Los siete se sentaron en la cerca que rodeaba la explanada del circo. Estaban descorazonados.
—¡Pensar que hemos encontrado una chaqueta que hace juego con la gorra, y ahora resulta que su dueño no puede ser el ladrón, porque su cabeza, mejor dicho, su coronilla, no es la del hombre que estaba en el árbol! —murmuró Peter—. Desde luego, este enigma es cada vez más enigmático. Seguimos encontrando magníficas pistas y todas resultan falsas.
—Y si viéramos a alguien —dijo Janet— con los calcetines azules puestos, tampoco sería el ladrón: lo sería su tía o su abuela.
Todos se echaron a reír.
—Sin embargo —dijo Peter—, no estamos seguros de que la gorra tenga algo que ver con el robo del collar. Lo único que podemos afirmar es que estaba entre las ramas de un árbol cerca del lugar por donde el ladrón saltó el muro.
—Pues yo estoy seguro de que esa gorra tiene algo que ver con el misterio —dijo Jorge—. Lo que no sé es de qué modo está relacionada con él.
Todos estaban compungidos. ¡Qué aventura tan complicada!
En esto, Janet lanzó un grito ahogado.
—¿Qué pasa? ¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó Peter.
—No —repuso Janet—. Es que estoy viendo algo interesante.
Y diciendo estas palabras, señaló hacia su derecha.
Todos miraron en la dirección que Janet indicaba. Y se quedaron pasmados. El terreno estaba húmedo, y en un lugar cubierto de barro se veían unas huellas profundas, redondas, regulares, idénticas a las observadas cerca del muro de «Milton Manor» y parecidas a las marcadas por el cojo en los alrededores de su vivienda.
—Éstas sí que tienen la misma medida —dijo Peter, bajando de un salto de la valla—. Son mayores que las que dejó el cojo con su pata de palo. Voy a medirlas.
Sacó el trocito de cordel y lo colocó sobre una de las huellas con sumo cuidado. Después hizo la prueba con dos huellas más. Su semblante resplandecía de contento cuando levantó la cabeza.
—¿Veis? Tienen la misma medida. Estas huellas son idénticas a las que vimos junto al muro escalado por el ladrón.
—Entonces, en este circo hay también un hombre con una pierna de palo —exclamó Colin, nervioso—. No será el ladrón, porque un cojo no puede saltar un muro tan alto, pero tendrá algo que ver con el ladrón.
—Hay que dar con ese cojo —dijo Jorge—, pues si descubrimos quién es el mejor amigo del ladrón…, su compañero de carro, por ejemplo…, habremos descubierto al ladrón mismo. Y veréis como lleva puestos los calcetines azules que estaban tendidos.
—Me parece que nos vamos acercando a la verdadera pista.
En este momento, la niña acróbata, que se había ido acercando a ellos, se mezcló en la conversación.
—No seáis tontos —dijo—. Aquí no hay cojos. No se pueden hacer acrobacias con una pierna de palo. En el circo todos tenemos dos piernas, ¡y buena taita nos hacen! Estáis en Babia.
Peter la miró, muy serio.
—Oye, nena: sabemos que hay un cojo en el circo. Toma un penique y dinos dónde está.
La chiquilla atrapó la moneda en el aire y se echó a reír.
—Me quedo con el penique y os repito que el cojo que buscáis no está aquí. ¿Cómo va a haber en un circo un patapalo? ¡Cuidado que sois cabezotas!
Y se alejó, dejándoles con la palabra en la boca y dando volteretas tan de prisa como las daban los payasos en la pista.
—Aunque la matarais —dijo una mujer desde un carro próximo—, no os podría decir otra cosa, porque ha dicho la pura verdad. ¿Qué haría un cojo entre nosotros?
Y se retiró al interior de su carro, cerrando la puerta.
Otra vez los siete miembros del club cayeron en un profundo abatimiento: de nuevo fallaba todo.
Peter refunfuñó:
—Encontramos unas huellas en los alrededores de «Chinney Cottage» y estamos seguros de que pertenecen al ladrón. Pero después resulta que son de un cojo que no tiene nada que ver con este misterio. Y cuando descubrimos las huellas de la misma medida que las de «Milton Manor», están en un lugar donde nos aseguran que no hay cojos. ¡Esto es un rompecabezas! ¡Ni el diablo lo entiende!
—Sigamos el rastro —propuso Janet—. Resultará difícil seguirlo entre la hierba, pero quizá lo consigamos.
Todos estuvieron de acuerdo y siguieron, no sin dificultad, las huellas. Pronto se encontraron ante un carro de dimensiones reducidas, próximo a la jaula de los leones. Junto a éste había otro carro mayor en cuya escalerilla estaba sentado Luis.
Mientras el joven les miraba sorprendido, los chicos subieron al carro pequeño y empezaron a inspeccionar su interior. No tenía aspecto de estar habitado. Allí sólo se veían objetos y enseres de circo.
De pronto, una piedra entró como un proyectil en el carro, haciendo saltar a los siete miembros del club.
—¡Fuera de aquí, bribones! —gritó Luis mientras cogía otra piedra—. ¿Es que no me oís? ¡Largo de aquí, granujas!