PIELES ROJAS

A las dos y media empezaron a llegar los miembros del club. Primero se presentó Jack, luciendo su insignia. Se la había arrebatado a Sussy tras enconada lucha.

—¡Volveré a llamar a vuestra puerta y a decir el santo y seña! —había exclamado, furiosa, la niña.

Y Jack le había contestado mientras salía corriendo:

—¡Te quedarás con las ganas, porque ya tenemos otro santo y seña!

Los que iban llegando decían el nuevo santo y seña muy bajito, temerosos de que Sussy estuviera espiando.

—«Indios».

—«Indios».

La nueva contraseña se pronunció en voz baja una y otra vez hasta que los siete miembros estuvieron reunidos. Todos llegaban con sus trajes de piel roja y sus gorros de plumas de colores. Se disfrazaron en un periquete.

Sólo Colin se quedó con las ropas que llevaba, ya que no tenía traje de indio.

—¡En marcha hacia «La Pequeña Selva»! —ordenó Peter, blandiendo con arrogancia un hacha de apariencia terrorífica, pero que, afortunadamente, era de madera—. A mí me acompañarán Jack y Janet; contigo, Jorge, irán Pamela y Bárbara. Colin será la víctima que buscaremos, perseguiremos y capturaremos.

—Pero no tendréis derecho a atarme a un árbol ni tirarme flechas —advirtió Colin—. Esto estará prohibido para vosotros, aunque no para mí. Pensad que sois seis contra uno.

Los pieles rojas llevaban el rostro pintarrajeado, como era costumbre en estos indios cuando estaban en pie de guerra; todos, excepto Colin, tenían un aspecto feroz, de auténticos pieles rojas.

A campo traviesa emprendieron la marcha hacia «La Pequeña Selva», que se hallaba a un kilómetro de distancia. Con ella limitaba «Milton Manor», soberbia quinta rodeada de un alto y espeso muro.

—Ahora nos dividiremos en dos grupos de tres —dispuso Peter—, y un grupo partirá de la derecha y otro de la izquierda. Colin quedará en medio y se internará en la espesura. Nosotros contaremos hasta cien con los ojos cerrados y en seguida empezaremos a buscar las huellas de Colin para darle caza.

—Pero si yo descubro a alguno de vosotros y digo a voz en grito su nombre —dijo Colin—, ése quedará fuera de combate.

—Y si alguno de nosotros consigue llegar hasta ti sin que tú lo veas y tocarte, serás su prisionero —advirtió Peter—. «La Pequeña Selva» con su tupida maleza, es el sitio ideal para este juego.

Verdaderamente lo era. Árboles y arbustos formaban una espesura poco menos que impenetrable. Se veían gruesos troncos coronados por masas de tupido follaje, altas hierbas y hermosas plantas. Abundaban, pues, los escondrijos y podían perseguirse unos a otros sin verse. Bastaba introducirse en la frondosa vegetación para quedar invisible.

Se separaron los dos grupos y cada uno se dirigió a un extremo de «La Pequeña Selva». Por un lado, el bosque estaba limitado por una empalizada; por el otro, se alzaba el muro de «Milton Manor». Muy listo tendría que ser Colin para lograr salir de allí burlando a sus perseguidores.

Colin se situó en el centro y esperó a que sus amigos empezaron a contar hasta cien con los ojos cerrados Tan pronto como Peter agitó su pañuelo, que era la señal convenida para indicarle que ya habían cerrado los ojos, Colin corrió a un árbol, gateó rápidamente por el tronco y se sentó a horcajadas en una gruesa rama. Desde esta excelente posición empezó a otear.

«Pueden buscarme cuanto quieran. Aunque recorran el bosque de un extremo a otro, no me encontrarán; y cuando todos estén cansados de buscar y se rindan, yo bajaré y me presentaré tranquilamente a ellos».

Así pensaba Colin mientras sus amigos terminaban de contar. Al fin seis pieles rojas se desplegaron y empezaron a rastrear silenciosamente a través de la espesura. Colin podía seguir las idas y venidas de sus perseguidores por los movimientos de la maleza. Escudriñaba a través del ramaje del árbol, conteniendo la risa. Se estaba divirtiendo de lo lindo.

De pronto, algo le llamó la atención. Sobre el alto muro que rodeaba «Milton Manor» había un hombre sentado a horcajadas y preparándose para saltar al exterior. Al fin saltó, y Colin le vio huir a través de la espesura, haciendo crujir la maleza. Luego, todo quedó en silencio. Colin no volvió a ver al hombre. ¿Qué demonios habría hecho dentro de la finca y por qué habría salido de ella de aquel modo? Estaba desconcertado; en su vida había sentido una perplejidad mayor. No sabía qué hacer. No era cosa de llamar a voces a sus amigos.

En esto observó que Peter, o tal vez otro de sus compañeros, se acercaba al lugar donde había desaparecido el hombre.

Sí, era Peter, que había oído un rumor cerca y había creído que era Colin el que lo producía al huir entre la maleza. Por eso se dispuso a dirigirse al sitio donde había oído el rumor.

«No cabe duda: alguien se ha escondido tras aquel arbusto», pensó Peter. Era una enorme retama en plena floración. Seguro de que iba a encontrar a Colin, el piel roja se echó de bruces en el suelo y avanzó a rastras, apoyándose en los codos Cuando llegó a la retama, apartó las largas ramas y miró con gesto amenazador al hombre que estaba allí. ¡Qué desencanto! No era Colin.

El hombre estaba más que asustado. De pronto, había visto una cara horriblemente pintarrajeada que le miraba con furor a través de los tallos de la retama y un brazo armado de un hacha que le pareció auténtica y que se había levantado amenazadoramente sobre su cabeza. Ni remotamente pensó que el arma podía ser de madera.

Dio un salto y huyó. Peter se quedó tan pasmado, que ni siquiera se le ocurrió perseguirle.