solo un momento después en el apartamento vacío, rodeándolo el olor de Vicki. Ya la echaba de menos, pero el futuro que había creído sería tan inalterable como los cuatrocientos cincuenta años pasados se extendía ante él lleno de pronto de infinitas posibilidades.

A ella le había costado siete noches (¿Sólo siete? Volvió a contar y movió la cabeza. Menos de una semana) dar la vuelta a algo que había sido considerado desde el albor de su raza como parte inmutable de su naturaleza.

Siete noches.

No podía esperar a ver qué haría con la eternidad.

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No hablaron gran cosa hasta estar fuera de la ciudad, dirigiéndose a las montañas mientras escuchaban una emisora local de música ligera. Las noticias habían terminado, la policía había descubierto cuatro cuerpos enterrados en el claro donde Ronald Swanson había sido hallado, y los equipos continuaban la búsqueda. Las finanzas de la doctora Mui habían salido a la luz y Patricia Chou estaba atando todos los cabos de la historia para la televisión nacional. Se esperaba que el tiempo fuese despejado y cálido para los siguientes días sin las omnipresentes lluvias.

Celluci se reclinó en el asiento del pasajero y se quedó mirando por la ventanilla hacia las sombras de árboles que pasaban zumbando en la noche. Como de costumbre, ella conducía demasiado deprisa.

—¿Vicki? —No te daré la respuesta que estás buscando. Mike. Tendrás que preguntárselo a ella—. Si Henry no hubiese matado a Sullivan, ¿ibas a hacerlo tú?

La carretera parecía imposiblemente estrecha. Los ojos de Vicki siguieron pegados a la línea amarilla mientras la noche que rodeaba la frágil barrera de las luces delanteras se cerraba. El recuerdo de la ira estrechó sus dedos alrededor del volante.

—¿Vicki?

Él no quería la verdad. En realidad no. Ella no necesitaba de verdad que Henry se lo dijera. Pudo sentirlo aguardando su respuesta. Pudo oler su miedo.

—No. Por supuesto que no. Me pediste que no lo hiciera.

Vampiro. Rondador nocturno.

Sigue siendo la mujer a la que amabas…

—¿Mike? —Su turno de lanzar una pregunta entre ambos—. ¿Me crees, no?

—Sí, por supuesto que te creo. —Se volvió para tocar el hombro de ella, sin saber si ello la confortaba o si importaba algo—. Siempre has sido una pésima mentirosa.

En la radio, las noticias deportivas acabaron, habiendo vencido Seattle a los Jays por nueve a tres en el Skydome.

—Estáis escuchando la CHQM. —El pinchadiscos podría haber sido cualquiera del centenar que habían oído cruzando el país—. Y esta canción es para todos los amantes desgraciados…

Se Misterio para él. No, eso no funcionaba con Mike. Apartando la vista de la carretera, Vicki le sonrió.

—¿Crees que esta es para nosotros?

—… tal vez su amor no pague el alquiler, pero siguen teniéndose el uno al otro. Sí, son Sonny y Cher y «I Got You, Babe».

Mike agarró la muñeca de Vicki cuando esta alargó la mano para apagar la radio.

—No. Déjala. Creo que está empezando a gustarme. —Envolvió con sus calientes dedos los fríos de ella y se los llevó a los labios—. Lo cual sirve para demostrar que uno puede acostumbrarse a cualquier cosa con tiempo.

Un instante después, estrechó su agarre y gruñó:

—A casi todo. No… sigas… cantando.