ué está pasando aquí?
La pregunta se abrió paso a través de la discusión en el puesto de enfermeras, dejando una estela de silencio. Los dos agentes de policía y la enfermera de noche se volvieron hacia la voz, tres rostros muy distintos con idénticas expresiones de alivio que decían tan claramente como si hablasen en voz alta, Gracias a Dios, aquí hay alguien que sabe qué hacer.
La enfermera de noche dio un paso adelante.
—Doctora Mui, estos dos oficiales de policía quieren echar un vistazo por aquí. Al parecer alguien denunció haber visto un cuerpo siendo arrastrado dentro por la puerta de atrás a última hora de la tarde.
—¿De veras? —La doctora los barrió despacio con una apremiante mirada que fue de la enfermera a los policías—. Dado que no hubo ningún ingreso en el centro esta tarde, me temo que su informador se equivoca.
—El cuerpo no iba sobre una camilla, presuntamente colgaba sobre el hombro de un hombre grande con una camiseta roja. Dudo que sea la forma en que suelen llegar sus pacientes, doctora…
—Mui. —Sus cejas de ébano se alzaron formando un arco de fino trazo—. ¿Y usted es?
—Agente Potter, señora. —Señaló con la cabeza hacia su compañero—. Él es el agente Kessin. ¿Suele entrar a esta hora, doctora? Apenas son las cinco; un poco pronto para comenzar su jornada.
—Estoy a menudo a horas intempestivas. —No es nada de su incumbencia, añadió su tono—. Puede preguntar a la enfermera Damone si no me cree. Da la casualidad de que tengo un paciente que acaba de pasar al estado cuatro… habrá muerto en esta semana a no ser que aparezca un donante. Vine para examinarlo. Supongo que los dos se han hecho el carné de donantes de órganos, ¿no?
Aguardó de forma tan inequívoca una respuesta, que habría sido imposible no dársela.
Tras un desafinado dúo de «Sí, señora», la doctora Mui asintió.
—Bien. Cuando estén muertos, sus órganos por lo demás sanos ciertamente no les serán de ninguna utilidad. Cientos de personas mueren cada año por la sola razón de la falta de esas firmas. Volvamos, como usted dice, a ese presunto cuerpo. Si pretenden registrar el edificio, supongo que tienen una orden judicial.
La agente Potter pestañeó, un poco desconcertada por el sermón y el súbito cambio de tema.
—¿Una orden, doctora?
—Una orden, agente.
Luchando contra la sensación de haber vuelto a la Escuela Católica (apenas si ayudaba el que ninguna de las monjas hubiese sido asiática), Potter se aclaró la garganta y bajó la mirada hacia su libreta en busca de apoyo.
—Esperábamos poder echar un vistazo sin tener que conseguir una orden.
—Lo esperaban. Entiendo.
—Podemos conseguir una si la necesitamos. —El agente Kessin deseó haber mantenido la boca cerrada cuando la ecuánime mirada de la doctora se posó sobre él. No pudo evitar sospechar de pronto que estaba midiéndole y encontrándole deficiente. No cogeremos ninguno de sus órganos. Es idiota.
—Por supuesto que pueden. —Su tono daba a entender justo lo contrario, pero antes de que ninguno de los dos agentes pudiera sentirse ofendido, continuó—: Por suerte, dado que he llegado, no será necesario. —Cuando pareció que la agente Potter iba a hablar, añadió con cierta irritación—. Tenemos a una docena de personas muy enfermas en este edificio, oficiales. Estoy seguro de que no pretenderán que la enfermera Damone les permita deambular solos ni que deje su puesto y les acompañe. Puesto que estoy aquí, ya no hay ese problema. ¿Qué desean ver primero?
—Justo pasada la puerta de atrás, el pasillo gira a la izquierda. Encontrarán una puerta con el letrero de cuarto de electricidad. Detrás de ella hay un corto corredor. Al final del mismo hay una habitación…
—Creo que podemos empezar por la puerta trasera, doctora.
—Bien. Enfermera…
En el pecho de ambos agentes brotó la esperanza de que la enfermera Damone iría con ellos mientras la doctora atendía su puesto.
—… no tardaré mucho.
La esperanza estalló en pedazos.
—¿No hay ninguna alarma en esta puerta?
—Como mencioné antes, agente Potter, tenemos una docena de personas muy enfermas en este edificio. En caso de que alguien necesitara salir del mismo, una innecesaria alarma podría provocar fácilmente la suficiente agitación para matar a uno o dos de ellos.
—¿Tan enfermos están?
—Vienen aquí cuando las únicas opciones que les quedan son la muerte o el trasplante… si, tan enfermos están.
El agente Kessin frunció el ceño al ver la puerta de acero macizo.
—¿Y en caso de que alguien accediera al edificio desde el exterior?
—Esta puerta no se abre desde el exterior.
—Siempre hay quien sabe abrir una puerta, doctora.
La doctora Mui sonrió apretando los labios.
—¿Y de qué serviría una alarma contra esa clase de gente?
—¿Tiene siempre cerrada con llave la puerta que da al cuarto de electricidad?
—Dos cosas, agente. —La doctora Mui sacó sus llaves y metió una en el cerrojo—. En primer lugar, esta no es la puerta del cuarto de electricidad. Da a un pequeño vestíbulo. En segundo, no, no siempre la cerramos con llave.
—¿Entonces por qué está cerrada ahora?
—No lo sé.
—El cuarto que están buscando se parece a cualquier otro de un hospital salvo que las paredes son de ladrillos de cenizas pintados y hay una ventana alta inaccesible. Habrá un hombre sobre la cama…
La agente Potter se detuvo justo en el umbral y tuvo que ser echada a un lado amablemente por su compañero. Por alguna extraña razón, se sentía como si estuviese trepando fuera de un profundo y oscuro pozo. Debía de ser cosa de las luces… el cuarto era todo superficies de un cegador brillo sin nada que suavizase su intensidad.
Pestañeando y quejándose del súbito resplandor, el hombre grande sobre la cama se incorporó y se frotó los ojos.
—Un cuarto oculto, un hombre que obviamente no es un paciente; ¿tiene alguna explicación para esto, doctora Mui?
—Este cuarto se suponía en un principio que iba a ser la lavandería, pero vimos que era mucho más rentable enviar la colada fuera. Dado que la instalación sanitaria ya estaba montada, costó poco convertirla en un alojamiento temporal. En cuanto al hombre en la cama —su tono cambió de la aburrida disertación al claro disgusto—, se llama Richard Sullivan, es uno de nuestros enfermeros, y se supone que no tendría que estar aquí… lo cual explica por qué estaba cerrada la puerta.
—Enfermero —repitió Kessin—. Eso explica el uniforme. —Retrocedió medio paso cuando la doctora le lanzó otra mirada muy poco halagadora.
Sullivan, puesto en pie, se quedó mirando al colchón y masculló una inaudible protesta.
—Dilo otra vez, Richard. Más alto.
—La cama es incómoda.
—¿Es usted el que nos dijo la enfermera que estaba dormido en el cuarto de enfermeras? —quiso saber Potter, preguntándose por qué se sentía como si ella hubiera cambiado de canal en mitad de un programa.
—Evidentemente no. Es el enfermero que se suponía estaba dormido en el cuarto de enfermeras. —La doctora Mui señaló hacia la puerta con una brusca sacudida de la cabeza—. Ve a mi despacho, Richard. Hablaré contigo más tarde.
—Sólo un momento, señor Sullivan. —Cuando se volvió hacia ella, la agente Potter observó que tenía las pestañas más largas que le había visto nunca a un hombre… largas y pobladas y bordeando unos ojos castaño oscuro tan mansos que mitigaban cualquier amenaza que su tamaño pudiera insinuar. Las mejillas le ardieron cuando se dio cuenta de que estaba esperando pacientemente a que ella hablase.
—… pregúntenle cómo llegó a ese cuarto.
Sólo que ya lo sabían.
—¿Tiene, esto, una camiseta roja?
Él asintió.
—¿La llevaba puesta para trabajar hoy?
Volvió a asentir.
—Nunca llevo mi uniforme para trabajar, se moja de sudor. Traigo un uniforme limpio en una bolsa.
—Una bolsa.
Unas manos enormes dibujaron un rectángulo en el aire.
—Como una bolsa de ropa.
—Una bolsa de ropa. —Potter miró a su compañero y vio que estaba sacando la misma conclusión. Desde la carretera era muy posible que un hombre con camiseta roja arrastrando una bolsa de ropa pudiera parecer que arrastrase un cuerpo. En especial cuando no había ningún cuerpo.
—Una vez hayan dado con el cuarto, y con el hombre, y averiguado qué está haciendo allí, tengo plena confianza en su habilidad para hacerse cargo de la situación.
Ella frunció el ceño. ¿Qué situación?
—Espero que no hayamos metido en problemas a ese tipo. —El agente Kessin dio la vuelta por Mt. Seymour Road dirigiéndose hacia Vancouver Norte—. No me gustaría volver a cruzarme con esa doctora. Tía, odio ese tono de «Soy lo siguiente mejor después de Dios Todopoderoso» que usan la mayoría de los doctores. Te hacen esperar cuarenta y cinco minutos en sus salas de espera como si no tuvieses vida propia, pero sólo tienes que oírlos aullar si les hacemos una visita de más de tres segundos. —Rascándose el bigote, echó una mirada al asiento del pasajero—. ¿Qué mosca te ha picado?
La agente Potter, que había permanecido en silencio desde que transmitieran por radio la falsa alarma, se encogió de hombros.
—Estaba pensando nada más; en realidad no hemos visto esa bolsa de ropa.
—… y te sigue hasta donde nos deshacemos de ellos un agente de policía de una ciudad a medio país de distancia. Esta noche, se dejan caer dos visitantes, abandonan a su amigo capturado donde lo encuentran, y mandan a la policía local para que eche una ojeada con el simple pretexto de haberte visto supuestamente arrastrando un cuerpo aquí dentro esta tarde mientras pasaban. —La doctora Mui unió las puntas de sus dedos y miró por encima de ellas a Sullivan—. Bien, ¿qué te dice esto?
Él suspiró. Ella nunca le hacía preguntas cuya respuesta no supiera ya.
—¿Que la hemos pifiado?
—No. Que los amigos del detective Celluci no quieren verse envueltos con la policía.
—No son muy buenos amigos, dejándolo atado a una cama.
—Contaban con que la policía lo encontrara, y entonces la habríamos, como tan ordinariamente lo has dicho, pifiado.
—Me dijo que me echara sobre la cama…
—Para ocultar el hecho evidente de que alguien había estado tendido sobre ella. Y te dije que lo pusieras en la trasera de tu vehículo —añadió mordazmente— porque no teníamos tiempo para ponerlo en otra parte.
Él lo sabía.
—Entonces, ¿ahora qué? ¿Vuelvo a traerlo?
—No. Sus amigos, quienesquiera o lo que quiera que sean —frunció el ceño, pues detestaba la ambigüedad—, lo encontraron aquí una vez, y si vuelven a hacerlo, no lo dejarán. Tendrás que llevarlo a una de las casitas de invitados. —Metiendo la mano en su cajón, sacó una sola llave con un portallaves de cuero y se la lanzó atravesando el despacho—. Usa la más alejada de la casa.
Sullivan atrapó hábilmente la llave y se la metió en el bolsillo.
—Al señor Swanson no le gustará.
—Me encargaré del señor Swanson.
Los dulces ojos castaños siguieron pareciendo igual de mansos cuando sugirió:
—Podría matarlo.
—¿Al detective? No seas ridículo, Richard. Tiene dos riñones bien grandes, perfectamente sanos… un candidato ideal para uno de los compradores del señor Swanson para el que no creí factible encontrar ninguno dado su tamaño y el hecho de que nuestra fuente habitual tiende hacia los desnutridos. Vivo, puede hacer algún bien.
—¿Debería quedarme con él?
—Sí, más vale. Asegúrate de aparcar tu coche donde no pueda ser visto desde la casa. Me pasaré por allí y se lo explicaré al señor Swanson en un par de horas, tan pronto como haya acabado aquí.
Haciendo fuerza hacia arriba a través de capa tras capa de pegajosa guata, luchando por mantenerla apartada de su cara, obligándose a sí mismo a seguir moviéndose hacia la distante luz, Celluci logró abrir sus ojos justo lo suficiente para atisbar brevemente unos árboles y paredes de cedro antes de que volviera a caer la oscuridad. Vagamente consciente del traslado, recordó que había sido capturado, supo que debía luchar pero parecía no poder hacer obedecer a su cuerpo.
Un colchón se hundió debajo de él, despidiendo un débil olor a madreselva cuando volvió a caer contra una pila de almohadas.
Obviamente, ya no estaba en el hospital.
Cuando unas callosas manos lo amarraron a la cama, pasó revista a sus opciones y comprendió que no tenía ninguna. Rindiéndose de mala gana ante los sedantes, casi sintió lástima por la gente que lo había trasladado.
Tío, Vicki va a cabrearse.
—Doctora Mui, qué sorpresa. —Con expresión cortés pero no precisamente acogedora, Ronald Swanson retrocedió apartándose de la puerta para dejar que la doctora entrara a su vestíbulo principal.
—Me doy cuenta de que ciertamente es una visita inesperada —reconoció la doctora Mui, llegándose junto a él—, pero lo que tengo que contarle necesitaba ser dicho en persona. Dado que sus vecinos están enterados de su relación con el Proyecto Esperanza, deberían dar por sentado lo evidente.
—Es muy probable, aunque mis vecinos están lo bastante alejados y dudo que adviertan siquiera su llegada. —Atraída su atención por el descapotable blanco que relucía a la primera luz de la mañana, añadió—. ¿Coche nuevo? —mientras cerraba la puerta.
—Lo compré la semana pasada.
—¿Puede permitirse un coche tan caro en este momento, doctora? Creía que el apartamento que compró hace poco había requerido todos sus haberes disponibles.
—Usted me aseguró que un apartamento en Yaletown era una inversión segura, señor Swanson —lo siguió a la cocina—. Y en cuanto al coche, le he oído decir que uno consigue lo que paga. La ingeniería alemana está construida para durar. Además, me paga muy bien.
—Y consigo aquello por lo que pago. —Sonrió un poco nervioso y señaló hacia la mesa con una mano—. Estaba acabando de desayunar. ¿Le importaría unírseme? —No había tenido una visita informal desde antes de que Rebeca muriese, y no podía recordarla entreteniéndose en la cocina. Sin embargo, abandonar su desayuno en ese momento significaba desperdiciar un bollo buenísimo, y eso no tenía ningún sentido.
—Gracias, no.
—¿Le importa si continúo?
—En absoluto. —Cogió a silla que le ofrecía y esperó a que él rodeara la mesa y se sentara de cara a ella—. Tenemos otro candidato.
Los ojos de él se entornaron, y volvió a dejar con cuidado el bollo en su plato.
—¿Ya? Eso son dos en poco más de una semana. Tres en dos meses. ¿No cree que es probable que comencemos a llamar la atención? Cuanto más regularmente sucede algo más probable es que haya gente que se dé cuenta.
—Cierto. Sin embargo, dado el tamaño del órgano, este candidato en particular era demasiado bueno para dejarlo pasar. El donante mide sobre el metro noventa y cinco, y pesa unos ciento veinte kilos. No llega a los cuarenta y está en perfecto estado de salud para nuestros fines. —Lo cual era en realidad todo lo que su cliente quería o necesitaba saber. La doctora Mui esperó pacientemente a que Swanson cayera en la cuenta.
Cuando lo hizo, se sentó de brazos cruzados mirándola fijamente.
—Usted dijo que nunca encontraríamos un donante tan grande.
—Estaba equivocada.
—Sin embargo… —negó con la cabeza—. Tres en dos meses. Me preocupa la frecuencia. Si nos cogen, no haremos ningún bien a nadie. —Su boca se retorció—. En especial a nosotros mismos.
La doctora Mui se inclinó hacia delante, tocándose las puntas de los dedos.
—Este donante vino a nosotros en unas circunstancias bastante inusuales. No obstante —corrigió cuando él alzó una mano en señal de protesta—, me limitaré a señalar que si no aprovechamos esta oportunidad ahora, no volveremos a tener otra. Me he tomado la libertad de cambiar ciertas partes del procedimiento habitual de forma que no atraigamos la atención que tanto le preocupa.
—Sería una lástima perder la venta…
Ella aguardó mientras él lo meditaba, sabedora de su reputación de no perder nunca una venta.
—Muy bien —dijo al fin—. ¿Qué ha hecho?
Esa podía ser la parte difícil.
—Hice que el señor Sullivan fuese con él a una de sus casas de huéspedes. No sabe dónde se encuentra, ni está en la clínica llamando la atención.
La taza de Swanson golpeó la mesa con fuerza suficiente para derramar té sobre el borde.
—¿Y le preocupaba que los vecinos la vieran?
—Llegó justo después del amanecer, dudo que nadie lo viera. Y si lo hicieron… usted tiene invitados a menudo. —Tan pronto como era posible tras el trasplante, los compradores abandonaban su cautelosa reclusión en la clínica y se recuperaban bajo estrecha supervisión en una de las casitas de invitados de Ronald Swanson… igualmente recluidos y con muchas menos posibilidades de ser descubiertos de forma accidental. Quién, después de todo, se extrañaría de que un hombre rico tuviese amigos ricos—. Solamente he de remarcar que esta puede ser nuestra única oportunidad de contar con un candidato así.
—Pero aquí…
—Puedo llevar a cabo todos los preliminares aquí. No tendrá que ser trasladado hasta el último momento posible. —Observó abiertamente a Swanson mientras se levantaba e iba hasta una ventana que daba a la finca, la más próxima de las dos casas de huéspedes claramente visible a través de los árboles—. Por supuesto, es decisión suya.
—Y si le digo que se deshaga de él, supongo que me costará tanto como si le digo que siga adelante.
No parecía esperar una respuesta, así que ella aguardó en silencio.
—Bien —suspiró él por fin, haciendo una pausa para beber un sorbo de té tibio—. Como ya he dicho, es un desperdicio de dinero si contratas a un especialista y luego no le escuchas. Usted es la doctora, y si cree que esta es nuestra mejor oportunidad en este caso…
—Lo creo.
—Entonces adelante. Llamaré a nuestro comprador. —De pronto, le apuntó con un dedo—. ¿Está segura de que está sano?
—Estoy segura.
—Bien. Porque después de aquel último fiasco, un cliente satisfecho sólo puede hacer bien al negocio.
—… chubascos a media mañana que se espera remitan al mediodía y la mayor parte del área de Vancouver disfrutará de una magnífica tarde con temperaturas llegando hasta un máximo de veintisiete grados. El Departamento de Parques y Ocio informa…
Tony apretó el botón de silencio y frunció el ceño. La televisión se había convertido en una fuente de noticias inmediata… las cámaras llegaban a veces al escenario del crimen antes que la policía. Aunque estuviesen manteniendo todo el asunto del mercado negro de riñones en secreto durante su investigación, debería haber habido algo sobre un agente de policía de Toronto vapuleado y atado a una cama en una clínica de Vancouver Norte.
Henry había dicho que la policía iba a ir a la clínica, así que la policía había ido. Eso era inevitable.
—De acuerdo, así que el resto del país odia Toronto… de todas formas no lo habrán dejado allí sin más, ¿no?
Volvió a poner el sonido para enterarse de los resultados del béisbol, programó el vídeo para grabar las noticias del mediodía y de las seis, y apagó la televisión, incapaz de librarse de la sensación de que algo había ido terriblemente mal.
—Estás exagerando —se dijo a sí mismo mientras metía una camisa limpia en su mochila—. Así que no ha salido en las noticias de la mañana; ¿y qué? Probablemente es demasiado pronto. —Cogió sus patines, luego suspiró y volvió a dejarlos. Garabateó Estoy en casa de Gerry y el número de teléfono en un papel, lo pegó al refrigerador con un imán de Gandydancer.
Henry había creído que todo habría terminado con la puesta de sol, que no habría espíritus intranquilos esperando al pie de su cama. Tony no tenía intención de estar presente cuando Doug y su amigo manco llegaran para demostrarle que se equivocaba.
—¿Está despierto?
—Sí. Ha meado y ha bebido un vaso de agua. ¿Vamos a darle de comer?
—Por supuesto que sí. Ve y mira si hay algo de comida en la cocina pequeña.
—No voy a cocinar para él —refunfuñó Sullivan.
La doctora Mui se detuvo de camino al dormitorio y se giró a medias, golpeando la bolsa negra que llevaba contra sus piernas.
—¿Cómo dices?
El hombre grande arrastró los pies en el sitio por un momento, manteniendo desafiante su mirada, luego sus ojos cayeron, murmuró algo inaudible, y se dirigió hacia el frigorífico.
—Haz bastante para ti también, te quedarás aquí mientras esté él.
Se reclinó sobre la encimera, con aspecto preocupado.
—¿Qué hay de la clínica?
—Harry y Tom pueden arreglárselas sin ti por unos días. —Esperó de forma inequívoca a que él siguiera haciendo lo que le había ordenado, luego entró en el dormitorio—. Sé que estás despierto, detective. Abre los ojos.
Celluci había oído aquella voz antes, en la clínica. Era la mujer con la que había estado hablando el enfermero en el pasillo, la mujer que le había sedado. Aunque no se lo había mencionado a Vicki (ya había sido bastante difícil convencerla de que lo dejara tal cual), había pensado que la falta de emoción en la tranquila voz, la fría y clínica discusión sobre su destino, la hacían sonar de la forma que él siempre había dado por sentado que deberían hacerlo los vampiros… como si la gente fuese ganado. Sonaba como un miembro de los no muertos chupasangre mucho más de lo que Vicki lo había hecho nunca.
Salvo que el sol estaba alto y aquella mujer seguía en pie y tenía que reconocerlo, ciertamente no parecía tan peligrosa como sonaba. Contemplándola cruzar el cuarto hasta la cama, de pronto recordó una línea de diálogo de la primera película de la familia Addams: «Soy un maniaco homicida, tenemos el mismo aspecto que los demás». Considerándolo bien, no era demasiado tranquilizador.
—Bien. —Le satisfizo escuchar que sonaba mucho menos tembloroso de lo que se sentía—. ¿Qué está planeando?
—Bien. —La doctora Mui remedó su tono, burlándose—. ¿Cuánto sabes? —Al tratar de determinar si Richard se había asustado de forma innecesaria al traer al detective, había intentado que este le sacara la respuesta a su cautivo a golpes… sin resultado. Al final, ella había sacado en conclusión que era mejor estar segura que lamentarlo. Después de todo, había estado siguiendo el vehículo de Richard, así que tenía que saber algo.
—Obviamente, lo que yo sepa o no, no importa ya, o usted no estaría aquí dentro.
—Muy listo, detective. —Puesto que las casas de huéspedes se usaban para compradores convalecientes, volantes fruncidos, edredones y almohadas cubrían una cama de hospital. Sullivan había montado las acostumbradas correas—. Hice que un laboratorio analizase una muestra de sangre la noche anterior, y aunque tu nivel de colesterol es ligeramente elevado, eres un hombre muy sano.
—En otras circunstancias, eso sería una buena noticia. —Retorciendo el cuello en un ángulo doloroso, consiguió tenerla a la vista mientras sacaba el instrumental de su maleta. Las bolsas de plástico transparente con el tubo conectado parecían muy familiares. Cuando las dejó sobre el borde de la mesa, un extremo se soltó. Bolsas de sangre—. Jesús…
La doctora Mui bajó la vista hacia él y movió la cabeza.
—No tienes por qué mirarme como si fuese alguna especie de vampiro, detective. Tu sangre servirá de mucho.
¿De mucho? De repente, se hizo evidente que ocultar sin más cuánto sabía no le proporcionaría ninguna ventaja en absoluto.
—¿Transfusiones pretrasplante para ayudar al cuerpo a aceptar el riñón nuevo?
—Eso es. —Pero no dijo nada más motu propio, limitándose a continuar con los preparativos.
Celluci había dado sangre antes, en numerosas ocasiones, pero esta vez no podía apartar los ojos de la aguja. Parecía medir quince centímetros de largo y ser tan gruesa como una pajita para beber. Dio un respingo cuando ella le frotó la parte interna del codo con un algodón con alcohol y trató de apartar el brazo de un tirón lejos del alcance del tubo de plástico.
—No tiene por qué doler —le dijo ella, disponiéndose a clavar la aguja—, pero puede. Si te mueves, tal vez hagan falta dos o tres intentos para encontrar la vena.
—¿Dos o tres? —Contempló la punta bajando—. Puesto así, creo que me quedaré quieto.
—Muy acertado.
Su sangre subió por el interior del tubo y desapareció sobre el borde de la cama. Oh, vaya, ahora sí que va a estar cabreada Vicki. Era un pensamiento reconfortante. Dejó que su cabeza volviera a caer sobre la almohada.
—¿Cómo he de llamarla?
—Si has de llamarme algo, «doctora» servirá.
—Supongo que no va a contarme su vida y milagros acerca de sus motivos, sus métodos y las razones por las que no cree que vaya a ser atrapada.
—Supones bien.
Viéndola trabajar, había pensado que era una suposición bastante acertada. No parecía haber mucho más que decir, así que siguió quieto. La experiencia le decía a Celluci que poca gente podía soportar el silencio. Tras un breve espacio de tiempo, comenzaban a hablar sólo para llenarlo de ruido. Había conseguido varias confesiones de esa forma.
No consiguió ninguna esta vez. Por fin, incapaz de resistir por más tiempo, dijo:
—Habría salido impune si no hubieran hallado aquel cuerpo en el muelle.
—El cuerpo hallado en el puerto no ha sido identificado. La policía no encontrará ninguna evidencia de su operación en ninguno de los hospitales locales, así que supondrán que vino de fuera de la ciudad. —Moviéndose con una rapidez que indicaba que lo había hecho muchas veces con anterioridad, cambió con destreza una bolsa llena por una vacía—. La amputación de sus manos, añadida a la reciente matanza relacionada con las bandas, llevará la búsqueda todavía más lejos de la verdad. Cuando el incidente se complique más y más, y nadie dé un paso para abogar por los difuntos, los recortes presupuestarios deberían acabar con la investigación por completo.
—La investigación policial —observó Celluci con toda la intención.
—Tu investigación ha terminado —le recordó la doctora Mui—. Tus amigos no desean verse envueltos con la policía, y los agentes que enviaron a encontrarte —separó sus manos— no lo hicieron. Tus amigos no te encontrarán aquí.
No tienes ni idea de lo ingeniosos que pueden ser mis amigos. Pero no lo dijo en voz alta pues no tenía el menor deseo de poner a la buena doctora sobre aviso. Parecía ser de las que colgarían ajo sobre la puerta, por si acaso.
—Además —una gota de sangre brilló en el extremo de la aguja mientras la retiraba de su brazo—, no estarás aquí mucho tiempo. —Una torunda de algodón y un apósito más tarde, se dirigió hacia la puerta.
—¿Doctora?
La expresión de ella al volverse indicaba a las claras que no le gustaba que le hicieran preguntas.
Celluci sonrió, imaginando que un poco de encanto no vendría mal.
—Sólo me preguntaba… ¿Volveré a tocar el piano?
Los labios de la doctora Mui se comprimieron en una delgada línea.
—No —dijo, y se fue.
Unos instantes después, mientras estaba probando las correas una vez más, la puerta se abrió. Unos músculos tensos se relajaron ligeramente cuando vio que no era nada más peligroso que el hombre grande llevando un tazón.
—La doctora dice que tengo que darte de comer.
—¿Y tú eres?
—Sullivan. Eso es todo lo que tienes que saber.
No le costó mucho a Celluci comprender por qué sonreía Sullivan. La harina de avena instantánea había sido calentada en el microondas lo bastante para quemarle el interior de la boca, y la enorme mano que mantuvo cerrada su mandíbula le impidió tomar nada de aire fresco hasta que tragó. Cuando tosió zumo de naranja por la nariz, los mansos ojos relucieron. Vicki los había llamado ojos de vaca, pero a él le parecían más bien ojos de cachorro. Por desgracia, el cachorro parecía estar rabioso.
El trapo que restregó su rostro con fuerza bastante para levantar la piel, le metió jabón por la boca.
—Jesús, ¿dónde aprendiste a cuidar enfermos?
—Penitenciaría de Kingston.
—¿Trabajaste en la enfermería del penal de Kingston?
Sullivan asintió.
—¿Por qué? —Celluci escupió jabón—. ¿Porque tienes una profunda y permanente necesidad de prodigar cuidados?
La sonrisa, constante a lo largo de todo el tormento, se ensanchó.
—Porque me gusta hacer daño a la gente, y los enfermos no pueden hacer mucho para detenerme.
Algo difícil de discutir, admitió Celluci, gruñendo de dolor cuando Sullivan se puso de pie ayudado por un puño que le clavó los nudillos sobre el cuádriceps.
Durmió la mayor parte de la mañana, despertando una vez para que le vertiera una botella de agua por la garganta.
—Necesitas reponer tus fluidos —le dijo Sullivan mientras se ahogaba.
El almuerzo fue una repetición del desayuno en lo que se refería a la diversión de Sullivan, sólo que se trató de sopa y un encadenado recorrido al baño. Celluci sabía que el intento de escapar estaba condenado antes de empezar, pero tenía que probar.
—Hazlo otra vez —gruñó Sullivan mientras golpeaba la cabeza del detective contra la pared—, y te rompo las piernas.
Seguía buscando una respuesta ingeniosa cuando su cabeza volvió a chocar contra el papel de la pared.
—Los jueves por la tarde, Ronald Swanson siempre visita la institución que creó en recuerdo de su esposa muerta. —Seguida por los cámaras, Patricia Chou dio varios rápidos pasos a través del aparcamiento y puso su micrófono en la cara del hombre que salía del Chevrolet último modelo—. Señor Swanson, unas palabras, por favor.
Este bajó la vista al micrófono y luego la alzó a la cámara, y por fin hacia Patricia Chou.
—¿Unas palabras sobre qué? —preguntó.
—El trabajo que se está haciendo aquí. La imperiosa necesidad de que la gente se haga el carné de donante de órganos de forma que lugares como este no tengan que existir. —Sonrió, con notable parecido a un tiburón—. O tal vez querría emplear el tiempo explicando la donación remunerada… un oxímoron de lo más retorcido. ¿Cree de verdad que camuflar el pago cambia la realidad subyacente de que los órganos serían suministrados a cambio de una remuneración?
—No tengo nada que decirle.
—¿Nada? Todo el mundo tiene algo que decir, señor Swanson.
La irritación empezó a reemplazar a la confusión.
—Si quiere hablar conmigo de nuevo, pida cita a mi secretaria. —Se abrió paso empujándola, los hombros encorvados, caminando a grandes pasos hacia el edificio.
El cámara saltó hacia atrás quitándose de en medio con entrenada soltura, sin desenfocar el objetivo en ningún momento.
—¿Lo seguimos? —preguntó.
—No es necesario. —Apagó su micrófono e hizo una seña para que dejase de grabar—. He logrado lo que vine a hacer aquí.
—¿El qué?
—Agitar la jaula del señor Swanson. Mantenerlo desequilibrado. La gente nerviosa comete errores.
—¿No te gusta en realidad, eh?
—No es cuestión de gustar o no gustar, se trata de conseguir una historia. Y créeme, hay una debajo de toda esa filantrópica mierda de hombre de negocios honrado.
—Puede que sea Batman.
—Limítate a entrar en el coche, Brent, o vamos a perdernos la vista sobre el presupuesto de la biblioteca. —La vista sobre el presupuesto de la biblioteca, repitió para sí misma mientras quemaba goma saliendo del aparcamiento. Ooh, eso es periodismo de vanguardia, si señor. Deseaba tanto a Swanson que podía saborearlo. Me pregunto qué le pasó a aquel detective…
—Acabo de toparme con Patricia Chou en el aparcamiento. —Con un tono que indicaba que habría preferido atropellada en el aparcamiento, Swanson cerró la puerta del despacho de la doctora Mui—. Hay que hacer algo con esa joven.
—Olvídela. —La doctora Mui se levantó y alisó las arrugas de su inmaculada bata blanca de laboratorio—. Sólo está intentando provocarle para fabricar una noticia.
—¿Por qué a mí? Esta ciudad está plagada de gente de la televisión y productoras de películas. ¿Por qué no va a molestar a un actor? —Se pasó el dorso de la mano sobre la húmeda bóveda de su cabeza—. ¿No creerá que sabe algo, no?
La doctora lo estudió de forma desapasionada. La conversación con la reportera lo había alterado claramente.
—¿Saber qué? —preguntó ella como si no hubiese, de hecho, nada que saber.
—Si está vigilando mi casa y la vio a usted esta mañana…
—Supondría, como cualquier otro, que mi visita tenía que ver con la clínica.
—Pero…
—Lo está volviendo paranoico.
Swanson se serenó visiblemente.
—Le ruego me disculpe, doctora Mui. Algo en esa mujer hace que me desquicie de forma invariable.
—Al parecer, causa ese efecto a la mayoría de la gente —admitió la doctora—. ¿Tenemos un comprador?
—Lo tenemos. Estará aquí mañana por la tarde.
—Bien. Prepararé las transfusiones tan pronto como llegue, y si todo va bien, llevaremos a cabo la operación al día siguiente. —Le rozó al pasar y abrió la puerta—. ¿De acuerdo?
—Antes de que sigamos adelante, ¿ha habido algún cambio que debiera saber desde la semana pasada? —preguntó él mientras la seguía al pasillo.
—Mathew Singh murió esta mañana.
—Mathew Singh —repitió Swanson. La mezcla de pena e ira en su voz contrastó marcadamente con el desapego clínico de la de la doctora—. Sólo tenía treinta y siete años.
—Había estado en diálisis durante algún tiempo. Pasó al estado cuatro hace dos días.
—Es criminal. Absolutamente criminal. —Como siempre hacía, la ira empezó a doblegar a la pena—. Estamos hablando de una operación sencilla con unos parámetros muy amplios para un candidato, y la gente sigue muriendo. ¿Qué pasa con nuestros legisladores que no entienden que el consentimiento supuesto producida la muerte cerebral es la única opción moralmente válida? Quiero decir, mire a Francia… cuentan con el consentimiento supuesto desde 1976 y su sociedad no se ha desmoronado. Bueno, salvo por lo del culto a Jerry Lewis, y difícilmente se puede culpar de ello a los trasplantes.
Mientras Swanson continuaba con su acostumbrada diatriba, la doctora Mui elaboró un horario para las siguientes cuarenta y ocho horas. La atención a los detalles la había llevado muy lejos sin ser descubierta, y aunque las probabilidades de que su involuntario donante causara algún problema eran escasas, era un detalle que debía ser considerado con cuidado. Los trasplantes de donantes vivos tenían un noventa y siete por ciento de éxito en un primer momento contra el noventa y dos por ciento de los procedentes de cadáveres, y, dado que los más ricos no sólo podían permitirse las mejores drogas inmunosupresoras sino que tendían a la paranoia en cuanto a la posibilidad de infecciones postoperatorias, todos sus compradores la habían, hasta ese momento, reducido al mínimo. Tal vez en aquel caso concreto debía renunciar a ese cinco por ciento…
Celluci se despertó bruscamente de un sueño en el que aparecía una gran cantidad de sangre y poco más que pudiera recordar. Permaneció en silencio por un momento, escuchando el martilleo de su corazón, sintiendo el sudor acumulándose bajo las correas, un poco sorprendido de haber sido capaz de dormir. A juzgar por el cambio en la sombra de la pared de enfrente, supuso que tenían que ser cerca de las cuatro, tal vez las cinco de la tarde. El sol se ponía a las 7:48. A las nueve como muy tarde, Vicki vendría al rescate.
Haría pedazos la clínica y todo lo que pillara en su camino, aparte de buscarlo. Casi es una lástima que Sullivan no esté allí, pensó, distrayéndose por uno o dos instantes al imaginarse a Vicki y Sullivan cara a cara.
Si salía de vacío de la clínica, Vicki iría en busca de Swanson. Si este se hallaba implicado, el calvario llegaría antes de medianoche, y llegado ese punto, se preocuparía de mandar a la policía una vez su culo estuviese sano y salvo. Pero si Swanson no estaba implicado (y seguía sin haber ningún indicio seguro de que lo estuviese) Vicki no contaría con ninguna forma rápida de dar con él.
Y sólo tendría hasta el alba.
Experimentó la desagradable sensación de que el alba sería la hora límite en más de un aspecto. El apósito sobre el pinchazo en el hueco del codo le picaba, sugiriéndole que no esperase a ser rescatado. Si estaban sacándole la sangre, ¿qué más le sacarían? La operación quirúrgica no podía estar muy lejos. Y después de la operación…
—Oh, Jesús, es justo lo que necesitaba: una eternidad rondando al puto Henry Fitzroy.