Peter consultó su reloj.
—¡Qué lástima! Ya es la hora de comer. Tenemos que volver a casa. Nuestro club volverá a celebrar sesión a las dos y media.
—Pamela y yo no podremos acudir —dijo Bárbara—. Tenemos que ir a una fiesta.
—No os reunáis sin nosotros —suplicó Pamela.
—Yo tampoco podré asistir —dijo Jorge—. Dejémoslo para mañana. Pensad que si el ladrón es uno de los acróbatas del circo, permanecerá en el pueblo hasta que se acaben las funciones.
—Además, esto es sólo una sospecha —advirtió Janet—. Yo he dicho que sólo un acróbata puede saltar el muro de «Milton Manor», pero no he acusado a nadie.
—Sin duda, el asunto merece un estudio a fondo —dijo Peter—. En fin, nos reuniremos mañana a las nueve y media. Y hacedme el favor de reflexionar y traer un plan trazado. Estoy seguro de que entre siete uno u otro tendrá una buena idea.
Todos se pasaron el día pensativos, incluso Pamela y Bárbara cambiaron algunos cuchicheos en plena fiesta.
—Yo creo que debemos ir al circo —dijo Pamela—. ¿No te parece que es una buena idea? Así, Peter tendrá ocasión de reconocer entre los acróbatas al ladrón que vio escondido en una retama.
Al día siguiente, cuando se reunió el club en pleno, todos sus miembros expusieron la misma idea.
—Debemos asistir a una función del circo —dijo Jorge.
—Eso mismo opinamos Pamela y yo —dijo Bárbara.
—Y yo —manifestó Colin—. Además, es lo único que podemos hacer. ¿No te parece, Peter?
—Sí —dijo el jefe del club—. Hoy se inaugura el circo; Janet y yo lo hemos leído en el periódico. Yo creo que debemos ir todos. No sé si podré reconocer al ladrón, en el caso de que sea uno de los acróbatas, ya que sólo le vi un momento; pero vale la pena intentarlo.
—Tú dijiste que era moreno y que iba afeitado —dijo Colin—, y yo vi que, efectivamente, su pelo era negro. También advertí que tenía una pequeña calva en el centro de la cabeza. Pero no creo que sea fácil identificarlo con sólo estos datos.
—¿Tenéis dinero para las entradas? —preguntó Pamela—. Yo no tengo ni un penique: ayer me gasté todos mis ahorros en un regalo, pues la fiesta a la que asistí era de cumpleaños.
Todos vaciaron sus bolsillos, reunieron el dinero y lo contaron.
—Las entradas para niños valen un chelín —refunfuñó Peter—. ¡Un chelín! Por lo visto se creen que estamos forrados de oro. Hemos reunido cuatro chelines y cinco peniques. De modo que sólo tenemos para cuatro entradas.
—A mí me quedan dos chelines en la hucha —dijo Janet.
—Y yo tengo seis peniques en casa —dijo Colin—. ¿Quién puede traer el penique que falta?
—Yo —afirmó Jack—. Lo pediré prestado a mi hermana Sussy.
—Ya sé lo que harás —dijo Colin en broma—: le dirás el santo y seña a cambio del penique.
Jack le contestó con un puntapié, acompañado de un resoplido y una mirada furibunda.
—¡Estupendo! —exclamó Peter—. ¡Ya podemos ir todos! Nos encontraremos a la puerta del circo diez minutos antes de que empiece la función. ¡Que todo el mundo sea puntual! Y si veis a un hombre con un jersey azul listado de rojo, observadle con atención, pues es casi seguro que el individuo que buscamos lleva un jersey así.
Todos fueron puntuales. Una vez reunido el dinero para las siete entradas, las sacaron en la taquilla. Ni los chicos ni las chicas podían disimular su emoción.
Ir al circo es siempre una cosa magnífica; pero ir al circo para tratar de descubrir a un ladrón es algo mucho más estupendo y emocionante todavía.
Los niños ocuparon sus asientos, y las miradas de todos convergieron en la pista.
Un alegre pasodoble fue el preludio de la función. Y un redoble de tambor indicó su principio. Los niños apenas si se atrevían a respirar. Primero salieron los caballos. Con aire majestuoso y balanceando sus plumeros, dieron varias vueltas a la pista. Luego aparecieron los payasos, vociferando y haciendo cabriolas. Siguieron los osos amaestrados, y, número tras número, todos los artistas que figuraban en el cartel desfilaron ante el público, sonriendo y saludando. Los siete del club esperaban con impaciencia a los acróbatas; pero esto no quiere decir que los demás números no les arrancasen exclamaciones de entusiasmo. Por otra parte no era fácil saber cuáles eran los verdaderos acróbatas, pues todos los artistas —payasos, zancudos, ciclistas, malabaristas— hacían acrobacias.
—Según el programa —dijo Peter—, hacen el tercer número.
Y aunque todos esperaban este número con ansiedad, aplaudían las danzas y evoluciones de los caballos y celebraban con grandes risas las tonterías de los payasos.
—Ahora van a salir los acróbatas —dijo Jorge con voz agitada—. Míralos bien, Peter; no te distraigas.