Fue Scamper el que realizó el importante hallazgo. Como de costumbre, acompañaba a los niños e iba husmeando a su alrededor. Estaba impaciente y, al parecer, le interesaban de modo extraordinario las extrañas huellas circulares De pronto, empezó a ladrar con todas sus fuerzas.
Todos le miraron.
—¿Qué te pasa, Scamper? —le preguntó Peter.
El perro siguió ladrando. Los siete niños, un tanto atemorizados, miraron a su alrededor. ¿Estaría escondido el ladrón entre los arbustos? ¿Por qué ladraba Scamper?
Y mientras ladraba, el perro miraba hacia arriba.
—¡Silencio! —le ordenó Peter, perdiendo la paciencia—. ¡O nos dices a quién ladras o te callas! ¿Has oído?
El perro se calló, pero dirigió a su amo una mirada de reproche y, acto seguido, alzó de nuevo los ojos. Pronto volvió a ladrar desesperadamente.
Todos levantaron la cabeza, preguntándose a quién o a qué ladraría Scamper. Y entonces vieron una gorra enredada en las ramas de un árbol.
—¡Mirad! ¡Una gorra! —exclamó Peter—. ¿Será del ladrón?
—Tal vez —respondió Janet—. Pero ¿por qué demonios la dejaría ahí? No creo que los ladrones tengan la costumbre de colgar sus gorras en las ramas de los árboles.
La gorra estaba al nivel de la cima del muro y, por lo tanto, demasiado alta para que pudieran alcanzarla los niños. Johns dijo que iba en busca de una caña para intentar hacerla caer, y se marchó.
—Esa gorra está ahí porque la han tirado —dijo Jorge—. De eso no cabe duda. Por lo tanto, no debe de ser del ladrón. Sería absurdo suponer que dejó, a sabiendas y en sitio tan visible, una cosa que puede facilitar una pista.
—He de reconocer que tienes razón, aunque lo siento —admitió Peter—. No puede ser de ningún modo la gorra del ladrón. Algún vagabundo debió de lanzarla desde fuera. Dios sabe cuándo.
Johns reapareció con una caña. Descolgó la gorra, la hizo caer y Scamper, juguetón, saltó en seguida sobre ella.
—¡Deja eso, Scamper! —le ordenó Peter—. ¡Suelta esa gorra en seguida!
El perro la soltó con un gruñido de contrariedad. ¿Acaso no había sido él quien la había descubierto? ¡Tenía derecho a jugar con ella!
Los siete contemplaron atentamente la gorra. Estaba vieja y sucia. Era de tela escocesa y sus colores debieron de ser muy vivos en sus buenos tiempos. Ahora no era más que un pingajo; se necesitaba mucha imaginación para deducir cómo había sido cuando estaba recién fabricada.
—¡Uf! ¡Qué gorra más pringosa! —exclamó Janet, examinándola con un gesto de asco—. Estoy segura de que fue de algún vagabundo que, cansado de llevarla, la tiró al aire para deshacerse de ella. Y la gorra, casualmente, quedó colgada en el árbol. ¡Qué lastima! ¡Nosotros que creíamos haber encontrado una pista!
—Tienes razón —dijo Colin, dando vueltas a la gorra entre sus manos—. Ya podemos tirarla: no tiene ninguna utilidad para nosotros. ¡Mala suerte, Scamper! ¡Tú que creías haber encontrado una estupenda pista!
Y fue a lanzar la gorra por encima del muro. Pero Peter se lo impidió.
—No, no la tires. Es mejor que la guardemos. Nos morderíamos los puños de rabia si resultara una prueba contra el ladrón, aunque no lo parece.
—Entonces, quédate tú con esta piltrafa —dijo Colin—. No me extraña que su dueño la tirase. ¡Despide un olor…!
Peter se la guardó en un bolsillo. Luego alisó el trocito de lana y lo colocó cuidadosamente entre las páginas de su agenda.
Hecho esto, examinó una vez más las extrañas huellas circulares.
—Creo que nos convendría tener la medida de estas huellas —dijo—. ¿Tienes una cinta métrica o algo para medir, Janet?
Janet no llevaba encima nada para medir; pero Jorge tenía un cordel. Lo puso sobre la huella y lo cortó a su medida exacta.
—Éste es el diámetro de la huella —dijo a su hermano. Y le entregó el trocito de cordel, que Peter guardó también entre las páginas de su bonita agenda.
—Estoy seguro de que estos hoyos son el rastro que buscamos —dijo Peter—, pero no acierto a comprender con qué se han hecho.
Se despidieron de Johns y emprendieron la marcha a través del campo.
Ninguno de los siete se sentía capaz de hacer deducciones de los escasos indicios que habían logrado reunir. Sin embargo, Peter expresó su creencia de que el club se había enfrentado con una verdadera aventura y de que no quedaría todo en agua de borrajas.
—Sigo creyendo que solamente un acróbata pudo saltar un muro tan alto —afirmó Janet—. No me cabe en la cabeza que una persona cualquiera pueda hacerlo.
En el preciso instante en que decía esto llegaron al camino. Frente a ellos, pegado en un muro, vieron un cartel. Lo miraron con indiferencia; pero, de pronto, Colin profirió un grito que hizo dar un salto a sus compañeros.
—¡Mirad! ¡Es un cartel de una compañía de circo! Fijaos en lo que dice.
Todos leyeron:
DOMADORES DE LEONES,
EXPERTAS AMAZONAS,
OSOS AMAESTRADOS,
PAYASOS,
ACRÓBATAS.
—¡Acróbatas! —exclamó Colín—. Es decir, la clase de hombre que ha despertado nuestras sospechas.
En todo el grupo hubo un movimiento de emoción e interés. Janet podía tener razón. Aquello merecía ser estudiado detenidamente por todos los componentes del club.