Las primeras pistas

Los Siete se pusieron en movimiento. Todos se sentían personas importantes. Scamper, el compañero de Peter, Colin y Jack, llevaba la cola orgullosamente erguida. También él tenía su misión en el plan general; por lo tanto, se comprendía que arrugara desdeñosamente el hocico al cruzarse con otros perros.

Pamela y Jorge se quedaron solos en las cercanías del cobertizo. Se miraban con semblante sombrío y preocupado.

—¿Cómo nos las compondremos para averiguar quién es el dueño de la casa? —preguntó Pamela.

—¿Y si fuéramos a la oficina de Correos? —exclamó Jorge con el gesto del que ha tenido una idea luminosa—. Como hay un guardián en la casa, es indudable que su amo le escribirá.

—¡Bien pensado!

Y se dirigieron inmediatamente a la estafeta.

Tuvieron la suerte de que estuviera allí el cartero.

—Perdone. ¿Podría usted decirnos quién vive ahora en la vieja casa que hay junto al arroyo? ¿Sabe a cuál me refiero? A ese caserón que está deshabitado.

—Si está deshabitado —repuso el cartero—, no puede vivir nadie en él. Oíd, muchachos: ni puedo perder el tiempo ni me gustan las bromas.

—No bromeamos —se apresuró a decir Pamela—. Lo que mi amigo quiere decir es a quién pertenece la casa. Sabemos que hay un guarda en ella y queremos averiguar quién es el dueño.

—¿Para qué? ¿Es que queréis comprarla?

Y el cartero se echó a reír para celebrar su propio chiste.

Los chicos se rieron también para congraciarse con él.

—¿Cómo voy a saber yo a quién pertenece esa finca? —dijo el cartero, halagado por las risas de los niños, y mientras vaciaba el buzón—. Solo voy a esa casa para entregar al viejo Dan una carta que recibe todos los meses, y que sin duda es su sueldo. Os aconsejo que vayáis a preguntar al recaudador de contribuciones. Se dedica también a comprar y vender fincas y debe de conocer a los propietarios de todas. Estoy seguro de que os informará de lo que queréis saber, al ver lo mucho que os interesa.

—¡Gracias, muchísimas gracias! —exclamaron los dos niños a la vez, sin poder disimular su alegría.

Se apresuraron a dirigirse al despacho del recaudador.

—No sé cómo no se nos ha ocurrido a nosotros esa idea —dijo Pamela—. Pero oye: ¿qué contestaremos al recaudador cuando nos pregunte para qué queremos saber quién es el dueño del caserón? Bien sabes que sólo se va a ver a esos agentes cuando uno quiere comprar o vender una finca.

Llegaron a las oficinas del recaudador y se asomaron a la puerta. Vieron a un muchacho de unos quince años sentado ante una mesa. Estaba escribiendo sobres. No parecía antipático ni mucho menos. Tal vez supiera algo de lo que les interesaba y no tuviera inconveniente en decirlo.

Entraron resueltamente.

El muchacho levantó la cabeza.

—¿Qué queréis? —preguntó.

—Nos han enviado aquí para que nos enteremos de quién es el dueño de la vieja finca que está junto al arroyo —dijo Jorge, para que el chico creyera que cumplían el encargo de una persona mayor. Al fin y al cabo, no mentía, porque Peter tenía cosas de hombre hecho y derecho.

—No creo que esa casa esté en venta —contestó el oficinista revolviendo papeles—. ¿Es que vuestros padres desean comprarla o alquilarla? Pues os repito que no creo que esté en venta.

Jorge y Pamela callaban: no sabían qué decir. El muchacho de la oficina empezó a hojear un gran libro.

—¡Ah! ¡Ya lo tengo! —exclamó de pronto—. Desde luego, no está en venta. Esta finca la compró un señor llamado J. Holikoff, que no la habita, sin que yo pueda deciros por qué.

—A lo mejor vive en otra casa del pueblo —insinuó Pamela.

—No; reside en Covelty, calle de Heycom, número 64 —dijo el muchacho, leyendo en el libro—. Pero no os puedo asegurar que aún viva allí. ¿Necesitáis verlo o escribirle? Por el listín de teléfonos podemos ver si tiene todavía la misma dirección.

—No, no; muchas gracias —se apresuró a decir Jorge—. Si la casa no está en venta, no necesitamos saber nada más. Repito que muchas gracias. Adiós.

Salieron de la oficina con las mejillas coloradas, pero muy satisfechos.

—¡Mister Holikoff! —exlamó Pamela—. Es un nombre raro, ¿verdad? ¿Recuerdas su dirección?

—Sí —repuso Jorge, sacando su agenda. Y fue diciendo mientras tomaba nota—: Mister J. Holikoff; calle de Heycom, 64; Covelty. —Luego exclamó—. ¡Bien! Nosotros hemos cumplido nuestra misión. Ahora me gustaría saber cómo les va a los demás.

Les iba bastante bien. Janet y Bárbara estaban muy ocupadas examinando las huellas a lo largo del camino que conducía al arroyo. Las dos se sentían detectives.

—Mira —dijo Janet—; el coche y su extraño remolque entraron en el camino, formando un ángulo que indica que venían de Templeton. Está bien claro que por aquí cruzaron la cuneta. O sea que no venían del pueblo.

—Es verdad —asintió Bárbara, observando los surcos—. Por cierto que las ruedas del remolque dejaron huellas más estrechas que las ruedas del auto. Y fíjate en este detalle, Janet: el dibujo de los neumáticos del remolque ha quedado perfectamente grabado en la nieve; en cambio, el de las ruedas del coche está muy borroso.

—¿No crees que debemos copiar este dibujo? —preguntó Janet—. A mí me parece que sería un dato importante. Además, hay que medir el ancho de la huella.

—No sé para qué puede servir eso —repuso Bárbara, que estaba deseando volver, pues quería saber cuanto antes si Peter y sus dos compañeros habían descubierto algo.

—Pues yo no me voy de aquí sin dibujar las huellas —dijo Janet tercamente—. Quiero llevar algo a los chicos.

Y en seguida empezó a dibujar en su cuaderno de notas. El dibujo resultó muy gracioso. Era una mezcla de líneas rectas y curvas combinadas con una serie de figuras geométricas en forma de V. El cuadro no resultó tan perfecto como la autora deseaba. Al no tener a mano una cinta métrica, Janet hubo de recurrir a colocar una hoja de su cuaderno atravesada sobre la huella y marcar en el papel la anchura con un lápiz. Janet quedó satisfecha, pero no del todo.

Bárbara se echó a reír al ver el dibujo.

—¡Qué gracioso! Parece un laberinto.

Janet se enfadó y cerró el cuaderno.

—Sigamos las huellas —dijo—. Hemos de ver adonde conducen. El trabajo será fácil porque por aquí pasan pocos coches.

En efecto, fue cosa fácil. Las huellas bajaban por el camino y terminaban exactamente ante la entrada de la finca. Aquí había tal embrollo de huellas de todas clases, que resultaba casi imposible distinguir unas de otras. Se veían señales de pisadas, hoyos, huellas de golpes e indicios de que la nieve había sido como barrida. No era fácil deducir de estas señales lo que allí había pasado. Lo más lógico era suponer que los ocupantes del coche habían bajado de él y habían sostenido con alguien una especie de lucha.

—¡Mira! Las huellas de los neumáticos salen de este enredo y siguen bajando por el camino —dijo Janet.

Bárbara miró por encima de la cerca y se preguntó si sus tres compañeros estarían en aquel momento en el caserón con el viejo cascarrabias.

—¿Entramos a ver si están los chicos? —preguntó.

—No; todavía no hemos terminado nuestro trabajo —respondió Janet—. Hay que seguir las huellas hasta el final. Ven; vamos a ver si llegan hasta el arroyo. Fíjate: se ven claramente dos rastros diferentes en el camino. Lo lógico es suponer que los coches bajaron y después subieron. Tenemos que ver dónde dieron la vuelta.

La cosa no fue difícil. El rastro de bajada atravesaba un portillo —que alguien debió de abrir—, entraba en la zona del arroyo, describía una amplia circunferencia y volvía a salir por el portillo. Todo estaba claramente descrito por las impresiones de unos neumáticos.

—Bien —dijo Janet, orgullosa de su sagacidad—. He aquí lo ocurrido la pasada noche. El auto, arrastrando su extraño remolque, llegó por la carretera de Templeton, se desvió para alcanzar este camino, se detuvo frente a la casa y entonces bajaron los hombres que dejaron el extraño laberinto de huellas. Luego el coche siguió hacia el arroyo, alguien abrió el portillo, pasó el auto con su remolque, dio la vuelta, salió de nuevo, continuó la marcha cuesta arriba y desapareció en la noche. ¿Qué era lo que llevaba el remolque? Sólo Dios lo sabe.

—¡Qué raro es todo esto! —exclamó Bárbara—. ¿Qué demonios haría esa gente en plena noche?

—Verdaderamente —asintió Janet—, todo es muy extraño. Ahora volvamos al caserón para esperar a los chicos.

—¿Crees que aún estarán allí? Es ya muy tarde, casi la una.

Se acercaron a la verja y acecharon entre los hierros. Pero, ¡horror!, en seguida apareció el viejo cascarrabias. Estaba furioso. Amenazándoles con su garrote, empezó a vociferar:

—¿Todavía más chiquillos? ¡Esperad y sabréis lo que es bueno! ¡Quiero que vuestras costillas conozcan este garrote! ¡Chismosas, entrometidas! ¡Como os pille, ya veréis!

Como es natural, Bárbara y Janet no le esperaron, sino que se fueron inmediatamente y tan de prisa como les permitía la blandura de la nieve.