A las diez en punto, los siete miembros del club estaban como un solo hombre en la explanada del circo. Acordaron preguntar nuevamente por Tríncolo, a fin de justificar su visita. Pero el acróbata se había marchado.
—Se ha ido a la ciudad —dijo uno de sus compañeros—. ¿Qué queréis de él?
—Sólo pedirle que nos deje pasear por aquí —repuso Jack—. Nos gustaría ver a los animales y curiosear un poco.
—Ya podéis pasar —dijo el hombre. Y se dirigió a su carro dando volteretas, ante la admiración de los siete miembros del club.
—No sé cómo pueden dar tantos saltos mortales seguidos —dijo Pamela—. Parecen ruedas.
—Tú también puedes hacerlo —le dijo Jorge en broma—. Prueba y verás.
Pamela lo probó, pero quedó tendida en el suelo cuan larga era y riéndose de buena gana.
Una niña del circo, de revueltos cabellos, que se había acercado al grupo, se desternillaba de risa ante el fracaso de Pamela. De pronto, empezó a girar como una hélice, alternando manos y pies y sin tocar apenas el suelo. Su agilidad no tenía nada que envidiar a la del acróbata.
—¡Mirad! —dijo Jorge—. Aquí hasta los niños pequeños saben hacer acrobacias. Hemos de aprender nosotros: a fuerza de práctica lo conseguiremos.
Fueron a ver al osito, que estaba durmiendo la mar de tranquilo, y luego se acercaron a la ropa tendida. ¡Ya no estaban los calcetines! ¡Mejor que mejor! Seguramente esto era señal de que su propietario los llevaba puestos. Fuera quien fuese, el dueño de aquellos calcetines era el ladrón.
Los niños recorrieron la explanada mirando los tobillos a todos los hombres que se cruzaban en su camino. Pero, por desgracia, ninguno llevaba calcetines. Era como si toda la compañía ignorase que existía esta clase de prenda. ¡Qué contratiempo!
Luis se dirigió a la jaula de los leones. La abrió y entró en ella para hacer la limpieza diaria. No hizo el menor caso a los leones, y éstos tampoco le hicieron caso a él. Janet pensó que debía de ser maravilloso poder pasearse entre leones sin temor alguno.
Luis llevaba arremangados sus sucios pantalones, mostrando sus piernas no menos sucias. Calzaba unos grandes zuecos.
Los niños le estuvieron observando un rato y luego se dispusieron a marcharse. Cuando ya se iban, llegó otro hombre. También a éste le miraron los pies, y vieron que iba sin calcetines, como todos.
Sin embargo, había en él algo que llamó la atención a Jack, el cual se le quedó mirando fijamente. El compañero de Luis frunció el ceño.
—¿Es que tengo monos en la cara? —gruñó—. ¡A mí no me mires con ese descaro, mocoso!
Jack se puso colorado y se volvió hacia sus amigos. Luego se los llevó aparte para que nadie pudiera oírle y les preguntó con voz agitada por la emoción:
—¿Os habéis fijado en la chaqueta que lleva ese hombre? Es del mismo color que la gorra que encontramos en el árbol, aunque no está tan pringosa. No cabe duda de que es de la misma tela.
Los siete se volvieron a mirar al hombre, que en aquel momento empezaba a pintar por fuera la jaula de los leones.
Se había quitado la chaqueta y la había colgado en la llave de la jaula. ¿Cómo se las compondrían para comparar la gorra con la chaqueta?
—¿Has traído la gorra? —preguntó en voz baja Pamela a Peter.
El muchacho asintió, dándose una palmada en el bolsillo de la americana. Llevaba consigo todo aquello que pudiera facilitarles el descubrimiento de una pista; era una elemental medida de previsión.
Pronto se les presentó la ocasión de acercarse. Alguien había llamado al pintor, y éste se fue, dejando el bote de pintura, la brocha y —lo que era más importante— la chaqueta.
Los niños se fueron hacía la prenda inmediatamente.
—Haced como si estuvierais mirando a los leones —susurró Peter—. Yo, entre tanto, comprobaré la americana con la gorra.
Todos concentraron sus miradas en los leones y empezaron a hacer comentarios sobre ellos. Entre tanto, Peter, que tenía la gorra en la mano, la cotejaba detenidamente con la chaqueta.
Pronto volvió a guardarse la gorra. No cabía duda: era la misma tela; la gorra y la chaqueta hacían juego. ¿Sería aquel individuo el ladrón? Pero ¿por qué habría arrojado la gorra a la copa del árbol? ¿Por qué la habría dejado allí abandonada? Esto era inexplicable.
El pintor regresó silbando y se agachó para recoger la brocha. Entonces Colin tuvo ocasión de verle la coronilla.
Después los chicos se alejaron de allí y preguntaron a Peter por el resultado de su investigación.
Peter hizo un movimiento afirmativo de cabeza.
—Son de la misma tela —dijo—. Por lo tanto, este hombre puede ser el ladrón. Tendremos que vigilarle.
Pero Colin replicó inesperadamente:
—No opino lo mismo. He podido verle bien la parte alta de la cabeza. Su pelo es negro como el del hombre que estaba en el árbol, pero le falta la pequeña calva en el centro. Por eso estoy seguro de que no es el ladrón.