El secuestrado

Peter vaciló un momento antes de encender la linterna. Se preguntaba qué sería lo que iba a ver.

Y lo que vieron fue algo tan inesperado, tan inaudito, que ninguno de los dos muchachos pudo reprimir una exclamación de sorpresa: lo que tenían ante sí era un hermoso caballo de orejas enhiestas y ojos desorbitados por el temor.

—¡Es un caballo! —exclamó Jack con voz apenas perceptible—. ¡Un caballo!

—Ahora lo comprendo todo: lo que parecían gritos y lamentos, no era sino relinchos, y los ruidos sordos, el golpeteo de las herraduras en el suelo del sótano. ¡Pobre animal! ¡Tenerle encerrado bajo tierra! ¿Por qué habrán hecho esto, Jack?

—Es un hermoso ejemplar, Peter. Parece un caballo de pura raza. Sin duda lo han robado, ¿no crees? La intención de los ladrones debe de ser cambiarlo de color para poder venderlo como si fuese otro.

—¡Cualquiera sabe! Tal vez tengas razón. Voy a acercarme a él.

—¿No te da miedo? Mira sus ojos. Su expresión no es nada tranquilizadora. No cesan de moverse a un lado y a otro.

Peter estaba acostumbrado a tratar con caballos, pues su padre era muy aficionado a ellos y siempre había tenido varios en su finca. Por eso repuso.

—No, no me dan miedo sus ojos. ¡Pobre animal! Necesita que le hablen y le tranquilicen.

Peter acabó de bajar la escalera y empezó a hablar al caballo mientras se iba acercando a él.

—¿De modo que tú eres Kerry Blue? ¡Qué nombre tan bonito! Un nombre muy apropiado para un caballo como tú. No te asustes, en mí tienes un amigo. Quieto; deja que te acaricie; estoy seguro de que te gustará.

El caballo relinchaba y retrocedía instintivamente. Pero Peter no hacía caso y seguía acercándose a él. Cuando llegó junto al atemorizado animal, le pasó suavemente la mano por la cabeza. El caballo se estuvo quieto. Luego, ya sin la menor inquietud, acercó su cuerpo al del niño y empezó a lanzar débiles relinchos de contento.

—Ven, Jack —dijo Peter—; ya sabe que cuenta con nuestra amistad. ¡Ah, qué hermoso es! ¡Y qué dócil! Esos hombres han de ser un par de brutos. De otro modo, no habrían encerrado a este pobre animal en un sótano húmedo y oscuro. Si sigue aquí, se pondrá enfermo.

Jack bajó los últimos escalones y acarició el cuello del caballo. De pronto exclamó:

—¡Demonio! ¡Qué pegajoso está!

Peter enfocó con su linterna el cuerpo del caballo y los dos vieron que brillaba como si lo acabasen de lavar.

—Tenías razón, Jack. No cabe duda que lo han teñido, su piel está todavía impregnada de pintura fresca.

—Ya sabemos de dónde venía aquel humo apestoso que penetraba en el armario. ¡Pobre Kerry Blue! ¿Qué pretenderán hacer contigo?

Vieron que en un rincón había un montón de paja y en otro un haz de heno. También vieron dos cubos: uno con cebada y otro con agua.

Peter exclamó:

—¡Estamos salvados! Si necesitamos cama, ahí tenemos paja para hacerla, y si el cuerpo nos pide comida, la cebada será nuestro alimento.

—No necesitamos ni una cosa ni otra —respondió Jack—. Estoy seguro de que Colin y Jorge vendrán pronto en nuestra busca. Y nosotros haremos ruido apenas los oigamos.

Se sentaron en la paja, decididos a esperar. Kerry Blue se echó junto a ellos. Como sentían frío, Peter y Jack se apoyaron en el cuerpo del caballo, aunque les molestaba el olor de la pintura.

***

Entre tanto, fuera de la casa la nieve se derretía rápidamente. Colin y Jorge estaban ya cansados de esperar. La impaciencia los consumía. Habían seguido con la vista a Jack y Peter cuando saltaron la valla y les había sido muy difícil retener a Scamper, que quería seguirlos a toda costa. Desde entonces habían estado sin moverse, y como de esto hacía ya media hora, empezaba a preocuparles la tardanza de sus dos compañeros. Scamper se puso de pronto a gruñir.

—Debe de oír algo —dijo Jorge—. Sí, es que llega un auto. ¿Serán los hombres de anoche? Esto no me haría ninguna gracia. Esos tipos sorprenderían a Peter y a Jack dentro de la casa. ¡Ya está ahí! Ahora hemos de estarnos muy quietos.

Esta vez el coche no llevaba remolque. Se detuvo ante la verja del caserón y bajaron los dos hombres. Scamper lanzó un ladrido que Colín cortó rápidamente.

—¡Estúpido! —le respondió en voz baja—. ¡Nos has descubierto!

Uno de los hombres se acercó a la valla y se quedó mirando los seis muñecos de nieve.

—¡Oye! ¡Ven y verás!

Su compañero se acercó y se puso a su lado. Colin y Jorge temblaban y sudaban al mismo tiempo.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre que acababa de acercarse—. ¡Ah, los muñecos de nieve! Ya los vimos anoche, ¿no te acuerdas? Los chiquillos han hecho más muñecos, por lo visto. Bueno, vámonos. El perro que hemos oído ladrar debe de rondar por aquí.

Los dos hombres se dirigieron a la casa. Colin y Jorge respiraron. Habían estado a punto de ser descubiertos. Si se salvaron, fue gracias a sus caras blancas, a sus gorros y a sus túnicas de sábana. Y también a que Scamper iba disfrazado como ellos.

Durante largo rato reinó un silencio profundo. Colin y Jorge sentían cada vez más frío y empezaban a perder la paciencia.

¿Qué ocurriría en la casa? ¿Habrían descubierto a Peter y a Jack? La ansiedad los devoraba.

Ya habían decidido abandonar sus puestos e ir a echar un vistazo a la casa, cuando volvieron a oír ruidos y voces. Era que los dos hombres salían.

Luego oyeron el golpe seco de la portezuela del auto al cerrarse y el del motor al ponerse en marcha. El coche se dirigió al llano del arroyo, dio la vuelta y se alejó por la carretera. Iba despacio para no resbalar en la nieve fundida.

—Ya se han ido —dijo Colin—. Y nosotros hemos sido tan estúpidos, que no se nos ha ocurrido acercarnos al coche para anotar su número de matrícula. Ahora es ya demasiado tarde.

—Tienes razón, debimos anotar el número —convino Jorge—. ¿Y ahora qué te parece que hagamos? ¿Crees que debemos seguir esperando a que Peter y Jack salgan?

—Yo no podré esperar mucho rato: tengo los pies helados.

Esperaron unos cinco minutos. Peter y Jack no aparecían. Entonces decidieron no esperar más. Dando resbalones, se dirigieron a la valla, la saltaron y corrieron hacia la casa, seguidos de Scamper, que iba pisándoles los talones. No pudieron entrar por la puerta; tampoco lograron abrir la lateral ni la de la parte trasera; pero, lo mismo que Peter y Jack, vieron que la ventana de la cocina estaba abierta. Entraron por ella y se detuvieron a escuchar. No oyeron nada.

—Jack, Peter, ¿estáis aquí? —preguntaron en voz baja.

Nadie contestó. El silencio era absoluto en toda la casa. De pronto, Scamper lanzó un fuerte ladrido y echó a correr por el pasillo que iba de la cocina al lavadero. Al llegar a la puerta del sótano se detuvo y empezó a arañar la madera. Los dos muchachos lo siguieron. Apenas llegaron a la puerta, oyeron la voz de Peter.

—¿Quién va? ¿Sois vosotros, Colin y Jorge? Si lo sois, decid el santo y seña.

—¡«Semana»! ¿Dónde estáis? —preguntó Jorge.

—En el sótano —repuso la voz de Peter—. Ahora subimos. Estamos bien. ¿Podéis abrir la puerta o se han llevado la llave?

—¡Se la han dejado en la cerradura! —exclamó Colin alegremente.

Sin pérdida de tiempo dio la vuelta a la llave y la puerta se abrió.

En este momento, Peter y Jack llegaban al último escalón. Y tras ellos subía alguien más, alguien cuyos pies producían un ruido sordo al posarse en los escalones de piedra. Era Kerry Blue, que no quería ni quedarse abandonado en aquella mazmorra ni apartarse de sus cariñosos amigos.

Colin y Jorge se quedaron mudos de asombro. Miraron a Kerry Blue como si en su vida hubieran visto un caballo. ¡Un caballo haciendo compañía a Peter y Jack en un sótano! ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—¿Se han marchado esos bandidos? —preguntó Peter.

—Sí, se han ido en un coche —repuso Colin—. Por eso hemos entrado a buscaros. Nos vieron en el campo por culpa de Scamper, que lanzó un ladrido. Por suerte, nos tomaron por muñecos de nieve de verdad. Pero decid: ¿qué os ha pasado?

—Salgamos de esta casa —dijo Peter—. No quiero estar aquí ni un momento más.

Condujo a Kerry Blue a la cocina. A Colin le sorprendió que las patas del caballo hicieran tan poco ruido al pisar el entarimado. Le miró las pezuñas y lanzó una exclamación de asombro.

—¡Mirad!

—Sí —dijo Peter—, lleva fundas de fieltro sobre las herraduras. Por eso eran tan extrañas las huellas que dejaba en la nieve. Así, nadie se podía figurar que fueran de un caballo. Por otra parte, el ruido de sus pasos se oía mucho menos. Lo encontramos en el sótano. ¡Estaba que más asustado el pobre! Ven, ven, Kerry Blue; te llevaré a mi casa.