eguían allí. Henry lo supo antes de abrir los ojos. A medida que el peso del día fue despegando de él, la certeza de su presencia se asentó para reemplazarlo. Una de dos, o bien la gente que había cogido a Celluci había eludido el arresto, o había otros implicados que la investigación policial todavía no había descubierto.
Existe, por supuesto, una tercera posibilidad. Siguió tendido en silencio escuchando las vidas en torno a él, pasando sus sentidos sobre la ausencia de vida que aguardaba al pie de su cama. Tal vez el procedimiento justo no era suficiente. Quieren una venganza con más tripas fuera y menos… Por desgracia, la única palabra que le venía a la mente para acabar la frase, era «legal». Lo que deja al detective Celluci, hasta ahora el más interesado, sin tomar parte en el resultado final.
Pero había sabido desde el comienzo que de llegar a esa venganza de tripas fuera, sería a pesar del detective Celluci. Por su honor, había tratado de permanecer dentro de los límites de la ley; no había funcionado.
¿Y qué había de Vicki?
Incluso antes del cambio había estado dispuesta a reconocer que ley y justicia no eran necesariamente lo mismo. Aunque no podía asestar el golpe final, no sin cruzar la línea que Celluci había trazado en la arena, Henry dudaba que tratase de contener la mano de él. Sus labios se retiraron descubriendo los dientes en un involuntario gruñido ante la idea.
Por fin, puesto que no podía posponerlo más, abrió los ojos.
Estaban donde habían estado las seis noches anteriores. Doug. El compañero que se le había unido en la muerte. Y envuelto en sombras demasiado oscuras incluso para que la vista de Henry pudiera traspasarlas, el invisible coro; el añadido punteo de los condenados.
Henry suspiró.
—¿Todavía aquí, tíos?
Una pregunta de segunda en el mejor de los casos y no la que tenía intención de hacer. Aunque resultó evidente que a los espíritus no les gustó, fue suficiente.
Celluci no estaba en el apartamento.
Vicki estaba completamente segura. Mostrando los dientes, lanzó una furiosa mirada a la oscuridad circundante como si pudiese arrancarle una o dos respuestas. Celluci sabía cuándo se ponía el sol. Si hubiese podido estar allí, habría estado. Como no estaba, no podía.
Y eso significaba que alguien, en alguna parte, iba a pagarlo.
Mientras se ponía la ropa de un golpe, mascullando amenazas, una voz más cuerda en la parte posterior de su cabeza le sugirió que a lo mejor sólo se había visto demorado por la policía, engalanado como estaba de papeleo el largo brazo de la ley.
¿Catorce horas de papeleo?, se preguntó con sarcasmo, revolviéndolo todo en el fondo de su bolsa de lona en busca de un par de medias limpias. Ni siquiera en Canadá.
¿Y si sencillamente se ha retrasado hablando del trabajo?, preguntó la vocecita.
Entonces ya sé quién lo va apagar, ¿no? De pronto se imaginó clavando a Celluci a la cama por las orejas y sonrió salvajemente.
Pero ni por un momento pensó que hubiese una explicación tan simple para la ausencia injustificada de Celluci. Algo había ido mal.
—No estoy diciendo que nada haya ido mal —gruñó Henry—. Sólo digo que lanzarse ciegamente al rescate no es la respuesta.
—¿Entonces qué sugieres? —Ella pasó junto a él como un huracán al interior del apartamento, consciente de su respuesta a la ira que había arrojado sobre él al abrir la puerta pero pasándola por alto. Su reacción ante ella, la de ella ante él, el instinto territorial… todo era irrelevante en aquellas circunstancias—. ¿Hemos de esperar hasta que su cuerpo aparezca flotando en el puto puerto?
Henry consiguió no cerrar la puerta de golpe detrás de ella, pero a duras penas, y su logro probablemente tenía que ver más con el mecanismo de la puerta que con el autocontrol.
—Estoy diciendo dos cosas, Vicki. Una, no voy a darte las llaves de mi coche y dos, antes de que vayamos a ninguna parte, ¿no deberíamos conseguir algo más de información?
—¿Vayamos? —repitió Vicki apoyándose sobre el respaldo del sofá, marcando el cuero verde con sus dedos justo al lado de donde lo habían atravesado la primera noche en Vancouver—. Tuviste tu oportunidad de conseguir más información con el ocaso, y la cagaste. Yo soy la investigadora. Tú eres el escritor de novelas rosa. Me llamaste en busca de ayuda. Y no estropearé tu estúpido coche.
—No vas a llevar mi estúpido coche, y tú recurriste gustosa a mis servicios en el pasado.
—Eso fue antes de que yo contase con mis propios servicios.
—Conmigo, Vicki. O nada de nada.
Ella se irguió de golpe, plateándosele los ojos.
—¿Me estás amenazando?
—¡Quiero ayudarte! —escupió él a través de unos dientes apretados.
Vicki se le quedó mirando algo sorprendida, desluciéndose despacio la plata de sus ojos.
—¿Por qué?
—Porque somos amigos. —Sus dientes permanecieron pegados, haciendo que la frase no sonase muy amistosa, pero sus manos no la estaban cogiendo por la garganta y él se dijo que eso tenía que valer de algo—. ¿No es lo que tú decías? ¿Que somos amigos, y no hay razón para que eso cambie sólo porque te has hecho con un nuevo estilo de vida? ¿No son esas tus palabras exactas? Puede que esto te sorprenda, pero considero a Michael Celluci como un amigo también… cuando menos, un compañero de armas —su labio se retorció—. Y yo no abandono a los míos.
En lo que al instinto territorial se refería, había cosas que Vicki estaba dispuesta a compartir y otras que no. Antes de que Henry se diera cuenta de su error y recordara que Celluci se hallaba sólidamente atrincherado del lado de lo que no deseaba compartir, los dedos de Vicki se habían cerrado en torno a sus hombros. Más de cuatro siglos y medio de experiencia no le dieron ninguna oportunidad contra la intensidad de su rabia. Una fracción de latido después golpeó el suelo, con los pulgares de ella enganchados para desgarrar las arterias de ambos lados de su cuello, los dientes desnudos, y los ojos clavando ardientes y plateadas esquirlas de dolor en los suyos.
—Michael Celluci es mío.
No había ninguna posibilidad de acuerdo en las palabras y sólo una respuesta posible, pues no podía dejar que su intimidación saliera impune. Él era más viejo. Aquel era su territorio.
—Créeme, Vicki, no es mi tipo.
Si una respuesta compasiva podía alejar la ira, una contestación de listillo evitó que la situación se convirtiera en un melodrama.
Vicki pestañeó, soltó su presa sobre la garganta de Henry, y se sentó.
—Podía haberte matado —gruñó, pasando su tono poco a poco de la cólera a la turbación.
—No. —Teniendo las manos de ella descansando a ambos lados de su cuello, decidió no negar con la cabeza. El gesto podría ser malinterpretado del todo—. Creo que lo hemos superado, tú y yo.
—¡Ah! Así que yo tenía razón. Yo tenía razón, y tú te equivocabas.
Henry no pudo contener una sonrisa. Ella llevaba, a fin de cuentas, escasamente tres años viviendo la noche y esa era una de las veces en que se dejaba ver.
—Sí, tenías razón. —Cuando ella se puso de pie, dejando una distancia prudencial entre los dos, Henry se levantó asimismo—. Celluci siempre ha sido tuyo, Vicki —le dijo suavemente cuando volvieron a estar frente a frente otra vez—. Si lo dudas, le haces un flaco servicio.
Si ella todavía hubiese sido mortal, habría enrojecido. Así las cosas, retrocedió hasta que sus pantorrillas tropezaron con el sofá.
—Sí, bueno, que le consideres uno de los tuyos sin duda lo emocionará muchísimo. —Puesto que estaba en el sofá, se sentó—. Así que echemos un vistazo a esos programas de noticias que grabó Tony. Tal vez nos hagamos una idea mejor de lo que está pasando.
El autodescubrimiento emocional nunca había sido uno de los puntos fuertes de Vicki, se recordó Henry mientras cogía el mando. La perspectiva de la eternidad había cuarteado el caparazón que ella había llevado la mayor parte de su vida, pero quedaban pedazos que todavía tenían que soltarse con palanca. Problema de Celluci, admitió agradecido y encendió la televisión.
Ningún agente de policía de Toronto había sido hallado atado a una cama en una clínica de Vancouver Norte.
Nadie había sido arrestado por vender trasplantes de riñón.
Juntando las pelirrojas cejas sobre la nariz, Henry detuvo la cinta.
—No lo entiendo —dijo, más para sí mismo que a Vicki—. Mandé a la policía al Proyecto Esperanza.
El primer impulso de Vicki fue insinuar que la edad le había arrebatado su capacidad de persuasión, pero las noches de junio eran demasiado cortas para que provocara otra pelea sólo por el gusto de cabrearlo.
—Entonces no lo encontraron.
—No estaba lo que se dice bien oculto.
—Entonces no estaba allí.
—Si lo han trasladado… —Henry dejó la frase inacabada. Vancouver era una ciudad muy grande. Se estremeció al imaginar de pronto a Celluci pasando la eternidad rondando el pie de su cama.
—Lo encontraré.
—¿Cómo?
Ella se levantó, con un movimiento fluido y depredador.
—Primero, hacemos unas preguntas discretas y averiguamos lo que pasó realmente la noche anterior en la clínica después de habernos ido. Luego —sus ojos brillaron—, tocamos de oído. O con cualquier otra parte del cuerpo que tengamos que arrancar para lograr una respuesta.
Típico, pensó Celluci, estirando el cuello para ver la vía intravenosa que había sido insertada en el dorso de su mano. Doctores buenos, y malos… ninguno de ellos se molesta nunca en mencionar qué diablos están haciéndote. Como si no tuvieses ningún derecho a saber qué cojones es.
—Disculpe, pero sigue siendo mi cuerpo.
—Sí, lo es.
Sorprendido, giró la cabeza levantándola para mirar fijamente la impasible cara de la doctora. Entonces comprendió que había dicho su último pensamiento en voz alta. Aunque previos intentos indicaban que no lograría mucho, se dijo que no había nada malo en tratar de continuar la conversación.
—¿Entonces le importaría decirme qué es lo que está haciendo nada más?
—Sustituyendo fluidos. —Guardó la bolsa de sangre en la pequeña nevera portátil.
—Sabe que hay un límite en la cantidad de los mismos que puede extraer.
La doctora Mui cerró la nevera de golpe y se volvió para irse.
—Lo sé.
—Así que hay un laboratorio implicado en esto, asimismo, ¿eh?
Con una mano en la puerta, ella se detuvo y lo miró de forma muy parecida a como podía recordar que lo hacía su profesora de tercero… a quien, si recordaba bien, nunca le había gustado demasiado.
—No seas ridículo, detective. Los laboratorios hacen el trabajo que les mandan. No hay necesidad de hacerles partícipes de los detalles.
Muy bien, nada de laboratorios malvados. Aunque ese trocho de buena noticia no tenía que ver con su actual circunstancia, resultaba alentador en un sentido más amplio.
—¿Y durante la operación? Va a necesitar un ayudante, porque por buena que usted pueda ser no tiene tres manos, y con dos personas en el quirófano, necesitará un anestesista también.
—¿Qué te hace pensar que habrá dos personas en el quirófano, detective? Guardado en hielo estéril, un riñón puede aguantar sin problemas casi cuarenta y ocho horas después de la extracción.
—Dos operaciones separadas aumentarían el riesgo de ser descubiertos. —Mantuvo su voz ecuánime, desinteresada, como si no fuese a verse íntimamente ligado a dichas operaciones—. Imagino que las hará a la vez. Una después de otra si no de forma simultánea.
La doctora Mui inclinó la cabeza, aceptando su teoría.
—Muy perspicaz por tu parte, detective. ¿Adónde quieres llegar?
—Sólo me preguntaba cómo consigue que esa otra gente no hable.
—¿Por qué?
Encogiéndose de hombros tanto como le dejaban las correas, le ofreció su mejor sonrisa del tipo seduzcamos al testigo para que diga la verdad.
—No tengo otra cosa que hacer.
—Muy cierto. —Las comisuras de su boca podrían haberse curvado hacia arriba por una fracción de segundo, pero Celluci no podía estar seguro—. El resto de la gente implicada sabe sólo lo necesario para llevar a cabo su función específica, así que incluso si hablasen, sería poco lo que podrían decir. No obstante, como obviamente ellos mismos están quebrantando la ley, las probabilidades de que hablen se encuentran dentro de lo que constituye un riesgo razonable. Y te sorprendería saber lo poco que hace falta para convencer a algunas personas para que infrinjan la ley.
Celluci resopló.
—No, no me sorprendería. Pero el asesinato…
—¿Quién ha dicho nada de asesinato? Sólo saben lo que necesitan saber. Ahora, trata de dormir un poco. Vas a tener un día muy ajetreado mañana.
Mañana. La palabra permaneció en el cuarto mucho después de que la doctora se hubiera ido.
—Comprueba el gota a gota en una hora y dale un tazón de caldo.
—El partido de béisbol empieza dentro de una hora —protestó Sullivan, con aspecto malhumorado.
Algo sorprendida por la forma en que se había abierto al detective, la doctora Mui hizo caso omiso. Su mundo había sido levantado a partir de certezas, y si no hubiese creído que Sullivan la obedecería sin reservas, lo habría dejado donde lo encontró.
Los labios retirados enseñando los dientes, los dedos cogiendo la manija tallada con fuerza suficiente para agrietar la madera, Vicki abrió de golpe la puerta y entró en la clínica.
La vida de Michael Celluci ya no añadía su familiar latido al sordo estruendo.
—¡Mierda puta!
—Muy expresiva. —Pisándole los talones, Henry consiguió deslizarse junto a ella sin llegar a establecer contacto físico. Manteniéndola bajo una atenta vigilancia en caso de que su ira ampliase su alcance, añadió—: Y dado que al parecer el detective ha dejado el edificio, ¿eso qué significa exactamente?
Vicki movió bruscamente la cabeza hacia el puesto de enfermeras.
—Significa que es un turno distinto y hay otra enfermera distinta de servicio. No sabrá nada de nada.
—La anterior no fue especialmente servicial que digamos —dijo Henry para sí mismo, dejando una distancia prudencial antes de seguir a Vicki a través de la sala de espera. Con la atención de ella tan concentrada en rescatar a Celluci, la ida en coche a la clínica no había supuesto nada peor que un concurso para ver quién profería el gruñido más largo: desagradable pero soportable, y nada por lo que no hubiera visto pasar a Celluci a diario. Henry no estaba seguro de si ello significaba que su relación había progresado o empeoraba, pero si Vicki le hubiese dicho gruñendo «anciano» una vez más, se habría visto enormemente tentado de averiguarlo arrojándola en mitad del tráfico.
Ignorando que la muerte se alzaba detrás de ella, la enfermera se volvió desde el botiquín y se encontró cayendo en la oscura luz de unos ojos de plata. La botella de vidrio marrón que sostenía se deslizó de unos dedos de súbito flojos.
Henry la cogió antes de que se estrellase contra el suelo.
—Estuvimos aquí la noche anterior —dijo mientras se erguía—. Puedo sentir vidas sanas mezcladas con los enfermos. Dudo que todas las visitas se hayan ido ya. Haz lo que tienes que hacer deprisa y no llames la atención. —Era la voz que usaba al enseñarla a Cazar; con algo de suerte la escucharía. Poniendo con cuidado la botella sobre el borde del escritorio, se movió para situarse en la entrada.
Concentrada en la vida que sujetaba y la que estaba buscando, Vicki oyó la voz de Henry como si fuera parte del ruido ambiente de la clínica, un ruido casi ahogado por el grito del Hambre resonando dentro de su cabeza.
—La noche pasada —dijo de forma serenamente amenazadora— había un hombre preso en el cuarto oculto. ¿Dónde está ahora?
La confusión luchó con el miedo.
—¿Qué cuarto oculto?
—El cuarto en la parte de atrás del edificio.
—¿Quiere decir la vieja lavandería? No había nadie allí dentro.
La amenaza creció.
—Estaba allí.
Cogida entre lo que ella sabía era cierto y la verdad que veía en los plateados ojos, la enfermera gimoteó por lo bajo.
—¡Estaba allí! —repitió Vicki. El Hambre se alzó. Sus dedos se cerraron en torno a un hombro vestido de blanco y la suave carne se hundió bajo su presa—. ¿Dónde está ahora?
—No lo sé. —Las lágrimas corrieron por sus mejillas despojadas de color, y las palabras apenas consiguieron brotar de sus trémulos labios.
—¡Dímelo!
—No quiero… —Un entrecortado gemido partió su protesta en dos— morir.
El martilleante staccato del corazón de la enfermera, el aterrorizado circular de su sangre, hacía difícil pensar. El Hambre, apenas bajo control, incitó a Vicki a tomar el miedo y hacerlo suyo. Rasgar. Desgarrar. Alimentarse. Dio medio paso adelante, la cabeza ligeramente echada atrás, las fosas nasales ensanchadas para embeberse en el cálido, carnoso aroma de vida sazonada con terror. Tras la estimulante experiencia en el almacén, sería tan fácil dejarse llevar…
—Haz lo que tienes que hacer deprisa.
—Sí.
—Aquellos de nuestra clase que aprenden a controlar el Hambre, tienen la eternidad ante ellos. Aquellos a los que controla el Hambre rápidamente son encontrados y se les da muerte.
Las palabras de Henry de nuevo, pero un recuerdo más profundo, una lección más vieja.
Nada me controla.
Si «Victoria» Nelson se regía por alguna máxima, esta era su nombre.
Liberó a la enfermera tan rápido que la mujer se tambaleó y habría caído de no haberla vuelto a coger de forma menos amenazadora.
—No nos has visto ni nos verás mientras estemos aquí.
—No os veré —repitió la enfermera casi como una oración—. No os veré. —Aquella vez, cuando Vicki la soltó, anduvo de lado haciendo eses y se dejó caer en una silla. Un latido más tarde, estaba sola en el cuarto, segura de haberlo estado siempre, mirando fijamente la botella de vidrio marrón en su mano y preguntándose si era posible soñar, tener pesadillas, estando despierta.
—Casi la mato. —El Hambre protestó furioso contra sus correas y Vicki pasó por alto resueltamente la sensación casi dolorosa de haber dejado algo importante inacabado.
—Lo sé.
—¿Entonces por qué no has tratado de detenerme?
—No necesitaba hacerlo, ¿no? —Henry miró por encima del hombro de Vicki mientras esta hojeaba el libro registro que había cogido del puesto de enfermeras. Estaban en el pasillo junto a la sala de operaciones; lo bastante alejados de cualquiera dentro del edificio para evitar problemas.
—Tenía que confiar en lo que te había enseñado, o no tendría mucho sentido enseñarlo.
Ella se giró lo suficiente para verle la cara.
—Deberías dejar de ver las reposiciones de Kung Fu, Henry. Suenas como un imbécil pomposo… te lo digo por tu propio bien porque somos amigos. —Antes de que él pudiera responder, antes de que supiera qué responder, añadió—: Tal vez deberías haber confiado en tus enseñanzas desde el principio.
—¿Desde el principio?
Ella retorció el labio.
—Desde el principio… desde el momento en que llegué a Vancouver.
—Si recuerdas, te enseñé que no podíamos compartir un territorio.
—Lo cual simplemente demuestra lo que sabes —proclamó en tono triunfal, y volvió de nuevo su atención al libro registro—. Ah. Aquí está —dio golpecitos con un dedo sobre una entrada—. 5:09 de la mañana, se presentan dos policías, así como una tal doctora Mui (al parecer uno de sus pacientes se estaba muriendo), les enseña el lugar a los polis, estos se van. Tienen que haberle trasladado antes de que llegaran. Hija de puta.
—No entiendo cómo…
—¿Importa eso? Vamos. —Lanzó el libro dentro del quirófano (déjalos que se hagan preguntas) y se dispuso a ir pasillo abajo—. Dudo que hayan dejado alguna dirección, pero tal vez hayan olvidado algo en ese cuarto que podamos aprovechar.
Nada, salvo el persistente olor de tres hombres y una mujer.
Vicki se quedó junto a la cama vacía, obligándose a reconocer las otras vidas aparte de la de Mike Celluci.
—La doctora Mui.
Henry frunció el ceño, percibiendo la Muerte bajo la reciente pátina de vida.
—¿Qué pasa con ella?
—Está metida en esto. Ella… —Vicki agitó una mano en el aire, llevándola hacia su nariz— ella es la mujer que le puso a Celluci la inyección.
—¿Estás segura?
—Créeme. Tengo por costumbre recordar las otras mujeres a las que huele.
Sospecho que le debo al detective una disculpa, se dijo Henry mientras retrocedía apartándose del camino de Vicki. Sin duda estaba más familiarizado con el instinto territorial de lo que creía.
—¿Ahora adónde?
—Al despacho de la doctora Mui.
—¡… y ha llegado a la segunda base! Qué te parece semejante velocidad. ¡Cualquier otro en este partido habría llegado sólo a la primera!
Puesta su atención en el televisor del otro cuarto, Sullivan estrujó la bolsa vacía de solución salina y echó el soporte del gota a gota a un lado. Se quedó en equilibrio, suspendido por un instante a cuarenta y cinco grados y luego se estrelló contra el suelo, ahogando casi el estrépito resultante el entusiasmo del locutor deportivo.
Apartando de su camino de una patada las piezas de acero inoxidable, Sullivan salió del cuarto pisando fuerte y giró el botón del volumen hasta que el sonido comenzó a distorsionarse.
—¿Qué miras tan contento? —refunfuñó al regresar junto a la cama—. ¿Eres hincha del Oakland?
—Ni hablar. —Sin ser consciente de haber estado mirando nada, pero dolorido (la aguja del dorso de su mano había sido brutalmente arrancada y el vendaje aplicado con la suficiente presión para magullarlo), Celluci dio un respingo cuando la muchedumbre del Kingdome reaccionó ante una doble jugada y los altavoces de la televisión chillaron.
—¿Entonces qué? —Los ojos de Sullivan se entornaron cuando un segundo de silencio dio paso a un anuncio, en un tono casi ensordecedor en comparación. Mascullando por lo bajo, volvió junto a la televisión y bajó el volumen—. Creías que alguien lo oiría, ¿no? Que tal vez se quejaría del ruido. —Sus dedos encallecidos se cerraron sobre la punta de la nariz de Celluci y la retorcieron. El cartílago crujió—. No se te ocurra pensar que soy estúpido.
Pestañeando para apartar involuntarias lágrimas, Celluci dijo con un bufido:
—No se me había ocurrido. —A decir verdad, no se le había ocurrido demasiado durante la mayor parte de la tarde. Podría haber sido por la pérdida de sangre, o el efecto residual de los sedantes, lo cierto es que el pensamiento coherente le costaba más esfuerzo del que parecía capaz.
—¿Entonces por qué sonríes, tarado de mierda?
Sólo que tenía que hacer el esfuerzo y únicamente contaba con una fuente de información. Si no otra cosa, necesitaba saber más sobre su carcelero. Celluci sacudió la cabeza hacia el cuenco de caldo en la mesa de noche.
—La doctora dice que tienes que alimentarme.
Unos ojos engañosamente apacibles se entrecerraron.
—¿Sí, y qué?
—Vas a tener que subir la televisión y arriesgarte a llamar la atención, o perderte el partido. Sea como sea, yo gano.
—Tal vez me limite a no darte de comer.
—¿Y poner furiosa a la doctora?
Estaba claro que eso no iba a suceder. Con el cuenco empequeñecido en el hueco de una enorme mano, Sullivan sonrió de forma desagradable.
—Abre la boca o te la abro yo.
Cara a cara con la muerte violenta día tras día, los agentes de policía se enfrentaban a ello bien pasando por alto la inevitabilidad de su propia muerte o bien pensando en ella de forma tan constante que perdía su misterio y se volvía una parte de la vida, como respirar. Ahogándose con el caldo, Celluci se dio cuenta de que nunca se había parado a pensar en el ahogamiento con consomé como una seria posibilidad.
Seguía todavía tosiendo y jadeando para recuperar el aliento cuando Sullivan abandonó el cuarto, gruñendo mientras daba un portazo:
—Ya mearás más tarde.
Luchando por contener el vómito (si no se ahogaba con él y moría, tendría que yacer sobre él, y la segunda opción lo emocionaba tan poco como la primera), poco a poco recuperó el control de su cuerpo. Resollando, cada exhalación más profunda que la anterior, tragó con fuerza para reprimir un último espasmo.
Cuando todo hubo acabado, permaneció tendido exhausto, sintiéndose como si acabara de disputar diez asaltos con Mike Tyson. Pero se hacía una idea más exacta del temperamento de Sullivan.
Y tenía un plan.
O algo así.
—¿Encuentras algo?
—Vicki, soy escritor. Enciendo mi ordenador, juego unas partidas al solitario, contesto mi correo electrónico, y escribo. Cualquier cosa más complicada, no me preocupa. —Frunciendo el ceño ante la pantalla, Henry golpeteó suavemente con sus uñas contra el borde del teclado—. Esto es más complicado.
Buscando enérgicamente en el archivador, Vicki alzó la vista mirando con atención el monitor al otro lado del cuarto.
—A mí me parece apuntar y hacer clic —refunfuñó.
—Todo esto está codificado. No puedo acceder a nada sin la contraseña de la doctora Mui.
—No sé por qué esa puta paranoica no puede tener un Rolodex como todo el mundo —gruñó Vicki, cerrando de golpe un cajón y abriendo otro. Todo lo que quería era un par de direcciones, preferiblemente una en la que pusiera aquí es donde tenemos a Michael Celluci, pero a falta de eso se conformaría con aquí es donde vive la gente al mando y puedes arrancarles la localización de Michael Celluci.
Con la ira de Vicki golpeando contra él en vehementes oleadas, Henry decidió que sería más seguro no responder. Además, ella tenía razón, un archivo de fichas giratorio habría sido mucho más sencillo. No puedo creer que estemos haciendo esto. Pero no era allanar el despacho de la doctora Mui lo que le costaba creer.
Por mucho que compartiera la preocupación de Vicki por la seguridad del detective, se veía continuamente distraído por las circunstancias. Estaban trabajando juntos. No, desde luego; como habían hecho antes del cambio, pero cooperando en estrecho contacto no obstante. Era una experiencia tan asombrosa que deseaba de forma desesperada contársela a alguien. Por desgracia, sólo dos personas podían apreciar plenamente las implicaciones: Vicki no estaba interesada, y no resultaba demasiado satisfactorio hablar consigo mismo.
—No hay nada aquí dentro salvo historiales de pacientes. ¿Consigues algo?
Él volvió a arrastrar su atención hasta la tarea inmediata.
—La doctora Mui tiene un módem… ¿podría entrar en esos otros sistemas desde aquí?
—Allá en Toronto, podría hacer seis llamadas de teléfono y conseguir a media docena de personas que podrían hacerlo dormidos. Así que la respuesta es «sí», pero eso no nos sirve… ¡Ah! —Enderezándose, Vicki sacó una carpeta del cajón de abajo—. Al menos el gobierno sigue apoyando a la industria del papel. Según el Ministerio de Vehículos Motorizados de la Columbia Británica, la buena de la doctora ha comprado hace poco un coche nuevo. Debe de ser bonito. —Su voz se apagó mientras hojeaba la documentación. Unos instantes después, movió la cabeza de lado a lado y alzó la mirada hacia Henry—. ¿Sabías que sois vecinos?
Ella se lanzó hacia Henry cuando le arrebató la carpeta de las manos, pero consiguió evitar quitársela a su vez.
—No, está en la otra torre, de la fase dos. Se puso a la venta justo esta primavera, y es muy cara. —Aunque sus músculos se contrajeron formando nudos, logró contenerse y no aferrar el brazo de Vicki cuando ella se disponía a ir hacia la puerta. No era el momento para poner a prueba los límites de la nueva frontera entre ambos—. ¿Adónde vas?
—Sabemos dónde está la doctora Mui. La doctora Mui sabe dónde está Celluci. —En ese instante había tres fuentes de luz en el despacho, el monitor y los ojos de Vicki—. Incluso podría ser que él estuviese en ese apartamento. Puede que hayamos pasado el día a treinta metros de él.
—Lo dudo. El punto fuerte de esos pisos es el sistema de seguridad. Tienen cobertura total por vídeo. Sería demasiado peligroso para ella llevarlo allí.
Los dedos de Vicki se hundieron en el respaldo de la silla. El metal crujió.
—¡Sigue sabiendo dónde está!
—Probablemente está con él. —No necesitaba explicar por qué. Volviendo a bajar la vista a los papeles, Henry frunció el ceño—. Compró el piso a Bienes Raíces Swanson.
—¿Swanson? Su nombre sigue saliendo —gruñó Vicki—. En aquella entrevista por cable, con respecto a los trasplantes, los ordenadores donados a las clínicas populares, aquí…
Tuvieron la idea al mismo tiempo, pero Vicki llegó al teclado primero.
—¿Qué estás buscando?
—La dirección de Swanson. —Sonó como una amenaza—. No va a estar presente; no es ningún doctor, no hay necesidad. El titiritero se queda al fondo moviendo los hilos. —La necesidad de rescatar a Celluci luchó contra la curiosidad mientras se metía a toda prisa en los archivos; era su única oportunidad de reunir información, y no podía irse sin nada.
La doctora Mui tenía enormes archivos de correo electrónico, bien ordenados por categorías y la mayoría de ellos se dirigían a instituciones financieras.
—Cuentas bancarias suizas —aventuró Henry.
—Entre otras cosas no tan anticuadas. Parece que la doctora ha estado enviando un montón de dinero a paraísos fiscales en el extranjero.
—Los doctores ganan un montón de dinero.
—Sí, bueno, se trata de mucho más de lo que uno puede explicar como sobrefacturación incluso en la Columbia Británica… y todavía queda el coche y el apartamento. Yo diría que podemos dar por hecho sin temor a equivocarnos que Swanson la compró y que no le costó barata. Debe de estar cobrando una maldita fortuna por esos riñones a fin de sacar provecho de ellos.
—¿Qué vale la vida? —le preguntó Henry con calma.
Vicki se volvió y le miró a los ojos. Tras un latido, tras el lento, lánguido latido de un corazón inmortal dentro de un cuerpo que nunca volvería a ver el día, asintió.
—Buen argumento.
Por un momento, Henry pensó que serían capaces de tocarse, sin sangre, sin pasión, como amigos. El momento pasó, pero la sensación persistió.
—No olvidemos que Swanson puede reinvertir el dinero que ofrece a sus donantes.
—Otro buen argumento. —Los labios comprimidos en una delgada y pálida línea, Vicki apagó el sistema—. Ahora sabemos dónde está, vamos…
Oyeron la vida que se aproximaba al despacho a la vez. Unas suelas de cuero sonaban contra las baldosas, acercándose, cortándoles la huida.
—¿Y si tiramos el escritorio por la ventana?
Henry negó con la cabeza.
—Atraería demasiada atención. Nos verían irnos y anotarían la matrícula, así que sólo lo haríamos si quisiéramos abandonar el coche, y no queremos.
La puerta del despacho se abrió. Vicki se movió a la derecha e hizo un gesto a Henry para que se pusiera a la izquierda.
Apartando sus sensibles ojos del resplandor del fluorescente que venía del pasillo, Vicki aferró la mano que se tendió en busca del interruptor de la luz y metió al desconocido de un tirón dentro del cuarto.
Henry cerró la puerta.
El doctor Wallace creía que había muy pocas cosas que no hubiese visto. Se había alistado en la Marina a los diecisiete, había ido a Corea, vuelto a casa de una pieza a diferencia de muchos otros, asistido a la universidad gracias a su pensión militar, pasado un tiempo en África con los Médicos Voladores, e instalado por fin en un tranquilo puesto de médico de familia en Vancouver Norte. Había visto llegar a la muerte sin aviso, y la había visto acomodarse para una larga e íntima travesía final, pero nunca la había visto usar la faz que se inclinó sobre él en el despacho de la doctora Mui.
La difusa iluminación procedente del aparcamiento sólo dejaba ver unos rasgos en sombras alrededor de un par de plateados ojos. Helada plata, como metal pulido o luz de luna, y lo arrastraron a abismos mucho más oscuros de lo que la lógica aseguraba deberían haber sido.
Siempre había contado con que haría frente a la muerte con calma cuando por fin viniera a por él, pero en ese momento comprendió que, sin demasiado estímulo, haría cualquier cosa por seguir vivo.
—¿Qué sabes sobre Ronald Swanson?
No era lo que él había esperado. Demasiado mundano, demasiado humano.
—¿Me has oído?
La amenaza era inconfundible.
—Es rico, muy rico, pero está dispuesto a gastar dinero en causas que considera loables. —Mantener un desapego clínico, un tono de conferencia, le ayudó a impedir que el pánico lo dominara—. Después de que su esposa muriera de un fallo renal, comenzó a patrocinar programas de trasplante. Les paga anuncios, costea programas educativos… muchos doctores no tienen ni idea de cómo ocuparse de todo el asunto de la donación. Swanson sufragó esta institución.
—¿Eso es todo?
Imposible no decir más aunque no hubiese nada más que contar.
—En realidad no lo conozco. La doctora Mui…
—¿Qué hay de la doctora Mui?
Wallace experimentó la súbita visión de compañeros arrojados a los lobos para aligerar el trineo en una enloquecida carrera por la vida.
—Swanson la escogió expresamente para dirigir este lugar. Antes de eso era cirujana de trasplantes, de las buenas, además, pero hubo una acusación de negligencia. Resultó ser por completo infundada. Casi nadie oyó siquiera hablar de ello fuera del hospital.
—¿Lo sabía Swanson?
—No lo sé, pero sucedió más o menos cuando murió su esposa. —¿Había sido siempre tan fuerte su latido? ¿Tan rápido? No debería ser tan rápido. Una gota de sudor se le metió en un ojo escociéndole—. Tal vez por eso le ofreció a ella este trabajo.
—Una denuncia injusta la volvió contra la clase médica.
—Yo no me atrevería a decir tanto. —Estaba balbuciendo en ese momento; lo sabía, pero no podía parar—. La doctora Mui me contó, es decir, hablamos después de que viniera aquí uno de mis pacientes… por eso estoy aquí esta noche, para examinar a un paciente… que quería trabajar más con la gente y menos con la administración hospitalaria y sus matones legales. ¿Oiga?
Los ojos se habían ido, la oscuridad disipado, y estaba sentado solo en un despacho vacío, hablando consigo mismo. Había acabado. Mejor no pensar mucho ni mucho tiempo sobre lo que había sido aquello. Estaba vivo. Se limpió las palmas húmedas sobre los muslos, se levantó, y anduvo deprisa hasta el interruptor de la luz junto a la puerta.
La habitación estaba llena de sombras. Las sombras, a su vez, componían formas. Sospechó que nunca volverían a estar vacías.
—Lo has manejado muy bien.
—No seas condescendiente conmigo, Henry.
—No lo soy. —Metió la marcha atrás del BMW y retrocedió con cuidado saliendo de la plaza de aparcamiento. Lo último que quería era llamar la atención, las matrículas podían rastrearse—. No le diste nada que recordar salvo miedo. Me has impresionado.
—¿Impresionado?
—Trata de recordar que todavía eres muy joven en esta existencia. Demuestras una notable aptitud.
Vicki resopló.
—Ahora estás siendo condescendiente conmigo.
—Estaba tratando de felicitarte.
—¿Hacen eso los vampiros? ¿Felicitar a otros vampiros? ¿No va contra las reglas?
Henry hizo girar el coche por Mt. Seymour y aceleró, metiéndose casi de forma inmediata en el carril de adelantamiento y dejando atrás dos camiones en una maniobra que un mortal no habría sido capaz de efectuar.
—Sé que peleas con Michael Celluci para liberar tensiones —gruñó a través de unos dientes apretados—. Lo entiendo. Pero yo no soy él, y si empiezas una pelea conmigo, descubrirás que el resultado es lamentablemente distinto… Seguro que resulta evidente que ninguno de nosotros será capaz de impedir que un desacuerdo vaya más allá de las simples palabras.
—Yo puedo controlarme a mi misma.
—¡Vicki!
—Lo siento. —Se tensó contra el límite del cinturón de seguridad, una mano en el salpicadero, la otra abriéndose y cerrándose en su regazo, los ojos concentrados en la carretera entre los borrones gemelos de los postes de alumbrado—. Jesús, Henry, ¿no puedes ir más deprisa?
Él recordó de repente el alivio culpable que había sentido al regresar ella finalmente a Toronto tras su año aprendiendo a vivir una nueva y extraña vida. Cuando se fuese otra vez, tenía la poderosa sospecha de que no habría ninguna culpa mezclada con el alivio.
Es decir, si encontraban vivo a Michael Celluci.