¿DÓNDE ESTÁ EL COLLAR?

—¿Queréis saber lo que hizo el ladrón con los zancos después de utilizarlos para robar el collar? —preguntó Peter—. A decir verdad, no puedo asegurar nada, pero yo juraría que los arrojó a la copa de un árbol de espeso follaje, donde quedaron bien ocultos.

—Opino como tú —dijo Pamela—, pero lo importante es saber a qué árbol los tiró.

Todos empezaron a mirar a derecha e izquierda, tratando de descubrir un árbol lo bastante frondoso para que su ramaje pudiera ocultar unos zancos.

—¡Mirad aquel acebo! —exclamó Colín, señalando un árbol de la parte exterior, cuya copa asomaba por encima del muro—. Esos árboles están siempre verdes y su copa es muy tupida. Además, nadie se atreve a tocar sus ramas porque están infestadas de espinas.

—Desde luego —dijo Peter—, es un buen escondrijo. Vamos a verlo de cerca.

Todos siguieron a su jefe por el jardín de «Milton Manor», de donde salieron para situarse al otro lado del muro.

Al punto advirtieron que les sería difícil apartar las punzantes ramas del acebo para buscar los zancos, Pero ¡qué casualidad y qué suerte!: aún no habían terminado de hacerse esta reflexión, cuando vieron entre las ramas dos largos zancos. Colin se encargó de sacar uno y Peter tiró del otro.

—¡Qué talento tienes, Peter! —exclamó Janet—. Has descifrado el misterio y ahora todo lo vemos tan claro como la luz: la pringosa gorra que colgaba de una rama, el retazo de lana, las huellas redondas, cómo pudo el ladrón saltar un muro tan alto… Sin duda, el Club de los Siete Secretos ha demostrado una gran sabiduría.

—Así lo creo yo también —dijo una voz a espaldas de los niños.

Todos volvieron la cabeza. Allí estaba el inspector de policía amigo, sofocado, jadeante y satisfecho. Los niños vieron que no lejos de él estaba Johns, el jardinero.

—¿Usted aquí, inspector? —exclamó Peter con un gesto de sorpresa—. ¿Nos estaba escuchando?

—Sí —repuso el inspector, con evidente satisfacción, pero respirando todavía con dificultad—. Cuando Johns ha abierto la verja para que yo pudiese entrar con mi coche, me ha dicho que estabais sobre la pista, y yo he deducido que lo teníais todo solucionado al veros correr hacia fuera. Bueno, ¿qué hay que hacer ahora? Os hago esta pregunta porque es evidente que habéis vencido a la policía.

Peter se echó a reír.

—Oiga, señor inspector: nosotros podemos introducirnos en el circo sin que nadie sospeche nada. En cambio, si usted envía a siete policías para que investiguen, puede estar seguro de que todo el mundo se coserá la boca.

—De eso no cabe duda —convino el inspector.

Luego cogió los zancos y los examinó detenidamente.

—En verdad, el ladrón tuvo una excelente idea. No hay nada mejor que esto para escalar un muro tan alto. Supongo que también me podréis decir quién es el culpable.

—Es un zancudo —repuso Peter—. De esto no me cabe duda. Y me parece que es un individuo llamado Luis. Si usted va al circo, le será fácil reconocerlo por el detalle de que lleva unos calcetines azules con dos rayitas rojas a los lados.

—Y su pelo es negro —dijo Colin—, y tiene una pequeña calva en la coronilla. Por lo menos, el hombre que yo vi en el árbol la tenía.

El inspector estaba admirado.

—¡Es asombroso que hayáis averiguado tantas cosas! —exclamó—. Sólo falta que me digáis de qué color son los pijamas del culpable. Voy a ver a ese hombre. ¿Por qué no me acompañáis? Vendrá con nosotros una pareja de fornidos agentes.

Pamela se imaginó la entrada en el circo de los siete del club acompañados de tres policías, y preguntó:

—¿No le parece que los artistas se asustarán cuando nos vean?

—Se asustarán los que tengan motivo para asustarse —repuso el inspector—. Quiero comprobar por mis propios ojos si el ladrón tiene una calva en la coronilla… Pero ¿cómo demonio os las componéis para averiguar tantas cosas? Esto es algo que merece anotarse.

Todos se dirigieron al circo. Primero llegaron los tres policías, porque fueron en auto. Pero esperaron a los chicos y entraron los diez juntos, ante el asombro de la gente del circo.

—Aquél es Luis —dijo Peter señalando al joven malcarado, que estaba junto a la jaula de los leones—. ¡Qué mala pata! No lleva calcetines.

—Tendremos que echar una mirada a su cabeza —dijo Colin.

Luis se quedó de piedra al verlos acercarse. Sus ojos miraron inquietos la figura del gigantesco inspector.

—No llevas calcetines, ¿verdad? —preguntó el policía ante el estupor de Luis—. Súbete los pantalones.

Y pudieron ver que, como Peter había observado, Luis no llevaba calcetines.

—¿Quiere usted decirle que se agache, señor inspector? —dijo Colin, dejando a Luis todavía más asombrado.

—Agáchate —ordenó el inspector.

Luis, muerto de miedo, inclinó la cabeza como si saludara al público.

Colin lanzó un grito.

—¡Éste es! ¡Estoy seguro! Miren la pequeña calva que hay en su coronilla. Es la misma que yo vi cuando los dos estábamos en la copa del árbol.

—Muy bien —dijo el inspector—. Y ahora, joven, tengo que hacerle una pregunta. ¿Dónde está el collar de perlas?