Lo que le ocurrió a Jack aquella noche…

Jack cumplió la palabra que se había dado a sí mismo. Se fue a su cuarto a la hora de costumbre, después de dar las buenas noches a miss Elly con toda amabilidad; pero, en vez de quitarse la ropa, se puso el abrigo y el gorro. Entonces se quedó vacilando: no sabía si bajar en seguida, para atravesar el jardín y salir por la verja, o esperar. Al fin, decidió: «Esperaré. A lo mejor, miss Elly se acuesta pronto, como hace otras muchas veces. No quiero exponerme a que me pille. Le faltaría el tiempo para contárselo a mi madre cuando vuelva».

Cogió un libro y se sentó a leer. Miss Elly esperó a que la radio diera las noticias de las nueve. Luego echó un vistazo a algunas habitaciones de la casa y se fue escaleras arriba. Jack la oyó cerrar la puerta de su dormitorio.

—Ahora ya puedo marcharme —se dijo.

Tuvo la precaución de echarse al bolsillo la linterna pues la luna no había salido todavía y la noche estaba muy oscura.

Bajó las escaleras de puntillas y llegó a la puerta que daba al jardín. Aunque la abrió sigilosamente, no pudo evitar un leve chirrido. Afortunadamente, la cosa no pasó de ahí.

Salió al jardín. Sus pies se hundieron en la blanda nieve. Tomó el camino de las afueras y llegó al campo, alumbrándose con la linterna.

La nieve resplandecía; todo brillaba tenuemente a su alrededor. Pronto llegó al terreno cercado donde estaban los muñecos de nieve. Saltó la valla.

Las blancas y silenciosas figuras formaban una compacta hilera. Parecían estar al acecho. A Jack no le llegaba la camisa al cuerpo. Hasta le pareció que uno de los muñecos se movía. Ni siquiera se atrevía a respirar. Sin embargo, no ocurría nada extraordinario: todo era imaginación suya.

—No seas miedoso —se reprochó a sí mismo severamente—. Bien sabes que sólo son muñecos de nieve. Ten valor y busca tu insignia.

Proyectó el haz de luz de su linterna sobre los muñecos, y entonces parecieron aún más fantasmales: El que tenía ojos, nariz y boca y llevaba gorro y abrigo, parecía mirarle gravemente mientras él iba de un lado a otro. Por eso le volvió la espalda.

—Aunque tus ojos sean de piedra —dijo a la impasible y blanca figura—, pareces mirarme con ellos. Y ahora no quiero empujones por la espalda, ¿eh?

De pronto, lanzó una exclamación. Allí estaba la insignia. Destacándose sobre la nieve, vio el botón que ostentaba la iniciales C. S. S.

—¡Hurra! —gritó alegremente.

Recogió la insignia. Estaba fría y húmeda. La secó cuidadosamente con su abrigo. Había sido una suerte encontrarla tan pronto. Ya podía volver a casa y acostarse. Sentía frío y sueño. La luz de la linterna empezó a vacilar y, al fin, se apagó.

—¡Qué mala pata! —exclamó—. Se ha terminado la pila. Bien podía haber durado hasta casa. Menos mal que conozco el camino.

De pronto, oyó ruido a sus espaldas y vio la luz que proyectaban los faros de un coche. Este se acercaba silenciosamente. Jack se quedó perplejo. Aquel camino no conducía a ninguna parte. ¿Se habría despistado el conductor? De ser así, él tenía el deber de avisarle e indicarle el buen camino. Cuando la tierra se cubre de nieve, no son pocos los automovilistas que se desorientan.

Se dirigió a la cerca. El coche avanzaba despacio y Jack vio que llevaba algo a remolque, algo de un tamaño más que regular. ¿Qué sería? Aguzó la vista y advirtió que no era lo bastante grande para ser un remolque normal. Tampoco podía ser una de esas viviendas ambulantes que transportan los autos, porque no tenía ventanas. O quizá las tuviera y él no las veía… ¿Qué diablos sería aquel extraño armatoste? Y ¿adonde lo llevarían?

El conductor debía de haberse equivocado. El muchacho empezó a trepar por la valla, pero, de pronto, se quedó inmóvil. Los faros se apagaron, y ni coche y la cosa que arrastraba se detuvieron.

Jack divisaba vagamente las formas negras e inmóviles del auto y su apéndice. ¿Qué sucedería?

Alguien hablaba en voz baja. Jack distinguió las figuras de dos hombres que bajaron del vehículo, sin que sus pisadas produjeran ruido alguno, a causa de la blandura de la nieve. Hubiera dado cualquier cosa porque hubiese salido ya la luna. Así habría podido verlo todo, escondido en un seto que había cerca.

Oyó que uno de los hombres preguntaba en voz alta:

—¿Vive alguien por aquí?

—Sólo el viejo sordo —respondió el otro hombre.

—Echa una mirada hacia el campo, ¿quieres?

Jack bajó de la valla al ver que se encendía una potente linterna. Luego se deslizó hasta quedar agazapado tras el seto y se cubrió de nieve. Se oían los pasos que hacían crujir la nieve helada junto a la cerca. El cono de luz penetró en el terreno cercado, y el hombre profirió un grito.

—¿Quién hay ahí? ¡Eh, tú! ¿Quién eres?

El corazón de Jack empezó a latir descompasadamente. Y ya iba a levantarse para presentarse al desconocido y decirle quién era, cuando unas sonoras carcajadas lo contuvieron. El que se reía era el hombre de la linterna.

—¡Mira, Nibs, mira! Una hilera de figuras de nieve. Creí que eran hombres de verdad que nos estaban espiando, y resulta que son muñecos.

La risa de Nibs se unió a la de su compañero.

—Cosas de chicos. Verdaderamente, esos muñecos parecen seres vivientes bajo esta media luz. Por aquí no hay nadie levantado a estas horas de la noche. ¡Anda, Mac; ven aquí y despachemos el asunto!, ¿quieres?

Mac volvió al lado de su amigo y los dos se acercaron al coche. Jack se levantó, temblando. ¿Qué asunto sería el que tenían que despachar aquellos hombres en la oscuridad de la noche, sobre la nieve y frente al viejo caserón deshabitado?

Su deber era intentar ver lo que pasaba, pero no tenía el menor deseo de hacerlo: lo único que deseaba era volver a su casa, y lo más deprisa posible. Volvió a trepar por la cerca para saltarla. En esto oyó pasos presurosos en el lugar donde estaban los hombres. Miró hacia ellos y le pareció que estaban desprendiendo del auto el extraño remolque. Luego oyó un estampido que le estremeció de pies a cabeza. Jack acabó de saltar la cerca y echó a correr como un loco por el camino. Todavía oyó algo así como un gemido ronco y angustioso, después un grito extraño y agudo y, a continuación, el fragor de una lucha espantosa con manos, pies y dientes. Todo ello aceleró la huida de Jack, que no podía comprender lo que significaban aquellos ruidos. Sólo pensaba en llegar a casa sano y salvo. Sin embargo, tenía la seguridad de que algo malo le estaba ocurriendo a alguien en aquel camino cubierto de nieve. Se necesitaba mucho valor para intervenir en aquel misterioso acontecimiento, y Jack reconocía que no era un héroe.

Llegó a su casa jadeando, cruzó la puerta que daba al jardín y la cerró con llave. Subió la escalera sin importarle los crujidos de los escalones. Cuando encendió la luz de su habitación, se sintió más tranquilo: en el acto había desaparecido su miedo.

Se miró al espejo. Vio que estaba pálido y que tenía el abrigo lleno de lamparones de nieve. También vio que la insignia estaba prendida en su solapa. ¡Menos mal que la había encontrado!

—Salí en busca de este botón, y he tenido la suerte de hallarlo —se dijo, y, tras reflexionar un momento, añadió—: Tendré que contar a los demás todo lo que he visto. Mañana mismo pediré una reunión. Este misterio es muy a propósito para nuestra sociedad. Me huelo que es un caso que conviene aclarar.

Pero no pudo esperar al día siguiente. Juzgó que debía volver a salir, dirigirse al cobertizo y dejar una nota pidiendo una reunión urgente.

Mientras escribía la nota, iba diciéndose:

«Es importante, muy importante. Ya tiene trabajo nuestro club».

Nuevamente bajó las escaleras con sigilo. Atravesó el jardín. Ya no sentía ni sombra de miedo. Avanzó por el camino que conducía a la casa de Peter. La encontró oscura y sumida en silencio. Todos estaban durmiendo: tenían la costumbre de acostarse temprano para madrugar.

Jack llegó al viejo cobertizo. Empujo la puerta y vio que estaba cerrada. Sus manos tocaron las grandes letras C. S. S. Se agachó e introdujo la nota por debajo de la puerta. Allí la encontraría Peter a la mañana siguiente. Luego regresó a su casa, y esta vez sí que se acostó. Pero no pudo dormir.

¿Quién habría hecho aquellos extraños ruidos? ¿Qué sería aquella especie de remolque? ¿Quiénes podían ser aquellos hombres? Todo aparecía enigmático, envuelto en el misterio, capaz de desvelar incluso a la persona de ánimo mejor templado.