uto Oakland.
A través de unos ojos entreabiertos, Celluci contempló a Sullivan caminando hacia la cama. Es el momento. Ahora o nunca. Había preparado algunas frases hechas más que parecían apropiadas pero no tuvo tiempo de expresarlas antes de que este lo agarrara por el hombro y lo sacudiera con fuerza. Dejó que su cabeza cayera de atrás adelante sobre la almohada, esperando que pareciese como si no tuviera suficiente fuerza para oponerse al movimiento. En lo que a actuar se refería, no era demasiado esfuerzo. Sentía como si su cabeza estuviese conectada a su cuerpo mediante una banda elástica no muy gruesa.
—Voy a soltarte, así que no me cabrees que no estoy de humor. Los malditos Mariners acabaron tres putas carreras por detrás y había apostado cincuenta malditos pavos por ellos.
Celluci soltó un gemido cuando un pulgar se clavó entre los músculos de su antebrazo llegando al hueso.
—¿Lo sientes, eh? Bien.
La correa de cuero se aflojó. Lanzó su brazo fuera de la cama y trató de cerrar los dedos en torno a la garganta de Sullivan.
Un sañudo revés le echó atrás la cabeza. Su boca se llenó de sangre de unos labios cogidos entre nudillos y dientes. Bien, lo querías furioso, se recordó, intentando tragar sin ahogarse. Todo parle del pl… Un repentino, atroz dolor en su muñeca izquierda interrumpió el resto del pensamiento e hizo brotar involuntarias lágrimas.
—¿No estabas escuchando cuando te he dicho que no estaba de humor para esta clase de estupideces?
El dolor pintó brillantes colores en el interior de los ojos de Celluci. No creía que la muñeca estuviese rota, pero en ese momento, creer tal cosa le servía de muy poco consuelo. Sólo la izquierda. No la necesitaré. Jesús, ¿no podía habérseme ocurrido un plan que doliera un poco menos? Si aquello sólo hubiese significado la pérdida de un riñón, se habría visto tentado de permanecer tendido sin más y dejar que ocurriera. Conservar la vida no obstante (su vida) bien valía un poco de malestar.
Cuando la última atadura se soltó, trató de abalanzarse fuera de la cama. Esta vez, rodó hacia atrás con el golpe de forma que la mano de Sullivan cayó contra su mejilla con algo menos de fuerza que antes. Algo. ¿En eso consistía el plan? ¿Dejarle que te golpee hasta dejarte inconsciente, luego escapar aprovechando la confusión? Con algo de suerte, el martilleo en su sien era su pulso, no trozos de su cráneo partiéndose. Ah, buen plan.
El cuarto dio vueltas mientras Sullivan tiraba de él hasta ponerlo de pie, mascullando:
—Debería dejarte aquí para que te mees encima.
Respirando pesadamente, mareado tanto a causa de la pérdida de sangre previa como del doble contacto con el puño de Sullivan, Celluci consiguió retorcer su hendido labio en lo que se acercaba mucho a una sonrisa burlona.
—Tendrías que… limpiarlo, pero a lo mejor… te gusta.
Los mansos ojos de Sullivan parpadearon y sonrió. La sonrisa contenía toda la mezquina crueldad que no había en sus ojos.
—¿Sí? Bien, voy a disfrutar con esto.
El primer puñetazo sacó todo el aire de los pulmones de Celluci. Habría caído si Sullivan no hubiese mantenido la presa sobre su camisa. Las costuras se le clavaron en las axilas al ser estirado el tejido más allá de su límite. Se balanceó sin control mientras trataba de volver a poner sus pies bajo él de nuevo sin tener éxito tampoco.
No sintió el segundo puñetazo, sólo el resultado. Un momento antes estaba más o menos de pie, y al siguiente estaba tirado boca abajo en el suelo. Que era donde quería estar. Por desgracia, su intención había sido estar un poco más operativo.
—¿Sabes lo que sigo olvidando?
Las palabras parecían venir de muy, muy lejos.
—Que eres un policía.
Oh, mierda.
La súbita ráfaga de patadas que siguió aporreó un ritmo a lo largo de su cadera y muslo. Dolían, pero ni con mucho lo que habrían dolido de no haber ido Sullivan en deportivas o de haber sido capaz de alcanzar blancos más delicados, o a todo esto, si la doctora no hubiese querido sus riñones intactos. Exagerando el resultado, Celluci trató de levantarse y cayó, fingiendo sólo en parte pues había olvidado que su muñeca izquierda era en esencia inútil. Gimoteando (y pasando por alto lo bien que se sentía al dejar salir algo del dolor), avanzó retorciéndose frenéticamente sobre su vientre hasta que su hombro golpeó contra una pata del aparador con bastante fuerza para mecer el macizo mueble.
—Apuesto a que duele. —Sullivan respiraba igual de pesadamente, pero no a causa del esfuerzo.
Tendido con el brazo derecho estirado bajo el aparador, Celluci arrastró los dedos por el suelo. Justo cuando pensaba que había cometido un error fatal, se cerraron alrededor del metal. No tenía fuerza sobrante para una sonrisa.
—Cojo a los otros tíos cuando la doctora ha acabado, pero como no vas a sobrevivir a la operación, me alegra que tengamos este tiempo para nosotros. —Sullivan se inclinó y agarró la pretina de los vaqueros de Celluci, tirando del dril y levantándolo en el aire.
Celluci se aflojó, sin oponerse ni colaborar, conservando su fuerza. Mantuvo el brazo derecho estirado, fuera de la vista todo el tiempo posible. En el momento en que su mano salió de debajo del aparador, puso toda su fuerza restante en un único golpe, describiendo un arco hacia arriba y pegando con el extremo de un tubo de acero inoxidable del caído soporte del gota a gota entre las piernas de Sullivan.
Sus ojos mansos se dilataron. Abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua, Sullivan se hundió despacio hasta quedar de rodillas, agarrándose con ambas manos la entrepierna.
Haciendo fuerza sobre el borde de la cama hasta ponerse de pie, Celluci se dio media vuelta, con la intención de estrellar el tubo contra la nuca de Sullivan. Para su asombro, este levantó una mano e interceptó el golpe. El tubo atravesó el cuarto girando.
En igualdad de condiciones, los dos hombres estaban casi igualados pero, en su situación (la de ambos), Celluci no tenía ninguna oportunidad sin un arma y lo sabía.
Pegando con fuerza el brazo herido contra su pecho, se tambaleó saliendo del dormitorio y cruzando la habitación más allá de este. Mientras forcejeaba con la puerta de fuera, pudo oír a Sullivan poniéndose de pie, aullando una mezcla de palabrotas y amenazas.
Entonces logró levantar el pestillo, y salió dando tumbos adentrándose en la noche.
—¡Hijo de puta! No está aquí.
Fuera de la vista de vecinos curiosos tras una doble hilera de cipreses, Henry apagó las luces delanteras y redujo la velocidad por la sinuosa avenida hacia el bajo rectángulo de la casa de Swanson protegida dentro de su capullo de luces de seguridad.
—Podría estar en la cama. No lo sabremos hasta que no salgamos del coche.
—No está aquí —repitió Vicki, levantando frustrada la voz. No sabía por qué estaba tan segura, pero la mirada en blanco de las oscuras ventanas decía «vacío»… no «dormido» ni «sentado con las luces apagadas»; «fuera de casa». En cuanto Henry detuvo el coche, ella saltó fuera al asfalto, desplegando sus sentidos—. Te dije que teníamos que haber ido a casa de la doctora Mui —gruñó tras un instante.
—Convinimos que lo más probable es que la doctora esté… —A medio salir del coche, Henry se paró, la cabeza levantada para olfatear la brisa—. ¡Vicki! Me… —No se molestó en terminar porque ella ya estaba corriendo hacia la parte de atrás de la casa.
Tal como lo veía Celluci, tenía dos opciones; podía tratar de dejar atrás a Sullivan en un trayecto desconocido, esperando llegar a una carretera con testigos, si no a estar a salvo, o bien podía meterse en la maleza semisalvaje a través de la cual discurría el camino con la esperanza de perderlo en la espesura. A tres metros de la casita de campo, balanceándose como un marinero a cada paso, comprendió que no tenía la más remota posibilidad de dejar atrás a nadie, ni siquiera a un hombre con las pelotas en cabestrillo. Apretando los dientes contra las protestas de su maltrecho cuerpo, se precipitó dentro de la oscuridad.
Los árboles impedían el paso de la escasa luz de luna que se filtraba a través del manto de nubes… no podía ver más allá de sus pies, y los obstáculos más altos como árboles y arbustos eran formas de sombras sobre sombras. Un gran error. No soy ningún leñador. Pero era demasiado tarde para volver atrás.
Un ruido en los matorrales detrás de él le hizo lanzarse hacia delante. Puesto que tenía que presumir que Sullivan podía ver tan poco como él, debía esperar que el sonido de su huida fuese ahogado por el de su perseguidor. Era más o menos la única esperanza que tenía.
Tropezó con algo que clavó sus afilados bordes a través del calcetín en su tobillo, se equilibró antes de caer, y comprendió que estaba moviéndose por una pendiente de cuarenta y cinco grados. ¿Arriba o abajo? Dado que no tenía ni idea de dónde estaba ni de adónde iba, abajo parecía una elección tan buena como cualquier otra. Joder. Por qué no hacer que la gravedad haga el trabajo por mi.
El extremo de una rama le golpeó en la cara, con bastante fuerza para dejarle un verdugón. Espinas que no podía ver se engancharon en sus vaqueros y trazaron sangrantes arañazos a lo largo de sus brazos desnudos. La pendiente se hizo más pronunciada. Comenzó a coger velocidad.
Lanzó el brazo izquierdo para interceptar una repentina sombra y casi gritó cuando su muñeca chocó contra el implacable tronco de un árbol. El dolor trajo de vuelta el vértigo. Las sombras dieron vueltas. Perdió pie, y la noche basculó hacia un lado.
Árboles y rocas le golpearon mientras pasaba, lo bastante fuerte para hacerle daño, nunca lo bastante para detenerlo. Atravesó alguna especie de arbusto (no tenía espinas, eso era todo lo que sabía o le importaba), ganó velocidad a lo largo de un claro, y chocó contra un muro de contención de cemento en el otro lado.
El mundo desapareció por un momento…
—¡Mejor que no hayas estropeado nada, gilipollas!
… y volvió de repente.
Celluci inspiró profundamente (algo aliviado al descubrir que no dolía tanto como había pensado) y, mientras la luna se abría paso a través de la capa de nubes, trató de enfocar al hombre acuclillado junto a él. Pese a la escasa visibilidad, los bovinos rasgos de Sullivan parecían asustados.
—A la doctora no le gustará… si no sirvo… como donante. Apuesto a que tienes riñones… que podría usar.
—Cállate. Calla la puta boca.
El golpe con la mano abierta hizo rodar hacia atrás la cabeza de Celluci, pero le dolía tanto todo que sintió el movimiento más que el dolor mismo.
—Muy bien. Vas a volver a la puta casa y voy a atarte tan fuerte que vas a tener que pedirme permiso para respirar.
—Vas a tener que… llevarme.
—Te llevaré a rastras si tengo que hacerlo.
—Mejor no estropear… la mercancía. —Cuando terminó de hablar, se lanzó a los pies de Sullivan, tratando de hacerle perder el equilibrio. Con los dos en el suelo y un poco de suerte…
Unos fuertes dedos asieron el pecho de su camisa y levantaron su rostro desde el suelo. Vio alzarse el puño, una sombra con forma de maza perfilada contra el cielo, luego Sullivan desapareció, y volvió a caer plano sobre la espalda.
—¿Estás bien?
—¿Fitzroy? —Tragando sangre, Celluci se apoyó sobre su brazo bueno, sujetándole la mano de Henry cuando se tambaleó.
Vicki tenía a Sullivan de rodillas en mitad del pequeño claro, una mano clavándose en el cuero cabelludo bajo su pelo corto, echando tan atrás su cabeza que los nudosos músculos de su garganta arrojaban líneas de sombra. Los ojos de ella eran pálidos puntos de luz en una faz de terrible, inhumana belleza que Celluci casi no reconoció.
—¿Vicki? —Cuando ella volvió su ardiente mirada hacia él, este supo lo que estaba a punto de hacer, y aunque la noche era cálida, de pronto sintió mucho, mucho frío—. Vicki, no. No lo mates.
—¿Por qué no? —Su voz había cambiado para igualarse a su rostro; seductora, irresistible, mortal.
No había necesidad, ni siquiera para remarcarla, de gritar su réplica. Ella podía oír latir su corazón, su sangre moviéndose bajo su piel; él sólo esperaba que pudiera comprender.
—Porque te estoy pidiendo que no lo hagas. Déjalo ir.
Vicki se irguió, llegándole la serena súplica como no habrían podido hacerlo la ira o el miedo. Soltó a su cautivo, olvidándose de él mientras se venía abajo sollozando, y dio un paso hacia Celluci.
—Déjalo ir —repitió ella, volviéndose su voz más humana con cada palabra—. ¿Estás loco? ¡Es mío!
—¿Por qué?
—¿Por qué? Por lo que te hizo.
—¿No sería entonces mío?
La confusión reemplazó parte de la aterradora belleza.
—Vicki, por favor. No lo hagas.
Por ahí no paso…
El olor del terror le hizo darse la vuelta hacia su presa. Sin la mano de ella para sostenerlo, lloriqueó cuando sus miradas se cruzaron y se lanzó hacia el límite del claro.
El Hambre entonó el cántico de la Caza, de la sangre.
Era todo lo que ella podía oír.
Se tensó para saltar, y todo terminó.
Henry dejó que Sullivan cayera al suelo, la cabeza colgando sobre un cuello roto. Con calma, como si no acabara de matar a un hombre, cruzó una mirada con Vicki a través del claro.
Cuando él asintió, ella se volvió hacia Celluci, el Hambre desvaneciéndose una vez el terror había cesado y la sangre se enfriaba. Debería haber sentido rabia ante el robo de su presa por parte de otro, pero todo lo que sentía era gratitud. Había estado sobre el borde de un precipicio y acababa de evitar a duras penas arrojarse por el mismo. Sus dedos se cerraron en forma de puños para detener su repentino temblor.
—¿Está muerto?
—Sí.
Celluci miró de Henry a Vicki y comprendió que había obtenido justo lo que había pedido. No lo había hecho Vicki, sino Henry. Pero había visto a Henry matar antes en un establo en las afueras de Londres, Ontario. Sabía desde hace mucho lo que era Henry. Vampiro. Rondador nocturno. Muerte inmortal. Henry. No Vicki. Cerró los ojos. Los párpados apenas habían caído cuando un brazo familiar le rodeó por los hombros y una voz familiar le rozó la oreja con su cálido aliento.
—¿Estás bien?
Se encogió de hombros, tanto como era capaz bien mirado.
—He estado mejor.
—¿Necesitas un doctor?
En alguna parte, encontró media sonrisa.
—No.
—Entonces vamos a sacarte de aquí. El coche de Henry está en la parte delantera de la casa. —Vaciló, lista para deslizar el otro brazo por debajo de sus piernas—. ¿Puedo?
—Pero no te acostumbres. —Los labios de ella se apretaron brevemente contra su rostro, luego lo levantó con cuidado en sus brazos. Él siguió con los ojos cerrados. A veces el amor necesitaba algo de ayuda para ser ciego.
Swanson suspiró mientras giraba por Nisga’s Drive, agradecido de estar casi en casa. Lo de la colecta de fondos de etiqueta para la Sociedad de Trasplantes había sido deprimente, con la mayoría de las conversaciones empezando o acabando con la reciente muerte de Lisa Evans y lo mucho que se iba a echar de menos tanto a ella como a su abierto talonario de cheques.
Casi no advirtió el insignificante detalle del coche alejándose hacia la carretera, dándose cuenta sólo en el último momento de que se alejaba de su camino de entrada. Parecía haber tres personas dentro aunque sólo pudo ver bien al conductor mientras lo dejaba atrás.
—Peligro —se dijo a sí mismo, aunque no sabía por qué, y se preguntó si tal vez habían robado en su casa mientras estaba fuera. Moviendo la cabeza cuando giraba entre los cipreses, se dijo que no fuera ridículo. Los ladrones rara vez conducían un BMW.
Sin embargo, en un vecindario donde el Bentley era el coche preferido, no era una teoría tan inverosímil.
La casa parecía tranquila. Aparcó fuera del garaje y se sentó contemplándola bajo el brillante resplandor del cuarzo halógeno de las luces de seguridad. No quería ninguna sorpresa. No le gustaban. Tras una atenta inspección, dejó el coche donde estaba y anduvo hasta la puerta principal.
No habían intentado forzar el sistema de seguridad, pero eso sólo significaba que podían haber usado otra entrada. Había cuatro… No, cinco, corrigió al recordar las puertaventanas que Rebeca había insistido en poner en el comedor. No las había usado desde la muerte de ella.
Las luces se apagaron y encendieron de forma automática mientras inspeccionaba el primer piso. Habían sido idea de Rebeca también y sólo su recuerdo le impedía desmontarlas. Siempre le hacían sentirse como si estuviese siendo seguido a todas partes por fantasmas.
En el piso de arriba, el joyero de Rebeca seguía donde ella lo había dejado aquel último día. Swanson sabía cómo estaba ordenado su contenido igual que sabía cómo lo estaba su escritorio, y no había sido tocado.
No eran ladrones, por tanto.
¿Quiénes eran?
Se giró quedando frente a la ventana que daba al césped, a los jardines, y, al fondo, a las dos casas de invitados resguardadas a una discreta distancia arbolada pendiente abajo. Aunque el emplazamiento de estas había sido elegido de forma que fuesen tan privadas como resultara posible, parecía en cambio haber un montón de iluminación filtrándose a través de los árboles que rodeaban el edificio más alejado.
La doctora Mui tenía a un donante en una de las casitas.
Tal vez los tres del coche eran colegas suyos.
Cerró los dedos en torno al borde de la cortina, estrujando el tejido. Él no había querido al donante allí. La doctora Mui no tenía ningún derecho a convertir el hogar de Rebeca en un anexo de la clínica; su mujer ya había tenido bastantes hospitales y clínicas durante aquel último y horrible año antes de morir. Hubiese sido o no una buena decisión para el negocio, nunca debería haber consentido el uso de la casita. Una cosa era dejar que el comprador convaleciera en paz y tranquilidad durante unos días y otra bien distinta abrir las puertas de su casa a la clase de gente que proporcionaba la mercancía.
—Voy allí abajo a averiguar qué está pasando exactamente. Si la doctora cree que es una buena idea que me mantenga apartado de los donantes, entonces no debería haber dejado a uno en mi puerta.
Cuando se volvió desde la ventana, pudo ver su imagen en el espejo y se preguntó si tal vez no debería perder algo de tiempo para cambiarse de ropa antes de ir a la casita. Bajándose nervioso una manga de chaqueta sobre unos gemelos de oro macizo, decidió no molestarse.
—Si alguien se queja —le dijo a su reflejo—, diré que estoy haciendo una investigación oficial.
De haber estado Rebeca aún viva, se habría reído y tal vez le hubiera tirado algo. Le encantaba hacerla reír. Pero Rebeca estaba muerta. Sus hombros se hundieron y, tras acariciar el camafeo que había mandado hacer para ella en Florencia, dejó el dormitorio.
En la puerta de atrás, de pronto se le ocurrió que el coche podía tener que ver con Patricia Chou. La reportera lo había abordado al llegar a la colecta, queriendo saber en qué medida iba a ayudar a nadie aparte de a los proveedores una habitación llena de gente rica sentada ante una costosa comida. Por el momento, se había cuidado de encarársele sólo en público, pero él no tenía ninguna duda de que consideraría un cargo de intrusión como un pequeño precio a pagar para conseguir una historia. Estaba convirtiéndose en una clara molestia, y pronto tendría que hacer algo al respecto.
Comprobó el perímetro de las luces de seguridad en busca de algún cámara, y sólo cuando estuvo seguro de que no era observado salió por la puerta.
Cuando se aproximó a la iluminada casita, empezó a sentirse más y más incómodo. Al rodear una esquina y ver la puerta abierta, supo que algo iba mal.
—Tienen todas las luces encendidas —murmuró, cruzando el umbral—. ¿Esta gente no entiende que la energía hidroeléctrica cuesta dinero?
La casita estaba vacía. Tanto el donante como el enfermero que la doctora Mui había prometido dejar al cuidado se habían ido. Swanson miró ceñudo hacia las correas sobre la cama y trató de imaginar qué había sucedido. Tal vez la gente del BMW era colega del donante, no de la doctora Mui. Tal vez aquel donante en particular no había salido de la calle sino que era uno de los granujas que se habían estrellado en la reciente recesión y ahora necesitaba dinero de donde fuera para mantener su estilo de vida.
Eso explicaba por qué había creído la doctora Mui que no podía ser alojado en la clínica.
Tal vez en el último momento había cambiado de opinión y sus amigos habían venido a por él.
¿Pero dónde estaba el enfermero?
Y lo más importante, ¿qué se suponía que iba a decirle al cliente que llegaba a Vancouver a las 2:17 desde Dallas?
Frunciendo los labios en una delgada y furiosa línea, Swanson se dispuso a volver a la casa tras haber apagado escrupulosamente todas las luces, cerrado la puerta y echado la llave. No había advertido el destrozo en los rododendros de camino a la casita, pero una rama rota casi le hizo tropezar de vuelta y atrajo su atención.
Aunque jirones de nubes pasaban de forma continua tapando la luna, había suficiente luz para poder ver que un gran animal había arrollado sus caros matorrales. Había habido un problema constante en el vecindario con los pumas que comían mascotas, pero Swanson siempre había dado por sentado que los grandes felinos eran viajeros menos molestos. Su experiencia le decía que sólo la gente causaba esa clase de destrucción en la propiedad privada.
De no haber faltado el enfermero, habría vuelto a la casa a llamar a la policía. Así las cosas, se apartó del camino.
No era un rastro difícil de seguir, ni siquiera en la oscuridad. Las plantas pequeñas habían sido aplastadas, las grandes dobladas o rotas. Entonces la luna se puso.
Abriéndose camino con cuidado pendiente abajo y dentro del claro que dominaba el muro de contención, Swanson soltó un juramento por lo bajo cuando sus zapatos de gala resbalaron sobre el césped mojado y cayó sobre una rodilla. Puso la mano sobre lo que creyó era un tronco caído y palpó la ropa.
La luna salió.
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
Celluci aspiró aire a través de los dientes mientras se aflojaba sobre la cama. Había ido andando desde el coche al ascensor y de este al apartamento por sus propios medios. En su mayor parte.
—Ahora pensemos una forma de traer a la policía sin implicaros a vosotros dos.
—Ya lo probamos —gruñó Vicki, tendiendo la mano hacia atrás para coger el botiquín de primeros auxilios que traía Henry—, y no funcionó.
—Entonces volvamos a probar. Hay un cadáver en el patio trasero de Ronald Swanson —lo cual no vamos a discutir, añadió su tono—, ¿por qué no hacer uso de él?
Vicki comenzó a enrollar la venda elástica alrededor de su muñeca, contrastando marcadamente el suave ritmo del movimiento con la quebradiza ira de su voz.
—Swanson es rico y respetado. Si la policía encuentra un cadáver en su patio trasero, no va a relacionarlo de forma inmediata con él, en especial cuando no estaba en casa y sin duda tiene una rica y respetada coartada. Y en segundo lugar, no queremos sólo a Swanson, y no hay nada que relacione el cadáver de Sullivan con la doctora Mui salvo que trabajaba en la clínica. La cual paga Swanson. Apuesto lo que quieras a que los dos podrían presentar una explicación aceptable de por qué estaba pasando ese hijo de puta unos días en la casita.
—Entonces tal vez debería ir a hablar con la doctora Mui.
Celluci abrió unos ojos inyectados en sangre y miró fijamente más allá de Vicki a Henry.
—¿Hablar con ella?
Henry asintió.
—Tiene un apartamento en el edificio de al lado.
—Eso dijiste en el coche.
—Entonces debería ir a ver si está en casa. Podemos tomar una decisión cuando tengamos más información.
—¿Sólo vas a hablar con ella? —Cuando Henry volvió a asentir, Celluci espiró ruidosamente y añadió—. ¿Entonces por qué no obligarla a ir a la policía y confesar todo?
—Tú ve —le dijo rápidamente Vicki a Henry antes de que este pudiera responder—. Yo le explicaré a Mike por qué no funcionaría eso. —Había sido fácil soportar su presencia con toda su atención centrada sobre Celluci, pero en aquel instante la piel entre sus omóplatos seguía quejándose de que había otro de pie detrás de ella. Necesitaban dar algo más de distancia a sus emociones crispadas si no querían regresar a la antigua hostilidad.
Henry leyó su rostro entre líneas, advirtió cómo se mantenía en contacto con Celluci en todo momento, y dejó la habitación sin más comentarios. No tenía sentido que envidiara su intimidad, en particular a la luz de lo que había sucedido en el almacén. No tenía sentido y además era peligroso. Siguió diciéndoselo mientras se alejaba.
Celluci esperó hasta oír la puerta de fuera cerrándose, luego cogió la mano de Vicki… tratando de evitar que le echase alcohol en los arañazos de sus brazos.
—Muy bien. Explica.
—Es sencillo, en realidad. —Soltándose de su presa, limpió con el algodón las erosiones más feas, sin hacer caso de sus quejas—. No podemos obligar a nadie a actuar de forma contraria a su propia supervivencia.
—Cuéntaselo a tu abuela, Vicki. La gente te ofrece su garganta.
—La mayoría disfruta al hacerlo.
Once muertos en un almacén de Richmond.
—Algunos no.
Ella percibió el recuerdo de muerte en su voz y suspiró.
—Si Henry obligara a la doctora Mui a entregarse, ella saldría de su apartamento, tal vez incluso iría hasta el coche, pero entonces, salvo que no tuviese fuerza de voluntad en absoluto, y teniendo en cuenta lo que ha estado haciendo en su tiempo libre, no parece ser algo que le falte, entonces de repente se preguntaría qué diablos estaba haciendo. Henry tendría que estar junto a ella todo el camino y eso arruinaría más bien nuestro propósito; ¿no?
—¿Pero mientras él esté con ella, hablará? ¿Puede controlarla?
—Probablemente. —Recordó al jefe del crimen que había ido a coger su pistola aunque ella no lo había liberado. Por supuesto, Henry había estado haciendo esa clase de cosas mucho más tiempo.
Henry había olvidado la cobertura total con vídeo de seguridad hasta llegar a medio camino a través del aparcamiento para visitas. La velocidad había impedido que su imagen fuera grabada mientras entraba en el edificio y subía a toda prisa las escaleras, pero iba a tener que pararse ante la puerta de la doctora Mui, y no se le ocurría ninguna forma de evitar ser grabado. Cuando dejó el hueco de la escalera en el undécimo piso, lo único que podía esperar es que ella contestara rápido. Aquella era una de esas veces en las que deseaba que Stoker hubiese estado en lo cierto con respecto a que ciertas leyes físicas no se aplicaban a los de su especie. La capacidad de convertirse en niebla resultaría muy útil esa noche.
Apenas si dedicó un pensamiento a la pareja del pasillo hasta que advirtió que estaban saliendo del apartamento contiguo al de la doctora Mui. Vestidos por completo de negro, reían y hablaban de forma nerviosa (aunque no tenían ni idea de por qué estaban nerviosos), con la puerta entreabierta. Henry se deslizó a través de ellos antes de que la cerraran.
Una vez dentro, se detuvo para recobrar el aliento. La velocidad que los de su clase usaban para evitar ser detectados no estaba destinada a cubrir largas distancias. Necesitaría alimentarse pronto.
Aunque había un circuito de vídeo dentro de los apartamentos en sí, sólo se activaba si eran forzadas las cerraduras electrónicas. No debería tener ningún problema para salir, pero dado que consideraba su presencia allí como una solución, si bien impulsiva, a la cuestión de detenerse en el pasillo, no tenía intención alguna de irse tan pronto.
Aparte de los dispositivos electrónicos, la distribución de los apartamentos parecía el reflejo idéntico de la de los de su edificio en la puerta de al lado. Se movió en silencio por el vestíbulo, preguntándose dónde demonios habían encontrado los propietarios la gárgola de más de un metro de la entrada.
Examinando la pila de correo en imposible equilibrio sobre la cabeza del guardián de piedra, descubrió que Carole y Ron Pettit tenían ciertos intereses esotéricos. Divertido, volvió a poner la correspondencia sobre su atalaya y murmurando «Lamentarán no haberme visto», siguió adelante hasta entrar en el dormitorio principal. Las sábanas de seda roja y una variedad en verdad sorprendente de velas colocadas en alto sobre cualquier superficie disponible no fueron ninguna sorpresa. El negro, descubrió corriendo dos filas completas de ropa en el ropero, venía en más tonos de los que nunca había imaginado.
Apoyando la frente en la pared contigua al apartamento de la doctora Mui, pudo sentir una vida en el cuarto al otro lado.
Durmiendo.
No habiéndose molestado en leer las especificaciones del contratista proporcionadas al comprar su propio apartamento, no tenía ni idea de cómo estaban hechos los muros, pero aunque pudiese atravesarlos, no podía hacerlo sin despertar no sólo a la doctora sino a los vecinos de arriba y abajo.
Entonces sonrió. Si bien no tenía costumbre de descender cabeza abajo por paredes de castillos, apenas debería tener problema en ir de balcón en balcón, aun con el solárium de la doctora en medio. Posiblemente no tendrían vigilancia por vídeo en los balcones; demasiada gente en Vancouver prefería evitar las marcas de bronceado.
Mientras se volvía, oyó sonar un teléfono en la casa de al lado.
El durmiente latido se aceleró. Henry se apoyó contra la pared del baño.
Odiaba que la despertaran en mitad de la noche. El trabajo por turnos era una de las razones por las que había dejado el hospital. Una razón menor, cierto, pero una razón al fin y al cabo. Sin embargo, el viejo entrenamiento era difícil de olvidar, y se despertó al instante.
—Doctora Mui.
—Encontré a su enfermero muerto en mi propiedad. La casa está vacía.
Encendiendo la lámpara de noche, se quedó mirando el reloj. Tres de la mañana.
—¿Me ha oído, doctora?
Ella retiró un poco el auricular del oído antes de que la dejara sorda.
—Le he oído, señor Swanson. ¿Qué hay del donante?
—¡No había nadie más aquí! ¡Sólo un cuerpo muerto!
—Por favor, cálmese. La histeria no servirá de nada. —¿Cómo podía ese idiota haberse dejado matar?, se preguntó. ¡Va a estropearlo todo!—. ¿Ha llamado a la policía?
—¿La policía? No, yo, eh… —Inspiró a fondo, de forma claramente audible, y su voz se tranquilizó un poco—. Lo encontré y volví a la casita y la llamé.
Entonces la situación no era un desastre sin remedio. Comenzó a pensar de forma coherente más allá de su reacción inmediata. O bien el detective disponía de más recursos de los que parecía o los amigos que le habían dejado en la clínica habían conseguido lo imposible y lo habían localizado. En realidad lo mismo daba una cosa que otra. Sullivan estaba muerto, el detective se había ido. Pero los amigos del detective habían demostrado ser reacios a acudir a la policía y otro tanto, al parecer, pasaba con este, o la policía ya estaría en el lugar.
—¿Doctora Mui? ¿Sigue ahí?
Poniendo los ojos en blanco, se preguntó dónde pensaba él que podía haberse ido.
—Sugiero, señor Swanson, que cortemos por lo sano.
—¿Sugiere qué? —Estaba empezando a sonar como si estuviese llegando al límite de sus recursos. Eso era bueno; un hombre sin recursos era mucho más fácil de manipular—. Pero la policía…
—Si usted hubiese tenido intención de llamarla, ya lo habría hecho. Como me ha llamado a mí, le sugiero que acepte mi consejo. Vuelva donde el cuerpo y entiérrelo.
—¿Y qué?
—Entiérrelo. Sullivan no tenía familia ni amigos. Si desaparece, nadie lo notará salvo el personal de la clínica, y puedo encargarme de ellos.
—¡No puedo enterrarlo sin más!
—Tampoco puede devolverle la vida. Puesto que está muerto y no queremos que la policía o el público descubra lo que hemos estado haciendo, le sugiero que busque una pala.
—¡No puedo enterrarlo aquí! Aquí no.
Ella contó hasta tres antes de responder.
—Entonces métalo en su coche y llévelo a las montañas. La gente desaparece en las montañas continuamente.
—¿En qué parte de las montañas? —Estaba casi gimoteando del otro extremo de la línea—. Tiene que venir aquí. Tiene que ayudarme.
—Señor Swanson, Richard Sullivan medía más de metro noventa. Yo no llego al metro sesenta. No sé de qué forma puedo ayudar.
—Pero yo no puedo…
—Entonces llame a la policía.
Hubo una larga pausa.
—No puedo.
La doctora Mui se reclinó contra la almohada. Lo sabía, o nunca lo habría sugerido.
—Entonces escuche con atención y le ofreceré toda la ayuda que puedo. —Cuando más dependiera Ronald Swanson de ella, mejor—. Hay un viejo camino forestal justo dentro del Mt. Seymour Park…
Se habían trasladado al cuarto de estar. Con sólo una salida del dormitorio y Henry de pie en ella, Vicki había comenzado a ponerse inquieta.
—Entonces lo que estás diciendo es que Ronald Swanson va a enterrar a Richard Sullivan donde Mike cree que está enterrado el resto de los cuerpos.
Henry asintió.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Entonces vamos. —Vicki se dispuso a levantarse, pero Celluci la hizo volver a sentarse a su lado en el sofá—. ¿Qué? —preguntó, girándose para mirarle furiosa.
—Mira la hora —dijo él con tono cansado.
—Mike, tenemos más de una hora.
—¿Para hacer qué?
Ella se lo quedó mirando un largo instante, luego volvió a arrojarse contra los cojines del sofá.
—Ya sé, no me digas, quieres que Henry vaya a buscar un coche patrulla e invente otra historia.
—No. Con lo que está lloviendo por aquí, haría falta un equipo de forenses condenadamente bueno para conseguir todas las evidencias que necesitasen de ese claro. Quiero acabar con este asunto del todo sin que haya ninguna posibilidad de volver a meter al genio en la lámpara.
—¿Eso quieres? —Vicki cambió una mirada que decía le estás escuchando con Henry; la aparición había comenzado como su problema y el caso de ella, pero ambos habían perdido el control. En cualquier otro momento Vicki habría asumido el mando a patadas, pero con Mike de nuevo a salvo a su lado, quién mandaba exactamente no parecía importar… aunque debía reconocer con franqueza que era improbable que se tratase de un estado de ánimo permanente—. ¿Y cómo pretendes lograr lo que quieres?
Dando un respingo cuando sus maltratados músculos protestaron al moverse, Celluci buscó en su bolsillo de atrás y sacó su cartera. De la cartera extrajo una tarjeta de visita.
—Voy a despertar a Patricia Chou. A fin de cuentas, le prometí la historia.
—¿Y qué te hace pensar que va a creerte cuando le digas que suba una montaña a las tres de la mañana en busca de iluminación sensacionalista?
Él se encogió de hombros y lo lamentó.
—Ella quiere de veras a Swanson.
—¿Sí? ¿Y qué papel esperará que representes tú en la historia?
—Ninguno.
—¿Ninguno? —repitió Vicki, retorciendo el labio—. Sí. Claro.
—Al parecer, estuvo dispuesta en el pasado a arriesgarse a ir a la cárcel para proteger a una fuente.
Vicki gruñó por lo bajo pero le pasó el teléfono.
—Bien, más te vale que esté dispuesta al parecer a correr el riesgo esta vez, igualmente.
Con las manos de nudillos blancos cogiendo el volante, Swanson giró por el camino forestal. Pese a la hora, había visto luces detrás de él a lo largo de todo Mt. Seymour Drive y a punto estuvo de entrar en pánico cuando lo siguieron dentro del parque. Si continuaban siguiéndole…
Pero no lo hicieron.
Estaba mirando el retrovisor con tanta atención que casi perdió el control del coche en los profundos baches. Tratando de no oír el sonido de los amortiguadores traseros al comprimirse bajo el peso de los rebotes, se afanó por hacer volver el caro sedán al camino.
Había una furgoneta deportiva aparcada detrás de la casita, pero tenía que ser la de Sullivan, y no era capaz de conducirla. Ya estaba bastante alterado teniendo que llevar al muerto como para conducir el coche de este. Ojalá tuviese el desapego de la doctora. Sus pensamientos dieron vueltas y vueltas en un caótico torbellino, reproduciendo una y otra vez el descubrimiento del cuerpo de Sullivan, la llamada telefónica, el tacto del cadáver mientras lo alzaba metiéndolo en el maletero. Sabía que no estaba pensando con claridad, pero no era consciente de nada más.
El camino terminaba en un claro justo como había descrito la doctora Mui. Condujo el coche todo lo cerca que pudo hasta el tocón podrido de un abeto de Douglas y apagó tanto el motor como las luces delanteras. La oscuridad circundante parecía como si fuese uno de los círculos superiores del infierno.
La doctora Mui había dicho que tenía que hacerse a oscuras. Unos faros encendidos en el bosque por la noche atraerían una atención no deseada. Como si deseara atraer alguna, se dijo.
Tras un instante, se secó las palmas en los pantalones, salió del coche y abrió el maletero.
Sullivan lo miró fijamente por encima de un ancho hombro, habiendo girado los botes su cabeza en un ángulo imposible. Sus ojos sobresalían como los de un animal en un matadero.
Incapaz de apartar la mirada, Swanson retrocedió tragando bilis. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Estoy mal de la cabeza? Debería haber llamado a la policía. Se pasó una mano temblorosa por la frente húmeda. No. Si hubiese llamado a la policía, se revelaría todo. Me arruinaría. Iría a la cárcel. La doctora Mui tiene razón. Entierro el cuerpo, y nadie tiene que saber nada. A lo largo de una larga trayectoria profesional, nunca había vacilado en hacer lo que tenía que hacerse, y no iba a empezar en aquel momento.
Apretando los dientes, sacó el cuerpo del maletero. Trató de pasar por alto la forma en que golpeó el suelo, trató de no pensar en aquello como si fuese algo que una vez había estado vivo. Lo arrastró unos seis metros, volvió a por la pala, luego empezó a cavar.
—Esto es una gilipollez. Joder que sí.
—Cuida tu lenguaje, Brent. Y cállate, te va a oír.
—¿Quién?
Patricia Chou agarró el hombro del cámara y lo sostuvo cuando tropezó con un bache, y perdió el equilibrio debido al peso del foco y la cámara.
—Ronald Swanson, quién si no.
—No sabes si iba en ese coche que estábamos siguiendo.
—Lo sé.
—¿Basándote en una llamada de teléfono a las tres de la mañana?
—Eso es.
—¿Eso es todo?
—Eso y mis bien afilados instintos para conseguir una historia. Ahora, ¡cállate!
Se movieron tan en silencio como pudieron al aproximarse al claro. Habiéndose acostumbrado sus ojos a la oscuridad durante la marcha camino forestal arriba, ninguno tuvo problemas para distinguir el coche aparcado de las sombras circundantes.
Ladeando la cabeza ante los rítmicos sonidos que llegaban desde delante, la reportera levantó una mano y, jadeando un poco, Brent se detuvo obediente.
¿Cavando?, articuló ella sin hablar.
Él se encogió de hombros y se subió la cámara sobre uno de ellos.
Ella lo guio rodeando el coche y le indicó la sombra con forma de hombre. ¡Ahí está!, se dijo a sí misma mientras se adelantaba y daba la señal.
Ronald Swanson, metido ya hasta las rodillas en la blanda tierra, alzó la vista y se la quedó mirando como un animal sorprendido en la carretera, cayendo sobre él el desastre e incapaz de apartarse. El cuerpo tendido en el suelo junto a él, el cuerpo inequívocamente muerto, era más de lo que ella había esperado. Entornando los ojos hasta casi cerrarlos para evitar el brillante rayo de luz de la parte superior de la cámara de Brent, Patricia Chou encendió su micrófono con el pulgar y lo echó hacia delante.
—¿Algo que decir a nuestros espectadores, señor Swanson?
La boca de este se abrió, se cerró, luego volvió a abrirse, pero no emitió ningún sonido. Sus ojos se ensancharon, las pupilas contraídas hasta volverse invisibles. Soltó la pala, se cogió el pecho y se desplomó de bruces en el lodo, cayendo casi encima del cadáver.
—¿Señor Swanson? —Con el micrófono aún encendido, se arrodilló junto a él y le buscó el pulso detrás de la oreja. Estaba vivo, pero no tenía buen aspecto. Refunfuñando, buscó en su bolso de cintura su teléfono móvil—. El maldito hijo de puta ha sufrido un ataque cardíaco o algo así antes de que consiguiera una declaración.
—¿Sigo grabando? —La voz de Brent surgió de la oscuridad al otro lado de la luz.
—No. No gastes la batería. —Sonriendo triunfalmente, llamó al 911—. Lo más probable es que consigamos algo de buen material cuando llegue la policía.