ómo te sientes?
El joven trató de encogerse de hombros pero no disponía de la energía para alzarlos realmente.
—Estoy bien —musitó, observando a la doctora con cautela. La incisión palpitaba, y estaba demasiado cansado para mear sin que el enorme enfermero le sujetara la polla, pero no iba a decirle eso a la doctora. Algunas personas decían que le faltaba autoridad. Y qué.
Tenía su dinero; todo lo que quería en aquel momento era una oportunidad de gastarlo.
—¿Cuándo puedo largarme?
—¿Largarte?
—Irme —gruñó.
—Eso es lo que he venido a decirte. —Con rostro inexpresivo, ella se alejó un paso de la cama—. Te irás esta tarde.
—¿Cuándo?
—Pronto.
Cuando ella se hubo ido, balanceó las piernas sacándolas de debajo de las mantas y las bajó con cuidado hasta el suelo. Irguiéndose despacio, soltó la baranda y avanzó un paso. El cuarto dio vueltas. Habría caído de no ser por una fornida mano que envolvió su brazo y sin esfuerzo lo mantuvo derecho.
—Andas sin hacer un maldito ruido, tío —dijo, volviéndose para encarar al enfermero—. Por poco me das un susto de m…
La última palabra se esfumó en el repentino dolor cuando los dedos se tensaron.
—¡Oye, tío! ¡Me haces daño!
—Lo sé. —Algo brilló en los abismos de unos ojos marrón claro, algo de ordinario enterrado bajo una expresión de incuestionable docilidad.
La puesta de sol pinceló de oro fundido las olas de English Bay, doró a un par de corredores en el Sunset Beach Park, trazó corrientes de reluciente ámbar entre las orillas del False Creek, relució a través del cristal tintado en el decimocuarto piso del bloque de apartamentos Pacific Place, adentrándose en los ojos de un joven que suspiraba mientras contemplaba el ocaso. Situada al abrigo entre las montañas y el Estrecho de Georgia, Vancouver, en la Columbia Británica, gozaba de algunas de las más hermosas puestas de sol del mundo… pero eso no tenía nada que ver con el suspiro del joven.
Alzando una mano para dar sombra a su rostro, Tony Foster miró fijamente por la ventana y contó atrás los minutos. A las 7:22 de la tarde, la alarma de su reloj comenzó a sonar. Los ojos azul pálido todavía siguiendo el horizonte, la paró y ladeó atrás la cabeza hacia el interior del apartamento, tratando de oír los sonidos que le dirían que la noche había de veras comenzado.
Yaciendo en una oscuridad tan completa que sólo podía ser intencionada, Henry Fitzroy se sacudió las ligaduras del sol. El suave sonido de la sábana de algodón moviéndose contra el subir y bajar de su pecho le dijo que había sobrevivido sin percances otro día. Mientras escuchaba, el rítmico susurro se perdió en el latido que aguardaba en el cuarto del otro lado de su atrancada puerta y luego en la miríada de ruidos de la ciudad más allá de las paredes de su santuario.
Odiaba la forma en que despertaba, odiaba la prolongada vulnerabilidad de su lento retorno a la plena consciencia. Cada anochecer trataba de acortar el tiempo que empleaba yaciendo indefenso y semiconsciente. No parecía servir de nada, pero el esfuerzo le hacía sentirse menos impotente.
Podía sentir la sábana tendida contra su piel, la completa inmovilidad del aire…
Y un súbito escalofrío.
Lo cual era imposible.
Había desconectado el aire acondicionado en este, el más pequeño de los tres dormitorios. La ventana había sido bloqueada con panel, calafateada, y recubierta de cortinas. La puerta estaba sellada con goma flexible por los cuatro lados… en absoluto hermética, pero las aberturas eran demasiado pequeñas para permitir tan rápido cambio de temperatura.
Entonces comprendió que no estaba solo.
Alguien estaba en el cuarto con él. Alguien sin olor alguno. Sin latido. Sin carne. Sin sangre.
¿Un ente demoníaco? Tal vez. No sería la primera vez que hacía frente a uno de los Señores del Infierno.
Obligando a un perezoso brazo a moverse, Henry tendió la mano y encendió una lámpara.
Con los sensibles ojos medio cerrados (incluso las bombillas de cuarenta vatios arrojaban suficiente luz para cegarlo de forma temporal) vislumbró fugazmente a un hombre joven situado al pie de su lecho antes de que la translúcida y casi imperceptible imagen desapareciera.
—¿Un fantasma? —Tony apoyó una pierna sobre el ancho brazo del sofá de cuero verde y agitó la cabeza—. ¿Estás bromeando, no?
—No.
—Fabuloso. Me pregunto qué quiere. Siempre quieren algo —añadió en respuesta a la pregunta implícita en la alzada ceja pelirroja de Henry—. Todo el mundo lo sabe.
—¿Sí?
—Vamos, Henry. ¿Vas a decirme que en cuatrocientos cincuenta y cinco años y pico nunca has visto un fantasma?
Una mano plana contra el frío cristal de la ventana, la otra enganchada en el bolsillo de sus vaqueros, Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, antaño Duque de Richmond y Somerset, recordó una noche al final de la década de 1800 en la que había contemplado al espectro de una aterrorizada y joven reina mientras corría gritando corredor abajo para suplicar a su rey una vez más una merced que nunca recibiría. Hacía más de doscientos años, Katherine Howard había asistido al desposorio de él con su prima Mary. Él no había ido al de ella: su matrimonio con el padre de Henry había tenido lugar cuatro años después de su supuesta muerte. Convertida en reina en julio de 1540, fue decapitada en febrero de 1542, diecinueve meses más tarde.
Ella era joven y tonta y muy probablemente culpable del adulterio del cual se le había acusado, pero no se merecía tener su espíritu atrapado, reproduciendo una y otra vez el desolador momento en el que comprendió que iba a morir.
—¿Henry?
—Sea lo que sea lo que quiere —dijo Henry sin volverse—, dudo que yo sea capaz de dárselo. No puedo cambiar el pasado.
Tony se estremeció. Los siglos se habían congregado sobre su interlocutor como una sombra casi visible, envolviéndolo en un sudario de tiempo y recuerdo.
—Henry, me estás asustando.
—¿Sí? Perdona. —Despojándose de su melancolía, el expríncipe se volvió y logró componer una torcida sonrisa—. Pareces un tanto indiferente al hecho de estar siendo rondado.
Contento de tenerlo de vuelta, Tony se encogió de hombros, con un asomo del chico de la calle que había sido persistiendo en el nervioso movimiento.
—Te está rondando a ti, no a mí. Y, además, entre vivir contigo durante los dos últimos años y tratar con los tipos raros de la tienda, he aprendido a vérmelas con lo inesperado.
—¿Sí? —Nada complacido de ser comparado con los tipos raros de la tienda de vídeo donde trabajaba Tony, la sonrisa de Henry se ensanchó, enseñando los dientes. Cuando oyó el latido del joven acelerarse, cruzó el cuarto y envolvió con una marfileña mano su delgado hombro—. ¿Así que he perdido la habilidad de sorprenderte?
—No he dicho eso —la respiración de Tony se tornó irregular cuando un helado pulgar siguió el contorno de su mandíbula.
—Tal vez no exactamente eso.
—Esto, Henry…
—¿Qué?
Negó con la cabeza. Bastaba con saber que Henry pararía si él quería. Era más que suficiente, teniendo en cuenta que no quería que lo hiciera.
—No importa. No tiene importancia.
Poco después, unos dientes atravesaron un pliegue de piel, las afiladas puntas perforaron una vena y, por un tiempo, los muertos fueron arrastrados por la sangre de los vivos.
Con el cálido aire del atardecer besando su rostro, la sargento Phyllis Roberts condujo a lo largo de Commissioner Street tarareando el último éxito de Celine Dion y dando golpecitos con los dedos contra la parte superior del volante. Aunque los nuevos coches de la Policía Portuaria de Canadá tenían aire acondicionado, ella nunca lo usaba pues no le gustaba la sensación de estar encerrada en una astronave al conducir con las ventanillas subidas.
Habían pasado tres horas de su turno, y estaba de buen humor. Hasta el momento, nada había ido mal.
A las tres horas y quince minutos de su turno, la sargento Roberts dejó de tararear.
Metiéndose por Vanterm, desde aquel momento el último en su lista de favoritos de los veintisiete terminales de barcos de carga y transporte del puerto, la sargento Roberts entornó los ojos para distinguir las minúsculas figuras de tres hombres empequeñecidos por la mole de un buque contenedor registrado en Singapur. Las luces de los postes que convertían el largo muelle de madera en un mosaico de contenedores apilados y afiladas sombras borraban los rasgos tan completamente que casi estuvo encima de ellos antes de reconocer a uno de los hombres.
Dejando su gorra en el coche, cogió su larga linterna de mango de goma, tocó su porra más por costumbre que porque pudiera tener alguna intención de usarla, y anduvo hacia ellos.
—¿Cargando de noche, Ted?
Ted Polich, el más bajo de los tres estibadores, alzó con una sacudida una cabeza en parte calva hacia la estructura de soporte que asomaba sobre la dársena como una mecánica ave de presa.
—Los controles se han atascado y el hijo de puta está escorándose a la izquierda. Estamos tratando de arreglarlo esta noche, para que no retrase la carga mañana.
—Dios no lo quiera —musitó la sargento. Un enorme incremento del comercio en el Pacífico Sur tenía al puerto a cuatro patas para seguir el ritmo—. ¿Dónde está?
—Arriba junto a proa. Está cogido en uno de los remolinos entre la dársena y el barco. —Cogiendo el paso junto a ella, Polich hundió las manos en los bolsillos de su mugriento traje de faena—. Creíamos que enviarían a la policía urbana.
—Lo siento. Tendréis que cargar conmigo hasta que sepamos con seguridad que visteis lo que habéis dicho.
—¿Cree que nos lo hemos inventado? —preguntó uno de los otros hombres de forma indignada, asomándose por un lado de su compañero para mirar furioso a la poli.
La sargento Roberts negó con la cabeza y suspiró.
—No creo que tenga tanta suerte.
No la tuvo.
Meciéndose arriba y abajo en el angosto triángulo entre la proa y la dársena se hallaba el cuerpo de un hombre desnudo, su espalda una pálida isla color carne, las trenzas de su cabello batiendo contra ella como oscuras algas.
—Mierda.
Polich asintió.
—Eso es lo que yo dije. ¿Cree que es un suicida?
—Lo dudo. —Aunque de vez en cuando sí que hacían bajar a alguno del Lion’s Gate Bridge, todavía no habían tenido ninguno que se hubiese detenido para quitarse la ropa. Apuntando el haz de su linterna al agua, pasó despacio el círculo de luz sobre el cadáver. Magulladuras, grandes y pequeñas, dibujaban un abigarrado patrón púrpura contra la pálida piel. No muy viejo (y no va a hacerse más, se dijo a sí misma torvamente), no había permanecido en el agua mucho tiempo.
—Es curioso que algunos de ellos floten y otros se hundan —meditó Polich en voz bajo junto a ella—. Este tío es piel y huesos, debía haberse ido directo al… ¡Maldita sea! ¡Mira eso!
Los otros dos estibadores se agolparon para ver.
Empujada hacia delante, la sargento Roberts se tambaleó sobre el borde del muelle, salvada en el último segundo de un chapuzón potencialmente peligroso por un musculoso brazo lanzado delante de ella como si fuese una sucia barandilla de seguridad cubierta de tela. Respirando de forma agitada, dio las gracias a Polich y gruñó una advertencia a los otros dos.
Mientras retrocedían, demasiado absortos en el cuerpo en el agua para arrepentirse como es debido, uno de ellos murmuró:
—¿Qué diablos puede haberle pasado a sus manos?
La noche siguiente, el ocaso tuvo lugar detrás de una cubierta de nubes tan espesa que sólo la mortecina luz daba testimonio de que el sol se había puesto del todo. A las 7:23, Tony apagó la alarma de su reloj y bajó la voz de la inútil conversación que rellenaba un retraso a causa de la lluvia en un partido en casa de los Seattle Mariners. ¿Quién quería oír hablar de escasez de donantes de órganos cuando estaban esperando para ver el béisbol? Ni en sueños se perdería a Fergie Oliver. Reclinándose en su silla, echó una ojeada al pasillo, tratando de oír los primeros sonidos del retorno de Henry y esforzándose por percibir el traqueteo de fantasmales cadenas.
Cuando el sol soltó su presa y sus sentidos poco a poco empezaron a funcionar, Henry filtró pasando por alto un centenar de sensaciones familiares. Una imposible brisa acariciaba con helados dedos su mejilla. Ordenó a su brazo moverse y encendió la lámpara.
El fantasma se hallaba donde había estado el día anterior… un hombre joven sin rasgos distinguibles, que necesitaba un corte de pelo y un afeitado, vestido con vaqueros y una camiseta. Los bordes de esta eran borrosos y aunque Henry pudo ver algo escrito en la camiseta, no pudo descifrarlo, ya fuese porque las letras no se habían materializado por completo o porque los objetos sobre el aparador situado detrás del semitranslúcido torso del fantasma le estorbaban, no estaba seguro. Por lo que Henry podía recordar, nunca había visto al joven vivo.
Casi esperaba que el espectro se desvaneciera al incorporarse, pero este permaneció al pie de su lecho. Está esperando algo. Si podía decirse de un ser incorpóreo que adoptaba una postura, la actitud del fantasma decía «expectación» a gritos.
—Muy bien —suspiró y se echó atrás contra la cabecera—. ¿Qué quieres?
Poco a poco, el fantasma alzó los brazos y se desvaneció.
Henry se quedó mirando por un instante más al lugar donde había estado y se preguntó qué podía haberle pasado a sus manos.
—¿No tenía manos? —Cuando Henry asintió, Tony se mordió el labio inferior pensando—. ¿Estaban como amputadas o arrancadas o masticadas o qué? —preguntó tras un momento.
—Simplemente no estaban. —Henry tomó una botella de agua de la nevera, la abrió, y la apuró. La creciente popularidad del agua embotellada había resultado una bendición; aunque la sangre proporcionaba una nutrición total, todos los seres vivos requerían agua, y las sustancias químicas depuradoras añadidas por la mayoría de las ciudades le sentaban mal. A las bacterias, su sistema las pasaba por alto. Contra el cloro, se rebelaba. Tirando la botella vacía de plástico a la papelera de reciclaje, se apoyó sobre la encimera y se quedó mirando sus propias manos—. Simplemente no estaban —repitió.
—Entonces apuesto a que eso es lo que quiere… venganza. Siempre quieren venganza.
Enarcando una ceja ante la certidumbre de Tony, Henry se limitó a preguntar dónde había adquirido sus conocimientos acerca de lo que siempre querían los fantasmas.
—Ya sabes, películas y esas cosas. Quiere que le ayudes a vengarse del tío que se llevó sus manos.
—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo?
—Santo Dios, Henry, no lo sé. Tú trabajabas con Vicki; ¿no te enseñó ella na?
—Nada.
Tony puso los ojos en blanco.
—Vale, nada.
Vicki Nelson, detective privada, exdetective de policía, examante, vampiro… Henry había trabajado con ella durante un corto año antes de que el destino los hubiese acercado tanto como era posible entre los de su clase y luego los hubiese separado. Se había visto obligado a cambiarla para salvarle la vida y forzado, a causa del cambio, a renunciar a ella. Los vampiros, marcadamente territoriales, cazaban solos. Ella había regresado a Toronto y a su amante mortal. Él se había labrado una nueva vida en la costa oeste.
¿Le había enseñado algo ella?
Sí.
¿Tenía algo de eso que ver con fantasmas mancos?
No.
Cuando repitió sus pensamientos en voz alta a beneficio de Tony, añadió:
—Una cosa que sí me enseñó es que no soy un detective. Soy un escritor, y, con tu permiso, voy a ir a escribir. —No del todo seguro de qué recuerdos de Vicki Nelson le ponían siempre tan a la defensiva, se dirigió hacia su ordenador, haciendo un gesto con la mano hacia la televisión mientras cruzaba el cuarto de estar—. El retraso por la lluvia parece haber terminado.
Media hora más tarde, habiendo advertido que el esperado staccato de teclas todavía no había comenzado, Tony abrió de golpe la puerta del despacho de Henry. De pie en el umbral, observó que nada aparecía en el monitor salvo un encabezamiento y un montón de pantalla en blanco.
—Ese espectro te ha asustado de verdad, ¿no?
—¿Por qué dices eso? —preguntó Henry sin volverse.
—Sigues sentado ahí, mirándote las manos.
—Tal vez estaba absorto pensando.
—Henry, tú escribes novelones rosa. Hay un límite en cuanto al pensamiento profundo que se permite.
Tras diecisiete años como duque real, y más de cuatrocientos cincuenta como vampiro, a Henry le había llevado un tiempo darse cuenta de cuándo le estaban tomando el pelo. En una o dos ocasiones, Tony había estado cerca de no sobrevivir al reajuste. Apartando la mirada de sus manos, suspiró.
—Todo lo que puedo pensar es por qué yo. —Se rio, pero el sonido no poseía ningún humor—. Lo cual parece un poco egoísta puesto que solamente estoy siendo perseguido por un fantasma y no soy quien resultó muerto y mutilado. —Apartando su silla ergonómica del escritorio, la hizo girar y se levantó—. Necesito salir. Distraerme.
—Estupendo —sonrió burlón Tony—. Ponen Drácula de Bram Stoker a medianoche en el Caprice.
—Por qué no. —Disfrutando de la pasmada expresión de Tony, Henry hizo darse la vuelta al joven y le empujó amablemente fuera de la entrada—. He oído que Gary Oldman está fantástico.
—¿Has oído? —balbuceó Tony mientras el incontestable contacto de Henry lo hacía moverse a lo largo del pasillo—. ¡Me lo has oído a mí! Y cuando te lo conté, me dijiste que nunca vas a ver películas de vampiros… por eso no.
—He cambiado de idea. —Incapaz de resistirse, añadió—. Tal vez podamos tomar un bocado mientras estamos en el centro.
Los ascensores de las torres Pacific Place eran tan rápidos y silenciosos como el dinero podía conseguirlos. Con las puntas de los dedos apoyándose ligeramente sobre las pulidas puertas de acero, Henry ladeó la cabeza y sonrió.
—Suena como si Lisa estuviese haciendo trizas el carácter de otro taxista.
Tony dio un respingo.
—Tío, me alegro de que le gustemos.
Cuando la campana anunció la llegada del ascensor, los dos hombres se alejaron de las puertas.
—Hola, chicos. —Aferrando con una enguantada mano el brazo de su señora de compañía, Lisa Evans sonrió una carísima y perfecta sonrisa mientras recorría el pasillo arrastrando los pies. Los relucientes dientes blancos entre brillantes labios rojos añadían un mortecino énfasis al efecto creado cadavérico cuando la edad por fin triunfaba sobre años de cirugía estética—. ¿Vais a salir de noche por la ciudad?
—Sólo a una sesión de medianoche —le dijo Henry mientras Tony impedía que las puertas se cerraran. La tomó por la mano libre y se la llevó a los labios—. Y usted, imagino, ¿ha salido a romper corazones?
—¿A mi edad? No seas ridículo. —Ella liberó su mano y le dio una palmadita en la mejilla, luego se giró hacia su señora de compañía—. ¿Y usted de qué se sonríe, Munro?
En absoluto aleccionada, la señora Munro siguió sonriendo a su jefa entrada en años.
—Solamente estaba pensando en el señor Swanson.
—Swanson está interesado en mi dinero, no en estos viejos huesos —aclaró la señora Evans. Pero se atusó un poco y pasó la mano sobre la cabeza de la estola de visón que vestía sobre un traje de seda salvaje. Antaño la amante de un magnate de la madera de Vancouver, había realizado algunas astutas inversiones y convertido unos adecuados ahorros en una considerable fortuna—. Y, además, no estoy interesada en él. Todos los hombres buenos están muertos. —Barriendo con una risueña mirada a Henry y Tony, añadió—: O son gays.
—¡Señorita Evans!
—Tranquilícese, Munro. No estoy diciéndoles nada que no sepan. —Aleccionada su señora de compañía, volvió a dirigir su atención a los dos hombres—. Acabamos de venir de una de esas aburridas historias de recogida de fondos a las que esperan que asistas cuando tienes dinero. Órganos, creo que era esta noche.
—¿Órganos? —repitió Henry con una sonrisa, plenamente consciente de que Lisa Evans disfrutaba de esas aburridas historias de recogida de fondos en las que su talonario garantizaba que sería mimada y halagada. También sabía que si ella era imprecisa, era algo deliberado… nadie se hacía con la cantidad de dinero que ella tenía sin saber con exactitud dónde iba a parar cada dólar—. ¿Musicales o médicos?
—Médicos. —Unos ojos sombreados en exceso se entornaron componiendo una mirada que se sabía había hecho a varios directores generales correr en busca de refugio—. ¿Has firmado alguna tarjeta de donante de órganos?
—Me temo que no querrían mis órganos.
La mirada se suavizó ligeramente cuando ella se lanzó sobre la conclusión que él había pretendido.
—Oh. Lo siento. Sin embargo, mientras hay vida, hay esperanza, y la ciencia médica está haciendo milagros hoy en día —sonrió burlona—. Quiero decir, es un milagro que siga viva. —Empujando a su acompañante a lo largo del pasillo, más a la manera del bote del práctico guiando a un petrolero al puerto, soltó un alegre «no hagáis nada que yo no haría», mirando atrás por encima del hombro.
—Bien, eso nos deja una enorme libertad de acción —murmuró Henry cuando la puerta del ascensor se cerró sobre las persistentes y horrorizadas protestas de la señora Munro.
Tony se aflojó contra la pared de atrás, las manos metidas en los bolsillos.
—Hasta que conocí a la señorita Evans, siempre creí que las señoras de edad eran más bien distraídas y apestosas. Tal vez deberías enviarle a tu fantasma.
—¿Por qué?
—Si todos los hombres buenos están muertos…
—O son gays —le recordó Henry—. ¿Te imaginas si resultase ser las dos cosas? No me gustaría ponerme a malas con Lisa.
La idea de ponerse a malas con Lisa Evans le provocó un exagerado estremecimiento.
—En realidad, he estado queriendo preguntártelo; ¿cómo eres tan amistoso con todos los del edificio? Siempre estás hablando con la gente. Pensaba que sería más seguro ser un poco más…
—¿Huraño?
—Un poco fuerte. Iba a decir reservado, pero supongo que servirá.
—La gente tiene miedo de lo que no conoce. —Saliendo al garaje subterráneo, anduvieron al paso hasta el BMW de Henry—. Si creen conocerme, no me temen. Si corre el rumor de que no soy lo que parezco, lo contrastarán con lo que creen saber y lo desecharán. Si no tienen nada con lo que contrastarlo, entonces es más probable que lo crean.
—¿Así que haces amistades con la gente como una especie de disfraz?
Frunciendo levemente el ceño, Henry contempló a Tony dar la vuelta hasta la puerta del pasajero.
—No siempre.
—¿Pero a veces?
—Sí.
Con el coche entre ellos, Tony alzó la cabeza y clavó los ojos en el rostro de Henry.
—¿Y qué hay de mí?
—¿Tú?
—¿Qué soy yo? ¿Soy un disfraz?
—Tony… —entonces vio la expresión en los ojos de Tony y comprendió que no había sido una pregunta graciosa—. Tony, confío en ti con todo mi ser. Sólo hay otras dos personas en el mundo de las que puedo decir eso, y una de ellas no cuenta exactamente.
—¿Porque Vicki se ha vuelto un vampiro?
—Porque Michael Celluci nunca admitiría conocer a un… escritor de novela rosa.
Tony rio, como se suponía que haría, pero Henry pudo percibir la artificial resonancia. Durante el resto de la noche, trabajó duro por borrarla.
Ella había visto el artículo demasiado tarde para hacer nada al respecto aquella noche, y la espera no había mejorado su humor.
—¿Está Richard Sullivan de servicio?
Sobresaltada, habiendo cortado sus recuerdos en jirones el filo de las palabras, la enfermera revisó la hoja de guardias.
—Sí, doctora. Está…
—Quiero verlo en mi despacho. De inmediato.
—Sí, doctora. —No valía la pena protestar diciendo que estaba limpiando un desafortunado accidente con una cuña. De inmediato significaba de inmediato y no más tarde. Mientras lo hacía llamar por el altavoz, la enfermera esperó que fuera lo que fuera lo que había hecho Sullivan, no fuese suficiente para hacer que lo despidieran. Los enfermeros dispuestos a limpiar la mierda sin quejarse eran muy pocos. Además, resultaba difícil que el enorme hombre no gustara; esos ojos de cachorrillo eran difíciles de resistir.
—¿Qué sabes de esto?
Sullivan bajó la mirada al artículo y luego la alzó hacia la doctora. La negación murió antes de ser pronunciada cuando ella leyó la respuesta en su rostro.
—¿Este es uno de los nuestros?
Él asintió.
—¿Entonces qué parte de mis instrucciones no comprendiste?
—No es que no…
—¿O no te gusta tu trabajo? ¿No es todo lo que te dije que seria?
—Ya. Quiero decir, sí. Y lo es, pero…
—Se supone que no ha de obrar por cuenta propia, señor Sullivan.
Sus respectivos tamaños volvían ridículo que él se acobardara ante el genio de ella, pero lo hizo de todas formas.
El fantasma vestía una camiseta de Cult and Jackyl, una conjunto musical local que grababa en Vancouver Norte. A Henry le sorprendió un poco que no se tratase de una camiseta de Grateful Dead. A menudo sospechaba que el universo tenía un sentido del humor bastante elemental y realmente macabro. Sus brazos todavía acababan justo por encima de la muñeca. Una vez más, parecía estar esperando.
Tony creía que quería venganza.
Supongo que es una teoría tan buena como cualquier otra, pensó Henry. Suspiró.
—¿Quieres vengarte de la persona que se llevó tus manos?
Añadiendo la impaciencia un primer asomo de personalidad a los translúcidos rasgos, el fantasma se desvaneció lentamente.
Henry volvió a suspirar.
—Entiendo que eso es un sí.
El apartamento se hallaba vacío cuando salió de su cuarto. Tras un momento, recordó que era sábado y Tony estaría trabajando hasta tarde.
—Lo cual probablemente sea bueno —anunció a las luces de la ciudad. Se preguntó si el fantasma contaba con que él empezase por encontrar las manos, y si debería estar buscando los restos de carne y hueso o un par etéreo muy posiblemente rondando a algún otro.
Cuando Tony volvió a casa después de medianoche, estaba en su despacho con la puerta cerrada, absorto en la complicada política de la corte de 1813 y más que un poco preocupado por la negativa de su heroína a seguir la trama según estaba esbozada. El alba casi lo cogió tratando aún de decidir si Wellington ascendería a su prometida al rango de coronel y corrió a toda prisa al santuario de su lecho habiendo olvidado a su espectral visitante durante la noche de trabajo.
—Esto está empezando a resultar pesado; ¿sabes al menos quién tiene tus manos?
El fantasma echó hacia atrás la cabeza y chilló. Ningún sonido salió del acezante y negro agujero de su boca, pero Henry sintió el vello erizándose en su nuca y un frío manto alrededor de su corazón. Mientras duró el alarido, creyó percibir a una multitud de espíritus dentro del mismo; todos gritando al unísono, todos lamentando la injusticia de sus muertes. Sus labios se apartaron mostrando los dientes en un involuntario gruñido.
—¿Henry? ¡Henry! ¿Estás bien?
El rostro del fantasma, hinchado por el continuo chillido, desapareció en último lugar.
—¡Henry!
Le llevó un momento darse cuenta de que el martilleo no era su corazón… era Tony, aporreando frenéticamente la puerta del dormitorio. Se deshizo de la persistente inquietud y cruzó el cuarto sin hacer ruido, sintiendo la alfombra fría y húmeda contra sus pies descalzos. Soltando los cerrojos, gritó:
—Estoy bien.
Cuando abrió la puerta, Tony casi cayó en sus brazos.
Los ojos muy abiertos, jadeando como si acabase de tomar parte en una carrera, Tony se echó atrás lo bastante para ver por sí mismo que Henry estaba ileso.
—Oí… no, sentí… era… —Sus dedos se tensaron alrededor de los hombros desnudos de Henry—. ¿Qué ha pasado? ¿Era el fantasma?
—Sólo lo supongo, pero creo que le hice una pregunta con una respuesta negativa.
—¿Negativa? —La voz de Tony se elevó hasta convertirse en un incrédulo chillido y dejó que los brazos le cayeran a los costados—. Vaya si era negativa. ¡Era el fondo del infierno, un chupaalmas, aniquilación!
—No era tan malo…
—¡Puede que no para ti!
Preocupado, Henry estudió el rostro de Tony.
—¿Estás tú bien?
—Supongo. —Inspiró profundamente, soltó el aire despacio, y asintió—. Sí. Estoy bien. Pero voy a quedarme aquí mismo y ver cómo te vistes. —Apoyado sobre un hombro, se aflojó contra el marco de la puerta, demasiado asustado para mostrarse duro, o independiente, o incluso interesado en la desnudez de Henry—. No quiero estar solo.
—¿Quieres saber lo que ha pasado? —Por la expresión de Tony, estaba claro que no era necesario preguntar. Mientras se vestía deprisa, Henry contó lo que había ocurrido al tratar de obtener más información del fantasma.
—Entonces, sólo puedes hacer una pregunta y si la respuesta es sí, desaparece en silencio, y si la respuesta es no, te hace saber lo decepcionado que está contigo.
—No sólo lo decepcionado que está él —le dijo Henry—. Cuando gritó, sentí a una multitud de muertos.
—¿Sí? ¿Cuántos muertos hay en una multitud, Henry?
—Esto no es nada para bromear.
—Créeme, no me río por dentro. —Tony siguió a Henry al cuarto de estar, dejándose caer desgarbadamente sobre un extremo del pesado sofá de cuero—. Tío, programas concurso desde más allá de la tumba. ¿Te importa si enciendo algunas luces? Esa cosa todavía me tiene bastante aterrorizado. —Cuando Henry le hizo ver que podía seguir adelante, se estiró hacia atrás, encendió la regleta de luz quedando él mismo en el centro del círculo iluminado—. Al menos sabemos dos cosas. Quiere venganza, y no sabe dónde están sus manos.
—¿Qué hay de los otros?
—¿No es mejor encargarse de este único fantasma primero? Quiero decir, para qué buscarse problemas.
Metido dentro de un hueco de sombra en el otro lado de la habitación, Henry suspiró.
—Aun así me gustaría saber, ¿por qué yo?
—Lo parecido se atrae.
El ceño fruncido, Henry se echó hacia delante, haciendo salir su rostro a la luz.
—¿Cómo?
—Tú eres un vampiro. —Tony se encogió de hombros y acarició la minúscula, casi curada herida apenas visible contra la morena piel de su muñeca izquierda—. Aunque no seas una criatura sobrenatural, aunque todo lo que seas es biológicamente diferente…
—¿Todo lo que soy?
—¡Henry!
Henry le indicó amablemente que prosiguiera aunque seguía frunciendo los labios.
—Mira, hay todo un montón de mierda de mitos sobre ti. De acuerdo, no específicamente sobre ti, sino sobre tu especie. Os envuelve a todos… —abrió los brazos— como una especie de niebla metafísica. Apuesto a que es lo que atrae al fantasma. Apuesto a que es eso lo que lo arrastra hacia ti.
—Niebla metafísica —repitió Henry. Agitando la cabeza, se reclinó en su silla—. ¿Hablabas así en Toronto?
—¡No me vengas con esos aires de superioridad! —Abandonando su postura relajada, Tony apuntó con un dedo en dirección a Henry—. Es una teoría perfectamente válida. ¿O tienes una mejor?
Sorprendido por la vehemencia del joven, Henry admitió que no, pero antes de que Tony pudiese continuar, le interrumpió alzando una mano.
—Algo pasa en el vestíbulo.
El ceño de Tony se acentuó.
—No oigo nada… mierda. —Era inútil continuar. Henry ya estaba en la puerta.
Había oído a los asistentes de la ambulancia. Cuando salió al vestíbulo, llevaban rodando la camilla fuera del apartamento 1404. La diminuta figura bajo las correas yacía del todo inmóvil, una delgada mano colgando floja a un costado. Los asistentes estaban llevando a cabo la reanimación cardiopulmonar a la vez que se apresuraban hacia el ascensor, pero Henry sabía que Lisa Evans estaba muerta sin remedio.
Apenas consiguió abstenerse de pegar un salto hacia atrás y gruñir cuando la señora Munro aferró su brazo.
Unos instantes después, tras meter a la sollozante señora de compañía dentro de su coche, aceleraba hacia el St. Paul’s Hospital detrás de la ambulancia mientras Tony pasaba a la señora Munro pañuelo tras pañuelo de la caja en la guantera.
Los doctores de urgencias emplearon muy poco tiempo antes de coincidir con el diagnóstico de Henry. Ellos, igualmente, habían visto la muerte demasiado a menudo para confundirla.
—Era muy vieja —les dijo el doctor Zvane con delicadeza.
—¡Los hay mayores! —protestó la señora Munro. Tony le entregó otro pañuelo.
—Cierto. —El doctor se encogió de hombros, y se frotó con los nudillos unos ojos cansados—. Todo lo que puedo decir es que era su hora. Hicimos todo lo que pudimos, pero se habla ido y no tenía intención de volver.
Asiendo la mano de Henry con bastante fuerza para quebrar articulaciones meramente mortales, la señora Munro sorbió.
—Es muy propio de ella. Nunca podías hacerla cambiar de opinión una vez se decidía.
Dejó de llorar cuando volvieron dentro del coche. Aunque Henry se había ofrecido a llevarla dondequiera que quisiese ir, ella le había pedido que la llevase de vuelta al apartamento.
—Tengo que coger mis cosas. Mi hija me recogerá allí. Estábamos viendo Jeopardy —continuó, capaz de hablar acerca de lo que había sucedido una vez había terminado oficialmente—. Era la ronda del campeonato. La señorita Evans acababa de decir a voz en grito: «¿Quién es el capitán Kirk?», cuando de repente, hizo como un gemido y se golpeó con las manos sobre los oídos. Parecía como si hubiese oído algo horrible sólo que yo no oí nada en absoluto. Lo siguiente que vi es que ella se había… ido.
Henry intercambió una mirada con Tony por el espejo retrovisor. Era evidente que ambos estaban pensando lo mismo.
—No creo que lo esté haciendo deliberadamente.
—No me importa. Es el responsable de la muerte de esa vieja señora, y te digo que puede irse manco al infierno.
De nuevo en su círculo de luz, Tony se estremeció. La voz de Henry se había abierto paso a través de la distancia entre el cuarto de estar y el dormitorio como si la misma no existiera, y cada palabra poseía un filo. Cuando apareció un momento más tarde, Tony captó su cambio de ropa (su rostro y cabello parecían luminiscentes por encima de todo ese negro) y preguntó, aunque en realidad no lo necesitaba:
—¿Adónde vas?
—De caza.
Era casi imposible no atender a la expectación del fantasma.
—Puedes quedarte ahí todo el tiempo que quieras —rezongó Henry—, pero no voy a ayudarte.
El fantasma echó atrás la cabeza y gritó.
Un invisible y desoído coro de muertos gritó con él.
—¡Pensaba que no ibas a hacerle más preguntas!
—No lo he hecho. —Henry bajó la vista clavándola en la ciudad, tratando de oír el sonido de una sirena, los dedos extendidos contra el cristal, los músculos de la espalda rígidos—. Le dije que no esperase ninguna ayuda.
—No parece que le haya gustado.
—No. No lo parece.
Permanecieron juntos en silencio, aguardando los sonidos de otra muerte.
Por fin Tony suspiró y se dejó caer sobre el sofá.
—Parece que hemos tenido suerte; no hay nadie lo bastante viejo, lo bastante cerca. Mañana por la noche, mejor no digas nada en absoluto.
Aquello esperó. Y esperó. Cuando Henry intentó dejar el cuarto, aquello chilló.
Vieron llegar la ambulancia. Se enteraron de que el bebé de los Franklin había muerto mientras dormía.
—Bebés. Tío… —Hacía dos años, Tony había visto a un antiguo hechicero egipcio devorar la fuerza vital de un bebé. Los padres siguieron adelante, del todo ignorantes de que su hijo estaba muerto. Él todavía tenía pesadillas al respecto—. Esto es chantaje.
—Sí. Y me ha puesto furioso. —El plástico crujió bajo su presa cuando cogió el teléfono.
Tragando saliva nervioso (la furia de Henry podía ser tan aterradora como los silenciosos chillidos fantasmales), Tony consiguió esbozar media sonrisa y preguntó:
—¿Llamando a los Cazafantasmas?
—No exactamente. He decidido que este no es un trabajo para un escritor de novela romántica.
—Bueno, supongo que no, pero… —dejó esfumarse su última pregunta cuando Henry activó el altavoz externo del teléfono. Tras dos tonos, saltó un contestador automático.
—Victoria Nelson, Investigaciones Privadas. Ahora mismo no hay nadie aquí para coger su llamada. Por favor deje su mensaje después de la señal…