FIN DE LA AVENTURA

Luis les dirigió a todos una furiosa mirada.

—¿Estáis locos? —exclamó—. Primero me pedís que os enseñe las piernas, luego que me agache, y ahora usted me pregunta por un collar de perlas. ¿Qué collar? Yo no sé nada de ningún collar.

—¡Vaya si sabes! —dijo el inspector—. Y nosotros también muchas cosas de ti. Utilizaste unos zancos para pasar al otro lado del muro, ¿verdad? Me refiero al que rodea a «Milton Manor». Cuando ya tenías el collar en tu poder, volviste al muro, te pusiste de nuevo los zancos y así pudiste sentarte en lo alto de la pared. Allí estuviste un momento, a horcajadas, y luego, de un salto, quedaste fuera de la finca.

—No sé de qué me habla usted —gruñó Luis, palideciendo.

—Entonces refrescaré tu memoria —dijo el inspector—. Dejaste a tu espalda huellas de zancos, esta gorra que pendía de una alta rama y este trocito de lana de tus calcetines. También dejaste tus zancos en la copa de un acebo. No cabe duda de que todas estas maniobras las hiciste con algún fin. Así es que dinos de una vez dónde está el collar de perlas.

—Ya que tan listo es, búsquelo —refunfuñó Luis—. Aunque, a lo mejor, se lo llevó mi hermano, que se marchó anoche.

—Se marchó —dijo Peter—, pero no se llevó el collar. Yo estaba en el carro y oí toda la conversación que sostuvieron ustedes.

Luis dirigió a Peter una mirada furibunda, pero no desplegó los labios.

Peter continuó:

—Y usted dijo que el collar estaba en lugar seguro, porque lo guardaban los leones. ¿Verdad que lo dijo? Confiéselo.

Luis seguía guardando silencio.

—Perfectamente —dijo el inspector—. Interrogaremos a los leones.

Acompañados de los siete niños y de algunos artistas que habían escuchado con gran interés el interrogatorio, los policías se dirigieron a la jaula de los leones. El osito, que estaba en libertad en aquel momento, se agregó alegremente a la comitiva.

El inspector mandó llamar al domador de los leones y éste se presentó en seguida con un gesto de sorpresa e inquietud.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó el inspector.

—Ricardo —repuso el domador.

—Pues bien, Ricardo. Tenemos razones para creer que sus leones guardan un collar de perlas en algún lugar de la jaula o de sus cuerpos.

Ricardo abrió los ojos desmesuradamente y miró al policía como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—Abra la jaula, entre y busque —ordenó el inspector—. Mire si hay alguna madera suelta o algún hueco donde se pueda haber escondido algo.

Ricardo, aunque todavía no había conseguido reponerse de su sorpresa hizo lo que se le ordenaba. Los leones le miraron cuando entró y uno de ellos maulló como un gato, aunque mucho más fuerte.

El domador revisó toda la jaula. No había ninguna madera suelta. Se volvió hacía los que le observaban.

—Señor —dijo al inspector—, como usted ve, en esta jaula no hay nada más que los leones. Tal vez piense usted que éstos podrían llevar el collar escondido en las melenas, pero esto no es posible, porque se lo habrían quitado a zarpazos.

Peter no apartaba los ojos de la cara de Luis. Al ver que miraba ansiosamente y a cada momento el abrevadero de los leones, dio un codazo al inspector.

—Dígale que examine el abrevadero, señor inspector.

Recibida la orden, Ricardo se inclinó sobre el recipiente, lo levantó y vació el agua.

—Vuélvalo boca abajo —le dijo el inspector.

El domador lo hizo y lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Aquí han soldado una pieza! Le aseguro, señor, que esto no estaba aquí antes.

Y mostró el fondo del abrevadero, en cuyo centro se veía un suplemento del tamaño de un estuche.

Ricardo abrió la caja de las herramientas, sacó una y desprendió la pieza. Entonces algo cayó al suelo de la jaula.

—¡El collar! —gritaron todos los niños a la vez, sobresaltando a los leones, que volvieron la cabeza hacia ellos.

Ricardo entregó el collar a través de los barrotes y volvióse hacia los leones para tranquilizarlos.

El osito, que en este momento estaba junto a Janet, lanzó un gruñido de temor al oír los rugidos de los leones. La niña intentó cogerlo en brazos, pero no pudo.

—¡Todo solucionado! —exclamó el inspector, guardándose el magnífico collar en el bolsillo.

Los niños oyeron voces a sus espaldas y, al volverse, vieron que los dos agentes se llevaban a Luis. Los tres pasaban en aquel momento bajo la cuerda llena de ropa tendida. Allí estaban, mecidos por el viento, los calcetines azules que tanto habían contribuido a descubrir al ladrón.

—¡En marcha! —dijo el inspector a los siete del club—. Vamos a ver a lady Lucy Thomas, y os advierto que tendréis que contarle vuestra aventura desde el principio hasta el fin. Por cierto que, sin duda, querrá recompensaros. ¿Ya habéis pensado lo que queréis? ¿Qué vas a pedir tú Janet?

La niña dirigió una mirada cariñosa al osito que correteaba a su alrededor y repuso:

—Pues a mí me gustaría, aunque no creo que esto pueda ser, un osito como éste, o, mejor aún, más pequeño, pues así podría tenerlo en brazos. Y creo que Pamela también pediría un osito de buena gana.

—Bien, compañeros del Club de los Siete Secretos, podéis pedir lo que queráis, incluso osos, y hasta un circo entero. Lo merecéis. Verdaderamente, no sé qué haría sin la ayuda del C. S. S. ¿Verdad que me ayudaréis siempre, y en toda clase de casos?

—Desde luego —dijeron los siete a la vez.

Y mis amables lectores pueden estar seguros de que así lo harán.