—¡Escóndete debajo de este camastro; pronto! —murmuró Peter, temblando de miedo—. Yo me meteré debajo del otro.
Cada uno se deslizó debajo de una cama y los dos quedaron ocultos por los volantes de las cubiertas.
Segundos después, dos hombres entraban en el carromato. Uno de ellos encendió una lámpara y se sentó en una de las camas, mientras su compañero hacía lo mismo en la otra. Peter y Colín sólo podían ver los pies de los hombres.
De pronto, Peter quedó petrificado. El hombre que estaba sentado en el camastro de enfrente, es decir, el que tenía debajo a Colin, se había subido las perneras de los pantalones y mostraba unos calcetines azules con rayas rojas.
¡Era desesperante! Tenía enfrente al hombre que sin duda era el ladrón, y no podía ver su cara ni averiguar quién era. ¿Quién podía ser?
—Esta noche tomo las de Villadiego —dijo uno de los hombres—. Estoy harto de esta vida. Me paso el día recibiendo escándalos y disgustos. Además, me temo que la policía acabará por encontrar la pista de nuestra última faena.
—Tú siempre piensas lo peor —dijo el hombre de los calcetines—. Avísame cuando estés en lugar seguro; así podré llevarte el collar. Pero ya sabes que puede estar en su escondrijo meses enteros si es necesario.
—¿Estás seguro de que es un buen escondite? —preguntó el otro.
El de los calcetines se echó a reír y dio esta extraña respuesta:
—Ya se cuidan los leones de que lo sea.
Peter y Colin escuchaban con una mezcla de temor y curiosidad. Ya podían asegurar que habían descubierto al ladrón y que éste era el hombre de los calcetines. Otra cosa que sabían era que el collar se hallaba en lugar seguro y que allí estaría bastante tiempo. Por otra parte, no cabía duda de que el otro hombre tenía miedo y quería huir. Por eso dijo:
—Di que no me encuentro bien y que no puedo hacer mi número esta noche. Creo que lo mejor es que me vaya ahora que todos están en la pista o esperando salir. ¿Quieres enganchar los caballos?
El hombre de los calcetines se levantó, abrió la puerta y bajó la escalerilla. Peter y Colin tenían la esperanza de que el otro se fuera también. Entonces saldrían del carro. Pero el otro hombre no se movió: se quedó sentado, repiqueteando con los dedos sobre algo que los chicos no veían. Era evidente que estaba atemorizado y nervioso. Peter y Colin oyeron enganchar los caballos al carromato. Luego, el hombre de los calcetines dijo desde la puerta:
—Ya están enganchados; puedes pasar al pescante. ¡Hasta la vista!
El hombre se dirigió a la puerta y se dispuso a bajar la escalerilla. Seguidamente, y ante el estupor de los muchachos, cerró la puerta con llave. Luego pasó a la parte delantera del carro, subió al pescante, fustigó a los caballos, y el carruaje salió del recinto a buena marcha.
—¡Qué horror! —exclamó Colin—. La puerta está cerrada. ¡Estamos prisioneros!
—Sí —dijo Peter, saliendo de su escondrijo—. ¡Qué racha de mala suerte!
Y repitió:
—¡Sí, tenemos una racha de mala suerte! Porque supongo, Colin, que te habrás dado cuenta de que uno de los dos hombres lleva los calcetines azules, y es precisamente el que se ha quedado en el circo. ¡Es tener mata pata!
—Pero hemos averiguado muchas cosas —dijo Colin, saliendo también de su escondite—. Por ejemplo, sabemos con toda seguridad que el collar está escondido en el recinto del circo. ¿Qué han dicho de los leones? ¿Tú lo has entendido?
—No. Sin embargo, de sus palabras se podría deducir que el collar está en la jaula de los leones, Tal vez lo hayan escondido debajo de las maderas del suelo. ¿No te parece?
—Hemos de huir a toda costa —dijo Colin, desesperado—. ¿Quieres que saltemos por una ventana?
Los dos miraron con toda clase de precauciones por el ventanillo que comunicaba el interior del carro con el pescante. Querían ver cómo era el hombre que conducía. El carromato pasaba junto a un farol callejero en aquel momento, y Peter dio un codazo a Colín.
—¡Mira! —dijo en voz muy baja—. El que conduce el carro lleva la chaqueta escocesa que hace juego con la gorra que encontramos en la copa del árbol. Debe de ser el hombre que pintaba la jaula de los leones.
—Sí. El ladrón debió de ponerse la gorra de su compañero de carro —dijo Colín—. Con esto, quedan encajadas dos piezas del rompecabezas.
Trataron de abrir las ventanas, una tras otra pero estaban tan encajadas que no cedían. Colin volvió a tirar, esta vez fuerte, e hizo ruido, dando lugar a que el hombre volviese la cabeza. Como en este momento pasaban junto a otro farol, el conductor debió de ver a los chicos, pues detuvo el vehículo en el acto. Luego bajó del pescante y se dirigió a la parte posterior, a la puerta.
—¡Estamos perdidos! —dijo Peter con voz ahogada—. ¡Escóndete, Colin! ¡Pronto! Ya está abriendo la puerta.