PETER Y COLÍN EN PELIGRO

Los siete huyeron a todo correr sin detenerse a contestar a los insultos de Luis.

Pronto se encontraron lejos de la explanada. Ya en el camino, Jorge empezó a frotarse una pierna: había recibido en ella una pedrada.

—¡El muy bruto! Es extraño que se haya puesto tan furioso sólo porque hemos entrado en ese viejo carromato que no es más que un trastero.

—A lo mejor —dijo Janet en broma—, el ladrón tiene escondido allí el collar.

Peter se la quedó mirando, pensativo.

—¿Sabes que puedes haber dado en el clavo? —dijo lentamente—. Antes sólo sabíamos que el ladrón estaba en el circo. Ahora sabemos dónde tiene escondido el collar. Si las perlas no estuvieran en ese carricoche, Luis no se habría puesto tan furioso.

—Me gustaría hacer un buen registro entre los montones de trastos —dijo Colin, pensativo—. Pero no es posible.

—¡Vaya si lo es! —replicó Peter—. Tú y yo asistiremos a la función de esta noche; y cuando todos estén en la pista o junto a ella esperando su turno, nosotros registraremos el carromato en busca del collar.

—Yo no creo que esté allí —dijo Pamela—. No es un sitio muy a propósito para esconderlo.

—Pues a mí me dice el corazón que sí que está en ese carro —replicó Peter tercamente—. No sé explicar por qué, pero así lo creo. Las huellas redondas se dirigían a ese carro. De eso no hay duda.

—Yo no veo la cosa clara —dijo Bárbara—. Recuerda que esas huellas son de un cojo y que en el circo no hay ninguno. Esta aventura no tiene pies ni cabeza.

—Sí que tiene —objetó Jorge—. Lo que pasa es que es algo así como un gran rompecabezas. Por separado, las piezas no dicen nada; es más, confunden. Pero estoy seguro de que cuando consigamos encajarlas ordenadamente, veremos un cuadro completo y perfecto.

—Tienes razón —dijo Pamela—. Todo lo que hemos encontrado hasta ahora han sido piezas sueltas, y estoy segura de que encajan unas con otras. Lo malo es que no sabemos cómo acoplarlas. Una brizna de lana azul que pertenece a unos calcetines; estos calcetines colgados en una cuerda; una gorra en la copa de un árbol; una chaqueta de la misma tela que una gorra; un hombre que lleva la chaqueta, pero que no es el ladrón; y, en fin, esas extrañas huellas redondas que aparecen en dos lugares distanciados entre sí y que no sabemos de quién son.

—Ahora hemos de irnos a casa —dijo Peter, consultando su reloj—. Es ya casi la hora de comer. Hemos perdido toda la mañana. Tanto enredo ya me va cargando. Estoy hasta la coronilla de pistas que sólo sirven para despistarnos.

Poco después, cuando ya iban de regreso, Peter decidió:

—Hoy no volveremos a reunimos. Colin y yo iremos solos al circo esta noche. Trae la linterna, Colin. Sería una suerte que encontrásemos el collar escondido entre los trastos del carromato.

—No te hagas ilusiones. No comprendo por qué te empeñas en buscar el collar en ese carro. Sin embargo, nos encontraremos esta noche a la puerta del circo.

Colin llegó primero. Poco después apareció Peter corriendo. Entraron juntos, lamentándose por los dos chelines que habían tenido que dejarse en la taquilla.

—¡Y sólo por media función! —se quejó Peter en voz baja.

Los dos amigos se colocaron cerca de la puerta para poder salir fácilmente sin ser vistos, Se sentaron y esperaron impacientes a que empezara la función.

Fue una función sencillamente magnífica. Los payasos, los zancudos, los acróbatas trabajaron como nunca. A Colin y a Peter no les hizo la menor gracia tener que dejar sus asientos sin ver el resto del espectáculo.

El recinto del circo se hallaba en la más completa oscuridad. Se equivocaron varias veces de camino, pero, al fin, dieron con la dirección que debían seguir.

—Por aquí —dijo Peter, cogiendo a Colin del brazo—. Mira: aquél es el carromato; estoy seguro.

Cautelosamente, se acercaron a él. No se atrevieron a encender las linternas: temían que alguien les viese. Peter tropezó con la escalerilla y empezó a subir los escalones con todo cuidado.

—Ven —susurró a Colin—. Podemos entrar, pues la puerta está sólo entornada. Nos encerraremos para poder buscar con tranquilidad.

Al entrar, andando a tientas, tropezaron con algo.

—¿Podemos encender ya las linternas? —preguntó Colin en voz baja.

—Sí; no oigo que nadie ande cerca —respondió Peter.

Formando pantalla con las manos, enfocaron las linternas al fondo del vehículo.

Su sorpresa fue mayúscula. Habían cometido una equivocación: no estaban en el atiborrado trastero, sino en un coche-vivienda donde reinaban la limpieza y el orden.

¿Qué pasaría, Dios santo, si los encontraban allí?

—¡Salgamos de aquí cuanto antes! —dijo Peter.

Pero Colin se aferró a su brazo. Había oído voces muy cerca. Alguien estaba subiendo la escalerilla de la entrada. Los dos estaban paralizados por el temor, sin saber qué hacer.