Al fin, salieron los acróbatas, dando volteretas y grandes saltos. Uno de ellos apareció con el cuerpo tan contorcido, que la cabeza le quedaba entre los pies. Su aspecto no podía ser más chocante. Peter dio un codazo a Colin.
—Oye, Colin: fíjate en ese tipo que tiene la cabeza entre las piernas. Lleva la cara afeitada como el hombre que vi escondido en la retama. Además, tiene el pelo negro.
—Sí —convino Colin—; podría ser el que buscamos. Todos los demás tienen bigote. No le perdamos de vista. De sus ejercicios podremos deducir si es capaz de dar un salto de tres metros de altura, que es la del muro de «Milton Manor».
Los siete miembros del club concentraron su atención en el acróbata. No le quitaron ojo. Como los otros llevaban bigote, los habían descartado. Sólo quedaba aquel cuyas señas coincidían con las del hombre entrevisto por Peter y Colin, aquel que era moreno y llevaba el rostro afeitado. ¿Sería un saltador tan extraordinario como el que buscaban? ¿Les demostraría que se puede llegar de un salto a la cima de un muro de tres metros de altura?
Todos le observaban con ansiedad. Aquel acróbata era, indudablemente, el más hábil de todos. Ligero como una pluma, parecía volar cuando saltaba. También demostró ser el mejor en el ejercicio de andar sobre la cuerda. Luego subió por una escala hasta el techo del circo, ¡y con qué ligereza! Los niños se miraban boquiabiertos y cambiaban entre sí miradas significativas. No cabía duda: el hombre que trepaba como si volase, sin tocar apenas los peldaños, podía escalar perfectamente un muro de tres metros de altura.
—Estoy segura de que es ése el ladrón —dijo Janet al oído de Peter.
El muchacho hizo un gesto de asentimiento. También él estaba seguro, tanto, que se entregó por entero a la contemplación del espectáculo, libre ya del cuidado de descubrir al ladrón, puesto que estaba descubierto.
Era un circo excelente. Les encantó el número de los osos amaestrados, que boxeaban unos con otros y daban la impresión de que se estaban divirtiendo como chiquillos. Había un osezno que, al parecer, adoraba al domador, pues se había abrazado a una de sus piernas y no lo soltaba.
De buena gana se habría llevado Janet a casa aquel osito. Habría sido su mejor juguete.
—Parece un oso de trapo. ¿Verdad, Pamela?
Pamela estaba de acuerdo. El osito era precioso.
Después volvieron a salir los payasos y, seguidamente, dos zancudos con algunos clowns. Los hombres de los zancos tenían un aspecto ridículo. Llevaban largas faldas que llegaban hasta el suelo y cubrían enteramente sus zancos, de modo que parecían dos mujeres desmesuradamente altas y larguiruchas. Los clowns que los rodeaban semejaban enanos, comparados con ellos, y no cesaban de mortificarlos con sus burlas y sus tentativas de hacerlos caer.
Tras este número, llegó el turno a las fieras. Sacaron grandes jaulas a la pista y todo el circo se llenó de rugidos de león. Janet se estremeció.
—Estas cosas no me gustan —dijo—. Los leones no divierten a nadie y asustan a muchos. Mira aquél. No quiere subir al pedestal Será capaz de saltar sobre el domador.
Pero no saltó. Tenía bien aprendido su papel y lo desempeñó tan al pie de la letra como los demás leones. Luego las fieras se fueron como habían venido: rugiendo.
Finalmente, salió un enorme elefante que jugó al cricquet con su domador. ¡Qué bien lo hizo! Y cuando arrojó la pelota al público y empezó a dar vueltas a la pista en espera de que se la devolviesen, todo el público aplaudió con entusiasmo.
Los siete miembros del club se divirtieron como nunca y sintieron de veras que se acabara el espectáculo.
—Ojalá pudiéramos ir siempre a buscar ladrones a los circos —dijo Janet—. Sería una ocupación muy divertida.
Luego se inclinó hacia su hermano e insistió:
—¿Verdad, Peter, que ese acróbata moreno tiene que ser el ladrón? Es el único que se parece al hombre que tú viste.
—Sí; todos los demás llevan bigote —repuso Peter.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Colin—. Lo mejor sería que fuésemos a hablar con él. Quizá se le escape algo que pueda darnos una pista.
—Pero ¿con qué excusa podemos ir a verle? —inquirió Jorge.
—Eso no es ningún problema —dijo Peter—. Le diremos que vamos a pedirle un autógrafo. A él le parecerá lo más natural del mundo.
Sus compañeros le dirigieron una mirada de admiración. ¡Peter era un muchacho estupendo! A ninguno de ellos se le habría ocurrido una idea tan pistonuda.
—Mira —susurró Bárbara—. ¿No es aquel que está hablando con el domador de osos? Sí, es aquél. Oye: ¿se parece a tu ladrón ahora que lo puedes ver de cerca?
Peter asintió:
—Sí, se parece. Vamos a pedirle el autógrafo.
Y se fueron hacia él.
—¿Qué pasa? ¿Qué queréis? —gruñó el acróbata—. ¿Es que os gustaría aprender a andar por la cuerda?
—No, señor —respondió Peter—. Venimos a pedirle un autógrafo. ¿Nos hace el favor?
Y fijaba su mirada en el acróbata, que ahora le parecía mucho más viejo que en la pista.
El acróbata se echó a reír, y se enjugó la frente con un gran pañuelo rojo. ¡Hacía tanto calor bajo el toldo del circo!
—Os daré un autógrafo —repuso—. Pero antes dejad que me quite la peluca. ¡Me estoy ahogando de calor!
Y, ante el estupor de los siete, se llevó la mano a la negra cabellera y se la arrancó de cuajo.
Evidentemente, era una peluca. Ahora el acróbata ostentaba una calva reluciente.
Fue un chasco mayúsculo para el Club de los Siete Secretos.